Laura Revuelta. Tenerife. 2015 es
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Laura Revuelta. Tenerife. 2015 es

Texto catálogo “Fauces”. TEA Tenerife Espacio de las Artes, Tenerife.


MAGMA ORGÁNICO

Laura Revuelta

 

Decido escribir este texto sobre José Manuel Ciria a fogonazos o a golpes de palabras como vayan viniendo a la memoria. Como vayan surgiendo las ideas. Una especie de expresionismo abstracto verbal. En absoluto, surrealista porque no corresponde a su obra ni el inconsciente ni la inconsciencia. Ajustado a términos legales.

 

Estoy sentada frente a una ventana a través de la cual solo veo mar. Un inmenso mar monocromo. Oscuro y con discretas crestas, vetas, blancas. No hay tierra a la vista. El cielo es blanco y azul suave. En realidad, esta secuencia repetida es un perfecto ejercicio de abstracción por muy real que pueda parecer a golpe de vista o de interpretación superficial. Pienso en la pintura de José Manuel Ciria, y en su exposición Fauces. No encuentro referencias a sus gamas cromáticas que parecen brotar de las entrañas de la tierra y no del fondo del mar. Rojos, negros, tonalidades terrosas, como de suelo volcánico. No obstante, puedo imaginarme sus cuadros flotando en la superficie. No a la deriva, sencillamente aportando intensidad a este horizonte monótono. Relaciono esa secuencia imaginada con alguna de sus instalaciones pictóricas donde los cuadros quedaban esparcidos por el suelo frío de algún museo, en la serie Memoria Abstracta para ser más exactos. La memoria es abstracta como este entorno que me rodea. Por eso, mis relaciones visuales resultan tan abstractas como sus cuadros.

 

No puedo presumir de conocer todo sobre la pintura de José Manuel Ciria , pero sí de conocerla hace mucho tiempo. No puedo presumir de conocer todo sobre los discursos y discurrir internos de José Manuel Ciria, pero sí de saber de muchas de sus inquietudes habladas en largas entrevistas y charlas privadas. La pintura y solo la pintura. No puedo presumir de ese conocimiento absoluto, y menos desde que he leído por primera vez algunos textos por él escritos para el catálogo de su exposición en las salas de Tabacalera de Madrid. Fogonazos sorprendentes. He llegado a la conclusión de que él debería escribirse los textos de sus catálogos. Una delicia de sencillez e intensidad. Una bofetada a los incrédulos de la pintura y, por ende, de su obra. ¿Para qué intentar yo, u otros, describirle? Sencillamente porque él nos pide que traduzcamos su pintura a frases y conceptos. Confía en nuestras palabras. Yo confío más en las suyas. Solo intento darle una vuelta de tuerca en el contexto de la realidad artística de nuestro tiempo. Y José Manuel Ciria tiene mucho de navegante solitario como para echarle redes mientras su pintura navega ante mis ojos.

 

En muchos años dedicada a explicar, argumentar, comunicar el arte contemporáneo, no ha sido habitual toparme con artistas que tuvieran el don de la palabra. Ni la hablada ni la escrita. A lo largo de la Historia del arte, ha habido artistas del más alto escalafón de quienes, pese a ese puesto supremo, se han valorado más sus textos que sus obras, aunque esta teoría naciera en el ámbito cerrado de los expertos. No se sorprendan los profanos, pero Dalí es uno de esos casos. Hay quien ha llegado a afirmar que es mucho mejor escritor que pintor. Yo estoy de acuerdo, pero el ávida dollar siempre ha enriquecido más a los artistas que a los escritores. José Manuel Ciria es un buen escritor, pero, ante todo, un inmenso pintor. Domina la palabra a fogonazos. Su pintura también la domina a fogonazos. Son fogonazos que salpican la mirada. Máculas de pintura.

 

Convivo todos los días de mi vida, desde hace más de dos décadas con un cuadro de José Manuel Ciria. También con un grabado. Son obras de un tiempo en el que aún no había abandonado Madrid. No había iniciado su periplo internacional a la búsqueda de transformaciones, de mercado, de lecturas, de interpretaciones. Pese a los cambios en el equipaje, todo Ciria está escondido en esas piezas. Nadie podría poner otro nombre, otro santo y seña, a su lado. En Nueva York se ubica la primera escala. Nueva York es la ciudad de José Manuel Ciria. No me atrevería a decir por lo sentimental pero sí por lo pasional. Nueva York no es una pintura de Hopper. No es una imagen de Warhol. Aunque muchos abonados al tópico así lo pretendan. Nueva York es expresionismo abstracto en carne viva. Nueva York es pintura rota y agrietada. Es una ciudad vieja, pero no cansada. La pintura de José Manuel Ciria tiene de viejo o antiguo las mismas esencias, pero no es una pintura cansada ni agotada. Es una pintura callejera que recoge los retazos de una ciudad donde las paredes y los muros –dónde encontrar mejor lienzo– se resquebrajan para ver los jirones de los carteles publicitarios y se pintan y repintan entre el grafiti y el afán de tapar las heridas urbanas. Una ciudad en continua construcción como la pintura de Ciria. Por eso, es allí donde empiezan a incorporarse nuevos lenguajes a su trabajo. Desde el vídeo a lo objetual.

 

Después vino Berlín. Y de ahí Londres, ciudad donde ahora habita. No obstante, Madrid siempre es un punto de ida y vuelta. Me ha contado alguna vez que, para frustración propia, estando en Nueva York pintaba como lo hacía en Madrid. Y a la inversa, estando en Madrid pintaba como si estuviera en Nueva York. La inspiración o la musa cogía el vuelo de ida y vuelta cuando le daba la gana. Hasta que se ajustaron los horarios. Esto, al final no ha sido problema, los trayectos vitales y existenciales del artista se han terminado encontrando, se cruzan, van y vienen como corrientes subterráneas. Si hubiera que ubicar la pintura de Ciria en alguna tradición las más evidente es la del expresionismo abstracto, pero esto es solo una mínima parte. Las obras chorrean pintura como si brotaran de una Historia reinventada en cada uno de sus cuadros. Cuando el mundo del arte se dividió en bandos, a favor o en contra de la pintura – a favor o en contra de lo conceptual, él se quedó en un punto intermedio, aunque no equidistante. A José Manuel Ciria le hubiera gustado mearse en el urinario de Duchamp para marcar territorio entre su corte de acólitos de tercera y cuarta generación, pero también de tercera o cuarta categoría. A José Manuel Ciria nadie le mea el territorio porque a conceptual tampoco le gana nadie. Tiene aprendidas las manoseadas trampas del concepto, pero sabe que la pintura no puede tener trampas. Entre el camino fácil y el difícil, se quedó con este segundo aunque los réditos fueran menores y más complicados. Más complejos, aunque sean otros los que juegan o jueguetean con la complicidad.

 

No se puede esconder con palabras lo que al final solo es un artilugio de palabrería. Un juego de trileros que menean las ideas de un cubilete a otro para perder la mirada y el interés del espectador. En eso se ha convertido buena parte del arte de las últimas décadas. Lo bueno de José Manuel Ciria es que no hay mucho que explicar, aunque podríamos explicar muchísimas cosas si nos diera por levantar las capas de su pintura.

 

Abandona Nueva York para marchar a Berlín. Razones personales pero no de necesidad de cambio de ciclo, aunque el ciclo cambia. Es ley de vida. El mapa de la Historia del arte está marcado por distintas capitales. Decían que la de nuestro tiempo es Berlín, como antes lo fue París o Nueva York. A la ciudad del muro derribado le nació entre sus calles desoladas una fama de acoger a todo artista que ansiara poner su carrera en la órbita del éxito o de las modas. A José Manuel Ciria se le congela el alma. Poco tiene que aportarle Berlín y poco tiene que aportar él a una ciudad que a mí personalmente siempre me ha parecido fantasmagórica. Con el muro entremedias, sin el muro… Por muy anti moderno que resulte o por muy contracorriente que parezca, Ciria dobla la esquina de Berlín. No hay mucho que rasgar en sus cicatrices arañadas al asfalto. Y mira que pudiera ser un lugar propicio para la pintura intensa de Ciria, para esa herida que se abre con la muerte de su padre, a quien siempre define como su más fiel compañero. Yo le conocí en Madrid. Siempre estaba a su lado y no debe ser fácil sentarte al lado de un hijo artista. Su obra, a partir de la muerte del progenitor, empieza a caber en una sola cabeza, pero las cabezas se multiplican como las cajas de una mudanza que no tiene fin. Aparecen los rostros, los gestos entre desgarrados y monstruosos. Fantasmas internos y externos. Indaga en la enfermedad de la creación y del creador, del origen y de la muerte. Cuadros como ecografías del alma.

 

Su devenir es una montaña de cajas. El artista que se muda se lleva todo a cuestas. Una caja, y otra, y otra… A ver quién es el guapo que desembala todo eso. Lo material y lo inmaterial. Cada bulto guarda un recuerdo, una realidad y una sorpresa. A partir de entonces sus cuadros se llenan de cajas. Como sus estudios, como su ámbito vital. En esta exposición Ciria desembala buena parte de sus obsesiones que arropa bajo el título de Fauces. Aunque entrañe violencia el nombre, su pintura es pura ansiedad creativa, pero no agresividad. Experimentación con el concepto pictórico, con el alma, con la esencia. En la escenografía del cubo blanco que representa este museo las paredes van a irradiar fuego, como si lo volcánico que tiene este lugar saltara de nuevo a la superficie. El constructivismo de la arquitectura en el constructivismo de la obra de Ciria con el que también experimenta. Ciria llega un momento en que se hace amigo de Malevich.

 

El TEA es un museo diseñado por Herzog y de Meuron. Me viene a la cabeza este dato. Dos arquitectos que recogen lo orgánico y lo llevan a sus construcciones. Pienso que la obra de José Manuel Ciria resulta tremendamente orgánica. Procede de esa tierra tan pictórica que, en absoluto, suele ser baldía. Una isla que es magma, un museo que tiene algo de magmático, de gruta iluminada en su interior por la luz de esta pintura hecha a fogonazos de inspiración y de vida. De dentro afuera. De la tradición a la vanguardia. Del concepto a la intensidad expresiva. Construcción y destrucción para volver a nacer.