Laura Revuelta. Málaga. 2012. es
Texto Catálogo “Juego de Espejos” exposición Museo del Patrimonio Municipal (MUPAM). Marzo 2012
ESCRITO EN LA CARA
Laura Revuelta
Recuerdo la primera vez que vi a José Manuel Ciria y, por tanto, tuve conocimiento de su obra. De esto hace poco más o menos veinte años. Él era un artista incipiente y yo daba los primeros pasos en estas lides de escribir sobre arte. Casi, casi, y si se me admite la libertad interpretativa, hemos llevado caminos paralelos que en determinados puntos y momentos de nuestras vidas se han juntado, se han dado la mano y hasta se han abrazado. Este es uno de ellos y por eso me puedo permitir un cierto ejercicio recapitulatorio o de “flashback”, como si de una película o documental se tratara, para llegar al núcleo duro de esta exposición, de alguna manera quintaesencia de toda su trayectoria.
El José Manuel Ciria de aquellos tiempos era contundente. Llegaba con una seguridad en sí mismo propia de los creadores que no tienen muy claro lo que quieren hacer pero sí que tienen clarísimo qué cosas deben hacer, contar, apuntar, hasta revolucionar. La ambición de los artistas de verdad. Tenía un estudio en Madrid, grande, muy grande, de esos donde el ímpetu y la rabia contenida de la inspiración pueden explayarse y campar a sus anchas: subirse por la paredes y bajar a los infiernos tantas veces como sea preciso para llegar a la obra deseada o a un mero atisbo, un esbozo con posibles que conviene atacar y reconducir una y otra vez. En la búsqueda y por la búsqueda. Hoy sigue manteniendo este estudio madrileño, donde trabaja siempre que regresa a la capital desde Nueva York, allí se trasladó en el año 2001. Estos viajes de ida y vuelta, de encuentro y desencuentro, tienen mucho que ver con esta exposición, con la obra que ahora podemos contemplar en estas salas.
El retrato de Ciria, su más pura descripción física, la que entonces asimilé como imagen en mi memoria, y la que ahora me encuentro reforzada, hablaba de un artista contundente, pura expresividad, intensidad, materia, mucha más carne que hueso. Mucha más sangre que vísceras. Mucho más cuerpo que alma, pese a que las apariencias siempre engañan (en su caso y en este caso, no vean de qué manera). Mucho José Manuel Ciria en presencia y en potencia. Alguien que te absorbe, que te retiene. De ese cuerpo, de ese rostro no podía nacer una obra insípida, insulsa. Agresiva, pero acogedora porque tenía muchas cosas que contar, escondía muchas lecturas y saberes y necesitaba tiempo para ser digerida. Del dolor violento del primer puñetazo a otras sensaciones mucho menos superficiales. De hecho, aún hoy, igual que entonces, le oigo repetir en cada conversación, en cada entrevista, que él es un artista conceptual que pinta. O un pintor de registro conceptual. Tanto monta. Por muy contradictorio que pueda parecer; por caminos divergentes que hayan podido transitar ambos términos, en él confluyen de muy diversas maneras. “Desde siempre me ha interesado explicar en qué forma mi pintura estaba apoyada sobre una rígida plataforma teórica y conceptual. Creo que el mayor contraste o tensión en mi trabajo radica precisamente en esa oposición, entre una obra completamente articulada y mental, y una apariencia de aspecto expresionista o informalista en su factura formal”, así lo explicaba en una conversación publicada en el catálogo de una de sus últimas exposiciones, donde, dentro de un contexto más amplio, se presentaba parte de las piezas que componen esta muestra.
“Todo el arte es abstracto en el sentido de que está atravesado por la idea mucho más que por la imaginación de formas y sustancias. Todo el arte moderno es conceptual en el sentido de que fetichiza en la obra el concepto, el estereotipo de un modelo cerebral en el arte”, así pontifica Jean Baudrillard en el El complot del arte, y no le falta razón en su negacionismo y negativismo porque en el arte contemporáneo, y los barruntos del concepto, mucho se ha sacado de madre. No obstante, cuando José Manuel Ciria se refiere a una “plataforma teórica y conceptual” son otros los objetivos, en absoluto banales. “Me disgustan aquellas obras en las que solamente puedo alcanzar un supuesto placer estético y retiniano. Aparte del acto físico de pintar, existe un estadio preliminar de pensamiento. La obra es el residuo de dicha elaboración mental y de su ejecucición material”, ha declarado y demuestra que él pertenece a otra estirpe de artistas bien opuestos a los que Baudrillard degrada y noquea con sus argumentaciones.
Si volvemos a la película de los hechos, al “flashback”, valga una anécdota para ilustrar aquellos tiempos ya lejanos de nuestros primeros contactos, como si de una foto se tratara (de la que él quizá él no tenga memoria, por eso siempre será su palabra contra la mía). Recuerdo un encargo, un trabajo, con el que le fui a ver al estudio madrileño: se trataba de una imagen (no viene al caso de quiénes ni sobre qué se trata) de gran tamaño que quería que retocara para la portada de una publicación. Sobre aquella imagen, simplemente, estampó una de sus manchas de pintura ya tan característica a lo largo de los años: un churretón en rojo. Casi como un estallido de sangre. Por motivos ajenos al artista, y a mí, aquella salpicadura roja acabó siendo blanca (otra de las versiones que había pintado). Está claro que la violencia del acto pictórico era tan fuerte. Hasta insultante, que lo políticamente correcto y prudente recomendaba dulcificar el gesto, purificar el color. Así quedó y así se publicó. En blanco.
Han pasado años pero aún sigo viendo en los cuadros más recientes que componen la obra de José Manuel Ciria aquel rasgo intenso, aquella gestualidad. En “Gran Damero. Serie memoria abstracta”, cuya presencia en esta exposición araña el espacio, el rojo y el blanco del pasado vuelven por sus fueros, aunque en algún momento de su obra (no presente en esta muestra) se haya esfumado para adentrarse en llanuras grisáceas más que en negros profundos. El acto pictórico de aquel instante, ya lejado en el tiempo y hasta cierto punto incocente (como esta anécdota), en el fondo sigue siendo el mismo ahora (y siempre). José Manuel Ciria ha reconocido en múltiples ocasiones que por mucho que busque vías creativas, y las encuentre o no, al cabo, todo se resume en un ejercicio de repetición y de lucha de contrarios. La pintura misma y el concepto. La forma y el fondo. La esencia y la presencia. El cuerpo y el alma, que nunca puede ser etérea. Tiene que exhalar un hálito de reminiscencias muy profundas, como un nervio anclado en la carne. Donald Kuspit en su ensayo El fin del arte, citando y contestando a Barnett Newman, escribe: “Lo que Newman llama la raíz estética primordial es inseparable del hombre original que grita sus consonantes (…) en alaridos de pavor e ira a la vista de su trágico estado, de su propia autoconsciencia y de su propio desvalimiento ante el vacío. La primera expresión del hombre, como su primer sueño, fue estética. El habla fue un grito poético antes que una demanda de comunicación. (…). Para Newman lo estético es trágico y desafiante a la vez, un reconocimiento del trauma pero también una afirmación de la autonomía. Angustiada y extática a la vez, la consciencia estética de ser sugiere que el hombre tiene naturaleza artística, que el acto artístico es el privilegio personal del hombre”.
José Manuel Ciria se marchó a Nueva York en 2001. No conozco el estudio en La Guardia Place de Manhattan, pero he visto fotos suyas trabajando (el gesto se mantiene, como en aquellos comienzos) o paseando por las calles cubiertas de nieve, pintadas con un blanco sucio. Sin duda alguna, se ha convertido en un neoyorquino de pro; en un artista neoyorquino como mandan los cánones: pringado hasta las cejas en la investigación de su obra y sus múltiples posibilidades. Volviendo a su retrato, a su presencia física, no ha perdido un ápice de la contundencia corporal. Se fue a experimentar, la vocación constante de un creador, a abrir otra vez las venas de su pintura, o de sus conceptos, que la sangre se mezclara con la savia. Como dijera Walter Benjamin: “No encontrar el camino en una ciudad no significa gran cosa, pero perderse en una ciudad como se pierde uno en un bosque requiere toda una educación”. De este proceso, purificador y violento, que ha ido y ha venido como ráfagas a las que Ciria se ha acabado por aconstumbrar, proceden estas obras. Suponen una pequeña muestra, pero sumamente expresiva, casi quintaesencia, del trabajo de esta década.
Me interesa la imagen, la pura presencia física de José Manuel Ciria. Creo que lleva escrito en la cara la obra que ha desarrollado a lo largo de los años. Si soy sincera no puedo imaginar a Ciria pintando otros cuadros distintos a los que pinta, cuya intensidad decaiga, se precipite por otros derroteros. En realidad, se está pintando –retratando- una y otra vez. No voy a recurrir a lo psicoanalítico, pero no dejo de distinguir en cada una de los gestos que componen el extenso friso (serie) titulado “Las Cabezas de Rorschach” al propia Ciria en una sucesión de fotogramas con muecas infinitas. Como si se colocara delante de un espejo e iniciara un proceso de desdoblamiento gestual, de interpretaciones de personajes y sentimientos ocultos bajo su piel. A través del mismo, también hay un desdoblamiento pictórico: su obra va del realismo (o, en cierto modo, un referente real) a la abstracción; del dibujo al expresionismo que late en sus cuadros desde los comienzos. La galería de retratos interroga, como el test que les da nombre (Rorschach), al espectador y estos se preguntan qué ha podido pasar, qué han horror han presenciado aquellos personajes anónimos (álter egos del propio artista). Quizá todo se resuma en la vida misma –atroz, brutal, con la enfermedad destructora en mitad del proceso y la muerte al final del túnel- como sucede en todos aquellos rostros marcados por el pánico que se suceden en la Historia del Arte de todos los tiempos. Hay están las grandes cabezas de la Isla de Pascua, que él visita en pleno proceso de desarrollo de esta serie. También Munch y su grito agónico, Grosz, Otto Dix, Egon Schiele, Böcklin y sus máscaras de gestualidad exarcebada, de locura contenida en una mueca a punto de estallar… hasta El Bosco de vicios y pasiones o el Goya sordo, obsesivo y peleado con las sombras. Las mismas fotos que publican en la prensa o se emiten por los medios de comunicación un día tras otro. El grafiti que inunda la estética urbana neoyorquina que le rodea y que, pese al acto fugaz y el anonimato de sus autores, se expresa como heridas supurando aún toda la podredumbre de las ciudades contemporáneas y, ¿por qué no?, de todos los tiempos. “Oh, días salvajes”, “Tragaojos”, “Asustados, “Gritos mudos” son algunos de los títulos de estos retratos agónicos. Sin duda, no es que vivamos buenos tiempos para la lírica más bien todo lo contrario, de un realismo dickensiano, sucio, tortuoso. Hoy como siempre.
(“En el corazón del laberinto de patios y patios estrechos, de calles y calles apretadas, que habían nacido una a una, todas con prisa furiosa hasta formar una familia monstruosa, que se daba mutuamente de codazos, que se pisoteaba, que se oprimía hasta matarse entre sí”, párrafo extraído de Tiempos difíciles, de Charles Dickens)