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2010

Arnau Puig. Palacio Miramar. Sitges

Texto catálogo “Ciria. Contra la pared”. Palacio Miramar. Ayuntamiento de Sitges. Diciembre 2010

CIRIA: IMPULSIVIDAD Y COMPULSIVIDAD DEL COLOR

Por Arnau Puig

José Manuel Ciria nació en Manchester, Inglaterra, en 1960. Ha vivido y trabajado en diferentes lugares y ciudades del mundo inquietas por el arte contemporáneo abstracto. Regularmente expone su obra, desde 1984, tanto en el extranjero como en España. Primeramente, sin embargo, su orientación hacia la pintura, que llegará a practicar desde la gestualidad pero también con una intención que acabará concretando en escritos, 1990, parte de la unión intrínseca e indestriable entre la materia y el color. En este sentido ha sido muy sensible a las inquietudes del momento en el que tomó, como joven inquieto, la decisión de pintar. En la circunstancia de los años 80 del siglo pasado los artistas oían que quizás hacía falta revisar y recuperar gran número de las intenciones modernas para una nueva presencia activa del arte en la sociedad. Por una parte estaba la actitud de emprender bajo la idea de un impulso salvaje la acción creadora plástica; hacía falta dejar de lado las recuperaciones, que se habían convertido en excesivamente fáciles y populistas, del pop art, y hacer frente a la idea, siempre renovada y vigente, de crear y pintar por impulso y por necesidad. Este tipo de acción en el ámbito de la pintura podría recoger todo lo que se creyera fuera significativo para expresarla y mostrarla.

Muchas propuestas eran posibles; recuperar el tachismo gestual de los años 40 y primeros de los 50 de entonces y mostrar la pintura como la significación de un nuevo tipo de expresión, el action painting, que indica intencionalidad pero que no se define en ninguna dirección –simple propuesta de contestación a lo que está establecido–, o bien optar por un formalismo cromático estricto, que podía también ser informal, a la manera del test de Rorschach, o bien geométrico, simple gozo por unos colores plasmados ortogonales o diagonales o bien, si ocurría, cruzados. La pintura tenía que ser la única justificación de la acción pictórica; ningún servilismo psicológico ni comunicativo.

Todo eso implicaba entender la pintura como impulsividad, plasmada y expresada en el tiempo y en el espacio por medio del gesto. Sin embargo, después de aquellos años 80 y siguientes, se tenía que hacer todo eso al margen de iras espontáneas e imposibles de contener, o de juicios y prejuicios de necesidad expresiva, como se había hecho hasta entonces. Se tenía que plasmar solo el gesto colorido, chillón y clamando, pero sin contenido definido, tal como lo habían intentado, en otros momentos de la contemporaneidad, Georges Mathieu, que consideraba el arte pictórico como una estricta acción gestual emplazada en un espacio delimitado por el tiempo más justo posible, para otorgar así la máxima sinceridad al gesto y a su presencia pictórica plástica. Mathieu precisaba que la obra no tiene que tener surrealismos impulsivos ni sujeto, solo el simple fluir de la pintura. Joan Mitchell, americana, similarmente, predicaba que la pintura era una estricta expresión minimalista, dado que no quería que a sus cuadros coloridos hubiera nada más que los colores, estricta pintura, sin intención añadida asociada al paisaje o a cualquier otra alusión. El color no tenía que tener otra posibilidad expresiva que aquella que aporta el color mismo y tal como gesto y azar lo ofrecen.

Quizás, para acabar de precisar el ámbito de la acción de Ciria, haría falta llamar la atención sobre la diferencia que hay entre un gestualisme que tiene su base en algo vislumbrado o asociado a la ejecución, tipo Franz Kline, y otro gestualismo que no busca nada más que el gozo pictórico gestual, lo que el azar de las formas disponga sobre el espacio plástico: pintura y nada más que pintura.

Creo que la obra de Ciria hace falta emplazarla en esta última vertiente de la creatividad contemporánea. Lo que hemos indicado hasta ahora correspondería a los condicionantes históricos que conforman el momento de la acción pictórica de Ciria, asumidos y posesionados sobradamente. Pero para la acción hace falta, también, un elemento desencadenante, provocador de la emoción impulsiva de la acción. En este sentido casi podemos decir que la motivación podría ser el big bang de nuestra génesis cósmica o, si se quiere, también podríamos atribuir la acción pictórica de Ciria a un sentido vitalista de la existencia. Él ha aludido en diferentes ocasiones al orden o al caos, que equivale a lo que hacia 1990 indicó de “gestión y orden”; el uno implica el otro: el orden surge de la necesidad de gestionar el caos o el caos clama e impone la presencia de un orden. Su acción pictórica es la mancha impulsiva, el gesto desencadenado, la complejidad de interrelación entre diferentes colores sin estructura. Pero a pesar de todo seccionados, encajados, contrastados; expandidos y explosivos siempre, impresionantes sin duda, ofensivos y chillón siempre; pero nunca para ir más allá de la pintura. Ciria no es un provocador sino un exigente. Hay en su obra un geologismo que no puede evitar un cierto impacto psicológico a quien la mira; pero el observador acaba agradeciendo la presencia de los colores y olvidando el mensaje posible. En el fondo es el estallido de la granada; la belleza del volcán de quien se lo mira desde lejos porque, obvio, el volcán se manifiesta no para hacer daño sino para mostrar que la tierra está todavía muy viva y vivible. Y la pintura muy compensadora para quien la practica con inocencia.

Carlos Delgado. Arteinversion. Madrid

Texto catálogo “Cabezas”. Espacio Arteinversión. Madrid, Diciembre 2010.

CIRIA. CABEZAS AL BORDE DEL SUJETO

Carlos Delgado Mayordomo

José Manuel Ciria, es uno de nuestros escasos artistas que han conseguido simultáneamente consolidarse como una figura indispensable en el panorama artístico español y alcanzar una enorme proyección internacional. Después de una muestra itinerante por los principales museos de América Latina y, de sus recientes exposiciones en la Diputación de Orense y el Círculo de Bellas Artes de Madrid, comisariada esta última por el prestigioso crítico de arte Donald Kuspit; presenta ahora en la Galería Stefan Stux de Nueva York una muestra de su nueva serie Cabezas de Rorschach III. Ciria, afincado desde 2005 en Nueva York, arranca con dicha exposición su reconocimiento en tierras americanas. También mencionar que una cuidada selección de su obra empezará el próximo mes de mayo a mostrarse de forma itinerante por diferentes museos de Estados Unidos durante un periodo de tres años.

La cabeza, la imagen del rostro, fue tradicionalmente consolidada como la sede simbólica de la identidad. Pese a tratarse de una pequeña parte de la totalidad corporal, aún hoy estamos acostumbrados a considerar la continuidad de la figura humana más allá del encuadre que determina, por ejemplo, el retrato de un busto. Esta sinécdoque se torna, sin embargo, más compleja en un ámbito, el de la época contemporánea, donde el concepto de identidad se ha vuelto confuso. La progresiva desintegración de la idea de sujeto como un elemento coherente y compacto se ha traducido plásticamente en nuevas construcciones visuales: de este modo, la metamorfosis, la multiplicidad o la fragmentación han ampliado las expectativas del yo a lo largo de historia de la pintura moderna.

El proceso de desarticular al Ser con respecto a su fundamento carnal unificado constituye una de las principales vías llevadas a cabo por José Manuel Ciria desde su asentamiento en Nueva York. Dicha indagación ha llevado implícita un sugerente retorno a la figuración que, al concretarse en la idea del dibujo como principal armazón compositivo, enfría las coordenadas abstractas, expresivas y gestuales, de su trabajo anterior. Por otro lado, si bien es cierto que su interés por cabezas y bustos había tenido algunos precedentes (serie “Cabezas de Rorschach I”, de 2001 y Cabezas de Rorschach II”, de 2005) será en Nueva York donde el artista consolide su investigación a este respecto.

Forjando la máscara

El repertorio iconográfico que José Manuel Ciria abre, a finales de 2005, con la serie “Post-supremática” y que continúa entre 2006 y 2008 con “La Guardia Place” plantea la idea de un cuerpo desobediente a los estereotipos y que es dueño de una verdad anatómica y psíquica múltiple. Dentro de las exploraciones temáticas que el artista lleva a cabo en sus primeras obras americanas, la cabeza-máscara se convierte en un emblema recurrente, hasta el punto de configurar, por sí sola, el motivo central de su siguiente serie: “Schandenmaske (Máscaras burlescas)”.

La oposición (o diálogo) entre abstracción y figuración se bifurcará en dos series que, de forma paralela, configuran la obra más reciente del artista. Nos referimos a “Memoria abstracta” (serie que ilustra las nuevas cotas que alcanza el artista dentro de su reflexión sobre los posibles enlaces entre el gesto y el orden) y a la excepcional “Cabezas de Rorschach III”

Nuevas cabezas de Rorschach

La última serie de Ciria apuesta por una pintura netamente figurativa, exenta de matices abstractos que dificulten una lectura referencial pero definitivamente alejada del naturalismo. Se trata de rostros sobredimensionados en su escala, caras convertidas en campos de combate donde se establecen contrapuntos lumínicos y distorsiones cromáticas, poderosos primeros planos que apelan un crudo diálogo con el espectador. Pero, en cualquier caso, retratos, sin más derivas conceptuales ni exploraciones formales que las que se generan del deseo de convertir a la pintura en un fascinante acontecimiento plástico. Audaz estrategia estética que le permite a través de una base sensible –alejada la fría temperatura de algunas de sus propuestas conceptuales más arriesgadas- conectarse de manera directa con el que mira.

En “Cabezas de Roscharch III” la dificultad no estriba en ver el retrato. Los amplios márgenes de icononicidad que acoge lo figurativo en la pintura contemporánea permiten seguir hablando de este género aún cuando se desvirtúa el concepto del parecido. El uso de la línea, el volumen, los recursos lumínicos, el manejo del color en sus escalas tonales y de saturación, no se afinan para imitar un sujeto concreto sino para decir nuevas cosas sobre la identidad plástica del artista. El sujeto del retrato, cuando es real, no es dueño de su imagen y apenas encuentra una cartografía que le oriente dentro del camino de su identidad. Pero el sujeto es también máscara, ha proyectado su identidad más allá de su propia morfología para integrar un nuevo yo mediado por la pintura. En cierto sentido, la representación del cuerpo ajeno articula implícitamente la actitud del artista hacia el suyo propio y, finalmente, cada uno de sus trabajos acaba convirtiéndose, de una manera o de otra, en un autorretrato.

En conversación Ciria me revela dos posibles detonantes ligados a su historia personal reciente como raíz de su nueva serie: “Por un lado, el tumor cerebral en la cabeza de mi padre y su muerte; por otro, el viaje a Isla de Pascua y el enfrentamiento con los Moais y lo primitivo de la cultura Rapa Nui”. Simbólicamente, estos dos acontecimientos plantean, por un lado, la idea de la cabeza/rostro como sinécdoque (cabeza como emblema de un yo humano doliente y cabeza como icono de una civilización perdida, respectivamente). Al mismo tiempo, ambos hechos pueden sintetizar el binomio mortalidad-inmortalidad: el hombre vive y muere, es un punto minúsculo en la extensión de lo que es el ser humano; la cultura, la creación, el arte, es, por el contrario, lo que permite que algo de ese hombre logre ser inmortal, dejar una muesca en la historia. El primero es un rostro ligado a un nombre, objetivado; el segundo es un rostro social, un símbolo, no es, o no quiere ser, la cabeza de nadie.

Ser sobre todo rostro, imagen representada, significa dejar de ser otras cosas. La ambigüedad que plantea Ciria entre el retorno de la figura y su persistente transformación antinaturalista, elaborada en el marco de problemas formales de la representación, señala un afán de transgredir o incluso negar constantemente la afirmación física y psicológica del género. Como un maquillaje dramático, estructurado a fogonazos, los colores usurpan la verosimilitud a la piel de los personajes que integran “Cabezas de Roscharch III”. Tal vez sea precisamente esta llamativa distorsión tonal, sumada a la ausencia de un marco ambiental concreto y a la inamovible posición frontal de las figuras, los únicos caminos para garantizar la permanencia del yo en un momento de efímeros acontecimientos y apresuradas transformaciones.

Finalmente, “Cabezas de Roscharch III” debe ser vista como una serie sustentada en los extremos. En primer lugar, extremos cromáticos, disonantes y arriesgados en su violenta combinación; en segundo lugar, extremos formales, que le llevan a alternar sin reparos el carácter descriptivo de algunos rostros, junto a piezas donde la deformación caricaturesca llega al ubicarse en el terreno de lo grotesco (su impresionante Self-portrait). Pero sobre todo, “Cabezas de Rorschach III” es una serie que, desde el ahora nos lanza al extremo temporal opuesto: el inicio. La figura humana fue una de las claves de la primera época de Ciria y ya, en piezas tan tempranas la composición se encuentra ya estructurada solamente mediante el rostro. De manera tal vez inconsciente, Ciria ha configurado parte de su evolución neoyorquina a través de la revisión cíclica de sus series anteriores. Con “Cabezas de Rorschach III” parece cerrarse un ciclo de estructura circular cuya única salida es una fuga que rompa su perímetro. La seriedad de Ciria a la hora de repensar los componentes de su pintura nos permite anticipar sin reparos lo sorprendente y ejemplar que será la configuración de su próximo capítulo plástico.

Carlos Delgado. Palacio Simeon. Orense. I

Texto catálogo “Five Squares. Series Americanas”. Palacio Simeón. Diputación de Orense. Orense, Diciembre 2010.

CIRIA: FIVE SQUARES

Carlos Delgado Mayordomo

En el año 2005 José Manuel Ciria trasladó su centro de trabajo de Madrid a Nueva York y, al poco tiempo, logró plantear nuevos caminos para el desarrollo de su pintura. Sin embargo no se trata de un periodo desligado de sus hallazgos anteriores: en permanente tensión con su propio trabajo, el artista siempre ha quebrado la posibilidad de un hilo conductor lineal en su trayectoria; más bien, su obra ha planteado una revisión cíclica de determinados conceptos, de modo que factores que en un sistema visual anterior estaban subordinados serán luego dominantes, y viceversa: mancha, geometría, soporte e iconografía, en disposiciones variables determinadas por la combinatoria, habían funcionado como ejemplar base, formal y teórica, de su Abstracción Deconstructiva Automática (ADA), estrategia conceptual que apoyará una vigorosa abstracción desarrollada a lo largo de la década de los noventa.

Esta insistencia en dotar a la pintura de una plataforma conceptual, eficaz en su formalización y corroborada a través de numerosos escritos teóricos, nos sirve para señalar el carácter extraño, de otredad constante, de una producción ambigua a la hora de ser clasificada en lo grupal. A ello se une el hecho ya señalado de que frente a la deriva tecnológica y la contaminación de medios, que vendrían a desintegrar el límite que impone el soporte para adscribirse en un tiempo y un espacio diversificado, virtual o material −pero en cualquier caso desligados del módulo cerrado tradicional del soporte pictórico− Ciria insista en la idea de pintura como “cuadro”, objeto artístico que parece presentar una contemporaneidad débil, expulsado de las derivas en las que se inscriben los intereses de bienales y documentas últimas.

A través de esta meditada opción Ciria nos invita paradójicamente a repensar su trabajo como límite físico, material, es decir, a cuestionar la idea de superficie elaborada, mostrada como terminada, totalidad irrepetible y aurática, metáfora clásica del discurso creador, planteada por nuestro artista desde la conciencia de que se trata, sin duda, de una metáfora imperfecta. En este sentido parece orientarse su reflexión cuando el soporte utilizado incorpora una memoria anterior al proceso pictórico creativo que el artista no esquiva, contenido sedimentado al margen de la pintura que, si bien acaba formando parte del discurso, no es el resultado de una acción creadora (manual, artesanal si se quiere) sino de una permisividad con esa huella que se inscribe en la reflexión conceptual. O bien −como ocurre en su reciente incorporación de láminas de aislante térmico− el artista incorporará la amenaza de su deterioro y la potencialidad del reflejo. Una potencialidad que también se plasma en la propia lectura de su nuevo repertorio iconográfico neoyorquino donde se multiplican las derivas significacionales que puede llegar a producir, soluciones a la espera de la narración crítica o de la intuición del espectador. Recursos vanguardistas que son reestructurados mediante el extrañamiento, intereses posmodernos que son desplazados hacia un discurso excéntrico, y siempre, tensiones con los límites del propio medio en un férreo pensamiento sobre la pintura que huye de cualquier inscripción en lo banal.

En este sentido Ciria es el ejemplo perfecto de esa corriente que atraviesa el cambio de siglo y que se inscribe en una abstracción post-heroica y, aún, post-minimal. Pero lo que delimita definitivamente la originalidad y pertinencia de su obra abstracta previa a su asentamiento en Nueva York es la lucidez de un lenguaje que se sitúa al margen tanto de la redefinición manierista como de la burla irónica, de la melancolía lírica o de la resolución ornamental. Será precisamente la consistencia con la que elabore un planteamiento original y alternativo lo que determine su posición como una de las figuras claves de la pintura española durante la década de los noventa. Esta valoración, que numerosos críticos e historiadores del arte han venido realizando desde entonces, no puede dejar de alcanzar también a sus propuestas realizadas en Nueva York los últimos años.

NUEVA YORK COMO LABORATORIO DE INVESTIGACIÓN

Como ya hemos señalado, a finales del año 2005 el artista decidió instalarse en Nueva York para repensar su pintura, lo que le llevará a alterar aquellos valores que tanto éxito le habían proporcionado en la década anterior y a plantear rotundos giros que nos impedirán, una vez más, clasificar su obra de manera taxativa. La elocuente reinvención de su propio lenguaje en Nueva York surgirá, curiosamente, de la reflexión sobre la producción de Malevich; pero frente a las indagaciones que abrieron en el escenario de las vanguardias rusas el camino hacia un arte desvinculado del objeto y, por tanto, hacia un intento de abstracción absoluta, Ciria se interesará en este nuevo arranque por aquella evolución final del pintor ucraniano que derivó hacia la representación de unos cuerpos rígidos, dotados de un interior solidificado, heroicamente escondidos en un riguroso dibujo que los transformaba en sutiles iconos.

Los primeros dibujos de Ciria hacia un nuevo lenguaje distinto de su abstracción gestual anterior apuntarán hacia una exploración figurativa ligada a este referente, si bien el interés del artista por cabezas y bustos sin identidad concreta había tenido algunos breves precedentes en las serie “Cabezas de Rorschach I” (2001) y Cabezas de Rorschach II” (2005), como posteriormente analizaremos con mayor detenimiento. Pero en el nuevo contexto de Nueva York el pensamiento estético de Ciria encontrará su génesis no sólo en la recuperación de esta iconografía modulada parcialmente por lo referencial, sino en una nueva búsqueda que pasará por la condensación de la mancha gestual, libre y expansiva, dentro de una estructura visual delimitada por la línea de contorno.

En cualquier caso, el estudio analítico de la obra de Malevich no culminará en la apropiación directa y tampoco en la réplica de lo observado; como ya hemos señalado, nuestro artista es un innovador que reivindica la posibilidad de destruir la herencia de la vanguardia heroica para seleccionar de ella los pliegos que le son válidos. En su aproximación a Malevich el artista no merodea, sino que busca la confrontación directa como inicio de su trabajo de laboratorio. Sus figuras no pertenecen ya a un mundo concreto y su exploración de un territorio fronterizo entre figuración y abstracción se lleva a cabo desposeído de los tintes específicamente dramáticos de esta etapa de Malevich. El pintor retirará todos estos condicionantes antes de emprender la deconstrucción de la estructura interna de la imagen malevicheana para alcanzar la génesis de su propia configuración.

Sus primeras experiencias a este respecto conformarán la serie denominada “Post-Supremática”, y desde este referente el artista empezará a elaborar rostros sin identidad, cuerpos sin carne, figuras de gestos congelados y aspecto hierático; una palabra, hierático, que empleamos para designar la expresión severa e inmutable, pero cuyo sentido griego original se remite a lo sagrado, y por tanto, a lo intemporal. Si los grandes poetas siempre han rescatado las palabras del proceso de erosión al que las somete su uso común, Ciria rescata a estos individuos de su propia historia, esto es, de su propia humanidad: los reinventará como iconos, aislados de cualquier narración cotidiana y ubicados en un territorio fronterizo entre figuración y abstracción

PRIMERA PARADA: LA GUARDIA PLACE

El proceso de desarticular al Ser con respecto a su fundamento carnal constituye, como veremos, una de las posibles vías de análisis de la obra de Ciria elaborada en Nueva York. Tal exploración arranca con la reinvención de sus autómatas malivechanos desde una aceleración de la descomposición (decodificación) de la identidad corporal. La evolución lógica a partir de este punto va a ser tanto de continuidad como de ruptura. Continuidad porque en estas primeras obras encontrará una herramienta excepcional para sus trabajos posteriores: el dibujo como estructura de la forma. Ruptura porque aquellas primeras figuras se irán modulando hasta posibilitar un territorio de progresiva libertad iconográfica, con formas que pronto dejarán de estar reguladas por la lógica del cuerpo. Todo ello nos obligará a considerarlas de otro modo, a leerlas en términos distintos. Este tránsito es el origen de la que sin duda es una de las etapas más brillantes y excepcionales de Ciria, jalonada por el amplio conjunto que configura la que podemos denominar como su primera serie específicamente americana: “La Guardia Place”.

A partir de la reflexión del artista sobre el dibujo nacerán familias de diversa intensidad referencial; en todos los casos, es posible intuir la presencia de una morfología fragmentada donde restituye realidades que siempre se encuentran alejadas de una interpretación descriptiva. El dibujo que estructura estas obras recoge en su interior una materia palpitante y a la vez petrificada; acaba por concebirse como germen de un signo icónico que, en sus múltiples matices, lo devora como registro legible. Al mismo tiempo, es el único resorte que posee el motivo frente a la amenaza de su desaparición: si el dibujo no existiera, la mácula se expandiría en un proceso azaroso que posiblemente tendría mucho que ver con la producción abstracta de Ciria. Y sin embargo, no debemos entender este dibujo como una mera demarcación o límite para la mancha: la línea se convierte en herramienta estructural y compositiva de la imagen, define nuevas iconografías y abre la posibilidad de la regulación y la repetición modular.

Una observación pausada de las obras que integran la serie “La Guardia Place” permite descubrir la recurrencia de un mismo elemento formal en diversos trabajos, es decir, la insistencia en unos sintagmas de construcción icónica que estimulan su variabilidad por la vibración tonal, la disposición y su relación con el fondo. El interés de Ciria por la combinatoria y repetición de un mismo módulo o matriz se sitúa en un horizonte que incluye una compleja transformación semántica para cada nuevo registro. A partir de la variación de aquello que se sitúa a ambos lados del límite preciso del dibujo (su interior y su relación con el exterior-fondo), y la inmanencia −siempre matizada y a veces trasgredida− de aquello que lo define como tal matriz (la casi idéntica descripción del perfil), la repetición será entendida ahora como reactivación semántica. A través de este proceso descubrimos cuánto le interesa al artista conseguir la solidez del texto visual para, posteriormente, someterlo a un nuevo estadio.

La pertinencia de lo modular en la obra del artista radica en que permite una reflexión siempre en curso, una sistematización de su investigación de la materia. Lo sorprendente es que tal investigación no concluye en la refinación excesiva. De hecho, Ciria apostó para esta serie, según sus propias palabras, por una pintura “rare” (término que podemos traducir(1) como cruda o inacabada) que, sin navegar por el eclecticismo, evita la sensación de rotundidad; ahora, tal posibilidad queda filtrada por un acento inconcluso que dota a su obra de una nueva frescura llena de impulso, en la que aparentemente, cualquier cosa puede suceder. El pensamiento reflexivo del artista es el que abre el camino de esa potencial no realización que choca directamente con la unidad de los discursos de las vanguardias utópicas para afrontar un nuevo acento donde la preocupación por la factura se desintegra. Al analizar la serie “La Guardia Place” contemplamos un desposeimiento de la insistencia en los matices formales −una insistencia que el artista ubica dentro de las coordenadas de la tradición europea−, para virar hacia una formulación menos estabilizada, sugerente por su aspecto crudo, que valora ligada a las experiencias pictóricas norteamericanas de dinámica gestual.

En “La Guardia Place” Ciria introduce, como en sordina, continuas dudas en el sustento simbólico de la obra que alteran la comodidad de tal reajuste. Ya hemos apreciado aquellas obras figurativas que desestabilizan la claridad de lo narrado, sus obras abstractas dotadas de un pálpito figurativo que no llega a concluir, y aquellas otras piezas donde los términos se diluyen en una iconografía inestable. En todos los casos, la ambigüedad del valor semántico contribuye a este aspecto de que la obra no está convenientemente acabada, pues los términos de la oposición parecen mostrarse con igual densidad; por eso se neutralizan, borran su diferencia, y precisamente eso que escapa a la oposición es lo que se configura como su condición de posibilidad.

Pero existen otros factores que vienen a determinar la pertinencia del adjetivo “rare”. En La tradición de lo nuevo, Harold Rosenberg señalaba que en cierto momento el lienzo se convirtió para los pintores americanos en un espacio donde dejar su propia huella, «un escenario en el que actuar, en vez de un escenario en el que reproducir, rediseñar, analizar o «expresar» un objeto, real o imaginado. Lo que iba a producirse en el lienzo no era un cuadro sino un acontecimiento”(2). La obra actual de Ciria gravita entre la imagen y el acontecimiento, lo uno por lo otro, motivado por lo otro. Este punto de encuentro divergente se genera a partir del interés de Ciria por forzar los mecanismos de la práctica pictórica, ahora a partir de una extraña conjunción entre la tradición vanguardista europea y el formalismo tardío de la abstracción norteamericana; herramientas oxidadas que nuestro artista-bricoleur pone en circulación con nuevas consecuencias. Pintura cruda, inconclusa, donde la retórica del texto visual siempre mantiene el deseo de otros énfasis. En los mitos, nos dice Levi-Strauss, el énfasis “es la sombra visible de una estructura lógica que se mantiene oculta”(3). Las “rare paintings” de Ciria acogen esta flexibilidad, dando a entender más de lo que aparentemente expresan, como un palimpsesto en potencia que aún no se ha reescrito.

Pero tanto en un nivel conceptual como puramente visual, el interés de esta serie se desliza hacia otras múltiples derivaciones que van desde el extrañamiento tonal (especialmente refinado y enigmático en la suite “Winter Paintings”) hasta sus exploraciones acerca del empleo de pintura de clorocaucho sobre láminas de aislante térmico. Este último material, tan inestable como la imagen que sobre él se puede reflejar, tan frágil y en apariencia efímero, nos descubre una conciencia aporística en su relación con el tiempo. No deja de resultar inquietante que un artista tan interesado por la perduración material de sus obras se involucre ahora en una preocupación temporalista que desacraliza lo eterno y que cede ante lo mutable. ¿Una expresión del cinismo posmoderno? No, y tampoco un audaz juego experimental como el que realizara en su serie “Mnemosyne” (1994), donde las piezas se autodestruían sobre el bastidor. Ahora encontramos una nueva actitud que se enfrenta de lleno a la idealización de la obra concluida para revertir positivamente sobre el carácter “performativo” de la pintura. La construcción visual se mantiene latente desde el momento en que la transformación se materializa como constante descubrimiento de la identidad del cuadro. Esta vindicación del proceso otorga a sus obras un presente inconcluso, determinado por la inflexión de un devenir en suspenso.

Una exploración de tan profunda dimensión teórica no rechaza, sino que integra, el aspecto más “sensorial” de la técnica pictórica: de hecho, en la evolución de esta serie está presente una nueva intensidad cromática que tal vez no puedan explicarse sin su visita a la República Dominicana y otros países del Caribe en los meses previos a la preparación de su muestra itinerante por el continente americano iniciada en el verano de 2008; pero también actúa en la sinergia que impulsa su trabajo la veta brava de la tradición española en la que él se formó, esos rojos y esos negros que han dominado gran parte de su producción abstracta de los años noventa y que ahora conviven con nuevas influencias en un sincretismo espectacular. Armonía entre diversos centros como único origen del que puede nacer una obra de carácter universal.

Ahora bien, a esta amplia gama hay que añadir el color de la propia superficie en aquellas piezas donde la tela no es virgen. Este último tema, que tantas reflexiones ha motivado en la evolución de Ciria, se concreta dentro del conjunto de “La Guardia Place” en una nueva sección que surge del cruce de sus propuestas neoyorquinas con la utilización de soportes que previamente habían servido para proteger el suelo de su estudio durante la creación de otras piezas. La integración de estos incidentes casuales no solamente asumen la memoria del soporte, sino la memoria de la propia trayectoria del artista, quien ya entre 1995 y 1996, realizó “El Jardín Perverso I”, y posteriormente en 2003 “El Jardín Perverso II”, suites pertenecientes a la serie “Máscaras de la mirada”, a partir de este mismo planteamiento. El azar, como mecanismo aleatorio que camina libre hacia la superficie, se convertía entonces en el punto de partida de unas creaciones en las que la elaboración pictórica reinventaba aquellas primeras manchas accidentales. La lona plástica pisada y manchada por el eco del ejercicio artístico era reciclada y valorada por su inmediatez expresiva pero, sobre todo, por ejemplificar una propuesta azarosa dueña, a su vez, de una memoria extraordinariamente ligada al propio artista.

De nuevo, el poderoso acento imprevisible de ritmos, frecuencias y flujos, masas y colores, es para Ciria el reflejo de una pulsión que es valorada como merecedora de ser investigada. Los datos visuales puestos casualmente en bruto sobre el lienzo son susceptibles de ser reubicados como estrategia de generación de orden que otorga coherencia formal a la obra. El hecho es que todas esas manchas aleatorias se encontrarán en un primer momento como desorientadas, extrañas, en una relación ambigua entre sí, antes de la complicidad con la disposición visual que elabore el artista. En este cruce que se plantea entre “La Guardia Place” y “El Jardín Perverso” el artista conjuga sin desequilibrios dos casos extremos de azar y control. La operatividad de esta sintaxis es el resultado de una exigente sutileza que logra encontrar lazos no preexistentes de causalidad trenzados por la poderosa iconografía que se integra en estas obras.

El cambio de concepto pictórico que venimos describiendo en la obra de Ciria, este tránsito desde una abstracción expresionista hacia una obra cruda e inacabada, las complejas simbiosis entre forma y significado, en definitiva, la complejidad conceptual que sustenta su pintura, son elementos que parecen alterar el extremo “apolíneo” de apaciguar la mirada que Lacan otorgaba a la pintura. Tanto para el observador que conozca la trayectoria del artista, como para el que se encuentre por primera vez con su obra, el trabajo actual de José Manuel Ciria provoca, sin duda, un asombro extrañado.

FORJANDO LA MÁSCARA

En “Reflexiones simples sobre el cuerpo”(4) el poeta Paul Valéry desmonta la noción única del cuerpo para ofrecernos tres vías de acceso: el primer cuerpo es esa masa asimétrica que alcanza a ver mi vista y que no tiene pasado, pues se trata de una entidad que vivo siempre en el presente. El segundo, “tan querido para Narciso”, es la envoltura uniforme que contemplan los demás, aquello cuya superficie veo envejecer sin la sospecha de lo que se esconde en su interior. El tercer cuerpo, sin embargo, está privado de unidad: es el cuerpo abierto, hecho jirones y diseccionado en criptogramas histológicos de los que sólo tenemos referencias por las palabras de los médicos.

El repertorio iconográfico que José Manuel Ciria abre, a finales de 2005, con la serie “Post-supremática” y que continúa entre 2006 y 2008 con “La Guardia Place” puede ilustrar la narración irreconciliable de estos tres cuerpos. En el nuevo espacio de su taller en Nueva York el artista emprenderá un itinerario que irá modulando sin conocer plenamente las implicaciones de su desarrollo: el buscado enfriamiento de la expresividad gestual de su pintura abstracta de los años noventa encontrará su génesis en el sencillo recurso del dibujo como estructura compositiva. A partir de esta primera solución la mancha de color se verá modulada por la arquitectura de una línea de la que saldrán a flote las significaciones específicas. El dibujo, seguro de sus prerrogativas, mantendrá en un primer momento indeleble los estigmas de su origen: figuras, torsos y rostros concentrarán el devenir de la mancha para convertirla en la piel eruptiva de sus autómatas andróginos malevicheanos; pero pronto estos cuerpos alterarán la morfología descriptiva para abrirse hacia iconografías que, aún manteniendo cierto carácter biomórfico, se desentenderán del rigor de la descripción del cuerpo: la dimensión física se desconectará entonces de los filtros racionales del sujeto. Seguiremos hablando de cuerpos −o, más específicamente, de órganos sin cuerpos(5)− porque tanto las derivas netamente figurativas como las decididamente abstractas del periodo neoyorquino de Ciria comulgan en una misma elocuencia formal: aquella que impone la línea y la contención de la temperatura cromática.

Como en el tercer cuerpo de Valéry, las iconografías más complejas de la obra de “La Guardia Place” se han extraviado en su propia piel deshaciéndose de toda su predecibilidad. La parte se resiste a su representación total, el cuerpo se desensambla y el sujeto figurativo sucumbe a una corporalidad múltiple. Ciria indaga en una problemática que se incardina en la concepción contemporánea del sujeto(6) para contribuir a la proyección gráfica de una realidad de otro orden.

Además de los tres cuerpos ya mencionados, Paul Valéry introduce la idea de un cuarto cuerpo que no está sometido a los regímenes de control social y que parece proceder de la insatisfacción respecto a los otros cuerpos: más semejante a una cosa que a un organismo viviente(7), ubicado en el territorio donde lo que no es puede llegar a ser, este cuarto cuerpo se define según me complace o necesito. Un nuevo nivel, regido por una dimensión autónoma con respecto a los otros tres (el cuerpo que se muestra, el cuerpo que se contempla, el cuerpo que se abre) y que oculta el “yo” que la sociedad demanda como identidad pública.

Segunda piel sobre la superficie de lo contingente, limen que usurpa del rostro la condición de verosimilitud(8), la máscara puede ofrecerse como conceptualización tangible de este abstracto cuarto cuerpo. Un “yo” cubierto con una máscara nos propone una imagen nueva pero percibida como un contracuerpo o como una contradicción en la que la realidad parece ser lo que en realidad no es. Recipiente de connotaciones que nos convierten en el Otro, la máscara actúa en el umbral tembloroso de la identidad; nos resitúa, en definitiva, para proponer la presencia de una ausencia: ese poder que imaginamos en el Otro y del que supuestamente carecemos(9).

Tras haber ejecutado y desarticulado el cuerpo, Ciria pasa entonces a diseñar el sencillo contorno de la máscara en su siguiente serie, “Schandenmaske”, que analizaremos con detalle en el siguiente apartado. Este cambio del centro de gravedad de su temática ha ido graduándose de forma sutil, lo que comprobamos al descubrir que los rostros de sus figuras malevicheanas no presentaban un mayor grado descriptivo que estos nuevos óvalos clausurados. ¿Máscara sobre máscara? La actual operación conceptual del artista consiste en enajenar al rostro de su contexto natural irreductible, esto es, la organicidad del cuerpo humano. Frente a aquellos cuerpos sin aparente identidad, Ciria propone ahora una identidad sin cuerpos, un recorte que viene a interferir en los hilos que aún ligaban sus morfologías con lo humano.

Pero para comprender el alcance de la dialéctica de Ciria con esta temática es necesario considerar los antecedentes que han jalonado su concreción actual. La formulación plástica desarrollada por Ciria en los noventa ha sido circunscrita por la crítica, en muchas ocasiones, a una concepción de la abstracción que elude cualquier consideración sobre otras prácticas de enunciación simbólica. Sin embargo, a nuestro modo de ver, el interés del artista durante su periodo neoyorquino por diversos niveles de identificación referencial ha punteado distintos momentos de su producción abstracta y, en concreto, la idea de cabeza o máscara ha actuado como hilo conductor de este hecho.

Tras una primera etapa ligada a un modelo de figuración expresionista, Ciria se introduce en la década de los noventa con una sólida propuesta de modelo abstracto. A partir de 1992, precisamente el mismo año en el que descubre la lona plástica como posible soporte pictórico, el artista elabora sus primeras experiencias en torno al collage: Ciria incorpora el empleo de imágenes recortadas fácilmente reconocibles, precisamente en este momento de definitiva decantación hacia lo abstracto. En líneas generales, el sentido o significado que quiera darse a las figuras recortadas y pegadas sobre el soporte pintado siempre tiene en cuenta una función que va más allá de lo iconográfico: pueden actuar como contrapunto visual o bien como instrumento ordenador de la resolución compositiva de una pintura abstracta. Pienso a este respecto en trabajos como Palabra, color y sangre, Sencilla historia de amor y Todos escondidos, todos del 1992. Sin embargo, existe una pequeña pieza realizada este mismo año y titulada Cabeza donde los ojos y labios extraídos de una revista y dispuestos sobre una pintura de carácter netamente abstracto sí insisten en la determinación figurativa del título. Efectivamente, ojos y boca sirven para integrar el fluir cromático abstracto en un todo semántico de carácter referencial. Lo que vemos, antes que cualquier otra cosa, es una cabeza.

El arco temporal que va desde este primer y extraño intento de compatibilizar abstracción y figuración hasta su siguiente experiencia marca el devenir de su obra netamente abstracta de los años noventa. Será en el año 2000 cuando Ciria comience a representar, bajo el título “Cabezas de Rorschach”(10), el contorno de unos perfiles humanos cuya interioridad eruptiva cancelaba la concreción del rostro. El título era una alusión al psicólogo suizo cuyas investigaciones se orientaban al diagnóstico de las neurosis de sus pacientes por la particular interpretación que éstos realizaban sobre determinadas manchas abstractas. Más allá de esta rememoración del famoso test visual, que nos habla del interés de Ciria por los procesos inconscientes, la activación de la mirada del espectador surge en esta nueva serie del cuestionamiento de la objetividad de su sentido.

Las figuras pertenecientes a “Cabezas de Rorscharch I” no muestran una fisonomía clara más allá de la silueta que marca la cabeza, el cuello y los hombros. El rostro se configura, sin embargo, como un estallido cromático donde no hay formas que recuerden a formas (nariz, ojos, labios…) y, por lo tanto, de cualquier reflexión sobre el estado anímico del personaje. No obstante, la violencia de los rojos, la densidad de su aplicación más allá del límite de la propia figura, puede hacer que el espectador descubra tras la ausencia de rasgos una producción de sentido, sin duda dramático.

Adorno señalaba que las obras de arte son enigmas que, al mismo tiempo que dicen algo, ocultan también otro algo. Este misterio requeriría por parte del espectador el complejo ejercicio de trascender la interioridad de la creación para cerrar un código semántico que siempre será abierto de nuevo con la mirada de otro espectador, o incluso la siguiente mirada del mismo. Para José Manuel Ciria tampoco existe un significado unívoco de la creación, y éste no puede formularse formalmente: “No hay nada semejante a un significado literal, si por significado uno entiende una concepción clara, transparente, sin que importe el contexto ni lo que hay en la mente del artista o del espectador, un significado que pueda servir de límite a la interpretación por ser anterior a ésta, un significado fuera de significación. La interpretación no existe sin la obra y jamás produce frutos, exceptuando los puramente analíticos”(11). Más que el significado, cuya búsqueda valora lícita, a Ciria le interesa el concepto que se une al significante “para constituir un signo lingüístico o a un complejo significativo que se asocia con las diversas combinaciones de significantes lingüísticos”(12).

Desde esta perspectiva, Ciria nos proponía una aproximación a la lectura que vaya más allá de la mera interpretación iconográfica. La estructura formal de la cabeza y su resolución como obra pictórica es mucho más importante que el posible reconocimiento de un determinado nivel de mímesis, o que el dramatismo inherente a las 6 piezas de esta serie realizadas por el artista durante su primera estancia en Tel Aviv bajo el título de “Víctimas”.

Ya en las piezas de esta misma serie realizadas durante el año 2004, como son Tres máscaras, Cabeza sobre negro y Cabeza sobre rojo el óvalo del rostro es seccionado de su contexto natural irreducible, esto es, la organicidad del cuerpo humano. Ya no aparecen el cuello ni los hombros, sino una mancha oval que gracias al título de la obra sugieren algo familiar pero inidentificable. El extrañamiento de lo figurativo, que ha dejado de ser tal, se acentúa con la incorporación de una nítida estrategia compartimentadora como fondo, y que incluye la cabeza dentro de una propuesta experimental y analítica que anula las posibles connotaciones de su preciso origen iconográfico.

Cuando en 2005 el artista vuelva a indagar en esta misma dirección en el conjunto “Cabezas de Rorschach II”, éstas serán seccionadas e individualizadas en obras como Cabeza sobre negro y Cabeza sobre rojo, para finalmente multiplicar su presencia inquietante en la obra Tres máscaras. En estas nuevas piezas, el artista llevó a cabo una depuración del fondo, sobre el que se disponían breves matices acuosos y escuetas compartimentaciones. La mancha quebrada que en su acento expresivo se proyectaba más allá de la propia cabeza en las piezas de Tel Aviv, era ahora acomodada en un interior físico firmemente definido en su contraste sobre un fondo en el que proyecta una leve sombra, avanzando el rigor lineal de sus primeros trabajos en Nueva York.

Pero aún hay más capítulos que posicionan el tema de la cabeza-máscara como emblema recurrente en la trayectoria de Ciria. De manera paralela al desarrollo de su serie “Post-Supremática” y dentro de una misma dirección orientada hacia el enfriamiento de la carga expresiva de su producción anterior, Ciria elabora a lo largo de 2006 la breve serie “Estructuras”. Pese a estar constituidas por complejas “redes lineares”(13) que incorporan el vacío interno y, por tanto, rechazan la sensualidad de la masa física, los títulos y el diseño global permitirá la identificación con rostros desconectados, nuevamente, de un físico que los explique.

Ya dentro de las exploraciones temáticas y formales que acoge “La Guardia Place”, la máscara ha sido directamente enunciada en obras realizadas en el año 2007 como Máscara y tres elementos, Cabeza máscara y Máscara africana. Sin embargo, dentro del conjunto de esta serie valoramos como verdadera bisagra hacia la nueva concepción plástica que el artista desarrollará inmediatamente después dos piezas llevadas a cabo en marzo de 2008: Bloody Mary duplicado y Cabeza sobre fondo verde.

En sendas obras la dimensión del disegno ha quedado reducida a la configuración de una simple estructura ovalada frente a la iconografía proteica, libre y expansiva que predomina en el conjunto de la serie. Pero será sobre todo el color y su carácter contrastante lo que determine la originalidad de ambas piezas: así verdes y naranjas, tonos nada habituales en la producción del artista, o la recuperación de un rojo que, en Cabeza sobre fondo verde, ya empieza a virar hacia el rosa en su fluida relación con el blanco; nuevas dimensiones cromáticas que marcarán la senda a transitar en sus nuevas creaciones pertenecientes a la serie “Schandenmaske (Máscaras burlescas)”.

Al extrañamiento que se deriva de estas elecciones se suma un nuevo modo de concebir el acto pictórico donde se acentúan los accidentes al tiempo que se desintegra el gesto de la acción, tal como se verá más adelante, cuando abordemos las líneas de interpretación que se abren a partir del análisis formal de esta nueva serie.

SEGUNDA PARADA: SCHANDENMASKE

El término latino “persona” deriva del etrusco “phersu” y este del griego “provswpon”, y designaba la máscara que utilizaban los actores de la tragedia para hacer resonar la voz (per sonare). Formal y conceptualmente, Ciria culmina en la serie “Schandenmaske” la búsqueda de este sentido originario(14), que se anuda al deseo de ser otro, de subvertir lo establecido para incardinarse en una metamorfosis donde “se adivina el engaño, la apariencia; en otras palabras, el disfraz. Al final no es Zeus quien seduce a sus víctimas, sino el otro, los otros”(15). El artista, ya lo hemos señalado, ha captado progresivamente este proceso, partiendo de un conjunto donde el cuerpo se abre hasta generar, ahora, un yo camuflado por la máscara como paradigma de aquello que el cuerpo trata de inventar sobre sí mismo.

Pero “Schandenmaske” es, además, una sólida meditación sobre el lenguaje pictórico y sus intersticios, el tiempo y la memoria, el orden y el azar. Señala Donald Kuspit, a propósito de la obra de Bruce Nauman Cartografiando el estudio (Ningún azar John Cage) que para el artista post-moderno (o post-artista) el azar ya no es tan creativamente significativo e inspirador como era para Cage y, antes, para Duchamp: “El azar ha dejado de ser la boba suerte del arte; en la posmodernidad se ha convertido en un acontecimiento cotidiano, que es como se produce en la calle”(16). Creo que en “Schandenmaske” existe una lúcida conciencia de la importancia de los parámetros casuales: frente al rechazo del acento creativo de lo no controlado, el artista ubica en un lugar cardinal este presupuesto clave para su pintura abstracta de los años noventa y, de nuevo, consigue integrarla como negación de su propio gesto creativo.

La búsqueda del accidente había sido una de las principales vías de exploración desarrolladas por José Manuel Ciria a partir de su modo de trabajo ADA. El empleo de técnicas como la decalcomanía, el frotagge, el grattage, el chorreo, las salpicaduras o las pulverizaciones, le permitieron entonces provocar campos texturales inesperados. La mezcla incombinable de aceites, ácido y agua, así como la incorporación de diversos ingredientes químicos activaban el carácter espontáneo de una mancha que, en ocasiones, acababa “pintándose” −es decir, desarrollándose sobre el soporte− por sí sola y generando su propio espacio y tiempo. La mano del creador dejaba pues de estar reflejada por metonimia en la mancha ya que de ella sólo descubríamos un eco tamizado por la irrupción de los procesos automáticos.

Frente al estricto control formal que exigía la compleja modulación lineal de su serie “La Guardia Place”, Ciria sitúa ahora el eje creativo en otra dimensión: la disposición del color en una estructura sencilla y recurrente como es aquella que cierra el contorno de la máscara. Sin embargo, el color se desliga de la represión consciente y deambula de un lado a otro del soporte provocando que los accidentes sean los protagonistas. Al fluctuar de esta manera, el cromatismo se pliega y se tuerce, abre caminos y en ocasiones impone su propio límite expansivo; de tal modo, “mi gesto siempre se convierte en residuo”(17).

El interés de esta acción es doble; por un lado, potenciar la ambigüedad semántica de su obra, en línea con todo el periplo neoyorquino del artista y, por otro, sobrepasar la poética expresionista gestual sin violentar uno de sus códigos elementales: la planitud (flatness). Este sentido de aparente pureza como clave moderna, defendido por el formalismo de Greenberg(18) y desmontado por las respuestas de Steinberg, Mitchell o Mary Kelly, así como por las tendencias contemporáneas que han aceptado toda clase de contaminaciones(19), no es recuperado por Ciria como un simple fetiche. Para el artista, esta planitud tiene un sentido simbólico: la máscara es un telón demasiado pesado como para permitir desvelar lo que existe detrás de ella. La contemplación de estas obras implica una duda constante pues nunca permite la decodificación de aquello que guarda. Exhibe, pone en escena la máscara para ocultar el rostro, y más que un velo es un muro infranqueable.

Si para Mitchell “ver pintura es ver tocar, ver los gestos de la mano del artista”(20), un complejo anudamiento entre lo óptico y lo táctil, Ciria opta por neutralizar los efectos de la sensibilidad tangible. Aquella carnalidad que Berger otorgaba al medio pictórico, en la obra de Ciria es pura ilusión, espejismo que se deshace al aproximarnos a sus obras: no hay volumen, espacios transitables ni huella de su acción. Las máscaras, más que flotar sobre en un determinado ámbito están aprisionadas en él, son un violento paréntesis tatuado sobre la piel del soporte. No hay espacio o fundamento sólido para su ubicación, y la máscara no remite a otra cosa que no sea su propia existencia. El propio artista desvela que ello es premeditado, aunque se resuelva bajo formulaciones elocutivas azarosas: “Provocar que la primera pregunta, en una observación de la pintura a poca distancia, sea ¿cómo se ha pintado esto? ¿Qué técnica se ha usado? ¿Cómo se han integrado las texturas permitiendo los volúmenes? ¿Se han utilizado brochas? ¿Se ha pintado a mano? O quizá es que la pintura se pinta por si misma, y que lo único que hay que hacer es dejarla expresarse. Hace años escribí en un texto, que yo no soy un pintor, que lo que procuro es organizar un «escenario» donde ocurren acontecimientos plásticos. Es el azar el que pinta mis obras y no mis manos. Es el propio medio el que toma las riendas y busca manifestarse. Es mi mente al servicio de un acontecer, al mismo nivel que las brochas, los óleos, los botes y herramientas, los barnices y aceites…”(21).

Pero este drama congelado y bidimensional es también un subterfugio, un disfraz. Entre los “acontecimientos plásticos” que el artista desarrolla, el goteo o salpicado del pigmento sobre la imagen plástica superpone un nuevo plano formal y consigue desprender una poderosa energía atmosférica que actúa como pantalla mediadora entre el espectador y el espectáculo cromático de esa máscara aplastada. Es la única posibilidad que nos ofrece el artista para no anular completamente la distancia de la contemplación y convertirnos directamente en uno con la máscara.

Las máscaras de Ciria no poseen gesto (ni en su expresión ni en su realización) ni tampoco escenario. No las vemos aparecer, simplemente están. Si la representación de un cuerpo evoca un sentido narcisista, es decir, “la representación articula implícitamente la propia actitud del artista hacia su cuerpo”(22), la máscara sería una doble negación del sujeto creador. La metonimia se ha desplazado: la mancha no es el gesto del artista, sino que la mano ausente es el cuerpo ausente. Intuimos una paradoja irónica en la representación de la máscara, pues si ésta debe manifestarse como velo que oculta, el proceso pictórico de Ciria impide que ningún otro significado se revele más allá de la propia oclusión de la mancha cromática.

BOX OF MENTAL STATES

Frente al cuerpo cotidiano entendido como entidad dormida(23), sólo puede oponerse la vigilia “capaz de lograr un cuerpo en alerta, esto es, un cuerpo en continua tensión y «desacomodado», que suspende la voraz expansión del sistema ideológico imperante”(24). La obra más reciente de Ciria procede de una larga ascendencia, de investigaciones que han atravesado una etapa tras otra. Como primer nivel de lectura, temático-referencial, he propuesto el desvelamiento de una serie de formulaciones dirigidas al cuestionamiento o negación de la cotidianidad del cuerpo. El misterio de esta metamorfosis se ha incardinado en un segundo nivel, formal-conceptual, que ha partido del dibujo como materia de recuento, exploración y ensayo.

Tanto la metamorfosis iconográfica como la idea de la posibilidad combinatoria parecen haberse acelerado de manera notable desde el inicio de la etapa neoyorquina de Ciria, y esto es así en un doble sentido: por un lado, el cambio geográfico ha permitido la afirmación de un rotundo giro estilístico, concretado en un primer momento a través de una certeza muy concreta: “no quería volver a pintar más obra en la línea de la abstracción gestual previa a Nueva York”(25). Por otro, los compromisos profesionales que han generado retornos recurrentes a su taller madrileño parecen haber funcionado como punto de inflexión a la hora de retomar su trabajo en Nueva York: “Han surgido numerosas ideas en mis viajes entre las dos ciudades, en una atmósfera, la de Manhattan, que me ha parecido más que nunca, relajada, libre y sin presiones”(26).

Cuando hemos conversado sobre las implicaciones de estos viajes, Ciria ha insistido en la dimensión evolutiva que siempre han generado: volver a Nueva York, tras una etapa de trabajo en Madrid, significa contemplar los cuadros que quedaron en el taller La Guardia Place de una manera ajena, como si no le pertenecieran y necesitara responderles de una manera rotunda. No puede retomarlos, pues no existe correspondencia con su nuevo estadio creativo y ello activa el deseo de orientarse hacia otra dirección, encerrado en una esquizofrénica sucesión de estados mentales donde el tiempo y la memoria actúan de manera revulsiva. No es de extrañar que su cuaderno de dibujos, testigo privilegiado a lo largo de los últimos años de los tránsitos, procesos y experimentaciones del artista, haya sido bautizado por él mismo, precisamente, como “Box of mental states” (Caja de estados mentales).

En este punto quisiera avanzar, pero con cautela, pues todas las series neoyorquinas de Ciria niegan tanto como afirman las anteriores. El impulso detrás de su obra en estos últimos años ha contado con la energía generada por la dinámica de estas dos ciudades que el propio artista entiende como dos polos opuestos. Sin embargo, tal y como hemos podido comprobar, existe una inquietante armonía que enlaza todos los estadios de su evolución última, una topografía que el artista parece concretar de manera inconsciente aún cuando intenta renegar de lo ya explorado anteriormente. En este sentido, el devenir de Ciria sigue inscribiéndose en esa estructura circular que le ata a un continuo conflicto entre lo propio y lo no propio, a un anhelo inconsciente de pintar siempre, como el propio artista ha señalado, el mismo cuadro.

Los dibujos de Ciria actúan en esta doble dirección: por un lado, como parte de un cuaderno que se centra en la resolución gráfica de diferentes reflexiones puntuales; por otro, como herramienta de comprobación, de análisis de las posibilidades formales y modelo conceptual de un mismo proyecto pictórico. Ahora bien, pese a su realización a partir de la estructura determinante del óvalo y, posteriormente, de organizaciones lineales más complejas, no podemos articular un estricto orden evolutivo en su análisis. La red iconográfica que ampara todo el conjunto es también la que acentúa la fluidez de ideas y de relaciones compositivas nuevas. El número de recurrencias que contiene el conjunto de su cuaderno genera “una reserva de posibilidades que se integran en la memoria del dibujante como elementos de posibles tematizaciones que articulen nuevos cierres de sentido”(27). Pensamientos y obsesiones que aparecen y reaparecen fundidos, expresando visiones compulsivas, variaciones rítmicas y giros expresivos. Un conjunto de ideas con un origen común que se manifiestan reflejando la dinámica particular de cada momento del acto creativo.

Carlos Delgado. Palacio Simeon. Orense. II

Continuation of «Carlos Delgado. Palacio Simeon. Orense. I»)

TERCERA PARADA: DOODLES

La raíz experimental modular, que en definitiva era la base de su serie “Schandenmaske”, cede en la serie “Doodles” a favor de una libertad iconográfica que no se adapta a ningún orden autoritario. Se abre aquí, además, un nuevo tipo de figura, próxima a la idea del monigote infantil, que Ciria ya había desarrollado parcialmente en la suite Divertimentos Appeleanos, de 2006, enérgico cruce de la temperatura Cobra y el ingenuismo mironiano, que se concreta en “muñecotes de colores estridentes y textura petrificada, figuras con ojos desorbitados y pelos encrespados que no pretenden ser bárbaros, ni manifestar una rabia de expresión sino recuperar la tradición de la reflexión de la pintura en la pintura”(28). Ahora bien, mientras aquellas piezas recordaban irónicamente la pintura con los dedos del jardín de infancia como posible camino de renovación plástica, en las que ahora comentamos han desaparecido las connotaciones de ingenuidad lúdica y técnica.

El orejas saludando (2006), tal vez la pieza más fresca y mironiana de todos los divertimentos appeleanos, muestra un amplio y estridente repertorio cromático, plantea numerosas simplificaciones y malformaciones fisonómicas, y, sobre todo, pone en primer término una sabia lectura de los modos estéticos asociados a la creatividad infantil, esa que todavía no ha encontrado la censura que implica la tradición, la formación y la experimentación artística. En la pieza Doodle (2008) el cuerpo es un estrafalario aparato roto, personaje que sobredimensiona su cabeza ovalada y sintetiza el resto de sus miembros. Pero tales distorsiones, que parecen una revisión de las dislocaciones del Art Brut, contrastan ahora con el refinamiento de la obra. De nuevo, Ciria plantea un cruce de temperaturas que busca no enmarcarse en ninguna categoría discursiva unificadora: el aspecto banal y naïf del icono parece estar desconectado del rigor de la construcción visual, de la rigurosa organización compositiva y de la audaz distribución cromática. El resultado es una imagen fascinante, dotada de una energía hipnótica, donde la violencia ahogada de lo deforme y fragmentario se superpone a la opresión del dispositivo reticular. Ahora bien, tal superposición es tan solo un engaño. La planitud de la imagen y la confusión de los planos que constituyen el “fondo” (el rectángulo rojo, la retícula y el campo gris, ¿qué jerarquía espacial poseen entre sí o con respecto a la figura?) plantean una confusión que, realmente, es fusión o interferencia de todos los elementos plásticos en un mismo plano. La posibilidad de la disección visual, significativa y legible con respecto a la figura y el fondo, es otra de las convenciones visuales que Ciria trata de derribar en esta gran pieza. De hecho, es perverso atrapar a este monigote vivaz en un orden regulador, como también lo es violar el ritmo geométrico con la inclusión de un cuerpo libre que se derrama. Tal vez, el espacio donde estas figuras pueden tomar conciencia del espacio que les rodea es en la deriva abierta del jardín.

Para Ciria, la metáfora del jardín conceptualiza uno de sus temas privilegiados, al menos durante su trabajo de los años noventa y bajo su sistema conceptual de trabajo Abstracción Deconstructiva Automática; nos referimos a las técnicas de azar controlado, donde la mano del creador deja de estar reflejada por metonimia en la mancha e imponía su propio límite expansivo. Una de sus múltiples formas de aplicación vendrá determinada por el uso como soporte de aquellas lonas que habían servido para cubrir el suelo del taller durante la realización de otras piezas. El azar surge entonces como mecanismo aleatorio, como residuo que camina libre hacia una superficie dispuesta en el suelo y se convierte en el punto de partida de una elaboración posterior.

El soporte pisado y manchado por el eco del ejercicio artístico es reciclado y valorado por su inmediatez expresiva pero, sobre todo, por ejemplificar la esencia del objeto encontrado y dueño de una memoria, en este caso, extraordinariamente ligada al propio artista. De este modo, la memoria arcaica de ritmos, frecuencias y flujos, masas y colores, es el reflejo de una pulsión que el pintor valora como merecedora de ser investigada. Lo instintivo y lo razonado han estado presentes, en un diálogo de intensidad variable, a lo largo de toda su trayectoria. La reciente integración de estos “incidentes casuales elocutivos”(29), ya presentes como vimos en algunas piezas de “La Guardia Place”, no solamente lleva a asumir la memoria del soporte, sino la memoria de la propia trayectoria del artista, quien ya entre 1995 y 1996, realizó “El Jardín Perverso I” y en 2003 “El Jardín Perverso II”, suites pertenecientes a la serie “Máscaras de la mirada”, a partir de este mismo planteamiento.

Si en determinadas piezas, como la ya comentada Posible figura como trama roja, Ciria impone una malla reticular entre el icono y el “jardín”, lo habitual será una relación más directa entre los dos registros. En Cabeza buque boca abajo (2008), la memoria del soporte posee su propio eco geométrico, ahora menos formalista y tocado por las ideas de desvanecimiento y temblor. Por otro lado, la intensa carga de narratividad que el título implica, así como la monumentalidad centralizada de la forma icónica, nos hacen pensar en dispositivos figurativos tradicionales; ahora bien, la inversión del motivo, puesto boca abajo, pervierte los principios de la percepción. La desaparición de la normalidad, de lo físicamente natural, pone en cuestión su esencia como tema iconográfico y lo convierte en una estructura abstracta cuya única función es ser imagen. Como ocurría en las obras de Baselitz, dicho efecto conlleva desposeer a la forma de su registro semántico primitivo, la obliga a dejar de ser una figura legible inscrita dentro de una composición y, en definitiva, pasa a ser ella misma composición.

Esta reflexión sobre los problemas formales de la pintura, los límites entre la abstracción y la figuración, así como sobre la intensidad de una inversión se concreta con brillantez en Composición con crestas (2008), donde la inventio (iconografía) ya es referida en el título como pura dispositio (composición plástica); de este modo, el artista hace desaparecer el condicionante perceptivo narrativo, y sólo se refiere directamente a aquello que es inevitablemente reconocible, un perfil encrestado de connotaciones agresivas y animalescas.

Este mismo carácter totémico y primitivo, que como en sordina se ha ido introduciendo a lo largo de las distintas etapas que jalonan la trayectoria en Nueva York de Ciria, alcanza unas extrañas cotas expresivas en la que tal vez sea una de las piezas claves de su andadura última: El ojo que llora ante la pintura (2008). De nuevo, el componente narrativo, ahora además dramático, se impone en un primer momento ante nuestra lectura; la presencia imponente de la figura, entre muñeco desarticulado y monstruo salvaje, próximo a determinadas composiciones de Kart Appel, ofrece su dolor al espectador. Ya no hay subversión invertida, sino frontalidad expresiva que aparentemente deja poco espacio a la ambigüedad. Pese a no tratarse de una figura descriptiva, la presencia lógica del óvalo negro rodeado de un trazo rojo que fluye en tres bandas sinuosas, nos aproxima irremediablemente a la idea de llanto, de dolor sangrante generado por la mirada. ¿Pintura que llora por qué pintura? Posiblemente, por la que ella misma representa: persistente con la especificidad del medio, sólida técnica y conceptualmente, desplazada del centro del mapa que parte del bieanalismo actual y la digitalización de la mirada imponen. Tal vez su único destino sea agregarse a esa pintura que “ha abandonado casi todo: el lienzo, el marco, la pared, los géneros…”(30) y que reniega de su propia condición a favor de una hibridación constante con otras disciplinas; esa nueva pintura que se enriquece dejando de serlo, que se camufla en la contaminación y distorsiona su especificidad para acoplarse ante un nuevo espectador que parece haber superado el artificio del régimen escópico. En definitiva, aquella pintura que trata de encarnar y ejemplificar “una sensación embriagadora de ser por fin libre”(31) o bien, desde otra perspectiva menos optimista, que busca encarnar una nueva modalidad, pintura porvenir, que será aquella que sepa dar “cumplida cuenta de su propia extinción”(32). Otra pintura cuyo resultado sólo puede ser un malentendido o una paradoja irresoluble: pintura que para sobrevivir, debe alejarse de las categorías que la definen como tal. En una inverosímil fiesta de disfraces, esa pintura opta por ser exactamente lo opuesto, lo otro, o lo mismo pero disfrazado: serlo todo.

CUARTA PARADA: MEMORIA ABSTRACTA

La progresiva reconfiguración de la pintura de Ciria señala un continuo afán por desarrollar de manera coherente una defensa de la permanencia y pertinencia del medio pictórico más allá de modas, descréditos o presagios funerarios. Para Ciria, los emblemas de la pintura moderna pueden ser deconstruidos sin alterar la pureza del espacio pictórico, firme operatoria que le ha llevado a posicionarse como una de las voces más complejas de la pintura española actual; de hecho, lo que el artista pone en juego en su discurso no es la reticencia obstinada a la hibridación o la expansión del medio (sobre este aspecto ha trabajado, con singular lucidez, en diversas series), sino el deseo de corroborar en la práctica la importancia de la pintura en el complejo campo del arte actual y la potencialidad que esta disciplina posee para atravesar constantemente nuevos espacios conceptuales y formales. Su actitud implica ir a contracorriente, afirmar la pintura, “desdibujada por el peso de una paralizante teoría de la vanguardia”(33) frente a su ocultamiento. Pero sobre todo, busca construir una pintura que se imponga a la percepción distraída, a la trivialización de la imagen, y que logre desestabilizar la pasividad de la mirada: el cuadro se convierte así en un foco para la inquietud, para la duda, en definitiva, para la reflexión. A las duras y a las maduras, tanto en los momentos de recuperación positiva del medio como en los que se afirma con mayor ahínco su fin como vía de expresión, Ciria logra encontrar nuevos cauces para su investigación pictórica.

“Aptitud. Intención. Búsqueda. Concepto. Aportación”. Sobre una rigurosa estructura reticular blanca, azul y roja, herida sutilmente por manchas fluyentes, José Manuel Ciria dispuso en 1992 estas cinco palabras que iban a marcar la complejidad de su proyecto artístico maduro. De hecho, el artista sólo decidirá embarcarse en un discurso abstracto una vez edificado una plataforma teórica que lo sustente y, al tiempo, lo aleje de la posibilidad de un manierismo banal. Sus inicios como artista encontraron un primer hito cuando, hacia 1984, llevó a cabo su primer grupo de pinturas con cierto grado de homogeneidad temática; reunidas bajo el título “Autómatas”, aquellas piezas presentaban estructuras antropomórficas osificadas a las cuales se había extirpado sus rasgos particulares a favor de una interioridad erosionada. El cuerpo fue, por tanto, el primer motivo experimental de Ciria, modulado en series posteriores a partir de jirones expresivos; más tarde, lo hará a través de la progresiva destrucción de la figura originaria, como ocurre en su serie, iniciada en 1989, “Hombres, manos, formas orgánicas y signos”. Desligado finalmente del lenguaje objetual, el inicio de los años noventa coincidirá con la progresiva consolidación de la imagen abstracta, donde la mancha y la geometría constituirán los estratos claves de su indagación plástica.

Mancha y geometría son el eco de una objetivación histórica, inmanente a sendos modos de entender la abstracción que cristaliza con la modernidad, pero que tienen una larga historia. La restauración que emprendió Ciria de este principio genitor de las heroico-vanguardias no podía sino manifestarse a través de la compleja problematización que suponía la praxis pictórica de los años noventa. En este sentido Ciria se convirtió en el ejemplo perfecto de esa corriente que llegará a atravesar el cambio de siglo y que se inscribe en una abstracción post-heroica y, aún, post-minimal. Pero lo que desde sus inicios delimitó definitivamente la originalidad y pertinencia de su acción fue la lucidez de un lenguaje que, apoyado en una sólida plataforma conceptual, se situó al margen tanto de la redefinición manierista como de la burla irónica, la melancolía lírica o la resolución ornamental.

La reflexión sobre esta herencia a la que aludimos buscará la inmanencia de dos conceptos visuales (la disposición cuadricular versus la irrupción accidentada de la mancha) encadenados por las conclusiones de la combinatoria dispositiva. Y si bien esta parcela de investigación no define la totalidad de intereses de su obra, ¿cómo no darnos cuanta de que, durante su producción de los años noventa, las obras mayores, las más innovadoras, fueron precisamente las que pusieron al límite las posibilidades dialécticas de la mancha y la geometría? La condición inasimilable de los constituyentes de la primera –aceite, ácido y agua- y las múltiples dicciones que conseguirá imponer a la segunda, trazarán muy diversos niveles de intensidad expresiva que culminará en las series “Manifiesto” (1998) o “Carmina Burana” (1998). Y ya, jalonando los primeros años del nuevo siglo, las series “Compartimentaciones” (1999-2000), “Cabezas de Rorschard I” (2000), “Glosa Líquida”(2000-2003), “Dauphing Paintings” (2001), “Venus geométrica” (2002-2003), “Sueños construidos” (2000-2006) u “Horda geométrica” (2005) certificarán los vértices de esta investigación en toda su amplitud.

La nueva etapa que Ciria inicia en Nueva York a finales del año 2005 supone, ya lo hemos señalado al inicio de este escrito, una poderosa inflexión en su producción determinado por dos ideas claves: un enfriamiento pictórico a partir de la recuperación de la línea como armazón compositivo y la consecuente estabilización de la iconografía, dirigida a estabilizar cuerpos hieráticos, sin rostro, próximos en un primer momento a las obras que Malevich realizara en la segunda mitad de la década de los veinte. En esta búsqueda de una suerte de grado cero sobre el que construir una nueva línea de investigación, el artista retorna, tal vez de manera inconsciente, a un tipo de imagen que recuerda a las que configuraron su primera serie “Autómatas”. Durante su siguiente capítulo en Nueva York, el formalismo estricto que imponía el dibujo se liberará de la iconografía del cuerpo para desestructurarlo y abrir nuevas dimensiones temáticas. De nuevo, la evolución sugiere un paralelismo con la que desarrollara en sus inicios: muchos de los interrogantes que planteaba la serie “Hombres, manos, formas orgánicas y signos”, nexo de transición hacia la plástica anicónica de los años noventa, volverán a ser analizados por Ciria en “La Guardia Place”.

Este sugestivo discurso circular, donde una primera huella alcanza mayor profundidad al volver el artista a trabajar sobre ella, no debe ocultar sin embargo la radical novedad de los planteamientos desarrollados Nueva York. Desde esta perspectiva, las razones de un aparente regreso a fórmulas ya tanteadas en los inicios de su trayectoria, debe ser puesta en relación con el deseo de cerrar un importante ciclo de su producción y de tantear una nueva apertura hacia el futuro. Si sus primeras experiencias figurativas, trabadas por la línea de contorno, fueron el impulso hacia su obra abstracta expresionista de la década de los noventa, su investigación acerca del dibujo desarrollada durante los últimos años es, del mismo modo, el germen de sus últimas producciones anicónicas: al desprender el color de la estructura lineal, la mancha recupera la libertad y su volumen vuelve a expandirse; sin embargo, el resultado que presentan sus últimas piezas es aún más expresivo, informal y dinámico que sus manchas azarosas de los años noventa, cuyo principal hito se estableció en la gran serie “Máscaras de la mirada”. Por otro lado, el dispositivo reticular adquiere también una entidad nueva, de un rigor rotundo, rígido y absolutamente decisivo en la configuración de la imagen. La contención y enfriamiento al que Ciria ha sometido toda su producción neoyorquina inicia una deriva tensa basada en la oposición radical de ambos extremos.

Las piezas que integran la serie “Memoria abstracta” ilustran las nuevas cotas que alcanza el artista dentro de su reflexión sobre los posibles enlaces entre el gesto y el orden. Frente a la mancha rota de “Máscaras de la mirada”, donde la repulsión entre el agua y el aceite erosionaba su morfología, Ciria ofrece ahora manchas de color plano que dialogan violentamente con el negro; la sintaxis resultante posee una furiosa energía interior que parece litigar por liberarse de la estricta compartimentación geométrica que organiza su ritmo sobre el soporte. Tal dicotomía entre la encadenada serialidad del damero y el poder sugestivo y dinámico de lo informe es, al mismo tiempo, un sabio giro de tuerca a las tensiones entre los medios compositivos y expresivos que hasta ahora había diseccionado. Lo sorprendente es, sin duda, su capacidad para partir de la dialéctica de la modernidad y construir un trabajo absolutamente desligado de los tradicionales relatos pictóricos. El acento en la intensidad, en el dramatismo, que poseen sus últimas composiciones no es un disfraz o un velo que tamice una idea ya explorada. Pese a la persistencia por parte del artista de declarar que, inevitablemente, siempre termina pintando el mismo cuadro, lo cierto es que Ciria es capaz de transformar constantemente la piel de su pintura sin, por ello, anular su inconfundible identidad.

QUINTA PARADA: CABEZAS DE ROSCHARD III

El itinerario encadenado a través de distintas paradas que hemos propuesto a lo largo del texto no presenta exactamente una evolución lineal, sin censuras ni hiatos; al contrario, las consecuencias creativas de la producción de Ciria durante su estancia en Nueva York responden a un discurso dinámico que en ocasiones se solapa y que resitúa constantemente las claves genéricas de su producción. Pero más allá de las diferencias formales que identifican y categorizan cada una de sus series, su trabajo siempre ha desvelado la importante veta conceptual que organiza el discurrir de obra desde una exploración previa de los componentes plásticos: la Abstracción Deconstructiva Automática como herramienta para construir la pintura en la década de los noventa y la insistencia en un vocabulario formal regido por las dos grandes líneas de la tradición abstracta, geométrica y gestual, replanteado y amplificado en “Memoria Abstracta”; la recuperación de la línea como armazón compositivo en “La Guardia Place” y “Doodles”; la culminación de la exploración del módulo como estructura iterativa que puede generar cambios semánticos a través de la estructuración interna y el uso del color en “Schandenmaske”.

Esta reflexión nos sirve para destacar el carácter extraño de “Cabezas de Roscharch III” dentro de la producción global de Ciria. Su serie más reciente apuesta por una pintura netamente figurativa, exenta de matices abstraizantes que dificulten una lectura referencial pero definitivamente alejada del naturalismo. Se trata de rostros sobredimensionados en su escala, caras convertidas en campos de combate donde se establecen contrapuntos lumínicos y distorsiones cromáticas, poderosos primeros planos que apelan un crudo diálogo con el espectador. Pero, en cualquier caso, retratos, sin más derivas conceptuales ni exploraciones formales que las que se generan del deseo de convertir a la pintura en un fascinante acontecimiento plástico. Audaz estrategia estética que le permite a través de una base sensible –alejada la fría temperatura de algunas de sus propuestas conceptuales más arriesgadas- conectarse de manera directa con el que mira.

En el contexto de la iconografía referencial durante la etapa neoyorquina de Ciria, la figura se había planteado como un estímulo para la libre interpretación que, aún en su vertiente más figurativa, se orientaba hacia la definición de los rasgos esenciales del contorno de un icono sometido a diversos niveles de metamorfosis. Una vez desintegrada la apariencia morfológica y, con ello, la idea de sujeto concreto y su ser en el mundo –como decía Merleau-Ponty–, la figura perdía el anclaje de su identidad. En obras como Mujer extraña, Bañista, Nueva bañista de formas redondeadas, Contorsionista I o Contorsionista II, todas pertenecientes a la serie “La Guardia Place”, el artista acentuaba la metamorfosis que determina la pérdida prácticamente absoluta del reconocimiento y la superposición de las formas versátiles sobre las fijas, junto a una compleja tensión en la ambigüedad del significado. En definitiva, la proyección de Ciria sobre el género de la figura/retrato se resolvía desde lo que Rosa Martínez-Artero ha titulado –entre signos interrogantes– nuevas construcciones del sujeto: “un sentimiento profundamente arraigado de contingencia y fragilidad (lo no definido), en oposición a la seguridad otorgada por la denominación (el orden jerarquizador del «uno»), produce un sujeto-“yo” de difícil descripción pictórica”(34). Tal dificultad surgía en las pseudo-figuras de “La Guardia Place” porque se trataba de cuerpos atravesados por lo múltiple, por el descuartizamiento.

En “Cabezas de Roscharch III” la dificultad no estriba en ver el retrato. Los amplios márgenes de icononicidad que acoge lo figurativo en la pintura contemporánea permiten seguir hablando de este género aún cuando se desvirtúa el concepto del parecido. El uso de la línea, el volumen, los recursos lumínicos, el manejo del color en sus escalas tonales y de saturación, no se afinan para imitar un sujeto concreto sino para decir nuevas cosas sobre la identidad plástica del artista. El sujeto del retrato, cuando es real, no es dueño de su imagen y apenas encuentra una cartografía que le oriente dentro del camino de su identidad. Pero el sujeto es también máscara, ha proyectado su identidad más allá de su propia morfología para integrar un nuevo yo mediado por la pintura. En cierto sentido, la representación del cuerpo ajeno articula implícitamente la actitud del artista hacia el suyo propio y, finalmente, cada uno de sus trabajos acaba convirtiéndose, de una manera o de otra, en un autorretrato.

En conversación Ciria me revela dos posibles detonantes, ligados a su historia personal reciente, como raíz de su nueva serie: “Por un lado, el tumor cerebral en la cabeza de mi padre y su muerte; por otro, el viaje a Isla de Pascua y el enfrentamiento con los Moais y lo primitivo de la cultura Rapa Nui”. Simbólicamente, estos dos acontecimientos plantean, por un lado, la idea de la cabeza/rostro como sinécdoque de una totalidad (cabeza como emblema de un yo humano doliente y cabeza como icono de una civilización perdida, respectivamente). Al mismo tiempo, ambos hechos pueden sintetizar una imagen el binomio mortalidad-inmortalidad: el hombre vive y muere, es un punto minúsculo en la extensión de lo que es el ser humano; la cultura, la creación, el arte, es, por el contrario, lo que permite que algo de ese hombre logre ser inmortal, dejar una muesca en la historia. El primero es un un rostro ligado a nombre, objetivado; el segundo es un rostro social, un símbolo, no es, o no quiere ser, la cabeza de nadie.

A lo largo de los últimos dos años, han sido diversos los homenajes que Ciria ha dedicado a su padre a través del símbolo de la máscara perforada por una mancha informe. En ellos, la cabeza es un site activo que plantea el desequilibrio que produce la forja de la identidad y su asociación con la idea de la muerte. Como ha señalado José Miguel G. Cortés, “una sociedad basada en la hegemonía del racionalimo y en el enfrentamiento de los aspectos contradictorios presentes en el ser humano es una sociedad que nos lleva a concluir que tenemos un cuerpo, sin llegar a entender que somos un cuerpo”. Asumir la segunda afirmación nos permitirá emplazar en cuerpo en un lugar donde “ya no será una frontera a sobrepasar sino una parte del conjunto simbólico donde la vida y la muerte tampoco se plantearán como elementos antagónicos, sino como partes complementarias de una totalidad que conforma nuestra existencia”(35).

Por otro lado, Ciria ha trabajado sistemáticamente su obra como una cartografía singular que expresa la incidencia creativa de sus distintas estancias por distintos lugares el mundo (París, Roma, Monfragüe, Tel Aviv, Moscú, Nueva York). Este carácter “nómada” ha estado vinculado siempre con compromiso con el emplazamiento y no es de extrañar que su viaje a la Isla de Pascua haya determinado una importante reflexión plástica.

Existe la teoría de que los Moais fueron tallados por los polinesios como representaciones de antepasados difuntos. Sin embargo, para Ciria esta referencia queda solapada por su interés por la concepción monumental, la imponente frontalidad y la sintética expresividad de estas esculturas. En este sentido, el artista enlaza con el interés recurrente a lo largo de la modernidad por la llamada cultura primitiva, entendida esta como la generada por los pueblos anteriores a los que inauguran la civilización occidental. Existe en este interés de Ciria hacia los Moais, no podemos negarlo, un deseo de huida, de apartarse de la compleja densidad visual de la cultura de masas actual a través del refugio en un símbolo de lo primigenio. Sin embargo, lo que para los pioneros del arte del siglo XX fue un absoluto descubrimiento que ayudó a la liberación del canon tradicional, para Ciria significa una referencia más que digerir, analizar, traducir e incorporar a su investigación

Ser sobre todo rostro, imagen representada, significa dejar de ser otras cosas. La ambigüedad que plantea Ciria entre el retorno de la figura y su persistente transformación antinaturalista, elaborada en el marco de problemas formales de la representación, señala un afán de transgredir o incluso negar constantemente la afirmación física y psicológica del género. Como un maquillaje dramático, estructurado a fogonazos, los colores usurpan la verosimilitud a la piel de los personajes que integran “Cabezas de Roscharch III”. Tal vez sea precisamente esta llamativa distorsión tonal, sumada a la ausencia de un marco ambiental concreto y a la inamovible posición frontal de las figuras, los únicos caminos para garantizar la permanencia del yo en un momento de efímeros acontecimientos y apresuradas transformaciones.

1.Siempre con la conciencia de la imposibilidad de traducir sin variar el significado. Dicha heterogeneidad ha quedado patente en Des tours de Babel (1985) de Jaques Derrida, donde el autor señala que no hay un original de la traducción, así como no hay traducción sin un resto intraducible; es decir, toda traducción conlleva una ganancia y una pérdida.

2.ROSENBERG, Harold. “The American Action Painters”, Art News, LI, nº 8, diciembre, 1952, p. 22. Tomado de SANDLER, Irvin. El triunfo de la pintura norteamericana. Historia del expresionismo abstracto. Alianza, Madrid, 1996, p.283.

3.LÉVI-STRAUSS, C. Lo crudo y lo cocido. Fondo de Cultura Económica, México, 1968, p. 332.

4.VALÉRY, Paul. Œuvres. Gallimard, París, 1957, pp. 927-31.

5.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Búsquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, p. 31.

6. “La idea de un «yo» dotado de una forma estable y finita ha sido, gradualmente, erosionada, haciéndose eco de los influyentes desarrollos que el siglo XX ha producido en los campos del psicoanálisis, la filosofía, la antropología, la medicina y la ciencia. Los artistas han investigado la temporalidad, la contingencia y la inestabilidad como cualidades inherentes de lo humano”. WARR, Tracy. “Preface”, en WARR, T. (ed.) The artist’s body. London, Phaidon Press, 2000, p. 11.

7.MARIO PERNIOLA. “El cuarto cuerpo”, en CRUZ SÁNZHEZ, Pedro A., y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á., (ed.), Cartografías del cuerpo. La dimensión corporal en el arte contemporáneo. CendeaC, Murcia, 2004, p. 110.

8.PÉREZ VILLÉN, Ángel L. “Tutelar la mirada, velar la visión”, en Máscaras. Camuflaje y exhibición. Córdoba, Palacio de la Merced, noviembre 2003-enero 2004.

9.DE DIEGO, Estrella. El andrógino sexuado. Eternos ideales, nuevas estrategias de género. Madrid, Visor, 1999, p. 15.

10.Nombre del psicólogo suizo cuyas investigaciones se orientaban al diagnóstico de las neurosis de sus pacientes por la particular interpretación que éstos realizaban sobre determinadas manchas “abstractas”.

11.Declaración del artista recogida en TOWERDAWN, Joseph: Plástica y semántica (Conversaciones con José Manuel Ciria), en Quis custodiet pisos custodes. Galería Salvador Díaz, Madrid, 2000, p. 43.

12.CIRIA, J.M.: “Espacio y luz (Analítica estructural a nivel medio)” en José Manuel Ciria. Espace et lumiére. Artim Galería, Estrasburgo, 2000, p. 56.

13.ABAD VIDAL, Julio C. “Pinturas construidas y figuras en construcción”. Ciria. Pinturas construidas y figuras en construcción. Sala de exposiciones de la Iglesia de San Esteban, Murcia, 2007, p. 42.

14.En 1996 Ciria dejaba por escrito su propia definición del concepto de máscara: “El concepto de «Máscara» se traduce en un triángulo que se multiplica en poliedro, en razón a la intencionalidad, al resultado objetivo y a la posterior interpretación particular. Pero no sólo en cuanto al acto creativo en sí, sino a la triple referencialidad que anida en todos nosotros, en el artista, en su obra y en el propio espectador. Somos lo que somos –también lo que no somos–, lo que creemos ser y lo que los demás conciben de nosotros. Porque cada vez que un pintor produce la evidencia de una mancha en una tela, le es imposible contar y predecir las asociaciones personales, sentimentales y estéticas que ese gesto es capaz de suscitar en un espectador determinado. El disfraz, la ocultación, el equívoco de enmascarar o enmascararse, el dolor…, facilitan un juego constante en el que, sin poder evitarlo, observamos que la máscara permite ver en su primera medida su condición ocultadora o reveladora, y a través de ella, la estructura, que tensa y destensa configurando el propio lenguaje. Posición desde la cual se legitiman cada uno de los lenguajes, en la que en último término se implica el espectador”. CIRIA, José Manuel. “El tiempo detenido de Ucello y Giotto, y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma”, en José Manuel Ciria. El tiempo detenido. TF, Madrid, 1996, p. 27

15.DE DIEGO, Estrella. Op. cit, p. 16.

16.KUSPIT, Donald. El fin del arte, Akal, Madrid, 2006, p. 147

17. “José Manuel Ciria en conversación con Rosa Pereda. El pintor en Monfragüe”. Ciria. Monfragüe. Emblemas abstractos sobre el paisaje. MEIAC, Badajoz, 2000, p. 65.

18. “Mientras que los Viejos Maestros crearon una ilusión del espacio dentro del cual uno podía imaginarse caminando, la ilusión creada por el Modernista es la de un espacio al que uno puede mirara y a través del cual puede viajar únicamente con el ojo”. GREENBERG, C. “La pintura modernista”, tomado de FRIED, M. Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas. A. Machado, Madrid, 2004, p.41

19. “La pureza del medio había dejado de ser un imperativo crítico”. DANTO, C. A.rthur “Lo puro, lo impuro y lo no puro. La pintura tras la modernidad», Nuevas abstracciones, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1996, p. 19.

20.MITCHELL, W.J.T. “No existen medios visuales”. BREA, José Luis (ed.) Estudios visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización. Akal, Madrid, 2005, pp. 18-25.

21.CIRIA, José Manuel. “La mano ausente”, en Box of Mental States. Art Rouge Gallery, Miami, 2008.

22.KUSPIT, D. Signos de psique en el arte moderno y posmoderno. Akal, Madrid, 2003, p. 257.

23.Por cotidianidad debe entenderse aquello “que hace del cuerpo una entidad dormida, plegada a los dictados de un discurso homogeneizador que lo instrumentaliza, hasta convertirlo en un medium, sin más función que la de servir de cauce para la expansión del sistema de valores dominantes”. CRUZ SÁNCHEZ, Pedro A. y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel A. “Cartografías del cuerpo (propuestas para una sistematizacion)”. SÁNZHEZ, Pedro A., y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á., (ed.) Op. cit, p. 19.

24.Ibídem

25.CIRIA, José Manuel. “Volver”. Búsquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, pp. 44- 45.

26.Ibídem.

27.GÓMEZ MOLINA, Juan José (coord.) Estrategias del dibujo en el arte contemporáneo. Cátedra, Madrid, 2006, p. 47.

28.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Op. cit, p. 23

29.GARCÍA-BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 23.

30.BARRO, David. Imágenes [pictures] para una representación contemporánea. Mímesis-Multimedia, Oporto, 2003, p. 94.

31.Ibídem, p. 19.

32.BREA, José Luis. Las auras frías. El culto a la obra de arte en la era postaurática. Anagrama, Barcelona, 1991, p. 136.

33.GARCÍA-BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 63.

34.MARTÍNEZ-ARTERO, Rosa. El retrato. Del sujeto en el retrato. Montesinos, Barcelona, 2004, p.261.

35.G. CORTÉS, J. M. El cuerpo mutilado (La Angustia de Muerte en el Arte), Valencia, Generalitat Valenciana, 1996.

Donald Kuspit. Circulo Bellas Artes. Madrid

Catálogo exposición “Ciria, Heads, Grids” Círculo de Bellas Artes de Madrid. Noviembre 2010.

EXAMEN Y PROYECCIÓN DEL SER: LAS PINTURAS DE RORSCHACH DE CIRIA

Donald Kuspit

Quiero subrayar desde el principio el poder paralizante de la ansiedad. Creo que es seguro decir que todo el mundo dedica gran parte de su vida y de su energía –hablando en general–, y buena parte de sus esfuerzos, en tratar con otros, en evitar más ansiedad de la que ya se tiene y, si es posible, en deshacerse de esta ansiedad. Mucho de lo que parecen ser procesos, entidades, etcétera, independientes, desde el punto de vista de la teoría de la ansiedad aparecen como diferentes técnicas para minimizar o evitar la ansiedad al vivir.

Harry Stack Sullivan, The Interpersonal Theory of Psychiatry (1)

El sistema del ser… es una organización de experiencia educativa que existe por la necesidad de evitar o minimizar incidentes de ansiedad.

Harry Stack Sullivan, The Interpersonal Theory of Psychiatry (2)

Los artistas del siglo veinte sabían décadas antes que el resto de nosotros que lo que necesitaba reunificarse era el ser fragmentado, pues era un ser vacío y no vital… Y así el artista comenzó a trabajar sobre este asunto aunque, desafortunadamente, de manera tan esotérica que de algún modo no se filtró lo bastante rápido como para curar las heridas que ya existían.

Heinz Kohut, «On the Continuity of the Self and Cultural Selfobjects» (3)

Hijo mayor de un profesor de arte, [Hermann] Rorschach pensó en convertirse en artista pero en su lugar eligió la medicina. Siendo estudiante de secundaria, lo apodaban Kleck, que significa «mancha de tinta», debido a su interés por los esbozos.

[…] En 1917 Rorschach descubrió la obra de Szyman Hens, que había estudiado las fantasías de sus sujetos utilizando tarjetas con manchas de tinta. En 1918 comenzó sus propios experimentos con 15 manchas aleatorias que les mostraba a sus pacientes preguntándoles qué podían ser… El test de Rorschach está basado en la tendencia humana a proyectar interpretaciones y sentimientos en estímulos ambiguos, en este caso manchas de tinta.

Hermann Rorschach», en The New Encyclopedia Britannica (4)

En 2000, como para saludar al nuevo milenio, José Manuel Ciria comenzó una nueva serie de pinturas: las primeras Cabezas de Rorschach, como acabó llamándolas. Eran un pequeño grupo de obras, como mucho una docena, que aparecieron en un brote de espontaneidad, como una repentina descarga del subconsciente. Por entonces estaba en Madrid. En 2005 Ciria se mudó a Nueva York; la segunda serie de Cabezas de Rorschach apareció pronto, inspiradas por el comentario de un amiga ante la Serie Post-Supremática de Ciria, 2005/2006, basadas en las figuras de las últimas obras de Malevich; una inesperada vuelta a la figura del pionero de la abstracción geométrica. La amiga de Ciria sugirió que se concentrase en las cabezas de sus figuras post-suprematistas. La segunda serie de Cabezas de Rorschach tenía la misma energía extraña, mercúrica, abrupta de la primera serie, con la diferencia de que ahora Ciria parecía estar ocupándose conscientemente del problema clave del arte avanzado del siglo XX: la oposición de abstracción y representación que hizo manifiesta la contradicción entre la primera abstracción «progresiva» de Malevich –con su lógica puramente formal, «esotérica»– y las últimas representaciones «regresivas», con su imaginería figural «exotérica».

Con su brío y audacia habituales, Ciria trató de reconciliarlas. Pero el resultado –en las figuras Post-Supremáticas– era violento e irritante pues, por muy equilibrado que estuviesen lo formal y lo figural (dando a entender que la figura era inherentemente abstracta y que el «secreto» de las formas puras es que se abstraen a partir de la figura), nunca se integraban de manera inequívoca. El resultado es peculiarmente surreal o absurdo: una suma de partes (generalmente amorfa, aunque a veces biomórfica) que componen un todo extraño e inconcluso, una agregación de fragmentos abstractos que se relacionan con ansiedad. De hecho, las obras post-suprematistas parecen ansiosas deconstrucciones de la figura antes que sublimes reconstrucciones de ella. La figura parece estar desintegrándose en fragmentos abstractos, cada uno con su propia presencia física y una fluidez forzada. La figura emerge del flujo de elementos abstractos, sosteniéndose con ansiedad por un instante mágico para luego volver a hundirse en el flujo abstracto. La figura es un fantasma, por muy memorable que sea su aparición debido a la viveza de sus componentes abstractos. Paradójicamente, por muy animado que esté el campo abstracto, la figura abstracta aparece, según la intención de Ciria, inanimada, insensible… insidiosamente muerta, un emblema petrificado de lo humano, un maniquí deprimido.

En la segunda serie de Cabezas de Rorschach la dialéctica parece más urgente, tensa, insistente, como para forzar su resolución: pero no hay resolución, tan solo una ansiedad mayor que ahora parece imbuida en la cabeza, que es, de hecho, su esencia. Si la serie post-supremática de Ciria puede ser llamada «abstracción mágica» –una abstracción en la que la figura aparece mágicamente, como una alucinación, una representación cuasi-realista que es abortada espontáneamente en un flujo de sensaciones concedidas al azar y excéntricamente dinámicas–, entonces su serie Rorschach puede recibir el nombre de «abstracción maníaca».

Una abstracción que se desata en la cabeza, la abruma, la consume y deviene su sustancia, anunciando que ha sido consumida por la ansiedad; completamente enloquecida por la ansiedad. Cuanto más total y puramente abstracta se hace la cabeza, más absoluta e incurablemente enloquecida parece.

El teólogo existencialista Paul Tillich ha escrito: «The self-affirmation of a being is the stronger the more non-being it can take into itself» (5) [La auto afirmación de un ser es más fuerte cuanto más no-ser pueda asumir], y el psicoterapeuta existencialista Rolo May añade: «anxiety is the experience of the threat of imminent non-being» (6) [la ansiedad es la experiencia de la amenaza del no-ser inminente]. En las Cabezas de Rorschach de Ciria la amenaza es tan grande que la cabeza parece perder su anclaje en el ser, transformándose en una expresión abstracta de la ansiedad: una catástrofe de la conciencia en la que cada detalle «sensacionalmente» abstracto se transforma en emblemático de la locura por donde la ansiedad fluye definitivamente, la terrorífica sensación de no ser que la ansiedad comporta de manera abrumadora si no es controlada. A veces la geometría se hace con el control, dándole forma a los fragmentos abstractos, conteniendo la ansiedad que expresan, estabilizándolos de modo que puedan adoptar su lugar como rasgos de un rostro; un rostro que es como una máscara funeraria, el rostro del no ser. La ansiedad ha triunfado sobre lo humano y sobre la voluntad de ser, reduciendo el rostro humano a una mórbida ilusión, al igual que el cuerpo humano fue reducido en la serie post-suprematista a una muestra abstracta de sensaciones que se defienden contra la ansiedad provocada por la muerte, y contra la muerte –no ser– misma, a pesar de que su inquietante resplandor, a la vez fluorescente e incandescente, transmite los colores pútridos de la muerte, evocando perversamente la vida.

Una estetización similar de la ansiedad y la muerte –un uso similar de la defensa estética contra la amenaza del no ser y su manifestación en el ser humano– tiene lugar en Monet y Manet, aunque con métodos impresionistas antes que expresionistas, como en el caso de Ciria. Podría decirse que el supuesto triunfo de la estética –evidente en la pura abstracción– sobre la realidad de la vida y la muerte es un rasgo básico del arte de tipo modernista. Monet pintó el rostro de su mujer fallecida con tonos vivos, como si insistiera en que era una belleza durmiente antes que muerta; todo lo que tenía que hacer era besarla con su arte para que despertara a la vida eterna. Manet hizo lo mismo con el cuerpo envejecido de su padre, negando en efecto que su padre fuese nunca a morir y que esto le causara ansiedad. Ambos pintores usan el arte para evitar la ansiedad… para negar que la vida esté contaminada por la muerte. El arte se convierte en un instrumento de momificación; el arte niega la realidad de la muerte adornándola como si fuese una forma y expresión de la vida, convirtiendo de este modo la vida y la muerte en un arte irrealista. Hay que concederle a Ciria que la operación con el principio de realidad, y con él el impulso de muerte, es evidente en su arte; no solo el principio del placer, como en el libidinoso impresionismo de Monet y Manet. Los rojos y amarillos expresionistamente vitales de Ciria (colores primarios, con su fuerte presencia) son contrarrestados por negros y grises (melancólicos no-colores, que expresan profunda ausencia) que privan de vitalidad y que son igualmente expresionistas: el color y el no color trabajan juntos para expresar la ansiedad mortal, por no decir terror y horror, tan evidente en sus rostros. Para él no hay defensa estética, por muy provocativa que sea su abstracción desde un punto de vista estético. Los rostros de Ciria tienen un parecido familiar con los famosos rostros aterrorizados de Munch –muchos también máscaras funerarias– en Angustia y El grito, ambos de 1893, y las expresiones insensibles en los rostros de Escena callejera en Christiana, de 1895, pero son más incondicionalmente mórbidos y perversamente abstractos. Al mismo tiempo, hay algo desafiante en la forma audaz y dinámica con que Ciria retrata –dramatiza sin temor– la angustia, un desafío a la muerte del todo ausente de los rostros de Munch, que parecen exentos de angustia, como si finalmente se sometieran y capitularan ante la muerte.

En la tercera serie de Cabezas de Rorschach la pregunta ya no es si son abstracciones con disfraz representacional o representaciones abstractamente camufladas –la abstracción y la representación asombrosamente mezcladas–, sino si el arte puede seguir siendo estéticamente puro al representar la ansiedad. Ya no es sólo la enloquecedora ansiedad que los seres humanos experimentan conscientemente cuando piensan en su propia muerte o no existencia: es también la ansiedad inconsciente surgida por la amenaza de la existencia del arte implícita en la traumática división de la abstracción en campos gestuales y geométricos, ejemplificada por las diferencias entre Kandinsky y Malevich. El nacimiento de la abstracción señaló una crisis de identidad en el arte: la pérdida de la «complementariedad» entre la forma abstracta y la representación realista que tradicionalmente existía en el arte, como dijo Kandinsky; la segunda crisis de identidad fue causada por la ruptura de la abstracción en campos opuestos en el momento de su nacimiento. Elevar la abstracción por encima de la representación fue subestimar las posibilidades del arte y reducir la abstracción a esencias gestuales y geométricas que se contradecían y parecían inherentemente desproporcionadas e irreconciliables; en última instancia, la preferencia por el gesto impulsivo a costa de la estructura geométrica, o de la estructura geométrica por encima del gesto impulsivo, dejó la abstracción, y el arte en general, en un punto muerto de conflicto irresoluble.

Ciria articula brillantemente el conflicto en Dánae I y II, ambos de 2005, al tiempo que intenta superarlo, pero el cuadrado geométrico y el gesto explosivo siguen enfrentados, sugiriendo un callejón sin salida dialéctico en vez de una resolución de opuestos. El título intenta rescatar la obra abstracta en una representación narrativa, dando a entender que el cuadrado y el gesto tienen trascendencia imaginística, pero conectar la obra con la historia de amor entre la mortal Dánae y el inmortal Zeus lleno de sexualidad, es ir demasiado lejos. Aunque, sin duda, las pinturas de Ciria pueden leerse de manera metafórica. La lluvia gestual corresponde imaginativamente (simboliza) a la lluvia de oro que fue la forma que adoptó Zeus cuando copuló con Dánae. Es claramente un símbolo de eyaculación, y sugiere que Dánae era una prostituta que hizo el amor por dinero. El «pasivo» cuadrángulo suprematista es un símbolo del cuerpo de Dánae a la espera, y la lluvia gestual dinámica es un símbolo de la actividad sexual y de la excitación de Zeus, así como de una descarga pasional. Muchas de las obras de Ciria tienen contenido sexual; sus intensos colores son claramente eróticos. Bodegón de Musas II y III, y La Danza, de 2004. Este último, que se basa en La Danse de Matisse, 1907, pero con cuerpos femeninos reales –fotografías de desnudos femeninos– en lugar de féminas primitivizadas, como en Matisse, señala la importancia de lo erótico para Ciria. Está claramente obsesionado con la mujer, como sugiere la pequeña imagen –una musa pero también un recuerdo tentador– en una de las pinturas de las Cabezas de Rorschach. Ciria transpone lo erótico a lo abstracto, de manera más particular a sus ráfagas de rojos y amarillos, y quizá sobre todo lo impone en su textura pictórica, que es poderosamente sensual. Incluso los grises y negros tanatópicos de Ciria tienen una dimensión erótica, pues pueden ser leídos como las cenizas de la experiencia sexual.

¿Es exagerar el asunto decir que la cuadrícula de Ciria, con un gran gesto en cada uno de sus módulos cuadrados, es encubiertamente sexual en esencia, a pesar de ser una afirmación evidente de la oposición entre abstracción geométrica y gestual? Sugiero que la yuxtaposición de Ciria de cuadrícula y gesto es una representación abstracta de un suceso erótico. El módulo geométrico contiene la eyaculación gestual y adopta el papel femenino en una relación erótica. La eyaculación gestual se convierte en el centro expresivo del módulo inexpresivo al tiempo que se mantiene irreducible a su forma procusteana. El resultado es dialécticamente positivo: un encuentro extrañamente exitoso. A la vez, el módulo y el gesto están formalmente enfrentados, contribuyendo a una negativa dialéctica estética. No se funden, sino que se relacionan a través de su oposición, estableciendo una especie de equilibrio de poderes, dando a entender que se implican mutuamente a pesar de ser en esencia diferentes. Usando el mismo modo engañosamente simple, Ciria sugiere una conmensurabilidad encubierta a la vez que muestra una inconmensurabilidad abierta.

Lo que complica esta dialéctica paradójica –lo que la hace más paradójica– es el hecho visual de que el gesto impulsivo, por muy dinámico que sea –de hecho es llamativamente fluido– parece petrificado y fijo, dando a entender que es una especie de impulso paralizado: un impulso paralizado por la ansiedad, lo que implica que, por muy vivo de sensaciones que esté el gesto, el sentimiento tiene un carácter peculiarmente «estrangulado», por usar el término de Freud, esto es, muestra un sentimiento detenido en su función expresiva. Y de hecho, el gesto de Ciria puede ser visto como una especie de rastro de sentimiento truncado, ostensiblemente explosivo pero incompletamente liberado; peculiarmente fútil a pesar de su fuerza, meteórico y de vida breve a pesar de su intensidad e impulso. Tiene la potencia de un cohete, una especie de ruido y furia visual que acaba apuntando a la nada; a su propia muerte.

Recordemos que la palabra «ansiedad» proviene del latín angustus o «estrecho», que a su vez deriva de angere, que significa «causar dolor al unir», «ahogar». La sensación de ahogar sentimientos a la vez que estar impelido a expresarlos le confiere a las Cabezas de Rorschach su grotesca apariencia. Están dinámicamente construidas de formas abstractas, dolorosamente unidas en el estrecho espacio de la cabeza a fin de transmitir el opresivo sentimiento de ansiedad. Ciria usa la abstracción para expresar el sentimiento de que la destrucción procede de dentro: el ser es corroído en un no ser abstracto, desintegrado en un delirio abstracto, y finalmente derrotado por la «death inside» [muerte interna], como la llama el psicopatólogo Donald Winnicott: una abstracción obstinada que sugiere que el sujeto es tan solo abstracción. Una persona en brazos de la ansiedad se siente irreal y abstracta, una abstracción de pesadilla. La Cabeza de Rorschach de Ciria es un campo de batalla entre el sentimiento de no existir y el de existir, un espacio de examen de la realidad en el que no está claro qué es la realidad. La brillantez de las Cabezas de Rorschach de Ciria, la tercera serie después de La Guardia Place, se encuentra en que usan formas abstractas muy expresivas para retratar, por usar sus palabras, el «sufrimiento o tristeza» causados por la ansiedad, ofreciendo como resultado el mismo efecto asombrosamente inexpresivo y amortiguado que vemos en las Cabezas de la Isla de Pascua, que Ciria visitó, admiró y con las que se ha identificado, como sugiere una fotografía del artista en frente de una hilera de ellas.

El elevar la abstracción por encima de la representación hizo que el arte fuese introvertido y ensimismado, a pesar de que este conflicto indicaba que el arte había llegado a ser conflictivo en sí mismo, y el conflicto dentro de la abstracción entre lo dinámicamente gestual y lo geométricamente estructurado muestra que había llegado a ser autodestructivo. La autonomía que la abstracción supuestamente concedió al arte enmascara la ansiedad destructiva, así como la incertidumbre sobre su existencia y su derecho a existir, despertada por estas rupturas profundas y en apariencia inherentes a su identidad. La ansiedad provocada cuando el arte se separó del mundo de la vida que tradicionalmente representaba, se vio intensificada cuando la abstracción gestual y la geométrica partieron por caminos diferentes. Fue una doble ruptura del arte: una ruptura de su integridad y, dialéctica. Escindida contra sí misma, la abstracción parecía menos absoluta y opuesta a la objetividad –la necesidad externa, como Kandinsky la llamaba–, el arte parecía humanamente menos necesario, por muy persuasivo que siguiera siendo desde un punto de vista emocional, al menos siempre que la no objetividad siguiera mostrando una necesidad interna y no se convirtiese en formalismo vacío. Las Cabezas de Rorschach de Ciria son una apoteosis de esta compleja ansiedad del arte –la expresión de su deseo de muerte–, y como tales, son en el fondo suicidas al tiempo que muestran que son inseparables de una expresión sintomática de una ansiedad más profunda: la ansiedad destructiva inherente al existir. Es incurable, pero uno puede defenderse de ella representándola, que es lo que hace Ciria en las Cabezas de Rorschach. La ansiedad destructiva del arte puede curarse si la reconectamos con el mundo vital, aunque sea de manera indirecta y metafórica, como en las pinturas Dánae de Ciria –y directamente en sus obras foto-eróticas–, e integramos la abstracción gestual y la geométrica sin que importe la tensión negativa de la lucha dialéctica necesaria para hacerlo. Ciria realiza ambas cosas de manera convincente en las Cabezas de Rorschach: son un logro modernista de primer grado y la gran cumbre de su desarrollo. Todas sus obras previas –sus figuras abstractas y abstracciones puras (su proyecto de Abstracción Deconstructiva Automática: doce años buscando «toda materia posible [que] pudiese encontrarse [en] la abstracción», como escribe en una carta que me envía el 6 de julio de 2010)– conduce a las Cabezas de Rorschach: son un proyecto en el que su destreza dialéctica, por no hablar de su facilidad para la síntesis, cristalizan en la perfección.

En las Cabezas de Rorschach de Ciria el «self-system» [auto-sistema], como lo llama Sullivan, está en proceso de convertirse en algo asistemático y deformado, a pesar de que también parece estar en proceso de formación, si bien nunca de manera rígidamente sistemática. Se mire como se mire, está en perpetuo proceso y, como tal, nunca puede completarse, por lo que siempre parecerá bizarramente fragmentado: representar lo que Kohut llama el ser fragmentado. Pero el ser de Ciria no es «vacío» y «no-vital», como dice Kohut, ya que los fragmentos tienen su propia colorida vida, mostrando una asombrosa plenitud. No puede negarse que la cabeza se ha convertido en un «grito» expresionista, como Oskar Kokoschka llamó al ser que implosiona de ansiedad. Los autorretratos de Ciria –pues eso es lo que son las Cabezas de Rorschach de manera implícita, aunque a menudo estén basadas en «retratos» de personas anónimas realizados a partir de fotografías– son una especie de reducción radical al absurdo de los retratos más realistas de Kokoschka de personas prominentes infectadas por la ansiedad, con los rostros de algunos de ellos, incluyendo el de Kokoschka en algunos de sus autorretratos, desorganizados de manera caótica, dando a entender el colapso de su sistema de ser. El retrato modernista, que puede decirse que comenzó con los retratos de Munch y Kokoschka de personas alteradas emocionalmente –personas desestabilizadas por la angustia, que parecían perdidas a pesar de estar controladas de manera ostensible, personas cuya inestabilidad mental se muestra mediante su apariencia distorsionada y peculiarmente abstracta, confirmando así su absurdo interior– y que alcanzó una especie de crescendo en los retratos de Bacon, sobre todo en los autorretratos, es llevado a un extremo expresionista abstracto en los autorretratos de Ciria. Es su componente paradójico lo que los hace extremos: los fragmentos abstractos pueden ser re-ensamblados en infinidad de formas, dando a entender que no hay un ser concreto, y que el ser sigue siendo para sí mismo un puzzle expresivo. Puede ser reconfigurado una y otra vez, a fin de sugerir su carácter proteico. Es evidente que para Ciria no hay un modelo ideal del ser. A la vez, los fragmentos abstractos se reúnen en un todo grotesco, un todo consistentemente grotesco –monstruoso– que no sólo sugiere una sensación consistente del ser, sino también que el ser comprende su propia monstruosidad: la monstruosidad de su carácter proteico, que es una expresión de su creatividad innata.

Sugiero que los autorretratos de Ciria son un compromiso en formación (como un sueño) entre su creatividad primaria, que es invariablemente no convencional y por lo tanto socialmente escandalosa, y su uso de la abstracción para expresarla; la abstracción se ha convertido en convencional. Echo mano de la famosa distinción de Winnicott entre el verdadero ser creativo, con sus «personalized ideas and spontaneous gestures» [ideas personalizadas y gestos espontáneos], que parece socialmente rebelde, nada convencional, incluso absurdo e insensato; y el falso ser dócil, el ser que ha traicionado su creatividad por seguir de manera rutinaria las convenciones, esto es, las ideas y métodos que una vez fueron extrañamente revolucionarios pero que se han convertido en clichés historizados y asépticos. Podría decirse que Ciria está atrapado entre lo que Max Weber llamaba la «jaula de hierro» del Sistema, que es representada por la cuadrícula, y su propia creatividad apasionada, representada por su gesto personal… su «signature painterliness» [pictoricismo personal], como Harold Rosenberg lo llama.

La cuestión para Ciria es cómo personalizar las convenciones de la abstracción, cómo re-personalizar lo que ha llegado a ser impersonal y opresivo, renovar lo que ha llegado a envejecer, agotarse y estandarizarse desde los días de Kandinsky y Malevich, cuando era joven y revolucionaria; cómo hacer que la abstracción sea espontánea, fresca y escandalosa de nuevo, de modo que no sea otra forma decadente de hacer arte banal. Como he sugerido, la convincente respuesta de Ciria es dramatizar la trágica ruptura entre lo gestual y lo geométrico en la abstracción y, de manera más amplia, la trágica ruptura del arte en representación y abstracción: una ruptura dentro de una ruptura que devasta el arte. El arte de Ciria recapitula estas rupturas, no como pasos en la propia purificación del arte, como dicen los historiadores del arte que son, sino como signos de su trágica situación en la modernidad. Su recapitulación de las rupturas es optimista hasta el extremo de que supera las rupturas, y pesimista hasta el punto de que sugiere su inevitabilidad. Es un triunfo creativo porque es a la vez optimista y pesimista.

Sin duda, la diferenciación moderna inicial del arte en abstracción y representación fue impulsada por una necesidad interna, e inauguró una nueva era creativa en su ámbito. Pero la diferenciación de la abstracción en componentes gestuales y geométricos que tuvo lugar poco después fue el irónico principio del fin del arte moderno. Por definición, la abstracción gestual y la geométrica se autolimitan, manteniendo por fuerza caminos separados para mantener su pureza y autonomía. El resultado inevitable es un arte entrópico unidimensional: el gestualismo caótico de las pinturas «all-over» de Pollock, las simples estructuras de la geometría minimalista. Se alcanzó rápidamente un límite creativo, con la implicación de que aquello que parecía una evolución a través de la diferenciación era de hecho una «devolution» [involución] a través de la ruptura. La ruptura resultó no ser una diferenciación dialéctica, sino una manifestación de la ansiedad destructiva y paranoide del arte. En la abstracción de Ciria la ruptura se hace dialéctica, esto es, conduce a una síntesis de opuestos a la vez que respeta su diferencia. La ruptura ya no es absoluta y regresiva.

Adorno ha dicho que el arte abstracto refleja el hecho de que la relación entre los seres humanos en la sociedad moderna es abstracta, lo que viene a suponer que la perturbación de los fragmentos abstractos en los trágicos autorretratos de Ciria indica la abstracción perturbada de la sociedad. ¿Podría decirse que el cuadrado suprematista de Ciria representa la tendencia inevitable a acatar y conformarse –necesarios para vivir en sociedad– y su gesto convulsivo representa la independencia creativa y la no conformidad, aunque esté agresivamente cargado de deseo sexual y, como tal, sea poderosamente instintivo? La Cabeza de Rorschach de Ciria está perturbada porque es auto-contradictoria: está cargada de la ansiedad de la auto-contradicción. Pero también muestra que la ansiedad provoca su propia solución creativa, pues la cabeza se mantiene autónoma a pesar de sus contenidos auto-contradictorios.

Lo que sostengo es que las Cabezas de Rorschach de Ciria son proyecciones de su ser y exámenes de su creatividad: de su habilidad para resolver problemas creativos básicos del arte moderno. En la carta que me dirigió escribía: «Tomé el título de las Cabezas de Rorschach de los test psicológicos de Rorschach. La idea era que la gente que se enfrentara a mis pinturas buscara el significado que les sugerían». De hecho, ha incorporado a personas –extraños– en sus Cabezas de Rorschach, como indica el uso de imágenes anónimas, pero la pregunta es qué significan para él estas cabezas. El test de Rorschach es «un test proyectivo que consiste en diez manchas de tinta simétricas que varían en forma y color. [Cinco son solo negras y blancas, y otras cinco introducen colores.] El examinado observa cada una y la interpreta diciendo a qué se parece. El test está diseñado para dar información sobre los procesos mentales inconscientes» (7). Ciria ha creado su propio test de Rorschach –idiosincrásicamente asimétrico y lleno de color, aunque muchas de las coloridas «manchas» tienen sobrias áreas negras, blancas y grises, indicando su independencia creativa y su individualidad antes que su conformidad con las convenciones formales de las manchas de Rorschach estándares– y se ha proyectado a sí mismo en arte histórico y anónima máscara. Uno comprende muy pronto a través del disfraz, pues su Cabeza de Rorschach tiene una complejidad artística y una intensidad personal que no posee la impersonal mancha de tinta de Rorschach. Además, las Cabezas de Rorschach de Ciria son mucho más variadas y numerosas que las manchas de tinta.

Ciria señala que sus Cabezas de Rorschach tienen cierta afinidad con las grotescas cabezas de Leonardo da Vinci. Leonardo fue el «más famoso predecesor» de Rorschach, como dice Coleman, y «la vieja pared paranoica de Leonardo», como la llamaba Bretón (8), fue el primer test proyectivo: el primer arte en el que el artista ponía a prueba su imaginación y creatividad, y proyectaba de manera experimental los contenidos de su psique sobre y en una superficie gestual amorfa. Las Cabezas de Rorschach de Ciria son una ingeniosa elaboración de la pared de Leonardo, pues proyectan los contenidos mentales que regresan a la cabeza que los proyectó: el espacio físico de la cabeza se convierte en espacio psíquico. También, de manera crucial, Ciria muestra que estos contenidos son abstractos e inconscientes, en vez de representacionales y conscientes, lo cual indica que tiene de ellos una comprensión más profunda y moderna que la que tuvo Leonardo.

1.Harry Stack Sullivan, The Interpersonal Theory of Psychiatry, Nueva York, Norton, 1953, p. 11.

2.Ibíd., p. 165.

3. Heinz Kohut, «On the Continuity of the Self and Cultural Selfobjects», Self Psychology and the Humanities, Nueva York, Norton, 1985, p. 239.

4. The New Encyclopedia Britannica, Chicago, University of Chicago Press, 1985, 15ª edición, vol. 10, p. 178.

5. Cit. Rollo May, «Contributions of Existential Psychotherapy», en Existence, eds. Rollo May, Ernest Angel y Henri F. Ellenberger, Northvale (NJ) y Londres, Jason Aronson, 1994, p. 51.

6. Ibíd.

7. Andrew M. Coleman, A Dictionary of Psychology, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2001, p. 645.

8. André Breton, «Artistic Genesis and Perspective of Surrealism», Surrealism and Painting, New York, Harper & Row, 1972, p. 74. Breton describe «la lección enseñada por… Leonardo da Vinci de que deberíamos dejar que nuestra atención quedase absorta por la contemplación de vetas de escupitajo seco o la superficie de un viejo muro hasta que el ojo sea capaz de distinguir un mundo alternativo». Para Leonardo, el mundo alternativo no era demasiado diferente al externo de todos los días; contenía figuras y paisajes familiares, aunque a veces distorsionados. Para el automatista/expresionista abstracto Ciria, es radicalmente diferente, pues es un mundo interior, y como tal está permanentemente distorsionado.

Manuel Villanueva. Palacio Simeon. Orense

Texto catálogo “Five Squares. Series Americanas”. Palacio Simeón. Diputación de Orense. Orense, Diciembre 2010.

UN ATARDECER CON CIRIA

Manuel Villanueva

Permanecíamos inmóviles mientras el sol se apretaba en el horizonte dispuesto a cerrar los párpados del cielo. Entiendo la melancolía del ocaso por ese sabor que tiene de dolor de espedida, por esa marcha del sol a un nuevo territorio por descubrir que viene emparejado con el nacimiento de un nuevo día. Ciria no es melancólico pero su mirada, en esta hora del atardecer, enseña un halo de inocencia mezclado con curiosidad. Sus ojos abiertos, como el obturador de una cámara fotográfica, fijaban en la retina el instante como si fuera eterno. Tiró de manual y citó a Pessoa: “No vemos lo que vemos, vemos lo que somos”, y en ese momento el sol desapareció dejando en el cielo esa especie de tatuaje imaginario que habla de la construcción de la belleza, ese escenario de abismos cromáticos. Ciria miraba.

El cielo dibujaba esa paleta de colores que tienden a enseñarse en las partes más vivamente iluminadas. Un mundo de luz: rojos, azules, amarillos; reflejos vivos, desvaídos, renacidos; tonalidades que se sirven del color para expresar con su fuerza lo que quieren dejar en tu alma; encantos de la existencia cotidiana, la poesía de lo pequeño. Entonces se lo dije: “Es como tu pintura, José Manuel, reclama una mirada creativa, necesitada de belleza. Aquí como en tus lienzos hay una descomposición de figuras que nos recuerdan la fugacidad y la fragilidad de casi todo, como en un diálogo de Shakespeare”. Una intensidad generadora de un impulso sin porqués, un ensamblaje de lo salvaje, lo natural y lo urbano: máscaras amazónicas, banderas náuticas desestructuradas, monigotes en La Guardia Place… “Esos rojos son tuyos, tu eje flamígero”.

Ciria pinta al rojo vivo y mientras lo hace suma a su pintura la expresión de quien la mira. El vive en la pintura, piensa en la pintura, la visualiza y verbaliza a cada instante, le corren por dentro los colores como la sangre por sus venas. Sus manos enchufadas a la cabeza se deslizan por las telas, expresan su latido, cumplen sus órdenes, disparan los colores como inesperados latigazos.

Decía el, poeta ourensano, José Ángel Valente, que “las palabras saben más que nosotros”, en la pintura de Ciria hay algo más que palabras, hay un régimen de misterios que te empapan, que afloran emociones, que palpitan ante los ojos como destellos de vida. Salen chispas de sus cuadros, de la electricidad de sus manos, conectadas –insisto- a su inteligencia creadora.

Lleva puesta la pintura como su segunda piel, la enseña en pluralidad de formas y tamaños, capacidades, que se convierten en mil opciones posibles. Otra manera en llamas de contar el mundo.

Se iba la tarde en aquella colina de la Playa de Loira, se quedaban las miradas, la conversación y la pintura como un panorama táctil. La luz dejaba su vigilia. En la mirada de Ciria permanecía el ocaso, no como una pequeña muerte sino como un alumbramiento, el nombre de una nueva obra: “Lusco fusco”.

Desde allí, desde aquel pequeño mundo y rodeados de seres queridos, celebrábamos la presencia de las cosas. Llegaba la noche como un centinela espiritual y silencioso y la fugacidad hacía de brújula. Somos lo que miramos.

Mark Van Proyen. Circulo Bellas Artes. Madrid

Catálogo exposición “Ciria, Heads, Grids” Círculo de Bellas Artes de Madrid. Noviembre 2010.

LA LÓGICA CIRIANA Y LA PINTURA DE LA PRECONSTRUCCIÓN

Mark Van Proyen

Lo contemporáneo es una presencia fugaz y moribunda. Sus manifestaciones ocurren ante nuestros ojos, y aún así somos incapaces de controlarlas o definirlas, al igual que las palabras son incapaces de describirlas a tiempo, al mismo tiempo. Su fluir ha de ser descubierto, permanece indefinido y no formulado, existe y se impone, pero no puede ser canalizado. Es difícil canalizar un solo paisaje, encerrarlo en un perímetro en el que podamos señalar todo lo que ocurre.

Germano Celant, Unexpressionism, 1988 (1)

Descansamos; el sueño tiene poder para emponzoñar nuestro descanso. Nos levantamos; un pensamiento vagabundo contamina el día. Sentimos, concebimos, o razonamos; reímos o lloramos, abrazamos con cariño a nuestro enemigo o nos desprendemos de nuestras preocupaciones. Es lo mismo. Pues sea con alegría o dolor, el camino de su partida sigue despejado. El ayer del hombre nunca será como su mañana. ¡Nada permanece sino lo cambiante!

Mary Shelley, Frankenstein, 1818(2)

Las pinturas de José Manuel Ciria se presentan ante el ojo del espectador con audaces y decididos gestos de colores elegidos de una paleta limitada, formando formas gráficamente nítidas que resultan frescas, precisas y confiadas. A menudo, parecen específicas, como si fueran residuos de caracteres figurativos (o fragmentos de caracteres, o familias de caracteres) que parecen comportarse en el espacio pictórico como actores no humanos colocados en un escenario sobriamente decorado. Incluso cuando del veloz pincel de Ciria emanan gotas visibles, es aparente que también funcionan como actores precisos y deliberados en relación con la arquitectura gráfica y pictórica del cuadro en cuestión, estructurando los elementos de equilibrio y dinamismo con un aplomo confiado que no es dubitativo ni hiperbólico.

Puede incluso afirmarse que el controlado gestualismo de los cuadros de Ciria refleja los propósitos de la caligrafía asiática, no solo por la manera en que subsume o anula las categorías binarias de deliberación y espontaneidad, sino también por cómo apoya configuraciones gráficas aparentemente simples que hacen algo similar con la presunta dicotomía entre la belleza y lo sublime. En cualquier cuadro hay momentos en los que podemos observar una transformación de los elementos gráficos en algo que parece un espacio pictórico (por ejemplo, en el uso de nubes de sombras que sugieren que las formas abstractas son entidades dimensionales), pero siempre están equilibrados por otros momentos en los que puede observarse cómo este mismo espacio conduce la atención del observador hacia la superficie de la obra, alcanzando momentos estéticos donde lo microcósmico y lo macrocósmico se modelan con perfección despreocupada. Los cuadros de Ciria siempre revelan un sorprendente, aunque discreto, juego de manos, donde la cualidad del «aquí» del hecho gráfico encuentra una coexistencia perfecta con la cualidad del «allí» de la alusión poética.

Aunque algunas de las obras de Ciria son de gran tamaño, en raras ocasiones lo son de manera exagerada, y cuando su escala es relativamente modesta, nunca incita al espectador a descubrir fetichismo o preciosismo en lo que hace. Al contrario, cuando trabaja a pequeña escala, los resultados tienden a parecer mayores de lo que cabría esperar de los elementos materiales de la obra. Por otra parte, sus obras de mayor tamaño pueden parecer más contenidas e internas, de tal modo que frustran las alusiones a cualquier idea de vastedad metafísica como corresponde a esa clase de «sublime» que anima la obra de artistas como Barnett Newman o Mark Rothko.

El color en Ciria puede ser a la vez explosivo y reservado. A menudo usa expansiones de gris y piel para establecer un tono de discreto estasis y al mismo tiempo aludir a la austeridad de un paisaje árido. Esta austeridad se ve estratégicamente alterada por aplicaciones gestuales de rojos que resuenan a fuego y a sangre, y de negros que invocan el escalofrío de la muerte, siendo estos dos los «personajes» metafísicos que impregnan las obras de Ciria con una animación de formas de Rorschach que han cobrado una especie de vida a la vez absurda y fundamental. Esto representa una concepción única del color que parece hallarse en consonancia con recientes desarrollos en la práctica de la pintura. Donald Kuspit ha escrito sobre las diferentes concepciones del color visibles en el arte estadounidense del siglo XX, identificando tres tendencias generales(3) que clasifica como: color psico-simbólico, color puro trascendental y color empíricamente neutral (esto es, color realista), y asocia el primero con el deseo de conferir una forma para-simbólica al carácter eminentemente turbio del impulso subconsciente; el segundo escapa de este simbolismo adentrándose en un reino sensato de pureza trascendental donde la tonalidad es abolida en beneficio de la intensidad cromática; y el tercero surge con los intentos del arte pop y del minimalismo de derrocar a los dos anteriores a fin de desplazar los sentimientos con la mecánica de los hechos. El uso decididamente no-estadounidense que Ciria hace del color añade otra categoría a esta trinidad que llamaré color frankenstiniano en honor, no del epónimo doctor, sino del monstruo que aparece en la famosa novela de Mary Shelley. El tipo de color al que aludo se parece al monstruo, cosido a partir de los fragmentos muertos de los otros tres enfoques, nuevamente reanimado con un propósito hueco. Está simultáneamente más y menos vivo que sus partes constituyentes, y no tiene otra elección que buscar un nuevo propósito en un paisaje extraño. Al igual que el rechazo asesino que el monstruo ejercita contra el amoral doctor que lo creó, el color frankenstiniano rechaza el positivismo anti-humano del pop y del minimalismo, reconoce a su vez que nunca podrá retornar al feliz paraíso de la tierra psico-simbólica representada por el color turbio, y también que ha de renunciar al trascendentalismo celestial del cromatismo puro. Todo cuanto le queda es el infeliz drama de intentar vivir de su ingenio en un mundo estructurado por mentiras y muerte. Esta es la clase de ingenio que ha de tenerse en mente cuando se adscribe tal término a la obra de Ciria. Una obra que es ingeniosa, en efecto, pero que evita ser meramente aguda. No hay aquí insensatez, pues no hay tiempo para ello.

Las dimensiones frankenstinianas de los cuadros de Ciria también se extienden al tipo de pinceladas que vemos en ellas. Su «deliberada espontaneidad» nos obliga a recordar que la historia reciente de la pintura nos ofrece dos teorías enfrentadas de la pincelada. La primera emana del expresionismo alemán y del subsiguiente expresionismo abstracto estadounidense, que defendía la pincelada como protagonista existencial de la pintura y garante de la subjetividad profunda. Este modelo celebra el impulso primitivo de tocar que se encuentra en el corazón de la vida emocional, y nos invita a realizar asociaciones entre lo explícitamente visible y lo implícitamente táctil. La segunda teoría de la pincelada deriva del arte pop y está ejemplificada por las obras de Roy Lichtenstein a partir de principios de los setenta, que emplean una versión cómic, cuidadosamente pintada, de la pincelada del expresionismo abstracto como emblema gráfico independiente. Al subordinar de este modo lo tangible de la pincelada, se subraya la eficiente consecución de estrategias preconcebidas de significación social, degradando de manera tácita la consolidación de cualquier estado del ser subjetivo preexistente en beneficio de una fantasía de auto-invención «radical» que puede apropiarse de las partes necesarias de la identidad artística a partir de cualquier fuente aleatoria. Desde los años sesenta, la posición derivada del pop ha ocupado el primer plano de la pintura contemporánea, en parte como parodia cínica del cuestionable idealismo que se le confirió al primer modelo, y en gran medida como capitulación ante un omnipresente «diseñismo» que busca convencionalizar y regular el abanico de experiencias estéticas potenciales. Pero mientras que el pop y sus vástagos postmodernos han comenzado a desaparecer en el horizonte histórico del arte, el papel de lo táctil en la pintura reciente ha madurado hasta sufrir una reconsideración radical.

De hecho, puede que ahora sea justo preguntarse si la actitud anti-táctil del pop puede representar algún tipo de fobia ante elementos como el afecto y la subjetividad. Parece que la obra de Ciria encara estas preguntas de muchas y complejas maneras. De hecho, una vez que su obra confirma las asunciones que pueden realizarse a primera vista sobre su relación, aparentemente cómoda, con las convenciones de la pintura abstracta lírica según la practicaban artistas como Robert Motherwell y Antoni Tàpies en los años sesenta, una segunda mirada nos dice que algo se está tramando en estos cuadros, algo que maliciosamente se remueve y se desvía de esa comodidad antes mencionada. A pesar de que estas pinturas logran ser a la vez lacónicas y generosas, hay en ellas cierta mala conducta al acecho, aunque parezca estar envuelta en una disposición de formas que simultáneamente denota improvisación y la noble simplicidad y tranquila magnificencia de una sensibilidad clásica.

La mala conducta de la que hablo es propia del evasor astuto. Mientras que la mayoría de las pinturas abstractas quieren llevar su «heroica» destilación de la experiencia en el lapso visible de sus planos pictóricos, la obra de Ciria se burla de nuestro interés ante tal posibilidad y retrocede en favor de un acto de malabarismo introvertido que vuelve a poner en escena una sorprendente variedad de maniobras pictóricas dentro de un sistema de contenedores compositivos y subcontenedores que se reflejan unos a otros a la manera de un tema y sus variaciones. De alguna forma, su obra puede relacionarse con el tipo de «Pinturas provisionales»(4) que mencionó Raphael Rubinstein en 2009. En aquella época, Rubinstein tomó nota de una corriente que subrayaba obras que tenían la intención de parecer improvisadas e inacabadas, y que en algunos casos eran abiertamente provocativas en su énfasis de la gestualidad teatral por encima de la forma. «Casual, apresurada, tentativa y auto supresora» eran los términos que se usaban para describir la obra de pintores provisionales como Raoul De Keyser, Albert Oehlen y Michael Krebber, y se dijo que todos los pintores provisionales infundían motivos dadaístas a la práctica de una abstracción improvisada. Y sí, todos ellos usan el color y el pincel de manera decididamente frankenstiniana.

En otros sentidos, sin embargo, la obra de Ciria se aparta de la pintura provisional. El punto de distinción más evidente está en su renuencia a caer en el tipo de teatralismo hiperbólico que marca las obras de estos pintores, mostrando en su lugar una clara preferencia por un medido equilibrio entre lo directo y lo mesurado. En la obra de Ciria hay que mirar antes de ver, y a veces hay que mirar intensamente. En algunas ocasiones concede al espectador mucho que mirar, mientras que otras veces retiene estratégicamente elementos de interés evidentes. Su obra ha de mirarse siempre con ojos modelados por una conciencia de la evolución histórica de la abstracción modernista, y que a la vez hayan pasado también por una conciencia de la cantidad de distancia histórica que existe ahora entre nuestro atribulado presente y el mundo totalmente distinto en el que evolucionó la abstracción modernista. Estos dos tipos de conciencia son necesarios para poder identificar los momentos en los que Ciria entra y sale de esa evolución; de hecho, son precondiciones importantes para apreciar el carácter realmente innovador de su obra.

Durante su apogeo a mitad del siglo XX, la abstracción modernista siempre se entendió como un arte de esencias que reconfiguró las ideas tradicionales de maestría artística (de la articulación y organización de la experiencia) en otra noción de maestría: la maestría de la pureza. Tal fue el Doppelgänger óptico de una ontología muy apreciada que consistió en un supuesto desinterés que, al parecer, elevaría la autonomía estética a cotas siempre nuevas por encima de la experiencia mundana. Los devotos artísticos de la práctica de la abstracción modernista vieron que su tarea era nada menos que la cristalización de la experiencia en una forma que revelase su propia perfección y, en general, estas cristalizaciones participaron en alguno de los dos linajes paralelos a las nociones de Kuspit del color psico-simbólico y el trascendental. Llamemos al primero de ellos “subjetividad radical”, y nótese que hunde sus raíces en el simbolismo del siglo XIX, con revivals importantes en el expresionismo y el surrealismo. El segundo está en el extremo opuesto del primero en que no busca más que una huida total de la condición de interioridad cultivada por el simbolismo, buscando «trascendencia» en la presentación directa de los fenómenos sensoriales. El impresionismo, el fauvismo y el cubismo son ejemplos de este linaje, significativamente prolongado gracias a la celebración de Clement Greenberg de la abstracción post-pictórica así como del posterior minimalismo.

Aquí radica la importancia del estilo del expresionismo abstracto americano: fue el único movimiento del siglo XX que consiguió sintetizar los dos linajes antes mencionados, y no sorprende encontrar que su síntesis fue de vida breve, pues casi todo lo que vino después retrocedió a uno u otro de los campos mencionados. La única otra síntesis comparable al expresionismo abstracto es de una perversión extrema. Me refiero al arte pop y a sus diversos vástagos postmodernos, que aunaron un fenomenalismo sorprendentemente romo y una especie de iconografía que se burlaba de forma agresiva y negaba el residuo del sujeto simbolista en beneficio de un sujeto enmarcado por la demografía social y la tecnología. Tras el arte pop, un nuevo culto favorecedor de un álgebra para-estética de enteros pictóricos reemplazó el antiguo culto del gesto espontáneo, dando la espalda a las connotaciones de este último de libertad interior y gracia existencial. Este nuevo culto, que creció junto a un interés generalizado por la poética intrínseca de la fotografía, se consolidó en una posición centrada en cierto cuestionamiento de la política de la representación, que pasó a convertirse en un hombre de paja destinado a recibir importantes ataques filosóficos de aquellos que usaban la deconstrucción como un término descriptivo de sus propósitos.

Durante el último cuarto del siglo XX, el modelo más prominente y controvertido de investigación filosófica fue el llamado deconstrucción. Un modelo surgido de los escritos famosamente crípticos de Jacques Derrida. Aunque la deconstrucción no tiene otro fin que el deseo de desmitologizar lo que se denominó «la metafísica de la presencia», de modo que la así llamada normalidad quedara expuesta como un juego amañado, fue especialmente importante en un aspecto: reformuló los hechos del mundo separándolos de los modelos de significado que les asignaban importancia, permitiendo que se hallaran disponibles a diversas estrategias de reanimación ética. Una de las razones de que los textos de Derrida se recibieran con un sentimiento tal de consternación es que a menudo se revelaban como irónicas actuaciones literarias que demostraban con agudeza la imposibilidad de escapar de predicados preexistentes, incluso si también vilipendiaban sutilmente lo dado del mundo sobre la base de que desplazaba posibilidades latentes que aún conseguían depredar la empresa filosófica, añadiendo una infeliz y elegíaca vuelta de tuerca al famoso adagio de Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar hay que callar»(5)

Ahora que han pasado dos décadas desde que la furia de la deconstrucción alcanzó la cima de su victoria sobre un ejército de paja que había figurado como sustituto de la civilización occidental, podemos ver más claramente que marcó un punto necesario, aunque perverso, que reflejaba la ansiedad de un momento en el que los filósofos comprendieron que todo lo que habían hecho durante dos siglos era una especie de prolongación del juego con unas ideas que habían estado circulando mucho tiempo atrás, sin añadir demasiado al conjunto. En respuesta a este reconocimiento, muchos han seguido a Michel Foucault y vaciado sus armarios filosóficos para, con toda libertad, volver a dar propósito a sus esfuerzos por describir los oscuros linajes de varias «historias de ideas», mientras que otros han aplicado las ideas deconstructivas a diversos sectores de las humanidades y las ciencias sociales a fin de revelar y desafiar sus limitaciones disciplinarias.

Mi cita en el epígrafe sobre la noción de «inexpresionismo» que tiene Germano Celant refleja un ejemplo de este último enfoque. Circuló originalmente en un artículo de revista en 1981 y fue reformulada en forma de libro en 1988. Presentaba una dura crítica a varias formas de pintura neoexpresionista que estaban de moda entonces; se decía que representaban «una orgía de emoción por los materiales pictóricos, un trabajoso fervor por los medios y las técnicas tradicionales, y un mórbido historicismo iconográfico…» donde «el artista hace la función del Artista»(6). En contraste con el neoexpresionismo, Celant propuso otra forma de entender el arte contemporáneo; «ha de aceptar ser ‘instrumentos’ y ‘artefactos’ de un sistema general para revelar su función: trabajar en lo ilusorio para evitar engañarse a sí mismo»(7) Celant engordó su delgado libro con ejemplos fotográficos del trabajo de 32 artistas que incluían a Jeff Koons, Barbara Kruger y Cindy Sherman, que formaban un grupo poco definido y que, con algunas adiciones y sustracciones, pronto serían habituales en las muchas bienales internacionales que marcarían las siguientes dos décadas de actividad en un mundo artístico que se expandía globalmente.

Para alguien ducho en la historia del arte, las afirmaciones de Celant parecen apuntar en la dirección de dos grandes exposiciones organizadas antes de esa década por Norman Rosenthal y Christos Jacomedies, tituladas respectivamente A New Spirit in Painting, celebrada en 1981 en la Royal Academy de Londres, y Zeitgeist, localizada en el Martin Gropius Bau de Berlín en 1984. Es interesante resaltar que hacia 1991 esos mismos marchantes estaban de acuerdo con las tesis del inexpresionismo de Celant, presentando su versión del arte contemporáneo en otra exposición titulada Metropolis, también en Berlín, que mostraba el trabajo de muchos de los artistas «inexpresionistas» de Celant. De nuevo, ha de subrayarse de qué manera estos artistas han dominado el escenario del arte contemporáneo durante los últimos veinte años, como lo hace la ahora cuestionable asunción de que su trabajo podría tener algo que ver con una posición filosófica deconstructiva, que es tanto como decir que un vistazo retrospectivo más mesurado redibujaría correctamente sus esfuerzos como una creación de productos de valor que cínicamente pretenden criticar el consumo como forma de elevar su estatus en tanto que… productos de valor.

Haríamos bien en preguntarnos qué aspecto tendría el mundo de la forma artística contemporánea si se hubiese sometido a una «deconstrucción» más sincera y exhaustiva. A la luz de esta pregunta diría que la obra de Ciria es depositaria de una respuesta importante aunque provisional. Los cuadros de Ciria parecen hacer pantomima de una condición específica de coalescencia subjetiva que es, de hecho, «pre-constructiva», mostrando condiciones del ser que, a la manera de un coche que atropella y se da a la fuga, pasan alrededor y a través de regímenes conceptualmente precarios de representación. En lugar de finalizar cualquier cristalización quinta esencial de la experiencia, su obra lleva a cabo una guerrilla elegantemente construida contra las falsas certidumbres, reconociendo el valor limitado, de hecho iluso, de hacer cualquier clase de arte dedicado a «trabajar en lo ilusorio para evitar engañarse a sí mismo». Como oposición a tal postura, Ciria trabaja con la alusión y la evasión para conseguir preludiarse, un preludio que se centra en el renovado compromiso con la posibilidad animada como alternativa preferible a la [pseudo]certidumbre muerta. De este modo, su obra crea astutamente un evento a partir de ese estado de potencialidad en el que algo está a punto de ocurrir, a pesar de que su resultado no sea nada seguro. Su valiosa lección nos recuerda, en fin, que el azogue se mantiene mejor que la paja.

1.Germano Celant, Unexpressionism: Art Beyond the Contemporary, Nueva York, Rizzoli International Publications, 1988, p. 5.

2.Mary Shelley, Frankenstein, 1818. Texto en línea en http://www.literature.org/authors/shelley-mary/frankenstein/chapter-10.html (7 de julio de 2010).

3.Véase Donald Kuspit, «Unconscious and Self-Conscious Color in ‘American-Type’ Painting», en The Rebirth of Painting in the Late 20th Century, Cambridge University Press, 2000, pp. 91-100.

4.Raphael Rubinstein, «Provisional Painting», Art in America (mayo 2009), p. 123.

5.Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico Philosophicus, 1922; Londres y Nueva York, Routledge, 1974, p. 89; Madrid, Alianza, 1999, p. 183.

6.Germano Celant, op. cit., p. 10.

7.Ibid. p. 12.

Melanie Mariño. Monasterio de Prado. Valladolid

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Robert Shane. Circulo Bellas Artes. Madrid

Catálogo exposición “Ciria, Heads, Grids” Círculo de Bellas Artes de Madrid. Noviembre 2010.

TERPSÍCORE EN LA PINTURA: IMÁGENES DE DANZA DE JOSÉ MANUEL CIRIA

Robert R. Shane

José Manuel Ciria ha pintado diversas imágenes de danza, como Bailarinas y Tres bailarinas (1). Algunas de sus obras, que no contienen necesariamente la palabra «danza» en el título, parecen referirse en cualquier caso a la danza. Vuelta a la locura parece ser un dueto danzado en pointe entre las dos partes de una psique; y pinturas como Ritmo de transición, Rattrapante y Como llamas que se elevan evocan movimientos de danza a través de su imaginería figurativa y sus sugerentes títulos. Todas estas obras forman parte de la serie de Ciria La Guardia Place (2007). Sin embargo, creo que un análisis de la función de la danza en las pinturas de Ciria podrá iluminar temas que aparecen en toda su obra: la figura, su abstracción y su movimiento.

«Abstracción humanizada»

El movimiento del cuerpo humano es el medio de la danza, y por lo tanto la danza siempre posee un elemento intrínsecamente humano. Como ha observado la crítica e historiadora de la danza Selma Jeanne Cohen, incluso las danzas abstractas sin argumento o narrativa tienen movimientos que sugieren cualidades del comportamiento humano(2). Sin embargo, también los movimientos especializados del bailarín a menudo convierten el cuerpo en una abstracción con la que no es fácil establecer una empatía. De hecho, Cohen afirmaba que como espectadores, lo más interesante para nosotros son las habilidades artificiales del bailarín(3). Por un lado, un elemento corporal y humano, y por el otro, una abstracción o estilización artificial, son los dos polos entre los que el bailarín realiza un abanico infinito de movimientos. Esta oposición entrelazada tiene su análogo en el arte(4), y creo que está en el corazón de gran parte de la obra de Ciria. El espíritu de esta dialéctica opera en la caracterización que realiza Donald Kuspit de la figura en la obra de Ciria como una «figura simultáneamente abstracta y humana»(5). Esta tensión entre lo humano y lo abstracto en la pintura de Ciria resulta absorbente por muchas de las mismas razones por las que encontramos absorbente al bailarín sobre el escenario: somos simultáneamente atraídos hacia el cuerpo naturalista con el que nos identificamos, y aún así nos paraliza una admiración espiritual hacia las formas con las que esta identificación es imposible.

En contraste con la mayor parte de la abstracción moderna a partir del cubismo, la serie La Guardia Place de Ciria no trata de destruir la distinción entre figura y fondo para que el espacio pictórico imite la superficie plana del lienzo. Al contrario, la abstracción de Ciria está preocupada con la figura en el espacio. En Dominio del espacio (2007) (4), tres círculos que se superponen, dos largos triángulos, y unos trazos blancos verticales sugieren la cabeza de una figura y sus apéndices viajando por un espacio descrito por una única barra horizontal (¿quizá un barrote?) en el fondo. El espacio en la serie La Guardia Place a menudo se parece al de un escenario, como en Tres bailarinas. Los bordes del lienzo son como el marco creado por la pared del proscenio. Mirando a través del escenario, los espectadores observamos una única interfaz horizontal entre el telón en la parte superior y el suelo más abajo. De manera similar a los espacios mínimos de los cuadros de Francis Bacon (que actúan como escenarios de su dramaturgia pictórica), el espacio de Ciria oscila entre lo plano y lo profundo(6).

La misma interfaz entre el telón y el suelo del escenario aparece en Bailarinas, estableciendo un punto fijo de referencia desde el que surgen las figuras. A partir de estas pistas visuales, el espectador puede orientarse y sentir empatía hacia el elemento humano en la pintura. Como en los lienzos de gran tamaño de Matisse Danza I (1909; Museum of Modern Art, Nueva York) y Danza II (1910; The Hermitage, San Petersburgo) vemos a las figuras de Ciria liberarse de la gravedad y transgredir la línea del horizonte. Por supuesto, están condenadas a caer de nuevo; pero durante ese instante aparentemente infinito –descrito por la coreógrafa moderna, Doris Humphrey, como «el arco entre dos muertes»(7)– se encuentran en libertad. Los espectadores sentimos los saltos vitales de estas figuras en nuestro propio cuerpo. Como señaló el crítico de danza John Martin, debido a nuestra propia conciencia de la gravedad aplaudimos al que la desafía(8). (El interés de Ciria por la relación de la gravedad con el cuerpo humano se presenta de manera explícita en Monociclista desequilibrado [2007].)

Como se ha afirmado, el humanismo de Ciria se halla enlazado con la abstracción. Sentimos el movimiento de las bailarinas de Ciria no solo a través del retrato literal del cuerpo, sino también a través de las formas plásticas puras que crea. De hecho, algunas de las composiciones más dinámicas de Ciria son aquellas en las que el cuerpo no se reconoce fácilmente. Como en la obra de Malevich, tan importante en el desarrollo de Ciria(9),«la dinámica del movimiento ha hecho que el pensamiento produzca la dinámica de la plástica»(10). El cuadrado de Malevich en White Square on White [Cuadrado blanco sobre blanco, 1918] (Museum of Modern Art, Nueva York) flota sobre el lienzo debido a una manipulación puramente plástica. La vasta extensión de espacio negativo en la parte baja de la composición suscita una sensación de ingravidez al tiempo que el cuadrado se encamina a la parte superior. Descentrada, la forma colocada en diagonal transmite a sus espectadores la sensación de estar ascendiendo. Del mismo modo, en Bailarinas sentimos que las figuras de Ciria se mueven debido a que el espacio abierto en la parte inferior derecha, en contraste con la densidad visual de las formas que rompen la línea del horizonte, trabaja para producir la sensación de que las formas están saltando. El estallido de rojo de una de las bailarinas contra un escenario desaturado y bastante monocromático intensifica el dinamismo de su forma, al igual que el poderoso color en la obra de Malevich Suprematist Painting: Eight Red Rectangles [Pintura suprematista: Ocho rectángulos rojos, 1915] (Stedelijk Museum, Ámsterdam). De este modo interpretamos la «abstracción humanizada» de Ciria a través de una identificación empática con los cuerpos de las figuras representadas y «en función del peso, la velocidad y la dirección del movimiento»(11), como escribió Malevich con respecto a la construcción puramente plástica de la pintura.

Danzas dionisíacas

Los temas dionisíacos dominan un buen número de obras de Ciria. Ha pintado obras sobre la locura, como Vuelta a la locura (2007); sobre la música; y sobre la sexualidad, como Pareja copulando (2007). De modo que no sorprende que la danza tenga una función tan importante, tanto literal como metafóricamente, en su pintura. Después de todo, en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, Nietzsche introdujo su concepto de lo dionisíaco describiendo las canciones y la danza. El bailarín, escribió Nietzsche:

… se siente dios, él mismo camina ahora tan estático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte: para suprema satisfacción deleitable de lo Uno primordial, la potencia artística de la naturaleza entera se revela aquí bajo los estremecimientos de la embriaguez(12).

Las danzas pintadas de Ciria lo unifican del mismo modo con su medio. Como él mismo ha escrito: «Las musas me mueven a su antojo y yo dejé hace años de ser persona, para convertirme en pintura y pensamiento pictórico»(13).

Las figuras abstractas de Ciria danzan en un jolgorio dionisíaco. La danza en su obra es a veces un componente de un ritual pagano, quizá un ritual en busca de lo Uno primordial de Nietzsche. En Aparición de la diosa Ishtar (2007), la diosa sumeria del amor, la fertilidad y la guerra, gira en remolino y desorienta al espectador con su mítica huida de la atracción de la gravedad. En Ritmo de transición (2007), se sugiere una figura con los brazos abiertos y girando. En contraste con el aura verde que rodea a la figura, emerge una forma rojo brillante –quizá un corazón palpitante– que avanza. La transformación a través del movimiento rítmico es como la de la danza de un chamán.

La pintura como representación del ser

En su libro Towards Art and Dance: A Study of Relationships between Two Art Forms [Hacia el arte y la danza: Un estudio de las relaciones entre dos formas artísticas], Elizabeth Watts señalaba que los primeros garabatos de un niño son motivados de forma cinética: es el placer de las sensaciones de movimiento lo que inspira a un niño a coger por primera vez un lápiz y garabatear las paredes(14). Es a través del garabateo de continuos caminos en movimiento como el niño comienza a definir su relación con el espacio (de ahí que esté justificada la afirmación de Watt de que la danza y el arte se originan a partir del mismo origen cinético)(15). Este tipo de movimiento primario entre danza y pintura ya aparecía en las obras de Ciria durante la década de 1990, mucho antes de la serie La Guardia Place.

Las series de los noventa, tales como Cry Nude Europe, El uso de la palabra, Dibujos de París o Máscaras de la Mirada, a menudo son oscuras y amorfas. Por ejemplo, La chambre d’ecoute (1992) (7), perteneciente a Cry Nude Europe, está dominada por una sensación de memoria, pérdida y ausencia. Como describía con precisión Montolío, el territorio de las pinturas de esta época parece desplazado y el espectador se queda sin seguridad mientras trata de navegar por él(16). Sin embargo, dentro de esas series había momentos que llegarían a caracterizar la obra de Ciria en la década siguiente. En claro contraste con las imágenes atmosféricas de principios de los noventa, Red Field I (8) y Red Field II (1997), pertenecientes a Máscaras de la Mirada, son expansiones rojas marcadas por la audaz fisicalidad de los gestos del artista. Las marcas blancas y negras de pintura establecen su presencia. La sorprendente espiral blanca de Noche en Torrejón el Rubio I (1999) es la emergencia desde el interior de un abismo de un cuerpo que rastrea su camino. En ese gesto, Ciria señala su localización dentro de un espacio sobrecogedor y en expansión; fuerza a la pintura a reconocer su ser.

La motivación cinética del niño hacia el dibujo, señalaba Watts, es finalmente subordinada, gracias a la intervención de los adultos, a la creación de formas y hacia la representación; el movimiento primario es canalizado hacia formas sociales como la caligrafía(17). Las marcas de Ciria retornan con desafío al movimiento original. Aquí la unidad primordial alcanzada por el bailarín de Nietzsche se entiende mejor como reunificación con el ser original. Podemos ver lo que Ciria quería decir cuando afirmaba que había dejado de ser una persona para transformarse en pintura: su subjetividad está presente en el movimiento viviente de su gesto, que eternamente se pinta y repinta en la superficie del lienzo(18).

La máscara

Tras la serie La Guardia Place, Ciria se cansó de las exigencias y de la estructura rígida que la imaginería figurativa imponía y necesitaba liberarse de ello(19). Sin embargo, aunque la figura es más residual en algunos trabajos de Ciria posteriores a La Guardia Place, el impulso dancístico aún es dominante, y de hecho se alcanza de forma más plena en sus pinturas de máscaras, como las pertenecientes a la serie Desocupaciones. Máscara cometa (2008) y Desocupación con hachas (2008) retienen la estructura pictórica de sus Bailarinas y Tres Bailarinas. Ahora, unas formas abstractas en lugar de figuras abstractas saltan sobre la línea del horizonte de un entorno parecido a un escenario familiar para el público de los anteriores trabajos.

Además, en esta época Ciria se alejó de sus anteriores procesos de trabajo cargados de teoría, tales como Automatic Deconstructive Abstraction. En un ensayo, el artista concede a las musas el haberle ayudado a escapar hacia un nuevo modo instintivo(20). Las musas de las que escribe son totalmente dionisíacas en espíritu (incluso las llama «glotonas y borrachas» debido al licor que falta del mueble tras sus visitas nocturnas)(21). Me gustaría sugerir que la musa inspiradora que tuvo más incidencia en la revelación artística de Ciria debió de ser Terpsícore, la musa de la danza. La nueva experiencia al pintar que Ciria describe es una en la que se ve impelido a moverse. Las nuevas ideas no son generadas por el ojo o la mente, sino por el cuerpo en movimiento. Ciria cuenta en su ensayo:

De repente aparece un dibujo, una línea, una pintura, un pequeño milagro en el que las «musas» toman mis manos y las guían para conseguir algo relevante, algo que me sugiere cosas, algo que me interesa explorar…(22).

En otros pasajes Ciria describe la motivación y fisicalidad cinéticas de la nueva obra en curso: «Un sucederse extenuante de cambio de brochas y gamas, sudor y velocidad…»(23); era «como si algo atenazase mi mano y la guiase…»(24). En un estilo que parece el de un bailarín tras una rigurosa actuación, nos dice: «Al terminar cada sesión me siento sin fuerzas, con las piernas y los brazos temblando… A duras penas, consigo cerrar los botes de pintura y limpiar las brochas»(25). Por este relato, está claro que este nuevo proceso inspirado por las musas –que según defiendo fue inspirado específicamente por Terpsícore– es un ritual extático en el que es re-poseído por el modo dibujo-danza que Watts observaba en la primera infancia.

A menudo pensamos que las máscaras ocultan la identidad, pero esto no es verdad en el caso de las máscaras de la serie Desocupaciones que Ciria pinta en su frenesí dionisíaco. Al contrario, son máscaras que ocultan el falso ser y así permiten una revelación del instinto y la conciencia del ser verdadero. Tales máscaras –que pueden ser literales o metafóricas– son ya familiares para bailarines y actores, como es el caso de la bailarina moderna Mary Wigman. Mientras llevaba una máscara para su expresivo Hexentanz (1914, Dresde), llegó a asustarse pues de repente surgieron emociones latentes que no sabía que existieran(26).

La «abstracción humanizada» de Ciria es absorbente porque los espectadores la sentimos danzando en nosotros mientras contemplamos su trabajo. Terpsícore se mostraba de manera explícita en obras tales como Bailarinas y Tres Bailarinas, pero ya se había estado revelando de manera callada en obras anteriores de Ciria y ha continuado su actividad en sus pinturas desde entonces. Las figuras de Ciria se mueven a través del espacio y luchan contra la gravedad. Sus formas y gestos abstractos se unen a esta danza dionisíaca. Para el artista y su audiencia su danza pintada desenmascara y despierta el ser, que se siente simultáneamente primario y nuevo.

1.La segunda está basada en el dibujo de Ernst Ludwig Kirchner, Tänzerinnen, 1906. Véase la comparación en Rare Paintings: Ciria [catalogo de exposición], Madrid, Fundación Carlos Amberes / Santo Domingo, Museo de Arte Moderno, 2008, pp. 120-121.

2.Selma Jeanne Cohen, «A Prolegomena to an Aesthetics of Dance», The Journal of Aesthetics and Art Criticism, vol. 21, 1 (Otoño 1962), p. 23.

3.Cohen, p. 25.

4.Por ejemplo, compárese esta oposición con Abstraktion und Einfühlung (Munich, R. Piper & Co. Verlag, 1908) de Wilhelm Worringer, en el que contrastaba las formas cristalinas del arte abstracto con las formas naturales con las que normalmente sentimos empatía.

5.Donald Kuspit, «Tragic Modernism: José Manuel Ciria’s La Guardia Place Paintings», en Rare Paintings: Ciria, p. 170.

6.Crucifixión (2007) y Creo que me duele (2007) de Ciria evocan en particular aquellas figuras de Bacon que sufren en soledad.

7.Véase Doris Humphrey, «What a Dancer Thinks About» (1937), reimp. The Vision of Modern Dance: In the Words of Its Creators, 2ª edición, ed. Jean Morrison Brown, Naomi Mindlin, y Charles H. Woodford, Hightstown (Nueva Jersey), Princeton Book Company, 1998, p. 60.

8.John Martin, The Modern Dance (1933), reimp. What Is Dance?, ed. Roger Copeland y Marshall Cohen, Oxford, Oxford University Press, 1983, p. 24.

9. Véase Valerie Gladstone, «Diving into the Unknown», José Manuel Ciria: Box of Mental States [catálogo de exposición], Miami, Florida, ArtRouge Gallery, 2008, p. 13.

10.Kasimir Malevich, From Cubism and Futurism to Suprematism: The New Realism in Painting (1916), reimp. Art in Theory 1900-2000: An Anthology of Changing Ideas, ed. Charles Harrison y Paul Wood, Oxford, Blackwell, 2003, p. 177.

11.Malevich, p. 175. Cursiva en el original.

12.Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 2000, p. 46.

13.José Manuel Ciria, «The absent Hand», José Manuel Ciria: Box of Mental States, p. 87.

14.Elizabeth Watts, Towards Dance and Art: A Study of Relationships Between Two Art Forms, Londres, Lepus Books, 1977, p. 10. 15.Watts, pp. 10-11. 16.Celia Montolío, «To the Limit, and Beyond», Ciria: Las Formas del Silencio – Antología crítica (Los años noventa), Madrid, Sotohenar, S.L., 2004, p. 31.

17.Watts, pp. 16-17.

18.Aquí recuerdo los pensamientos de Merleau-Ponty sobre una escena de La náusea de Sartre en la que «the smile of a long dead monarch … keeps producing and reproducing itself on the surface of the canvas». [la sonrisa de un monarca largo tiempo muerto… sigue produciéndose y reproduciéndose en la superficie de un lienzo] (Maurice Merleau-Ponty, «Eye and Mind» (1961), en The Merleau-Ponty Aesthetics Reader: Philosophy and Painting, ed. y trad. Galen A. Johnson y Michael B. Smith, Evanston, Illinois, Northwestern University Press, 1993, p. 130.

19.Ciria, p. 81.

20.Ciria, pp. 83-84, 86.

21.Ciria, p. 82

22.Ciria, p. 81.

23.Ciria, p. 83.

24.Ciria, p. 85.

25.Ciria, p. 83.

26.Cit. Susan Au, Ballet and Modern Dance, Londres, Thames and Hudson, 1988, p. 98.