Carlos Delgado. Miami I. 2008
Catálogo exposición “Box of Mental States” Galería Art Rouge, Miami.Noviembre 2008.
CIRIA. CAJA DE ESTADOS MENTALES
Carlos Delgado
Una pintura afirmativa. Una pintura interrogante
Recuerda Donald Kuspit que, en una ocasión, Marinetti llamó a un cuadro de un viejo maestro una “urna funeraria”(1). Tal reflexión, inscrita en el horizonte neuróticamente renovador de las vanguardias históricas, apuntaba hacia un final de la pintura que se llegó a polarizar entre su acepción negativa −como sinónimo de muerte− y positiva −como objetivo−(2) Dentro de esta segunda vía, el imperativo modernista defendido por Clement Greenberg acerca de la planitud de la pintura, de su especificidad y pureza, será desbordado por la práctica sistemática del mestizaje de medios y por un desarrollo expandido más allá de su especificidad, tal y como había teorizado Rosalind Krauss(3) para la escultura. De forma paralela a esta exploración, la teoría y práctica artística contemporánea se han seguido interrogando acerca de la vigencia de un sistema visual que parece haber desarrollado sus propios límites hasta la extenuación(4) y que se ha visto engullido por la hipertrofia de la imagen y la digitalización de la mirada contemporánea.
Un gran número de acontecimientos culturales, exposiciones, coloquios, libros y artículos han llamado la atención a lo largo de las últimas décadas acerca de la incómoda pertinencia de la pintura en el arte actual. Si la acusación de haberse convertido en un “idioma sobreutilizado”(5) cambió radicalmente su posición como medio privilegiado (de caja de resonancias de las diversas opciones que dibujaron la cultura visual occidental, la pintura pasó a ocupar un lugar aparentemente periférico en el desarrollo de las opciones creativas que definirán el territorio lábil de la posmodernidad), tal cuestionamiento será respondido desde muy diversos frentes. En la producción artística, la pintura encontrará estrategias de supervivencia a través del vaciamiento cínico del contenido, la revalorización del ornamento, el recurso de lo banal, la hibridación o la expansión espacial; en definitiva, la pintura seguirá funcionando pero ocultándose o renegando de sí misma como únicas opciones viables para no ser valorada como un mero epígono de la tradición moderna: “resulta difícil hablar hoy de pintura porque resulta muy difícil verla. Por lo general, la pintura no desea exactamente ser mirada, sino ser absorbida visualmente, y circular sin dejar rastro”(6).
Frente a la estrategia recurrente de diluir lo pictórico, la obra de José Manuel Ciria ofrece una “poderosa presencia”(7), una carnalidad en consonancia con la aseveración de Berger de que “la pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad”(8). Una obra que no se ha dejado subyugar por la “herencia envenenada de las vanguardias”(9) ni acomodarse en el paradigma de la banalidad, y que ha consolidado a Ciria como uno los creadores más sólidos de la pintura actual. La calidad de su trabajo plástico y la sagacidad de su propuesta teórica han sido las herramientas con las que ha edificado su enorme prestigio en España y ha logrado activar una imparable trayectoria internacional.
La progresiva (re)configuración de su pintura señala una búsqueda de la evolución constante y un afán por desarrollar de manera coherente una defensa de la permanencia y pertinencia del medio. Este compromiso reflexivo y analítico es también lo que determinará la revisión cíclica de su ideario conceptual y, en consecuencia, la reconsideración de sus claves formales en la particular operatoria de cada nueva etapa.
Una de estas claves es la que conecta la pintura de Ciria con determinadas vías exploradas por la tradición hegemónica de la modernidad, pero sin llegar a inscribirse dentro de una reconceptualización irónica de estos componentes, estrategia por otro lado muy extendida entre aquellas nuevas abstracciones que, como la de nuestro artista, surgieron a partir de los años noventa del pasado siglo. Ciria atesora, guarda, archiva, para construir otras realidades desvinculadas de la linealidad heroica. Si como señaló Hal Foster, “el arte es vanguardia en la medida en que es radicalmente historicista −el artista ahonda en las convenciones de la historia del arte en orden a escapar de ellas−”(10), Ciria transita en otra narración, la de una pintura afirmativa y, al mismo tiempo, interrogante; lo primero porque sus investigaciones siempre han concluido en la afirmación rotunda de las posibilidades expresivas, comunicativas y poéticas del medio; lo segundo porque estas conclusiones surgirán de la deconstrucción analítica de la gramática formal de las vanguardias abstractas(11) y su reciclaje a partir de las preguntas que el artista elabora desde su programa teórico.
ADA: Antes de América
En permanente tensión con su propio trabajo, Ciria siempre ha quebrado la posibilidad de un hilo conductor lineal en su trayectoria; más bien, su obra ha planteado una revisión cíclica de determinados conceptos, de modo que factores que en un sistema visual anterior estaban subordinados serán luego dominantes, y viceversa: mancha, geometría, soporte e iconografía, en disposiciones variables determinadas por la combinatoria, habían funcionado como ejemplar base, formal y teórica, de su Abstracción Deconstructiva Automática (ADA), estrategia conceptual que apoyará una vigorosa abstracción desarrollada a lo largo de la década de los noventa. Al mismo tiempo, estas cuatro variables azuzadas por la combinatoria convierten la superficie de su obra en soporte de un discurso conceptual, un campo de sugerencias y lecturas acotadas con límites siempre móviles, donde la pintura activa una reflexión de sí misma como problema −pintura como metalenguaje− pero sin registrar tal reflexión al margen de la sensualidad de la forma y el color.
Esta insistencia en dotar a la pintura de una plataforma conceptual, eficaz en su formalización y corroborada a través de numerosos escritos teóricos, nos sirve para señalar el carácter extraño, de otredad constante, de una producción ambigua a la hora de ser clasificada en lo grupal. A ello se une el hecho ya señalado de que frente a la deriva tecnológica y la contaminación de medios, que vendrían a desintegrar el límite que impone el soporte para adscribirse en un tiempo y un espacio diversificado, virtual o material −pero en cualquier caso desligados del módulo cerrado tradicional del soporte pictórico− Ciria insista en la idea de pintura como “cuadro”, objeto artístico que sin duda presenta una contemporaneidad débil, expulsado de las derivas en las que se inscriben los intereses de bienales y documentas últimas(12).
A través de esta meditada opción Ciria nos invita paradójicamente a repensar su trabajo como límite físico, material, es decir, a cuestionar la idea de superficie elaborada, mostrada como terminada, totalidad irrepetible y aurática, metáfora clásica del discurso creador, planteada por nuestro artista desde la conciencia de que se trata, sin duda, de una metáfora imperfecta.
En este sentido parece orientarse su reflexión cuando el soporte utilizado incorpora una memoria anterior al proceso pictórico creativo que el artista no esquiva, contenido sedimentado al margen de la pintura que, si bien acaba formando parte del discurso, no es el resultado de una acción creadora (manual, artesanal si se quiere) sino de una permisividad con esa huella que se inscribe en la reflexión conceptual. O bien −como ocurre en su reciente incorporación de láminas de aislante térmico− el artista incorporará la amenaza de su deterioro y la potencialidad del reflejo, huella futura fragmentada de cada espectador. Una potencialidad que también se plasma en la propia lectura de su nuevo repertorio iconográfico neoyorquino donde se multiplican las derivas significacionales que puede llegar a producir, soluciones a la espera de la narración crítica o de la intuición del espectador. Recursos vanguardistas que son reestructurados mediante el extrañamiento, intereses posmodernos que son desplazados hacia un discurso excéntrico, y siempre, tensiones con los límites del propio género en un férreo pensamiento sobre la pintura que huye de cualquier inscripción en lo banal.
En este sentido Ciria es el ejemplo perfecto de esa corriente que atraviesa el cambio de siglo y que se inscribe en una abstracción post-heroica y, aún, post-minimal. Pero lo que delimita definitivamente la originalidad y pertinencia de su obra abstracta previa a su asentamiento en Nueva York es la lucidez de un lenguaje que se sitúa al margen tanto de la redefinición manierista como de la burla irónica, de la melancolía lírica o de la resolución ornamental. Será precisamente la consistencia con la que elabore un planteamiento original y alternativo lo que determine su posición como una de las figuras claves de la pintura española durante la década de los noventa. Esta valoración, que numerosos críticos e historiadores del arte han venido realizando desde entonces, no puede dejar de alcanzar también a sus propuestas actuales.
La línea de contorno
A finales del año 2005 el artista decidió instalarse en Nueva York para repensar su pintura, lo que le llevará a alterar aquellos valores que tanto éxito le habían proporcionado en la década anterior y a plantear rotundos giros que nos impedirán, una vez más, clasificar su obra de manera taxativa. La elocuente reinvención de su propio lenguaje en Nueva York surgirá, curiosamente, de la reflexión sobre la producción de Malevich; pero frente a las indagaciones que abrieron en el escenario de las vanguardias rusas el camino hacia un arte desvinculado del objeto y, por tanto, hacia un intento de abstracción absoluta, Ciria se interesará en este nuevo arranque por aquella evolución final del pintor ucraniano que derivó hacia la representación de unos cuerpos rígidos, dotados de un interior solidificado, heroicamente escondidos en un riguroso dibujo que los transformaba en sutiles iconos.
Los primeros dibujos de Ciria hacia un nuevo lenguaje distinto de su abstracción gestual anterior apuntarán hacia una exploración figurativa ligada a este referente, si bien el interés del artista por cabezas y bustos sin identidad concreta había tenido algunos breves precedentes en las serie “Cabezas de Rorschach I” (2001) y Cabezas de Rorschach II” (2005). Pero en el nuevo contexto de Nueva York el pensamiento estético de Ciria encontrará su génesis no sólo en la recuperación de esta iconografía modulada parcialmente por lo referencial, sino en una nueva búsqueda que pasará por la condensación de la mancha gestual, libre y expansiva, dentro de una estructura visual delimitada por la línea de contorno.
Ciria emprenderá un riguroso estudio analítico de la obra de Malevich que no culminará en la apropiación directa y tampoco en la réplica de lo observado; como ya hemos señalado, nuestro artista es un innovador que reivindica la posibilidad de destruir la herencia de la vanguardia heroica para seleccionar de ella los pliegos que le son válidos. En su aproximación a Malevich el artista no merodea, sino que busca la confrontación directa como inicio de su trabajo de laboratorio. Sus figuras no pertenecen ya a un mundo concreto y su exploración de un territorio fronterizo entre figuración y abstracción se lleva a cabo desposeído de los tintes específicamente dramáticos de esta etapa de Malevich. El pintor retirará todos estos condicionantes antes de emprender la deconstrucción de la estructura interna de la imagen malevicheana para alcanzar la génesis de su propia configuración.
Sus primeras experiencias a este respecto conformarán la serie denominada “Post-Supremática”, y desde este referente el artista empezará a elaborar rostros sin identidad, cuerpos sin carne, figuras de gestos congelados y aspecto hierático; una palabra, hierático, que empleamos para designar la expresión severa e inmutable, pero cuyo sentido griego original se remite a lo sagrado, y por tanto, a lo intemporal. Si los grandes poetas siempre han rescatado las palabras del proceso de erosión al que las somete su uso común, Ciria rescata a estos individuos de su propia historia, esto es, de su propia humanidad: los reinventará como iconos, aislados de cualquier narración cotidiana y ubicados en un territorio fronterizo entre figuración y abstracción La pintura como contenedora de enigmas acerca de la propia pintura.
Hacia otras identidades
Cada época y cada cultura imponen unos modelos concretos de personalidad y concepción propia de la individualidad(13). Si en la Antigüedad clásica al hombre le está velada su identificación como individuo escindido de la sociedad desde unas estrechas relaciones de parentesco que le sobrepasan, el posterior devenir histórico incorporará la historia de la individualidad integrada en las condiciones de su tiempo. Desde las Confesiones de San Agustín hasta los nuevos ideales de individualidad que culminan a finales del siglo XIX, los procesos de mutación de la sensibilidad del individuo con su propio “yo” se deslizarán en consonancia con las nuevas teorías levantadas en torno a la percepción humana.
La ficcionalización del sujeto que caracteriza gran parte de las formas literarias modernas activarán un nuevo “yo” que no estará constituido, como ocurría hasta entonces, por una serie cronológica de la experiencia: para Proust pasado y presente se funden a través de intervalos de espacio y tiempo; Freud demostrará la subjetividad de los recuerdos y de la memoria; Nietzsche mantendrá en El eterno retorno que todos los momentos de nuestra vida se habrán de repetir, esto es, cada acto de nuestra vida habrá de obrar eternamente; para Bergson, el ahora es huidizo e inestable, el inapresable progreso del pasado que roe el porvenir.
Cuando nos adentramos en el problema de la representación del sujeto en la pintura actual y tratamos de relacionarlo con el problema de la identidad, la interpretación se convierte, en muchas ocasiones, en irresoluble. El tránsito al nuevo siglo ha presentado otro ser con nuevos apellidos: “indefinible, abismado, escindido, vacío, imprevisto, trascendido”(14), donde el concepto de unicidad desaparece definitivamente. Nuevas identidades, intersubjetividades, individuos no delimitados que se inscriben en la ficción de una nueva era ajena al carácter engañosamente esclarecedor de las denominaciones tradicionales. La identidad se vuelve versátil, múltiple, y el cuerpo se desplaza hacia lo discontinuo y aleatorio, hacia la metamorfosis. Oclusión de la identidad y diseminación de un yo en constante escisión. Ya no se trata −como ocurría en el arte corporal de los sesenta y setenta− de hacer del cuerpo una representación, sino de “concebirlo nuevamente”(15).
“La Guardia Place”: una pintura cruda
Este proceso de desarticular al Ser con respecto a su fundamento carnal constituye, como veremos, una de las posibles vías de análisis de la obra de Ciria elaborada en Nueva York. Tal exploración arranca con la reinvención de sus autómatas malivechanos desde una aceleración de la descomposición (decodificación) de la identidad corporal. La evolución lógica a partir de este punto va a ser tanto de continuidad como de ruptura. Continuidad porque en estas primeras obras encontrará una herramienta excepcional para sus trabajos posteriores: el dibujo como estructura de la forma. Ruptura porque aquellas primeras figuras se irán modulando hasta posibilitar un territorio de progresiva libertad iconográfica, con formas que pronto dejarán de estar reguladas por la lógica del cuerpo. Todo ello nos obligará a considerarlas de otro modo, a leerlas en términos distintos. Este tránsito es el origen de la que sin duda es una de las etapas más brillantes y excepcionales de Ciria, jalonada por el amplio conjunto que configura la serie “La Guardia Place”.
A partir de la reflexión del artista sobre el dibujo nacerán familias de diversa intensidad referencial; en todos los casos, es posible intuir la presencia de una morfología fragmentada donde restituye realidades que siempre se encuentran alejadas de una interpretación descriptiva. El dibujo que estructura estas obras recoge en su interior una materia palpitante y a la vez petrificada; acaba por concebirse como germen de un signo icónico que, en sus múltiples matices, lo devora como registro legible. Al mismo tiempo, es el único resorte que posee el motivo frente a la amenaza de su desaparición: si el dibujo no existiera, la mácula se expandiría en un proceso azaroso que posiblemente tendría mucho que ver con la producción abstracta de Ciria. Y sin embargo, no debemos entender este dibujo como una mera demarcación o límite para la mancha: la línea se convierte en herramienta estructural y compositiva de la imagen, define nuevas iconografías y abre la posibilidad de la regulación y la repetición modular.
Una observación pausada de las obras que integran la serie “La Guardia Place” permite descubrir la recurrencia de un mismo elemento formal en diversos trabajos, es decir, la insistencia en unos sintagmas de construcción icónica que estimulan su variabilidad por la vibración tonal, la disposición y su relación con el fondo. El interés de Ciria por la combinatoria y repetición de un mismo módulo o matriz se sitúa en un horizonte que incluye una compleja transformación semántica para cada nuevo registro. A partir de la variación de aquello que se sitúa a ambos lados del límite preciso del dibujo (su interior y su relación con el exterior-fondo), y la inmanencia −siempre matizada y a veces trasgredida− de aquello que lo define como tal matriz (la casi idéntica descripción del perfil), la repetición será entendida ahora como reactivación semántica. A través de este proceso descubrimos cuánto le interesa al artista conseguir la solidez del texto visual para, posteriormente, someterlo a un nuevo estadio.
La pertinencia de lo modular en la obra del artista radica en que permite una reflexión siempre en curso, una sistematización de su investigación de la materia. Lo sorprendente es que tal investigación no concluye en la refinación excesiva. De hecho, Ciria en la actualidad realiza, según sus propias palabras, una pintura “rare” (término que podemos traducir(16) como cruda o inacabada) que, sin navegar por el eclecticismo, evita la sensación de rotundidad; ahora, tal posibilidad queda filtrada por un acento inconcluso que dota a su obra de una nueva frescura llena de impulso, en la que aparentemente, cualquier cosa puede suceder. El pensamiento reflexivo del artista es el que abre el camino de esa potencial no realización que choca directamente con la unidad de los discursos de las vanguardias utópicas para afrontar un nuevo acento donde la preocupación por la factura se desintegra. Al analizar la pintura actual de José Manuel Ciria contemplamos un desposeimiento de la insistencia en los matices formales −una insistencia que el artista ubica dentro de las coordenadas de la tradición europea−, para virar hacia una formulación menos estabilizada, sugerente por su aspecto crudo, que valora ligada a las experiencias pictóricas norteamericanas de dinámica gestual.
Por otro lado, si el artista es la instancia creadora, el espectador se constituye como instancia receptora que participa activamente del significado reajustando y enriqueciendo la lectura del texto visual. En “La Guardia Place” Ciria introduce, como en sordina, continuas dudas en el sustento simbólico de la obra que alteran la comodidad de tal reajuste. Ya hemos apreciado aquellas obras figurativas que desestabilizan la claridad de lo narrado, sus obras abstractas dotadas de un pálpito figurativo que no llega a concluir, y aquellas otras piezas donde los términos se diluyen en una iconografía inestable. En todos los casos, la ambigüedad del valor semántico contribuye a este aspecto de que la obra no está convenientemente acabada, pues los términos de la oposición parecen mostrarse con igual densidad; por eso se neutralizan, borran su diferencia, y precisamente eso que escapa a la oposición es lo que se configura como su condición de posibilidad.
Pero existen otros factores que vienen a determinar la pertinencia del adjetivo “rare”. En La tradición de lo nuevo, Harold Rosenberg señalaba que en cierto momento el lienzo se convirtió para los pintores americanos en un espacio donde dejar su propia huella, «un escenario en el que actuar, en vez de un escenario en el que reproducir, rediseñar, analizar o «expresar» un objeto, real o imaginado. Lo que iba a producirse en el lienzo no era un cuadro sino un acontecimiento»(17). La obra actual de Ciria gravita entre la imagen y el acontecimiento, lo uno por lo otro, motivado por lo otro. Este punto de encuentro divergente se genera a partir del interés de Ciria por forzar los mecanismos de la práctica pictórica, ahora a partir de una extraña conjunción entre la tradición vanguardista europea y el formalismo tardío de la abstracción norteamericana; herramientas oxidadas que nuestro artista-bricoleur pone en circulación con nuevas consecuencias. Pintura cruda, inconclusa, donde la retórica del texto visual siempre mantiene el deseo de otros énfasis. En los mitos, nos dice Levi-Strauss, el énfasis “es la sombra visible de una estructura lógica que se mantiene oculta”(18). Las “rare paintings” de Ciria acogen esta flexibilidad, dando a entender más de lo que aparentemente expresan, como un palimpsesto en potencia que aún no se ha reescrito.
Pero tanto en un nivel conceptual como puramente visual, el interés de esta serie se desliza hacia otras múltiples derivaciones que van desde el extrañamiento tonal (especialmente refinado y enigmático en la suite “Winter Paintings”) hasta sus exploraciones acerca del empleo de pintura de clorocaucho sobre láminas de aislante térmico. Este último material, tan inestable como la imagen que sobre él se puede reflejar, tan frágil y en apariencia efímero, nos descubre una conciencia aporística en su relación con el tiempo. No deja de resultar inquietante que un artista tan interesado por la perduración material de sus obras se involucre ahora en una preocupación temporalista que desacraliza lo eterno y que cede ante lo mutable. ¿Una expresión del cinismo posmoderno? No, y tampoco un audaz juego experimental como el que realizara en su serie “Mnemosyne” (1994), donde las piezas se autodestruían sobre el bastidor. Ahora encontramos una nueva actitud que se enfrenta de lleno a la idealización de la obra concluida para revertir positivamente sobre el carácter “performativo” de la pintura. La construcción visual se mantiene latente desde el momento en que la transformación se materializa como constante descubrimiento de la identidad del cuadro. Esta vindicación del proceso otorga a sus obras un presente inconcluso, determinado por la inflexión de un devenir en suspenso.
Una exploración de tan profunda dimensión teórica no rechaza, sino que integra, el aspecto más “sensorial” de la técnica pictórica: de hecho, en la obra última de Ciria está presente una nueva intensidad cromática que tal vez no puedan explicarse sin su visita a la República Dominicana y otros países del Caribe en los meses previos a la preparación de su muestra itinerante por el continente americano iniciada en el verano de 2008; pero también actúa en la sinergia que impulsa su trabajo la veta brava de la tradición española en la que él se formó, esos rojos y esos negros que han dominado gran parte de su producción abstracta de los años noventa y que ahora conviven con nuevas influencias en un sincretismo espectacular. Armonía entre diversos centros como único origen del que puede nacer una obra de carácter universal.
Ahora bien, a esta amplia gama hay que añadir el color de la propia superficie en aquellas piezas donde la tela no es virgen. Este último tema, que tantas reflexiones ha motivado en la evolución de Ciria, se concreta dentro del conjunto de “La Guardia Place” en una nueva sección que surge del cruce de sus propuestas neoyorquinas con la utilización de soportes que previamente habían servido para proteger el suelo de su estudio durante la creación de otras piezas. La integración de estos incidentes casuales no solamente asumen la memoria del soporte, sino la memoria de la propia trayectoria del artista, quien ya entre 1995 y 1996, realizó “El Jardín Perverso I”, y posteriormente en 2003 “El Jardín Perverso II”, suites pertenecientes a la serie “Máscaras de la mirada”, a partir de este mismo planteamiento. El azar, como mecanismo aleatorio que camina libre hacia la superficie, se convertía entonces en el punto de partida de unas creaciones en las que la elaboración pictórica reinventaba aquellas primeras manchas accidentales. La lona plástica pisada y manchada por el eco del ejercicio artístico era reciclada y valorada por su inmediatez expresiva pero, sobre todo, por ejemplificar una propuesta azarosa dueña, a su vez, de una memoria extraordinariamente ligada al propio artista.
De nuevo, el poderoso acento imprevisible de ritmos, frecuencias y flujos, masas y colores, es para Ciria el reflejo de una pulsión que es valorada como merecedora de ser investigada. Los datos visuales puestos casualmente en bruto sobre el lienzo son susceptibles de ser reubicados como estrategia de generación de orden que otorga coherencia formal a la obra. El hecho es que todas esas manchas aleatorias se encontrarán en un primer momento como desorientadas, extrañas, en una relación ambigua entre sí, antes de la complicidad con la disposición visual que elabore el artista. En este cruce que se plantea entre “La Guardia Place” y “El Jardín Perverso” el artista conjuga sin desequilibrios dos casos extremos de azar y control. La operatividad de esta sintaxis es el resultado de una exigente sutileza que logra encontrar lazos no preexistentes de causalidad trenzados por la poderosa iconografía que se integra en estas obras.
Bienvenido, Dr. Zaius
Los múltiples vértices que configuran la obra última de Ciria consiguen, en su conjunto, desestabilizar nuestra seguridad ante el objeto sensible, el cuadro, y lo convierten en un foco para la inquietud y para la duda. Ciria, irónicamente banal como parece tocar a este momento, me comentaba hace algún tiempo durante el desarrollo de la serie “La Guardia Place”: “Quiero que el crítico de arte que se enfrente a mi obra se convierta en el Doctor Zaius de El Planeta de los Simios, en donde sienta vértigo, miedo, desconfianza, y ganas de matarme por ser de otro planeta, suponer una amenaza y pintar estos cuadros”. Si indagamos en la reflexión latente que esconde esta broma cinéfila, lo que Ciria reclama es la idea del cuadro como un campo de minas que apela a algo más que a la mera contemplación.
“Hay días que me gustaría molestar a los transeúntes, agitando un buen cuchillo. (¿Cómo conseguir pintando el mismo efecto)?”(19) reflexionaba ya hace unos años el propio Ciria. En las obras pertenecientes a “La Guardia Place” parece haber encontrado una estrategia para activar una perplejidad traumática definiendo el cuerpo del cuadro como el primero en dar el grito. Cuando intentamos definir el momento en el que se produce esta conciencia de una profunda crisis en el observador nos vemos seducidos por la idea de que esa mirada extrañada no se detiene ante el cuadro; al contrario, se ha encarnizado frente a este objeto perverso y problemático, y en consecuencia, peligroso. Es una manera de convocar −que no la única− al Dr. Zaius, ese juez latente en nuestro juicio estético, ante la subversión de lo normatizado, de lo esperable y, por tanto, de lo regulado como propio de un cuerpo.
El cambio de concepto pictórico que venimos describiendo en la obra de Ciria, este tránsito desde una abstracción expresionista hacia una obra cruda e inacabada, las complejas simbiosis entre forma y significado, en definitiva, la complejidad conceptual que sustenta su pintura, son elementos que parecen alterar el extremo “apolíneo” de apaciguar la mirada que Lacan otorgaba a la pintura. Tanto para el observador que conozca la trayectoria del artista, como para el que se encuentre por primera vez con su obra, el trabajo actual de José Manuel Ciria provoca, sin duda, un asombro extrañado.
Es en ese momento cuando el hipotético espectador (crítico de arte, curador, galerista…) puede convertirse en el tirano Dr. Zaius, Ministro del Bien y de la Ciencia en la sociedad simia, quien durante el juicio contra el hombre negará la capacidad de éste para el raciocinio, concediéndolo como máximo el don de la mímica, de la repetición sin sentido. ¿Acaso no es ese el proclamado destino de la pintura, medio atávico y artefacto inservible, abocado a realizar siempre el último cuadro? En el caso de la obra actual de José Manuel Ciria la amenaza surge de una pintura que es moldeada a partir de una solidez conceptual que habitualmente se considera pertinente para otros medios. Un firme compromiso con la pintura de un artista que no se define exactamente como pintor, “sino alguien que observa y analiza los elementos componentes de la pintura y experimenta con ellos”(20). Su defensa nace de un proceso que explora los límites del medio al margen tanto de las catalogaciones y jerarquías tradicionales de la pintura como de las principales derivas que consiguen atravesar los filtros de las grandes bienales de las últimas décadas. Sus investigaciones teóricas, sus estudios y escritos, proporcionan a esta defensa un respaldo intelectual, pero no debemos olvidar que los descubrimientos de Ciria son el resultado del juego entre la imaginación y el pensamiento. Universo de preguntas constantes, la pintura de José Manuel nos envuelve y nos interroga.
Hacia el perfil de la máscara
“Yo soy exactamente lo que ves –dice la máscara–
y todo lo que temes detrás”
Elías Canetti, Masa y poder.
En “Reflexiones simples sobre el cuerpo”(21) el poeta Paul Valéry desmonta la noción única del cuerpo para ofrecernos tres vías de acceso: el primer cuerpo es esa masa asimétrica que alcanza a ver mi vista y que no tiene pasado, pues se trata de una entidad que vivo siempre en el presente. El segundo, “tan querido para Narciso”, es la envoltura uniforme que contemplan los demás, aquello cuya superficie veo envejecer sin la sospecha de lo que se esconde en su interior. El tercer cuerpo, sin embargo, está privado de unidad: es el cuerpo abierto, hecho jirones y diseccionado en criptogramas histológicos de los que sólo tenemos referencias por las palabras de los médicos.
El repertorio iconográfico que José Manuel Ciria abre, a finales de 2005, con la serie “Post-supremática” y que continúa entre 2006 y 2008 con “La Guardia Place” puede ilustrar la narración irreconciliable de estos tres cuerpos. En el nuevo espacio de su taller en Nueva York el artista emprenderá un itinerario que irá modulando sin conocer plenamente las implicaciones de su desarrollo: el buscado enfriamiento de la expresividad gestual de su pintura abstracta de los años noventa encontrará su génesis en el sencillo recurso del dibujo como estructura compositiva. A partir de esta primera solución la mancha de color se verá modulada por la arquitectura de una línea de la que saldrán a flote las significaciones específicas. El dibujo, seguro de sus prerrogativas, mantendrá en un primer momento indeleble los estigmas de su origen: figuras, torsos y rostros concentrarán el devenir de la mancha para convertirla en la piel eruptiva de sus autómatas andróginos malevicheanos; pero pronto estos cuerpos alterarán la morfología descriptiva para abrirse hacia iconografías que, aún manteniendo cierto carácter biomórfico, se desentenderán del rigor de la descripción del cuerpo: la dimensión física se desconectará entonces de los filtros racionales del sujeto. Seguiremos hablando de cuerpos −o, más específicamente, de órganos sin cuerpos(22)− porque tanto las derivas netamente figurativas como las decididamente abstractas del periodo neoyorquino de Ciria comulgan en una misma elocuencia formal: aquella que impone la línea y la contención de la temperatura cromática.
Como en el tercer cuerpo de Valéry, las iconografías más complejas de la obra de “La Guardia Place” se han extraviado en su propia piel deshaciéndose de toda su predecibilidad. La parte se resiste a su representación total, el cuerpo se desensambla y el sujeto figurativo sucumbe a una corporalidad múltiple. Ciria indaga en una problemática que se incardina en la concepción contemporánea del sujeto(23) para contribuir a la proyección gráfica de una realidad de otro orden.
Además de los tres cuerpos ya mencionados, Paul Valéry introduce la idea de un cuarto cuerpo que no está sometido a los regímenes de control social y que parece proceder de la insatisfacción respecto a los otros cuerpos: más semejante a una cosa que a un organismo viviente(23), ubicado en el territorio donde lo que no es puede llegar a ser, este cuarto cuerpo se define según me complace o necesito. Un nuevo nivel, regido por una dimensión autónoma con respecto a los otros tres (el cuerpo que se muestra, el cuerpo que se contempla, el cuerpo que se abre) y que oculta el “yo” que la sociedad demanda como identidad pública. Segunda piel sobre la superficie de lo contingente, limen que usurpa del rostro la condición de verosimilitud(25), la máscara puede ofrecerse como conceptualización tangible de este abstracto cuarto cuerpo. Un “yo” cubierto con una máscara nos propone una imagen nueva pero percibida como un contracuerpo o como una contradicción en la que la realidad parece ser lo que en realidad no es. Recipiente de connotaciones que nos convierten en el Otro, la máscara actúa en el umbral tembloroso de la identidad; nos resitúa, en definitiva, para proponer la presencia de una ausencia: ese poder que imaginamos en el Otro y del que supuestamente carecemos(26).
Tras haber ejecutado y desarticulado el cuerpo, Ciria pasa entonces a diseñar el sencillo contorno de la máscara. Este cambio del centro de gravedad de su temática ha ido graduándose de forma sutil, lo que comprobamos al descubrir que los rostros de sus figuras malevicheanas no presentaban un mayor grado descriptivo que estos nuevos óvalos clausurados. ¿Máscara sobre máscara? La actual operación conceptual del artista consiste en enajenar al rostro de su contexto natural irreductible, esto es, la organicidad del cuerpo humano. Frente a aquellos cuerpos sin aparente identidad, Ciria propone ahora una identidad sin cuerpos, un recorte que viene a interferir en los hilos que aún ligaban sus morfologías con lo humano.
Pero para comprender el alcance de la dialéctica de Ciria con esta temática hay que considerar los antecedentes que han jalonado su concreción actual. En el año 2000, momento álgido de sus investigaciones abstractas, Ciria comienza a representar, bajo el título “Cabezas de Rorschach”(27), el contorno de unos perfiles humanos cuya interioridad eruptiva cancelaba la concreción del rostro. Cuando en 2005 el artista vuelva a indagar en esta misma dirección en el conjunto “Cabezas de Rorschach II”, éstas serán seccionadas e individualizadas en obras como Cabeza sobre negro y Cabeza sobre rojo, para finalmente multiplicar su presencia inquietante en la obra Tres máscaras.
De manera paralela al desarrollo de su serie “Post-Supremática” y dentro de una misma dirección orientada hacia el enfriamiento de la carga expresiva de su producción anterior, Ciria elabora a lo largo de 2006 la breve serie “Estructuras”. Pese a estar constituidas por complejas “redes lineares”(28) que incorporan el vacío interno y, por tanto, rechazan la sensualidad de la masa física, los títulos y el diseño global permitirá la identificación con rostros desconectados, nuevamente, de un físico que los explique.
Ya dentro de las exploraciones temáticas y formales que acoge “La Guardia Place”, la máscara ha sido directamente enunciada en obras realizadas en el año 2007 como Máscara y tres elementos, Cabeza máscara y Máscara africana. Sin embargo, dentro del conjunto de esta serie valoramos como verdadera bisagra hacia la nueva concepción plástica que el artista desarrollará inmediatamente después dos piezas llevadas a cabo en marzo de 2008: Bloody Mary duplicado y Cabeza sobre fondo verde.
En sendas obras la dimensión del disegno ha quedado reducida a la configuración de una simple estructura ovalada frente a la iconografía proteica, libre y expansiva que predomina en el conjunto de la serie. Pero será sobre todo el color y su carácter contrastante lo que determine la originalidad de ambas piezas: así verdes y naranjas, tonos nada habituales en la producción del artista, o la recuperación de un rojo que, en Cabeza sobre fondo verde, ya empieza a virar hacia el rosa en su fluida relación con el blanco; nuevas dimensiones cromáticas que marcarán la senda a transitar en sus nuevas creaciones pertenecientes a la serie “Schandenmaske (Máscaras burlescas)”.
Al extrañamiento que se deriva de estas elecciones se suma un nuevo modo de concebir el acto pictórico donde se acentúan los accidentes al tiempo que se desintegra el gesto de la acción, tal como se verá más adelante, cuando abordemos las líneas de interpretación que se abren a partir del análisis formal de esta nueva serie.
“Schandenmaske” o la mano ausente
El término latino “persona” deriva del etrusco “phersu” y este del griego “provswpon”, y designaba la máscara que utilizaban los actores de la tragedia para hacer resonar la voz (per sonare). Formal y conceptualmente, Ciria culmina en la serie “Schandenmaske” la búsqueda de este sentido originario(29), que se anuda al deseo de ser otro, de subvertir lo establecido para incardinarse en una metamorfosis donde “se adivina el engaño, la apariencia; en otras palabras, el disfraz. Al final no es Zeus quien seduce a sus víctimas, sino el otro, los otros”(30). El artista, ya lo hemos señalado, ha captado progresivamente este proceso, partiendo de un conjunto donde el cuerpo se abre hasta generar, ahora, un yo camuflado por la máscara como paradigma de aquello que el cuerpo trata de inventar sobre sí mismo.
Pero “Schandenmaske” es, además, una sólida meditación sobre el lenguaje pictórico y sus intersticios, el tiempo y la memoria, el orden y el azar. Señala Donald Kuspit, a propósito de la obra de Bruce Nauman Cartografiando el estudio (Ningún azar John Cage) que para el artista post-moderno (o post-artista) el azar ya no es tan creativamente significativo e inspirador como era para Cage y, antes, para Duchamp: “El azar ha dejado de ser la boba suerte del arte; en la posmodernidad se ha convertido en un acontecimiento cotidiano, que es como se produce en la calle”(31). Creo que en “Schandenmaske” existe una lúcida conciencia de la importancia de los parámetros casuales: frente al rechazo del acento creativo de lo no controlado, el artista ubica en un lugar cardinal este presupuesto clave para su pintura abstracta de los años noventa y, de nuevo, consigue integrarla como negación de su propio gesto creativo.
La búsqueda del accidente había sido una de las principales vías de exploración desarrolladas por José Manuel Ciria a partir de su modo de trabajo ADA. El empleo de técnicas como la decalcomanía, el frotagge, el grattage, el chorreo, las salpicaduras o las pulverizaciones, le permitieron entonces provocar campos texturales inesperados. La mezcla incombinable de aceites, ácido y agua, así como la incorporación de diversos ingredientes químicos activaban el carácter espontáneo de una mancha que, en ocasiones, acababa “pintándose” −es decir, desarrollándose sobre el soporte− por sí sola y generando su propio espacio y tiempo. La mano del creador dejaba pues de estar reflejada por metonimia en la mancha ya que de ella sólo descubríamos un eco tamizado por la irrupción de los procesos automáticos.
Frente al estricto control formal que exigía la compleja modulación lineal de su serie “La Guardia Place”, Ciria sitúa ahora el eje creativo en otra dimensión: la disposición del color en una estructura sencilla y recurrente como es aquella que cierra el contorno de la máscara. Sin embargo, el color se desliga de la represión consciente y deambula de un lado a otro del soporte provocando que los accidentes sean los protagonistas. Al fluctuar de esta manera, el cromatismo se pliega y se tuerce, abre caminos y en ocasiones impone su propio límite expansivo; de tal modo, “mi gesto siempre se convierte en residuo”(32). El interés de esta acción es doble; por un lado, potenciar la ambigüedad semántica de su obra, en línea con todo el periplo neoyorquino del artista y, por otro, sobrepasar la poética expresionista gestual sin violentar uno de sus códigos elementales: la planitud (flatness). Este sentido de aparente pureza como clave moderna, defendido por el formalismo de Greenberg(33) y desmontado por las respuestas de Steinberg, Mitchell o Mary Kelly, así como por las tendencias contemporáneas que han aceptado toda clase de contaminaciones(34) no es recuperado por Ciria como un simple fetiche. Para el artista, esta planitud tiene un sentido simbólico: la máscara es un telón demasiado pesado como para permitir desvelar lo que existe detrás de ella. La contemplación de estas obras implica una duda constante pues nunca permite la decodificación de aquello que guarda. Exhibe, pone en escena la máscara para ocultar el rostro, y más que un velo es un muro infranqueable.
Si para Mitchell “ver pintura es ver tocar, ver los gestos de la mano del artista”(35), un complejo anudamiento entre lo óptico y lo táctil, Ciria opta por neutralizar los efectos de la sensibilidad tangible. Aquella carnalidad que Berger otorgaba al medio pictórico, en la obra de Ciria es pura ilusión, espejismo que se deshace al aproximarnos a sus obras: no hay volumen, espacios transitables ni huella de su acción. Las máscaras, más que flotar sobre en un determinado ámbito están aprisionadas en él, son un violento paréntesis tatuado sobre la piel del soporte. No hay espacio o fundamento sólido para su ubicación, y la máscara no remite a otra cosa que no sea su propia existencia. El propio artista desvela que ello es premeditado, aunque se resuelva bajo formulaciones elocutivas azarosas: “Provocar que la primera pregunta, en una observación de la pintura a poca distancia, sea ¿cómo se ha pintado esto? ¿Qué técnica se ha usado? ¿Cómo se han integrado las texturas permitiendo los volúmenes? ¿Se han utilizado brochas? ¿Se ha pintado a mano? O quizá es que la pintura se pinta por si misma, y que lo único que hay que hacer es dejarla expresarse. Hace años escribí en un texto, que yo no soy un pintor, que lo que procuro es organizar un «escenario» donde ocurren acontecimientos plásticos. Es el azar el que pinta mis obras y no mis manos. Es el propio medio el que toma las riendas y busca manifestarse. Es mi mente al servicio de un acontecer, al mismo nivel que las brochas, los óleos, los botes y herramientas, los barnices y aceites…”(36).
Pero este drama congelado y bidimensional es también un subterfugio, un disfraz. Entre los “acontecimientos plásticos” que el artista desarrolla, el goteo o salpicado del pigmento sobre la imagen plástica superpone un nuevo plano formal y consigue desprender una poderosa energía atmosférica que actúa como pantalla mediadora entre el espectador y el espectáculo cromático de esa máscara aplastada. Es la única posibilidad que nos ofrece el artista para no anular completamente la distancia de la contemplación y convertirnos directamente en uno con la máscara.
La configuración singular de estas imágenes me hace pensar en la sintaxis formal de las versiones que Antonio Saura realizó de Perro semihundido, la más intrigante de las pinturas negras que Goya pintara para su casa de la Quinta del Sordo a finales de los años veinte del mil ochocientos. Como Saura, Ciria elude asumir cualquier revival kitsch para convertirse en un espectador inteligente y autónomo en sus conclusiones, algo que ya demostró en la breve suite que realizó en 2002 bajo el título “El perro de Saura”. La serie “Schandenmaske” no parte de este mismo germen, pero el alcance de sus conclusiones implica una sutil conexión con tal herencia.
Como ha señalado Valeriano Bozal, el monstruo en el que Saura transforma al perro de Goya posee un rasgo de autoconciencia: “es pintura. No pone en primer término su ser pintura, pero no puede por menos que recordarlo”(37). La violencia que estalla en una acusada gestualidad nos hace ver que “toda la imagen está mediada por el sujeto que la realiza y al que la realización representa”(38), Del mismo modo, frente al perro de Goya, el de Saura ha encontrado un asidero, “el que se ha creado él mismo y lo ha hecho pintando, es decir, mediante el lenguaje, su lenguaje. Es en la pintura, en el lenguaje plástico donde encuentra el único apoyo del que dispone y donde se revela como el monstruo que es”(39).
Las máscaras de Ciria no poseen gesto (ni en su expresión ni en su realización) ni tampoco escenario. No las vemos aparecer, simplemente están. Si la representación de un cuerpo evoca un sentido narcisista, es decir, “la representación articula implícitamente la propia actitud del artista hacia su cuerpo”(40), la máscara sería una doble negación del sujeto creador. La metonimia se ha desplazado: la mancha no es el gesto del artista, sino que la mano ausente es el cuerpo ausente. Intuimos una paradoja irónica en la representación de la máscara, pues si ésta debe manifestarse como velo que oculta, el proceso pictórico de Ciria impide que ningún otro significado se revele más allá de la propia oclusión de la mancha cromática.
Retórica de la herida: pinturas sobre aislante térmico
Existe una breve familia dentro de la serie “Schandenmaske” elaborada con clorocaucho sobre aislante térmico, unos materiales que ya habían sido explorados en algunas de las piezas más espectaculares de “La Guardia Place”. Quiero insistir ahora en esta dirección pues las cualidades de ambos materiales inducen a una teorización particular cuyos extremos se deslizan entre la opacidad y el brillo, hacia un mundo lábil de incesantes intercambios.
La aparente fragilidad del nuevo soporte plantea un esquema contrario al de la perduración, interés que había determinado la indagación técnica del pintor desde los inicios de su trayectoria y que le consolidó como un brillante experimentador de los múltiples niveles de operatividad efectiva entre soportes y materiales pictóricos. Pero ahora es el fluir mismo del accidente futuro el que le sorprende y le invade: la posibilidad de incluir la intemperie del tiempo sobre la materia, el reconocimiento de que una leve presión sobre este nuevo soporte, un rasguño casual, una temperatura excesiva o una tensión mal controlada, pueden herir la piel del cuadro sin posibilidad de saturación. Se trata de un breve y fugitivo instante, anudado al escurridizo terreno de lo posible, pero que es preciso nombrar ante la incertidumbre del tiempo restante.
Entonces, ¿por qué no evitar este soporte? ¿Qué sentido tiene hacer merodear a este fantasma? Más inquietante tal vez que estas preguntas, y a la vez respuesta a ellas, es el hecho de que un artista tan interesado por la perduración material de sus obras se involucre ahora en una preocupación temporalista que desacraliza lo eterno y que cede ante lo mutable. Esta proyección de lo cambiante hasta el margen de la incógnita sugiere, a su vez, una derivación hacia múltiples desenlaces posibles, algo a lo que, por otra parte, está sujeta toda producción humana (cualquier fenómeno inscribe en su identidad la posibilidad de la transformación, modificación o destrucción). Pero al cuestionar desde el origen del proceso creativo los principios de sujeción a lo perdurable, Ciria elude una identidad nuclear para la obra pictórica, ya que ésta se hallaría desde su propia génesis determinada por la aceleración de su envejecimiento.
La esencia del devenir es, para Deleuze, la unión de dos sentidos, “del futuro y del pasado, de la víspera y el día después, del más y el menos, de lo demasiado e insuficiente, de lo activo y lo pasivo, de la causa y el efecto”(41). Lo detenido se diluye bajo el prisma del acontecimiento, lo que parece implicar un desarrollo temporal inherente a la obra misma. Pero a diferencia del performance, la acción o el happening, donde el privilegio de lo procesual otorga relevancia a la experiencia del acontecimiento frente a la presencia material de la obra, cuando Ciria emplea el aislante térmico no busca resolverse en el estricto presente y con independencia de su especificidad como pintura. Hablamos por tanto de la posibilidad de modificación en el futuro más que de un tiempo mensurable en desarrollo. Pero, ¿hasta que punto es pertinente hablar de lo que aún no ha sucedido? La inclusión de esta perspectiva es inoperante −podríamos contra-argumentar− en el ámbito de la percepción, esto es, grosso modo, el vínculo entre el sujeto y el objeto. Sin embargo, la precariedad del material activa la incertidumbre con respecto a las perspectivas de alteración y caducidad de una obra que además, por su resolución formal ya analizada en estas páginas, genera una sensación de inacabada crudeza. De este modo, la percepción siempre vendrá condicionada por la renuncia a una totalidad, o lo que es lo mismo, por el rechazo de la utopía del tiempo cero promovida por las vanguardias; apuramos ahora una mirada que revela algo que parecía estar negando: el tiempo de la percepción ya no es singular, tendente al instante, sino que se abre a un nuevo régimen que se temporaliza internamente (como la pintura susceptible de expandirse también desde dentro).
Como el lector habrá podido apreciar, sigo planteando una afirmación del cambio antes de que éste suceda. Una hipótesis que es, lo diré de una vez, la excusa de un pensamiento conceptual que quiere sustituir el orden único de la representación por un argumento hasta ahora larvado en la producción reciente de Ciria: frente a la estaticidad inmóvil de un espectador acostumbrado a dominar visualmente un mundo enmarcado y objetualizado en el soporte plástico, el artista propone una mirada que descongele lo singular y abra nuevas relaciones que se interroguen acerca de la problemática temporal de la imagen plástica. Ciria se sitúa de nuevo en un lugar de crisis, de límite formal y conceptual, que quiere habitar la intemperie del tiempo de la materia a través de un soporte que vibra con el registro pulsional de nuestro encuentro; esto es, con aquella mirada que convoca a la medusa petrificante(42) pero que irremediablemente transita por el camino de lo mutable y lo perecedero ante la experiencia de su fragilidad. Fue Freud quien reflexionó sobre este último aspecto al señalar que el valor de lo perecedero conlleva un valor de rareza en el tiempo y que “las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso” para, inmediatamente después, señalar: “el valor de cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo”(43).
Como composición, esta pintura se halla condicionada por su propia contradicción, por la otra pintura que aún no es. La herida sobre su piel modifica la acción del pintor como creador único de la imagen; la incisión, la rotura, la perforación, como marcas que el tiempo deja, eran algunas de las herramientas con las que Tápies emulaba el paso del tiempo. Ciria opera sobre las planchas de aislante térmico invirtiendo esta estrategia: si Tápies utilizaba estos recursos desde un proceder evocativo, no compositivo, “como si fueran naturales, sin hacer explicita su artificialidad”(44) Ciria admite la tensión entre el accidente natural y la concepción plástica como germen y excusa para una nueva intervención, esto es, la multiplicación de heridas y a la destrucción total de la imagen plástica, a la plenitud por medio de la aniquilación.
“Caja de estados mentales”: Los dibujos de Ciria
“Entonces me dormí y al despertarme
necesariamente debí de volver sobre mis pasos,
creando así un circuito casi doble del real”
Edgar Allan Poe. El pozo y el péndulo.
Frente al cuerpo cotidiano entendido como entidad dormida(45) sólo puede oponerse la vigilia “capaz de lograr un cuerpo en alerta, esto es, un cuerpo en continua tensión y «desacomodado», que suspende la voraz expansión del sistema ideológico imperante”(46). La obra más reciente de Ciria procede de una larga ascendencia, de investigaciones que han atravesado una etapa tras otra. Como primer nivel de lectura, temático-referencial, he propuesto el desvelamiento de una serie de formulaciones dirigidas al cuestionamiento o negación de la cotidianidad del cuerpo. El misterio de esta metamorfosis se ha incardinado en un segundo nivel, formal-conceptual, que ha partido del dibujo como materia de recuento, exploración y ensayo.
Tanto la metamorfosis iconográfica como la idea de la posibilidad combinatoria parecen haberse acelerado de manera notable desde el inicio de la etapa neoyorquina de Ciria, y esto es así en un doble sentido: por un lado, el cambio geográfico ha permitido la afirmación de un rotundo giro estilístico, concretado en un primer momento a través de una certeza muy concreta: “no quería volver a pintar más obra en la línea de la abstracción gestual previa a Nueva York”(47). Por otro, los compromisos profesionales que han generado retornos recurrentes a su taller madrileño parecen haber funcionado como punto de inflexión a la hora de retomar su trabajo en Nueva York: “Han surgido numerosas ideas en mis viajes entre las dos ciudades, en una atmósfera, la de Manhattan, que me ha parecido más que nunca, relajada, libre y sin presiones”(48).
Cuando hemos conversado sobre las implicaciones de estos viajes, Ciria ha insistido en la dimensión evolutiva que siempre han generado: volver a Nueva York, tras una etapa de trabajo en Madrid, significa contemplar los cuadros que quedaron en el taller La Guardia Place de una manera ajena, como si no le pertenecieran y necesitara responderles de una manera rotunda. No puede retomarlos, pues no existe correspondencia con su nuevo estadio creativo y ello activa el deseo de orientarse hacia otra dirección, encerrado en una esquizofrénica sucesión de estados mentales donde el tiempo y la memoria actúan de manera revulsiva. No es de extrañar que su cuaderno de dibujos, testigo privilegiado a lo largo de los últimos años de los tránsitos, procesos y experimentaciones del artista, haya sido bautizado por él mismo, precisamente, como “Box of mental states” (Caja de estados mentales).
En este punto quisiera avanzar, pero con cautela, pues todas las series neoyorquinas de Ciria niegan tanto como afirman las anteriores. El impulso detrás de su obra en estos últimos años ha contado con la energía generada por la dinámica de estas dos ciudades que el propio artista entiende como dos polos opuestos. Sin embargo, tal y como hemos podido comprobar, existe una inquietante armonía que enlaza todos los estadios de su evolución última, una topografía que el artista parece concretar de manera inconsciente aún cuando intenta renegar de lo ya explorado anteriormente. En este sentido, el devenir de Ciria sigue inscribiéndose en esa estructura circular que le ata a un continuo conflicto entre lo propio y lo no propio, a un anhelo inconsciente de pintar siempre, como el propio artista ha señalado, el mismo cuadro. análisis de las posibilidades formales y modelo conceptual de un mismo proyecto pictórico. Ahora bien, pese a su realización a partir de la estructura determinante del óvalo y, posteriormente, de organizaciones lineales más complejas, no podemos articular un estricto orden evolutivo en su análisis. La red iconográfica que ampara todo el conjunto es también la que acentúa la fluidez de ideas y de relaciones compositivas nuevas. El número de recurrencias que contiene el conjunto de su cuaderno genera “una reserva de posibilidades que se integran en la memoria del dibujante como elementos de posibles tamatizaciones que articulen nuevos cierres de sentido”(49). Pensamientos y obsesiones que aparecen y reaparecen fundidos, expresando visiones compulsivas, variaciones rítmicas y giros expresivos. Un conjunto de ideas con un origen común que se manifiestan reflejando la dinámica particular de cada momento del acto creativo.
El óvalo y la máscara
En la leyenda del origen del dibujo según la relata Plinio el Viejo, la representación gráfica es remitida a la ausencia o la invisibilidad del modelo. La hija del alfarero Butades de Sición encierra dentro de unas líneas la sombra proyectada por el rostro del amante que va a ausentarse. Al hacer esto ella no ve a su amante “como si para dibujar −escribe Derrida− estuviera prohibido ver, como si se dibujara sólo a condición de no ver, como si el dibujo fuese una declaración de amor destinada u ordenada a la invisibilidad del otro, a menos que aquella no surja de ver al otro fuera de la vista”(50). Al mismo tiempo que traza la línea sobre el muro, la hija del alfarero ausenta a su amante. Siguiendo los términos de Derrida, entre lo visible y el trazo del dibujo hay más que una separación, hay un “abismo”. La invención del trazo no se regula por lo que es visible en el presente. Aquello que el dibujo hace venir no puede ser mimético. Avanzando en esta tesis, Derrida acabará por señalar que aquello mismo que eventualmente está por imitar, por restituir o por devolver, se encuentra, en todo caso, en la invisibilidad.
Si dibujar el cuerpo es “representarlo como perdido”(51), la imagen de la máscara nos revela un nuevo saqueo de la identidad y culmina la ausencia de un sujeto. Peculiar trama simbólica la que hemos ido narrando a lo largo de estas páginas, donde el cuerpo analizado por Ciria ha afirmado su Ser construyendo su retiro: de manera progresiva ha ido mostrándose osificado, escindido, abierto, disipado y, finalmente, atomizado en máscaras. Sus dibujos, integrados en un cuaderno que el artista denomina “Caja de estados mentales”, plantean un nuevo grado de desposeimiento al revelar el esqueleto de su estructura, el último nivel que liga a la forma con la existencia tangible. El color otorgaba una piel a los cuadros “Schandenmaske” y sus contrastes saturaban la superficie de la máscara y, con ello, de nuestra mirada; pero los dibujos optan por una alterativa distinta: la grafía monocromática que compartimenta el interior de la máscara se revela como la última armadura que consigue que aún la contemplemos como tal.
Pero tal vez debamos interrogarnos si el propio creador, durante la elaboración de estos dibujos, ha dejado de entenderlos progresivamente como máscaras para atender a la pura sintaxis de la imagen plástica. Esto no sería extraño para un artista que defiende la imposibilidad de un significado unívoco de la creación(50) y cuyos intereses se han orientado, fundamentalmente, hacia la construcción visual a través de la combinatoria de unidades conceptuales. De hecho, el perfil ovalado que se repite a lo largo de sus dibujos y sobre el que se inscriben infinitas variaciones se configura como un módulo recurrente: pronto llegamos a ver, antes que una sucesión de máscaras, el emblema de una sola matriz sobre la que se han ensayado múltiples variantes organizativas.
Tal repetición funciona en los dibujos de Ciria en un sentido positivo o creativo, noción que derivamos de la reflexión que llevará a cabo Deleuze al distinguir entre repetición de la identidad y repetición de la diferencia, repetición de lo mismo y repetición de lo nuevo, repetición activa y repetición pasiva o reactiva(53). Una primera matriz, al volver a aparecer de nuevo en otra obra, no conserva lo que niega, sino que afirma lo que cambia, su novedad, que siempre es esencialmente semántica. Y para que esta repetición no se agote, “debe ir acompañada del juego de la creatividad que agregará algo diferente a la repetición”(54).
Pero este interés por lo modular no es nuevo en la obra de Ciria. Ya he señalado con anterioridad que una de las consecuencias de seguir la reivindicación del dibujo como base estructural de los cuadros de “La Guardia Place” fue organizar parte de su experimentación a través la repetición de un catálogo de formas específico(55) esto es, la utilización de unidades mínimas iterativas que estimulaban su variabilidad por el color, la disposición compositiva y su relación con el fondo.
De manera paralela a esta exploración dentro de “La Guardia Place”, y precediendo por tanto al inicio de la serie de cuadros “Schandenmaske”(56), Ciria comienza a elaborar una serie de dibujos donde simplifica la complejidad de la matriz para constituirla finalmente como un sencillo óvalo. Dentro de esta estructura plantea el artista diversos códigos gráficos que responden al ajuste meditado en el ensamblaje compositivo y que, salvo contadas excepciones, no se repetirán en las resoluciones cromáticas de “Schandenmaske”. De hecho, debemos valorar estos dibujos de una manera relativamente autónoma con respecto a la serie pictórica, pues si bien parecen ser el germen que la anima, no sirven como modelo o boceto previo. Frente a la exultante dimensión cromática de “Schandenmaske”, siempre mediada por el azar, el artista entiende el dibujo como un sistema fluido que genera sus propias reglas internas: son lineales, despojados de retórica ornamental, precisos, llenos de intensidad y complejidad retenida.
Entender el dibujo como un laboratorio de ideas y no como un simple andamio preparatorio es una noción que se afianza plenamente durante la modernidad; un sustrato tan poderoso que, incluso, llegará a ser borrado para descubrir la nada como lugar común: así ocurrirá en 1953, cuando Rauschenberg solicite a Willem de Kooning la cesión de un dibujo con el propósito de hacerlo desaparecer a través de un meticuloso proceso de borrado. Dos huellas (lo que fue y no vemos, lo que ahora es y apenas podemos percibir) como “la puesta en escena de un deseo y un olvido”(57). Y vaciar para crear es también la estrategia que Malevich había planteado en su cuadrángulo, un grado cero de las formas “entendido en el mismo sentido en que Roland Barthes atisbó el grado cero de la escritura”(58). De hecho, la idea del cuadrado negro suprematista tiene su génesis en un dibujo realizado con motivo del diseño escenográfico para la ópera La Victoria sobre el sol, sobre el que el artista ucraniano afirmará: “Ese dibujo tendrá una gran importancia en la pintura. Lo que ha sido hecho inconscientemente, dará ahora unos frutos extraordinarios».
El dibujo, en tanto que lenguaje operativo frente a la multiplicidad de lo real, nos permite establecer hipótesis cognitivas que se resumen en la construcción gráfica de la imagen; al mismo tiempo, pone de relieve las indeterminaciones de la materia así como las cualidades discontinuas y esenciales del objeto. Según Lacan, lo esencial es, en lo que se refiere a la constitución del objeto, una deriva en el reconocimiento del Otro absoluto, pues “en la tensión entre lo suprimido y aquello que lo sustituye, pasa esa dimensión nueva que de forma tan visible introduce la improvisación poética”(59), es decir, un nuevo orden de relación simbólica con el mundo. La constitución del dibujo como demarcación lineal no transcribe un cuerpo, sino que establece su huella y, por eso, pertenece a la especie más rara de las cosas, “a aquella que apenas si tiene presencia: que si, son sonido, lindan con el silencio; si son palabras, con el mutismo; presencia que de tan pura, linda con la ausencia; género de ser al borde del no-ser”(60).
Ciria busca en sus dibujos la afloración inmediata de la intuición y, al tiempo, persigue una única imagen, de retorno recurrente y obsesivo, la máscara, sometida a un proceso constante de desarticulación y rearticulación. Pero para su constitución como tal figura el artista abre vacíos que definen la realidad interior de la figura, como si quisiera negar su función de ocultar y sólo pudiera revelar su relación lineal con el espacio. Frente a sus pinturas de similar temática, Ciria asume la especificidad de la estructura lineal en todas sus implicaciones, incluida la más extrema, que es introducir la nada(61). La concreción gráfica actúa para desvelar la pureza de las formas a partir de la tensión entre dos opuestos, el blanco del papel y el negro del dibujo(62), extraña fricción que tanto vuelve invisible la materia como revela la vitalidad de la forma.
Últimos dibujos: la integración del vacío
En el cuaderno “Caja de estados mentales” cada nuevo planteamiento de compartimentación lineal es un campo de fuerzas que se alimenta de los precedentes. El lenguaje gráfico de Ciria genera máscaras de las que se ha sustraído la dimensión de profundidad y sobre las que se ha tatuado una grafía donde la ocultación y la exhibición son mutuamente desmentidas; son trabajos donde la piel del óvalo muestra su dimensión como signo extraño antes de descomponerse y dejarse invadir por el hálito erosionador del vacío, una operación que tiene su concreción experimental en los últimos ocho dibujos que integran el conjunto. En estas piezas, el artista acelera el pulso de su trazo y rompe la unicidad de línea de contorno, “como si la máscara se abriese en tres planos «descolocados», dejando vacíos, grandes huecos u oquedades en el desarrollo de la «silueta». Era como si las máscaras, de repente, necesitasen de una lectura transversal en una búsqueda de claves. Un nuevo sistema creativo que exploraba los «vacíos», opuesto de forma antitética al primer desarrollo formal de los dibujos. Una palabra cayó como un hacha dentro de mi cabeza: «Desocupación»”(63).
Su progresivo interés por la desestabilización de la lógica del módulo oval hará que empiece a dibujar desde otro orden, es decir, a través de un incesante encadenamiento relacional que se alimenta del diálogo entre la forma y el vacío, donde este último adquiere ahora un componente activo. Las nuevas imágenes surgirán de tal necesidad formativa y con voluntad argumental en torno a la idea de encontrar un nuevo núcleo a partir de conexiones diversas de las partes. Para este proceso el artista recurre al término desocupación que, por supuesto, en seguida le hace pensar en Jorge Oteiza, “con el que compartí −señala el propio Ciria− aparte de algunas interesantes e impagables conversaciones, una preciosa fotografía realizada en Zumaia un par de años antes de su muerte. Recordé su «Propósito experimental», su mística y afán de trascendencia, sus tumultuosos escándalos y la escasa comprensión sobre la importancia de su trabajo. Me pregunté a mi mismo si acaso no intento denodadamente dotar a mi obra de actividad operativa y reflexiva, si es que no busco constantemente alcanzar niveles de conocimiento y de profundización en el análisis del espacio pictórico”(64).
En esta reflexión aparece ya esbozada la idea de combatir a favor del espacio y para ello el artista va a valorar la línea, tradicional escenificación del límite de un cuerpo, en relación con aquello que sobrepasa su definición como tal. Este proceso de llegar al conocimiento íntimo de la materia desde la nada había definido la trayectoria escultórica de Oteiza, quien llegó a alcanzar el vacío conclusivo de sus Cajas metafísicas donde la materia se constituye como desocupación. Este espacio del no-lugar supondrá la elusión de la masa escultórica tangible; en este sentido, como ha señalado Pedro Manterola, “las Cajas metafísicas no son, como puede parecer a primera vista, una escultura formada por planchas o chapas metálicas, sino un lugar-caja donde la escultura −espacio vacío− se guarda”(65). Pero frente al espacio vital teorizado por Heiddeger o plasmado por Chillida, territorios ambos para la vida, para la habitación, el que propone Oteiza es inhabitable, y por tanto, sagrado, como lo fueron también el Partenón o el círculo cromlech(66).
Oteiza limitaba el lugar escultórico a través del empleo espacial de lo que él mismo denominó “Unidad Malevich”, pequeña superficie dinámica, inestable y flotante. El escultor encontró en la formalidad libre y pura del suprematismo la posibilidad de una forma liviana modular, carente de connotaciones expresivo-sentimentales, y posible de traducir a la tercera dimensión. En otras palabras, sus obras escultóricas abstractas de “desocupación” serán ejercicios de activación del espacio tridimensional en un sentido próximo a cómo las pinturas de Malevich lo habían sido del espacio pictórico.
En una audaz reconversión conceptual, los últimos dibujos de Ciria buscan traducir ahora esta activación del espacio desde la grafía del dibujo y su valor formal reductivo. No se trata, sin embargo, de volver al origen, es decir, a Malevich; las recientes reflexiones sobre el dibujo que activan la obra de Ciria son más próximas al dinamismo oteiziano del espacio lineal, donde las unidades rotan limitando el vacío, deformadas en planos cóncavos que se interceptan mutuamente. Una acción que el artista vasco desarrolló fundamentalmente en sus desocupaciones de la esfera y del cilindro, así como en la emblemática Homenaje a Malevich de 1957, donde es la curva la que conforma materialmente la escultura.
Esta tensión dinámica entre el ser y la nada es, en los últimos ocho dibujos de Ciria, una herramienta de conocimiento acerca de la percepción como proceso interpretativo; la información de un motivo visual complejo es tan grande “que el sistema nervioso no sería capaz de interpretarlo si no existiera un proceso de abstracción que lo redujese a cantidades manejables. La percepción es entonces un proceso jerárquico de interpretación”(67). Esto implica, por un lado, la eliminación de determinadas estructuras de información a favor de otras, donde la dinámica formal y semántica se reorganiza para generar en el espectador una explicación hermenéutica que, si bien no es el único camino que se abre a quien desea acercarse a una obra de arte, “implica una relación efectiva entre el intérprete y la obra”(68). En este punto Ciria quiere proponer una restitución de la máscara a través del dibujo como instrumento que experimentaliza la percepción espacial: forma y vacío se incardinan en la ilusión de una continuidad móvil y plana, idealmente bidimensional, y congruente con lo que entendemos habitualmente como forma abstracta o plenamente anicónica. El camino formal emprendido por Ciria en estos últimos ocho dibujos exhibe signos que articulan ritmos plásticos pero sin referencias concretas. Lo que determina el significado de estas obras no es ya la máscara originaria, sino los despliegues espaciales compartimentados que, en su diálogo entre materia y espacio, clarifican la condición de su estructura.
Por otro lado, si bien esta serie se inscribe un mismo campo de acción reflexiva, no se da en Ciria la estricta noción de secuencia experimental por la que abogaba Oteiza, y tampoco codifica su propuesta desde la radical depuración del significante pictórico malevicheano. De este modo, los dibujos de desocupación adquieren una notable distancia respecto de las distintas orientaciones estilísticas con las que dialoga, lo que sin duda afirma el interés de su propuesta. Derrida señaló que heredar es elegir(69) y Ciria asume esta idea de forma lúcida por cuanto que parte de una reflexión sobre las prácticas artísticas desde la conciencia de su propio discurso. De este modo, en su última serie pictórica, reunida bajo el ya esclarecedor epígrafe “Desocupaciones”, el artista articula el cuadro desde los parámetros constitutivos de la forma que acabamos de analizar pero introduce ese elemento sensible, el color, que a Oteiza no le interesaba en absoluto o que Malevich desplazó para valorar el blanco y el negro como las formas del suprematismo real.
Desocupaciones”
El orden del Ser, su plausible transparencia, se había quebrado en la obra de Ciria y, aún negado, se volvió a recomponer para convertirse en una máscara. Pero ese contorno trémulo de la forma oval, último asidero de la metáfora, del disfraz, pronto devendrá en ruina. En su serie pictórica “Desocupaciones” la máscara se niega a cerrarse, extendiéndose, por el contrario, como una posibilidad imaginativa. Pero la gramática con la que estructura la imagen, ese impecable orden dinámico de la composición procedente de sus dibujos, no hace más que intensificar el deseo de afianzar la metamorfosis; no se trata de una cartografía, como la narrada por Borges(70) consumida por su propio destino, sino sometida a un proceso de distorsión rigurosamente articulado.
El artista define esta nueva serie a partir del diálogo del óvalo como estructura referencial con el espacio como vacío activo, para lo cual divide la figura en dos posibilidades, hueco y materia, que conservan siempre una íntima fricción. Tanto las intersecciones como desajustes permiten un hipérbaton que reconfigura y desfigura la idea primigenia, cuya esencia germinal desaparece. Ahora bien, frente a las leyes de lo mensurable −la línea− que denotaban sus últimos dibujos, lo cualitativo −el color− es el elemento que dicta la expresividad y la articulación de estas pinturas. Como un maquillaje sobre la forma, la superficie cromática oculta la esencia nítida de la desocupación de sus dibujos.
Una vez deconstruida la estructura de la máscara podríamos pensar que el artista quiere revelar una imagen subyacente, traer al primer plano una identidad ocultada por ese velo ahora levantado en parte. Sin embargo, no se revela ninguna identidad entre las grietas que afirman el fin funcional de la máscara, pues sólo podemos afirmar la certeza de su deterioro como tal. Y ello es así porque lo que ha estado buscando el artista desde el inicio de “Schandenmaske” ha sido profundizar en la verdad esencial de la propia máscara, en aquella dirección señalada por Barthes donde el principal instrumento de la operación es el paso del tiempo: “Tomemos un objeto de uso normal: lo que da cuenta de su esencia con más efectividad no es su estado nuevo, virgen; es más bien su estado deformado, algo usado, un poco sucio, un tanto abandonado: es en sus despojos donde puede leerse la verdad de las cosas”(71). Existe en estas pinturas un deseo de acelerar el tiempo y descubrir nuevas estructuras del espacio pictórico, de ganar el pulso a lo estático y llegar a la extraña belleza de la incertidumbre. El óvalo esencial ha sido sometido a un proceso sistemático de regulación y compartimentación interior para, una vez materializados los vértices elementales de sus posibilidades plásticas, atravesar con la mirada su interioridad y reconfigurarlo en su relación con el espacio.
La combinatoria de Ciria inscribe ahora nuevas variables presentadas como binomios conceptuales, materia-vacío, espacio-tiempo, dentro de una arriesgada propuesta por todas las fricciones que genera respecto a la bidimensionalidad y especificidad del medio pictórico. Será Berger quien señale en un hermoso texto que la imagen visual estática niega el tiempo en sí misma, pues “la singularidad de la experiencia de mirar repetidamente un cuadro −durante un periodo de días o de años− es que, en medio de esa corriente, la imagen permanece intacta (…) la misma jarra vertiendo siempre la misma leche, el mar con las mismas olas que nunca llegan a romper, la cara y la sonrisa invariable”(72).
El cuadro se despide de los ojos que lo crearon para saltar a los de su nuevo creador de significados. De la intención originaria sólo queda la estructura primera, inamovible, aquello que se mantiene tras la pérdida y construye una imagen plástica que ahora va a ser reedificada. La autonomía se relativiza en la espera del advenimiento de una mirada, lo cual no deja de significar también la dependencia prospectiva de un sujeto, pero otro. La pintura sería una suerte de profecía acerca de lo que el espectador ve durante la contemplación, el escenario de una ausencia sobre la que sólo se puede especular: “Algunos pintores, cuando llegan a una fase determinada de su trabajo en una obra, suelen observarla en un espejo. Ven entonces la imagen al revés. Cuando se les pregunta para qué lo hacen, contestan que esto les permite ver el cuadro por primera vez. Lo que perciben en el espejo es algo parecido al contenido de ese momento futuro al que la pintura va dirigida. El espejo les permite olvidar un poco su visión presente como pintores y tomar algo de la visión del futuro espectador de la obra”(73).
Ese hipotético espejo adquiriría en la obra última de Ciria las propiedades de una mesa de disección que nos revela ahora la minuciosa monstruosidad de la máscara, su carácter opuesto al estado habitual y prístino de la materia. Esta poética pone en cuestión los conceptos de memoria e identidad, esto es, las estructuras fundamentales del yo, pues, en primer lugar, “este es porque recuerda haber sido: la memoria es la base de su identidad, junto con la unidad corporal y la cenestesia, o conciencia de tener un cuerpo. También la memoria es el modelo con el que operan la percepción y el deseo, el modelo de lo imaginario y lo ausente, o sea de lo simbólico”(74). Cuando la representación ha perdido su unicidad referencial la imagen plástica se configura como la esencia de una falta. Pero Ciria no compone a partir de un modelo físico que contempla y analiza, sino desde la guía de las huellas que modulan los ecos del subconsciente; su pintura es, en cierto sentido, un hacer memoria, un acto performativo que asume las discontinuidades del espacio y las inflexiones del tiempo como abstracciones susceptibles de ser moduladas.
La aproximación de Ciria al acto creativo es sensitiva y experimental. Su posición determinante en la pintura española de las últimas décadas es una realidad que sigue proyectándose en cada nueva etapa de su trayectoria, siendo tal vez su ciclo neoyorquino el que ha consolidado la intensidad de su estética y la rigurosidad de su evolución. Pertenece, en definitiva, a esa clase de artistas que sustituyen la complacencia del hallazgo puntual o la curiosidad meramente intuitiva por la búsqueda y la invención de una identidad lúcida para el hecho artístico. La inequívoca personalidad que posee toda su producción no oculta su convencimiento de que el pensamiento siempre es evolutivo, como debe serlo el proceso creativo; pero tampoco oculta la importancia de un conocimiento suficiente y reflexivo del pasado. Su compromiso férreo con la pintura es fruto de esa conciencia doble y contradictoria.
1.KUSPIT, Donald. El fin del arte, Akal, Madrid, 2006, p. 149.
2.NEGRO, Alvaro. “El fin del fin de la pintura”. Skyshot. La pintura después de la pintura. Auditorio de Galicia, Santiago de Compostela, 2005, p. 135.
3.KRAUSS. R. “La escultura en el campo expandido”. La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos. Alianza, Madrid, 1996, pp.289-303.
4.Es decir, batallados múltiples frentes, ha perdido su capacidad de ser original. La novedad como parámetro de valoración puede resultar pues, tan limitador como reaccionario. Como ha señalado Donald Kuspit: “Lo hecho y aparentemente muerto puede cobrar de nuevo vida si hay una necesidad humana de ello”. KUSPIT, D. Op. cit, p. 147.
5.LAWSON, Thomas. “Ultima salida: la pintura”. WALLIS, Bian (ed.), Arte despues de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Akal, Madrid, 2001, p. 154.
6.BRAUDILLARD, Jean. “Ilusión y desilusión estética”. Letra internacional, Madrid, no 39 1995, p. 17.
7.CASTRO FLOREZ, Fernando. “Estuans interius. Comentarios superpuestos a la pintura de Ciria”. Manifiesto / Carmina Burana. Galería Salvador Diaz, Madrid, octubre de 1998.
8.BERGER, John. Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible. Ardora, Madrid, 1997, p. 39.
9.GARCIA BERRIO, A. y REPLINGER, M. Jose Manuel Ciria: A.D.A. Una retorica de la abstracción contemporánea. Tf. Editores, Madrid, 1998, p. 67
10.FOSTER, H. “Asunto: Post”, en WALLIS, Bian (ed.) Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Akal, Madrid, 2001, p. 190
11.“La reflexión sobre la herencia vanguardista en Ciria se alejo de la cita directa, del apropiacionismo como ejercicio masoquista, para dirigir la mirada a un campo de análisis mas sugerente como fue el hacer evidente, visible, la vulnerabilidad que se escondía en el interior de los rígidos e idealizados sistemas formalistas”. GARCIA BERRIO, A. y REPLINGER, M. Op. cit, p. 237
12.Una expulsión que parece atemperarse: la trigésimo octava edicion de Art Basel (2007) acogió una notable cantidad de obras pictóricas, en directa consonancia con lo que se pudo contemplar en las citas de Venecia y Kasselde ese mismo año.
13.Vease a este respecto el capítulo 5 de TORTOSA GARRIGOS, Virgilio. La construcción del “individualismo” en la literatura de fin de siglo. Historia y autobiografia. Tesis doctoral inedita. Universidad de Valencia. 1999.
14.MARTINEZ-ARTERO, Rosa. El retrato. Del sujeto en el retrato. Montesinos, Barcelona, 2004, p. 254.
15.ECHEVERRI, Ana Maria. “Arte y cuerpo”. La Tempestad, Mexico, marzo-abril, 2003.
16.Siempre con la conciencia de la imposibilidad de traducir sin variar el significado. Dicha heterogeneidad ha quedado patente en Des tours de Babel (1985) de Jaques Derrida, donde el autor señala que no hay un original de la traducción, asi como no hay traducción sin un resto intraducible; es decir, toda traducción conlleva una ganancia y una perdida.
17.ROSENBERG, Harold. “The American Action Painters”, Art News, LI, no 8, diciembre, 1952, p. 22. Tomado de SANDLER, Irvin. El triunfo de la pintura norteamericana. Historia del expresionismo abstracto. Alianza, Madrid, 1996, p.283.
18.LEVI-STRAUSS, C. Lo crudo y lo cocido. Fondo de Cultura Económica, Mexico, 1968, p. 332.
19.CIRIA, J.M. “Retazos (El miedo al rojo de las bestias)”, texto inédito recogido en ABAD, Vidal. Pintura sin heroe. Op. cit., p. 260.
20.Declaracion de José Manuel Ciria recogida en SOLANA, Guillermo: “Salpicando la tela del agua”, en Squares from 79 Richmond Grove, MAE y SEACEX, Madrid, 2004, p. 39.
21.VALERY, Paul. OEuvres. Gallimard, Paris, 1957, pp. 927-31.
22.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Busquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, p. 31.
23.“La idea de un ≪yo≫ dotado de una forma estable y finita ha sido, gradualmente, erosionada, haciéndose eco de los influyentes desarrollos que el siglo XX ha producido en los campos del psicoanalisis, la filosofía, la antropologia, la medicina y la ciencia. Los artistas han investigado la temporalidad, la contingencia y la inestabilidad como cualidades inherentes de lo humano”. WARR, Tracy. “Preface”, en WARR, T. (ed.) The artist’s body. London, Phaidon Press, 2000, p. 11.
24.MARIO PERNIOLA. “El cuarto cuerpo”, en CRUZ SANZHEZ, Pedro A., y HERNANDEZ-NAVARRO, Miguel A., (ed.), Cartografías del cuerpo. La dimensión corporal en el arte contemporáneo. CendeaC, Murcia, 2004, p. 110.
25.PEREZ VILLEN, Angel L. “Tutelar la mirada, velar la visión”, en Mascaras. Camuflaje y exhibición. Cordoba, Palacio de la Merced, noviembre 2003-enero 2004.
26.DE DIEGO, Estrella. El androgino sexuado. Eternos ideales, nuevas estrategias de genero. Madrid, Visor, 1999, p. 15.
27.Nombre del psicólogo suizo cuyas investigaciones se orientaban al diagnostico de las neurosis de sus pacientes por la particular interpretación que estos realizaban sobre determinadas manchas “abstractas”.
28.ABAD VIDAL, Julio C. “Pinturas construidas y figuras en construcción”. Ciria. Pinturas construidas y figuras en construcción. Sala de exposiciones de la Iglesia de San Esteban, Murcia, 2007, p. 42.
29.En 1996 Ciria dejaba por escrito su propia definición del concepto de mascara: “El concepto de ≪Mascara≫ se traduce en un triangulo que se multiplica en poliedro, en razón a la intencionalidad, al resultado objetivo y a la posterior interpretación particular. Pero no solo en cuanto al acto creativo en si, sino a la triple referencialidad que anida en todos nosotros, en el artista, en su obra y en el propio espectador. Somos lo que somos –tambièn lo que no somos–, lo que creemos ser y lo que los demas conciben de nosotros. Porque cada vez que un pintor produce la evidencia de una mancha en una tela, le es imposible contar y predecir las asociaciones personales, sentimentales y estéticas que ese gesto es capaz de suscitar en un espectador determinado. El disfraz, la ocultación, el equivoco de enmascarar o enmascararse, el dolor…, facilitan un juego constante en el que, sin poder evitarlo, observamos que la máscara permite ver en su primera medida su condición ocultadora o reveladora, y a través de ella, la estructura, que tensa y destensa configurando el propio lenguaje. Posición desde la cual se legitiman cada uno de los lenguajes, en la que en ultimo termino se implica el espectador”. CIRIA, José Manuel. “El tiempo detenido de Ucello y Giotto, y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma”, en José Manuel Ciria. El tiempo detenido. TF, Madrid, 1996, p. 27
30.DE DIEGO, Estrella. Op. cit, p. 16.
31KUSPIT, Donald. Op. cit, p. 147.
32.“José Manuel Ciria en conversación con Rosa Pereda. El pintor en Monfrague”. Ciria. Monfrague. Emblemas abstractos sobre el paisaje. MEIAC, Badajoz, 2000, p. 65.
33.“Mientras que los Viejos Maestros crearon una ilusión del espacio dentro del cual uno podía imaginarse caminando, la ilusión creada por el Modernista es la de un espacio al que uno puede mirara y a traves del cual puede viajar unicamente con el ojo”. GREENBERG, C. “La pintura modernista”, tomado de FRIED, M. Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas. A. Machado, Madrid, 2004, p.41
34.“La pureza del medio habia dejado de ser un imperativo critico”. DANTO, C. A.rthur “Lo puro, lo impuro y lo no puro. La pintura tras la modernidad≫, Nuevas abstracciones, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia, 1996, p. 19.
35.MITCHELL, W.J.T. “No existen medios visuales”. BREA, Jose Luis (ed.) Estudios visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización. Akal, Madrid, 2005, pp. 18-25.
36.CIRIA, Jose Manuel. La mano ausente. Texto inédito.
37.BOZAL, Valeriano. Pintura y escultura españolas del siglo XX (1939-1990). Espasa Calpe, Madrid, 1992, pp.418-419
38Ibidem.
39Ibidem.
40.KUSPIT, D. Signos de psique en el arte moderno y posmoderno. Akal, Madrid, 2003, p. 257.
41.DELEUZE, Gilles. Lógica del sentido. Paidos, Barcelona, 1989, p. 26.
42.“La cabeza degollada de Medusa bien podría simbolizar el triunfo sobre la metafísica de la representación, pues vence a la mirada que fija en una imagen lo contingente y lo dinámico”. UBEDA FERNANDEZ, Ma Elena. La mirada desbordada: el espesor de la experiencia del sujeto estético en el marco de la crisis del regimen escopico. Tesis doctoral inédita. Granada, 2005, Universidad de Granada, p. 267.
43.FREUD, S. “Lo perecedero” en Obras completas. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
44.BOZAL, Valeriano. Op. cit,, p. 284.
45.Por cotidianidad debe entenderse aquello “que hace del cuerpo una entidad dormida, plegada a los dictados de un discurso homogeneizador que lo instrumentaliza, hasta convertirlo en un medium, sin mas función que la de servir de cauce para la expansión del sistema de valores dominantes”. CRUZ SANCHEZ, Pedro A. y HERNANDEZNAVARRO, Miguel A. “Cartografías del cuerpo (propuestas para una sistematización)”. SANZHEZ, Pedro A., y HERNANDEZ-NAVARRO, Miguel A., (ed.) Op. cit, p. 19.
46.Ibidem
47.CIRIA, José Manuel. “Volver”. Búsquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, pp. 44- 45.
48.BIbidem.
49.GOMEZ MOLINA, Juan José (coord.) Estrategias del dibujo en el arte contemporaneo. Catedra, Madrid, 2006, p. 47.
50.DERRIDA, J. Memoires d’aveugle. L´autoportrait et autres ruines, Paris, Louvre/Reunion des Musees Nationaux,1990. p. 54.
51.WAJEMAN, Gerard. “Narciso o El fantasma de la pintura”, en Arte y Fantasma, Chapvallon, Paris, 1984, pp. 107-126
52.“No hay nada semejante a un significado literal, si por significado uno entiende una concepción clara, transparente, sin que importe el contexto ni lo que hay en la mente del artista o del espectador, un significado que pueda servir de limite a la interpretación por ser anterior a esta, un significado fuera de significación. La interpretación no existe sin la obra y jamas produce frutos, exceptuando los puramente analiticos” Declaracion del artista recogida en TOWERDAWN, Joseph. “Plástica y semántica (Conversaciones con Jose Manuel Ciria)”. Quis custodiet pisos custodes. Galeria Salvador Díaz, Madrid, 2000, p. 43.
53.DELEUZE, G. Nietzsche et la philosophie, PUF, Paris, 1967.
54.MALPARTIDA, D. “El placer de la repetición”, en Revista de Actualidad Psicologica, XV, Buenos Aires, julio del 2003.
55.DELGADO, Carlos. “Repetición y descubrimiento. Nuevas perspectivas sobre la obra ultima de Ciria”. Rare paintings, post-generos y Dr. Zaius. Fundación Carlos de Amberes, Madrid, 2008, pp. 177-179.
56.“Desde finales del 2006, había viajado conmigo un cuaderno de dibujo y una cajita con minas de grafito 6B y 8B. En ese “cuaderno de viaje” denominado desde el principio como BOX OF MENTAL STATES (Caja de estados mentales), habia ido plasmando hoja tras hoja siluetas de mascaras como simple divertimento, mucho antes de que las Mascaras Schandenmaske vieran la luz. Es posible que dentro de nosotros anide una premonición, un barrunto, un presentimiento en forma germinal de acontecimientos que pueden ocurrir con posterioridad, independientemente de las musas, o probablemente, directamente provocado por ellas”. CIRIA, Jose Manuel. La mano ausente.
57.REPLINGER, Mercedes. “Elogio del color”. Arte, individuo y sociedad, no 3, 1990, p. 145.
58.HERNANDEZ NAVARRO, M. Angel. La so(m)bra de lo real: El arte como vomitorio. Diputación de Valencia, 2006, p. 81.
59.LACAN, Jacques. “Ensayo de una lógica de caucho”. El Seminario 4. La Relación de Objeto. Paidos, Buenos Aires, 1994, p. 380.
60.ZAMBRANO, María. “Amor y muerte en los dibujos de Picasso”. España, sueno y verdad. Siruela, Madrid, 1994, p. 185.
61.“En el dibujo el trabajo consiste en introducir la nada en cada una de las certezas que el acto inocente de rasgar con un generador de oscuridad –una mancha, un crayon, un lapicero– sobre el plano base de luz pretende introducir. Una manera de tratar con la nada consistencial de los objetos, de manifestar el desconocimiento en que se mueve la vision, de destripar los hábitos”. RAMOS, Miguel Angel. “Quizá la distancia sea la duda”. GOMEZ MOLINA, Juan José (coord.) Op. cit, p. 304.
62.“El blanco y el negro son distintos en tanto que se les considera opuestos, mientras que solo en la terminología técnica se cree que el naranja es complementario del azul”. BATCHELOR, David. Cromofobia. Sintesis, Madrid, 2001, p. 105.
63CIRIA, José Manuel. La mano ausente.
64Ibidem
65.CMANTEROLA, Pedro. “Cinco pasos en torno a la Pasión de Jorge Oteiza”. Oteiza-Moneo. Catalogo de la exposición en el Pabellón de Navarra de la Exposición Universal de Sevilla, Pamplona, 1992, p. 23. 66.Segun ha dejado escrito Oteiza, “… el Partenon no es otra cosa que el vacio sagrado y simbólico de nuestro circulo cromlech, pero como expresión figurativa. El periptero, el recinto rectangular de columnas, corresponde a nuestro circulo vacio descrito por una circunferencia con piedras. Para la representación sagrada de su interior, se levanta un templo, que logicamente no tiene función practica alguna. En cuanto aparece el símbolo del Partenon en la acropolis de Atenas, en todas las acropolis de las ciudades griegas se levanta un partenon. Lo mismo que ha sucedido en el neolítico con la representación del cromlech”. AA.VV. Oteiza. Proposito experimental. Madrid, Fundación Caja de Pensiones, 1988.
67JENSEN P., Henning. “Turbulencia epistemológica y transformación del pensamiento”. Revista Reflexiones. Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Costa Rica, no 12, abril, 1993.
68AUMONT, Jacques. La estética hoy. Cátedra, Madrid, 2001, p. 302.
69.DERRIDA, Jacques. Spectres de Marx. Galilee, Paris, 1987.
70.En 1954 Jorge Luis Borges publico en Buenos Aires la segunda edición de Historia Universal de la infamia, un libro de relatos en el que aparecía un texto atribuido a un tal Suarez Miranda titulado “Viajes de Varones Prudentes, libro cuarto, cap. XIV, Lerida, 1658” donde se narra el absurdo de querer construir un duplicado de la realidad: “En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logro tal Perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con el. Menos adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese Dilatado Mapa era Inútil y no sin impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”.
71.BARTHES, Roland. Lo obvio y lo obtuso. Paidos, Barcelona, 1986, pp. 183-184.
72.BERGER, John. El sentido de la vista. Alianza, p. 193
73.Ibidem, p. 194.
74.MATAMORO, Blas. Por el camino de Proust. Anthropos, Barcelona, 1988, p. 245.