Carlos Delgado. Orense I. 2010.es
Texto catálogo “Five Squares. Series Americanas”. Palacio Simeón. Diputación de Orense. Orense, Diciembre 2010.
CIRIA: FIVE SQUARES
Carlos Delgado Mayordomo
En el año 2005 José Manuel Ciria trasladó su centro de trabajo de Madrid a Nueva York y, al poco tiempo, logró plantear nuevos caminos para el desarrollo de su pintura. Sin embargo no se trata de un periodo desligado de sus hallazgos anteriores: en permanente tensión con su propio trabajo, el artista siempre ha quebrado la posibilidad de un hilo conductor lineal en su trayectoria; más bien, su obra ha planteado una revisión cíclica de determinados conceptos, de modo que factores que en un sistema visual anterior estaban subordinados serán luego dominantes, y viceversa: mancha, geometría, soporte e iconografía, en disposiciones variables determinadas por la combinatoria, habían funcionado como ejemplar base, formal y teórica, de su Abstracción Deconstructiva Automática (ADA), estrategia conceptual que apoyará una vigorosa abstracción desarrollada a lo largo de la década de los noventa.
Esta insistencia en dotar a la pintura de una plataforma conceptual, eficaz en su formalización y corroborada a través de numerosos escritos teóricos, nos sirve para señalar el carácter extraño, de otredad constante, de una producción ambigua a la hora de ser clasificada en lo grupal. A ello se une el hecho ya señalado de que frente a la deriva tecnológica y la contaminación de medios, que vendrían a desintegrar el límite que impone el soporte para adscribirse en un tiempo y un espacio diversificado, virtual o material −pero en cualquier caso desligados del módulo cerrado tradicional del soporte pictórico− Ciria insista en la idea de pintura como “cuadro”, objeto artístico que parece presentar una contemporaneidad débil, expulsado de las derivas en las que se inscriben los intereses de bienales y documentas últimas.
A través de esta meditada opción Ciria nos invita paradójicamente a repensar su trabajo como límite físico, material, es decir, a cuestionar la idea de superficie elaborada, mostrada como terminada, totalidad irrepetible y aurática, metáfora clásica del discurso creador, planteada por nuestro artista desde la conciencia de que se trata, sin duda, de una metáfora imperfecta. En este sentido parece orientarse su reflexión cuando el soporte utilizado incorpora una memoria anterior al proceso pictórico creativo que el artista no esquiva, contenido sedimentado al margen de la pintura que, si bien acaba formando parte del discurso, no es el resultado de una acción creadora (manual, artesanal si se quiere) sino de una permisividad con esa huella que se inscribe en la reflexión conceptual. O bien −como ocurre en su reciente incorporación de láminas de aislante térmico− el artista incorporará la amenaza de su deterioro y la potencialidad del reflejo. Una potencialidad que también se plasma en la propia lectura de su nuevo repertorio iconográfico neoyorquino donde se multiplican las derivas significacionales que puede llegar a producir, soluciones a la espera de la narración crítica o de la intuición del espectador. Recursos vanguardistas que son reestructurados mediante el extrañamiento, intereses posmodernos que son desplazados hacia un discurso excéntrico, y siempre, tensiones con los límites del propio medio en un férreo pensamiento sobre la pintura que huye de cualquier inscripción en lo banal.
En este sentido Ciria es el ejemplo perfecto de esa corriente que atraviesa el cambio de siglo y que se inscribe en una abstracción post-heroica y, aún, post-minimal. Pero lo que delimita definitivamente la originalidad y pertinencia de su obra abstracta previa a su asentamiento en Nueva York es la lucidez de un lenguaje que se sitúa al margen tanto de la redefinición manierista como de la burla irónica, de la melancolía lírica o de la resolución ornamental. Será precisamente la consistencia con la que elabore un planteamiento original y alternativo lo que determine su posición como una de las figuras claves de la pintura española durante la década de los noventa. Esta valoración, que numerosos críticos e historiadores del arte han venido realizando desde entonces, no puede dejar de alcanzar también a sus propuestas realizadas en Nueva York los últimos años.
NUEVA YORK COMO LABORATORIO DE INVESTIGACIÓN
Como ya hemos señalado, a finales del año 2005 el artista decidió instalarse en Nueva York para repensar su pintura, lo que le llevará a alterar aquellos valores que tanto éxito le habían proporcionado en la década anterior y a plantear rotundos giros que nos impedirán, una vez más, clasificar su obra de manera taxativa. La elocuente reinvención de su propio lenguaje en Nueva York surgirá, curiosamente, de la reflexión sobre la producción de Malevich; pero frente a las indagaciones que abrieron en el escenario de las vanguardias rusas el camino hacia un arte desvinculado del objeto y, por tanto, hacia un intento de abstracción absoluta, Ciria se interesará en este nuevo arranque por aquella evolución final del pintor ucraniano que derivó hacia la representación de unos cuerpos rígidos, dotados de un interior solidificado, heroicamente escondidos en un riguroso dibujo que los transformaba en sutiles iconos.
Los primeros dibujos de Ciria hacia un nuevo lenguaje distinto de su abstracción gestual anterior apuntarán hacia una exploración figurativa ligada a este referente, si bien el interés del artista por cabezas y bustos sin identidad concreta había tenido algunos breves precedentes en las serie “Cabezas de Rorschach I” (2001) y Cabezas de Rorschach II” (2005), como posteriormente analizaremos con mayor detenimiento. Pero en el nuevo contexto de Nueva York el pensamiento estético de Ciria encontrará su génesis no sólo en la recuperación de esta iconografía modulada parcialmente por lo referencial, sino en una nueva búsqueda que pasará por la condensación de la mancha gestual, libre y expansiva, dentro de una estructura visual delimitada por la línea de contorno.
En cualquier caso, el estudio analítico de la obra de Malevich no culminará en la apropiación directa y tampoco en la réplica de lo observado; como ya hemos señalado, nuestro artista es un innovador que reivindica la posibilidad de destruir la herencia de la vanguardia heroica para seleccionar de ella los pliegos que le son válidos. En su aproximación a Malevich el artista no merodea, sino que busca la confrontación directa como inicio de su trabajo de laboratorio. Sus figuras no pertenecen ya a un mundo concreto y su exploración de un territorio fronterizo entre figuración y abstracción se lleva a cabo desposeído de los tintes específicamente dramáticos de esta etapa de Malevich. El pintor retirará todos estos condicionantes antes de emprender la deconstrucción de la estructura interna de la imagen malevicheana para alcanzar la génesis de su propia configuración.
Sus primeras experiencias a este respecto conformarán la serie denominada “Post-Supremática”, y desde este referente el artista empezará a elaborar rostros sin identidad, cuerpos sin carne, figuras de gestos congelados y aspecto hierático; una palabra, hierático, que empleamos para designar la expresión severa e inmutable, pero cuyo sentido griego original se remite a lo sagrado, y por tanto, a lo intemporal. Si los grandes poetas siempre han rescatado las palabras del proceso de erosión al que las somete su uso común, Ciria rescata a estos individuos de su propia historia, esto es, de su propia humanidad: los reinventará como iconos, aislados de cualquier narración cotidiana y ubicados en un territorio fronterizo entre figuración y abstracción
PRIMERA PARADA: LA GUARDIA PLACE
El proceso de desarticular al Ser con respecto a su fundamento carnal constituye, como veremos, una de las posibles vías de análisis de la obra de Ciria elaborada en Nueva York. Tal exploración arranca con la reinvención de sus autómatas malivechanos desde una aceleración de la descomposición (decodificación) de la identidad corporal. La evolución lógica a partir de este punto va a ser tanto de continuidad como de ruptura. Continuidad porque en estas primeras obras encontrará una herramienta excepcional para sus trabajos posteriores: el dibujo como estructura de la forma. Ruptura porque aquellas primeras figuras se irán modulando hasta posibilitar un territorio de progresiva libertad iconográfica, con formas que pronto dejarán de estar reguladas por la lógica del cuerpo. Todo ello nos obligará a considerarlas de otro modo, a leerlas en términos distintos. Este tránsito es el origen de la que sin duda es una de las etapas más brillantes y excepcionales de Ciria, jalonada por el amplio conjunto que configura la que podemos denominar como su primera serie específicamente americana: “La Guardia Place”.
A partir de la reflexión del artista sobre el dibujo nacerán familias de diversa intensidad referencial; en todos los casos, es posible intuir la presencia de una morfología fragmentada donde restituye realidades que siempre se encuentran alejadas de una interpretación descriptiva. El dibujo que estructura estas obras recoge en su interior una materia palpitante y a la vez petrificada; acaba por concebirse como germen de un signo icónico que, en sus múltiples matices, lo devora como registro legible. Al mismo tiempo, es el único resorte que posee el motivo frente a la amenaza de su desaparición: si el dibujo no existiera, la mácula se expandiría en un proceso azaroso que posiblemente tendría mucho que ver con la producción abstracta de Ciria. Y sin embargo, no debemos entender este dibujo como una mera demarcación o límite para la mancha: la línea se convierte en herramienta estructural y compositiva de la imagen, define nuevas iconografías y abre la posibilidad de la regulación y la repetición modular.
Una observación pausada de las obras que integran la serie “La Guardia Place” permite descubrir la recurrencia de un mismo elemento formal en diversos trabajos, es decir, la insistencia en unos sintagmas de construcción icónica que estimulan su variabilidad por la vibración tonal, la disposición y su relación con el fondo. El interés de Ciria por la combinatoria y repetición de un mismo módulo o matriz se sitúa en un horizonte que incluye una compleja transformación semántica para cada nuevo registro. A partir de la variación de aquello que se sitúa a ambos lados del límite preciso del dibujo (su interior y su relación con el exterior-fondo), y la inmanencia −siempre matizada y a veces trasgredida− de aquello que lo define como tal matriz (la casi idéntica descripción del perfil), la repetición será entendida ahora como reactivación semántica. A través de este proceso descubrimos cuánto le interesa al artista conseguir la solidez del texto visual para, posteriormente, someterlo a un nuevo estadio.
La pertinencia de lo modular en la obra del artista radica en que permite una reflexión siempre en curso, una sistematización de su investigación de la materia. Lo sorprendente es que tal investigación no concluye en la refinación excesiva. De hecho, Ciria apostó para esta serie, según sus propias palabras, por una pintura “rare” (término que podemos traducir(1) como cruda o inacabada) que, sin navegar por el eclecticismo, evita la sensación de rotundidad; ahora, tal posibilidad queda filtrada por un acento inconcluso que dota a su obra de una nueva frescura llena de impulso, en la que aparentemente, cualquier cosa puede suceder. El pensamiento reflexivo del artista es el que abre el camino de esa potencial no realización que choca directamente con la unidad de los discursos de las vanguardias utópicas para afrontar un nuevo acento donde la preocupación por la factura se desintegra. Al analizar la serie “La Guardia Place” contemplamos un desposeimiento de la insistencia en los matices formales −una insistencia que el artista ubica dentro de las coordenadas de la tradición europea−, para virar hacia una formulación menos estabilizada, sugerente por su aspecto crudo, que valora ligada a las experiencias pictóricas norteamericanas de dinámica gestual.
En “La Guardia Place” Ciria introduce, como en sordina, continuas dudas en el sustento simbólico de la obra que alteran la comodidad de tal reajuste. Ya hemos apreciado aquellas obras figurativas que desestabilizan la claridad de lo narrado, sus obras abstractas dotadas de un pálpito figurativo que no llega a concluir, y aquellas otras piezas donde los términos se diluyen en una iconografía inestable. En todos los casos, la ambigüedad del valor semántico contribuye a este aspecto de que la obra no está convenientemente acabada, pues los términos de la oposición parecen mostrarse con igual densidad; por eso se neutralizan, borran su diferencia, y precisamente eso que escapa a la oposición es lo que se configura como su condición de posibilidad.
Pero existen otros factores que vienen a determinar la pertinencia del adjetivo “rare”. En La tradición de lo nuevo, Harold Rosenberg señalaba que en cierto momento el lienzo se convirtió para los pintores americanos en un espacio donde dejar su propia huella, «un escenario en el que actuar, en vez de un escenario en el que reproducir, rediseñar, analizar o «expresar» un objeto, real o imaginado. Lo que iba a producirse en el lienzo no era un cuadro sino un acontecimiento”(2). La obra actual de Ciria gravita entre la imagen y el acontecimiento, lo uno por lo otro, motivado por lo otro. Este punto de encuentro divergente se genera a partir del interés de Ciria por forzar los mecanismos de la práctica pictórica, ahora a partir de una extraña conjunción entre la tradición vanguardista europea y el formalismo tardío de la abstracción norteamericana; herramientas oxidadas que nuestro artista-bricoleur pone en circulación con nuevas consecuencias. Pintura cruda, inconclusa, donde la retórica del texto visual siempre mantiene el deseo de otros énfasis. En los mitos, nos dice Levi-Strauss, el énfasis “es la sombra visible de una estructura lógica que se mantiene oculta”(3). Las “rare paintings” de Ciria acogen esta flexibilidad, dando a entender más de lo que aparentemente expresan, como un palimpsesto en potencia que aún no se ha reescrito.
Pero tanto en un nivel conceptual como puramente visual, el interés de esta serie se desliza hacia otras múltiples derivaciones que van desde el extrañamiento tonal (especialmente refinado y enigmático en la suite “Winter Paintings”) hasta sus exploraciones acerca del empleo de pintura de clorocaucho sobre láminas de aislante térmico. Este último material, tan inestable como la imagen que sobre él se puede reflejar, tan frágil y en apariencia efímero, nos descubre una conciencia aporística en su relación con el tiempo. No deja de resultar inquietante que un artista tan interesado por la perduración material de sus obras se involucre ahora en una preocupación temporalista que desacraliza lo eterno y que cede ante lo mutable. ¿Una expresión del cinismo posmoderno? No, y tampoco un audaz juego experimental como el que realizara en su serie “Mnemosyne” (1994), donde las piezas se autodestruían sobre el bastidor. Ahora encontramos una nueva actitud que se enfrenta de lleno a la idealización de la obra concluida para revertir positivamente sobre el carácter “performativo” de la pintura. La construcción visual se mantiene latente desde el momento en que la transformación se materializa como constante descubrimiento de la identidad del cuadro. Esta vindicación del proceso otorga a sus obras un presente inconcluso, determinado por la inflexión de un devenir en suspenso.
Una exploración de tan profunda dimensión teórica no rechaza, sino que integra, el aspecto más “sensorial” de la técnica pictórica: de hecho, en la evolución de esta serie está presente una nueva intensidad cromática que tal vez no puedan explicarse sin su visita a la República Dominicana y otros países del Caribe en los meses previos a la preparación de su muestra itinerante por el continente americano iniciada en el verano de 2008; pero también actúa en la sinergia que impulsa su trabajo la veta brava de la tradición española en la que él se formó, esos rojos y esos negros que han dominado gran parte de su producción abstracta de los años noventa y que ahora conviven con nuevas influencias en un sincretismo espectacular. Armonía entre diversos centros como único origen del que puede nacer una obra de carácter universal.
Ahora bien, a esta amplia gama hay que añadir el color de la propia superficie en aquellas piezas donde la tela no es virgen. Este último tema, que tantas reflexiones ha motivado en la evolución de Ciria, se concreta dentro del conjunto de “La Guardia Place” en una nueva sección que surge del cruce de sus propuestas neoyorquinas con la utilización de soportes que previamente habían servido para proteger el suelo de su estudio durante la creación de otras piezas. La integración de estos incidentes casuales no solamente asumen la memoria del soporte, sino la memoria de la propia trayectoria del artista, quien ya entre 1995 y 1996, realizó “El Jardín Perverso I”, y posteriormente en 2003 “El Jardín Perverso II”, suites pertenecientes a la serie “Máscaras de la mirada”, a partir de este mismo planteamiento. El azar, como mecanismo aleatorio que camina libre hacia la superficie, se convertía entonces en el punto de partida de unas creaciones en las que la elaboración pictórica reinventaba aquellas primeras manchas accidentales. La lona plástica pisada y manchada por el eco del ejercicio artístico era reciclada y valorada por su inmediatez expresiva pero, sobre todo, por ejemplificar una propuesta azarosa dueña, a su vez, de una memoria extraordinariamente ligada al propio artista.
De nuevo, el poderoso acento imprevisible de ritmos, frecuencias y flujos, masas y colores, es para Ciria el reflejo de una pulsión que es valorada como merecedora de ser investigada. Los datos visuales puestos casualmente en bruto sobre el lienzo son susceptibles de ser reubicados como estrategia de generación de orden que otorga coherencia formal a la obra. El hecho es que todas esas manchas aleatorias se encontrarán en un primer momento como desorientadas, extrañas, en una relación ambigua entre sí, antes de la complicidad con la disposición visual que elabore el artista. En este cruce que se plantea entre “La Guardia Place” y “El Jardín Perverso” el artista conjuga sin desequilibrios dos casos extremos de azar y control. La operatividad de esta sintaxis es el resultado de una exigente sutileza que logra encontrar lazos no preexistentes de causalidad trenzados por la poderosa iconografía que se integra en estas obras.
El cambio de concepto pictórico que venimos describiendo en la obra de Ciria, este tránsito desde una abstracción expresionista hacia una obra cruda e inacabada, las complejas simbiosis entre forma y significado, en definitiva, la complejidad conceptual que sustenta su pintura, son elementos que parecen alterar el extremo “apolíneo” de apaciguar la mirada que Lacan otorgaba a la pintura. Tanto para el observador que conozca la trayectoria del artista, como para el que se encuentre por primera vez con su obra, el trabajo actual de José Manuel Ciria provoca, sin duda, un asombro extrañado.
FORJANDO LA MÁSCARA
En “Reflexiones simples sobre el cuerpo”(4) el poeta Paul Valéry desmonta la noción única del cuerpo para ofrecernos tres vías de acceso: el primer cuerpo es esa masa asimétrica que alcanza a ver mi vista y que no tiene pasado, pues se trata de una entidad que vivo siempre en el presente. El segundo, “tan querido para Narciso”, es la envoltura uniforme que contemplan los demás, aquello cuya superficie veo envejecer sin la sospecha de lo que se esconde en su interior. El tercer cuerpo, sin embargo, está privado de unidad: es el cuerpo abierto, hecho jirones y diseccionado en criptogramas histológicos de los que sólo tenemos referencias por las palabras de los médicos.
El repertorio iconográfico que José Manuel Ciria abre, a finales de 2005, con la serie “Post-supremática” y que continúa entre 2006 y 2008 con “La Guardia Place” puede ilustrar la narración irreconciliable de estos tres cuerpos. En el nuevo espacio de su taller en Nueva York el artista emprenderá un itinerario que irá modulando sin conocer plenamente las implicaciones de su desarrollo: el buscado enfriamiento de la expresividad gestual de su pintura abstracta de los años noventa encontrará su génesis en el sencillo recurso del dibujo como estructura compositiva. A partir de esta primera solución la mancha de color se verá modulada por la arquitectura de una línea de la que saldrán a flote las significaciones específicas. El dibujo, seguro de sus prerrogativas, mantendrá en un primer momento indeleble los estigmas de su origen: figuras, torsos y rostros concentrarán el devenir de la mancha para convertirla en la piel eruptiva de sus autómatas andróginos malevicheanos; pero pronto estos cuerpos alterarán la morfología descriptiva para abrirse hacia iconografías que, aún manteniendo cierto carácter biomórfico, se desentenderán del rigor de la descripción del cuerpo: la dimensión física se desconectará entonces de los filtros racionales del sujeto. Seguiremos hablando de cuerpos −o, más específicamente, de órganos sin cuerpos(5)− porque tanto las derivas netamente figurativas como las decididamente abstractas del periodo neoyorquino de Ciria comulgan en una misma elocuencia formal: aquella que impone la línea y la contención de la temperatura cromática.
Como en el tercer cuerpo de Valéry, las iconografías más complejas de la obra de “La Guardia Place” se han extraviado en su propia piel deshaciéndose de toda su predecibilidad. La parte se resiste a su representación total, el cuerpo se desensambla y el sujeto figurativo sucumbe a una corporalidad múltiple. Ciria indaga en una problemática que se incardina en la concepción contemporánea del sujeto(6) para contribuir a la proyección gráfica de una realidad de otro orden.
Además de los tres cuerpos ya mencionados, Paul Valéry introduce la idea de un cuarto cuerpo que no está sometido a los regímenes de control social y que parece proceder de la insatisfacción respecto a los otros cuerpos: más semejante a una cosa que a un organismo viviente(7), ubicado en el territorio donde lo que no es puede llegar a ser, este cuarto cuerpo se define según me complace o necesito. Un nuevo nivel, regido por una dimensión autónoma con respecto a los otros tres (el cuerpo que se muestra, el cuerpo que se contempla, el cuerpo que se abre) y que oculta el “yo” que la sociedad demanda como identidad pública.
Segunda piel sobre la superficie de lo contingente, limen que usurpa del rostro la condición de verosimilitud(8), la máscara puede ofrecerse como conceptualización tangible de este abstracto cuarto cuerpo. Un “yo” cubierto con una máscara nos propone una imagen nueva pero percibida como un contracuerpo o como una contradicción en la que la realidad parece ser lo que en realidad no es. Recipiente de connotaciones que nos convierten en el Otro, la máscara actúa en el umbral tembloroso de la identidad; nos resitúa, en definitiva, para proponer la presencia de una ausencia: ese poder que imaginamos en el Otro y del que supuestamente carecemos(9).
Tras haber ejecutado y desarticulado el cuerpo, Ciria pasa entonces a diseñar el sencillo contorno de la máscara en su siguiente serie, “Schandenmaske”, que analizaremos con detalle en el siguiente apartado. Este cambio del centro de gravedad de su temática ha ido graduándose de forma sutil, lo que comprobamos al descubrir que los rostros de sus figuras malevicheanas no presentaban un mayor grado descriptivo que estos nuevos óvalos clausurados. ¿Máscara sobre máscara? La actual operación conceptual del artista consiste en enajenar al rostro de su contexto natural irreductible, esto es, la organicidad del cuerpo humano. Frente a aquellos cuerpos sin aparente identidad, Ciria propone ahora una identidad sin cuerpos, un recorte que viene a interferir en los hilos que aún ligaban sus morfologías con lo humano.
Pero para comprender el alcance de la dialéctica de Ciria con esta temática es necesario considerar los antecedentes que han jalonado su concreción actual. La formulación plástica desarrollada por Ciria en los noventa ha sido circunscrita por la crítica, en muchas ocasiones, a una concepción de la abstracción que elude cualquier consideración sobre otras prácticas de enunciación simbólica. Sin embargo, a nuestro modo de ver, el interés del artista durante su periodo neoyorquino por diversos niveles de identificación referencial ha punteado distintos momentos de su producción abstracta y, en concreto, la idea de cabeza o máscara ha actuado como hilo conductor de este hecho.
Tras una primera etapa ligada a un modelo de figuración expresionista, Ciria se introduce en la década de los noventa con una sólida propuesta de modelo abstracto. A partir de 1992, precisamente el mismo año en el que descubre la lona plástica como posible soporte pictórico, el artista elabora sus primeras experiencias en torno al collage: Ciria incorpora el empleo de imágenes recortadas fácilmente reconocibles, precisamente en este momento de definitiva decantación hacia lo abstracto. En líneas generales, el sentido o significado que quiera darse a las figuras recortadas y pegadas sobre el soporte pintado siempre tiene en cuenta una función que va más allá de lo iconográfico: pueden actuar como contrapunto visual o bien como instrumento ordenador de la resolución compositiva de una pintura abstracta. Pienso a este respecto en trabajos como Palabra, color y sangre, Sencilla historia de amor y Todos escondidos, todos del 1992. Sin embargo, existe una pequeña pieza realizada este mismo año y titulada Cabeza donde los ojos y labios extraídos de una revista y dispuestos sobre una pintura de carácter netamente abstracto sí insisten en la determinación figurativa del título. Efectivamente, ojos y boca sirven para integrar el fluir cromático abstracto en un todo semántico de carácter referencial. Lo que vemos, antes que cualquier otra cosa, es una cabeza.
El arco temporal que va desde este primer y extraño intento de compatibilizar abstracción y figuración hasta su siguiente experiencia marca el devenir de su obra netamente abstracta de los años noventa. Será en el año 2000 cuando Ciria comience a representar, bajo el título “Cabezas de Rorschach”(10), el contorno de unos perfiles humanos cuya interioridad eruptiva cancelaba la concreción del rostro. El título era una alusión al psicólogo suizo cuyas investigaciones se orientaban al diagnóstico de las neurosis de sus pacientes por la particular interpretación que éstos realizaban sobre determinadas manchas abstractas. Más allá de esta rememoración del famoso test visual, que nos habla del interés de Ciria por los procesos inconscientes, la activación de la mirada del espectador surge en esta nueva serie del cuestionamiento de la objetividad de su sentido.
Las figuras pertenecientes a “Cabezas de Rorscharch I” no muestran una fisonomía clara más allá de la silueta que marca la cabeza, el cuello y los hombros. El rostro se configura, sin embargo, como un estallido cromático donde no hay formas que recuerden a formas (nariz, ojos, labios…) y, por lo tanto, de cualquier reflexión sobre el estado anímico del personaje. No obstante, la violencia de los rojos, la densidad de su aplicación más allá del límite de la propia figura, puede hacer que el espectador descubra tras la ausencia de rasgos una producción de sentido, sin duda dramático.
Adorno señalaba que las obras de arte son enigmas que, al mismo tiempo que dicen algo, ocultan también otro algo. Este misterio requeriría por parte del espectador el complejo ejercicio de trascender la interioridad de la creación para cerrar un código semántico que siempre será abierto de nuevo con la mirada de otro espectador, o incluso la siguiente mirada del mismo. Para José Manuel Ciria tampoco existe un significado unívoco de la creación, y éste no puede formularse formalmente: “No hay nada semejante a un significado literal, si por significado uno entiende una concepción clara, transparente, sin que importe el contexto ni lo que hay en la mente del artista o del espectador, un significado que pueda servir de límite a la interpretación por ser anterior a ésta, un significado fuera de significación. La interpretación no existe sin la obra y jamás produce frutos, exceptuando los puramente analíticos”(11). Más que el significado, cuya búsqueda valora lícita, a Ciria le interesa el concepto que se une al significante “para constituir un signo lingüístico o a un complejo significativo que se asocia con las diversas combinaciones de significantes lingüísticos”(12).
Desde esta perspectiva, Ciria nos proponía una aproximación a la lectura que vaya más allá de la mera interpretación iconográfica. La estructura formal de la cabeza y su resolución como obra pictórica es mucho más importante que el posible reconocimiento de un determinado nivel de mímesis, o que el dramatismo inherente a las 6 piezas de esta serie realizadas por el artista durante su primera estancia en Tel Aviv bajo el título de “Víctimas”.
Ya en las piezas de esta misma serie realizadas durante el año 2004, como son Tres máscaras, Cabeza sobre negro y Cabeza sobre rojo el óvalo del rostro es seccionado de su contexto natural irreducible, esto es, la organicidad del cuerpo humano. Ya no aparecen el cuello ni los hombros, sino una mancha oval que gracias al título de la obra sugieren algo familiar pero inidentificable. El extrañamiento de lo figurativo, que ha dejado de ser tal, se acentúa con la incorporación de una nítida estrategia compartimentadora como fondo, y que incluye la cabeza dentro de una propuesta experimental y analítica que anula las posibles connotaciones de su preciso origen iconográfico.
Cuando en 2005 el artista vuelva a indagar en esta misma dirección en el conjunto “Cabezas de Rorschach II”, éstas serán seccionadas e individualizadas en obras como Cabeza sobre negro y Cabeza sobre rojo, para finalmente multiplicar su presencia inquietante en la obra Tres máscaras. En estas nuevas piezas, el artista llevó a cabo una depuración del fondo, sobre el que se disponían breves matices acuosos y escuetas compartimentaciones. La mancha quebrada que en su acento expresivo se proyectaba más allá de la propia cabeza en las piezas de Tel Aviv, era ahora acomodada en un interior físico firmemente definido en su contraste sobre un fondo en el que proyecta una leve sombra, avanzando el rigor lineal de sus primeros trabajos en Nueva York.
Pero aún hay más capítulos que posicionan el tema de la cabeza-máscara como emblema recurrente en la trayectoria de Ciria. De manera paralela al desarrollo de su serie “Post-Supremática” y dentro de una misma dirección orientada hacia el enfriamiento de la carga expresiva de su producción anterior, Ciria elabora a lo largo de 2006 la breve serie “Estructuras”. Pese a estar constituidas por complejas “redes lineares”(13) que incorporan el vacío interno y, por tanto, rechazan la sensualidad de la masa física, los títulos y el diseño global permitirá la identificación con rostros desconectados, nuevamente, de un físico que los explique.
Ya dentro de las exploraciones temáticas y formales que acoge “La Guardia Place”, la máscara ha sido directamente enunciada en obras realizadas en el año 2007 como Máscara y tres elementos, Cabeza máscara y Máscara africana. Sin embargo, dentro del conjunto de esta serie valoramos como verdadera bisagra hacia la nueva concepción plástica que el artista desarrollará inmediatamente después dos piezas llevadas a cabo en marzo de 2008: Bloody Mary duplicado y Cabeza sobre fondo verde.
En sendas obras la dimensión del disegno ha quedado reducida a la configuración de una simple estructura ovalada frente a la iconografía proteica, libre y expansiva que predomina en el conjunto de la serie. Pero será sobre todo el color y su carácter contrastante lo que determine la originalidad de ambas piezas: así verdes y naranjas, tonos nada habituales en la producción del artista, o la recuperación de un rojo que, en Cabeza sobre fondo verde, ya empieza a virar hacia el rosa en su fluida relación con el blanco; nuevas dimensiones cromáticas que marcarán la senda a transitar en sus nuevas creaciones pertenecientes a la serie “Schandenmaske (Máscaras burlescas)”.
Al extrañamiento que se deriva de estas elecciones se suma un nuevo modo de concebir el acto pictórico donde se acentúan los accidentes al tiempo que se desintegra el gesto de la acción, tal como se verá más adelante, cuando abordemos las líneas de interpretación que se abren a partir del análisis formal de esta nueva serie.
SEGUNDA PARADA: SCHANDENMASKE
El término latino “persona” deriva del etrusco “phersu” y este del griego “provswpon”, y designaba la máscara que utilizaban los actores de la tragedia para hacer resonar la voz (per sonare). Formal y conceptualmente, Ciria culmina en la serie “Schandenmaske” la búsqueda de este sentido originario(14), que se anuda al deseo de ser otro, de subvertir lo establecido para incardinarse en una metamorfosis donde “se adivina el engaño, la apariencia; en otras palabras, el disfraz. Al final no es Zeus quien seduce a sus víctimas, sino el otro, los otros”(15). El artista, ya lo hemos señalado, ha captado progresivamente este proceso, partiendo de un conjunto donde el cuerpo se abre hasta generar, ahora, un yo camuflado por la máscara como paradigma de aquello que el cuerpo trata de inventar sobre sí mismo.
Pero “Schandenmaske” es, además, una sólida meditación sobre el lenguaje pictórico y sus intersticios, el tiempo y la memoria, el orden y el azar. Señala Donald Kuspit, a propósito de la obra de Bruce Nauman Cartografiando el estudio (Ningún azar John Cage) que para el artista post-moderno (o post-artista) el azar ya no es tan creativamente significativo e inspirador como era para Cage y, antes, para Duchamp: “El azar ha dejado de ser la boba suerte del arte; en la posmodernidad se ha convertido en un acontecimiento cotidiano, que es como se produce en la calle”(16). Creo que en “Schandenmaske” existe una lúcida conciencia de la importancia de los parámetros casuales: frente al rechazo del acento creativo de lo no controlado, el artista ubica en un lugar cardinal este presupuesto clave para su pintura abstracta de los años noventa y, de nuevo, consigue integrarla como negación de su propio gesto creativo.
La búsqueda del accidente había sido una de las principales vías de exploración desarrolladas por José Manuel Ciria a partir de su modo de trabajo ADA. El empleo de técnicas como la decalcomanía, el frotagge, el grattage, el chorreo, las salpicaduras o las pulverizaciones, le permitieron entonces provocar campos texturales inesperados. La mezcla incombinable de aceites, ácido y agua, así como la incorporación de diversos ingredientes químicos activaban el carácter espontáneo de una mancha que, en ocasiones, acababa “pintándose” −es decir, desarrollándose sobre el soporte− por sí sola y generando su propio espacio y tiempo. La mano del creador dejaba pues de estar reflejada por metonimia en la mancha ya que de ella sólo descubríamos un eco tamizado por la irrupción de los procesos automáticos.
Frente al estricto control formal que exigía la compleja modulación lineal de su serie “La Guardia Place”, Ciria sitúa ahora el eje creativo en otra dimensión: la disposición del color en una estructura sencilla y recurrente como es aquella que cierra el contorno de la máscara. Sin embargo, el color se desliga de la represión consciente y deambula de un lado a otro del soporte provocando que los accidentes sean los protagonistas. Al fluctuar de esta manera, el cromatismo se pliega y se tuerce, abre caminos y en ocasiones impone su propio límite expansivo; de tal modo, “mi gesto siempre se convierte en residuo”(17).
El interés de esta acción es doble; por un lado, potenciar la ambigüedad semántica de su obra, en línea con todo el periplo neoyorquino del artista y, por otro, sobrepasar la poética expresionista gestual sin violentar uno de sus códigos elementales: la planitud (flatness). Este sentido de aparente pureza como clave moderna, defendido por el formalismo de Greenberg(18) y desmontado por las respuestas de Steinberg, Mitchell o Mary Kelly, así como por las tendencias contemporáneas que han aceptado toda clase de contaminaciones(19), no es recuperado por Ciria como un simple fetiche. Para el artista, esta planitud tiene un sentido simbólico: la máscara es un telón demasiado pesado como para permitir desvelar lo que existe detrás de ella. La contemplación de estas obras implica una duda constante pues nunca permite la decodificación de aquello que guarda. Exhibe, pone en escena la máscara para ocultar el rostro, y más que un velo es un muro infranqueable.
Si para Mitchell “ver pintura es ver tocar, ver los gestos de la mano del artista”(20), un complejo anudamiento entre lo óptico y lo táctil, Ciria opta por neutralizar los efectos de la sensibilidad tangible. Aquella carnalidad que Berger otorgaba al medio pictórico, en la obra de Ciria es pura ilusión, espejismo que se deshace al aproximarnos a sus obras: no hay volumen, espacios transitables ni huella de su acción. Las máscaras, más que flotar sobre en un determinado ámbito están aprisionadas en él, son un violento paréntesis tatuado sobre la piel del soporte. No hay espacio o fundamento sólido para su ubicación, y la máscara no remite a otra cosa que no sea su propia existencia. El propio artista desvela que ello es premeditado, aunque se resuelva bajo formulaciones elocutivas azarosas: “Provocar que la primera pregunta, en una observación de la pintura a poca distancia, sea ¿cómo se ha pintado esto? ¿Qué técnica se ha usado? ¿Cómo se han integrado las texturas permitiendo los volúmenes? ¿Se han utilizado brochas? ¿Se ha pintado a mano? O quizá es que la pintura se pinta por si misma, y que lo único que hay que hacer es dejarla expresarse. Hace años escribí en un texto, que yo no soy un pintor, que lo que procuro es organizar un «escenario» donde ocurren acontecimientos plásticos. Es el azar el que pinta mis obras y no mis manos. Es el propio medio el que toma las riendas y busca manifestarse. Es mi mente al servicio de un acontecer, al mismo nivel que las brochas, los óleos, los botes y herramientas, los barnices y aceites…”(21).
Pero este drama congelado y bidimensional es también un subterfugio, un disfraz. Entre los “acontecimientos plásticos” que el artista desarrolla, el goteo o salpicado del pigmento sobre la imagen plástica superpone un nuevo plano formal y consigue desprender una poderosa energía atmosférica que actúa como pantalla mediadora entre el espectador y el espectáculo cromático de esa máscara aplastada. Es la única posibilidad que nos ofrece el artista para no anular completamente la distancia de la contemplación y convertirnos directamente en uno con la máscara.
Las máscaras de Ciria no poseen gesto (ni en su expresión ni en su realización) ni tampoco escenario. No las vemos aparecer, simplemente están. Si la representación de un cuerpo evoca un sentido narcisista, es decir, “la representación articula implícitamente la propia actitud del artista hacia su cuerpo”(22), la máscara sería una doble negación del sujeto creador. La metonimia se ha desplazado: la mancha no es el gesto del artista, sino que la mano ausente es el cuerpo ausente. Intuimos una paradoja irónica en la representación de la máscara, pues si ésta debe manifestarse como velo que oculta, el proceso pictórico de Ciria impide que ningún otro significado se revele más allá de la propia oclusión de la mancha cromática.
BOX OF MENTAL STATES
Frente al cuerpo cotidiano entendido como entidad dormida(23), sólo puede oponerse la vigilia “capaz de lograr un cuerpo en alerta, esto es, un cuerpo en continua tensión y «desacomodado», que suspende la voraz expansión del sistema ideológico imperante”(24). La obra más reciente de Ciria procede de una larga ascendencia, de investigaciones que han atravesado una etapa tras otra. Como primer nivel de lectura, temático-referencial, he propuesto el desvelamiento de una serie de formulaciones dirigidas al cuestionamiento o negación de la cotidianidad del cuerpo. El misterio de esta metamorfosis se ha incardinado en un segundo nivel, formal-conceptual, que ha partido del dibujo como materia de recuento, exploración y ensayo.
Tanto la metamorfosis iconográfica como la idea de la posibilidad combinatoria parecen haberse acelerado de manera notable desde el inicio de la etapa neoyorquina de Ciria, y esto es así en un doble sentido: por un lado, el cambio geográfico ha permitido la afirmación de un rotundo giro estilístico, concretado en un primer momento a través de una certeza muy concreta: “no quería volver a pintar más obra en la línea de la abstracción gestual previa a Nueva York”(25). Por otro, los compromisos profesionales que han generado retornos recurrentes a su taller madrileño parecen haber funcionado como punto de inflexión a la hora de retomar su trabajo en Nueva York: “Han surgido numerosas ideas en mis viajes entre las dos ciudades, en una atmósfera, la de Manhattan, que me ha parecido más que nunca, relajada, libre y sin presiones”(26).
Cuando hemos conversado sobre las implicaciones de estos viajes, Ciria ha insistido en la dimensión evolutiva que siempre han generado: volver a Nueva York, tras una etapa de trabajo en Madrid, significa contemplar los cuadros que quedaron en el taller La Guardia Place de una manera ajena, como si no le pertenecieran y necesitara responderles de una manera rotunda. No puede retomarlos, pues no existe correspondencia con su nuevo estadio creativo y ello activa el deseo de orientarse hacia otra dirección, encerrado en una esquizofrénica sucesión de estados mentales donde el tiempo y la memoria actúan de manera revulsiva. No es de extrañar que su cuaderno de dibujos, testigo privilegiado a lo largo de los últimos años de los tránsitos, procesos y experimentaciones del artista, haya sido bautizado por él mismo, precisamente, como “Box of mental states” (Caja de estados mentales).
En este punto quisiera avanzar, pero con cautela, pues todas las series neoyorquinas de Ciria niegan tanto como afirman las anteriores. El impulso detrás de su obra en estos últimos años ha contado con la energía generada por la dinámica de estas dos ciudades que el propio artista entiende como dos polos opuestos. Sin embargo, tal y como hemos podido comprobar, existe una inquietante armonía que enlaza todos los estadios de su evolución última, una topografía que el artista parece concretar de manera inconsciente aún cuando intenta renegar de lo ya explorado anteriormente. En este sentido, el devenir de Ciria sigue inscribiéndose en esa estructura circular que le ata a un continuo conflicto entre lo propio y lo no propio, a un anhelo inconsciente de pintar siempre, como el propio artista ha señalado, el mismo cuadro.
Los dibujos de Ciria actúan en esta doble dirección: por un lado, como parte de un cuaderno que se centra en la resolución gráfica de diferentes reflexiones puntuales; por otro, como herramienta de comprobación, de análisis de las posibilidades formales y modelo conceptual de un mismo proyecto pictórico. Ahora bien, pese a su realización a partir de la estructura determinante del óvalo y, posteriormente, de organizaciones lineales más complejas, no podemos articular un estricto orden evolutivo en su análisis. La red iconográfica que ampara todo el conjunto es también la que acentúa la fluidez de ideas y de relaciones compositivas nuevas. El número de recurrencias que contiene el conjunto de su cuaderno genera “una reserva de posibilidades que se integran en la memoria del dibujante como elementos de posibles tematizaciones que articulen nuevos cierres de sentido”(27). Pensamientos y obsesiones que aparecen y reaparecen fundidos, expresando visiones compulsivas, variaciones rítmicas y giros expresivos. Un conjunto de ideas con un origen común que se manifiestan reflejando la dinámica particular de cada momento del acto creativo.
TERCERA PARADA: DOODLES
La raíz experimental modular, que en definitiva era la base de su serie “Schandenmaske”, cede en la serie “Doodles” a favor de una libertad iconográfica que no se adapta a ningún orden autoritario. Se abre aquí, además, un nuevo tipo de figura, próxima a la idea del monigote infantil, que Ciria ya había desarrollado parcialmente en la suite Divertimentos Appeleanos, de 2006, enérgico cruce de la temperatura Cobra y el ingenuismo mironiano, que se concreta en “muñecotes de colores estridentes y textura petrificada, figuras con ojos desorbitados y pelos encrespados que no pretenden ser bárbaros, ni manifestar una rabia de expresión sino recuperar la tradición de la reflexión de la pintura en la pintura”(28). Ahora bien, mientras aquellas piezas recordaban irónicamente la pintura con los dedos del jardín de infancia como posible camino de renovación plástica, en las que ahora comentamos han desaparecido las connotaciones de ingenuidad lúdica y técnica.
El orejas saludando (2006), tal vez la pieza más fresca y mironiana de todos los divertimentos appeleanos, muestra un amplio y estridente repertorio cromático, plantea numerosas simplificaciones y malformaciones fisonómicas, y, sobre todo, pone en primer término una sabia lectura de los modos estéticos asociados a la creatividad infantil, esa que todavía no ha encontrado la censura que implica la tradición, la formación y la experimentación artística. En la pieza Doodle (2008) el cuerpo es un estrafalario aparato roto, personaje que sobredimensiona su cabeza ovalada y sintetiza el resto de sus miembros. Pero tales distorsiones, que parecen una revisión de las dislocaciones del Art Brut, contrastan ahora con el refinamiento de la obra. De nuevo, Ciria plantea un cruce de temperaturas que busca no enmarcarse en ninguna categoría discursiva unificadora: el aspecto banal y naïf del icono parece estar desconectado del rigor de la construcción visual, de la rigurosa organización compositiva y de la audaz distribución cromática. El resultado es una imagen fascinante, dotada de una energía hipnótica, donde la violencia ahogada de lo deforme y fragmentario se superpone a la opresión del dispositivo reticular. Ahora bien, tal superposición es tan solo un engaño. La planitud de la imagen y la confusión de los planos que constituyen el “fondo” (el rectángulo rojo, la retícula y el campo gris, ¿qué jerarquía espacial poseen entre sí o con respecto a la figura?) plantean una confusión que, realmente, es fusión o interferencia de todos los elementos plásticos en un mismo plano. La posibilidad de la disección visual, significativa y legible con respecto a la figura y el fondo, es otra de las convenciones visuales que Ciria trata de derribar en esta gran pieza. De hecho, es perverso atrapar a este monigote vivaz en un orden regulador, como también lo es violar el ritmo geométrico con la inclusión de un cuerpo libre que se derrama. Tal vez, el espacio donde estas figuras pueden tomar conciencia del espacio que les rodea es en la deriva abierta del jardín.
Para Ciria, la metáfora del jardín conceptualiza uno de sus temas privilegiados, al menos durante su trabajo de los años noventa y bajo su sistema conceptual de trabajo Abstracción Deconstructiva Automática; nos referimos a las técnicas de azar controlado, donde la mano del creador deja de estar reflejada por metonimia en la mancha e imponía su propio límite expansivo. Una de sus múltiples formas de aplicación vendrá determinada por el uso como soporte de aquellas lonas que habían servido para cubrir el suelo del taller durante la realización de otras piezas. El azar surge entonces como mecanismo aleatorio, como residuo que camina libre hacia una superficie dispuesta en el suelo y se convierte en el punto de partida de una elaboración posterior.
El soporte pisado y manchado por el eco del ejercicio artístico es reciclado y valorado por su inmediatez expresiva pero, sobre todo, por ejemplificar la esencia del objeto encontrado y dueño de una memoria, en este caso, extraordinariamente ligada al propio artista. De este modo, la memoria arcaica de ritmos, frecuencias y flujos, masas y colores, es el reflejo de una pulsión que el pintor valora como merecedora de ser investigada. Lo instintivo y lo razonado han estado presentes, en un diálogo de intensidad variable, a lo largo de toda su trayectoria. La reciente integración de estos “incidentes casuales elocutivos”(29), ya presentes como vimos en algunas piezas de “La Guardia Place”, no solamente lleva a asumir la memoria del soporte, sino la memoria de la propia trayectoria del artista, quien ya entre 1995 y 1996, realizó “El Jardín Perverso I” y en 2003 “El Jardín Perverso II”, suites pertenecientes a la serie “Máscaras de la mirada”, a partir de este mismo planteamiento.
Si en determinadas piezas, como la ya comentada Posible figura como trama roja, Ciria impone una malla reticular entre el icono y el “jardín”, lo habitual será una relación más directa entre los dos registros. En Cabeza buque boca abajo (2008), la memoria del soporte posee su propio eco geométrico, ahora menos formalista y tocado por las ideas de desvanecimiento y temblor. Por otro lado, la intensa carga de narratividad que el título implica, así como la monumentalidad centralizada de la forma icónica, nos hacen pensar en dispositivos figurativos tradicionales; ahora bien, la inversión del motivo, puesto boca abajo, pervierte los principios de la percepción. La desaparición de la normalidad, de lo físicamente natural, pone en cuestión su esencia como tema iconográfico y lo convierte en una estructura abstracta cuya única función es ser imagen. Como ocurría en las obras de Baselitz, dicho efecto conlleva desposeer a la forma de su registro semántico primitivo, la obliga a dejar de ser una figura legible inscrita dentro de una composición y, en definitiva, pasa a ser ella misma composición.
Esta reflexión sobre los problemas formales de la pintura, los límites entre la abstracción y la figuración, así como sobre la intensidad de una inversión se concreta con brillantez en Composición con crestas (2008), donde la inventio (iconografía) ya es referida en el título como pura dispositio (composición plástica); de este modo, el artista hace desaparecer el condicionante perceptivo narrativo, y sólo se refiere directamente a aquello que es inevitablemente reconocible, un perfil encrestado de connotaciones agresivas y animalescas.
Este mismo carácter totémico y primitivo, que como en sordina se ha ido introduciendo a lo largo de las distintas etapas que jalonan la trayectoria en Nueva York de Ciria, alcanza unas extrañas cotas expresivas en la que tal vez sea una de las piezas claves de su andadura última: El ojo que llora ante la pintura (2008). De nuevo, el componente narrativo, ahora además dramático, se impone en un primer momento ante nuestra lectura; la presencia imponente de la figura, entre muñeco desarticulado y monstruo salvaje, próximo a determinadas composiciones de Kart Appel, ofrece su dolor al espectador. Ya no hay subversión invertida, sino frontalidad expresiva que aparentemente deja poco espacio a la ambigüedad. Pese a no tratarse de una figura descriptiva, la presencia lógica del óvalo negro rodeado de un trazo rojo que fluye en tres bandas sinuosas, nos aproxima irremediablemente a la idea de llanto, de dolor sangrante generado por la mirada. ¿Pintura que llora por qué pintura? Posiblemente, por la que ella misma representa: persistente con la especificidad del medio, sólida técnica y conceptualmente, desplazada del centro del mapa que parte del bieanalismo actual y la digitalización de la mirada imponen. Tal vez su único destino sea agregarse a esa pintura que “ha abandonado casi todo: el lienzo, el marco, la pared, los géneros…”(30) y que reniega de su propia condición a favor de una hibridación constante con otras disciplinas; esa nueva pintura que se enriquece dejando de serlo, que se camufla en la contaminación y distorsiona su especificidad para acoplarse ante un nuevo espectador que parece haber superado el artificio del régimen escópico. En definitiva, aquella pintura que trata de encarnar y ejemplificar “una sensación embriagadora de ser por fin libre”(31) o bien, desde otra perspectiva menos optimista, que busca encarnar una nueva modalidad, pintura porvenir, que será aquella que sepa dar “cumplida cuenta de su propia extinción”(32). Otra pintura cuyo resultado sólo puede ser un malentendido o una paradoja irresoluble: pintura que para sobrevivir, debe alejarse de las categorías que la definen como tal. En una inverosímil fiesta de disfraces, esa pintura opta por ser exactamente lo opuesto, lo otro, o lo mismo pero disfrazado: serlo todo.
CUARTA PARADA: MEMORIA ABSTRACTA
La progresiva reconfiguración de la pintura de Ciria señala un continuo afán por desarrollar de manera coherente una defensa de la permanencia y pertinencia del medio pictórico más allá de modas, descréditos o presagios funerarios. Para Ciria, los emblemas de la pintura moderna pueden ser deconstruidos sin alterar la pureza del espacio pictórico, firme operatoria que le ha llevado a posicionarse como una de las voces más complejas de la pintura española actual; de hecho, lo que el artista pone en juego en su discurso no es la reticencia obstinada a la hibridación o la expansión del medio (sobre este aspecto ha trabajado, con singular lucidez, en diversas series), sino el deseo de corroborar en la práctica la importancia de la pintura en el complejo campo del arte actual y la potencialidad que esta disciplina posee para atravesar constantemente nuevos espacios conceptuales y formales. Su actitud implica ir a contracorriente, afirmar la pintura, “desdibujada por el peso de una paralizante teoría de la vanguardia”(33) frente a su ocultamiento. Pero sobre todo, busca construir una pintura que se imponga a la percepción distraída, a la trivialización de la imagen, y que logre desestabilizar la pasividad de la mirada: el cuadro se convierte así en un foco para la inquietud, para la duda, en definitiva, para la reflexión. A las duras y a las maduras, tanto en los momentos de recuperación positiva del medio como en los que se afirma con mayor ahínco su fin como vía de expresión, Ciria logra encontrar nuevos cauces para su investigación pictórica.
“Aptitud. Intención. Búsqueda. Concepto. Aportación”. Sobre una rigurosa estructura reticular blanca, azul y roja, herida sutilmente por manchas fluyentes, José Manuel Ciria dispuso en 1992 estas cinco palabras que iban a marcar la complejidad de su proyecto artístico maduro. De hecho, el artista sólo decidirá embarcarse en un discurso abstracto una vez edificado una plataforma teórica que lo sustente y, al tiempo, lo aleje de la posibilidad de un manierismo banal. Sus inicios como artista encontraron un primer hito cuando, hacia 1984, llevó a cabo su primer grupo de pinturas con cierto grado de homogeneidad temática; reunidas bajo el título “Autómatas”, aquellas piezas presentaban estructuras antropomórficas osificadas a las cuales se había extirpado sus rasgos particulares a favor de una interioridad erosionada. El cuerpo fue, por tanto, el primer motivo experimental de Ciria, modulado en series posteriores a partir de jirones expresivos; más tarde, lo hará a través de la progresiva destrucción de la figura originaria, como ocurre en su serie, iniciada en 1989, “Hombres, manos, formas orgánicas y signos”. Desligado finalmente del lenguaje objetual, el inicio de los años noventa coincidirá con la progresiva consolidación de la imagen abstracta, donde la mancha y la geometría constituirán los estratos claves de su indagación plástica.
Mancha y geometría son el eco de una objetivación histórica, inmanente a sendos modos de entender la abstracción que cristaliza con la modernidad, pero que tienen una larga historia. La restauración que emprendió Ciria de este principio genitor de las heroico-vanguardias no podía sino manifestarse a través de la compleja problematización que suponía la praxis pictórica de los años noventa. En este sentido Ciria se convirtió en el ejemplo perfecto de esa corriente que llegará a atravesar el cambio de siglo y que se inscribe en una abstracción post-heroica y, aún, post-minimal. Pero lo que desde sus inicios delimitó definitivamente la originalidad y pertinencia de su acción fue la lucidez de un lenguaje que, apoyado en una sólida plataforma conceptual, se situó al margen tanto de la redefinición manierista como de la burla irónica, la melancolía lírica o la resolución ornamental.
La reflexión sobre esta herencia a la que aludimos buscará la inmanencia de dos conceptos visuales (la disposición cuadricular versus la irrupción accidentada de la mancha) encadenados por las conclusiones de la combinatoria dispositiva. Y si bien esta parcela de investigación no define la totalidad de intereses de su obra, ¿cómo no darnos cuanta de que, durante su producción de los años noventa, las obras mayores, las más innovadoras, fueron precisamente las que pusieron al límite las posibilidades dialécticas de la mancha y la geometría? La condición inasimilable de los constituyentes de la primera –aceite, ácido y agua- y las múltiples dicciones que conseguirá imponer a la segunda, trazarán muy diversos niveles de intensidad expresiva que culminará en las series “Manifiesto” (1998) o “Carmina Burana” (1998). Y ya, jalonando los primeros años del nuevo siglo, las series “Compartimentaciones” (1999-2000), “Cabezas de Rorschard I” (2000), “Glosa Líquida”(2000-2003), “Dauphing Paintings” (2001), “Venus geométrica” (2002-2003), “Sueños construidos” (2000-2006) u “Horda geométrica” (2005) certificarán los vértices de esta investigación en toda su amplitud.
La nueva etapa que Ciria inicia en Nueva York a finales del año 2005 supone, ya lo hemos señalado al inicio de este escrito, una poderosa inflexión en su producción determinado por dos ideas claves: un enfriamiento pictórico a partir de la recuperación de la línea como armazón compositivo y la consecuente estabilización de la iconografía, dirigida a estabilizar cuerpos hieráticos, sin rostro, próximos en un primer momento a las obras que Malevich realizara en la segunda mitad de la década de los veinte. En esta búsqueda de una suerte de grado cero sobre el que construir una nueva línea de investigación, el artista retorna, tal vez de manera inconsciente, a un tipo de imagen que recuerda a las que configuraron su primera serie “Autómatas”. Durante su siguiente capítulo en Nueva York, el formalismo estricto que imponía el dibujo se liberará de la iconografía del cuerpo para desestructurarlo y abrir nuevas dimensiones temáticas. De nuevo, la evolución sugiere un paralelismo con la que desarrollara en sus inicios: muchos de los interrogantes que planteaba la serie “Hombres, manos, formas orgánicas y signos”, nexo de transición hacia la plástica anicónica de los años noventa, volverán a ser analizados por Ciria en “La Guardia Place”.
Este sugestivo discurso circular, donde una primera huella alcanza mayor profundidad al volver el artista a trabajar sobre ella, no debe ocultar sin embargo la radical novedad de los planteamientos desarrollados Nueva York. Desde esta perspectiva, las razones de un aparente regreso a fórmulas ya tanteadas en los inicios de su trayectoria, debe ser puesta en relación con el deseo de cerrar un importante ciclo de su producción y de tantear una nueva apertura hacia el futuro. Si sus primeras experiencias figurativas, trabadas por la línea de contorno, fueron el impulso hacia su obra abstracta expresionista de la década de los noventa, su investigación acerca del dibujo desarrollada durante los últimos años es, del mismo modo, el germen de sus últimas producciones anicónicas: al desprender el color de la estructura lineal, la mancha recupera la libertad y su volumen vuelve a expandirse; sin embargo, el resultado que presentan sus últimas piezas es aún más expresivo, informal y dinámico que sus manchas azarosas de los años noventa, cuyo principal hito se estableció en la gran serie “Máscaras de la mirada”. Por otro lado, el dispositivo reticular adquiere también una entidad nueva, de un rigor rotundo, rígido y absolutamente decisivo en la configuración de la imagen. La contención y enfriamiento al que Ciria ha sometido toda su producción neoyorquina inicia una deriva tensa basada en la oposición radical de ambos extremos.
Las piezas que integran la serie “Memoria abstracta” ilustran las nuevas cotas que alcanza el artista dentro de su reflexión sobre los posibles enlaces entre el gesto y el orden. Frente a la mancha rota de “Máscaras de la mirada”, donde la repulsión entre el agua y el aceite erosionaba su morfología, Ciria ofrece ahora manchas de color plano que dialogan violentamente con el negro; la sintaxis resultante posee una furiosa energía interior que parece litigar por liberarse de la estricta compartimentación geométrica que organiza su ritmo sobre el soporte. Tal dicotomía entre la encadenada serialidad del damero y el poder sugestivo y dinámico de lo informe es, al mismo tiempo, un sabio giro de tuerca a las tensiones entre los medios compositivos y expresivos que hasta ahora había diseccionado. Lo sorprendente es, sin duda, su capacidad para partir de la dialéctica de la modernidad y construir un trabajo absolutamente desligado de los tradicionales relatos pictóricos. El acento en la intensidad, en el dramatismo, que poseen sus últimas composiciones no es un disfraz o un velo que tamice una idea ya explorada. Pese a la persistencia por parte del artista de declarar que, inevitablemente, siempre termina pintando el mismo cuadro, lo cierto es que Ciria es capaz de transformar constantemente la piel de su pintura sin, por ello, anular su inconfundible identidad.
QUINTA PARADA: CABEZAS DE ROSCHARD III
El itinerario encadenado a través de distintas paradas que hemos propuesto a lo largo del texto no presenta exactamente una evolución lineal, sin censuras ni hiatos; al contrario, las consecuencias creativas de la producción de Ciria durante su estancia en Nueva York responden a un discurso dinámico que en ocasiones se solapa y que resitúa constantemente las claves genéricas de su producción. Pero más allá de las diferencias formales que identifican y categorizan cada una de sus series, su trabajo siempre ha desvelado la importante veta conceptual que organiza el discurrir de obra desde una exploración previa de los componentes plásticos: la Abstracción Deconstructiva Automática como herramienta para construir la pintura en la década de los noventa y la insistencia en un vocabulario formal regido por las dos grandes líneas de la tradición abstracta, geométrica y gestual, replanteado y amplificado en “Memoria Abstracta”; la recuperación de la línea como armazón compositivo en “La Guardia Place” y “Doodles”; la culminación de la exploración del módulo como estructura iterativa que puede generar cambios semánticos a través de la estructuración interna y el uso del color en “Schandenmaske”.
Esta reflexión nos sirve para destacar el carácter extraño de “Cabezas de Roscharch III” dentro de la producción global de Ciria. Su serie más reciente apuesta por una pintura netamente figurativa, exenta de matices abstraizantes que dificulten una lectura referencial pero definitivamente alejada del naturalismo. Se trata de rostros sobredimensionados en su escala, caras convertidas en campos de combate donde se establecen contrapuntos lumínicos y distorsiones cromáticas, poderosos primeros planos que apelan un crudo diálogo con el espectador. Pero, en cualquier caso, retratos, sin más derivas conceptuales ni exploraciones formales que las que se generan del deseo de convertir a la pintura en un fascinante acontecimiento plástico. Audaz estrategia estética que le permite a través de una base sensible –alejada la fría temperatura de algunas de sus propuestas conceptuales más arriesgadas- conectarse de manera directa con el que mira.
En el contexto de la iconografía referencial durante la etapa neoyorquina de Ciria, la figura se había planteado como un estímulo para la libre interpretación que, aún en su vertiente más figurativa, se orientaba hacia la definición de los rasgos esenciales del contorno de un icono sometido a diversos niveles de metamorfosis. Una vez desintegrada la apariencia morfológica y, con ello, la idea de sujeto concreto y su ser en el mundo –como decía Merleau-Ponty–, la figura perdía el anclaje de su identidad. En obras como Mujer extraña, Bañista, Nueva bañista de formas redondeadas, Contorsionista I o Contorsionista II, todas pertenecientes a la serie “La Guardia Place”, el artista acentuaba la metamorfosis que determina la pérdida prácticamente absoluta del reconocimiento y la superposición de las formas versátiles sobre las fijas, junto a una compleja tensión en la ambigüedad del significado. En definitiva, la proyección de Ciria sobre el género de la figura/retrato se resolvía desde lo que Rosa Martínez-Artero ha titulado –entre signos interrogantes– nuevas construcciones del sujeto: “un sentimiento profundamente arraigado de contingencia y fragilidad (lo no definido), en oposición a la seguridad otorgada por la denominación (el orden jerarquizador del «uno»), produce un sujeto-“yo” de difícil descripción pictórica”(34). Tal dificultad surgía en las pseudo-figuras de “La Guardia Place” porque se trataba de cuerpos atravesados por lo múltiple, por el descuartizamiento.
En “Cabezas de Roscharch III” la dificultad no estriba en ver el retrato. Los amplios márgenes de icononicidad que acoge lo figurativo en la pintura contemporánea permiten seguir hablando de este género aún cuando se desvirtúa el concepto del parecido. El uso de la línea, el volumen, los recursos lumínicos, el manejo del color en sus escalas tonales y de saturación, no se afinan para imitar un sujeto concreto sino para decir nuevas cosas sobre la identidad plástica del artista. El sujeto del retrato, cuando es real, no es dueño de su imagen y apenas encuentra una cartografía que le oriente dentro del camino de su identidad. Pero el sujeto es también máscara, ha proyectado su identidad más allá de su propia morfología para integrar un nuevo yo mediado por la pintura. En cierto sentido, la representación del cuerpo ajeno articula implícitamente la actitud del artista hacia el suyo propio y, finalmente, cada uno de sus trabajos acaba convirtiéndose, de una manera o de otra, en un autorretrato.
En conversación Ciria me revela dos posibles detonantes, ligados a su historia personal reciente, como raíz de su nueva serie: “Por un lado, el tumor cerebral en la cabeza de mi padre y su muerte; por otro, el viaje a Isla de Pascua y el enfrentamiento con los Moais y lo primitivo de la cultura Rapa Nui”. Simbólicamente, estos dos acontecimientos plantean, por un lado, la idea de la cabeza/rostro como sinécdoque de una totalidad (cabeza como emblema de un yo humano doliente y cabeza como icono de una civilización perdida, respectivamente). Al mismo tiempo, ambos hechos pueden sintetizar una imagen el binomio mortalidad-inmortalidad: el hombre vive y muere, es un punto minúsculo en la extensión de lo que es el ser humano; la cultura, la creación, el arte, es, por el contrario, lo que permite que algo de ese hombre logre ser inmortal, dejar una muesca en la historia. El primero es un un rostro ligado a nombre, objetivado; el segundo es un rostro social, un símbolo, no es, o no quiere ser, la cabeza de nadie.
A lo largo de los últimos dos años, han sido diversos los homenajes que Ciria ha dedicado a su padre a través del símbolo de la máscara perforada por una mancha informe. En ellos, la cabeza es un site activo que plantea el desequilibrio que produce la forja de la identidad y su asociación con la idea de la muerte. Como ha señalado José Miguel G. Cortés, “una sociedad basada en la hegemonía del racionalimo y en el enfrentamiento de los aspectos contradictorios presentes en el ser humano es una sociedad que nos lleva a concluir que tenemos un cuerpo, sin llegar a entender que somos un cuerpo”. Asumir la segunda afirmación nos permitirá emplazar en cuerpo en un lugar donde “ya no será una frontera a sobrepasar sino una parte del conjunto simbólico donde la vida y la muerte tampoco se plantearán como elementos antagónicos, sino como partes complementarias de una totalidad que conforma nuestra existencia”(35).
Por otro lado, Ciria ha trabajado sistemáticamente su obra como una cartografía singular que expresa la incidencia creativa de sus distintas estancias por distintos lugares el mundo (París, Roma, Monfragüe, Tel Aviv, Moscú, Nueva York). Este carácter “nómada” ha estado vinculado siempre con compromiso con el emplazamiento y no es de extrañar que su viaje a la Isla de Pascua haya determinado una importante reflexión plástica.
Existe la teoría de que los Moais fueron tallados por los polinesios como representaciones de antepasados difuntos. Sin embargo, para Ciria esta referencia queda solapada por su interés por la concepción monumental, la imponente frontalidad y la sintética expresividad de estas esculturas. En este sentido, el artista enlaza con el interés recurrente a lo largo de la modernidad por la llamada cultura primitiva, entendida esta como la generada por los pueblos anteriores a los que inauguran la civilización occidental. Existe en este interés de Ciria hacia los Moais, no podemos negarlo, un deseo de huida, de apartarse de la compleja densidad visual de la cultura de masas actual a través del refugio en un símbolo de lo primigenio. Sin embargo, lo que para los pioneros del arte del siglo XX fue un absoluto descubrimiento que ayudó a la liberación del canon tradicional, para Ciria significa una referencia más que digerir, analizar, traducir e incorporar a su investigación
Ser sobre todo rostro, imagen representada, significa dejar de ser otras cosas. La ambigüedad que plantea Ciria entre el retorno de la figura y su persistente transformación antinaturalista, elaborada en el marco de problemas formales de la representación, señala un afán de transgredir o incluso negar constantemente la afirmación física y psicológica del género. Como un maquillaje dramático, estructurado a fogonazos, los colores usurpan la verosimilitud a la piel de los personajes que integran “Cabezas de Roscharch III”. Tal vez sea precisamente esta llamativa distorsión tonal, sumada a la ausencia de un marco ambiental concreto y a la inamovible posición frontal de las figuras, los únicos caminos para garantizar la permanencia del yo en un momento de efímeros acontecimientos y apresuradas transformaciones.
1.Siempre con la conciencia de la imposibilidad de traducir sin variar el significado. Dicha heterogeneidad ha quedado patente en Des tours de Babel (1985) de Jaques Derrida, donde el autor señala que no hay un original de la traducción, así como no hay traducción sin un resto intraducible; es decir, toda traducción conlleva una ganancia y una pérdida.
2.ROSENBERG, Harold. “The American Action Painters”, Art News, LI, nº 8, diciembre, 1952, p. 22. Tomado de SANDLER, Irvin. El triunfo de la pintura norteamericana. Historia del expresionismo abstracto. Alianza, Madrid, 1996, p.283.
3.LÉVI-STRAUSS, C. Lo crudo y lo cocido. Fondo de Cultura Económica, México, 1968, p. 332.
4.VALÉRY, Paul. Œuvres. Gallimard, París, 1957, pp. 927-31.
5.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Búsquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, p. 31.
6. “La idea de un «yo» dotado de una forma estable y finita ha sido, gradualmente, erosionada, haciéndose eco de los influyentes desarrollos que el siglo XX ha producido en los campos del psicoanálisis, la filosofía, la antropología, la medicina y la ciencia. Los artistas han investigado la temporalidad, la contingencia y la inestabilidad como cualidades inherentes de lo humano”. WARR, Tracy. “Preface”, en WARR, T. (ed.) The artist’s body. London, Phaidon Press, 2000, p. 11.
7.MARIO PERNIOLA. “El cuarto cuerpo”, en CRUZ SÁNZHEZ, Pedro A., y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á., (ed.), Cartografías del cuerpo. La dimensión corporal en el arte contemporáneo. CendeaC, Murcia, 2004, p. 110.
8.PÉREZ VILLÉN, Ángel L. “Tutelar la mirada, velar la visión”, en Máscaras. Camuflaje y exhibición. Córdoba, Palacio de la Merced, noviembre 2003-enero 2004.
9.DE DIEGO, Estrella. El andrógino sexuado. Eternos ideales, nuevas estrategias de género. Madrid, Visor, 1999, p. 15.
10.Nombre del psicólogo suizo cuyas investigaciones se orientaban al diagnóstico de las neurosis de sus pacientes por la particular interpretación que éstos realizaban sobre determinadas manchas “abstractas”.
11.Declaración del artista recogida en TOWERDAWN, Joseph: Plástica y semántica (Conversaciones con José Manuel Ciria), en Quis custodiet pisos custodes. Galería Salvador Díaz, Madrid, 2000, p. 43.
12.CIRIA, J.M.: “Espacio y luz (Analítica estructural a nivel medio)” en José Manuel Ciria. Espace et lumiére. Artim Galería, Estrasburgo, 2000, p. 56.
13.ABAD VIDAL, Julio C. “Pinturas construidas y figuras en construcción”. Ciria. Pinturas construidas y figuras en construcción. Sala de exposiciones de la Iglesia de San Esteban, Murcia, 2007, p. 42.
14.En 1996 Ciria dejaba por escrito su propia definición del concepto de máscara: “El concepto de «Máscara» se traduce en un triángulo que se multiplica en poliedro, en razón a la intencionalidad, al resultado objetivo y a la posterior interpretación particular. Pero no sólo en cuanto al acto creativo en sí, sino a la triple referencialidad que anida en todos nosotros, en el artista, en su obra y en el propio espectador. Somos lo que somos –también lo que no somos–, lo que creemos ser y lo que los demás conciben de nosotros. Porque cada vez que un pintor produce la evidencia de una mancha en una tela, le es imposible contar y predecir las asociaciones personales, sentimentales y estéticas que ese gesto es capaz de suscitar en un espectador determinado. El disfraz, la ocultación, el equívoco de enmascarar o enmascararse, el dolor…, facilitan un juego constante en el que, sin poder evitarlo, observamos que la máscara permite ver en su primera medida su condición ocultadora o reveladora, y a través de ella, la estructura, que tensa y destensa configurando el propio lenguaje. Posición desde la cual se legitiman cada uno de los lenguajes, en la que en último término se implica el espectador”. CIRIA, José Manuel. “El tiempo detenido de Ucello y Giotto, y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma”, en José Manuel Ciria. El tiempo detenido. TF, Madrid, 1996, p. 27
15.DE DIEGO, Estrella. Op. cit, p. 16.
16.KUSPIT, Donald. El fin del arte, Akal, Madrid, 2006, p. 147
17. “José Manuel Ciria en conversación con Rosa Pereda. El pintor en Monfragüe”. Ciria. Monfragüe. Emblemas abstractos sobre el paisaje. MEIAC, Badajoz, 2000, p. 65.
18. “Mientras que los Viejos Maestros crearon una ilusión del espacio dentro del cual uno podía imaginarse caminando, la ilusión creada por el Modernista es la de un espacio al que uno puede mirara y a través del cual puede viajar únicamente con el ojo”. GREENBERG, C. “La pintura modernista”, tomado de FRIED, M. Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas. A. Machado, Madrid, 2004, p.41
19. “La pureza del medio había dejado de ser un imperativo crítico”. DANTO, C. A.rthur “Lo puro, lo impuro y lo no puro. La pintura tras la modernidad», Nuevas abstracciones, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1996, p. 19.
20.MITCHELL, W.J.T. “No existen medios visuales”. BREA, José Luis (ed.) Estudios visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización. Akal, Madrid, 2005, pp. 18-25.
21.CIRIA, José Manuel. “La mano ausente”, en Box of Mental States. Art Rouge Gallery, Miami, 2008.
22.KUSPIT, D. Signos de psique en el arte moderno y posmoderno. Akal, Madrid, 2003, p. 257.
23.Por cotidianidad debe entenderse aquello “que hace del cuerpo una entidad dormida, plegada a los dictados de un discurso homogeneizador que lo instrumentaliza, hasta convertirlo en un medium, sin más función que la de servir de cauce para la expansión del sistema de valores dominantes”. CRUZ SÁNCHEZ, Pedro A. y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel A. “Cartografías del cuerpo (propuestas para una sistematizacion)”. SÁNZHEZ, Pedro A., y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á., (ed.) Op. cit, p. 19.
24.Ibídem
25.CIRIA, José Manuel. “Volver”. Búsquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, pp. 44- 45.
26.Ibídem.
27.GÓMEZ MOLINA, Juan José (coord.) Estrategias del dibujo en el arte contemporáneo. Cátedra, Madrid, 2006, p. 47.
28.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Op. cit, p. 23
29.GARCÍA-BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 23.
30.BARRO, David. Imágenes [pictures] para una representación contemporánea. Mímesis-Multimedia, Oporto, 2003, p. 94.
31.Ibídem, p. 19.
32.BREA, José Luis. Las auras frías. El culto a la obra de arte en la era postaurática. Anagrama, Barcelona, 1991, p. 136.
33.GARCÍA-BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 63.
34.MARTÍNEZ-ARTERO, Rosa. El retrato. Del sujeto en el retrato. Montesinos, Barcelona, 2004, p.261.
35.G. CORTÉS, J. M. El cuerpo mutilado (La Angustia de Muerte en el Arte), Valencia, Generalitat Valenciana, 1996.