Celia Montolío. Madrid. 2005
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Celia Montolío. Madrid. 2005

Celia Montolío. Cruce de memorias. Las Formas del Silencio.

Libro monográfico “Las formas del Silencio. Antología crítica”” (Años 90). Madrid 2005


CRUCE DE MEMORIAS

Celia Montolío

 

No hay que fiarse mucho de la memoria que recorre la obra de José Manuel Ciria: quizá sea una memoria tramposa que afirma con descaro la realidad de sus objetos. Esquiva y astuta, la memoria tan pronto atribuye constancia y presencia a las cosas como las recubre con capas, ocultándolas (por el momento) en el espacio vetado del olvido. La fascinación de Ciria por los procesos que se producen en la pintura –el natural, el imaginario, el de la propia biografía, el de las interpretaciones– se traduce en un juego sin reglas, en territorios donde de nada sirven los mapas, donde desaparece toda dirección. Como las musas, su pintura dice lo falso como verdad, pero también puede decir la verdad: lo real y lo imaginario se confunden en una obra donde la memoria renuncia a supuestas garantías de objetividad y prefiere convertirse en gran fabuladora. Por eso, en el inicio está la duda: Ciria, cuando pinta, deja irresueltas las alternativas para que el propio devenir físico de la pintura, ayudado por nuestra mirada, decidan. Dos momentos de su trayectoria son especialmente significativos para comprender la peculiar fascinación de este pintor por la memoria: el período de 1994, cuando estuvo trabajando con soportes plásticos, y las vallas de anuncios parisinas que durante unos días alteraron su fisonomía publicitaria. Con estos trabajos, el tema de la memoria (tematizado quizá de modo más consciente desde comienzos de 1993, pero siempre central a su trabajo) ampliaba su dominio para convocar de modo explícito dos factores que nunca han faltado en su pintura: las calidades físicas de los materiales, por un lado, y la exigencia de una mirada que avance el proceso detonado por los cruces, choques y antagonismos de esas silenciosas batallas que se libran en sus cuadros. Siempre me han sorprendido las sutiles provocaciones a la mirada que son los trazos borrados, las caligrafías ilegibles, los restos de ceniza sobre lona plástica y, en suma, todo aquello que en la pintura de Ciria pueda calificarse de mínimo. Sin embargo, esto mínimo es la expresión más rotunda de que, bajo las grandes explosiones de color y las manchas detenidas en pleno movimiento, infinitos momentos hacen su aparición súbita. La memoria no ha ido expresamente a buscarlos: se han rescatado solos y entran en el cuadro bajo la forma del azar, de la intrusión o de la necesidad íntima de manifestar que cada gesto es una manera de afianzar la memoria propia, la biográfica.

“No se ve una cosa mejor y el resto confusamente, sino que todo se presenta sumergido en una democracia óptica. Nada posee un perfil riguroso, todo es fondo confuso, casi informe”. Estas palabras de Ortega bien pudieran decirse de una pintura que pide que la desplacemos continuamente, que redefinamos el orden de sucesión temporal que asigna a cada estrato y elemento su condición de fondo o de presencia primera. De este modo van surgiendo a cada paso nuevas tensiones que, lejos de resquebrajarla, afianzan la “democracia óptica”. Esta pintura borra jerarquías, y ni el mínimo trazo de grafito (el mínimo momento en nuestras vidas), ni la mínima mancha accidental (el mínimo encuentro insospechado) desempeñan funciones secundarias. El “fondo confuso, casi informe” de Ciria es el de una memoria que en cada incursión por los incontables espacios que recorre se enriquece con nuevos repliegues.

Por eso la memoria, al rescatar para la pintura su condición de proceso, crea nuevas latitudes. No se limita a reproducir las conocidas (por eso advertí que era engañosa); en este sentido, cómo no recordar la distinción que establecían los primeros románticos entre dos tipo de imaginación: la que meramente reproduce las relaciones habituales entre acontecimientos y objetos, y aquella otra que altera la secuencia ordenada con que el hábito estructura al mundo. A la segunda, la que trastoca la visión acostumbrada y abre resquicios en el seno de lo conocido, asignaron el valor creador en el sentido más radical de la palabra. En el caso de Ciria, en vez de representar se muestran todas las posibilidades narrativas contenidas en la detonación inicial de materiales. Y esto desencadena varias reflexiones: sobre la dirección (el sentido) de la pintura como práctica con una memoria histórica, y sobre cómo esta (ausencia de) dirección puede manifestarse en la negación voluntaria a clausurar la obra, convirtiéndola en provocación a la mirada. A la mirada de cada cual, sí, pero también a esa otra más general que sabe, nuevamente con Ortega, que la “obra de arte se pudre y envejece antes como valor estético que como realidad material“. Una afirmación tan tajante bien puede aplicarse a los tiempos que corren, pero Ciria la reta sometiendo su trabajo a un proceso de envejecimiento literal, esto es, material: entra en juego la ironía para invertir los términos de esta reflexión y hacernos pensar que, como en tantas reflexiones contemporáneas sobre el carácter efímero de la obra de arte, quizá la decisión sobre la duración de la obra sólo puede controlarse hasta cierto punto. El artista pone los elementos de partida; el desgaste, la decadencia y la ausencia futura tendrán que ver con el proceso natural de la obra, y con la capacidad de la memoria visual para remitirse a lo que aquélla fue en el origen. Empieza una carrera entre su duración conceptual y su duración física.

La confusión de estructura y azar, determinación y libertad de piezas como algunas de la serie El uso de la palabra, así como el voluntario despojamiento y reducción que empezó a perfilar al año siguiente en otras como Yellow kid o en la serie Blancos, desembocaron en la doble búsqueda que hay en los trabajos realizados sobre plásticos en 1994. En éstos, la necesidad de crear tensiones y ceder su resolución a cada mirada que caiga sobre ellos se expresa en dos direcciones. La memoria es el eje de ambas: por un lado, se convierte en reflexión sobre los mecanismos que han conducido a Ciria hasta la intención presente; es una memoria fiel que incorpora la biografía artística de Ciria, retomándola y jugando con ella para que le abra nuevas posibilidades. Ciria las aprovecha, y les da un giro insospechado: traslada la idea de movimiento y proceso al propio plano físico de los materiales, renunciando a conservarlos en un momento de su evolución y escogiendo, en su lugar, dejar que ésta siga su curso. El rasgo propio del tipo de construcción que propone Ciria en su obra sobre soporte de plástico estaba contenido en germen en su pintura anterior. Este rasgo es la posibilidad de seguir el movimiento infinito que hay en sus cuadros; antes, imaginariamente, y ahora también de modo físico y necesario. Lo que quedaba a nuestra elección (jugar al juego de desplazamientos y con los niveles cruzados de la obra), ahora se impone porque Ciria ha provocado una futura destrucción por el desgaste paulatino de los materiales. En los dibujos contribuye el alto grado de acidez de la disolución que empapa al papel, pero sobre todo me interesa destacar el plástico de los cuadros que amarillea paulatinamente al entrar en contacto con la luz, y esas salpicaduras de medio acrílico que terminará secándose y craquelándose tanto a sí mismo como al plástico al que se pega. Del mismo modo, la geometría que estructuraba el cuadro no aparece ya en su forma pictórica, pero se mantiene implícita en las planchas de plástico rectangulares superpuestas y en la cuadrícula del propio bastidor, visible a través del material transparente. Si el barniz, en obras anteriores, era un modo de asegurar la presencia de una obra cuyas contradicciones internas le daban un aspecto huidizo, ahora desaparece y permite que el óleo se convierta, algún día, en polvo. Es como si Ciria atisbara en cada elemento los signos que anuncian una ausencia futura. La apertura y la confluencia de interpretaciones que siempre ha acogido su trabajo se convierten en vulnerabilidad absoluta, apertura radical y, en el límite, autoinmolación de la obra.

A la memoria, entonces, sólo le queda ser imagen que se recuerda, mirada recuperada. Y asume para el arte el tiempo real de las cosas como el suyo propio, necesitando de modo más imperativo a una mirada que pueda retener cada paso del proceso. El juego entre lo controlado y lo huidizo se hace más dramático, porque lo que se nos escapa es un proceso cuyas claves quedan tan fuera de nuestro alcance como del de Ciria. Dejando que sean las propias obras las que se van construyendo en su paradójico proceso de autodestrucción, Ciria escoge detonar un proceso antes que controlarlo. El cuadro, eso de lo que creíamos poder fiarnos, es el primer paso de un proceso de anulación. El material escoge reducirse a recuerdo, imagen entrevista en una calle o materia que a cada paso de su decadencia afirma a la vez la construcción de una vida diferente: la recordada. Hay en la pintura de Ciria, y en especial en el trabajo que viene desarrollando desde hace casi dos años, más que un homenaje, un vicio de la memoria. Como bucles que mezclan niveles, tiempos y lugares, sus cuadros reproducen en diferentes niveles los cruces que se dan entre la vivencia íntima y la pública, entre el orden de la composición y su espontaneidad, entre la tendencia a permanecer y el proceso vivo de ser y decaer. Una primera estrategia para entender cuáles son los niveles que se apelan entre sí, y cuya profusión de combinaciones y voces nos desconcierta, es responder al clima fuertemente material que tiene su obra. La memoria de Ciria es táctil, profundamente material, invita a que nos acerquemos a su pintura compartiendo la sensación de Levinas cuando escribe que “lo visible acaricia al ojo, uno ve y escucha como uno toca”. La cercanía inevitable de esta pintura procede de sus calidades físicas, constataciones de que la imagen que finalmente quedará retenida en la memoria no es una imagen meramente visual sino que invoca sensualmente una sensibilidad táctil, objetual, corpórea.

Más que atrapar el tiempo, o detener a las cosas en su constancia, la memoria de esta pintura representa el deseo siempre negado de asir lo que se escapa. Anula a sus objetos y renuncia a su propia capacidad de cerrar imágenes de una vez por todas. Y así, borrando a cada paso, avanzando por negaciones provoca siempre la misma pregunta: ¿qué se ha borrado y qué permanece? Hay, por ejemplo, en el plástico, un diálogo entre el arte como lo construido y el entorno como naturaleza (cambio, movilidad). Lejos de reproducir ésta externamente, el arte penetra en sus mecanismos más básicos.

De nuevo, y esto es una constante del trabajo de Ciria, entra en escena el factor azar. Siempre había dominado, esencialmente, dos momentos: el de la creación y el de la lucha que se libraba dentro del cuadro con las geometrías una vez concluido éste. Ahora, el asunto es aún más comprometido porque se trata de afirmar que por mucho que el cuadro imponga su ritmo, es el artista quien, en su dejar hacer, decide (recordando a Malraux cuando dice que en el arte “somos los primeros en heredar la totalidad de la tierra… los accidentes alteran y el tiempo transforma, pero somos nosotros quienes elegimos”). Como si una vez asentados los términos básicos pasase a ser un objeto completamente independiente, sometido a las leyes que los materiales van dictando. Más que nunca, esta voluntaria sumisión al juego que la obra entabla consigo misma, al margen de lo que el propio Ciria pueda controlar, se manifiesta en las vallas publicitarias que interrumpieron el habitual panorama urbano de quienes recorrían la Rue des Halles y la Rue Ponthieu, en París. Este nivel de la memoria entendida como relación de un objeto con el momento vivido, con lo que lo rodea, reproduce en el caso de las vallas los factores experiencia y biografía que siempre han estado en la obra de Ciria. Siguen estándolo en la forma de gesto; las pequeñas incisiones que se asoman como intrusas al cuadro tienen a menudo el carácter de una renuncia a dejar que sea la composición la que lo diga todo, incidir con una espontaneidad que es a menudo un guiño. Por eso su trabajo en las vallas es especialmente significativo de la relación que Ciria entabla con su obra. Si para el land art el contexto escogido era el natural y la incorporación de ambos se producía en una simbiosis física, Ciria ha escogido el espacio urbano como entorno donde desarrollar nuevas y peculiares simbiosis.

Las vallas se levantan sobre la convicción de que un desvío de la mirada puede desencadenar un proceso de reordenación del medio: sin decorarlo ni estetizarlo, sino abriendo incisiones en su interior, resquicios que crean hendiduras en nuestro paisaje habitual. Al igual que en sus cuadros irrumpen la ceniza o la pisada afirmando los vínculos que los insertan en el mundo, ahora Ciria sigue manteniendo este nexo entre la exterioridad y el plano del cuadro, como si éste fuera algo vivo. Expuestas a la acción de la ciudad, se dejan agredir, acariciar y transformar por el medio –el taller sale a la calle–. Como en el mundo ambivalente y provocador de Kafka, y al igual que el escritor, Ciria sabe bien qué tipo de cuadros tienen que ser pintados. Para Kafka se trataba de escribir los libros “que nos hieren”. En zonas similares se mueve Ciria, y por eso, renuncia a controlar su trabajo hasta el final: porque pintar es una cuestión que también tiene que ver con despintar.