Juan Manuel Bonet. 2005
Libro monográfico “Las Formas del Silencio. Antología crítica (los años noventa). Enero 2005.
PINTURA, EN SINGULAR
Juan Manuel Bonet
Pronto hará veinte años de los ochenta madrileños, de sus grandes esperanzas, de su euforia pictoricista, de la pasión con que entonces se vivieron en la capital española la visita de Robert Motherwell o la de Marcelin Playnet, la exposición de Matisse en la Fundación Juan March o la del cincuentenario del MOMA neoyorquino en el MEAC, la retrospectiva ministerial de José Guerrero en el Palacio de las Alhajas, las primeras individuales importantes de Broto, Campano, Albacete o Sicilia, las colectivas 1980 y Madrid D.F…. Una época auroral, hermosa, irrepetible, de especial intensidad en muchos órdenes de nuestra cultura, y cuya topografía uno ha intentado ya reconstruir en más de una ocasión.
Un poco antes de los ochenta, cuando en la mayoría de los estudios “jovenes” y “al día” de Madrid y Barcelona todavía dominaban los programas, los dogmas, las certidumbres, estuvo muy en boa un término redundante, tautológico como se decía entonces: pintura-pintura.
Ante los cuadros de José Manuel Ciria, pintor que emergió ya en la segunda mitad de los ochenta, y que a sus treinta y ocho años se ha convertido en uno de nuestros mejores abstractos de los noventa, ante estos cuadros a menudo he pensado en aquel término redundante, tautológico, de finales de los sesenta. Hoy la verdad es que basta con decir “pintura”, en singular. Pintura. “Posibilidades de la pintura”: el programa de Juan Gris. La pintura, siempre recomenzaba, como él mas de Paul Valéry. Pintura pura. “La pintura y sus enemigos”, también: hoy como ayer, gente alérgica a la pintura. Sin embargo, la intención, si quitamos la antigua tendencia al dogma, al programa, sigue siendo bastante parecida a la que animaba a aquellos protagonistas de la renovación de los setenta. Un hilo invisible une con ellos, a la postre, a sus herederos, los “Líricos del fin de siglo” agrupados por Santos Amestoy y glosados por Enrique Andrés Ruiz –dos criticos-poetas–, como antes otro hilo había unidos a esos adelantados, con sus predecesores de los cincuenta, o con una figura de transición como Jordi Teixidor. Pintura, pues, en singular. Singular, sí, y personal, e intransferible: pintura, sin adjetivos.
Ciria, y esto sólo aparentemente es contradictorio con lo anterior, recurre a menudo a puntos de apoyo culturales. Pintura en singular y sin adjetivos, pero por eso mismo abierta a otras experiencias del mundo, y sobre todo a otros modos de decir el misterio de este. Citas ajenas, no necesariamente pictóricas. Aperturas, twomblyanas.
Esa fructífera tensión Roma-New York o –Venecia-New York, como proponía Philippe Sollers en uno de sus libros de los ochenta– es clave para quienes entendemos, frente a los dogmáticos, a los extremistas de una y otra borda, que tradición y vanguardia no son términos antagónicos, sino complementarios.
La geometría, la ortogonalidad que a cada nueva vez nos sobrecogen y maravillan, como la primera, en Manhattan, hace unos años, hubo un momento en que uno creyó que en la pintura de Ciria iban a dominar sobre cualquier otro de sus “ingredientes”. Geometría experimental se tituló una serie de 1992. Algo después, sus retículas o cuadriculas, entre minimalistas y mondrianescas –Mondrian, neoyorquino de adopción al final de su vida–, parecían destinadas a convertirse en protagonistas principales de un arte cada vez más despojado, cada vez más “japonés”. Con el tiempo, sin embargo, pudo comprobarse que no era así, que la geometría y el minimal no constituían, en este caso, sino una música de fondo, un telón sobre el cual seguir desarrollando un proyecto complejo, y que asume creativamente las contradicciones. Retícula y mancha: con esta breve y acertada fórmula resumen el asunto Antonio García-Berrio y Mercedes Replinger, en la ejemplar y definitiva monografía que acaban de dedicarle al pintor. Este, por lo demás, parece aludir a lo mismo, cuando titula Poema sobre un campo geométrico blando uno de sus cuadros de 1997.
La geometría, y una de las formas o espacios fundamentales de nuestras vidas: la ventana. Ventana habitada se titula muy explícitamente uno de los cuadros recientes de Ciria, y no sólo en él, sino en varios de sus vecinos vuelve a repetirse, entre manchas rojiblancas que lo amenazan, el perfil vertical y rectangular de esos espacios de dimensiones generalmente reducidas a través de los cuales nos asomamos, cada mañana, al mundo, y que han sido interrogados tantas veces, a lo largo de la historia del arte, por pintores de las más diversas escuelas, y dueños de las más diversas poéticas.
La materia. No cabe la menor duda de que ha sido uno de los ejes en torno a los que, con Tàpies como referencia principal, ha girado, casi hasta la obsesión, una cierta pintura española de los cincuenta. Su memoria vuelve a aflorar una y otra vez, en nuestro arte más reciente. En la obra de Ciria siempre ha estado presente, en mayor o menor medida según las épocas. Se toma deliberadamente más visible en ésta, gracias al procedimiento modernamente canónico donde los haya, del collage, a la incorporación de maderas, cartones, papeles pintados como el que en su día sirvió de soporte para El cortador de patatas (1996), patrones de moda como mapas de un cielo doméstico, un cartel de María Vivió en Carmen, alambres –paradójicamente acompañados de sus propias sombras dibujadas y, nuevamente, las clásicas lonas de camión, a las que tanto partido sacó, como soporte de algunos de sus cuadros más afortunados.
El gris, color de la melancolía y de la ceniza, color por excelencia de los poetas simbolistas, color adoptado como seudónimo (“Juan Gris”) por José Victoriano González, el gris, digo, un gris luminoso, ha sido, más todavía que el ocre, el amarillo, el negro, el pardo o el rojo, el color por excelencia de Ciria. Poema gris se titula uno de sus más impactantes cuadros de gran formato, de 1995, perteneciente a la serie Máscaras de la mirada.
In memory of my feelings, un hermoso título del siempre motherwelliano Frank O´Hara, el mejor poeta de la Escuela de Nueva York, el mejor amigo y cómplice de los pintores de la misma. En algunos de sus últimos cuadros, y dentro de una preciosa serie titulada en base a tres emes, Memoria, momento y muro –el muro: Tàpies evidentemente, pero también Brassal, uno de los guías del catalán, y más atrás en el tiempo, los muros quevedescos de la patria–, Ciria, que en 1994 compuso una serie titulada genéricamente Mnemosyne, se traza, con dibujo tembloroso y balbuciente, la silueta de un triciclo, vehículo emblemático, según me cuenta, de su infancia inglesa con niñera. Se embarca así, a partir de ese momento, de ese instante rescatado que se entrevera con el devenir de la propia pintura, en un viaje a las raíces, a los orígenes de su existencia, de su vida de español nacido lejos, en la industriosa Manchester. Ese dibujo de reminiscencias infantiles –la memoria primera del pintor, pero ahora también, me imagino, la de su hijo, que empieza su propio camino por la vida–, como melodía. Ese dibujo, como talismán de la memoria de los propios sentimientos, que encuentran su hueco en este proyecto integrador, donde la ortogonalidad no está reñida con esa Memoria del sueño que en 1994 le servía para titular uno de sus cuadros, cerca del cual había otro titulado, dentro de un propósito vecino. El espíritu de la memoria.
Entre todos estos cuadros nuevos de Ciria que ahora se verán en Madrid, en la Galería Salvador Díaz, y que acabo de contemplar en el austero y abarrotado estudio que él ocupa en el Madrid de la autopista de Barcelona –anónimos pasillos de oficinas de variado cometido, techos más altos de lo esperable en vista de esos pasillos, patio con chatarra que parece estar esperando a su César o a su John Chamberlain de turno, y en el propio estudio, a todo volumen, María Callas–, entre todos estos cuadros me ha impresionado muy especialmente uno: el titulado Espectador de guerras, una monumental cascada de pintura en blancos, negro y grises. “De la sombra, lumbre”. Pintura heroica, en el sentido que le daban a esta palabra algunos de nuestros héroes norteamericanos preferidos: el mondrianesco Rothko, el áspero Clifford Still y sobre todo Barnett Newman, el autor de Vir Heroicus Sublimis, de Achiles, de Ulysses. Pintura que se desarrolla, de nuevo, sobre el telón de fondo de la geometría, de una arquitectura. El gesto genera una cascada, sí, un espectacular derramamiento de líquido. Hay precedentes: Piel de agua se tituló una muy notable serie de cuadros, y la individual de 1993 en la Galería Altxerri de San Sebastián, y dentro de la producción reciente otro cuadro monumental, designado como Espejo de agua. Ramajes, también, una vegetación arborescente, proliferante, frondosa. La gestualidad, el automatismo, son compatibles con un orden, dialogan con una cuadrícula, que una vez más al pintor le sirve, por así decirlo, de papel pautado. Se entiende muy bien, en ese sentido, que Ciria estuviera presente, en 1994, en una colectiva a tres bandas que se celebró en el Palacio de Velázquez , y que estuvo puesta bajo una doble advocación: Gesto y orden. Este cuadro en principio se supone que habla de –en contra de– la guerra, y hay que recordar que ya en 1993 encontramos un tríptico titulado Guerreros. Pero la auténtica batalla, a la postre, batalla campal, a la vista está, es aquí la “batalla del cuadro”, por decirlo con un término recurrente en el discurso sauresco desde mediados de los años cincuenta. Batalla apasionada, y cuyo resultado, por lo demás, puede ser, paradójicamente, y como sucede en este caso, también salta a la vista, una gran sensación de acabamiento, de calma, de quietud, sensación que a uno inevitablemente le trae a la memoria aquella frase memorable de Manuel Azaña: “Paz, piedad, perdón”…
Espectador de guerras. Un cuadro que se impone por su sola presencia, y sobre el cual uno estaría tentado de componer, más que un texto crítico, un poema de acción y también de meditación, un equivalente textual y cómplice, a lo Frank O´Hara, sí, de su presencia soberana. Un cuadro que constituye un nuevo hito en la trayectoria de este pintor de los noventa. Un cuadro ya emblemático, central, y al que me sospecho que habrá que volver más de una vez, en la memoria.