Carlos Delgado. Orense II.
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Carlos Delgado. Orense II.

Carlos Delgado. Palacio Simeon. Orense. II

(Continuation of «Carlos Delgado. Palacio Simeon. Orense. I»)


TERCERA PARADA: DOODLES

 

La raíz experimental modular, que en definitiva era la base de su serie “Schandenmaske”, cede en la serie “Doodles” a favor de una libertad iconográfica que no se adapta a ningún orden autoritario. Se abre aquí, además, un nuevo tipo de figura, próxima a la idea del monigote infantil, que Ciria ya había desarrollado parcialmente en la suite Divertimentos Appeleanos, de 2006, enérgico cruce de la temperatura Cobra y el ingenuismo mironiano, que se concreta en “muñecotes de colores estridentes y textura petrificada, figuras con ojos desorbitados y pelos encrespados que no pretenden ser bárbaros, ni manifestar una rabia de expresión sino recuperar la tradición de la reflexión de la pintura en la pintura”(28). Ahora bien, mientras aquellas piezas recordaban irónicamente la pintura con los dedos del jardín de infancia como posible camino de renovación plástica, en las que ahora comentamos han desaparecido las connotaciones de ingenuidad lúdica y técnica.

 

El orejas saludando (2006), tal vez la pieza más fresca y mironiana de todos los divertimentos appeleanos, muestra un amplio y estridente repertorio cromático, plantea numerosas simplificaciones y malformaciones fisonómicas, y, sobre todo, pone en primer término una sabia lectura de los modos estéticos asociados a la creatividad infantil, esa que todavía no ha encontrado la censura que implica la tradición, la formación y la experimentación artística. En la pieza Doodle (2008) el cuerpo es un estrafalario aparato roto, personaje que sobredimensiona su cabeza ovalada y sintetiza el resto de sus miembros. Pero tales distorsiones, que parecen una revisión de las dislocaciones del Art Brut, contrastan ahora con el refinamiento de la obra. De nuevo, Ciria plantea un cruce de temperaturas que busca no enmarcarse en ninguna categoría discursiva unificadora: el aspecto banal y naïf del icono parece estar desconectado del rigor de la construcción visual, de la rigurosa organización compositiva y de la audaz distribución cromática. El resultado es una imagen fascinante, dotada de una energía hipnótica, donde la violencia ahogada de lo deforme y fragmentario se superpone a la opresión del dispositivo reticular. Ahora bien, tal superposición es tan solo un engaño. La planitud de la imagen y la confusión de los planos que constituyen el “fondo” (el rectángulo rojo, la retícula y el campo gris, ¿qué jerarquía espacial poseen entre sí o con respecto a la figura?) plantean una confusión que, realmente, es fusión o interferencia de todos los elementos plásticos en un mismo plano. La posibilidad de la disección visual, significativa y legible con respecto a la figura y el fondo, es otra de las convenciones visuales que Ciria trata de derribar en esta gran pieza. De hecho, es perverso atrapar a este monigote vivaz en un orden regulador, como también lo es violar el ritmo geométrico con la inclusión de un cuerpo libre que se derrama. Tal vez, el espacio donde estas figuras pueden tomar conciencia del espacio que les rodea es en la deriva abierta del jardín.

 

Para Ciria, la metáfora del jardín conceptualiza uno de sus temas privilegiados, al menos durante su trabajo de los años noventa y bajo su sistema conceptual de trabajo Abstracción Deconstructiva Automática; nos referimos a las técnicas de azar controlado, donde la mano del creador deja de estar reflejada por metonimia en la mancha e imponía su propio límite expansivo. Una de sus múltiples formas de aplicación vendrá determinada por el uso como soporte de aquellas lonas que habían servido para cubrir el suelo del taller durante la realización de otras piezas. El azar surge entonces como mecanismo aleatorio, como residuo que camina libre hacia una superficie dispuesta en el suelo y se convierte en el punto de partida de una elaboración posterior.

 

El soporte pisado y manchado por el eco del ejercicio artístico es reciclado y valorado por su inmediatez expresiva pero, sobre todo, por ejemplificar la esencia del objeto encontrado y dueño de una memoria, en este caso, extraordinariamente ligada al propio artista. De este modo, la memoria arcaica de ritmos, frecuencias y flujos, masas y colores, es el reflejo de una pulsión que el pintor valora como merecedora de ser investigada. Lo instintivo y lo razonado han estado presentes, en un diálogo de intensidad variable, a lo largo de toda su trayectoria. La reciente integración de estos “incidentes casuales elocutivos”(29), ya presentes como vimos en algunas piezas de “La Guardia Place”, no solamente lleva a asumir la memoria del soporte, sino la memoria de la propia trayectoria del artista, quien ya entre 1995 y 1996, realizó “El Jardín Perverso I” y en 2003 “El Jardín Perverso II”, suites pertenecientes a la serie “Máscaras de la mirada”, a partir de este mismo planteamiento.

 

Si en determinadas piezas, como la ya comentada Posible figura como trama roja, Ciria impone una malla reticular entre el icono y el “jardín”, lo habitual será una relación más directa entre los dos registros. En Cabeza buque boca abajo (2008), la memoria del soporte posee su propio eco geométrico, ahora menos formalista y tocado por las ideas de desvanecimiento y temblor. Por otro lado, la intensa carga de narratividad que el título implica, así como la monumentalidad centralizada de la forma icónica, nos hacen pensar en dispositivos figurativos tradicionales; ahora bien, la inversión del motivo, puesto boca abajo, pervierte los principios de la percepción. La desaparición de la normalidad, de lo físicamente natural, pone en cuestión su esencia como tema iconográfico y lo convierte en una estructura abstracta cuya única función es ser imagen. Como ocurría en las obras de Baselitz, dicho efecto conlleva desposeer a la forma de su registro semántico primitivo, la obliga a dejar de ser una figura legible inscrita dentro de una composición y, en definitiva, pasa a ser ella misma composición.

 

Esta reflexión sobre los problemas formales de la pintura, los límites entre la abstracción y la figuración, así como sobre la intensidad de una inversión se concreta con brillantez en Composición con crestas (2008), donde la inventio (iconografía) ya es referida en el título como pura dispositio (composición plástica); de este modo, el artista hace desaparecer el condicionante perceptivo narrativo, y sólo se refiere directamente a aquello que es inevitablemente reconocible, un perfil encrestado de connotaciones agresivas y animalescas.

 

Este mismo carácter totémico y primitivo, que como en sordina se ha ido introduciendo a lo largo de las distintas etapas que jalonan la trayectoria en Nueva York de Ciria, alcanza unas extrañas cotas expresivas en la que tal vez sea una de las piezas claves de su andadura última: El ojo que llora ante la pintura (2008). De nuevo, el componente narrativo, ahora además dramático, se impone en un primer momento ante nuestra lectura; la presencia imponente de la figura, entre muñeco desarticulado y monstruo salvaje, próximo a determinadas composiciones de Kart Appel, ofrece su dolor al espectador. Ya no hay subversión invertida, sino frontalidad expresiva que aparentemente deja poco espacio a la ambigüedad. Pese a no tratarse de una figura descriptiva, la presencia lógica del óvalo negro rodeado de un trazo rojo que fluye en tres bandas sinuosas, nos aproxima irremediablemente a la idea de llanto, de dolor sangrante generado por la mirada. ¿Pintura que llora por qué pintura? Posiblemente, por la que ella misma representa: persistente con la especificidad del medio, sólida técnica y conceptualmente, desplazada del centro del mapa que parte del bieanalismo actual y la digitalización de la mirada imponen. Tal vez su único destino sea agregarse a esa pintura que “ha abandonado casi todo: el lienzo, el marco, la pared, los géneros…”(30) y que reniega de su propia condición a favor de una hibridación constante con otras disciplinas; esa nueva pintura que se enriquece dejando de serlo, que se camufla en la contaminación y distorsiona su especificidad para acoplarse ante un nuevo espectador que parece haber superado el artificio del régimen escópico. En definitiva, aquella pintura que trata de encarnar y ejemplificar “una sensación embriagadora de ser por fin libre”(31) o bien, desde otra perspectiva menos optimista, que busca encarnar una nueva modalidad, pintura porvenir, que será aquella que sepa dar “cumplida cuenta de su propia extinción”(32). Otra pintura cuyo resultado sólo puede ser un malentendido o una paradoja irresoluble: pintura que para sobrevivir, debe alejarse de las categorías que la definen como tal. En una inverosímil fiesta de disfraces, esa pintura opta por ser exactamente lo opuesto, lo otro, o lo mismo pero disfrazado: serlo todo.

 

CUARTA PARADA: MEMORIA ABSTRACTA

 

La progresiva reconfiguración de la pintura de Ciria señala un continuo afán por desarrollar de manera coherente una defensa de la permanencia y pertinencia del medio pictórico más allá de modas, descréditos o presagios funerarios. Para Ciria, los emblemas de la pintura moderna pueden ser deconstruidos sin alterar la pureza del espacio pictórico, firme operatoria que le ha llevado a posicionarse como una de las voces más complejas de la pintura española actual; de hecho, lo que el artista pone en juego en su discurso no es la reticencia obstinada a la hibridación o la expansión del medio (sobre este aspecto ha trabajado, con singular lucidez, en diversas series), sino el deseo de corroborar en la práctica la importancia de la pintura en el complejo campo del arte actual y la potencialidad que esta disciplina posee para atravesar constantemente nuevos espacios conceptuales y formales. Su actitud implica ir a contracorriente, afirmar la pintura, “desdibujada por el peso de una paralizante teoría de la vanguardia”(33) frente a su ocultamiento. Pero sobre todo, busca construir una pintura que se imponga a la percepción distraída, a la trivialización de la imagen, y que logre desestabilizar la pasividad de la mirada: el cuadro se convierte así en un foco para la inquietud, para la duda, en definitiva, para la reflexión. A las duras y a las maduras, tanto en los momentos de recuperación positiva del medio como en los que se afirma con mayor ahínco su fin como vía de expresión, Ciria logra encontrar nuevos cauces para su investigación pictórica.

 

“Aptitud. Intención. Búsqueda. Concepto. Aportación”. Sobre una rigurosa estructura reticular blanca, azul y roja, herida sutilmente por manchas fluyentes, José Manuel Ciria dispuso en 1992 estas cinco palabras que iban a marcar la complejidad de su proyecto artístico maduro. De hecho, el artista sólo decidirá embarcarse en un discurso abstracto una vez edificado una plataforma teórica que lo sustente y, al tiempo, lo aleje de la posibilidad de un manierismo banal. Sus inicios como artista encontraron un primer hito cuando, hacia 1984, llevó a cabo su primer grupo de pinturas con cierto grado de homogeneidad temática; reunidas bajo el título “Autómatas”, aquellas piezas presentaban estructuras antropomórficas osificadas a las cuales se había extirpado sus rasgos particulares a favor de una interioridad erosionada. El cuerpo fue, por tanto, el primer motivo experimental de Ciria, modulado en series posteriores a partir de jirones expresivos; más tarde, lo hará a través de la progresiva destrucción de la figura originaria, como ocurre en su serie, iniciada en 1989, “Hombres, manos, formas orgánicas y signos”. Desligado finalmente del lenguaje objetual, el inicio de los años noventa coincidirá con la progresiva consolidación de la imagen abstracta, donde la mancha y la geometría constituirán los estratos claves de su indagación plástica.

 

Mancha y geometría son el eco de una objetivación histórica, inmanente a sendos modos de entender la abstracción que cristaliza con la modernidad, pero que tienen una larga historia. La restauración que emprendió Ciria de este principio genitor de las heroico-vanguardias no podía sino manifestarse a través de la compleja problematización que suponía la praxis pictórica de los años noventa. En este sentido Ciria se convirtió en el ejemplo perfecto de esa corriente que llegará a atravesar el cambio de siglo y que se inscribe en una abstracción post-heroica y, aún, post-minimal. Pero lo que desde sus inicios delimitó definitivamente la originalidad y pertinencia de su acción fue la lucidez de un lenguaje que, apoyado en una sólida plataforma conceptual, se situó al margen tanto de la redefinición manierista como de la burla irónica, la melancolía lírica o la resolución ornamental.

 

La reflexión sobre esta herencia a la que aludimos buscará la inmanencia de dos conceptos visuales (la disposición cuadricular versus la irrupción accidentada de la mancha) encadenados por las conclusiones de la combinatoria dispositiva. Y si bien esta parcela de investigación no define la totalidad de intereses de su obra, ¿cómo no darnos cuanta de que, durante su producción de los años noventa, las obras mayores, las más innovadoras, fueron precisamente las que pusieron al límite las posibilidades dialécticas de la mancha y la geometría? La condición inasimilable de los constituyentes de la primera –aceite, ácido y agua- y las múltiples dicciones que conseguirá imponer a la segunda, trazarán muy diversos niveles de intensidad expresiva que culminará en las series “Manifiesto” (1998) o “Carmina Burana” (1998). Y ya, jalonando los primeros años del nuevo siglo, las series “Compartimentaciones” (1999-2000), “Cabezas de Rorschard I” (2000), “Glosa Líquida”(2000-2003), “Dauphing Paintings” (2001), “Venus geométrica” (2002-2003), “Sueños construidos” (2000-2006) u “Horda geométrica” (2005) certificarán los vértices de esta investigación en toda su amplitud.

 

La nueva etapa que Ciria inicia en Nueva York a finales del año 2005 supone, ya lo hemos señalado al inicio de este escrito, una poderosa inflexión en su producción determinado por dos ideas claves: un enfriamiento pictórico a partir de la recuperación de la línea como armazón compositivo y la consecuente estabilización de la iconografía, dirigida a estabilizar cuerpos hieráticos, sin rostro, próximos en un primer momento a las obras que Malevich realizara en la segunda mitad de la década de los veinte. En esta búsqueda de una suerte de grado cero sobre el que construir una nueva línea de investigación, el artista retorna, tal vez de manera inconsciente, a un tipo de imagen que recuerda a las que configuraron su primera serie “Autómatas”. Durante su siguiente capítulo en Nueva York, el formalismo estricto que imponía el dibujo se liberará de la iconografía del cuerpo para desestructurarlo y abrir nuevas dimensiones temáticas. De nuevo, la evolución sugiere un paralelismo con la que desarrollara en sus inicios: muchos de los interrogantes que planteaba la serie “Hombres, manos, formas orgánicas y signos”, nexo de transición hacia la plástica anicónica de los años noventa, volverán a ser analizados por Ciria en “La Guardia Place”.

 

Este sugestivo discurso circular, donde una primera huella alcanza mayor profundidad al volver el artista a trabajar sobre ella, no debe ocultar sin embargo la radical novedad de los planteamientos desarrollados Nueva York. Desde esta perspectiva, las razones de un aparente regreso a fórmulas ya tanteadas en los inicios de su trayectoria, debe ser puesta en relación con el deseo de cerrar un importante ciclo de su producción y de tantear una nueva apertura hacia el futuro. Si sus primeras experiencias figurativas, trabadas por la línea de contorno, fueron el impulso hacia su obra abstracta expresionista de la década de los noventa, su investigación acerca del dibujo desarrollada durante los últimos años es, del mismo modo, el germen de sus últimas producciones anicónicas: al desprender el color de la estructura lineal, la mancha recupera la libertad y su volumen vuelve a expandirse; sin embargo, el resultado que presentan sus últimas piezas es aún más expresivo, informal y dinámico que sus manchas azarosas de los años noventa, cuyo principal hito se estableció en la gran serie “Máscaras de la mirada”. Por otro lado, el dispositivo reticular adquiere también una entidad nueva, de un rigor rotundo, rígido y absolutamente decisivo en la configuración de la imagen. La contención y enfriamiento al que Ciria ha sometido toda su producción neoyorquina inicia una deriva tensa basada en la oposición radical de ambos extremos.

 

Las piezas que integran la serie “Memoria abstracta” ilustran las nuevas cotas que alcanza el artista dentro de su reflexión sobre los posibles enlaces entre el gesto y el orden. Frente a la mancha rota de “Máscaras de la mirada”, donde la repulsión entre el agua y el aceite erosionaba su morfología, Ciria ofrece ahora manchas de color plano que dialogan violentamente con el negro; la sintaxis resultante posee una furiosa energía interior que parece litigar por liberarse de la estricta compartimentación geométrica que organiza su ritmo sobre el soporte. Tal dicotomía entre la encadenada serialidad del damero y el poder sugestivo y dinámico de lo informe es, al mismo tiempo, un sabio giro de tuerca a las tensiones entre los medios compositivos y expresivos que hasta ahora había diseccionado. Lo sorprendente es, sin duda, su capacidad para partir de la dialéctica de la modernidad y construir un trabajo absolutamente desligado de los tradicionales relatos pictóricos. El acento en la intensidad, en el dramatismo, que poseen sus últimas composiciones no es un disfraz o un velo que tamice una idea ya explorada. Pese a la persistencia por parte del artista de declarar que, inevitablemente, siempre termina pintando el mismo cuadro, lo cierto es que Ciria es capaz de transformar constantemente la piel de su pintura sin, por ello, anular su inconfundible identidad.

 

QUINTA PARADA: CABEZAS DE ROSCHARD III

 

El itinerario encadenado a través de distintas paradas que hemos propuesto a lo largo del texto no presenta exactamente una evolución lineal, sin censuras ni hiatos; al contrario, las consecuencias creativas de la producción de Ciria durante su estancia en Nueva York responden a un discurso dinámico que en ocasiones se solapa y que resitúa constantemente las claves genéricas de su producción. Pero más allá de las diferencias formales que identifican y categorizan cada una de sus series, su trabajo siempre ha desvelado la importante veta conceptual que organiza el discurrir de obra desde una exploración previa de los componentes plásticos: la Abstracción Deconstructiva Automática como herramienta para construir la pintura en la década de los noventa y la insistencia en un vocabulario formal regido por las dos grandes líneas de la tradición abstracta, geométrica y gestual, replanteado y amplificado en “Memoria Abstracta”; la recuperación de la línea como armazón compositivo en “La Guardia Place” y “Doodles”; la culminación de la exploración del módulo como estructura iterativa que puede generar cambios semánticos a través de la estructuración interna y el uso del color en “Schandenmaske”.

 

Esta reflexión nos sirve para destacar el carácter extraño de “Cabezas de Roscharch III” dentro de la producción global de Ciria. Su serie más reciente apuesta por una pintura netamente figurativa, exenta de matices abstraizantes que dificulten una lectura referencial pero definitivamente alejada del naturalismo. Se trata de rostros sobredimensionados en su escala, caras convertidas en campos de combate donde se establecen contrapuntos lumínicos y distorsiones cromáticas, poderosos primeros planos que apelan un crudo diálogo con el espectador. Pero, en cualquier caso, retratos, sin más derivas conceptuales ni exploraciones formales que las que se generan del deseo de convertir a la pintura en un fascinante acontecimiento plástico. Audaz estrategia estética que le permite a través de una base sensible –alejada la fría temperatura de algunas de sus propuestas conceptuales más arriesgadas- conectarse de manera directa con el que mira.

 

En el contexto de la iconografía referencial durante la etapa neoyorquina de Ciria, la figura se había planteado como un estímulo para la libre interpretación que, aún en su vertiente más figurativa, se orientaba hacia la definición de los rasgos esenciales del contorno de un icono sometido a diversos niveles de metamorfosis. Una vez desintegrada la apariencia morfológica y, con ello, la idea de sujeto concreto y su ser en el mundo –como decía Merleau-Ponty–, la figura perdía el anclaje de su identidad. En obras como Mujer extraña, Bañista, Nueva bañista de formas redondeadas, Contorsionista I o Contorsionista II, todas pertenecientes a la serie “La Guardia Place”, el artista acentuaba la metamorfosis que determina la pérdida prácticamente absoluta del reconocimiento y la superposición de las formas versátiles sobre las fijas, junto a una compleja tensión en la ambigüedad del significado. En definitiva, la proyección de Ciria sobre el género de la figura/retrato se resolvía desde lo que Rosa Martínez-Artero ha titulado –entre signos interrogantes– nuevas construcciones del sujeto: “un sentimiento profundamente arraigado de contingencia y fragilidad (lo no definido), en oposición a la seguridad otorgada por la denominación (el orden jerarquizador del «uno»), produce un sujeto-“yo” de difícil descripción pictórica”(34). Tal dificultad surgía en las pseudo-figuras de “La Guardia Place” porque se trataba de cuerpos atravesados por lo múltiple, por el descuartizamiento.

 

En “Cabezas de Roscharch III” la dificultad no estriba en ver el retrato. Los amplios márgenes de icononicidad que acoge lo figurativo en la pintura contemporánea permiten seguir hablando de este género aún cuando se desvirtúa el concepto del parecido. El uso de la línea, el volumen, los recursos lumínicos, el manejo del color en sus escalas tonales y de saturación, no se afinan para imitar un sujeto concreto sino para decir nuevas cosas sobre la identidad plástica del artista. El sujeto del retrato, cuando es real, no es dueño de su imagen y apenas encuentra una cartografía que le oriente dentro del camino de su identidad. Pero el sujeto es también máscara, ha proyectado su identidad más allá de su propia morfología para integrar un nuevo yo mediado por la pintura. En cierto sentido, la representación del cuerpo ajeno articula implícitamente la actitud del artista hacia el suyo propio y, finalmente, cada uno de sus trabajos acaba convirtiéndose, de una manera o de otra, en un autorretrato.

 

En conversación Ciria me revela dos posibles detonantes, ligados a su historia personal reciente, como raíz de su nueva serie: “Por un lado, el tumor cerebral en la cabeza de mi padre y su muerte; por otro, el viaje a Isla de Pascua y el enfrentamiento con los Moais y lo primitivo de la cultura Rapa Nui”. Simbólicamente, estos dos acontecimientos plantean, por un lado, la idea de la cabeza/rostro como sinécdoque de una totalidad (cabeza como emblema de un yo humano doliente y cabeza como icono de una civilización perdida, respectivamente). Al mismo tiempo, ambos hechos pueden sintetizar una imagen el binomio mortalidad-inmortalidad: el hombre vive y muere, es un punto minúsculo en la extensión de lo que es el ser humano; la cultura, la creación, el arte, es, por el contrario, lo que permite que algo de ese hombre logre ser inmortal, dejar una muesca en la historia. El primero es un un rostro ligado a nombre, objetivado; el segundo es un rostro social, un símbolo, no es, o no quiere ser, la cabeza de nadie.

 

A lo largo de los últimos dos años, han sido diversos los homenajes que Ciria ha dedicado a su padre a través del símbolo de la máscara perforada por una mancha informe. En ellos, la cabeza es un site activo que plantea el desequilibrio que produce la forja de la identidad y su asociación con la idea de la muerte. Como ha señalado José Miguel G. Cortés, “una sociedad basada en la hegemonía del racionalimo y en el enfrentamiento de los aspectos contradictorios presentes en el ser humano es una sociedad que nos lleva a concluir que tenemos un cuerpo, sin llegar a entender que somos un cuerpo”. Asumir la segunda afirmación nos permitirá emplazar en cuerpo en un lugar donde “ya no será una frontera a sobrepasar sino una parte del conjunto simbólico donde la vida y la muerte tampoco se plantearán como elementos antagónicos, sino como partes complementarias de una totalidad que conforma nuestra existencia”(35).

 

Por otro lado, Ciria ha trabajado sistemáticamente su obra como una cartografía singular que expresa la incidencia creativa de sus distintas estancias por distintos lugares el mundo (París, Roma, Monfragüe, Tel Aviv, Moscú, Nueva York). Este carácter “nómada” ha estado vinculado siempre con compromiso con el emplazamiento y no es de extrañar que su viaje a la Isla de Pascua haya determinado una importante reflexión plástica.

 

Existe la teoría de que los Moais fueron tallados por los polinesios como representaciones de antepasados difuntos. Sin embargo, para Ciria esta referencia queda solapada por su interés por la concepción monumental, la imponente frontalidad y la sintética expresividad de estas esculturas. En este sentido, el artista enlaza con el interés recurrente a lo largo de la modernidad por la llamada cultura primitiva, entendida esta como la generada por los pueblos anteriores a los que inauguran la civilización occidental. Existe en este interés de Ciria hacia los Moais, no podemos negarlo, un deseo de huida, de apartarse de la compleja densidad visual de la cultura de masas actual a través del refugio en un símbolo de lo primigenio. Sin embargo, lo que para los pioneros del arte del siglo XX fue un absoluto descubrimiento que ayudó a la liberación del canon tradicional, para Ciria significa una referencia más que digerir, analizar, traducir e incorporar a su investigación

Ser sobre todo rostro, imagen representada, significa dejar de ser otras cosas. La ambigüedad que plantea Ciria entre el retorno de la figura y su persistente transformación antinaturalista, elaborada en el marco de problemas formales de la representación, señala un afán de transgredir o incluso negar constantemente la afirmación física y psicológica del género. Como un maquillaje dramático, estructurado a fogonazos, los colores usurpan la verosimilitud a la piel de los personajes que integran “Cabezas de Roscharch III”. Tal vez sea precisamente esta llamativa distorsión tonal, sumada a la ausencia de un marco ambiental concreto y a la inamovible posición frontal de las figuras, los únicos caminos para garantizar la permanencia del yo en un momento de efímeros acontecimientos y apresuradas transformaciones.

 


 

1.Siempre con la conciencia de la imposibilidad de traducir sin variar el significado. Dicha heterogeneidad ha quedado patente en Des tours de Babel (1985) de Jaques Derrida, donde el autor señala que no hay un original de la traducción, así como no hay traducción sin un resto intraducible; es decir, toda traducción conlleva una ganancia y una pérdida.

2.ROSENBERG, Harold. “The American Action Painters”, Art News, LI, nº 8, diciembre, 1952, p. 22. Tomado de SANDLER, Irvin. El triunfo de la pintura norteamericana. Historia del expresionismo abstracto. Alianza, Madrid, 1996, p.283.

3.LÉVI-STRAUSS, C. Lo crudo y lo cocido. Fondo de Cultura Económica, México, 1968, p. 332.

4.VALÉRY, Paul. Œuvres. Gallimard, París, 1957, pp. 927-31.

5.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Búsquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, p. 31.

6.“La idea de un «yo» dotado de una forma estable y finita ha sido, gradualmente, erosionada, haciéndose eco de los influyentes desarrollos que el siglo XX ha producido en los campos del psicoanálisis, la filosofía, la antropología, la medicina y la ciencia. Los artistas han investigado la temporalidad, la contingencia y la inestabilidad como cualidades inherentes de lo humano”. WARR, Tracy. “Preface”, en WARR, T. (ed.) The artist’s body. London, Phaidon Press, 2000, p. 11.

7.MARIO PERNIOLA. “El cuarto cuerpo”, en CRUZ SÁNZHEZ, Pedro A., y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á., (ed.), Cartografías del cuerpo. La dimensión corporal en el arte contemporáneo. CendeaC, Murcia, 2004, p. 110.

8.PÉREZ VILLÉN, Ángel L. “Tutelar la mirada, velar la visión”, en Máscaras. Camuflaje y exhibición. Córdoba, Palacio de la Merced, noviembre 2003-enero 2004.

9.DE DIEGO, Estrella. El andrógino sexuado. Eternos ideales, nuevas estrategias de género. Madrid, Visor, 1999, p. 15.

10.Nombre del psicólogo suizo cuyas investigaciones se orientaban al diagnóstico de las neurosis de sus pacientes por la particular interpretación que éstos realizaban sobre determinadas manchas “abstractas”.

11.Declaración del artista recogida en TOWERDAWN, Joseph: Plástica y semántica (Conversaciones con José Manuel Ciria), en Quis custodiet pisos custodes. Galería Salvador Díaz, Madrid, 2000, p. 43.

12.CIRIA, J.M.: “Espacio y luz (Analítica estructural a nivel medio)” en José Manuel Ciria. Espace et lumiére. Artim Galería, Estrasburgo, 2000, p. 56.

13.ABAD VIDAL, Julio C. “Pinturas construidas y figuras en construcción”. Ciria. Pinturas construidas y figuras en construcción. Sala de exposiciones de la Iglesia de San Esteban, Murcia, 2007, p. 42.

14.En 1996 Ciria dejaba por escrito su propia definición del concepto de máscara: “El concepto de «Máscara» se traduce en un triángulo que se multiplica en poliedro, en razón a la intencionalidad, al resultado objetivo y a la posterior interpretación particular. Pero no sólo en cuanto al acto creativo en sí, sino a la triple referencialidad que anida en todos nosotros, en el artista, en su obra y en el propio espectador. Somos lo que somos –también lo que no somos–, lo que creemos ser y lo que los demás conciben de nosotros. Porque cada vez que un pintor produce la evidencia de una mancha en una tela, le es imposible contar y predecir las asociaciones personales, sentimentales y estéticas que ese gesto es capaz de suscitar en un espectador determinado. El disfraz, la ocultación, el equívoco de enmascarar o enmascararse, el dolor…, facilitan un juego constante en el que, sin poder evitarlo, observamos que la máscara permite ver en su primera medida su condición ocultadora o reveladora, y a través de ella, la estructura, que tensa y destensa configurando el propio lenguaje. Posición desde la cual se legitiman cada uno de los lenguajes, en la que en último término se implica el espectador”. CIRIA, José Manuel. “El tiempo detenido de Ucello y Giotto, y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma”, en José Manuel Ciria. El tiempo detenido. TF, Madrid, 1996, p. 27

15.DE DIEGO, Estrella. Op. cit, p. 16.

16.KUSPIT, Donald. El fin del arte, Akal, Madrid, 2006, p. 147

17.“José Manuel Ciria en conversación con Rosa Pereda. El pintor en Monfragüe”. Ciria. Monfragüe. Emblemas abstractos sobre el paisaje. MEIAC, Badajoz, 2000, p. 65.

18.“Mientras que los Viejos Maestros crearon una ilusión del espacio dentro del cual uno podía imaginarse caminando, la ilusión creada por el Modernista es la de un espacio al que uno puede mirara y a través del cual puede viajar únicamente con el ojo”. GREENBERG, C. “La pintura modernista”, tomado de FRIED, M. Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas. A. Machado, Madrid, 2004, p.41

19.“La pureza del medio había dejado de ser un imperativo crítico”. DANTO, C. A.rthur “Lo puro, lo impuro y lo no puro. La pintura tras la modernidad», Nuevas abstracciones, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1996, p. 19.

20.MITCHELL, W.J.T. “No existen medios visuales”. BREA, José Luis (ed.) Estudios visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización. Akal, Madrid, 2005, pp. 18-25.

21.CIRIA, José Manuel. “La mano ausente”, en Box of Mental States. Art Rouge Gallery, Miami, 2008.

22.KUSPIT, D. Signos de psique en el arte moderno y posmoderno. Akal, Madrid, 2003, p. 257.

23.Por cotidianidad debe entenderse aquello “que hace del cuerpo una entidad dormida, plegada a los dictados de un discurso homogeneizador que lo instrumentaliza, hasta convertirlo en un medium, sin más función que la de servir de cauce para la expansión del sistema de valores dominantes”. CRUZ SÁNCHEZ, Pedro A. y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel A. “Cartografías del cuerpo (propuestas para una sistematizacion)”. SÁNZHEZ, Pedro A., y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á., (ed.) Op. cit, p. 19.

24.Ibídem

25.CIRIA, José Manuel. “Volver”. Búsquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, pp. 44- 45.

26.Ibídem.

27.GÓMEZ MOLINA, Juan José (coord.) Estrategias del dibujo en el arte contemporáneo. Cátedra, Madrid, 2006, p. 47.

28.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Op. cit, p. 23

29.GARCÍA-BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 23.

30.BARRO, David. Imágenes [pictures] para una representación contemporánea. Mímesis-Multimedia, Oporto, 2003, p. 94.

31.Ibídem, p. 19.

32.BREA, José Luis. Las auras frías. El culto a la obra de arte en la era postaurática. Anagrama, Barcelona, 1991, p. 136.

33.GARCÍA-BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 63.

34.MARTÍNEZ-ARTERO, Rosa. El retrato. Del sujeto en el retrato. Montesinos, Barcelona, 2004, p.261.

35.G. CORTÉS, J. M. El cuerpo mutilado (La Angustia de Muerte en el Arte), Valencia, Generalitat Valenciana, 1996.