Michael Hubert. Kortrijk.
7993
page-template-default,page,page-id-7993,page-child,parent-pageid-156,elision-core-1.0.11,ajax_fade,page_not_loaded,smooth_scroll,qode-theme-ver-4.5,wpb-js-composer js-comp-ver-6.6.0,vc_responsive
Title Image

Michael Hubert. Kortrijk.

Michael Hubert. Galería Artim. Kortrijk.

Texto catálogo exposición Espace et Lumière. Galería Artim. Kortrïjk, Abril 2000.


EL NACIMIENTO DE DÉLOS O EL MILAGRO DEL AGUA:
LA ABSTRACCIÓN ÉPICA DE JOSÉ MANUEL CIRIA.

Michel Hubert Lépicouché

 

Cum viderem quod aqua sensim crassior,
duriorque fieri inciperet, gaudebam;
certo enim sciebam,
et invenirem quod querebam.

 

La pintura de José Manuel Ciria es una epopeya, un largo poema pictórico donde se celebra un único héroe, la misma pintura, a la que se arremete por todos los lados. Antaño, llegamos a conocer la abstracción lírica, cantada por unos viejos bardos que nunca experimentaron la emoción de escuchar una descarga de metralla conceptual pasar silbando cerca de sus oídos, capaz de segar a toda una generación de artistas. Esto acontecía en la prehistoria, es decir, mucho antes que los gritos de los tres celebres mosqueteros: Eduardo Arroyo, Gilles Aillaud y Antonio Recalcati nos advirtieran del peligro que corría la manzana de Cézanne al dejarse cortejar por el gusano de Duchamp. Posteriormente, el gusano fue recorriendo su camino hasta llegar al troncho, quedando de su pulpa tan sólo una línea en el último capítulo de la historia del arte escrita por el siglo XX. Al igual que todas las historias reales, por lo tanto historias que evolucionan invariablemente entre el nacimiento y la muerte, este capítulo del arte es cruel, el último en serlo, antes de que nuestros ojos se rindan totalmente a la felicidad eterna que nos prometen las imágenes de la Santa Virtualidad. Por dicho motivo, en este comienzo del año 2000, la abstracción que pinta José Manuel Ciria no puede ser más que épica.

Como muchos artistas de su generación, José Manuel Ciria procede del arte pop, con ese gusto por la imagen simple y directa cuyos efectos de fuegos artificiales impregnaron todos los estratos de la sociedad occidental. Lo demás es conocido de sobra: el abandono a esa moda de la facilidad, dejó el camino despejado para los partidarios, cada vez más numerosos, del concepto. Rápidamente, como buen español rebosante de la luz y los colores de una tierra hecha para la mirada de los pintores, la vulgarización de la imagen figurativa le llevó a considerar la abstracción como único soporte intelectual, donde pudo transplantar su nostalgia del paraíso perdido1. Así empezó la aventura de una revisión sistemática de las posibilidades de ese «otro arte», al final de la cual, se decidió: en primer lugar, pintar al óleo, cuya riqueza, generosidad y suntuosidad remiten a la tradición de la gran pintura española. Más tarde, pintar en grande, puesto que, ¿cómo podría hacerse de otra forma después de la obsesión de Pollock por el muro?. Sin embargo, tras numerosos ejercicios en otros tantos soportes diferentes, ¿qué es lo que, al final, equivalente al muro de Pollock, iba a poder satisfacer su propia obsesión?

La respuesta se la brindó lo opuesto al estatismo del muro. Una oposición con la imagen que nos hacemos de su presencia inmutable y masiva. Ahora bien, la idea que sugiere, en primer lugar, ese opuesto es la de la transición de todo ser y de toda cosa en el tiempo, del viaje de la vida que consiste en un trasvase incesante de la vivencia en los conductos de la memoria, hasta que la mano del destino cierre definitivamente la tapa. Si me he permitido esta pequeña divagación seudo-filosófica partiendo de la oposición al muro, se debe a que todo el arte de José Manuel Ciria se fundamenta en la aplicación de la ley de los contrarios, en la repulsión con que trabaja en el momento de su asociación, y en su consecuencia, en el campo plástico.

La plaza de Legazpi, en el sur de Madrid, se conoce sobre todo por ser una zona terminal de flete, visitada a diario por centenares de camiones. Los transportistas han montado allí sus oficinas y la presencia de sus cocheras explica los numerosos talleres de reparación. Cierto día del año 1990, José Manuel Ciria fue hasta allá acompañando a un amigo. Hacía buen tiempo, el resplandor del aire caliente hacía vibrar la luz por encime del puente que conduce a los suburbios. Todo hubiese ido sobre ruedas, si no hubiera sido por ese dichoso problema del soporte que había de solucionar. De repente, su amigo le vio pararse frente a uno de los talleres: delante suyo, unos trabajadores estaban despellejando un camión tirando de su lona como si fuera la piel de un conejo. La hora del despegue del arte de Ciria empezaba a sonar. Así es la leyenda, según la cual ese conejo fue la respuesta a la liebre de Beuys o, por lo menos, esto es lo que algunos espíritus malvados procuran insinuar sin cesar.

En realidad, él había caído, mucho antes de sus primeras experimentaciones, en las huellas de Viallat cuyo desbordamiento pictórico en sombrillas, toldos de flecos y lonas se había extendido muy pronto al otro lado de los Pirineos, una irradiación, al fin y al cabo lógica, que llegó hasta los manuales de la historia del arte, habida cuenta del carácter pedagógico que Support-Surface nunca ha dejado de reivindicar. En 1988 se había celebrado esa magnífica exposición de Julian Schnabel en Sevilla (antes de pasar por el C.A.P.C. de Burdeos), cuyo título Reconocimientos, adelantaba ya la deuda que el joven Ciria iba a suscribir al acudir a la misma: unas lonas inmensas de camiones militares2, elevadas a la condición del barroco local, y en las que se veían flotando, como en los estandartes sagrados, los nombres de Ignacio de Loyola y de Spinoza.

Amén de la posibilidad de pintar en grande, lo interesante de las lonas de los camiones es que este soporte es un material de reciclaje que, por lo general, se desecha. Ciria vio enseguida que esta noción de desperdicio le iba a vincular, al mismo tiempo, a las preocupaciones sociológicas del Arte povera, a las arpilleras de Millares o al yute, a las sábanas y a otros desechos textiles de Tàpies. Porque, no sólo recupera un soporte, sino también una memoria a través de esas lonas, desgastadas por el sol, el hielo o la lluvia durante centenares de miles de kilómetros recorridos contra el viento, y cuyas erosiones y vetas, debidas al roce, contribuyen a la evocación de toda una poética del viaje. Ahora bien, en la pintura no hay ninguna cita gratuita de la memoria: ella será siempre la metáfora del trabajo de acumulación, al que se dedica el pintor. Del entierro bajo distintas capas de los secretos de su pasión, sus dudas, seguridades y pavores.

José Manuel Ciria: «He querido pintar en esas lonas dada la aparente incompatibilidad de su materia plástica con el óleo». Aquí se halla su mayor contradicción, el estrangulamiento que le quedaba por salvar, con el fin de garantizar que sus lonas tuvieran ese futuro de estandartes dignos de la epopeya que había prometido narrar. Ahora bien, la pintura de semejante epopeya sólo puede ser una pintura total, el equivalente del gran arte alquimista, es decir, un arte de la investigación imposible, de la dificultad y del comportamiento del justo frente a sus limitaciones humanas. No importaba el tiempo –un año entero– que dedicaría a resolver ese problema de la incompatibilidad; su solución tenía que ser personal y, sobre todo, al contrario del trabajo de Schnabel, respetuosa hacia su sensibilidad para un material, cuyo descubrimiento le parecía comparable al de una mina de oro. ¿Qué hizo Schnabel con sus lonas para que el óleo de sus inscripciones se adhiriera en ellas? Alterar su carácter plástico embadurnándolas de cera, forzándolas, a través de este mismo revestimiento, a la domesticidad de unas vulgares lonas enceradas. Ciria excluye, de golpe, la cera como la cera excluye, de golpe, a Ciria, como si él no pudiera hacerlo de otra forma, en virtud del hecho que este parentesco fonético3 debía tratarse de la misma forma según las reglas de la contradicción, porque el culto hacia ésta, no se satisface sólo con el acercamiento de los extremos. La visualización del espíritu barroco en forma de asociaciones antinómicas: su patrimonio también está hecho de la exclusión de los semejantes.

La alquimia de Ciria es una prolongación de la de los hermanos Van Eyck, cuya leyenda se sobrepone en nuestra memoria a la, igualmente prestigiosa, del oro veneciano. Prolongación y, quizás, también desenlace, como si, reaccionando al acaparamiento de la «cosa» artística por la virtualidad dominante, la magia de la pintura al óleo se sirviera de la obra de Ciria, como pretexto para entonar su último canto del cisne.

En primer lugar los hechos: si el secreto de esta alquimia radica, básicamente, en una aportación ácida al óleo para dotarle de una calidad adherente sobre un soporte plástico (un dato que no iría más allá de una anécdota si no se especificara, al mismo tiempo, que esta técnica excluye toda posibilidad de arrepentimiento por parte del artista, como acontece en la pintura al fresco), la originalidad de la pintura de Ciria arraiga en la comprobación empírica de la reacción del óleo mezclado con agua. Cualquier comprensión de esta pintura sería imposible, si se desconociera que la fijación del color, es siempre el resultado aleatorio del fenómeno de repulsión entre estos dos elementos: una vez cumplido el gesto, el cuadro tiene que acabarse por sí mismo, y esa fase terminal, incontrolable, durará el tiempo necesario para que el agua se evapore. Aquí, cabe recordar que en su historia, la pintura, antes del ciclo del óleo al que Occidente debe el milagro de sus claroscuros, se caracterizó por otro ciclo en el que el agua estaba vinculada a los frescos y, por lo tanto, a la imposibilidad del arrepentimiento. Cómo no ver que mediante esa utilización del agua primitiva y del ácido, en la pintura de Ciria, el ciclo del óleo está a punto de cerrarse, no por una mezcla de antagonismos que conducen a su neutralidad, sino por una exaltación de los contrarios.

Todas estas experimentaciones, constituyen el fundamento de la idea según la cual una epopeya de la pintura no puede escribirse únicamente partiendo de un conocimiento hipotético del hecho pictórico, sino que tiene que pasar por una refundición de la memoria, basándose en una apropiación de cada episodio que legitime el compromiso físico del pintor. Es a través de la pérdida de la mano (¡y del ojo!) que una nueva generación de artistas del otro lado del Atlántico, recién regresada a la pintura después de haberse descarriado en el atolladero conceptual y, por lo tanto, deformada para siempre por la imposición académica actual del arte americano, se demuestra ahora incapaz de estructurar el espacio de un cuadro, retomando en su provecho a la enseñanza vanguardista. Y al sostener que ha perdido la mano, me refiero aquí, más al sentido propio que al sentido figurado, puesto que la afirmación de Duchamp «Tonto como un pintor»4 no podía tener otras consecuencias, sino la equivalencia a una amputación. Desafiando el escarnio que se permitió Duchamp, Ciria nunca ha dejado de cuestionar la sabiduría acumulada desde el Renacimiento5 en nombre de esta «tontería» que se niega a morir completamente. Por ejemplo, si tras el uso del óleo y de los grandes formatos, se intuye la influencia del Expresionismo abstracto americano, nadie duda que esta noción de cuadro que «se acaba por sí mismo», está relacionada con la problemática del inconsciente tan apreciada por los surrealistas. En cada uno de sus cuadros, Ciria nos asegura que para el pintor que escucha a su propia sensibilidad, le quedarán siempre cosas por aprender, o por decir, y que la misma pintura tendrá siempre la última palabra, aún después del accidente de Pollock, entendido como suicidio artístico, o la huida de Barceló a Malí, empujado por la asfixia.

A través de esta destreza, que le ha consagrado prontamente como uno de los pintores abstractos de más talento de su generación, Ciria ha sabido recuperar la influencia de los surrealistas sobre el automatismo «psíquico» de Motherwell o de Pollock6, mediante el efecto de un rebote en su pintura, en el que la mano desaparece detrás de la autonomía de la materia en el dominio del signo. Y no es ninguna casualidad, si el motor de esa autonomía es accionado por el agua, donde la deformación de los reflejos evoca la de las imágenes del inconsciente. La acción del agua, nos dice Bachelard7, se caracteriza siempre por una ambivalencia, y cuyo papel, a la vez emoliente y aglutinante, Ciria desvía, en su provecho, confrontándola con el óleo: ella vincula la forma en su esfuerzo de repulsión, y la desvincula a través de su evaporación, para así dejarnos ver, tan sólo el residuo pintado de un gesto.

Otra técnica prestada: el collage. Sin duda alguna, desde su descubrimiento y su aplicación al Cubismo sintético a partir de los años 1912/1913, su difusión ha sido tal que ya no merece la pena reflexionar sobre ello. Sin embargo, en el caso de Ciria, el collage merece aún una digresión porque nos obliga a preguntarnos sobre la naturaleza del soporte del cuadro y, por lo tanto, sobre su manera de funcionar. Ciria utiliza dos clases de lonas: la primera, está plastificada tan solo en el anverso, siendo el lado crudo del lienzo aquel que se pintará más a menudo; la segunda, se caracteriza por tener los dos lados plastificados, incompatibles en principio con la adherencia del óleo puro. De entrada, se ve cual es la apertura del campo introspectivo, a la que le lleva la asociación mediante el collage del revés y del anverso de las lonas en sus composiciones. Porque la línea que determina el borde del revestimiento, no es únicamente la materialización de una frontera entre dos zonas opuestas por la manera de actuar de la pintura, el eje a cuyo alrededor se articula otra vertiente del culto que Ciria consagra a la contradicción. Es también compañera, de pleno derecho, de los bordes físicos del cuadro, en los que se orientan las líneas de compartimentación en el neoplasticismo de Mondrian, detalle no desprovisto de importancia, y que tampoco dejaron de subrayar los miembros de Support-Surface a la hora de reflexionar sobre la noción de límite.

Esta referencia a Mondrian tiene una importancia capital en el arte de Ciria porque, gracias al collage, las zonas de acción física del pintor, del despliegue de sus gestos, llevados por el desbordamiento irracional de sus impulsos, se determinan por el rigor geométrico de sus composiciones o, mejor dicho, su economía racional, entendida como metáfora de una vocación constante de intelectualizar la pintura. En este sentido, se advierte una relación dialéctica constante, entre la materialización del gesto a través del color y la línea de división del plano trabajado: a veces, el color descansa tanto en esa línea como en los bordes físicos del cuadro, subrayando así su naturaleza común, y otras veces, se extiende por ambas partes como en una especie de ruptura del dique de la racionalidad, bajo el impulso de un gesto liberador sacado de los drippings de Max Ernst y de Pollock.

Asimismo, esa vertiente reflexiva de la pintura, ha ido radicalizándose con la propagación de esa estructura de oposición, surgida del collage, en la composición sobre lonas homogéneas que se trabajan únicamente por el lado crudo del lienzo o por el plastificado. En este caso, el límite que el collage materializa, se convierte en una línea de representación artificial, de manera que, a la alusión inicial al Cubismo sintético, se sobrepone la de Mondrian. Por consiguiente, todo cuadro de Ciria se transforma en el espacio de un juego de referencias que sigue desdoblándose, como una especie de puesta en escena caleidoscópica de la historia de la abstracción. Señal incontestable de su virtuosidad, con todas esas posibilidades plásticas, Ciria compone una pintura cuyo resultado nos toca tanto más directamente, cuanto más su extrema complejidad se borra, detrás de la fuerza de su expresión, que manifiesta una sola y única voluntad, un solo y único sentimiento. La limitación voluntaria de la gama de colores que contribuyen a esta fuerza podría asombrar a algunos, pero eso equivaldría a ignorar la herencia cromática de la gran pintura española, que se fundamenta, esencialmente, en la riqueza de tonalidades. La sobriedad de las tierras, de los grises, de los marrones, de los ocres debe entenderse como si de nuevo allí, detrás de esa evocación de la materia telúrica, fueran a esconderse las sutilezas de una poética de la tonalidad, que tendría más en común con la gravedad del violoncelo, que con la alegría del violín o del piano.

Asimismo, puede que no haya imagen más hermosa de ese secreto entre bastidores, que la de una pintura que se ofrece como un recital musical, en cuyo desarrollo, el intérprete, no tiene derecho a equivocarse, porque a Ciria le está vetado todo arrepentimiento durante el secado del color en su soporte plástico. Desde luego, antes que su arte se escape, al ejecutarlo, el pintor, recurre a una partitura, que es la idea o, más bien, la representación mental de una composición plástica hacia la cual deberá orientarse la obra. Por consiguiente, cada uno de sus cuadros, es el fruto de una experiencia única, entablada según las reglas de una competencia, que se han ido comprobando una y otra vez, pero cuya vocación secreta es escaparse de su rigor para así encomendarse a los caprichos del azar, a los caminos misteriosos y sin retorno de la gran alquimia del arte. Y es precisamente esta imponderabilidad, común a la fotografía, tras la acción del ojo y de la mano, que hace que esta pintura sea sobre todo un arte de la revelación y, por lo tanto, de la esperanza, pero, a veces, también de una frustración irremediable. Sin lugar a dudas, cada pintor se reserva un tiempo de reflexión, preso de la duda delante de cada obra que acaba de terminar, pero que no es nada, comparable a la incertidumbre de Ciria, que va dando vueltas alrededor de un cuadro que «se está terminando por sí mismo».

El agua, al retirarse, abusa de esa lentitud púdica de una recién casada, que sabe perfectamente lo que supone la pérdida simbólica de sus velos. Es esa piel de la virginidad que se estira en las tierras bajas, a medida que el agua refluye, entre el hormigueo y los saltitos de los animálculos que hacen la delicia de las zancudas y las algas en descomposición. Aparecen lenguas de cieno relucientes, veteadas de mocos, dignos del genio de Rimbaud que, de no ser azules, tienen por lo menos la negra elegancia del azabache surcado por ondas evanescentes. Estas algas en descomposición están presentes, de alguna forma, en esta pintura abandonada a su propia suerte, una especie de fermentación lenta del color que se endurece, se retuerce, como bajo un exceso de calor antes de cuajar al final de su destino. Porque, en esta fase de su elaboración, la materia de los cuadros de Ciria está viva, él la ve viviendo, resistiéndose durante las reacciones propias de la química orgánica, y a las que él simplemente presta sus manos de partero: Al ver ese agua que se iba espesando paulatinamente y que empezaba a endurecerse, entonces, me alegré porque sabía con certeza que encontraría lo que buscaba, dijo Hermes al ver nacer la famosa isla de Délos que, en griego, significa aparente, claro y cierto8.

Contrariamente a lo que se podría creer, esta evocación de la claridad que he querido presentar con el nombre de Délos, no es en absoluto gratuita a la hora de hablar de una pintura tan barroca como la de José Manuel Ciria. En realidad, y como cabría esperar, Ciria no deja de navegar entre dos tendencias opuestas que llegan, en el momento oportuno, para integrar mis propósitos anteriores sobre su culto a la contradicción. La primera consiste en trabajar excesivamente sus lonas, en cargarlas a ultranza de elementos que son la carne de sus cuadros, como en la serie Sueños construidos, que evoca una generación de imágenes compuestas. Ahora bien, según Ciria, esta generosidad de la carne, representa la parte más fácil de su trabajo. La otra, más dura, consiste, por el contrario, en trabajar sus lonas con escasez de recursos, depurando su superficie por espíritu de claridad, como si el auto-control del gesto y el ascetismo del color le permitieran acceder a una plenitud inversa, propia de un arte del vacío, donde la mirada deslumbrada podría no perderse, sino fijarse por completo. Raras son las exposiciones, que no muestran, a la vez, estas dos facetas críticas de su trabajo, en virtud del hecho que una no puede explicarse sin la otra, como si el arco épico que su pintura describe, corriera el riesgo de perder pie por no reafirmar, cada vez, la subordinación a su contradicción.

 


 

1 En realidad, de «paraíso perdido». Se trata de una simple imagen verbal, puesto que para José Manuel Ciria nunca se ha producido un retroceso en la pintura sino, al contrario, una lenta progresión guiada por su afán de substraerse a su función ilustrativa. Por lo tanto, para él, esta idea de un paraíso perdido de la pintura grata a Support-Surface no puede sostenerse, habida cuenta de que, si el paraíso existe, nunca se ha perdido y que, incluso, no está a punto de perderse.

2 Esta exposición de pinturas realizadas sobre lonas de camiones militares adquiere su pleno significado cuando nos enteramos que el lugar que la acoge en Sevilla, es un antiguo monasterio del siglo XIV que, entre 1610 y 1978, fue transformado en cuartel.

3 Juego de palabras en francés dado por cera y Ciria (cire et Ciria)(N.d.T.).

4 Marcel Duchamp, Duchamp du signe, Champs, Flammarion. París, 1994. Pág. 236.

5 Referente a esta pregunta, véase le relectura que José Manuel Ciria hizo de la obra de Uccello y Giotto, durante su estancia en Roma como becario de la Academia Española de Bellas Artes (1996), y que se tradujo en las pinturas de la serie El tiempo detenido.

6 Hubert Damisch, Fenêtre jaune cadmium. Fiction & Cie, Les Éditions du Seuil. París, 1984. Pág. 149.

7 Gaston Bachelard, L’eau et les rêves. Essai sur l’imagination de la matière. Le livre de poche. París, 1993. Pág. 122.

8 Fulcanelli, Les demeures philosophales. Les Editions Pauvert. París, 1979. Pág. 140.