Robert Morgan. Amarillo. Texas. 2011. es
Texto catálogo “The Execution of the Soul”. Galería Stefan Stux, Nueva York, Febrero 2011.
LA EJECUCIÓN DEL ALMA: PINTURAS RECIENTES DE JOSÉ MANUEL CIRIA
Robert C. Morgan
La expresión «pintar sobre pintura» la usaron profusamente pintores formalistas y críticos del bajo Manhattan en la década de 1960. En aquellos días, el mero acto de pintar bastaba como argumento. Dedicarse a la pintura era algo claro y meridiano. La pintura era un canal abstracto que conllevaba su propio significado. Tenía una relación causa-efecto propia y no necesitaba de razón externa alguna para justificar su existencia. Recubrir de imágenes la superficie de un plafón o un lienzo vacío se veía como un acto mental y físico complejo y de partida se asumía que detrás siempre había algo más de lo que el ojo alcanzaba a ver. Pero en las últimas décadas, al desplazarse al primer plano de atención nuevas obras de índole audiovisual, han cambiado las cosas. Hoy la pintura ha pasado a ser más que un proceso y en cierta medida se ha visto ensombrecida por una retórica desmesurada. Por otra parte, algunos pintores ven menos su obra en términos «conceptuales» y tienden más a inventar formas que desafían el significado de aquello visible. Estos artistas van más allá de la pintura como un significante mudo que se halla aislado en las categorías de la abstracción y la figuración. Uno de los pintores más jóvenes de entre estos es José Manuel Ciria.
Ciria, comprometido a mantener el acto pictórico libre de toda categorización, parece eludir el orden obvio para afrontar algo más personal. Su anhelo de descubrir nuevas formas de equivalencia interna supera a cualquier motivo histórico o efecto estético. Aunque sus pinturas parecen de entrada predeterminadas, se mueven hacia un abandono gestual. Esta suerte de intenciones son en cierta medida imitaciones. Contienen una complicidad causal que bien limita o bien excede su función como pinturas. Al traspasar la superficie, las pinturas de Ciria transforman asunciones de significado en actos de desafío. La superposición de capas de pintura oculta el pasado: lo que Ciria entiende por Mnemósine o «imágenes que retroceden en el tiempo». Hay momentos en los que la Mnemósine navega por un mar encrespado, cuando las imágenes van y vienen por la superficie con el riesgo constante de precipitarse por la borda. Por ese motivo el pintor se esmera en estibar bien el peso de aquello que imagina en su acto de pintar.
Dado su desapego por los efectos puritanos, los españoles tienden a sentirse menos ofendidos por la desconexión con el significado que implica ese arte. Como bien sabe Ciria, las mejores y más heroicas pinturas trascenderán al anquilosamiento que provoca el tiempo. Aquí la memoria permanece a flote en un mar de imágenes táctiles cuando la Mnemósine habla de una creciente presencia que emana a través de la historia. Encapsulado por el tiempo, uno puede sentir el corazón y el alma de una cultura en sus primeras pinturas, como El espíritu de la memoria (1994), El último instante de la tradición (1998) y Noche en Torrejón el Rubio I (1999), y verlos desvanecerse a través de una bruma, pero hacerlo sin el más mínimo remordimiento. Esas pinturas están tan embebidas de la cultura española que no pueden refrenar su necesidad de avanzar en busca de la intemporalidad. La pintura a este nivel admite una fuerza interna reverberante, algo que yace entre el artista y la cultura, donde acaba por convertirse en una representación heroica del tiempo. Esas pinturas van más allá del ámbito del expresionismo al imaginar en qué podría acabar convirtiéndose realmente el tiempo intemporal. Ciria se enfrenta a una época de fraude virtual en la que el aluvión de imágenes electrónicas anula cualquier opción que pudiera tener el aparato sensorial para percibir la posibilidad de la verdad. Pese a que la sombría poética de Federico García Lorca y las visiones pictóricas de Motherwell y Tàpies siguen cerniéndose sobre un paisaje desangelado, se producen momentos insospechados de fulgor, como imprecisos fuegos artificiales que estallan en lo alto del firmamento. Estos fuegos de artificio brindan acceso al alma romántica de España, un tributo al que el artista se niega a renunciar. Esto puede ir más allá y sugerir que la promoción de una transculturalidad a través de todas las redes y los blogs de la globalización no es capaz de desestimar tan fácilmente las premisas de una cultura que el pintor Ciria pone de manifiesto en cada capa, trazo y mancha. Eso otorga a su obra una elasticidad vibrante y un murmullo de verdad. En ese sentido, la dimensión táctil de sus pinturas constituye un antídoto contra la abrumadora arrogancia de la transculturalidad.
José Manuel Ciria alcanzó cierta notoriedad en los inicios de su carrera como pintor abstracto. Sus precursores en la pintura española tardomoderna y contemporánea, como Saura, Tàpies y Sicilia, son harto conocidos. Mientras que Ciria comprende que el medio pictórico alberga su propio significado incluso antes de que el pincel del artista llegue a tocar la superficie, siempre queda algo por hacer para impulsar más allá al pintor: un trazo súbito, un color vivo, otro trazo, una forma fractal que se salpica a sí misma, otro indicio de Eros. El blanco de titanio de convierte en el vehículo hedonístico del color. La construcción e inclusión de estos elementos cromáticos formales asciende a una estratosfera de significado cuando se evoca de nuevo al tiempo. He aquí una reflexión del escritor Guillermo Solana: «El tiempo no se limita a mordisquear los contornos de las formas; desgasta, erosiona, corroe y devora la extensión de la mancha desde dentro. El tiempo se abre camino a lo largo de las grietas y la pintura, en un extraño contraste con su frescura, adquiere la apariencia de una ruina». No obstante, incluso en el proceso de generar esta secuencia constructiva/deconstructiva de acciones y actos pictóricos, Ciria vuelve su mirada hacia la destrucción final de la superficie en busca de una especie de milagrosa rehabilitación. Más que dejar un rastro, estas acciones rebasan los límites de la intención, fuera de cualquier preconcepto o intención, y alcanzan otro territorio desconocido para asegurar su tactilidad visual.
En referencia a un conjunto de obras abstractas de 2009 que se expusieron en la Galerie Couteron de París —basadas en un motivo iniciado en 2005 y titulado Serie Compartimentaciones — el artista parte en cada pintura de una retícula en la que se ensamblan diversas unidades de color. Una vez colocado el motivo en su sitio, Ciria se torna en contra de la precisión y empieza a desensamblarlo. Su ataque pictórico implica una suerte de demolición de algo que ha sido construido previamente. Las salpicaduras controladas de pintura — compuestas por diversas combinaciones de rojo, amarillo, negro, naranja, gris y blanco — sugieren un contrapunto agresivo, una interfaz violenta enfrentada a la moderada arquitectura de la superficie, un bombardeo estratégico que incluye microchips preparados para la destrucción. La colocación formal de la estructura reticular en contraste con los gestos relativamente controlados confiere a la pintura una cualidad tensa, estática, un interludio dinámico que pasa latiendo de una acción a otra. Ese «lirismo y construcción» que señala el eminente Juan Manuel Bonet en una serie de obras tempranas se ve más controlado en las obras recientes, con un enfoque parecido (aunque no en su estilo) al del primer Guston abstracto, por ejemplo, o a un Norman Blume, o a las incipientes marcas y colores de una Grace Hartigan, todos ellos pintores que se asocian con una fase posterior del expresionismo abstracto neoyorquino.
Ya pinte uno desde la posición de la figuración o desde la de la abstracción, esa estratificación a través de la cual evoluciona la pintura es lo que al final se torna en contenido. Podría decirse que Ciria entiende de manera intrínseca su dirección como pintor como una búsqueda intelectual. Por ejemplo, su idea de la pintura estaría en línea con el filósofo español del siglo XX, Ortega y Gasset. Visto de modo retrospectivo, el conocido ensayo publicado por Ortega a principios de la década de 1950 nos plantea un argumento protoestructuralista que aboga por un pasaje sincrónico entre dos momentos diacrónicos: arte y filosofía. Mientras los eruditos han interpretado tradicionalmente estas evoluciones históricas como dos cosas separadas e independientes, Ortega las percibía como relaciones de paralelismo mutuo. Así pues, lo que ocurría en la historia de un arte en un momento determinado podría, en realidad, aclararnos el avance de un concepto filosófico fundamental, y viceversa.
Sin ahondar en exceso en ello, cabe destacar el interés que tiene Ciria como pintor en las bifurcaciones del paralelismo. Como pintor que entró en escena a comienzos de la década de 1990, Ciria ha mostrado cierta propensión a aplicar una base sombría y cruda como terreno soluble sobre el cual dispone una retícula holgada de bloques blancos que nos sugiere una flotación arquitectónica sobre la superficie. En otras obras presenta unas líneas torcidas, fruto de su magistral pincel, sobre una retícula amplia construida a base de hojas de periódico, con esos atrevidos borrones o manchones tan suyos dispuestos en un orden uniforme algo caótico. Las familiares explosiones que abordaba en la reciente serie de pinturas que expuso en París, en las que se muestran gestualidades fulgurantes sobre una precisa retícula de color, se trasponen —se transportan — a otra serie reciente de imaginativos retratos. Aquí se nos evocan reminiscencias de cabezas amorfas y desconocidas — semiabstractas pero cargadas de vigor — como para delimitar un rastro estructural que discurre al borde del colapso o la desaparición, como para disolver cualquier formidable intención y limitarse a dejar que la pintura se convierta en lo que es. En el ámbito de estas cabezas abstractas eternas vislumbramos un retazo de la ejecución del artista, lo que sugiere no sólo una sutil manera de pintar, sino un exorcismo en la penumbra de la emoción más aguda, un atroz eructo de Saturno tras comerse a sus hijos. ¿Pueden ser estas cabezas las múltiples transmutaciones de un ogro amenazado en el devenir de la historia, atrapado entre el inevitable posthumanoide robótico y la pérdida de la individualidad que lo arroja a los estertores de la extinción? Los pigmentos de Ciria apuntan al ritual de la máscara, también harto conocido en la cultura española, como el disfraz incipiente que insinúa la siniestra posibilidad de la decadencia humana. Con ese conato de retroceso de las densas armonías cromáticas a través de la tensión del exceso, tendentes a una conquista metafórica del Ser, nos salen al paso tropos familiares, objeto de la obsesión de Ortega y de Heidegger, quienes se tambalearon bajo la canícula de mediodía de esa gemela de la filosofía: ¡la pintura!
Y así llegamos a la serie Rorschach Heads III: ¿qué son en realidad estas cabezas? A primera vista, nos aparecen como cosificaciones realzadas que representan la disimilitud de la individualidad, que tienden al mundo cotidiano de un pathos cómico y absurdo en el que el daño psicológico se cierne por encima de los sujetos imaginarios del artista. En cada caso, el mundo material exacerba tanto a la mente como al cuerpo mediante tensiones invisibles y denominadores ultraacentuados que se suscitan por medio de un software inmaterial. Todas las pinturas se elaboraron en 2010 y fueron pintadas al óleo y aluminio sobre lienzo. Su formato es cuadrado y la escala es relativamente grande, de los 150 cm a los 250 cm. El carácter desafiante de la mayoría de las cabezas se ve intensificado por un abstracto aspecto frontal, que revela así sus orígenes en las figuras abstractas tardías del ruso Kasimir Malevich, de la década de 1920, a las que Ciria rinde homenaje en su serie Post-Supremática (2006). Los títulos de varias de las cabezas revisten interés porque ilustran un aspecto particular, tanto emocional como psicológico y social, que contribuye al rasgo absurdo que se percibe en sus sujetos imaginados. Aun así, se aprecia más de un indicio de que muchas de estas pinturas están concebidas como autorretratos. Por consiguiente, el título metafórico de este ensayo conlleva dos interpretaciones: una, la ejecución del alma como ocurre en la ejecución de una pintura en la que el precepto subyacente es una representación del yo; y dos, la evidente decisión del artista de autoinmolarse o deconstruirse en el acto de pintar con el fin de reencarnarse como el sujeto de la serie Rorschach Heads III.
Este último aspecto fabulista de la serie de pinturas es hasta tal punto extraordinario que el deseo de autosuprimirse se revela marcadamente español. Paradójicamente, esto requiere un resurgimiento del Ego como mecanismo a prueba de fallos para la pérdida de la individualidad que origina la potencia arrolladora del Id. Eso, a su vez, está vinculado de manera inextricable con el motivo cultural que subyace al anhelo de Ciria de redefinir la pintura como una condición de la individualidad que va más allá de escoger entre la abstracción pura y el expresionismo cohibido, como si pudiera reprimirse una manera de abordarlo en favor de la otra. Esto contradice esa idea puritana subestimada por los norteamericanos en la que se plantea un imperativo entre pragmatismo y trascendentalismo. Por el contrario, Ciria aprovecha la viabilidad de ambos a modo de subterfugio para explicar el equilibrio temporal entre ellos. Al haberse criado en España y residir ahora en Nueva York, los retratos de Rorschach Heads III constituyen un testimonio de su capacidad para comprender y aplicar las ventajas de ambos extremos — postura en la que coincide con Freud — no vaya a ser que lleguemos hasta el final de la civilización y sus aflicciones. En este sentido, puede que las cabezas de Ciria sean primarias —no del todo desligadas de los CoBrA, sobre todo de las figuras abstractas de Karel Appel — pero, al mismo tiempo, Ciria eleva esta historia crítica a un nuevo nivel. Al contemplar Acid Rain — una pintura excepcional que muestra un encuadre de medio perfil de una cabeza masculina angustiada — da la sensación de que se hace menos hincapié en el aspecto general de desesperación o ira que en la confusión psicológica que inunda la mente de alguien que toma decisiones en contra de los intereses de la gente que vive en el siglo XXI. Cuando observo Oh Shit! (The Party is Over), me queda claro el mensaje de que la insultante corrupción del sector financiero era una realidad conocida por todos pero que muy pocos querían reconocer. En ambos casos estamos hablando del advenimiento del significado en la pintura, del crisol hacia el que el medio ha sido encaminado y en ocasiones ha sido rechazado ya desde los artesanos paleolíticos que trabajaban en las cuevas de Brasil y del sur de Francia. José Manuel Ciria nos ha ensenado que las categorías de la pintura son menos relevantes que la profundidad de la que, a través de la investigación que hace el pintor en busca de la individualidad, extraemos significado. Su obra suscita preguntas relacionadas con la comercialización del arte «tras el fin del arte», por citar una frase del filósofo y crítico Arthur Danto. El lado oscuro de estas incursiones en las estrategias finales del arte institucional ha dejado a muchos observadores en un estado de parálisis cultural. Entretanto, Ciria ha optado por tomar otra dirección. Ha ido más allá de la chirriante seducción del kitsch y ha emergido con un punto de vista diferente, más reflexivo. Su notable serie Rorschach Heads III sugiere un enfoque viable y necesario acerca de cómo pensamos en el arte. Estas son unas pinturas incisivas que no deben racionalizarse ni tomarse a la ligera. Son pinturas que satisfacen el destino del arte y lo hacen yendo más allá de lo institucional para hacerse significativas.