Academia Española de Roma. 1996. autor. es
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Academia Española de Roma. 1996. autor. es

Catálogo “El Tiempo Detenido” recopilatorio de la obra realizada en la Academia Española de Roma. Octubre 1996


EL TIEMPO DETENIDO DE UCCELLO Y GIOTTO,

 

y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma

… y la ironía podría comenzar allí, en esa preferencia,
si Enriquet hubiese podido pasar de la física a la metafísica.
La ironía, es la desnudez;
Es el gimnasta que se esconde detrás del dolor de San Sebastián.
Y ese dolor también existe porque podemos contarlo.

Salvador Dalí

 

II

Máscaras de la mirada es el título genérico de la serie de trabajos que comencé a finales de 1994. Dentro de esta serie, en la que no existen límites como principio ni como final, intento aclarar ciertos equívocos de lectura a los que mi obra ocasionalmente induce por su propia naturaleza, siendo éstos la mayoría de las veces contrarios a mi propósito. El concepto de “Máscaras” se traduce en un triángulo que se multiplica en poliedro, en razón de la intencionalidad, al resultado objetivo y a la posterior interpretación particular; pero no sólo en cuanto al acto creativo en sí, sino a la triple referencialidad que anida en todos nosotros, en el artista, en su obra y en el propio espectador. Somos lo que somos –también lo que no somos, lo que creemos ser y lo que los demás conciben de nosotros. Porque cada vez que un pintor produce la evidencia de una mancha en una tela, le es imposible contar y predecir las asociaciones personales, sentimentales y estéticas que ese gesto es capaz de suscitar en un espectador determinado.

El disfraz, la ocultación, el equívoco de enmascarar o enmascararse, el dolor…, facilitan un juego constante en el que, sin poder evitarlo, observamos que la máscara permite ver en su primera medida su condición ocultadora o reveladora, y a través de ella, la estructura, que tensa y destensa configurando el propio lenguaje. Posición desde la cual se legitiman cada uno de los lenguajes, y en la que en último término se implica el espectador.

La pintura como tránsito, proceso, experimento. Una posible ruta en zigzag que nos conduce, si no hacia el entendimiento sí al menos a la aceptación. Intentar un acto de síntesis que se conforma en el sustancial mundo de la máscara y la mirada, donde la pintura sea considerada como todo lo que ha de ocurrir, razonando nuestro residir en el vértigo y su exploración y ahondando en la razón de la propia iconografía en paralelo a las preocupaciones teóricas.

Miguel Logroño me comentaba que el cuadro no está hecho a partir de la tela y con ingredientes materiales, es la presencia de la materia que sin él permanecería oculta. Un caminar hacia el interior de la pintura, a sus espacios más íntimos, para revelarla despojada de añadidos, de artificio, en la que sin abandonar lo propiamente pictórico intentemos una formulación próxima al concepto, un inalcanzable espacio entre dos aguas que delimita un campo, que me gusta denominar preconceptual.

Pero independientemente de la forzosa ambigüedad significativa que se produce en la abstracción, quedan claros los poderes de inquietud sembrados a partir precisamente de la impenetrable máscara de su ambigüedad irresoluble. También es posible que esa ambigüedad y máscara sean como la señal y herencia exteriores del tránsito por la verdad, por la realidad, y que en mi caso, permiten la aparición de formas y estrategias renovadas de enmascaramiento polisémico, dado mi interés por trabajar sobre el tiempo, y, por tanto, también, sobre la memoria, ya que ésta es siempre subjetiva, poliédrica y vidriosa.

Dentro de este discurso, me interesa reforzar la idea del papel activo, que debe tener el artista en el mecanismo de la inspiración poética, espiritual, ideológica, etc. Por ello, al enunciar el proyecto que quería desarrollar en Roma, no se dio la menor vacilación en cuanto al tema: el tiempo, siempre eterno, y los dos pintores que, a mi modo de ver por ser dos manipuladores gloriosos de la desaceleración de la lectura visual, como diría mi amigo García Berrio, debían ser utilizados para realizar una aproximación o incluso una revisión de la tradición clásica, sin apartarme, por supuesto, de la abstracción. Estos dos pintores son Uccello y Giotto, artistas con los que me era fácil identificarme, dado el largo tiempo que he dedicado al análisis de sus obras. Ellos me procuraban un acercamiento que no me obligaba a abandonar mi propio ideario dentro de las directrices generales de la pintura abstracta actual; es decir, como lenguaje absolutamente autónomo que no necesita entrar en antagonismo con otras manifestaciones artísticas, y donde se pretende clausurar de forma definitiva la representación, es posible que para ser retomada posteriormente. Pero la clausura de la representación no implica la negación de la composición clásica, y permite además un deconstrucción analítica en pintura de aquello que se nos antoje. No exige renegar en absoluto de los cinco posibles puntales del doctrinario artístico: conocimiento histórico, asimilación de la tradición, intento constante de renovación, experiencia personal y la propia práctica; por tanto, la composición o el motivo en el cuadro se convierte en un mero pretexto intrascendente al servicio de la forma, una especie de instrumento de provocación temática destinado a exhibir su propia supeditación a la construcción plástica.

Evidentemente, el distinto enfoque que la propia mirada realiza sobre las pinturas de Uccello y Giotto provoca la consecución de obras de carácter y atmósfera diferentes a nivel estructural, dadas las divergentes intenciones y formas de organizar la composición; sin que en ningún caso exista una supeditación de la referencialidad semántica de los motivos al efecto sintáctico formal. Esta trivialización de la rotundidad referencial directa de los motivos ostenta como contraste el subrayado enfático del resultado estético obtenido; aunque también se nos permite jugar con los posibles efectos desestabilizadores de la propia contaminación semántica, polarizándose así la atención sobre una serie de notas variables que resultan determinantes en el resultado estético, quizá demasiado estético.

Durante todo este proceso se consigue en último término una endorreferencialidad autosuficiente de la pintura, que se propone obtener para la obra plástica desde hace ya una serie de décadas un estatuto de realidad propia; es decir, pintura-pintura, un propósito concreto dentro del marco de su propia poética general, tendente dentro de la abstracción, en el momento actual, hacia la revisión de un concepto que me resulta especialmente interesante como es el automatismo. No obstante, podría pensarse que resulta difícil que la presunta referencialidad mimética del mensaje, independientemente de la intencionalidad programática y estética, no llegue a imponerse e impida el objetivo de conseguir que ésta esté fuertemente supeditada a los efectos estéticos autorreferenciales de la forma y de la constitución plástica. Debe entenderse, a la vista de los resultados obtenidos, que la aproximación es caprichosa y subjetiva, y que la desorientación semántica de los motivos se ha instrumentado exclusivamente hacia sus resultados plásticos formales.

Dicha autonomía plástica en el ejercicio de desemantización va unida al ya antiguo descubrimiento de la realidad interior o de la otra realidad, con toda la carga que implica en la valoración de la subjetividad. En ella un pionero como Kandinsky establecería los límites del concepto a través de su obra y sus escritos, sin dejar de “salpicar” dentro de sus obras más abstractas continuas apariciones desdibujadas de San Jorge y el Dragón (casualmente), o sus canoas llenas de remeros. Otro caso sería el de Lüpertz, en su continuo viaje del motivo en tanto que forma a la forma en tanto que motivo; demostrando con ello en su día un renovado asalto contra la debilidad del convencionalismo que opone abstracción a figuración en tanto que pauta radical de definición del estilo moderno, o bien al de su inversión como declaración: trayectos secundarios meramente ocasionales frente a la constancia de la autonomía de lo plástico en la constitución de la obra de arte visual.

I

Pero corramos hacia atrás en la memoria. Aparte de todo lo enunciado, las contradicciones y la intencionada ironía, y aun dándose una concreción seria y programática de planteamiento, debo decir que, a estas alturas, ya es conocida mi desconfianza y la de muchos de nosotros sobre lo que denominamos la palabra. La palabra entendida como lenguaje, que, junto al escepticismo deconstruccionista que se enfrenta a los poderes referenciales y diacríticos del mismo, no acierta a distinguir entre el uso corriente, independientemente del acceso cultural, y el empleo artístico; moviéndose dentro de una mirada y propósitos mercantilizados, dislocados e inasimilables muchas de las veces, que han procurado exaltar permanentemente las apariencias de desvelamiento poético del artista en tanto que creador, como razón constitutiva de su esfuerzo intelectual y artístico, recuperando de forma reciente una inexplicable fe en las virtualidades de la pintura.

La palabra, desde Mallarmé, es constante apertura del mundo; ya no puede acotarlo en su materialidad. Como mucho, metáfora, insinuación, reflejo borroso que provoca al artista a crear en el espacio vacío donde se expande el infinito alejarse de las cosas. Por sus fisuras huye la presencia que cada acto de nominación quiere rescatar; eterna paráfrasis, las palabras flirtean con la obra de arte sin conseguir nunca horadarla. La memoria rechaza al verbo y al sustantivo como vehículos para reproducir las impresiones primeras; acaso ¿consiguió Duchamp hacer un paralelismo entre la tabla de ajedrez y la naturaleza?

Rota, pues, la confianza en la palabra total, quizás hoy día, en el terreno de la creación plástica, quepa pensar que asistimos a una ruptura límite. Es lo que comentaba anteriormente, que en la abstracción será la clausura final de la representación; una ruptura posterior a la que desgajó al signo de su referente y que, ahora, pide un segundo momento de reconstrucción de referencias desde el seno del signo como ejercicio o experimento mental fuera de anteriores lecturas informalistas, expresionistas, gestuales o de traducción de estados anímicos. Pintura directa, en donde el signo sea validado como lugar de cruce de presencias, como cima de un abismo en cuyo fondo quizás esté la inmediata evidencia de las cosas; siendo esta suerte de meliorismo plástico el resultado de paralizar en un instante un proceso potencialmente infinito, nunca la concreción de un deber ser esencial impuesto de antemano. Es, por tanto, necesaria la detención azarosa, automática, de unas formas sorprendidas en pleno proceso de encubrimiento o de despojamiento. Quizás el orden y el azar, al fin y al cabo, no sean sino puntos de vista, interpretaciones de una misma realidad cuyo libre juego borra sus diferencias. Dentro de lo abstracto, todo será abandono, residuo, ceniza.

Las clasificaciones impuestas a la abstracción última resultan obsoletas e inoperantes: expresionista, lírica, gestual, etc. Tras esta apariencia cierta y encorsetada, se produce un incuestionable alejamiento de las verdades intenciones de muchos abstractos actuales que pretenden realizar una obra que analice, sobrepase y llegue a cuestionar e incluso a negar la pintura; aunque aún no se pueda rehusar, o no deba rehusarse, la identificación de la gestualidad (subconsciente) con la naturaleza, permitiendo la valoración del lenguaje natural como plástico en sí mismo. También observar, que en el extremo contrario, la anulación por parte de muchos artistas de una consciencia teórica e incluso histórica ha producido obras huérfanas de análisis y significado, que pueden llegar a ser consideradas como manifestaciones de arte “patológico”; o acaso, ¿puede el artista ampararse en la carga poética o intención espiritual, sin necesitar de una dirección conceptual e ideológica? Un proceso parecido se da desde la crítica teórica, en la que para defender una clara objetividad, habría que revisar en todo momento la intencionalidad y los métodos que se emplean en los análisis y juicios, dada la aparición desmesurada de adulteración interpretativa.

La pintura como experiencia viva, capaz de reconquistar siempre su espacio propio, debe obviar perversidades y laberintos, y ser irreductible al descrédito ocasional de perezas relativistas y de elementalidades escépticas. Precisamente por ello, el pintor necesita de un acercamiento a la reflexión y de una comprensión teórica que le permita un mayor entendimiento de sus propias propuestas. Si habitualmente opinamos que el arte desempeña una función específica, debería ser posible marcar un objetivo global para cualquier manifestación plástica, y poder determinar su propósito.

Al suponer que el artista acata una postura y persigue un determinado programa o proyecto, donde a su vez estructura un proceso de análisis, aludimos a dos estadios bien diferenciados: en el primero, se organiza un supuesto plan donde se articula la obra y donde se obtienen conclusiones tanto de carácter analítico como meramente de resultados descriptivos; en uno posterior, consistente en la observación, análisis y desarrollo del potencial aprehendido, se crea un abanico de nuevas conclusiones que pueden incidir en el primer objetivo o en una variación de éste.

Al darse un compromiso reflexivo y analítico sobre el hecho artístico, se genera un discurso que, aunque en un nivel simple sirva tan sólo de mera observación y verificación, nos permitirá disfrutar de un espacio mental por encima de nuestros objetos y realizaciones artísticas, guiando dichas realizaciones y facilitando su interpretación y clasificación. De esta manera, el desarrollo ideológico abarca y facilita la evolución de la obra, o dicho de otra forma, consigue una pretendida libertad de actuación que no limita la adhesión de nuevos elementos y soluciones; pudiendo en este caso seleccionar la acción puramente experimental: visual, técnica, etc., o volver sobre el espacio conquistado a ratificar nuestras ideas e incluso a realizar combinaciones de forma demostrativa.

De este modo, la práctica pictórica actual se convierte en un constante proceso de búsqueda sin ánimo de concluirse, dentro del campo experimental. A partir de ahí, se evidencia la necesidad de formular unas directrices que, en mi caso particular, ha aglutinado bajo diferentes series y proyectos, que han producido obras de carácter diverso objetivable tanto a nivel estructural como analíticamente: Cry nude Europe, Encuentros naturales, El uso de la palabra, Gesto y orden, Mnemosyne, y la reciente e inconclusa serie de Máscaras de la mirada, que para el proyecto de Roma he subtitulado El tiempo detenido, y que se incrusta con especial fuerza, dentro de mis preocupaciones sobre lo que denomino Abstracción Deconstructiva Automática (A.D.A.).

Quisiera aclarar que esta denominación recurre de forma absolutamente subjetiva y caprichosa a la búsqueda y reformulación de una serie de antecedentes heredados desde el surrealismo bretoniano. ¿Existe la posibilidad, de unir en una técnica y con un solo gesto, el método en tres tiempos de Ernst: abandono, toma de conciencia y realización? Para muchos, esta pretensión parecerá como pintar con una linterna en la oscuridad; no obstante, en el otro extremo, o en el mismo, encontramos a Pollock que consideraba la obra como residuo de la acción, a la que después se incorporaba el pensamiento.

Es cuestión innegable, que la abstracción hoy, está unida indisociablemente al gesto, a la accidentalidad y a las técnicas de azar controlado, en otras palabras, a un determinado automatismo, observado bajo un primas del todo diferente. Los americanos intentaron aislar el concepto de automatismo para fundar sobre él una contraescuela, recurso sobre el que percibían las ventajas de determinados estados para el logro de aquella pintura acontecimiento, de la que ya hablaba con rara intuición un Breton menos tiránico en 1939. Sin embargo, el intento fue frustrado al incluir Rosenberg el concepto de automatismo dentro de un concepto mucho más amplio como era la Action Painting. La mayor aproximación, aunque insuficiente, a la pintura automática se ha dado dentro de las corrientes informalistas y de las abstracciones expresionista o lírica. Sin embargo, a pesar del uso corriente de éste término, por automatismo solemos entender de forma equívoca y anticuada, un procedimiento formulado por los surrealistas consistente en otorgar a la mano y al cuerpo una autonomía de movimientos tal, que la intervención reguladora de la razón o el control de la consciencia fuese mínima.

Si observamos la nueva abstracción que se está produciendo en esta década y tenemos un mínimo interés teorizante, necesitamos una revisión profunda del concepto automático. ¿Cuántos de nosotros, estamos instalados en la metáfora de la fragilidad, de lo inestable, del tránsito, el residuo, el proceso, la obra inacabable, el tiempo detenido?

Para terminar, quisiera citar un episodio de Los viajes de Gulliver, en el que los sabios de Laputa pretenden sustituir las palabras por las cosas; se demuestra irónicamente las dificultades que ello entraña cuando se trata de nombrar a la ballena, a todas las ballenas o, peor aún, a las ballenas ausentes.