Carlos Delgado. Madrid I. 2008
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Carlos Delgado. Madrid I. 2008

Catálogo exposición Fundación Carlos Amberes, Madrid. Museo de Arte Moderno (MAM), Santo Domingo. National Gallery, Kingston. Museo del Canal Interoceánico, Panamá. Museo de Arte (MARTE) San Salvador. Museo Antropoólogico y Arte Contemporáneo (MAAC), Guayaquil. Museo de Arte Contemporáneo (MAC), Santiago de Chile. Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM), Medellín. Abril 2008.


CIRIA. RARE PAINTINGS, POST-GENEROS AND DR. ZAIUS

Carlos Delgado

 

Crisis y (re)definiciones de la pintura tras la Modernidad

 

El hombre se ha pronunciado acerca del final de la pintura desde mucho antes de lo que habitualmente pensamos. Cuando en 1622, el astrónomo y físico holandés Christian Hygens pudo tener acceso a una cámara oscura no dudó en referirse a ella con entusiasmo: «Es imposible expresar su belleza con palabras. El arte de la pintura ha muerto pues esto es la propia vida, o algo aún más elevado, si pudiéramos encontrar una palabra para describirlo».

 

De todos los medios artísticos la pintura ha sido seguramente el más discutido y cuestionado. Las tesis que, a partir de los años setenta del siglo XX, anunciaban su muerte terminaron por activar una constante crisis del medio pictórico aún en los momentos de aparente recuperación positiva(1). Lo predecible de determinadas convenciones de lo pictórico señaladas a través de las pautas otorgadas por la modernidad, así como la acusación de haberse convertido en un “idioma sobreutilizado”(2) cambiaron radicalmente su posición como medio privilegiado: de caja de resonancias de las diversas opciones que dibujaron la cultura visual occidental, la pintura pasó a ocupar –salvo contadas excepciones– un lugar aparentemente periférico en el desarrollo de las opciones creativas que definirán el territorio lábil de la posmodernidad.

 

Pero la posible muerte de la pintura funcionó como sinécdoque de una totalidad (el propio concepto de arte) que parecía imponer la urgencia de un final que nunca llegó a acontecer. A este respecto resulta llamativo el gusto de los historiadores por las metáforas de la muerte y el asesinato para hablar de la (dis)continuidad de procesos, pues tales anuncios nunca propusieron una detención literal de los medios creativos tradicionales; como ha señalado Hal Foster a este respecto, “de lo que se trataba era de la innovación formal y de la significación histórica de estos medios”(3) La pregunta de raigambre duchampiana “¿qué es el arte?” se retomará entonces no tanto para encontrar una respuesta socialmente consensuada como para evaluar las derivas del propio sujeto de la interrogación.

 

Tal evaluación traerá consigo una redefinición del concepto “arte” que no será, en ningún caso, homogénea; valoraciones institucionales, mediáticas y de mercado convivirán con las desarrolladas por los propios artistas, espectadores, críticos y grupos disidentes de diversa índole, si bien todos partirán de un panorama común: un arte engullido por la linealidad clasificatoria de la Historia, aparentemente agotado en la búsqueda constante de lo nuevo, anulado en su concepción primigenia (τέχνη), desbancado como objeto, revalorizado como concepto y condicionado en su recepción estética por un panorama de “inusitada densidad visual”(4) Tal fragmentación semántica de lo artístico favorecerá la emergencia de una nueva manera de pensar y nombrar el arte contemporáneo en un momento en el que, precisamente, “ya no parece contemporáneo”(5).

 

En el ámbito de la pintura el reiterado cuestionamiento del medio surgirá como una respuesta a la compleja indagación acerca de sus límites llevada a cabo durante la época de las vanguardias históricas. El tránsito hacia la pérdida de vigencia de lo moderno vendrá impulsado por un notable cambio geográfico (de Europa a Estados Unidos(6)) que coincidirá, precisamente, con el punto álgido –considerado casi como resumen y final– de la concepción modernista de la pintura: mientras los viejos maestros del movimiento, como Matisse, Braque y Léger, elaboraban en Europa el último capítulo de sus carreras, en Nueva York el expresionismo abstracto americano de Pollock, de Kooning, Still, Motherwell, Newman, Rothko y otros ilustrará una nueva vía que, a la postre, se convertirá en un penúltimo intento de anclar el medio en su especificidad. Autonomía, pureza, abstracción y visualidad, serán códigos recurrentes enunciados a través de los escritos teóricos de Clement Greenberg, reflexiones tardías y parciales en la definición de los componentes de la modernidad pero analizadas habitualmente como paradigma de tal concepto. En cualquier caso, las ideas de Greenberg formarán parte de la estructura cultural –y su posterior revisión crítica– que potencie un arte alejado de la realidad cotidiana y concentrado en lo que es propio de la pintura. Una pureza que encontrará su último reducto en la abstracción post-pictórica, término creado por Greenberg para describir un modelo de abstracción diferente al del expresionismo abstracto, basado en un racionalismo frío y que dará sus mejores frutos en esta generación que se manifiesta con fuerza en los primeros años de la década de los sesenta a través de figuras como Reinhardt, Louis, Stella o Noland. El enfriamiento de la obra de arte en los años sesenta, tras el calor informalista, tendrá además otras manifestaciones a través del Op Art, el arte cinético y, en su versión figurativa, el Pop Art.

 

Según Arthur C. Danto, fue éste último movimiento el verdadero artífice del fin del modernismo y el origen de “el nuevo curso de las artes visuales”(7). Tan profundo punto de inflexión llegará a tener una fecha concreta: un día de abril de 1964 el profesor acudirá a la galería Stabler de Manhattan donde se exponían obras de Andy Warhol. Allí, Danto vivió la contemplación del trabajo del artista con gran conmoción, pues lo que estaba viendo planteaba un profundo desafío a la crítica de arte y a la estética. En la galería se apilaban las cajas de detergente Brillo, de ketchup Heinz y de conservas de melocotón Del Monte. Pero no eran los embalajes de cartón auténticos, sino unos facsímiles en contrachapado que tenían el aspecto completamente convincente de los productos del supermercado. Final de lo puro y también final de la Historia del Arte en tanto Gran Relato de relaciones causales, el Pop Art inauguraría una etapa pos-histórica de alto pluralismo estético y donde ya no podremos enfrentarnos a una corriente principal. ¿Qué tendencia podría ahora tomar para sí una misión histórica e imponer una determinada jerarquía?

 

Mientras las reflexiones de Danto abrían esta interrogación, diversos artistas establecidos en Nueva York comenzaron a exhibir obras tridimensionales, las cuales parecían poseer suficientes rasgos formales (uso de estructuras geométricas, estables y primarias, resueltas con materiales y colores industriales) como para ser involucradas en un movimiento. Será el ensayo “Arte Minimal”, publicado en 1965 por Richard Wollheim, el que bautice el trabajo de Carl Andre, Dan Flavin, Donald Judd, Sol LeWitt y Robert Morris, artistas que ejemplificarán una nueva sensibilidad que aún hoy es leída desde ópticas muy diversas; presentado por algunos críticos como la apoteosis del idealismo moderno, analizado por otros como una dramatización subversiva de tales postulados(8), el propio Greenberg sostuvo que este arte estaba directamente reñido con los logros de la mejor modernidad, fundamentalmente porque desplazaba el interés en la realización hacia el proceso(9). Lo cierto es que podemos valorar el minimalismo como límite del formalismo y, a un tiempo, como “detonante de las manifestaciones antiformalistas y origen del llamado posminimalismo o minimalismo tardío que desembocó en el proceso de desmaterialización de la obra de arte”(10).

 

Junto a este deslizamiento hacia lo procesual, otra de las principales vías de reflexión que abrió el minimalismo fue la reconceptualización de los términos pintura y escultura. En “Objetos Específicos”, un ensayo 1965 que se convirtió en una especie de manifiesto del minimalismo, si bien nunca tuvo esa finalidad, Donald Judd señalaba: “más de la mitad de la mejor nueva obra de los últimos años no ha sido ni pintura ni escultura”(11) registrando una amplia serie de obras con los términos “obra tridimensional” u “objeto”. El mismo año de la publicación de este texto, Sol LeWitt bautizó sus cubos modulares abiertos como “estructuras”; Dan Flavin se referirá a su obra de luz como “propuesta”; Robert Morris conservará durante poco tiempo el término “escultura”, y sólo Carl Andre continuará usando tal término al referirse a su producción.

 

Valorados como conceptos anticuados para referirse a los nuevos desarrollos del arte, pintura y escultura verán pronto sojuzgada su tradicional consideración formal y semántica. En el año 1977, Rosalind Krauss realizó un conocido análisis(12) sobre la escultura contemporánea que ponía en evidencia la aparición en la escena artística occidental de una serie de obras tridimensionales enmarcadas en prácticas hasta entonces inéditas que, por carecer de terminología precisa para nombrarlas, se acababan denominando sencillamente esculturas. De esta manera, se hacía eco de las operaciones críticas que, acompañando al arte americano de posguerra, habían desarrollado a su servicio tal manipulación: “En manos de esa crítica, categorías como la escultura o la pintura han sido amasadas, estiradas y retorcidas en una extraordinaria demostración de elasticidad, revelando la forma en que un término cultural puede expandirse para hacer referencia a cualquier cosa” (13). Desde la conciencia de que la escultura, y por extensión la pintura, son categorías históricamente delimitadas y no universales, Rosalind Krauss plantea un nuevo devenir que rompe con la práctica y conceptualización moderna y que, por tanto, no puede ser concebido de modo historicista. Y si bien en el medio pictórico, la transformación de la disciplina como tal no se dio con la misma radicalidad que en el caso de la escultura, o al menos no de manera tan evidente, sí es cierto que muchas de las posteriores prácticas vinculadas ya directamente a la posmodernidad buscarán ubicar el medio pictórico en un campo artístico expandido.

 

El texto de Rosalind Krauss encuentra la génesis de su planteamiento en el complejo arte de finales de los años sesenta, donde se encontrará una llamativa cantidad de nombres (minimal, conceptual, land art, body art, povera, happening, cientismo, neoconcreto, etc.) a los que sería difícil aplicar un denominador común. Ante la ausencia de un estilo, de una estética “típica” del momento, tal vez sea la crisis del objeto artístico tradicional, que casi todos ellos plantearon, el argumento más próximo a posicionarse como tal. Por otro lado, si el formalismo propuesto por Greenberg había excluido los aspectos cognitivos y éticos de la experiencia artística, el nuevo arte conceptual y las experiencias performativas que surgirán en este momento no dudarán en convertir tales códigos, respectivamente, en motivos centrales de sus reflexiones. Ante esta situación, la pintura será vilipendiada como cómplice del fallido proyecto moderno, cuya validez cuestionaban directamente, poniéndose en entredicho tanto la pureza de los medios tradicionales como la singularidad de cada forma de ensimismamiento artístico.

 

Las experiencias del grupo Support-Surface en Francia, disuelto en 1971 tras apenas tres años de actividad, o las distintas manifestaciones de la pintura norteamericana de los años setenta como el hiperrealismo, la Pattern Painting, la New Image Painting o la Bad Painting, mantuvieron activas las posibilidades de repensar la pintura desde postulados heterogéneos. Por otro lado, tales opciones, concretadas en la existencia de un soporte físico, vinieron a vigorizar “un mercado asfixiado por los modos efímeros del arte específico –arte de la tierra– procesual y conceptual”(14).

 

Sin embargo, la llegada de una atmósfera receptiva a la pintura en gran parte de la escena artística internacional, acontecida ya al filo de esta década y continuada durante los años ochenta, no pudo obviar la herencia del arte conceptual y del performance. La pintura, que había sido herramienta clave de la Modernidad, ahora era vehículo para su crítica desde diversos frentes: tanto las estrategias apropiacionistas de artistas como Sherrie Levine o Robert Longo, como el asalto de los diversos neoexpresionismos plantearán una renovación que no pasará, al menos aparentemente, por la innovación en la práctica artística.

 

Frente a lo moderno, que excluye la repetición, la nueva ola del neoexpresionismo parecerá desprenderse de la angustia de las influencias para, en contra, optar por un particular regreso a la historia de la pintura a través de la cita. La ola neoexpresionista que partió desde Italia (Chia, Clemente, Cucchi, de Maria y Paladino, entre otros) y Alemania (Baselitz, Immendorf, Kiefer, Lüpertz, Polke…) dominando gran parte del panorama artístico de los ochenta y extendiéndose a través de importantes muestras europeas y norteamericanas, obtuvo un amplio respaldo por parte de galeristas y coleccionistas, si bien no encontró unanimidad por parte de la crítica. El acento subjetivo y emocional de tales tendencias encontró un paralelo en el Nueva York de principios de los ochenta a través de artistas que, como Julian Schnabel y David Salle, participaron del proyecto posmoderno a través de una pintura de carácter también neoexpresionista. Con criterios similares se ha calificado buena parte de la figuración española de esos mismo años (Luis Gordillo, Guillermo Pérez Villalta, Carlos Alcolea, Juan Antonio Aguirre, Barceló y otros).

 

Pero la suerte de estos movimientos fue efímera, y pronto la pintura empezará a enfriar los alardes expresivos en clave geométrica (neo-geo) y a ceder protagonismo a los nuevos medios: la escultura-objeto, la instalación, el environment, el videoarte y la fotografía. En este mismo contexto surgirá, ya desde los inicios de los años ochenta(15), una paradójica anexión entre parcelas creativas anteriormente distantes tomando como base la influencia mutua de fines y resultados visuales. Los denominados “cuadros fotográficos” o “foto-cuadros” llevados a cabo por artistas como el canadiense Jeff Wall, responderán a criterios como “delimitación clara de un plano, frontalidad y constitución en clave de objeto autónomo”(16), a través de los cuales se buscará inscribir la práctica fotográfica en el campo de las artes visuales.

 

A partir de este diálogo entre diversas fuentes se estaba abriendo paso una de las opciones más determinantes de la posmodernidad: la hibridación de medios, idea que viene a codificar “aquellos fenómenos artísticos que no buscan la especificidad de un género, ni se pueden enmarcar dentro de una corriente estilística concreta”(17). La incorporación de la pintura en tal estrategia arremeterá contra su propia especificidad y autonomía como medio, esto es, lo que define su lugar, “de ahí que se pueda asegurar que nada queda de la pintura en el híbrido; nada que pudiera llevar a pensar en una combinación fuerte –es decir, basada en la idea de impureza como alternativa ontológica– de los diferentes significados implícitos en los «límites tensados» de cada una de las disciplinas puestas en diálogo”(18).

 

Junto a la progresiva disolución de lo pictórico en un trayecto sin dirección(19), la siguiente década demostrará que la fe renovada en el medio fue efímera. La exposición, en 1991, de la obra fotográfica de Suzanne Lafont en la Galería del Jeu de Paume, lugar reservado hasta entonces a las exposiciones de pintores y escultores, puede servirnos como punto de partida para un nuevo contexto donde otros medios (fotografía, video, cine o televisión) parecen proyectar con mayor claridad el ambiguo espíritu de lo contemporáneo. Y si bien muchos artistas mantendrán su fidelidad a las convenciones establecidas del medio, a los soportes y a las técnicas consabidas, traspasado el umbral de los ochenta la pintura tendrá que ser adjetivada a partir de su nueva elasticidad. La instalación se convertirá en un nuevo ámbito para la experimentación de lo pictórico “al superponerse sobre la idea de espacio y ambiente un nivel de tensión cromática de los objetos, los materiales, paredes o construcciones que se perciben como pintura”(20), Esta estrategia, desarrollada por artistas tan diversos como Jason Roades o Jessica Stockholder –heredera, esta última, de las intenciones estéticas abiertas por Robert Rauschenberg– acentuará la idea de crisis del concepto de “cuadro” a la vez que buscará proporcionar una valoración más amplia y compleja de la pintura.

 

Los gastados repertorios de la tradición pictórica moderna pondrán en funcionamiento nuevas estrategias que buscarán socavar el imperativo de pureza para encarnar y ejemplificar “una sensación embriagadora de ser por fin libre”(21). Las tendencias abstractas de los años noventa se definirán desde parámetros sumamente flexibles para intentar escapar de un territorio constreñido, situado “entre el reduccionismo de la pintura monocromática y la herencia envenenada de las vanguardias históricas”(22). Y si bien hubo intentos de clasificar la posición de la pintura en este contexto determinado estos surgirán desde la conciencia de una acusada heterogeneidad; si Arthur C. Danto había hablado de abstracción impura para señalar aquellas tendencias que actuaban en los noventa con plena libertad y al margen de los principios del formalismo abstracto, Demetrio Paparoni propuso el término abstracción redefinida para aludir, sin concreciones estilísticas, a unas propuestas que, lejos de querer inventar venían a re-definir lo que ya existía a través de un nuevo sistema de relaciones: “Por abstracción redefinida se entiende la abstracción finisecular. A diferencia de la postbélica –desde el expresionismo abstracto hasta el minimalismo–, ésta no se propone reinventar un estilo ni afirmar una tendencia en contraposición a otra. Su objetivo es servir de instrumento dialéctico entre formas y teorías diversas tenidas en un momento por incompatibles y diametralmente opuestas”(23). En concreto, la oposición entre abstracción y figuración que caracterizó el arte de los años cincuenta se irá diluyendo en el trabajo de artistas como Sean Scully, Peter Halley, Jonathan Lasker, Domenico Bianchi, Juan Uslé o Günther Förg, entre otros, quienes introducirán habitualmente la idea de referencialidad en su trabajo plástico abstracto.

 

El nuevo milenio se abrirá con diversas exposiciones que mantendrán activo el debate sobre lo pictórico y sus derivas, como Urgent Painting, celebrada en el Museo de Arte Moderno de la Villa de París en 2001 o el tríptico Painting on the Move (24)que se presentó en la Feria de Basilea 2002. Sin la pretensión de restablecer una nueva centralidad para la pintura(25), estas grandes muestras venían a destacar la ausencia de corrientes normativas en los nuevos comportamientos otorgados al medio e inscribían múltiples accesos en las posibilidades de su desarrollo.

 

Ahora bien, la lectura evolutiva que proponemos en las líneas anteriores no debe obviar el carácter discontinuo de unos procesos, movimientos y corrientes que a menudo se superponen. Y este carácter narrativo se complica a la hora de enlazar esta evolución con lo más próximo. Pero al margen de un intento demasiado temprano de categorización, no es cuestión baladí observar hoy día el progresivo interés que numerosos artistas están enfocando hacia la pintura-cuadro y establecer un análisis del presente artístico bajo esta perspectiva.

 

El indudable apoyo que las instituciones museísticas y las galerías de arte brindan repentinamente a la pintura, o el viraje emprendido por coleccionistas internacionales y, a su vez, por parte de la crítica especializada, nos ofrece un paisaje de indudable interés que parece abrir una nueva valoración del medio. El centro de atención del arte parece cambiar nuevamente para ceder terreno a un modo que sigue mostrando una fértil capacidad de innovación; de hecho, cuestionados muchos de las planteamientos enunciados desde el paradigma posmoderno y eliminada la mayoría de las posibilidades normativas, lo pictórico se redefine hoy día desde múltiples perspectivas: “La pintura figurativa de construcción abstracta de Neo Rausch, el arrastre de elementos figurativos dentro de composiciones abstractas por parte de Tal R, la neutralización del Pop en una mezcla caprichosa con el expresionismo abstracto en Michael Majerus, la mezcla de la tradición y el comic por parte de diferentes artistas japoneses, el total mestizaje, la contaminación premeditada, la constante mutación, la despreocupación por la factura, el abordaje de cada obra o cada serie como de una nueva batalla en la búsqueda de la sorpresa, la idealización del naufragio, la fragmentación conceptual, la intencionada y subrayada banalización… son, sin ser exhaustivos, algunas de las principales líneas de fuerza del aquí y ahora de la pintura”.(26).

 

La trigésimo octava edición de Art Basel (2007) acogió una sorprendente cantidad de obras pictóricas; y si bien las ferias de arte no son firmes indicadoras de las derivas del arte, sí se pudo apreciar la preeminencia de la pintura figurativa, “fundamentalmente narrativa, de trazo ingenuo e infantil, irónica y fresca”(27). Tal manifestación, en cierta consonancia con lo que el público pudo contemplar en las citas de Venecia y Kassel de ese mismo año, parece sugerir –aunque tal vez sea de manera provisional– que la dialéctica forma/informe o figuración/abstracción propia de la abstracción redefinida del fin de siglo anterior muestra ahora múltiples niveles de contrapeso a favor de los primeros términos del binomio. Una inclinación que conlleva una recuperación de la línea, si bien alejada de la retórica formal como elemento constitutivo de la praxis pictórica. Nuevas resonancias gráficas para una figuración desposeída de significaciones literales y atomizada en su sistematización.

 

Un modelo abstracto, deconstructivo y automático

 

Dentro de este nuevo escenario que permite múltiples accesos, José Manuel Ciria se ha consolidado en los últimos años como uno de los creadores más sólidos de la pintura actual. La calidad de su trabajo plástico y la sagacidad de su propuesta teórica han sido las herramientas con las que ha edificado su enorme prestigio en España y ha logrado activar una imparable trayectoria internacional.

 

A finales del año 2005 el artista decidió instalarse en Nueva York para repensar su pintura, lo que le llevará a alterar aquellos valores que tanto éxito le habían proporcionado en la década anterior y a plantear rotundos giros que nos impedirán, una vez más, clasificar su obra de manera taxativa. Pero debemos hacer notar que esta reivindicación del riesgo ha sido una constante a lo largo de toda la trayectoria del artista: en permanente tensión con su propio trabajo, Ciria siempre ha quebrado la posibilidad de un hilo conductor lineal en su trayectoria; más bien, su obra ha planteado una revisión cíclica de determinados conceptos, de modo que factores que en un sistema visual anterior estaban subordinados serán luego dominantes, y viceversa: mancha, geometría, soporte e iconografía, en disposiciones variables determinadas por la combinatoria, habían funcionado como ejemplar base formal y teórica de su Abstracción Deconstructiva Automática (A.D.A.), estrategia conceptual que apoyará una vigorosa abstracción desarrollada a lo largo de la década de los noventa y que se verá interrumpida por su nueva etapa en Nueva York.

 

Dentro del plural panorama de la pintura abstracta de aquellos momentos, la adjetivación más próxima a la plástica desarrollada por José Manuel Ciria será la otorgada por Mercedes Replinger y Antonio García Berrio en su excelente libro de estudio crítico A.D.A. Una retórica de la abstracción contemporánea: “automatismo radical con base sicológica surrealista y modelo deconstructivo de la imagen”(28). Lo específico de tal definición pretendía, por un lado, destacar el desligamiento del pintor de cualquiera de las tendencias de la abstracción contemporánea y, por otro lado, mostrar de forma precisa el esqueleto de las claves conceptuales de tan compleja elaboración.

 

Tales claves tendrán su origen en 1990, año en el que José Manuel Ciria comienza a elaborar sobre el papel la base de un pensamiento que anude los distintos intereses que impulsan su pintura en un momento de profunda crisis creativa para el artista. Tras una primera etapa de raigambre neoexpresionista, el artista inicia un viraje hacia la plástica del signo y algunos de los cuadros que conformaron la serie “Hombres, manos, formas orgánicas y signos” de 1989-1990, especialmente los vinculados a los dos últimos subgrupos, significarán el inicio de un trayecto que pronto se verá complementado, como ha señalado el propio Ciria(29), por una plataforma teórica que comenzará a desarrollar a modo de Cuaderno de notas(30).

 

Estas anotaciones, apuntes y bosquejos evidenciarán el afán del artista por precisar los rasgos fundamentales del sistema visual que en aquel momento comenzará a construir con ímpetu. No es casual que sea en este espacio temporal cuando el artista descubre el pensamiento teórico de Kandinsky, Clement Greenberg y Walter Benjamín, la filosofía del lenguaje y la teoría semántica, desde Wittgenstein a Chomsky, y procesa de manera personal las aportaciones de artistas tan diversos como Malevich o Beuys. Un periodo donde asume estas distintas perspectivas de pensamiento para poner los cimientos de un nuevo estadio en su producción.

 

A través de este cuaderno, Ciria reflexionará sobre las principales cuestiones teórico-experimentales que quiere llevar a cabo, y que tendrán un primer hito en la compartimentación geométrica. Valorada como la estructura emblemática de la modernidad por Rosalind Krauss, la cuadrícula será diseccionada por Ciria y resuelta con múltiples variaciones y niveles de presencia pictórica; de este modo, la rigidez inflexible de la retícula formalista se desintegrará para iniciar la búsqueda de una nueva dicción. El límite que impone la red geométrica(31) inherente a su construcción, va a ser alterado por el artista durante su férrea búsqueda de nuevos caminos de fuga; de este modo, “con sus ejercicios sobre el lenguaje recibido y la dinamitación de la lógica geométrica, José Manuel Ciria a principios de los años noventa, estaba planteando para el futuro su no resignación ante la repetición histérica y maniática del legado vanguardista y su capacidad para pensar unas formas de la abstracción que de nuevo tuvieran, más allá de un repertorio vacío de formas, un cuerpo donde encarnarse”(32).

 

A partir de su exhaustivo análisis de las posibilidades de la organización geométrica, el artista estabilizará múltiples variables para su resolución dispositiva. Ante la certeza de que, estructuralmente, la retícula sólo puede ser repetida(33), Ciria opta por asumir tal axioma como punto de partida para la invención. ¿Orden, autosemejanza y constructo regularizado para un escenario polimorfo? Tal paradoja puede ser abordable desde el territorio inesperado de la desviación que otorga la interrelación –diálogo o litigio, según composiciones– de las estructuras puras de la geometría con “las nociones de «error» y, más tarde, de «herida»”(34), así como con el carácter libre, plural e inestable de la mancha.

 

El propio artista ha expuesto con detenimiento su teoría de las compartimentaciones(35), para establecer una relación de las diferentes familias de obras que genera la compartimentación formal y material: Composición acompartimentada (CA1); color apoyado sobre estructuras o compartimentaciones geométricas dibujadas, variación de color y tema (CDvct2); color apoyado sobre estructuras o compartimentaciones geométricas construidas, variación color y tema (CCvct3); color sobrepuesto a estructuras o compartimentaciones geométricas construidas, apoyado sobre compartimentaciones dibujadas, variación color y tema (CCDvct4); composición acompartimentada manipulada con color apoyado sobre estructuras o compartimentaciones geométricas construidas, variación de color y tema (CACCvct5); color sobrepuesto a estructuras o compartimentaciones geométricas construidas (CCcA6)(36).

 

Este deseo de catalogar y poseer todos los paisajes posibles, nos revela la lucidez del artista a la hora de organizar su pensamiento conceptual. Por otro lado, lejos de la rigidez que pueda imponer cualquier clasificación, el artista enumera los códigos visuales como punto de partida para el cambio de su condición material a través de la interrelación con los siguientes cuatro ejes de su teorización práctico-conceptual. En un primero momento, estas compartimentaciones geométricas y racionales aparecerán condicionadas por la modulación imprevisible –no racional– que otorgan las técnicas de azar controlado herederas de la tradición surrealista. Tal cruce de temperaturas se ira acentuando a través de diversas estrategias a lo largo de su producción de la década de los noventa como una herramienta para desmontar la geometría y para descubrir lo vulnerable dentro de lo normativo.

La búsqueda del accidente será una de las principales vías de exploración desarrolladas por José Manuel Ciria a partir de su modo de trabajo A.D.A. El empleo de técnicas como la decalcomanía, el frotagge, el grattage, el chorreo, las salpicaduras, las pulverizaciones, le permitirán provocar campos texturales inesperados. La mezcla incombinable de aceites, ácido y agua, así como la incorporación de diversos ingredientes químicos, activará el carácter espontáneo de una mancha que, en ocasiones, acabará “pintándose” –es decir, desarrollándose sobre el soporte– por sí sola y generando su propio espacio y tiempo. La mano del creador deja de estar reflejada por metonimia en la mancha ya que de ella sólo descubrimos un eco tamizado por la irrupción de los procesos automáticos. Al fluctuar por el soporte, la materia se pliega y se tuerce, abre caminos y en ocasiones impone su propio límite expansivo.

Pero el arte es siempre, en mayor o menor medida, un acto controlado. De ahí que en la pintura de Ciria este azar fluya bajo el impulso –que no la limitación– de una estrategia de control que finalmente coadyuva a generar la propuesta que el pintor desea construir. De este modo, Ciria reclama “una revisión del concepto de automatismo, que abarque no sólo las definiciones canónicas instauradas por el Surrealismo de entreguerras, sino también las nuevas necesidades que contemplan tanto lo fluido como su detención, la elaboración directamente elocutiva y su residuo, el proceso y la construcción”(37).

 

La aplicación de los registros automáticos se verá también determinada por la intervención del artista como hito mediador del resultado plástico. Y si bien esta estrategia de corrección nunca buscará ocultar la raíz automática como herramienta clave de la construcción del cuadro (la mancha en la producción de Ciria es azarosa y autorreferencial) sí querrá establecer un espacio lábil y engañoso en la definición de los términos azar y control. A través de esta dialéctica, las técnicas de azar controlado le permitirán “paralizar en un instante un proceso potencialmente infinito, nunca la concreción de un deber ser esencial impuesto de antemano. Es, por tanto, necesaria la detención azarosa, automática, de unas formas sorprendidas en pleno proceso de encubrimiento o despojamiento. Quizá el orden y el azar, al fin y al cabo, no sean sino puntos de vista, interpretaciones de una misma realidad cuyo libre juego borra sus diferencias”(38).

 

La utilización de la materia en expansión libre y de la retícula restrictiva significa la redefinición crítica de dos herramientas fundamentales de la práctica estética moderna, las dos principales vías recorridas por las tendencias abstractas de las heroicovanguardias; sin embargo, la reflexión sobre esta herencia no buscará la cita directa sino la inmanencia de dos conceptos visuales (la disposición cuadricular versus la irrupción accidentada de la mancha) encadenados por las conclusiones de la combinatoria dispositiva.

 

En esta breve aproximación para el estudio de las bases conceptuales de la producción de José Manuel Ciria entre 1991 y 2005 no podemos atender a todas las variables que marcan el rico devenir de su producción. Ahora bien, creemos que es necesario señalar, por las consecuencias que determinará en su obra, una de las principales alteraciones del orden relacional entre mancha y retícula que el artista iniciará en 1994 a raíz de su amplia serie “Máscaras de la mirada”. Culmina en este momento una ascensión de la mancha, hasta entonces estrato inferior, para flotar sobre aquella estructura geométrica que anteriormente había sido proyectada como estratégico ámbito situado entre el gesto y el observador. Surge un nuevo entrecruzamiento entre emoción y razón que definirá desde ahora la aventura del artista (con notables excepciones, como la serie “Intersticios”, realizada en 2002, donde la segmentación geométrica del soporte se acentúa y la mancha se somete a ella) y que, a la postre, consolidará una fórmula liberadora del gesto.

 

Racionalidad y libertad serán dos parámetros que encontrarán su espacio de actuación sobre el soporte. Este último elemento va a constituir la tercera parada de este programa teórico-conceptual bajo el epígrafe niveles pictóricos, y que el pintor subdivide en tres grupos: el lienzo clásico, virgen; el soporte encontrado; y, a medio camino entre ambas posibilidades, el soporte encontrado que ya recoge una memoria temporal a través de manchas, pisadas o residuos propios de un proceso natural o provocado de envejecimiento. Pero más allá aún de esta posible lectura tales huellas literales sugieren siempre huellas simbólicas, conjurando lo que queda como un recuerdo ambiguo cuyos estratos podemos describir pero sin llegar a identificar su sentido y causa última.

 

El año 1992 puede establecerse como un hito en el desarrollo temprano de estas investigaciones con el descubrimiento del que a partir de ahora será el soporte privilegiado de su obra: la lona plástica. Este uso nace, como ha señalado Fernando Huici, “de su óptimo potencial de respuesta frente a los factores aleatorios que determinan una parte sustancial del método de trabajo desarrollado por Ciria (…). Por su impermeabilidad y el carácter deslizante de la superficie, permite fluir con entera y continuada libertad el flujo de materia pictórica que el pintor despliega sobre la lona extendida horizontalmente”(39).

 

Efectivamente, el matiz tembloroso del óleo, su fluir accidental y corregido, es potenciado por la impermeabilidad de un soporte que incorpora su propia memoria temporal, las señales de uso de una actividad anónima que es conservada como una reliquia por el propio artista. Hasta mediados de la década de los noventa, Ciria mantiene en su obra muchos vestigios de la propia lona, como las rozaduras de grasa incrustadas y que incluso llegarán a configurar un orden geométrico que el artista integrará en el proceso pictórico. Mantener el paso del tiempo, trabajar con él, activar la mirada del espectador y resaltar su historia durante los capítulos anteriores del propio proceso creativo, revela una táctica clave desarrollada por el artista: asimilar parte de aquello que ha vivido el soporte antes de su valoración como tal. Esta especie de casualidad, de hallazgo, impugna la convención del artista como único artífice de la obra a partir de la reutilización creativa del objeto encontrado, formulación heredera de una línea de investigación que surge al compás de las primeras vanguardias históricas, y que nuestro artista vincula directamente con los principales ejes temáticos de su obra: el tiempo y la memoria.

 

El juego entre lo controlado y lo huidizo encuentra nuevas latitudes en la articulación de la representación dentro del campo pictórico, independientemente o no de una actitud referencial(40), esto es lo que el artista ha denominado registros iconográficos, que encuentran una primera clasificación a partir de tres modelos dispositivos: la forma clásica de la iconografía (pintura-mancha), la incorporación de una imagen preexistente (fotografías o dibujos) y la anexión en el campo pictórico de un objeto encontrado. De la flexibilidad con la que Ciria plantea estas tres variantes y de la especial interrelación que se da entre ellas parecen depender algunas de las características más relevantes de su obra en lo relativo a la problemática del significado. Pero para José Manuel Ciria la dimensión significativa, por un lado, se sitúa fuera del terreno de la iconicidad, y por otro, no existe nunca de manera unívoca: “No hay nada semejante a un significado literal, si por significado uno entiende una concepción clara, transparente, sin que importe el contexto ni lo que hay en la mente del artista o del espectador, un significado que pueda servir de límite a la interpretación por ser anterior a ésta, un significado fuera de significación. La interpretación no existe sin la obra y jamás produce frutos, exceptuando los puramente analíticos”(41). Más que el significado, cuya búsqueda valora lícita, a Ciria le interesa el concepto que se une al significante “para constituir un signo lingüístico o un complejo significativo que se asocia con las diversas combinaciones de significantes lingüísticos”(42). A través de las diversas cualidades operativas que plantean los tres modelos básicos de registros iconográficos el artista les convoca como actores del acontecimiento plástico, donde la narración se colapsa y la representación se somete a un sentido polisémico.

 

De las cinco principales líneas de investigación que hasta ahora hemos señalado, la última de ellas parece alzarse como simple bisagra para el orden y anexión de las otras cuatro, si bien de su acción depende el desarrollo final de la imagen abstracta: la combinatoria. Todos estos elementos integrarán un sistema visual destinado no a ser visto y entendido por el espectador como tal sistema, sino a ser una tabla de trabajo basada en unidades conceptuales, divisibles a su vez en otras unidades, y susceptibles de ser combinadas como método de construcción visual. Para Chomsky, la infinitud del lenguaje resulta únicamente de la combinatoria de sus elementos, y Ciria se propone sacar el máximo partido posible a las cinco áreas vertebrales de su pintura que hemos venido definiendo.

La progresiva (re)configuración de este método de construcción visual señala una búsqueda de la evolución constante y un afán por desarrollar de manera coherente una defensa de la permanencia y pertinencia del medio pictórico. Este compromiso reflexivo y analítico es también lo que determinará la progresiva maduración de un artista lúcido que siempre busca ofrecer en su trabajo múltiples registros. Las aristas de su discurso quiebran por tanto cualquier intento de reducción que queramos imponer para favorecer un análisis cerrado de una trayectoria tan intensa, aún en los momentos de mayor uniformidad estilística.

 

A lo largo de su investigación en torno a la imagen abstracta José Manuel Ciria ha trabajado habitualmente a través de series sobre las que ha consolidado diferentes vías de reflexión a partir de la combinatoria de sus intereses conceptuales. Y hablamos de consolidación porque sus obras –como sugería Guillermo Solana en 1997– nunca se muestran como ensayos sino como “espléndidos hallazgos”(43), pues es en el espacio de su taller donde Ciria indaga en las vertientes que elaboran el concepto, consolidando teoremas e hipótesis para, finalmente, mostrar el éxito de su resolución sobre el soporte.

 

Rare paintings

 

La nueva etapa que José Manuel Ciria inicia en Nueva York a finales del año 2005 significa una inflexión dramática en su producción, fuertemente escorada ahora hacia la recuperación de la línea. En un primer momento, la consecuencia más llamativa en la que se precipita su investigación parece ser la de asumir los motivos referenciales que había dejado de lado con el desarrollo de su obra abstracta.

 

Sus primeras experiencias a este respecto conformarán la serie denominada “Post-Supremática”, homenaje al personal retorno a la figuración que Malevich emprenderá a partir de la segunda mitad de los años veinte; desde este referente Ciria profundizará en la iconografía de un cuerpo hierático, carente de rostro, y sometido a un armazón regulador. Pero antes de su concreción como serie nuestro artista emprende una intensa investigación sobre esta etapa del creador ruso: devora textos, recopila imágenes y empieza a plantear la posibilidad de restituir la compleja rotundidad de estas creaciones a partir de elementos de su propio vocabulario plástico. En cualquier caso, y como tendremos ocasión de analizar, no se trata de otra cosa que de un trampolín histórico extraído de las vanguardias sobre el que Ciria se impulsa para elaborar su propia redefinición(44), nace así la primera generación de autómatas andróginos malevicheanos.

 

La asimilación del estilo compositivo de Malevich había sido motivo de reflexión recurrente en la producción abstracta de José Manuel Ciria; su interés por la compartimentación geométrica había encontrado en los modos del suprematismo un lenguaje plástico basado en la no-objetividad y en la supremacía del sentimiento puro en el arte. Pero en este momento gira su mirada hacia el nuevo repertorio de temática social y estilo figurativo de sus creaciones finales. En aquellas obras de Malevich el paisaje aparece apenas apuntado con una línea de horizonte, delante del cual se erige la presencia de figuras de rasgos sumarios, verdaderos autómatas deshumanizados cuya inquietante morfología desvela una afilada visión del terror estalinista: “La intención que subyace bajo estas obras en ningún caso puede tacharse de «naive», al contrario, supone una crítica enorme a la colectivización impuesta por el estado a todo el campesinado ruso expropiado de sus tierras y obligado a trabajar para el «pueblo». Pinta campesinos, sí, pero su crítica es también personal y realizada de forma sutil. Él es el «campesino» expulsado de la universidad y obligado a abandonar la mayor parte de su obra en Alemania ante la incertidumbre de cómo pudiera acabar en aquella Rusia dictatorial”(45).

 

Una vez analizado el contexto que forzó la creación de estas obras, Ciria emprenderá un riguroso estudio analítico que no culminará en la apropiación directa y tampoco en la réplica de lo observado; nuestro artista es un innovador que reivindica la posibilidad de destruir la herencia de la vanguardia heroica para seleccionar de ella los pliegos que le son válidos. En su aproximación a Malevich el artista no merodea, sino que busca la confrontación directa como inicio de su trabajo de laboratorio. Sus figuras no pertenecen ya a un mundo concreto y su exploración de un territorio fronterizo entre figuración y abstracción se lleva a cabo desposeído de los tintes específicamente dramáticos de esta etapa de Malevich. El pintor retirará todos estos condicionantes antes de emprender la deconstrucción de la estructura interna de la imagen malevicheana para alcanzar la génesis de su propia configuración.

Por un lado, Ciria asume la reproducción de un determinado tipo de composición donde las referencias al horizonte han sido reducidas a lo esencial para destacar, en primer plano, la figura humana. Pero, por otro lado, tal figura se aleja de la limpieza neutra de los campos de color de Malevich para exaltar la interioridad de la forma a través de “unas formaciones que parecen llamas, como pequeños triángulos porosos o corruptos, ígneos o sulfurosos”(46). Y ambas ideas vienen delimitadas por la renovada presencia de la línea, marco y límite de la acción, registro de la idea, aprehensión visual determinada por una manera de referir la realidad obviada hasta ahora en la práctica madura de Ciria(47).

Pero en tal recuperación de la forma en cuanto humana reconocemos una elipsis plástica, presente ya en muchas obras del Malevich del segundo ciclo campesino, que surge al dejar el rostro de sus personajes y la morfología interior sin una definición clara. De tal modo, la línea muestra sólo el contorno de un tipo icónico reconocible, pero en la obra de Ciria el interior se desintegra en una compartimentación modulada de nuevo por la línea y por complejas texturas cromáticas. Forma y color construyen la imagen a partir de una organización dispositiva contrastada y que, a su vez, busca la estabilización de la imagen con un sereno equilibrio. La frontalidad extrema de la figura, un aspecto que se va a repetir a lo largo de toda la serie malevicheana, plantea la definición de un nuevo modelo icónico y que mantiene la vía de experimentación abierta por el propio Malevich al respecto(48).

La progresiva eliminación de la sensualidad cromática de estas figuras (con la sustitución del rojo por tonalidades grisáceas) y la ocasional amputación de determinadas partes de la anatomía de sus autómatas aumentarán la tensión elíptica entre ausencia y presencia, disolución figurativa y construcción progresivamente arreferencial. La relativización de los códigos que sostenían la tradicional oposición entre ambos conceptos no es un tema nuevo en la obra del artista, pero su etapa neoyorquina estabiliza este interés al subrayar lo indeleble de términos tan aparentemente discordantes.

Por otro lado, la retórica visual que plantea en esta nueva serie tampoco articula una manera totalmente específica de este momento. El propio artista ha señalado su sorpresa al descubrir en la serie “Post-Supremática” la inscripción de una temporalidad circular(49). la proximidad formal con su serie “Autómatas” llevada a cabo entre 1984 y 1985 es, sin duda, llamativa. En aquellas obras Ciria encerraba los campos texturales surgidos de la técnica de la repulsión por una línea rotunda que definía una estructura antropomórfica osificada. La combinatoria parece crear soluciones infinitas a partir de elementos finitos, y en esta ocasión la resolución le ha llevado a un pasado que le sirve para saber algo más del presente: alejada del tiempo lineal, de las distancias falaces, la memoria busca en los intersticios del olvido para poner en marcha un nuevo punto de partida.

La proyección determinante del cuerpo será el impulso de unos parámetros imprevistos; tras estos primeros hallazgos, el artista planteará una nueva dinámica de la que surgirán tres familias: pinturas figurativas junto a piezas totalmente abstractas al tiempo que composiciones que no tenemos claro en que campo delimitar. Una vez apurada la insistencia en las figuras malevicheanas Ciria inscribe su producción en un espacio de plena libertad iconográfica que se verá agrupado bajo un título genérico que alude a la ubicación de su taller en Manhattan: “La Guardia Place”.

Más allá de la pertenencia a una de las tres familias que la definen, las piezas de esta nueva serie mantienen unas constantes comunes propias de la producción neoyorquina del artista: impone ahora un mayor nivel de control de la mancha cromática, que reduce sus matices erosivos pero amplía sus sugerencias, mientras la línea define un espacio que nunca interrumpe los desarrollos adyacentes. Salvo contadas excepciones –El vuelo de Saturno y El sueño de Inam– el contorno adquiere una nitidez plena que revela la estructura de una forma expandida sobre un fondo sutilmente compartimentado, con predominio de tonos claros levemente alterados por texturas de baja intensidad. Los sistemas de azar controlado ceden protagonismo a la composición entendida como un conjunto de decisiones estéticas conscientes, y ahora la forma concreta es aislada como tema clave.

Por otro lado, el ajustado límite que se establece entre abstracción y figuración en esta nueva serie mantiene de nuevo el eco del tiempo y la memoria en su desarrollo. Para todos aquellos que seguimos la trayectoria del artista desde hace años no resulta difícil la asociación de esta serie neoyorquina con “Hombres, manos, formas orgánicas y signos” (1989-1990), realizada en Madrid durante los momentos previos a la consolidación de su pintura abstracta. Muchos de los interrogantes que planteaba aquél título cuaternario, que terminaba con el “signo” como nexo de transición hacia la plástica anicónica, vuelven a ser analizados ahora por Ciria. Por un lado, está la pareja desintegración de la forma figurativa hacia la resolución arreferencial a través de una enumeración temática; lo que entonces eran cuatro temas, ahora se reducen a tres categorías más generales: figuración, abstracción y abstracción-figuración. Por otro, si en aquel momento el artista recurría a unidades básicas de compartimentación (por ejemplo, formas cuadrangulares) que se mantenían en varias piezas pero con destacadas variantes (lineales, de color, de color y tema…) en este momento el artista desarrolla una seriación similar a través del signo icónico.

Tomemos como punto de partida para nuestra reflexión sobre el alcance de la serie dos pinturas como Contorsionista I y Contorsionista II, casi positivo y negativo de una misma idea plástica. Esta duplicación del sistema compositivo y de la forma lleva implícita la variación en todo lo que sobrepasa a estos, es decir, color, luces, sombras y fondo. Comprometido ahora con la elucubración pictórica referida, sustancialmente, al protagonismo constructivo de la línea y el carácter proteico y libre de la iconografía, el artista opta por la repetición dispositiva de ambos elementos para jugar con las valencias de aquellos componentes que ordenan, en la pintura tradicional, la proyección de la tercera dimensión. Si en un ejercicio de agudeza visual conseguimos eliminar tales aspectos de ambas piezas observaremos con nitidez que ese engranaje lineal que define la exterioridad del contorsionista se alza como el único motivo estable que comparten ambas piezas.

Sin embargo, toda la pluralidad de matices que acabamos de eliminar en nuestro juego no es algo accesorio ni periférico en el desarrollo de esta nueva imagen. Se ha radicalizado, eso sí, su investigación acerca de la forma, y sobre ésta gravitará todo lo en torno a ella suceda. De ahí la repetición de determinados temas como punto de partida para la estabilización de imágenes diversificadas y que a la vez comparten una elucubración conceptual transversal. Un tipo de reflexión que estará presente en otras piezas parejas de la serie, como Abracadabra y Regalo de cumpleaños, o El vuelo de Saturno y El sueño de Inam.

El signo icónico, petrificado o ligeramente modificado, acoge a partir de su constitución como tal una progresión creativa que va mucho más allá del retoque cosmético. Porque si el signo es inmanente a la constitución de estas obras, los componentes de carácter variable, dispuestos según determina el análisis combinatorio, convierten al signo –sin modificarlo en su forma externa– en una entidad múltiple y siempre abierta a nuevos desarrollos procesuales, donde el más ligero movimiento de sus componentes es causa de modificaciones tangenciales.

Como ya ocurría con las series “Autómatas” y “Post-Supremática”, entre las elucubraciones teóricas y prácticas planteadas en “Hombres, manos, formas orgánicas y signos” y “La Guardia Place” han transcurrido años de trabajo e investigación, unidos por un arco que se tensa sobre la recuperación de la línea. Este sugestivo discurso circular, donde una primera huella alcanza mayor profundidad al volver el artista a trabajar sobre ella, no debe ocultar sin embargo la radical novedad de sus planteamientos últimos. Existe la larga etapa intermedia de su obra en la que el exigente sistema del pintor explorará de manera selectiva las posibilidades de los cinco componentes de su plataforma conceptual. Desde esta perspectiva, las razones íntimas de un aparente regreso a fórmulas ya tanteadas en los inicios de su trayectoria, debe ser puesta en relación con el deseo de cerrar un importante ciclo de su producción y de tantear una nueva apertura hacia el futuro. Pero dentro de una trayectoria tan bien hilvanada, debemos entenderlo también como un gozne que permitirá la secuencia posterior. Cerradura y aldaba. O nexo entre dos vértices que en cuya tensión se encuentra su fortaleza.

De hecho, “La Guardia Place” puede ser considerado como el trabajo más sólido desarrollado por Ciria en Nueva York. Resulta fascinante seguir, cuadro tras cuadro, el progresivo enfriamiento de sus coordenadas expresivas y el carácter áspero e inconcluso de sus composiciones. Auténticas cartografías donde se van inscribiendo rutas lineales que siempre resultan inquietantes, metamorfosis orgánicas cuyo perfil se instala en un vacío sobre el que no se proyectan las sombras y donde la huella del tiempo permanece oculta. Pero frente a ese fondo congelado, se impone la interioridad de la materia-forma, plena de matices y anegada en su unidad corpórea a través de una compartimentación múltiple, como fluidos hirviendo en diferentes parcelas yuxtapuestas.

Obras como Hombre con corazón estrujado, Figura adolescente o Cabeza-parches mantienen la elipsis plástica en el interior de un signo icónico identificable que ya estaba presente en la serie “Post-Supremática”. Pero ahora, estas figuran definen su interior con estructuras de mayor flexibilidad a la vez que culminan una progresiva voluntad de depuración cromática. La forma declina sus propiedades para obedecer a reglas que proponen una nueva identidad, un nivel diferente de definición perceptiva. En este sentido, estas obras estarían dentro de una categoría figurativa de la que, al mismo tiempo, parecen querer salir. Y si los títulos permiten sostener significados narrativos, la estrategia de la elipsis y compartimentación se encargan de poner de manifiesto un soplo desintegrador en el significado. De este modo, el artista convierte el cuerpo en una materia entre la vida y la muerte, osificada y sin aliento, sólo un signo que en el ámbito de la representación se percibe disyunto.

Mayor carácter referencial acoge la operación visual que el artista emprende en una obra como Manos, donde la selección y sobredimensión –estrategias habituales en el Pop Art que Ciria ahora retoma con otro carácter, intención y resolución– determinan la monumentalidad de unas manos entrecruzadas. La coincidencia con uno de los ciclos temáticos de “Hombres, manos, formas orgánicas y signos” no parece casual a tenor de lo anteriormente señalado a propósito del carácter paralelo de ambas series. Como tampoco lo es el elemento objeto de análisis, unas manos, tal vez sinécdoque de una figura “creadora” (¿el propio artista?) que Ciria proyecta sobre su estructura con una iluminación monofocal, que delimita luces y sombras al tiempo que marca el espacio vacío que ambas cobijan. Entendemos la lógica espacial, la sucesión en profundidad que los dedos van generando, su volumen, y todo parece a punto de concretarse en una realidad plenamente referencial. Sin embargo, la pintura sólo nos permite llegar hasta ese punto, pues el interior de la masa orgánica ha quedado de nuevo contaminado por el poroso fluir de los pigmentos, compartimentados estos en áreas que delimitan lo que anteriormente hemos asociado con las luces y las sombras. El hábil y en ocasiones incómodo diálogo que el artista plantea entre la voluntad referencial directa y su constante interrupción como tal nos previene acerca del carácter ambiguo de la significación de esta serie.

Una ambigüedad que se acentuará en aquéllas piezas que, pese al carácter descriptivo del título, se muestran ya definidas por una estilización tal de lo referencial que haga imposible la búsqueda de formas reconocibles. Además de las ya mencionadas Contorsionista I y Contorsionista II, una obra como Bañista (2006) ilustra bien esta tensión entre “a punto de ser” y “no ser”. En concreto, esta última pieza pone en evidencia la fragilidad de las asociaciones: descubrir la postura de la forma-signo que atraviesa la composición verticalmente, elucidar su fisicidad, son opciones que han quedado fuera de juego; convertido en un engranaje orgánico, la bañista del título ha quedado configurada como fundamento simbólico de una referencialidad(50). El individuo ha pasado de una especie a otra, metamorfoseado en la piel de otro sin que nadie conozca su identidad presente ni anterior, constituido como ser transformado e inaprensible.

Este cuerpo perdido en el ejercicio de su dimensión física culminará su distanciamiento figurativo en una obra que actúa de bisagra entre las creaciones comentadas y otras donde ha desaparecido el anclaje de las referencias concretas. Me refiero a Figuras abstractas, cuadro protagonizado por una masa central de formas ondulantes enfriadas y carentes de sensualidad. En esta obra, el signo icónico ha dejado paso al signo plástico y la reconstrucción ha dejado paso a la construcción; ahora, forma, color y textura se organizan lejos del complemento significante referencial, mientras que “el contorno que envolvía los cuerpos ha estallado y sólo quedan los órganos, libres creando sus propias combinaciones geométricas”(51). Tal estallido implicará una disgregación de la forma (así en Abracadabra y Regalo de cumpleaños) o una continuidad lineal donde cada mancha actúa como génesis de la siguiente (Penélope l’amour).

La lectura que hemos propuesto hasta ahora plantea un hilo narrativo que va desde la abstracción que José Manuel Ciria desarrollara en la década de los noventa, su inesperado giro a la figuración tras su llegada a Nueva York para terminar con una progresiva vuelta a una abstracción determinada por la línea. Sin embargo, su etapa neoyorquina no acoge exactamente tal recorrido, ya que las tres secciones que integran la serie se superponen en el tiempo.

En los primeros meses de 2007 el artista construye el segundo cuerpo de “La Guardia Place” a través de la suite “Winter Paintings”, en la que integra ahora una inquietante tonalidad verde azulada que tensa aún más la extrañeza cromática de sus creaciones. De nuevo, retoma la modulación de su trabajo a través de secciones figurativas, abstractas-figurativas y abstractas que van explorando nuevos modos de interrogación sobre su propia definición como tales.

Detener el proceso de entendimiento parece ser la estrategia elegida por Ciria en una obra como Visión reconstruida. El propio título alude a una determinada referencia que, en cualquier caso, no se muestra con claridad, por lo que la contextualización semántica del motivo queda en suspenso, diferida. ¿Cuál es la razón de la distancia que se impone entre nosotros y el texto visual? Pues que lejos de poder establecer vínculos orientados a la identificación, la visión reconstruida a la que alude el cuadro plantea la imposibilidad de la asociación palabra-cosa. No podemos definir esa presencia que centra la composición sino es con un lenguaje estrictamente plástico, aludiendo a su color, texturas o diseño. Éste parece ser el único camino que nos queda, la única posibilidad de activar la palabra, conscientes de que la experiencia humana está estructurada lingüísticamente; pero intuimos que se nos escapan varios significados concretos, tanto el del antes como el del después de la metamorfosis de la forma, pues si la visión es reconstruida, anteriormente tuvo que tener otro aspecto. Entonces caemos en la cuenta, como ha señalado Mercedes Replinger, de que “quizá estemos mirando mal, estemos queriendo reconocer un cuerpo compacto, sin fisuras cuando lo que se nos ofrece es un interior, unas formas absolutamente figurativas pero a las que no estamos acostumbrados a ver, lo que se nos ofrece son vísceras de piedra. Artaud pensó en un cuerpo sin órganos, quizá sea el momento de pensar en unos órganos sin cuerpo”(52).

Muy próximas a esta concepción plástica orgánica se encuentran Juego de seducción, Abrazo de curvas, Entre dos ideas, Creo que me duele o Formas de la amenaza. Todas configuran un universo formal que se autorregula y dosifica a través de la combinatoria y que muestra una constante transición reflexiva determinada por los ritmos modulares de la forma y la compartimentación del fondo.

También interviene en este universo una obra como Habitación de juegos pero sin embargo el acento sobre la inventio temático-referencial impone también un desgarro en tal poética visual. La tradición iconográfica del interior doméstico se mantiene latente en la obra, y si bien no se debilita una tensa equidistancia con lo abstracto, advertimos la mención explicita de una determinada narratividad. El filtro interpretativo del título y la conexión iconográfica que podemos establecer entre forma-figura humana y fondo-espacio contextual emplazan nuestra mirada hacia la identificación. Incluso la geometría modular que compartimenta la parte superior de la composición se inscribe sin problemas en la mediación simbólica. Pero sobre el sentido del símbolo nunca hay una última palabra ya que nuestro artista siempre introduce una ambivalencia que activa el pensamiento y la reflexión. En este sentido Ciria reivindica la capacidad de la pintura para plantear una secuencia lógica de interrogantes.

Así ocurre con Fosfeno de figura, pieza sumamente original en el desarrollo general de “La Guardia Place”, donde el artista propone un límite en el estado corporal: su propia inexistencia. Vemos una figura humana que no posee órganos, ni cuerpo, ni piel, ni sangre. Como fosfeno, no hay luz real que lo justifique y su presencia se revela como una ausencia que ha sido exudada por la oscuridad. Su sustancia es un accidente, un engaño óptico que el artista trata de estabilizar; este cruce de temperaturas nos aproxima a una de las características que determinan la obra reciente de Ciria: el carácter crudo y extraño de su pintura.

Ciria, en la actualidad, realiza, según sus propias palabras, una pintura “rare” (cruda, inacabada)(53), que, sin navegar por el eclecticismo, evita la sensación de rotundidad; ahora, tal posibilidad queda filtrada por un acento inconcluso que dota a su obra de una nueva frescura llena de impulso, en la que aparentemente, cualquier cosa puede suceder. El pensamiento reflexivo del artista es el que abre el camino de esa potencial no realización que choca directamente con la unidad de los discursos de las vanguardias utópicas para afrontar un nuevo acento donde la preocupación por la factura se desintegra. Al analizar la pintura actual de José Manuel Ciria contemplamos un desposeimiento de la insistencia en los matices formales –una insistencia que el artista ubica dentro de las coordenadas de la tradición europea–, para virar hacia una formulación menos estabilizada, sugerente por su aspecto crudo, que valora ligada a las experiencias pictóricas norteamericanas de dinámica gestual.

Por otro lado, si el artista es la instancia creadora, el espectador se constituye como instancia receptora que participa activamente del significado reajustando y enriqueciendo la lectura del texto visual. En “La Guardia Place” Ciria introduce, como en sordina, continuas dudas en el sustento simbólico de la obra que alteran la comodidad de tal reajuste. Ya hemos apreciado aquellas obras figurativas que desestabilizan la claridad de lo narrado, sus obras abstractas dotadas de un pálpito figurativo que no llega a concluir, y aquellas otras piezas donde los términos se diluyen en una iconografía inestable. En todos los casos, la ambigüedad del valor semántico contribuye a este aspecto de que la obra no está convenientemente acabada, pues los términos de la oposición parecen mostrarse con igual densidad; por eso se neutralizan, borran su diferencia, y precisamente eso que escapa a la oposición es lo que se configura como su condición de posibilidad.

Pero existen otros factores que vienen a determinar la pertinencia del adjetivo “rare”. En La tradición de lo nuevo, Harold Rosemberg señalaba que en cierto momento el lienzo se convirtió para los pintores americanos en un espacio donde dejar su propia huella, «una arena en la que obrar más que un campo en el que reproducir, reinventar, analizar o expresar un objeto real o imaginado. La tela sería para un acontecimiento, no para un cuadro»(54). La obra actual de Ciria gravita entre la imagen y el acontecimiento, lo uno por lo otro, motivado por lo otro. Este punto de encuentro divergente se genera a partir del interés de Ciria por forzar los mecanismos de la práctica pictórica, ahora a partir de una extraña conjunción entre la tradición vanguardista europea y el formalismo tardío de la abstracción norteamericana; herramientas oxidadas que nuestro artista-bricoleur pone en circulación con nuevas consecuencias.

Pintura cruda, inconclusa, donde la retórica del texto visual siempre mantiene el deseo de otros énfasis. En los mitos, nos dice Levi-Strauss, el énfasis “es la sombra visible de una estructura lógica que se mantiene oculta”(55). Las “rare painting” de Ciria acogen esta flexibilidad, dando a entender más de lo que aparentemente expresan, como un palimpsesto en potencia porque que aún no se ha reescrito.

Estas características continuarán acentuándose cuando el artista inicie la tercera vía de exploración o suite dentro de la serie genérica “La Guardia Place”. Una nueva sección surge ahora del cruce de sus propuestas neoyorquinas con la utilización de soportes que previamente habían servido para proteger el suelo de su estudio durante la creación de otras piezas.

La integración de estos “incidentes casuales elocutivos”(56) no solamente asume la memoria del soporte, sino la memoria de la propia trayectoria del artista, quien ya entre 1995 y 1996, realizó “El Jardín Perverso I”, y posteriormente en 2003 “El Jardín Perverso II”, suites pertenecientes a la serie “Máscaras de la mirada”, a partir de este mismo planteamiento. El azar como mecanismo aleatorio que camina libre hacia la superficie se convertía entonces en el punto de partida de unas creaciones en las que la elaboración pictórica reinventaba aquellas primeras manchas accidentales. La lona plástica pisada y manchada por el eco del ejercicio artístico era reciclada y valorada por su inmediatez expresiva pero, sobre todo, por ejemplificar una propuesta azarosa dueña, a su vez, de una memoria extraordinariamente ligada al propio artista.

De nuevo, el poderoso acento imprevisible de ritmos, frecuencias y flujos, masas y colores, es para Ciria el reflejo de una pulsión que es valorada como merecedora de ser investigada. Los datos visuales puestos casualmente en bruto sobre el lienzo son susceptibles de ser reubicados como estrategia de “generación de orden” que otorga coherencia formal a la obra. El hecho es que todas esas manchas aleatorias se encontrarán en un primer momento como desorientadas, extrañas, en una relación ambigua entre sí, antes de la complicidad con la disposición visual que elabore el artista. En este cruce que se plantea entre “La Guardia Place” y “El Jardín Perverso” el artista conjuga sin desequilibrios dos casos extremos de azar y control. La operatividad de esta sintaxis es el resultado de una exigente sutileza que logra encontrar lazos no preexistentes de causalidad trenzados por la poderosa iconografía que se integra en este jardín perverso.

Como ya hemos podido constatar el arte de Ciria es el resultado de un continuo apuramiento de las posibilidades de cada parcela de investigación. Una pintura constantemente renovada que en sus últimas exploraciones le ha llevado a investigar acerca del empleo de clorocaucho como pintura sobre láminas de aislante térmico. El aspecto metálico de este soporte se transforma en el proceso emprendido en el taller-laboratorio(57) en un ámbito que parece sostener y expulsar la materia al mismo tiempo, un mundo de reflejos donde la luz incorpora continuamente vestigios visibles e intangibles. Ciria sigue explorando múltiples maneras de hacer y percibir imágenes, examinando las contingencias de la representación y sometiendo el resultado a manipulaciones inventivas inesperadas. Sus nuevas creaciones con clorocaucho sobre aislante térmico se deslizan entre la opacidad y el brillo, un mundo de incesantes intercambios, lábil y estable a un tiempo, donde la matriz del sentido nunca queda aislada del todo. Resulta tentador asociar ahora la figura de nuestro artista con la de un alquimista por su capacidad de crear unas obras que parecen estar siempre en pleno proceso de transformación, temblando en el espacio, mutación en Arte de los materiales más insospechados.

Post-géneros

En 1984 Pat Steir (New Jersey, EE.UU., 1940) presentaba la obra Brueghel Series: A Vanitas of Style, compuesta por 64 cuadros, cada uno de los cuales aludía a un estilo pictórico desde el Renacimiento hasta los años ochenta. Todos juntos configuraban una imagen de un jarro con flores que había pintado Jan Brueghel en 1599. A partir de esta práctica típicamente apropiacionista, Pat Steir atacaba la modernidad desde dos frentes muy determinados: por un lado, intentaba romper con la idea de linealidad progresiva de la Historia y, por otro, con la concepción de compromiso con un estilo. Pero además, convertía a los componentes en piezas de un gran puzzle donde, finalmente, todo se subordinaba a la definición de un género artístico tradicional: un sencillo bodegón floral.

Desde la imposibilidad de lo absoluto en el arte de la representación, Franz Ackermann (Neumarkt, Alemania, 1963) viene realizando, desde principios de los noventa, y con técnicas clásicas (acuarela, dibujo, pintura mural) unos paisajes o, más concretamente, “mapas mentales” donde no busca crear una cartografía específica, sino una suma de evocaciones heteróclitas que se conjugan en una estructura fragmentada. Este modo de actuación, donde abstracción y figuración establecen un complejo diálogo dinamizado por un cromatismo psicodélico, alcanza un complejo grado de síntesis entre lo real y lo mental en su aproximación al entorno urbano.

La pareja artística formada por Markus Muntean (Graz, Austria, 1962) y Adi Rosenblum (Haifa, Israel, 1962) realizan obras protagonizadas por figuras de jóvenes adolescentes a través de una técnica tradicional, que abunda en las disposiciones clásicas de perspectiva y composición, e incluso adoptando tipos iconográficos derivados de la imaginería religiosa.

Cuando en el año 2000 se inauguró la Tate Modern de Londres, Lars Nittve, primer director del espacio, decidió adoptar la polémica decisión de presentar los fondos de la exposición permanente de un modo alternativo a la ordenación cronológica, optando por dividirla en los cuatro grandes apartados temáticos delimitados por los géneros académicos: pintura de historia, paisaje, bodegón y figura (desnudo). Recientemente reorganizada a través de otros nuevos cuatro ejes, aquella primera división supuso, sin embargo, no sólo una nueva concepción museística, sino la puesta en evidencia de cómo los géneros habían sobrevivido a lo largo del siglo XX.

Los géneros artísticos, instaurados a partir del siglo XVI, asociados con la tradición artística y con los sistemas de representación ilusionista, han sido uno de los principales núcleos de la tradición sobre los que los creadores contemporáneos han mostrado constantemente su irreverencia. Una vez acabado con la jerarquización de la realidad y con las categorizaciones anticuadas, la persistencia de estos motivos iconográficos en la pintura actual debe ser planteada desde otro modelo de análisis: la restitución de modalidades temáticas ligadas a la figura, el paisaje, el bodegón o la pintura de historia en la obra de arte actual no plantea una línea de supervivencia heroica de los géneros, sino que abre un nuevo campo de investigación donde la pertinencia de estas iconografías oscilará, generalmente, entre la revisión irónica (Muntean/Rosemblum), el mestizaje iconográfico (Franz Ackermann) y/o la alteración de sus regularidades formales (Pat Steir).

La historia de la pintura contemporánea puede escribirse en parte aludiendo a la superación de los códigos de la perspectiva, las propiedades de la pintura de caballete y las convenciones de los géneros. Como ha señalado Geoffrey H. Hartman, en el arte contemporáneo “cuando intervienen las reglas o las normas, lo hacen sobre todo como complemento para ser violadas”(58).. Por ello mismo si los géneros han jugado un papel determinante en la transmisión de la autoridad, de la norma, también lo han jugado en la generación de la insubordinación y el conflicto.

Utilizados como herramienta para organizar la imagen del mundo, eligiendo los temas valorados como más adecuados y estableciendo cómo deben representarse, los géneros propondrán una suerte de simulacro del mundo. La pintura contemporánea buscará superar tales constricciones situadas en una zona de fricción en ocasiones compleja de eludir, esto es, las relaciones que los géneros establecen entre temas y modalidades formales. De este modo, los cuadros de Chuck Close serían retratos pero al mismo tiempo alterarían las normas marcadas por el género tanto por la cantidad de información topográfico-descriptiva como por el gigantesco formato(59). De hecho, el propio artista ha explicado que el tamaño de sus cuadros funciona también como recurso para obligar al espectador a mirar la pintura más allá de su concepción como tema iconográfico(60).

En el espacio fragmentado y mutable de la pintura actual, con su inabarcable amplitud de miras, el género artístico, cuando se hace presente, ha perdido su definición tradicional. Ésta se verá trastocada por un contexto artístico, social y perceptivo completamente nuevo que difumina aquella visión antropocéntrica que trataba de responder a los interrogantes quién, dónde y con qué. Los artistas ha logrado desautorizar a los géneros como condicionantes formales o jerárquicos hasta volverlos casi irreconocibles. Su contorno ha sido violentado, alterado, se ha derruido su retórica clásica, pero no se han borrado totalmente pues ha quedado latente su huella: “cuando en nuestro mundo se apela al género, se hace siempre como un límite desafiado; y desafiado, además, en todas las acepciones convencionales que tuvo históricamente el género, que, de esta manera, ya nunca es nada en sí, ni por sí, sino precisamente en tanto que «fluido», algo en permanente tránsito: nunca, por tanto, «género», sino propiamente «transgénero» o constante transgresión de cualquier género”(61).

Sea cual sea la situación exacta del género en la pintura actual –no es este el lugar para dilucidarlo en todas sus implicaciones–, lo cierto es que su pérdida de ortodoxia así como la mixtura y heterogeneidad de sus recuperaciones nos sitúan en un horizonte nuevo que Calvo Serraller delimita con el prefijo “trans” y que nosotros, por razones que a continuación indicaremos, vamos a señalar con “post” a la hora de aproximarnos a la obra de José Manuel Ciria.

La crítica contemporánea ha utilizado de manera recurrente definiciones caracterizadas por estos dos prefijos. Frente a la partícula “post”, que indica el final de algo y, a la vez, la aparición de lo nuevo que surge de ese mismo final, el prefijo “trans” implica “transformación, dinamismo, atravesamiento de algo en un medio diferente; ese algo que va «a través de», no se estanca, sino que parece alcanzar un estadio posterior, conlleva por lo tanto la noción de transcendencia”(62).

En el caso de Ciria, y al hilo de sus recientes indagaciones en torno a las estructuras básicas tensionales de una obra pictórica(63), muchas de las características formales que definen al género como tal sí tienen valor: la ordenación de los elementos, la composición, o el modo en que estos interpelan al espectador forman parte de su revisión reflexiva de los géneros, planteada de manera intermitente pero continuada desde el inicio de su trayectoria.

De este modo, la actitud de Ciria con respecto a la figura, el paisaje y el bodegón no busca la transformación para alcanzar un estadio posterior, sino que permanece ligada a la naturaleza visual de diversas tradiciones pictóricas ya finiquitadas para desentrañar los engranajes que, por un lado, las conforman como mecanismo intelectual y, por otro, revelan los modos de recepción e interiorización que éstas han provocado en el observador.

El recurso de la memoria cultural en la obra de Ciria sirve para impulsar un paisaje denso: como ocurría en sus figuras malevicheanas, la estrategia no es la simple apropiación, sino una acción creadora que asume y expande la poética subyacente de un camino ya iniciado. Pero la presencia de elementos semánticos de proximidad referencial a la figura, el paisaje o el bodegón, no es llevado a cabo desde una relación mimética: el tema iconográfico se espesa, se vuelve opaco, impuro, desligado de cualquier racionalismo sistemático… su formulación queda aparentemente a medio hacer.

Liberada la materia de sus propios accidentes, como hemos visto a lo largo de la serie “La Guardia Place”, en muchas ocasiones será el título quien intervenga en el reconocimiento. En otros casos, la supervivencia de una determinada disposición compositiva abrirá la tensión identificadora. Figura, paisaje y bodegón sobreviven en la pintura de José Manuel Ciria, pero bajo otra función, la que ha determinado el tiempo actual y la memoria activa; han pasado a ser post-géneros.

En su aproximación al bodegón, José Manuel Ciria parece desplazar las posibles concepciones simbólicas del mismo(64) y acoge la supresión de los recursos descriptivos de forma y espacio. Del género, por tanto, sólo queda su estructura reducida a un mapa de relaciones dispositivas que no busca la equivalencia mimética. En la obra Tabla de elementos, José Manuel Ciria mantiene la esencia normativa del bodegón, esto es, la meditada colocación de los objetos sobre una mesa(65). Ya en 1954 Rudolf Arnheim había señalado: “En las grandes obras de arte, la significación más honda es transmitida de forma poderosamente directa por las características perceptuales del sistema compositivo”(66). Y si bien la concepción de Arnheim plantea destacables limitaciones a la hora de explicar la obra artística(67), para un creador la relación inmóvil entre los objetos colocados sobre una mesa ofrece un fructífero punto de partida “cuando lo relevante es el ensayo, la prueba, el estudio”(68), tal como demostró el interés de las primeras vanguardias por el género del bodegón, convertido entonces en un auténtico laboratorio de reflexiones formales.

En Tabla de elementos la disposición de los diversos signos plásticos se distribuye en dos ámbitos o soportes: el más amplio incorpora una estructura negra, como si aquella penumbra que determinaba el fondo en numerosos bodegones barrocos hubiera solidificado sus límites. Más estrecho en su dimensión, el estrato compartimentador inferior apenas parece capaz de sostener en su superficie los tres signos que se establecen –o flotan– sobre él, proyectándose más allá del espacio que el soporte delimita; recurso, por otro lado, recurrente en la tradición del género como estrategia generadora del trompe l’oeil.

Tanto la existencia de dos niveles dispositivos como la presencia de objetos que se proyectan en el espacio son recursos que podemos contemplar, por ejemplo, en Los Embajadores (1533) de Hans Holbein el Joven, obra que ha pasado a la historia de la pintura, además de por su indiscutible calidad, por ser uno de los retratos más tempranos con dos figuras de cuerpo entero y de tamaño natural, y –en lo que a nosotros respecta– por el misterio latente que actúa en la anamorfosis que centra la escena.

Durante el transcurso de uno de sus seminarios, Jacques Lacan somete a los asistentes a una sencilla prueba para aproximarles a su concepción de la mirada; les entrega una reproducción de Los embajadores para que la observen con detenimiento y, tras unos minutos de disertación sobre la perspectiva geometral, les pregunta: “¿Cuál es ese objeto extraño, en suspenso, oblicuo, que está en primer plano, delante de los dos personajes? (…) No pueden saberlo –y desvían la mirada, escapando así a la fascinación del cuadro–”(69).

La fama que ha alcanzado la pieza de Holbein hace que pocos hoy no sepan que esa curiosa forma distorsionada que se extiende sobre el pavimento, enmarcada por los dos retratados, es una excepcional anamorfosis de una calavera que sólo recupera su posición correcta al ser mirada desde los extremos de la tabla. “Veremos entonces –dirá Lacan– dibujarse a partir de ella [la mirada], no el símbolo fálico, el espectro anamórfico, sino la mirada como tal, en su función pulsátil, esplendente y desplegada, como en este cuadro. Este cuadro es, sencillamente, lo que todo cuadro, una trampa de cazar miradas. En cualquier cuadro, basta buscar la mirada en cualquiera de sus puntos, para, precisamente, verla desaparecer”(70).

Más tarde habremos de volver sobre esta reflexión donde Lacan anticipa una mirada que no parte del sujeto sino del propio objeto. De momento consideremos la obra Tabla de elementos desde la negación de los mismos recursos que la anamorfosis de la obra de Holbein –negación de la óptica geometral, de su ubicación lógica en el espacio y de la referencialidad mimética aparente–, para desvelar que nuestro artista ha ampliado el misterio fascinante de la calavera a la totalidad de la composición. En Los embajadores el espectador debe desplazarse para la alcanzar la correcta contemplación y significado de la obra. Ciria propone también un desplazamiento, pero no físico –ya que el artista no está planteando una simple anamorfosis–; ahora no se trata de restituir la forma, sino de restituir nuestra percepción, acelerar su intensidad y, con ello, nuestra búsqueda de lo que el artista en realidad nos ofrece.

Más compleja y dinámica es la relación que José Manuel Ciria ha establecido con relación a la figura y retrato. Lo irónico del título Veinte años para volver a pintar un desnudo femenino esconde también una verdad: es exactamente el tiempo que ha pasado desde que el artista realizara sus últimos desnudos femeninos, fechados en los años 1986 y 1987, y dotados de un fuerte acento neoexpresionista característico de su estilo por aquellos años.

En el contexto de su reciente vuelta a la iconografía referencial, la figura se ha planteado –ya lo hemos visto a través de las series “Post-Supremática” y “La Guardia Place”– como un estímulo para la libre interpretación que, aún en su vertiente más figurativa, se orientará hacia la definición de los rasgos esenciales del contorno de un icono sometido a diversos niveles de metamorfosis.

Una vez desintegrada la apariencia morfológica y, con ello, la idea de sujeto concreto y su ser en el mundo –como decía Merleau-Ponty–, la figura pierde el anclaje de su identidad. En Veinte años para volver a pintar un desnudo femenino, Ciria resuelve la figura con un dibujo de línea y algunos rasgos descriptivos escuetos creados por la luz que incide sobre la piel de un yo opaco; de este modo, el artista parece definir la imagen a partir de los vestigios ruinosos del tiempo y la memoria, esto es, del funcionamiento cognitivo de la mente humana que no puede almacenar y olvida gran parte de nuestra información referencial.

En obras como Mujer extraña, Bañista, Nueva bañista de formas redondeadas, Contorsionista I o Contorsionista II, acentúa la metamorfosis que determina la pérdida prácticamente absoluta del reconocimiento y la superposición de las formas versátiles sobre las fijas, junto a una compleja tensión en la ambigüedad del significado a la que ya nos hemos referido. En definitiva, la proyección de José Manuel Ciria sobre el género de la figura-retrato se resuelve desde lo que Rosa Martínez-Artero titula –entre signos interrogantes– nuevas construcciones del sujeto: “un sentimiento profundamente arraigado de contingencia y fragilidad (lo no definido), en oposición a la seguridad otorgada por la denominación (el orden jerarquizador del «uno»), produce un sujeto-“yo” de difícil descripción pictórica”(71). Tal dificultad surge, en la obra de Ciria, porque se trata de un cuerpo atravesado por lo múltiple, por el descuartizamiento, “órganos sin cuerpo, piel sin carne”(72).

Respecto al paisaje José Manuel Ciria ha desarrollado experiencias de diverso alcance a lo largo de su trayectoria, si bien serán las obras presentadas en la exposición “Monfragüe. Emblemas abstractos sobre el paisaje” (2000), el punto álgido en la interacción con este género. En aquella ocasión, el artista se aproximaba a un paisaje concreto pero no para reproducirlo desde la contemplación, sino para sugerir los estratos que tal visión dejó en su memoria a través de una constante preocupación por la luz: “por consiguiente, para Ciria no se trató jamás de reproducir, o sea, de traducir la física en arte, sino de dejar que, a partir de una analogía formal «encontrada» al modo duchampiano, su modo de operar se constituya en fórmulas de derivación de los sentimientos almacenados en su memoria tras su recorrido por el parque”(73).

Frente a la exuberancia de matices de aquellas composiciones, en la obra reciente de José Manuel Ciria tanto el interés por el signo plástico como por la ausencia de contexto han conducido a una notable reducción de las variantes dispositivas de lo que podemos entender como paisaje. Acentúa ahora el artista la idea de éste como un recorte de la mirada, espacio intelectualizado y modular que huye del absoluto de la Naturaleza para revelarse como lo que realmente es, una “construcción cultural”(74) que nuestro artista revela, como el último

Miró, a través de líneas y signos escasos en un vacío sólo animado por puntuales huellas del gesto. Una obra como Máscaras sobre paisaje nos muestra el alto grado de despojamiento figurativo, volumétrico y cromático que el artista aplica a las franjas horizontales superpuestas, recurso que con escasas variantes encontramos en numerosas piezas de la serie “La Guardia Place”.

El acusado formato horizontal –frente a la regularidad cuadrangular del resto de las piezas– y la presencia de una huella compartimentadora que actuaría como línea de horizonte convierte, pese a lo ambiguo del título, a Penélope l’amour en un complejo y bellísimo post-paisaje. No hay signo que represente (sustituya) a un espacio determinado de la naturaleza; encontramos, eso sí, una gran presencia central cuya estructuración morfológica se evoca entre sí, se rodea, fluye, se desliza, se revela y se esconde tras la línea de horizonte… no hay indicios suficientes para concretar qué hay tras esa referencia plástica. Nosotros apostamos por la naturaleza, pese, o precisamente porque “la obra de arte es incapaz de reflejar o documentar una naturaleza que pueda ser concebida como algo previo a la propia aproximación humana, puesto que la naturaleza es el reflejo de una idea, es decir, la consecuencia de una ideación y/o de un discurso”(75).

Sobre la mirada o cómo invocar al Doctor Zaius

Las complejas líneas divisorias planteadas por Ciria en su pintura actual y que tan difíciles resultan de trazar por su movilidad, nos hablan, en última instancia, del empeño del artista por repensar continuamente los mecanismos de su pintura. Un repensar desde el principio, que se revela con la vuelta del artista a determinados recursos y temas de sus inicios pictóricos, que dibuja su trayectoria como un círculo con el tiempo como perímetro. De esta compleja revisión surge nuevas dimensiones creativas, como lo que hemos determinado en llamar “rare paintings” para aludir a un tipo de construcción pictórica que queda en estado crudo, inacabada, donde el artista sitúa su obra entre la imagen y el acontecimiento como estrategia consciente de extrañamiento plástico y significacional. También nos hemos encargado de analizar los “postgéneros”, nuevas construcciones para la descodificación de los datos sensibles del mundo establecidos por la tradición pictórica. Hablar de la complejidad de su pintura en este momento de su trayectoria implica también reflexionar sobre la hipotética actitud del espectador ante tales obras.

Ciria, completa e irónicamente banal como parece tocar a este momento, nos comentaba recientemente en una conversación: “Quiero que el espectador de mi obra se convierta en el Doctor Zaius de El Planeta de los Simios, en donde sienta vértigo, miedo, desconfianza, y ganas de matarme por ser de otro planeta, suponer una amenaza y pintar estos cuadros”(76). Si indagamos en la reflexión latente que esconde esta broma cinéfila, lo que Ciria reclama es la idea del cuadro como “campo de minas que apela a algo más que a la mera contemplación”(77). Espera, pues, una reacción que altere la deposición de la mirada, una respuesta a una apelación dramática, como la que Freud recoge en La interpretación de los sueños: “¿(…) acaso no ves que ardo?”. Pero empecemos por analizar la propia mirada como objeto perdido de la pulsión escópica.

Lacan aborda el estudio de la mirada en el capítulo “la mirada como objeto a minúscula” del Seminario XI, donde llega a definir la pintura/cuadro –ya lo hemos señalado anteriormente– como una trampa para la mirada. Pero debemos preguntarnos ahora, ¿qué es la mirada para Lacan? Éste distingue entre el ojo y la mirada, “esquizia en la cual se manifiesta la pulsión a nivel del campo escópico”(78)- Siguiendo a Maurice Merleau-Ponty sitúa la mirada ajena al sujeto –“somos seres mirados”(79)– para ubicarla “en el espectáculo del mundo”(80).

En un determinado momento del seminario, el doctor dibuja sobre la pizarra el clásico cono de la visión que emana desde un punto geométrico (sujeto) y que conforma un espacio real, táctil, transitable, que culmina en el objeto. Pero este espacio geometral de la visión es valorado por Lacan como un asunto de demarcación espacial, no visual, hasta el punto de que “un ciego lo puede perfectamente reconstruir, imaginar”(81). A este modelo Lacan opone otro complementario a través del cual podremos aprehender lo que se escapa en la estructuración óptica del cuadro; de este modo, superpone al primer cono otro inverso, en el que el vértice surge del propio objeto (punto de luz) y que genera un espacio pulsátil, donde la luz se refracta y difunde, y que a la postre configura la imagen-cuadro.

De la interrelación de los dos conos surge un desplazamiento en la posición del sujeto (antes, cuando sólo valorábamos el primer cono, situado en el vértice del campo perceptivo) para ubicarse en un afuera que está, a su vez, en el centro mismo del sujeto. Por tanto, el sujeto está también bajo la mirada del objeto, es espectador e imagen: “En el fondo de mi ojo, sin duda, se pinta el cuadro. El cuadro, es cierto, está en mi ojo. Pero yo estoy en el cuadro”(82). De un lado, el sujeto ve, mientras que, de otro, se encuentra con la mirada.

De la superposición de los dos conos surge un punto intermedio que sirve como elemento mediador entre sujeto y objeto, y que Lacan denomina pantalla-tamiz, un término ambiguo que ha dado lugar a diversas interpretaciones. Rosalind Krauss sitúa al sujeto en la posición de pantalla-tamiz: “nosotros somos el obstáculo –Lacan emplea el término «pantalla»– que, bloqueando la luz, produce la sombra. No somos más que una variable en una óptica que jamás lograremos dominar”(83). Para Hal Foster el sujeto es un agente de la pantalla-tamiz, no uno con ésta, a la que define como “la reserva cultural de la que cada imagen es un ejemplo. Llámese las convenciones del arte, los esquemas de la representación, los códigos de la cultura visual, esta pantalla-tamiz media la mirada del objeto para el sujeto, pero también protege al sujeto de esta mirada del objeto. Es decir, capta la mirada, (…), y la doma hasta convertirla en una imagen”(84).

 

También agente de la pantalla-tamiz es el cuadro que actúa como trampa para la mirada. Pero esa mirada que atrapa el cuadro no es la mirada del sujeto, sino la mirada salvaje del mundo, por lo tanto, “el arte es una estrategia que pertenece a lo simbólico para atrapar una cosa (la Cosa, das Ding) que pertenece a lo Real. Una estrategia ideada por el hombre para (con)formar la mirada. Por eso se dice que es una trampa para la mirada, porque de algún modo esa mirada del mundo, esa mirada real, que está fuera (pero que también está dentro), queda allí “mostrada”. Eso muestra lo que no es mostrable. Por lo tanto: “de-muestra”, enseña que aquello que muestra no es mostrable, que aquello que se muestra es tan sólo una señal: un «señuelo», dirá Lacan”(85).

La mirada se define como algo que no atañe al órgano ojo y, a su vez, como una ausencia, objeto de la falta y causa del deseo; ¿y el cuadro, entonces, se presenta para Lacan simplemente como una trampa de cazar miradas? El cuadro detiene en un punto visible la mirada del mundo a la vez que intenta saciar la pulsión escópica, el deseo de mirada, como un alimento para el ojo: “Podría pensarse que el pintor, como el actor, busca metérsenos por los ojos, que desea ser mirada. No lo creo. Creo que hay una relación con la mirada del aficionado, pero más compleja. A quien va a ver su cuadro, el pintor da algo que, al menos en gran parte de la pintura, podríamos resumir así –¿Quieres mirar? ¡Pues aquí tienes, ve esto!–. Le da su pitanza al ojo, pero invita a quien está ante el cuadro a deponer su mirada, como se deponen las armas. Ese es el efecto pacificador, apolíneo, de la pintura. Se le da algo al ojo, no a la mirada, algo que entraña un abandono, un deponer la mirada”(86).

Esta última reflexión ha sido el punto de partida de teóricos como Hal Foster para señalar que gran parte del arte contemporáneo rechaza este viejo mandato de pacificar la mirada. A través de la vinculación de lo abyecto, lo traumático y lo obsceno con la mirada tal y como es concebida en el esquema perceptivo descrito por Lacan, Foster sugiere que artistas como Cindy Sherman, Kiki Smith, Andres Serrano, Robert Gober, Paul McCarthy o Mike Kelly, consiguen rasgar con el “realismo traumático” de sus obras la pantalla-tamiz, lugar de mediación entre el sujeto y la mirada.

Pero frente a esta estrategia de lo excesivo existen otros caminos para la decepción de la mirada. En este sentido se ha expresado Miguel A. Hernández Navarro al señalar que el arte delimitado por Foster presenta tan sólo una cara de la moneda, proponiendo un arte de lo invisible “donde el exceso se transforma en defecto y el «ver demasiado» en «apenas ver nada»” en referencia a determinadas creaciones de artistas como Martin Creed, Teresa Margolles, Santiago Sierra y Josechu Dávila(87).Dos poéticas visuales como las dos caras de una misma moneda, dos modos distintos de acercarse a lo real, por defecto o por exceso (“desaparecer o vomitar”(88), estrategias para vaciar o adelgazar la pantalla-tamiz.

Ya con motivo de la exposición colectiva “Impurezas: el híbrido pintura-fotografía”, los comisarios de la muestra analizaban el trabajo de José Manuel Ciria desde esta perspectiva para valorar sus creaciones, híbridos donde superponía un violento trazo pictórico a la imagen publicitaria, como piezas que trastocaban el equilibrio del señuelo imaginario-simbólico desde el exceso. De este modo, el artista conseguía entonces mostrar los residuos de lo real y “minar la petrificación contemplativa del sujeto, perturbarlo, llevándolo desde el centro a la periferia, desde la a-temporalidad pura a la temporalidad impura, al vagar nómada y rizomático”(89).

Frente a la excesividad visual de aquellas creaciones, la obra reciente de Ciria ha sufrido un proceso de enfriamiento expresivo que nace de todas las exigencias formales que hemos ido describiendo en los capítulos previos. Ni domeñado por lo excesivo ni controlado por el vacío, el trabajo actual de nuestro artista abre una veta intermedia entre las dos formas de decepción de la mirada que acabamos de señalar.

La forma, entendida por el artista como estructura lineal a partir de la cual laten significados inciertos, atrapa una erosión pulsátil en su interior; el cuerpo parece desmembrarse y desintegrarse en un movimiento fluido. La piel de lo real ha sido arrancada y el cuerpo parece emerger alterando lo inteligible de su forma: “lo que late bajo la piel ya no es otra piel, sino algo completamente distinto, algo rigurosamente inconcebible: la carne como magma espeso, a medio camino entre líquido y sólido”(90), Mercedes Replinger habla directamente de “descuartizamientos”(91), a la hora de referirse a la serie “La Guardia Place”, poniendo de relieve este carácter de cuerpo destruido y reconstruido a través de parches, fragmentos vivos y vaciados que tratan de reorganizarse en un diálogo dramático. Desde esta perspectiva, una obra como Tabla de elementos, analizada en el capítulo anterior por su relación con la tradición del bodegón, y en concreto con Los Embajadores, de Holbein, se nos presenta ahora como una mesa de disecciones –en definitiva, una terrible vanitas–.

¿Estamos, entonces, en el terreno de lo abyecto, en ese “realismo traumático” al que se refería Foster? En realidad, Ciria nunca se detiene en el examen de la herida (del trauma, en su sentido etimológico) ni, por tanto, en las consecuentes connotaciones negativas de enfermedad, fealdad y muerte. Este descuartizamiento que venimos señalando es el correlato de una teorización pictórica que no pivota en torno a la experiencia pública del cuerpo. Si pintar el objeto/cuerpo es “representarlo como perdido”(92), Ciria opta por presentarlo directamente desintegrado, antes de producir el yo, en ese estadio del espejo donde surge el fantasma del cuerpo fragmentado; pero al mismo tiempo esquiva lo atroz –no lo disimula ni lo camufla– para constituir la materia como una reflexión visual en torno a la composición, la línea y el color. ¿Icono o signo plástico? ¿Figuración o abstracción? Híbrido, al fin y al cabo, cuya ambigüedad actúa de velo-tamiz. Lejos del exceso del “realismo traumático” pero sin aproximarse al “ver nada” de lo antivisual, como un cortocircuito incómodo entre ambos extremos se presenta la obra actual de José Manuel Ciria.

Regresemos ahora por última vez a Lacan. Para el doctor, somos seres mirados por el objeto a (Otro); durante la vigilia, la mirada del Otro está elidida, posicionando entonces al sujeto en un cómodo rol de voyeur. Pero, ¿qué ocurre cuando el Otro muestra algo, actúa? Dice Lacan: “El mundo es omnivoyeur, pero no es exhibicionista –no provoca nuestra mirada–. Cuando empieza a provocarla, entonces empieza también nuestra sensación de extrañeza”(93).

El cambio de concepto pictórico que venimos describiendo en la obra de Ciria, este tránsito desde una pura abstracción expresionista hacia una obra cruda e inacabada, el juego con la tradición de los géneros para desengranar la última razón de su estructura, las complejas simbiosis entre forma y significado, en definitiva, la complejidad conceptual que sustenta su pintura, son elementos que parecen alterar –sin llegar, ya lo hemos visto, a entrar en el terreno de lo abyecto que cristalizaría el rechazo– aquel extremo “apolíneo” de apaciguar la mirada que Lacan otorgaba a la pintura. Tanto para el observador que conozca la trayectoria del artista, como para el que se encuentre por primera vez con su obra, el trabajo actual de José Manuel Ciria provoca, sin duda, un asombro extrañado.

Es en ese momento cuando el hipotético espectador (crítico de arte, curador, galerista…) puede convertirse en el tirano Dr. Zaius, Ministro del Bien y de la Ciencia en la sociedad simia, quien durante el juicio contra el hombre negará la capacidad de éste para el raciocinio, concediéndolo como máximo el don de la mímica, de la repetición sin sentido. ¿Acaso no es ese el proclamado destino de la pintura, medio atávico y artefacto inservible, abocado a realizar siempre el último cuadro? En el caso de la obra actual de José Manuel Ciria la amenaza surge de una pintura que es moldeada a partir de una solidez conceptual que habitualmente se considera pertinente para otros medios. Un firme compromiso con la pintura de un artista que no se define exactamente como pintor, “sino alguien que observa y analiza los elementos componentes de la pintura y experimenta con ellos”(94). Su defensa nace de un proceso que explora los límites del medio al margen tanto de las catalogaciones y jerarquías tradicionales de la pintura como de las principales derivas que consiguen atravesar los filtros de las grandes bienales de las últimas décadas. Sin duda, el Dr. Zaius tendría muchas cosas que decir de este artista que, por transferencia, se ubicaría inmediatamente en el rol de Taylor, ese héroe de ojos claros cuyo viaje ha sido en realidad un círculo con el tiempo como perímetro. Parece pertinente la comparación.

Dinámica de Alfa Alineaciones

En 1753 se publicaba en Londres la obra Analysis of Beauty, donde William Hogarth repasaba los principios básicos de la estética tal y como se codificaron desde el disegno renacentista. Al mismo tiempo, enlazaba este análisis con determinados elementos de la estética Rococó para derivar en una valoración afirmativa de las líneas ondulantes, cuya belleza residía en su función de guía agradable del ojo a lo largo de su forma. Hogarth suponía entonces que los movimientos oculares eran continuos, uniformes, y que podían ser guiados a través de una determinada disposición. Pese a los numerosos estudios que posteriormente demostrarán que los movimientos de los ojos son irregulares, que no recorren los perfiles de las figuras u objetos, y que su desarrollo sobre el objeto depende del propósito del espectador, la mayoría de los enfoques formalistas mantendrán esta sobreestimación de la capacidad de las líneas, formas y colores para dirigir el trayecto del ojo durante el proceso de la recepción(95).

Consciente de la disparidad de posibilidades en el desarrollo de la contemplación de un cuadro, pero motivado a su vez por el carácter utópico de sugerir el camino de la visión, José Manuel Ciria ha mantenido abierta esta línea de reflexión que sabe inconclusa de antemano: “He comentado alguna vez, que resultaría fantástico poder dictar el orden de lectura de un cuadro, es decir, aquel elemento protagonista que absorbe nuestra primera mirada y los posteriores puntos o paradas que demandan nuestra atención en el recorrido de la visión. (…) Poder dirigir el sentido de la vista a lo largo de contemplación de la pintura, seguramente será tarea imposible, pero el flirteo con esa posibilidad es cuanto menos emocionante”(96).

La emoción a la que se refiere el artista surge de las reflexiones productivas que nacen como consecuencia y paralelamente a este flirteo. Desde luego, no está en el propósito último del artista determinar la manera en que nuestra mirada recorrerá su trabajo; pero bajo este horizonte surgirá la posibilidad de descubrir aquellos centros de interés que plantean a los espectadores los principales interrogantes. Unos centros que, al contrario de otros puntos de la imagen, alterarían por completo el carácter de ésta si desapareciesen o se desplazasen de manera significativa; aquellos puntos que –independientemente de su valor iconográfico o narrativo– configuran la autonomía de lo plástico en la construcción visual.

Estas reflexiones, que no son nuevas en el imaginario creativo de Ciria, se han reactivado recientemente a la luz del proceso de volver a pensar la pintura en el que se halla inmerso. De nuevo, el artista transita con fluidez a través de sus propias concepciones teóricas para reformular nuevos campos de investigación. Ahora, sin dejar de funcionar transversalmente, aquellas premisas que sustentaban su conocida A.D.A, se proyectan en un espacio analítico donde las siglas se mantienen pero en orden diferente: D.A.A. (Dinámica de Alfa Alineaciones), y que el artista ha explicado de la siguiente manera: “Denomino Alfa Alineaciones aquellas estructuras básicas tensionales de una obra pictórica, es decir, dentro de toda pintura, exceptuando el minimalismo y anexos, existen una serie de elementos configuradores primarios que tensan la composición. Esto lo encontramos en toda la historia de la pintura desde el Renacimiento y el Barroco, hasta las abstracciones y figuraciones contemporáneas, pasando por el Romanticismo, el Cubismo, el Suprematismo, el Constructivismo y el Expresionismo Abstracto americano”(97).

Esta primera definición reduce a lo esencial las verdaderas implicaciones de este nuevo campo. Por ello, conviene precisar antes de seguir profundizando en su concepción que esa búsqueda estructural a la que se refiere el artista no se configura a partir de un estudio de las líneas de composición que determina el orden de las figuras o de las formas dentro del cuadro. Su interés es aún más específico, pues se concreta en la localización de los puntos de anclajes claves que resuelven el funcionamiento de la dispositio o composición pictórica, más allá de la inventio (iconografía) y la elocutio (la caligrafía plástica)(98). Un funcionamiento que, además, sin carácter de código preestablecido reaparece con frecuencia en obras pictóricas adscritas a discursos, artistas y momentos muy diferentes de la Historia del Arte occidental. De tal modo, estas alineaciones básicas o primarias –que el artista denomina “Alfa”– se constituyen como tal por una repetición dinámica.

El artista, en su análisis y búsqueda de estos elementos, no extrae la similitud formal de diversas creaciones plásticas sino la recurrencia de determinados gráficos que sirven de jácena en la estructuración visual: “No hablo de que el Bombardeo de Guston pueda parecerse a La Peste de Boecklin. Es que si conseguimos reducir a unas líneas básicas y unos puntos gravitacionales, a un mero diagrama, plano o mapa, una composición como puedan ser Los Centauros por seguir con el mismo simbolista, vemos que la obra de Boecklin girada noventa grados, coincide con una exactitud milimétrica con alguna de las Elegías a la República Española de Motherwell. Y no quiero decir que Motherwell, que viajó por Europa, se haya inspirado en dicha obra; simplemente afirmo que la coincidencia es proverbial. Muchos artistas de diferentes épocas y momentos de la historia, repiten una serie de consignas, líneas de tensión y distribución de pesos, que se repiten constantemente, aunque sus obras sean diametralmente opuestas”(99)

Si A.D.A terminó de definirse como respuesta a un interrogante (“¿existe la posibilidad, de unir en una técnica y con un solo gesto, el método en tres tiempos de Ernst: abandono, toma de conciencia y realización?”(100), el nuevo campo que delimita D.A.A surge de un proceso de reflexión latente que poco a poco se ha ido macerando hasta encontrar su marco de acción concreto. En este sentido es interesante recordar el proyecto llevado a cabo por el artista durante su estancia en Roma con motivo de la Beca de la Academia de España que le fue concedida en 1995. Bajo el título “El tiempo detenido” Ciria se propuso entonces diseccionar desde su lenguaje plástico abstracto la contención temporal de las pinturas de Giotto y Ucello. En aquel momento, nuestro artista desconectó los recursos de la contextualidad figurativa y operó a través de la mancha en una compleja búsqueda de desplazamientos nocionales. Sin carácter de supeditación a las obras de los maestros renacentistas, Ciria resolvió su pintura desde una subjetividad orientada hacia resultados plásticos autónomos. En cualquier caso, aquella experiencia que iba orientada a la profundización de sus propias concepciones teórico-formales originó un compromiso analítico, profundamente meditado, acerca de la obra de Giotto y Ucello. En su búsqueda para descubrir el misterio de aquellos “dos manipuladores gloriosos de la desaceleración de la lectura visual”(101), Ciria intentaba volver transparente la piel de las obras contempladas, vaciar el paisaje y las figuras para revelar el vértice que ordenaba el tiempo.

La especificidad de la investigación que conlleva D.A.A se dirige hacia otro vértice muy distinto del buscado durante la experiencia romana, si bien ya por aquellas fechas el artista mostraba un alto interés por “el ajuste dispositivo de la escritura plástica del cuadro”(102), y que conllevó la toma de conciencia de índices de lectura recurrentes a lo largo de la Historia del Arte. En este sentido, una obra como Segunda imagen del sueño (1996), perteneciente a la serie “El sueño de la mirada” fue llevada a cabo a través de un detenido análisis de las posibilidades dialécticas de compensación visual y resuelto con determinadas operaciones visuales que tenían un modelo anterior, como señaló el propio Ciria(103), en el cuadro de Max Ernst titulado El beso (1927), perteneciente a la colección Peggy Guggenheim de Venecia. Efectivamente, en su organización de los diversos niveles elocutivos Ciria orientó las manchas y chorretones hacia un reequilibrado espacial muy próximo a la obra del pintor surrealista.

Aquella experiencia apuntaba hacia un desarrollo intuitivo de lo que a día de hoy el artista define como Dinámica de Alfa Alineaciones. La pertinencia de este ejemplo viene determinada por la reciente recuperación de esta misma obra de Enrst por parte de Ciria para explicar algunos de los interrogantes y posibilidades que genera su nuevo campo de investigación. De este modo, en el transcurso de su entrevista con Juan Estefa Freire (que constituye la documentación escrita –transcrita– más exhaustiva publicada hasta ahora con reflexiones del propio artista sobre D.A.A.) Ciria traía de nuevo a colación el ejemplo dispositivo de esta obra. También nos interesa de estas sugerentes reflexiones cómo el artista invierte aquel utópico interés por dirigir la lectura del espectador que señalábamos anteriormente para, posicionándose él como sujeto-receptor, reconstruir el proceso creativo de un cuadro realizado por otro artista: “En ésta composición observamos una pareja sobre una línea de horizonte, con un cielo que no llega a los dos tercios; la figura femenina parece sujetar un bebé y está cruzada simultáneamente por una figura pájaro típica de aquel momento creativo de Ernst. Los colores son intensos y complementarios resueltos en fuertes tonalidades naranjas y tierras junto a unos celestes encendidos. Podemos adivinar con cierta facilidad el proceso de configuración de la obra: una vez organizadas las líneas compositivas de las figuras, el artista comienza a tensar la pieza a base de zonas oscuras a modo de sombras, tensión que ni tan siquiera consigue cuando en la zona de mayor iluminación tacha de color negro el hombro y brazo del hombre. El cuadro es bellísimo pero no está resuelto. Ernst, se aventura a pintar el pie de la mujer en primer plano de la esquina inferior derecha de la composición, de un color carne blanquecino, automáticamente comprende su «error», puesto que aquello se convierte en protagonista indebido de toda la obra, con cierto nerviosismo el creador busca una solución que equilibre de nuevo y tense la escena, para ello recurre a depositar un poco de óleo blanco en el borde superior de la composición y a quitarlo posteriormente mediante un arrastrado con una brocha o trapo. Lo increíble es como todo se articula, adquiere magia y se coloca en su sitio”(104).

Esta amplia disertación nos desvela con cuanta meditación deconstruye Ciria la Historia del Arte y, por extensión, su propia obra. Tras la compleja elaboración conceptual llevada a cabo con A.D.A., Ciria sigue generando una preocupación teórica que solidifique la base de la elaboración pictórica, una reflexión conceptual que implica la apertura a la complejidad y a la proliferación de opciones discursivas.

Como ya hemos visto, la relectura de modelos plásticos anteriores es una constante en la obra de José Manuel Ciria, quien valora el conocimiento histórico y la asimilación de la tradición –junto a la renovación a través de la experiencia que genera la práctica– elementos claves de su doctrinario artístico: “Podemos convenir que han sido muchos los artistas y teóricos que coinciden en afirmar que la historia del arte es una historia de plagios y apropiaciones, de avances y vueltas atrás, de paternidades y filiaciones, y esto, ante lo que pudiera parecer, no resulta negativo en absoluto”(105).

Sin embargo, a la hora de determinar la dinámica de estos puntos clave o “Alfa” el artista se encontrará seducido por descubrir, más allá de la cita premeditada o la apropiación, los procesos inconscientes que recuperan determinadas estrategias dispositivas. Estas “Alfa” actuarían entonces casi como estructuras procedentes del imaginario colectivo determinando estrategias utilizadas por la tradición pictórica para el ajuste de la escritura visual. Y de igual modo, en el marco del límite entre figuración y abstracción que el artista está tensando en su trabajo último, Ciria muestra un especial interés por aquellos diagramas que actúan en consonancia en obras muy distintas respecto a su actitud referencial.

En este afán por deshojar el cuadro independientemente de su estilo, iconografía, época y autor para llegar a desentrañar el mecanismo que lo activa como escritura visual, Ciria ha llegado a fantasear con la posibilidad de un sistema informático capaz de asumir tal rastreo; una máquina para cazar estructuras “Alfa” más allá de los desplazamientos y rotaciones inherentes a su disposición dinámica: “Me encantaría que pudiera hacerse un programa informático capaz de leer la pintura, y que llegase a desnudar el cuadro en aquellas líneas y puntos gravitacionales que configuran el entramado de la composición; me viene a la cabeza esto que vemos en las películas policíacas de la búsqueda de las huellas digitales. Podríamos observar como muchas composiciones de apariencia dispares, contienen una estructura y un alma común, puesto que esas líneas y puntos de peso coinciden con total exactitud o de forma muy similar”(106).

Una máquina encargada de rechazar los pares evidentes para encontrar una línea que atraviesa el tiempo, el espacio y la memoria. Por eso, cuando el artista asume la Dinámica de Alfa Alineaciones como base conceptual de alguna de sus creaciones no está surcando los caminos de la apropiación; al contrario, se está adentrando en un cauce mucho más complejo que pasa por el desmontaje de los mecanismos que configuran la imagen pictórica para desmenuzarlos y reedificarlos. Se trata, por tanto, de una investigación arqueológica y deconstructiva en pos de aquellos estratos inteligibles que regulan las relaciones formales del cuadro.

El artista se encuentra en la génesis de un fascinante proceso de investigación abalado por su férrea capacidad de explorar con éxito los diversos epígrafes que glosan su evolución. Y así, al final de este recorrido por la obra reciente de José Manuel Ciria, hemos vuelto al punto de partida, es decir, al campo de la reflexión conceptual como foco de la creación plástica, proceso iniciado con A.D.A. y transformado ahora en D.A.A. Sólo un leve movimiento de siglas parecen separar ambos campos; sin embargo, lo que está en juego no es un simple cambio de denominación, sino el mostrar la resistencia de la pintura en el complejo campo d el arte actual y su flexibilidad para atravesar constantemente nuevos espacios conceptuales.


1.Arthur C. Danto ha señalado que tales anuncios siempre se han dado, paradójicamente, en momentos en los que la pintura gozaba de muy buena salud. DANTO, C. Arthur, “Lo puro, lo impuro y lo no puro: la pintura después de la modernidad”, en Nuevas Abstracciones. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid; Museu d’Art Contemporani, Barcelona, 1996, p 15.

2.LAWSON, Thomas. “Última salida: la pintura”, Artforum, 20, 2 (octubre, 1981), pp.40-47, recogido en WALLIS, Bian (ed.), Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Akal, Madrid, 2001, p. 154.

3.FOSTER, Hal. “Este funeral es por el cadáver equivocado”, en Diseño y delito y otras diatribas. Akal, Madrid, 2002.

4.CARRERE, A., y SABORIT, J. Retórica de la pintura. Cátedra, Madrid, 2000, p. 39

5.El arte contemporáneo ya no parece «contemporáneo», en el sentido de que ya no tiene un acceso privilegiado al presente, ni siquiera «sintomático», al menos no más que muchos otros fenómenos culturales. Si el primer principio de la historia de arte, como una vez estableció Heinrich Wölfflin, es que «no todas las cosas son posibles en todas las épocas», en la actualidad, para bien y para mal, esta premisa parece desafiada (…)”, en FOSTER, Hal. “Este funeral es por el cadáver equivocado”, Op.cit.

6.En un tránsito analizado de manera esclarecedora en GUILBAULT, Serge. De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno. Mondadori, Madrid, 1990.

7.DANTO, Arthur C., Después del fin del arte: el arte contemporáneo y el linde de la historia, Paidós, Barcelona, 2002, p. 118.

8.Los artistas minimalistas subvirtieron la teoría moderna, que en aquel momento los seguidores de Greenberg exponían con gran habilidad, mediante el sencillo procedimiento de tomarla al pie de la letra. El arte moderno no trataba de ocuparse de sus propias estructuras, así que los minimalistas hicieron objetos sin ninguna referencia más allá de su propia factura”. LAWSON, Thomas. “Última salida: la pintura”, en WALLIS, Brian (ed). Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Akal, Madrid, 2001, p. 155.

9.GREENBERG, Clement. “Recentness of Sculpture”, Art International, abril 1967, pp. 19-21.

10.GUASCH, Anna María. El arte último del siglo XX. Del posminimalismo a lo multicultural. Alianza, Madrid, 2000, p. 28.

11.JUDD, Donald. “Specific Objects”, en Donald Judd: Complete Writings 1959-1975, Halifax, Canada: Press of the Nova Scotia College of Art and Design, 1975, pp. 181-182.

12.KRAUSS. R. “La escultura en el campo expandido”, en La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos. Alianza, Madrid, 1996, pp.289-303.

13.Ibídem, p. 289.

14.GUASCH, Anna María. Op. cit., p. 20

15.La exposición realizada en 1981 en el ARC/Musée d’art moderne de la Villa de París bajo el título Il se disent peintres, ils se disent photgraphes [Se denominan pintores, se denominan fotógrafos] fue uno de los intentos más tempranos en replantear las flexibilidad de la posición del artista entre ambos medios, esto es, que un pintor –designado por su práctica habitual como tal-, utilizase otros soportes distintos de lienzo, en este caso la fotografía; que otros practicasen a la vez pintura y fotografía; y finalmente, aquellos que practicando fotografía se denominaban a sí mismos como pintores, pese a no participar de ninguna técnica próxima al medio.

16.BAQUÉ, Dominique. La fotografía plástica. Un arte paradójico. Gustavo Gili, Barcelona, 2003, p. 45.

17.MONLEÓN PRADAS, M. La experiencia de los límites: híbridos entre pintura y fotografía en la década de los ochenta. Valencia: Institució Alfons El Magnànim, 1991, p. 13.

18.CRUZ SÁNCHEZ, Pedro y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á. Impurezas, el híbrido pintura-fotografía. Región de Murcia, Consejería de Educación y Cultura, 2004, p. 103

19.Ibídem, p. 110

20.OLMO, Santiago B. “La importancia de seguir pintando”, en Desde los ’90, Sala Parpalló, MuVIM, Valencia, 13 noviembre 2002 – 11 enero 2003, p. 34.

21.DANTO, Arthur C. “Lo puro, lo impuro y lo no puro: la pintura tras la modernidad”, Op. cit,, p. 19.

22.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes. José Manuel Ciria: A.D.A. Una retórica de la abstracción contemporánea. Tf. Editores, Madrid, 1998, p. 27.

  1. PAPARONI, Dementrio. “La abstracción redefinida”, en Nuevas Abstracciones. Op.cit., p. 24

24.Los tres capítulos que recogió la muestra fueron: Un siglo de Pintura Contemporánea 1900 2000, Después de la Realidad: Realism and Current Painting, y There is No Final Picture, Pintura después de 1968.

25.OLMO, Santiago B. Op. cit., p. 35.

26.Declaración de José Manuel Ciria en conversación con Carlos Delgado.

27.HONTORIA, Javier. “ArtBasel, la madre de todas las ferias”, en El Cultural, 21 de julio de 2007.

28.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes. Op. cit., p. 41.

29.“A finales de los años ochenta mi pintura era aún figurativa, había realizado numerosos experimentos intentando saltar a la abstracción, pero los resultados eran francamente decepcionantes, y no quiero decir que no “comprendía” lo abstracto, cuando lo cierto es que algunos de aquellos ejercicios tenían interés y eran atractivos en cuanto a composición, color y textura. Experimentos, que en algunos casos me arrepiento de haber destruido. El principal problema, visto desde la distancia, es que mi formación era clásica y autodidacta, y no sabía por donde entrar en la abstracción. No conseguía “creerme” aquellas composiciones, no podía entender la pintura como mera experimentación formal sin sentido y sin rumbo. Quería hacer pintura abstracta pero continuaba anclado en la figuración, la pesadilla duró aproximadamente dos años. El salto, al fin se produjo con bastante naturalidad por medio de una doble vía. Por un lado, estaba trabajando en una serie denominada Hombres, manos, formas orgánicas y signos, y dicha serie como su nombre indica estaba formada por cuatro familias o grupos de obra, los dos últimos tenían una vocación claramente abstracta que únicamente había de desarrollarse. Y por otro lado, la sincera necesidad de generar una plataforma teórica imbricada de toda una serie de preocupaciones conceptuales. Es decir, mi deseado salto a la abstracción, vino propiciado, aparte de por las experimentaciones plásticas en este sentido, por la dotación de una especie de «percha» teórica o sistema, que me permitía desarrollar todo un genuino campo de experimentación. Muchas de aquellas preocupaciones teóricas se recopilaron en un pequeño cuaderno, que siempre me ha acompañado (…)”.CIRIA, J.M. “Cuaderno de notas – 1990”, en José Manuel Ciria. Limbos de Fénix. Galería Bach Quatre. Barcelona, 2005, p. 139.

30.El cuaderno ha sido reeditado en José Manuel Ciria. Paisajes binarios, Galería Fernando Silió, Santander, 2003, pp. 77-120 y en José Manuel Ciria. Limbos de Fénix. Galería Bach Quatre. Barcelona, 2005, pp.141-184.

  1. “Lo sorprendente de la retícula es que, pese a su enorme efectividad como abanderada de la libertad, es extremadamente restrictiva en lo que respecta al ejercicio real de la libertad”. KRAUSS. R. “La originalidad de la vanguardia”, en La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos. Op. cit., p. 174.
  1. GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes, Op. cit , p. 104.
  1. KRAUSS, R. Ibídem.

34.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes, Op. cit, p. 99.

35.CIRIA, José Manuel. “Reductor de miradas (Compartimentaciones)”, en Glance Reducers. Compartimentations. Kortrijk, Athena Art Gallery, 2000.

36.Julio César Abad Vidal ha señalado, a propósito de las obras de José Manuel Ciria presentadas en la galería Salvador Díaz de Madrid, entre los meses de septiembre y octubre de 2000: “Asimismo, podríamos señalar una nueva categoría o compartimentación que irrumpe en los últimos trabajos del pintor, por la que estructuras regulares de aluminio, dispuestas longitudinalmente atraviesan el soporte, ya sea compartimentado o no, para encerrar o encadenar objetos encontrados y seleccionados, como una zapatilla, la bolsa de plástico identificativa de un centro comercial, o muñecos de peluche”. ABAD VIDA, J.C. “La forja de lo informe”, en Glosa líquida. Cáceres, Galería Bores & Mallo, 2000.

37.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes. Op. cit., p. 189.

38.CIRIA, José Manuel. “El tiempo detenido de Ucello y Giotto, y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma”, en José Manuel Ciria. El tiempo detenido. TF, Madrid, 1996, p. 29.

39.HUICI, Fernando: “Bajo la piel”. Catálogo de la exposición Adage. Galería Afinsa. Madrid, enero-febrero, 1993, p. 4.

40.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes. Op. cit., p. 88.

41.Declaración del artista recogida en TOWERDAWN, Joseph: Plástica y semántica (Conversaciones con José Manuel Ciria), en Quis custodiet pisos custodes. Galería Salvador Díaz, Madrid, 2000, p. 43.

42.CIRIA, J.M.: “Espacio y luz (Analítica estructural a nivel medio)” en José Manuel Ciria. Espace et lumiére. Artim Galería, Estrasburgo, 2000, p. 56.

43.SOLANA, Guillermo. “Epifanías”, en José Manuel Ciria. Galería Salvador Díaz, Madrid, septiembre, 2007.

44.Tal ejercicio de apropiación no es nuevo en José Manuel Ciria. A lo largo de su trayectoria ha planteado citas, alusiones y homenajes a artistas tan diversos como Giotto, Piero della Francesca, Zurbarán, Duchamp, Joseph Beuys o Markus Lüpertz, entre otros.

45.CIRIA, José Manuel. “Nueva York, estados de ánimo, el momento figurativo, Malevich y Zuloaga”, en Ciria. El dueño del tiempo. Galería Pedro Peña, Marbella, 2006, p. 12.

46.ABAD VIDAL, Julio César. “Pinturas construidas y figuras en construcción”, en Ciria. Pinturas construidas y figuras en construcción. Sala de exposiciones de la Iglesia de San Esteban, Murcia, 2007, p. 41.

  1. “Se produjo un acontecimiento que no fui capaz de observar al poco tiempo de llegar a Manhattan y que armaba el homenaje a Malevich desde sus primeras composiciones (…): La vuelta a la línea, a la estructura, al dibujo” CIRIA, José Manuel. “Volver” en Búsquedas en Nueva York. Roberto Ferrer, Madrid, 2007, p. 45.
  1. Sobre la revisión efectuada por Malevich sobre el arte del icono remitimos a DUBORGEL, Bruno. Malevitch. La question de l’icône. Publications de l’Université de Saint-Étienne, 1997. Recordemos, por otro lado, que el pintor llamó ya a su Cuadro negro sobre blanco “desnudo icono de nuestro tiempo”.
  1. CIRIA, José Manuel. “Volver”. Op. cit.
  1. Sobre la presencia de la simbolización en la pintura afigurativa han reflexionado A. García Berrio y T. Hernández: “Desde un punto de vista semántico-comunicativo, el conjunto de tendencias afigurativas que constituyen el gran núcleo del llamado arte moderno en nuestro siglo, se funda sobre referencias conscientes y subconscientes a alguna forma de realidad. Unas veces será más inmediata y tangible, radicalizada en el sistema de su representación, otras la más recóndita y subconsciente; y en ocasiones la más esencial (…), ni siquiera estas formas más extremas del plasticismo abstracto dejan de cumplir en algún grado –aunque sea mínimo- el fundamento inevitablemente simbólico de las artes visuales”. GARCÍA BERRIO y HERNÁNDEZ, T. Ut poesis pictura. Poética del arte visual. Tecnos, Madrid, 1988, pp. 83 y 84.
  1. REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”, en Búsquedas en Nueva York. Op. cit., p. 31.
  1. Ibídem.

53.Establecemos como posible traducción de “rare” los términos “crudo” e “inacabado” como las dos aproximaciones más coherentes con la intención de Ciria, y con la conciencia de la imposibilidad de traducir sin variar el significado. Dicha heterogeneidad ha quedado patente en Des tours de Babel (1985) de Jaques Derrida, donde el autor señala que no hay un original de la traducción, así como no hay traducción sin un resto intraducible; es decir, toda traducción conlleva una ganancia y una pérdida.

54.ROSEMBERG, Harold. “The American Action Painters”, Art News, LI, nº 8, diciembre, 1952, p. 22. Tomado de SANDLER, Irvin. El triunfo de la pintura norteamericana. Historia del expresionismo abstracto. Alianza, Madrid, 1996, p.287.

55.LÉVI-STRAUSS, C. Lo crudo y lo cocido. Fondo de Cultura Económica, México, 1968, p. 332.

56.GARCÍA-BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 23.

57.En el sentido al que se refería Tàpies al señalar que el artista “es hombre de laboratorio”, pues trabaja en soledad para conseguir “el milagro según el cual unos materiales, que por sí solos son inertes, empiezan a hablar con una fuerza expresiva que difícilmente puede compararse a ninguna otra cosa”. TÀPIES, A. “La otra pintura”, en Cuadernos Hispano-Americanos, nº 70, Madrid, octubre, 1955.

58.Tomado de JULIUS, A. El arte como provocación. Destino, Barcelona, 2002, p. 221.

59.CARRERE, A., y SABORIT, J. Retórica de la pintura. Op.cit., p. 210.

  1. “Para resaltar esto, llegué a considerar colgar mis retratos invertidos, aunque me hubiera convertido en Baselitz, sólo con la intención de que la gente los viera como pinturas”, en VICENTE, Mercedes. “Chuck Close, Reinventar el retrato”, Lápiz, nº 145, 2000, p. 44.

61.CALVO SERRALLER, F. Los géneros de la pintura. Taurus, Madrid, 2005, p. 363

62.RODRÍGUEZ MAGDA, Rosa María. “Transmodernidad; La globalización como totalidad transmoderna”, Revista Observaciones Filosóficas. Agosto, 2006. Artículo disponible en www.observacionesfilosoficas.net/transmodernidad00.pdf

63.Sobre la importancia de esta indagación conceptual, que el artista ha denominado Dinámica de Alfa Alineaciones, hacemos una amplio estudio en último capítulo de este escrito.

64.Así ocurre en sus aproximaciones dentro de “La Guardia Place”, si bien el artista ha recuperado el sentido de transitoriedad material que caracterizó la lectura moral del bodegón en el Barroco en piezas anteriores como Vanita (Llevántate y anda), de 2001, sorprendente creación donde es la propia historia de la pintura –con alusiones que van desde la pintura holandesa del XVII hasta las creaciones de Yves Klein– la que revela su fugacidad.

65.Una colocación tan esmerada en la tradición del género que ha hecho observar que artistas como Sánchez Cotán posiblemente utilizaron ratios matemáticas para la organización de los objetos representados. Véase CALVO SERRALLER, F. Op. cit., 292.

66.ARNHEIM, R. Arte y percepción visual. Alianza Forma, Madrid, 1979, p. 500.

67.Véase a este respecto FURIÓ, Vicenç, Ideas y formas en la representación pictórica. Anthropos, Barcelona, 1991, pp. 47-54.

68.ABAD VIDAL, J.C. Ciria. Pintura sin héroe. T.F, Madrid, 2003, p. 89

69.LACAN, Jacques. Los cuatro principios fundamentales del psicoanálisis: seminario XI. Barral, Barcelona, 1977, p. 95. 70.Ibídem, p. 96.

71.MARTÍNEZ-ARTERO, Rosa. El retrato. Del sujeto en el retrato. Montesinos, Barcelona, 2004, p.261.

72.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Op. cit., p. 32.

73.LÉPICOUCHÉ, Michel Hubert. “Desde la luz de Monfragüe hasta el color en los cuadros de José Manuel Ciria”. Monfrague. Emblemas abstractos sobre el paisaje. Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, Badajoz, marzo-mayo, 2000, p. 55.

74.El paisaje no es, por lo tanto, lo que está ahí, ante nosotros, es un concepto inventado o, mejor dicho, una construcción cultural. El paisaje no es un lugar físico, sino una serie de ideas, sensaciones y sentimientos que elaboramos a partir del lugar”. MADERUELO, Javier. El Paisaje. Actas del II Curso Huesca: Arte y Naturaleza. Huesca: Diputación de Huesca, 1997, p. 10.

75.PÉREZ, David. “El documento incierto: la naturaleza entre el signo y el artificio”. PERÁN, Martí y PICAZO, Glòria (editores), Naturalezas. Una travesía por el arte contemporáneo. Consorci del Museo d’Art Contemporani de Barcelona, 2000, p. 235.

76.Conversación de José Manuel Ciria con Carlos Delgado.

77.CIRIA. J.M. “Signo sin orillas”, en ABAD VIDAL, J.C. Ciria. Pintura sin héroe. Op. cit., p. 242.

78.ACAN, Jacques. Op. cit., p. 81

79.Ibídem, p. 82

80.Ibídem.

81.Ibídem, p. 93

82.Ibídem, p. 103

83.KRAUSS, R. El inconsciente óptico. Tecnos, Madrid, 1993, p. 198.

84.FOSTER, Hal. El retorno de lo real : la vanguardia a finales de siglo. Akal, Madrid, 2001, p. 143

85.CRUZ SÁNCHEZ, Pedro y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á, Op. cit., p. 144.

86.LACAN, Jacques. Op. cit., p. 108

87.Ver HERNÁNDEZ NAVARRO, M.A. “El arte contemporáneo entre la experiencia, lo antivisual y lo siniestro”, Revista de Occidente, nº 297, febrero, 2006.

88.Ibídem.

89.CRUZ SÁNCHEZ, Pedro y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á. Op. cit., p. 148

90.SOLANA, Guillermo. “Marias o el cuerpo desollado de la pintura”, en José Manuel Ciria. Visiones Inmanentes. Sala Rekalde, Vizcaya, diciembre 2001 – enero 2002, p. 22.

91.REPLINGER, M. Op. cit., p. 31.

92.WAJEMAN, Gerard. “Narciso o El fantasma de la pintura”, en Arte y Fantasma, Chapvallon, París, 1984, pp. 107-126

93.LACAN, Jacques. Op. cit., p.83.

94.Declaración de José Manuel Ciria recogida en SOLANA, Guillermo: “Salpicando la tela del agua”, en Squares from 79 Richmond Grove, MAE y SEACEX, Madrid, 2004, p. 39.

95.Ver a este respecto “La lectura de la imagen”, en FURIÓ, Vicenç. Ideas y formas en la representación pictórica. Op. cit., pp. 135-147. 96. “Conversación de Juan Estefa Freire con José Manuel Ciria”, en José Manuel Ciria. Limbos de Fénix. Galería Bach Quatre, Barcelona, noviembre-diciembre, 2005, p. 99.

97..Ibídem, pp. 95-96.

98.Para una aproximación exhaustiva acerca de la retórica en las artes visuales vid. GARCÍA BERRIO, A. y HERNÁNDEZ, T. Op. cit. A partir de este modelo metodológico retórico ha sido analizada la obra abstracta de José Manuel Ciria de los años noventa en GARCÍA BERRIO, A., y REPLINGER MERCEDES, Op. cit.

  1. “Conversación de Juan Estefa Freire con José Manuel Ciria”. Op. cit., p. 98

100.CIRIA, José Manuel. “El tiempo detenido de Ucello y Giotto y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma”. Op. cit., p. 28.

101.Ibídem, p. 28

102.GARCÍA BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 171

103.Ibídem.

  1. “Conversación de Juan Estefa Freire con José Manuel Ciria”. Op. cit., p. 96-97

105.CIRIA, J.M. “Fragmentos de la mirada subjetiva. Una posible defensa de la pintura”, en Instersticios. Fur Printing, Madrid, 1999, p. 37.

106. “Conversación de Juan Estefa Freire con José Manuel Ciria”. Op. cit., p. 96.