2008
Celia Montolio. Museo da Alfandega. Oporto
Libro monográfico “Madrid – New York. Trabajos recientes. Exposición Museo da Alfândega, Oporto. Enero 2008.
EN EL LÍMITE Y DESPUÉS
Celia Montolío
“El artista es aquél que detiene el espectáculo
en el que la mayoría de los hombres participan
sin verlo realmente y quien lo toma visible…”
(Maurice Merlau-Ponty, “La duda de Cézanne”)
“…en cualquier lugar donde me encontrara,
reparé en lo que son los umbrales… sólo el detenerse
o el aminorar el paso crea ya el umbral”.
(Peter Handke, Pero yo vivo solamente de los intersticios).
I Hay territorios cuya extensión es la posibilidad de convocar todos los tiempos y todos los lugares: en ellos, surgen a nuestro paso las posibilidades como realidades plenas. La duda que dibuja la tenue frontera entre certeza y error (“La verdad es un sueño, a no ser que mi sueño sea verdad”, dice Santayana) transita una zona por cuyos vacíos han irrumpido modos tan diversos de la creación como la ciencia, la filosofía, las artes plásticas y la literatura. Desnudar las creencias hasta llegar a una certeza originaria es el punto de partida, como en los cuentos infantiles, para redefinir la relación entre realidad y ficción, dar un quiebro a la dirección que recorre el signo para ensartarse con las cosas. Al otro lado del espejo, Alicia adapta su trayecto a una lógica donde la causa y el efecto alteran su secuencia habitual; al entrar, el olvido es necesario para hacer frente a las leyes de una combinatoria infinita.
Cuando éramos niños, cruzábamos los umbrales de los cuentos cargados de desmemoria. En aquellos viajes, hacer y creer eran un mismo acto donde el mapa del paisaje se iba dibujando a medida que se viajaba; ninguna torre era lo bastante alta como para acotar la extensión de este territorio siempre cambiante. Cada mirada era un paso, y en cada paso se resquebrajaban las brújulas y se quemaban los mapas. Solamente así surgía lo desconocido como familiar, y el azar como necesidad; quizás “el sueño posterior de un lenguaje ideal, un lenguaje que lo diga todo simultáneamente, comience con la memoria de ese estado sin memorias”, sugería John Berger. En aquel estado también se borraba el límite entre el voyeur y el protagonista. Ideal, límite, meta: recuperar el instante en que las sensaciones carecían de nombre.
Después, con los años, el umbral se hace más angosto. El recuerdo de la facilidad con que se cruzaba desde el territorio del tiempo lineal al del tiempo reversible provoca nostalgia. “Memoria, cima del abismo”: en esta metáfora de Blanchot se adivina la tarea del artista como un tender puentes sobre la nostalgia de la inmediatez perdida (también Proust: la obra de arte como “el único medio para recobrar el tiempo perdido”). La memoria es a la vez deseo y límite de un trabajo donde la nostalgia cifra el código de una actividad transgresora, incesante ruptura de las capas con que los hábitos van velando las cosas. En el tiempo del deseo personal de inmediatez, el artista viaja a contracorriente del tiempo que paraliza y enmudece. Y llega a la zona donde ya no hay nominación posible.
La palabra, desde Mallarmé, es constante apertura del mundo; ya no puede acotarlo en su materialidad. Como mucho, metáfora, insinuación, reflejo borroso que provoca al artista a crear en el espacio vacío donde se expande el infinito alejarse de las cosas. Por sus fisuras, huye la presencia que cada acto de nominación quiere rescatar; eterna paráfrasis, las palabras flirtean con la obra de arte sin conseguir nunca horadarla.
En estas fugas habitan las obras de José Manuel Ciria. No prolongan ningún silencio esencial, ni tampoco tienen como fin encorsetar el silencio en la voz. El primer encuentro con esta pintura produce un ruido sordo, una implosión, un choque con la zona del ruido opaco donde la memoria rechaza al verbo y al sustantivo como vehículos para reproducir las impresiones primeras (de nuevo, como cuando éramos niños). Rota, pues, la confianza en la palabra total, quizás hoy día, en el terreno de la creación plástica, quepa pensar que asistimos a una ruptura límite: una ruptura posterior a la que desgajó al signo de su referente y que, ahora, pide un segundo momento de reconstrucción de referencias desde el seno propio del signo, validándolo como lugar de cruce de presencias, como cima de un abismo en cuyo fondo quizás esté la inmediata presencia de las cosas.
Este “quizás” recoge el trabajo de Ciria, rotunda incursión en un terreno donde la duda pone en marcha un continuo proceso de desplazamiento. La intuición (la del pintor, la de quien mira) es aquí voluntad de someterse a una continua desnivelación de las posiciones. La paradoja se impone en esta tarea donde el dejarse llevar articula una hábil estrategia de dominio, como si en un doble juego la conciencia fragmentada de la edad adulta buscara reconstruir la unidad primera. Pérdida pues, y deseo de reencuentro: la conciencia dividida se ve a sí misma buscando y asume el riesgo de poseer, como Rimbaud cuando regresa de su descenso a los infiernos, “todos los paisajes posibles”. O como Proust, que bucea en el espacio de la duermevela para hallar en él todas las habitaciones en las que ha estado y todas las habitaciones que conocerá en el futuro. Entonces (propuesta para un encuentro posible con estas obras): someter lo incierto a un regreso, tirar del hilo hasta llegar a un instante que, como el de la duermevela, haga posible el despliegue de cualquier escenografía. Las fábulas de la duermevela instauran otro tipo de certeza: algo acabará por regresar, y en la espera se cruzan todas las direcciones del tiempo y del espacio.
“…en la cadena de la memoria en la que estamos forjados, los primeros vínculos (eran) la realidad más real (…) parecía casi inadmisible que ésta se limitara a ser una mera imagen” (Hermann Broch, La muerte de Virgilio). De este inconformismo parte el pintar breve de José Manuel Ciria, multiplicando las narraciones que inventa nuestro deseo de recuperar algo que se sabe perdido. Una certera intuición nos empuja a convertir las superficies de su pintura en umbral de la propia memoria, pero con cautela: al otro lado nada es lo que parece, y las expectativas se frustran cuando se empeñan en señalar caminos.
II ¿Por qué esto y no otra cosa? La pregunta más antigua se bifurca, ante la pintura de José Manuel Ciria, en dos direcciones fundamentales. Remite, en el nivel más general, al problema del estatuto de la pintura como práctica que hoy, audible aún el eco de las voces que postularon su muerte, sigue confiando en su potencial para alojar sentido en el espacio de perplejidad surgido de la escisión entre el signo y el mundo. Por otro, apunta a la raíz misma del trabajo de este pintor que escoge la afirmación tajante de los materiales antes que el rodeo de la metáfora. Exigirle un porqué a un cuadro de Ciria desencadena una reflexión sobre la capacidad actual de la pintura para invocar sus obsesiones históricas sin afiliarse a ninguna secuencia de intenciones unilineales. La apropiación y el guiño cómplice con opciones abstractas contemporáneas cede paso en estos cuadros a una difracción que, partiendo del tratamiento del material como presencia extrema convoca, sin pretensión de clausurarlo, un sentido diferido en el cruce de intenciones que de siempre han guiado a la pintura.
El trabajo de Ciria (y éste es su modo de afirmar la vigencia de la pintura) habita en los intersticios, crea umbrales. En estado de alerta ante el mundo que asiste al espectáculo de su disolución en la imagen homogénea, convoca al azar para crear discontinuidades en el nivel somero de su superficie. Por eso, el inevitable talante especular de toda tarea connotada –la pintura, aquí- desguaza en estas obras las filiaciones históricas entre intenciones y resultados, cortando muchos de los hilos que tradicionalmente permitían remitir con total fiabilidad el signo a un origen. Ciria asume, desde el plano de los materiales, la tarea de cortar los vínculos entre causa y efecto, entre concepto y expresión plástica, alterando la secuencia habitual de nuestras previsiones sobre la pintura como momento debido dentro de una concepción lineal de progreso.
Y esto es ya plantear que el trabajo de este pintor es una opción ética por la abstracción. Quizás solamente el acto de mirar pueda redefinir la experiencia en otros términos y acumular, adscribiendo nuevos sentidos a la percepción, una serie de hábitos enraizados en la confrontación personal con las cosas. Que seguir una norma sea crearla a partir de la mirada. Cabe pensar que esta alternativa disonante convierte en umbral el grado cero que la abstracción, como emblema de la modernidad, ha perseguido en su tendencia a la autoaniquilación. En el mito apocalíptico del fin de la pintura, ésta recluía progresivamente a la significación en un lugar de vocación esencialista que, desde Malevich hasta las propuestas minimalistas y atravesando el expresionismo abstracto, encerraba el sentido en zonas arquetípicas de la verdad. Después, cerrado el proceso histórico del sentido, vino el lamento de su ausencia. Pero pensemos que la pintura puede hoy ejercerse desde el umbral que rescata al signo de la disolución ante algo concebido como más real que él. Que lo lejano puede tener lo inmediato como punto de partida y como regreso (de nuevo, opción ética). También, que a la vez incorpora esta realidad para enfrentarse al desdoblamiento nivelador del mundo actual. En el murmullo, de repente, el ruido opaco. La estrategia de Ciria reinserta a la pintura en un espacio donde la confrontación entre formas y materiales la arroja hacia el espacio del contenido; se embarca en el proceso de desnudar lo interpretado para llegar a un lugar ajeno a toda posible clausura verbal (a toda lógica donde causa y efecto sean verbalizables). Entre provocar la interpretación y rechazarla como meta, este pintor parece hacer suyas las palabras de Gadamer: “… el vuelo de los pájaros, oráculos, sueños, imágenes pictóricas, escritos enigmáticos. En todos estos caos, la interpretación tiene dos lados: primero, señalar en una cierta dirección que, a su vez, exige ser interpretada, pero también un cierto replegarse de aquello que habrá de mostrarse en esa dirección.
Esta tautología entre forma y contenido no es un intento místico de unificar contrarios, sino la manifestación de que una obra de arte demuestra un tipo de realidad. “Un tipo de realidad”: un punto de vista, una visión que impele a la pintura, como dijo en cierta ocasión Robert Ryman, a la labor esencial de “ampliar nuestra forma de ver”. La pintura de Ciria asume esta tarea de desplazamiento continuo de las posiciones, favoreciendo así el despliegue de las infinitas retóricas cuyo conjunto, inasible de modo simultáneo, apuntaría a una realidad compuesta por todos los puntos de vista. En este vaivén, cada obra surge como “la mejor entre las posibles”, siendo esta suerte de meliorismo plástico el resultado de paralizar en un instante un proceso potencialmente infinito, nunca la concreción de un deber ser esencial impuesto de antemano. Es, siempre, la necesaria detención azarosa de unas formas sorprendidas en pleno proceso de despojamiento. ¿O de encubrimiento?
Una inquietante ambigüedad nace de la detención de un proceso que se aferra a los dos polos que lo desencadenan: llegar a la desnudez total, o vestirse con exceso. ¿Avanzan las sensaciones hacia la palabra, o es ésta la que, retrocediendo, las persigue? Si de algo carece esta pintura, es de neutralidad: cada pieza hace del instante sensible del choque entre opuestos un modo de redefinir lo que habitualmente, en términos convencionales, concebimos como categorías opuestas. Lo ambiguo, pues, resulta aquí de la voluntaria y extrema elocuencia del plano material. Es tensión, vacilación, paradójica falta de brújula (se quebró al empezar el viaje). Ampliar la visión: quizás el orden y el azar, al fin y al cabo, no sean sino puntos de vista, interpretaciones de una misma realidad cuyo libre juego borra estas diferencias.
El soporte mismo de la pintura de Ciria insinúa ya en un primer momento que nos movemos en un territorio desplazado: la lona plástica, a modo de prolongación del mundo en el espacio pictórico (a la vez, incisión de éste en el primero) altera la seguridad para insinuar que ni siquiera el soporte es un último reducto de estabilidad. En la propia elección de la lona hay, pues, sometimiento del propio trabajo a las leyes ajenas de un territorio que impone sus propias discontinuidades. Hay, también, reinserción de un material tan cargado de asignaciones históricas como es el óleo en un espacio, contemporáneo, a modo de un collage de épocas donde la superposición de materiales concentra en un mismo nivel infinitos estratos. Por eso, si bien hay en su pintura un elemento gestual importante, éste no prolonga el campo de una subjetividad que atisba en lo exterior una última razón objetiva. La expresión espontánea se aleja del gesto de artista (prótesis, síntoma, confesión o espejo) para, en su lugar, insinuar lo quebradizo de su campo de acción. Territorio frágil, pues, el del fundamento, de encuentros y desencuentros, que frena la espontaneidad de un gesto maleable por el lugar donde se deposita. Aquí, el gesto no es exabrupto en estado puro, prolongación del autor, sino batalla entre un azar tan sólo posible y la imposición de la lona plástica a todo lo que cae sobre ella: pisadas, ceniza, óleo, grafito
Esta inestabilidad esencial es el punto de partida para articular una tarea donde las categorías (orden, azar, gesto, estructura, determinación, libertad) se violentan mutuamente, vetando toda noción de clausura. ¿Qué sostiene a qué? Nada localizable, en definitiva, sino el campo de fuerzas que se extiende entre los distintos elementos. El orden no lo es del todo, tampoco el azar; la libertad del gesto se cercena en los dictados aleatorios del soporte, y las líneas renuncian a estructurar superficies. Campo de la posibilidad, terreno de la paradoja: lo necesario –la geometría- anula su propia condición de necesidad al sugerir su naturaleza parcial, modificable, vulnerable en suma. Nada es aquí en virtud de un enlace con algo ajeno, sino en virtud de las negaciones y polaridades que hacen que lo que aparece en el plano exista respecto a otra cosa del mismo plano. El fundamento adquiere condición de objeto entre objetos, gesto entre gesto (el gesto de escoger este fragmento de mundo, y no otro), no más que ellos, como el gesto y el objeto, contiene siempre el germen de su disolución posible.
Espacios de tensiones, estas pinturas de Ciria inscriben el sentido de la abstracción en una zona radicalmente concreta que abre necesarias fisuras por donde se cuela el azar. Alojan el tiempo real de las cosas a la vez que encaman el tiempo anulado en que se resuelve toda lucha entre contrarios. En este cruce de tiempos, la pintura ubica en su aliento contradictorio su cualidad de zona expuesta al cierre: la reivindica como desafío, como límite lejano y, acaso, desechable. En la zozobra de cada cuadro, el barniz resuelve la lucha entre tiempos instaurando una suerte de tercer tiempo, ni medible ni intuido; en el instante, el devenir quiere convertirse en concepto. Lo que simuló ser gesto (nivel de la intuición, tiempo de la conciencia: duración) se confunde con lo que creímos ser orden (estructura, líneas, geometrías disruptivas: tiempo de la medida): Ciria sorprende al proceso cuando exclama que aún contiene infinitas modificaciones posibles, y recoge un tiempo que quizás sea el más esencial: el tiempo límite de nuestra tensa tendencia a permanecer, a ser, a evitar disolvernos en un continuo atemporal (y en la permanencia reside la clave de un posible deshacerse). ¿Dar orden al caos, o que el propio orden, vulnerable y temporal, contenga el germen de su posible ruptura? En este continuo enfrentarse del gesto a la sanción formal de un orden geométrico objetivo, la disolución completa es el principal peligro, y la fascinación ante el riesgo de la negación radical del sentido es a la vez el principal motor para buscar otro lugar –privado, inmediato- donde localizarlo. El trabajo de José Manuel Ciria retoma la cuestión de la localización contemporánea del significado aliando dos cuestiones: la temporalidad y la elección de una propuesta donde el asunto de la pintura, ética visual, toma la percepción en punto de partida para crear umbrales.
Este viaje parte siempre de detenerse ante el umbral, sostener las jambas y escuchar el ruido opaco que haría nuestro cuerpo si cediese la presión. En el umbral, la duda es la gran certeza con la que habitamos la zona de la duermevela, y siempre cabe la alternativa de dejarse llevar controlando, a la vez, la deriva (como cuando sensación y palabra se citan en el instante fronterizo entre la memoria y el deseo). Nacida de la perplejidad, la pintura de Ciria encierra los paisajes posibles del reencuentro.
III Se preguntaba Thoreau si cabe un milagro mayor que poder mirar a través de los ojos de otro. Terreno compartido de la comunicación, de hablar un mismo idioma: terreno que se expande en la duda sobre nuestra capacidad de salir de nosotros mismos y constatar que compartimos la visión con otros. Comunicar: ¿fijar reglas, encerrar en un método el despliegue de un lenguaje? ¿Asumir la traducción infinita como raíz del habla?
Ver y la propia práctica son lo mismo para este pintor que no reproduce el nivel del diálogo en una ética del consenso sino en la transgresión. El tiempo, se dijo antes, no va en una dirección; la regla, en él, se tuerce y vuelve sobre sí misma para afirmarse como cruce de lo posible (para negarse, así, como regla fiable). Y ésa es la primera provocación de estos cuadros. El mapa para recorrer cada cuadro (para cruzar cada umbral) podrá dibujarse cuando el devenir pase a ser instante. Antes, lo único común es la voluntad de cada obra por tomar concreta una tensión esencial. Las Musas, al inicio de la Teogonía de Hesíodo, saben decir lo falso como verdadero, y también saben decir la verdad. El juego entre verdad y falsedad superpone capas: en este hojaldre, ambos decires se solapan en una obra que, como ésta, habita en un tercer ámbito –zona de juego- que tampoco es el del solipsismo. La ausencia de reglas traducibles y reproducibles es expresión, nuevamente, del azar, esta vez el de la ausencia de un método que encadene medios con fines. Por eso, significado, tensión y proceso son tres caras de lo mismo.
La tarea de Ciria ocupa un ámbito de inmanencia al que nada extrínseco regula. La regla (mapa, brújula, tiempo previsto) surge en el cruce entre orden y azar, y se expresa como eterna metamorfosis de organismos para quienes la sensación y el concepto son los polos de su despliegue, sin asumir ninguno como forma final. Esta pintura toma prestadas del caos determinaciones que convierten en rastros diagramáticos a sus movimientos infinitos. Cada opuesto tiene su nombre completo en el lenguaje de lo previsible, pero, al igual que las líneas que irrumpen en esta superficie se mellan con las manchas, y los trazos aparentemente espontáneos quedan frenados por las líneas, llega un momento (el que congela el barniz) en el que todo infringe las fronteras de lo demás.
Esas pinturas, así, son el encuentro entre sensaciones originarias y discursos públicos, compatibles. La pregunta en torno a su porqué reviste aquí unas connotaciones especialmente inquietantes porque no busca la respuesta en términos de una posible conciliación. Por eso habrá que abordar el potencial transgresor que contiene el enfrentamiento entre texturas (solidez táctil, aquí), colores y geometrías como punto de unión entre el lenguaje público y el privado, como cruce entre varios mundos. Más que postular el concepto como límite de su necesidad, hace de ésta una apelación más próxima a lo que, en términos románticos, sería la presencia lejana y a la vez inmediatamente impuesta de lo sublime. En el espacio de juego que se abre en la brecha entre el concepto y la materia que amenaza con su fuga, la propuesta de Ciria recorre una vertiente que restituye el sentido en la pintura con una apuesta material donde la carencia de límite (el porqué, ultima ratio) no es un destino trágico. Lyotard recupera así lo sublime para nuestro tiempo: “domina de forma suprema sobre la cuestión de las artes hoy en día… sigue la senda por la que el pensamiento puede entrar en contacto con las nubes de pensamientos o, en otras palabras, con el modo fundamental en el que el Ser se “da” (y no se da) en el estado anímico que llamamos modernidad”.
De este modo, al igual que antes hablábamos del arte como un territorio donde tender puentes hacia algo originario, podemos ahora abordarlo como un juego donde las reglas van surgiendo para establecer una zona común de encuentro. Está en ellas la seguridad de que la comunicación es fácilmente resquebrajable; no hay una raíz externa que la vincule. ¿Cómo saber, cuando vemos esta pintura cuya lógica invoca la ausencia de lo predecible, a qué reglas acogernos? “Solo mediante el arte podemos salir de nosotros mismo, saber lo que ve otro de ese universo que no es el mismo que el nuestro”, dice Deleuze (Proust y los signos). Entonces: ¿qué reglas van configurándose en el cruce de espacios de estos cuadros para permitirnos salir al encuentro de otra mirada? Y, puesto que no hay remisión a un plano aséptico de atemporalidad sino radical inclusión temporal del sentido en los signos que contienen sus propias leyes de significación, habrá que buscar en el cruce de estructura y formas en despliegue las reglas que acotan el espacio del cuadro como un espacio de juego. La palabra juego sugiere movimiento, oscilar entre dos o más polos sin detenerse en ninguno, proponiendo una nueva definición de lo que sea progreso en arte. “Si hay progresión en el arte, es porque el arte sólo puede vivir creando perceptos y afectos nuevos como otros tantos rodeos, regresos, líneas divisorias, cambios de niveles y de escalas” (Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?).
Asistimos, así, al campear de la razón por zonas que la asaltan y provocan para que se ponga reglas a sí misma en una hacer que no está sujeto a fines. Las estructuras que inciden y a su vez son melladas por los pigmentos, las formas que irrumpen como lejanas insinuaciones de otro orden más primigenio, el del desorden, configuran un espacio de autonomía, de libertad en el sentido clásico de escoger a medida que se va creando. El lenguaje, pues, público al que remite Ciria no es el de la opinión, hábitos y creencias sancionadas sino otro, anterior, que es actitud, voluntad de recrear y transgredir en la arena pública de lo previsible.
Quizás la pintura de José Manuel Ciria se sitúe justamente en una zona donde somos lo que más somos, es decir, cruce de momentos, de espacios, intento infinito de convivir con la tensión que nos sostiene: cruces de todos los órdenes y todos los caos posibles.
Donald Kuspit. Ayuntamiento de París
Texto catálogo exposición en el Ayuntamiento de París. París, Febrero 2008.
SOMBRA HUMANA Y SUSTANCIA ABSTRACTA: LOS NUEVOS CUADROS ABSTRACTOS DE JOSÉ MANUEL CIRIA
Donald Kuspit
Hace una década (1996), el Museo Guggenheim de Nueva York presentó una exposición titulada Abstracción en el Siglo XX: Riesgo Total, Libertad, Disciplina(1). La involuntaria conclusión de la exposición retrospectiva era que, después de un siglo de desarrollo, la abstracción había llegado a un punto muerto. Se había aceptado como corriente establecida y era, por ello, familiar y redundante. Ya no parecía incómoda, enigmática, arriesgada, una audaz expresión de «libertad interior»; la abstracción se había convertido en una de tantas convenciones artísticas que no exigen punto de vista, conciencia ni penetración especial. En resumen, el arte abstracto parecía haber perdido la «necesidad interna» que lo había informado desde el principio.
El giro hacia el interior que significó la abstracción, su apartamiento de la representación de la realidad objetiva para expresar sensaciones y sentimientos no objetivos, como lo definieron tanto Kandinsky como Malevich, ya no era revolucionario. Lo subjetivo se había objetivado; la abstracción se convirtió en un ejercicio formal de superficies y formas. Hilla Rebay escribió que «Las pinturas no objetivas son profetas de la vida espiritual»(2),pero a las pinturas no objetivas ya no les quedaba apenas nada que profetizar. Lo que permanecía era una especie de belleza vacía, ya fuera gestual o geométrica (los dos modos básicos de la abstracción). Después de un siglo notablemente fértil, la abstracción se había vuelto estéril: había perdido su originalidad espiritual y, con ella, la profundidad e intensidad que la habían hecho única.
La pregunta es cómo abordan los cuadros abstractos de José Manuel Ciria este problema de decadencia. Sólo existen dos respuestas posibles: o bien Ciria sucumbe a él, asentándose en el molde de Procusto de una abstracción cómoda y pintando «obras de firma» ceremoniales; o bien rompe el molde, generando una nueva sensación de necesidad interna y, de ese modo, insuflando nueva vida espiritual —interioridad espontánea— a la no objetividad. Alfred North Whitehead escribió en una ocasión que el estilo que carece de potencia carece de presencia. Voy a argumentar que Ciria devuelve la potencia expresiva al estilo abstracto; pinta cuadros abstractos que poseen la peculiar presencia que tenían antes de volverse rutinariamente «positivistas», es decir, una manipulación de los hechos formales del color y la línea, por mencionar la idea que Clement Greenberg expresó sobre la «pintura modernista». Su lectura reduccionista de la pintura abstracta como superficie pura la despoja de efecto preconsciente e inconsciente, como él reconoció, y, por tanto, de tensión interior (la tensión entre la superficie material y la profundidad emocional que implica); esto la vuelve significativa desde un punto de vista humano.
Ciria consigue esto de dos formas: une, en teatral intimidad, las tendencias gestuales y geométricas de la abstracción, que acostumbraron a desarrollarse por separado en el siglo xx; y re-integra la figura objetivamente dada y la no objetividad subjetivamente resonante de modo que cada una de ellas resulta de nuevo convincente. Este es un raro logro dialéctico que redime la abstracción, la rescata de la decadencia. Ciria confiere oportunamente vida humana a una no objetividad que había perdido su propósito humano por hipostatizar sus formas hasta una pureza intemporal. Kandinsky escribió en una ocasión que el «objetivo ideal» del arte era crear un «equilibrio absoluto» entre lo «puramente artístico» y lo «objetivo». Le entristecía el hecho de que llevaran «una existencia separada como entidades autosuficientes» en el arte moderno, en contraste con «la bienvenida complementariedad de lo abstracto por medio de lo objetivo y viceversa» en el arte tradicional(3).
Lo puramente artístico y lo objetivo (lo abstracto y lo humano) vuelven a resultar complementarios, es más, inseparables, en las figuras abstractas de Ciria. Cada una de ellas revitaliza la presencia de la otra, lo que conduce a la «mezcla interpenetrante» que proporciona a los cuadros de Ciria su impacto especial. Sin embargo, lo puramente abstracto y lo objetivamente humano han dejado de ser lo que eran cuando la no objetividad apareció a comienzos del siglo xx, cuando se trataba de un avance inspirado que simbolizaba la esperanza con que comenzaba el nuevo siglo. El siglo xx resultó ser el más bárbaro de la historia, como han advertido muchos estudiosos. Dejó atrás decepción y, más sutilmente, lo que Viktor Frankl llama «neurosis existencial»: la desesperación de la falta de sentido. Creo que la figura anónima en la Serie Post-Supremática (2005-2006) de Ciria simboliza esta neurosis existencial. Su personaje paranoico y solitario, por aludir a algunos títulos de la serie, sugiere también lo mismo. La anónima figura de Ciria (parecida a un maniquí sin individualidad y, sin embargo, con animación gestual, lo que sugiere que no está completamente vacía), es también un número en la «multitud solitaria». Dicho de otro modo, es una abstracción sin rostro en la sociedad de masas. Tiene su lugar en la colectividad, que no le permite identidad propia.
Existe un significado irónico aquí: Ciria ha mostrado con brillantez el destino del llamado Hombre Nuevo que representaba Malevich. Este apoyaba la revolución rusa por creer que era el comienzo de una nueva época de humanidad mejorada, pero la nueva construcción del hombre que proponía resultó ser un muñeco mudo, una sombra sin sentido, un fantasma grotesco y autómata, un robot dócil en la colectividad indiferente, un conformista sin consciencia ni personalidad; en realidad, apenas una persona. Sugiero que la figura deshumanizada de Ciria es una acusación condenatoria de la sociedad colectiva «abstracta», un símbolo terrorífico de la «razón instrumental» que nos ha convertido en robots. El colectivismo, así como la barbarie, es un fenómeno social del siglo xx y el colectivismo es barbarie psicológica. La figura de Ciria también transmite la bancarrota del idealismo constructivista del cual el suprematismo de Malevich formó parte significativa. La figura construida de Ciria señala que la vanguardia (radicalismo artístico que imita al radicalismo social) ha desembocado en la ausencia humana.
Sin embargo, el gestualismo de Ciria contrarresta este anonimato construido, este «entontecimiento» del ser humano hacia un instrumento mecánico al servicio de la colectividad. Las cabezas de la serie Estructuras (2006) están construidas por gestos, muchos de colores brillantes: una aparición libidinal de rojos y naranjas, con toques mórbidos de blanco y negro, todos ópticamente llamativos. Los gestos biomórficos se entretejen hasta formar una matriz geomórfica. A veces, los gestos se disparan hacia un lugar anónimo: estrellas fugaces que dejan un rastro de desafiante color. Las cabezas de Ciria suelen estar dispuestas en escenarios planos, a menudo con bases negras que sostienen un fondo con aspecto de cuadrícula de rayas gestuales. De este modo, Ciria introduce la irracionalidad en la estructura racional, aportando a esta una especie de sustancia violenta. La muerte se ha convertido en viviente, puesto que el anonimato colectivo es un tipo de muerte viviente, y tangible. Me atrevo a decir que las cabezas de Ciria son cabezas de muerte: cráneos que se desintegran de manera amorfa y continúan, sin embargo, intactos. Los gestos intensos aportan presencia existencial a la geometría fatalista. Una y otra vez, Ciria exhibe una geometría pasiva y conformista subvertida por gesto hiperactivo e inconformista, humanizando e individualizando de forma extraña lo que de otro modo sería una abstracción anónima e impersonal.
Al revisar su obra, uno se da cuenta de que, incluso cuando resulta más intensa gestualmente y más matizada, existe una estasis implícita, una especie de centro mórbido, de agujero negro, en los cuadros de Ciria. A veces, adopta la forma de una cuadrícula homogénea; a veces, surge desde gestos que se solapan. Estos parecen detenidos bruscamente al tiempo que contribuyen a su fluidez. La superficie de Ciria suele dividirse geométricamente en planos amplios, pero los planos muy lisos quedan «derrotados» por los gestos texturales excitados que implícitamente salpican más allá de sí mismos, subvirtiendo la sensación de frontera en la geometría.
El ataque gestual hacia el cuadrado suprematista en la serie Máscaras de la mirada (2006) confirma cómo Ciria ha advertido que lo puramente racional sin lo irracional impuro (y viceversa) es estéticamente inadecuado y humanamente carece de sentido. Resulta paradójico que, cuanta más abstracción extraña poseen las formas de Ciria, como en la serie La Guardia Place (2006), tanto más contenido figurativo adquieren; y cuanta más obviedad figurativa poseen sus formas, tanta más sustancia abstracta presentan. De este modo, los cuadros abstractos del siglo xxi de Ciria son una crítica de la abstracción del siglo xx, con su separación del gesto instintivo de la geometría axiomática. Su reconciliación en la pintura de este autor es necesariamente una crítica de la sociedad moderna, que ha reducido al hombre a una abstracción impersonal, al parecer volviéndolo puro y nuevo. El viejo Adán está vivo y goza de salud, tan instintivo y neurótico como siempre, en la obra de José Manuel Ciria.
1.Mark Rosenthal: Abstraction in the Twentieth Century: Total Risk, Freedom, Discipline, Nueva York: Solomon R. Guggenheim Museum, 1996.
2.Hilla Rebay: «The Beauty of Non-Objectivity» (1937), en Francis Frascina y Charles Harrison (eds.): Modern Art and Modernism: A Critical Anthology, Londres y Nueva York: Harper and Row, 1982, p. 148.
3.Wassily Kandinsky: Complete Writings on Art (ed. Kenneth C. Lindsay y Peter Vergo), Nueva York: Da Capo Press, 1994, p. 242.
Donald Kuspit. Fundación Carlos de Amberes. Madrid
Catálogo exposición “Rare Paintings” Fundación Carlos Amberes, Madrid. Museo de Arte Moderno (MAM), Santo Domingo. National Gallery, Kingston. Museo del Canal Interoceánico, Panamá. Museo de Arte (MARTE) San Salvador. Museo Antropoólogico y Arte Contemporáneo (MAAC), Guayaquil. Museo de Arte Contemporáneo (MAC), Santiago de Chile. Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM), Medellín. Abril 2008.
EL MODERNISMO TRÁGICO: LAS PINTURAS LA GUARDIA PLACE DE JOSÉ CIRIA
Donald Kuspit
Me aventuraré a afirmar que José Ciria es un gran pintor, con ello me refiero a que tiene un dominio absoluto de su medio de expresión y de sus herramientas, la pintura y el vocabulario modernista de la abstracción, tanto gestual como geométrica. Resulta imposible escapar del plano —el evangelio de la pintura modernista— aún cuando la delgadez de la capa pictórica este animada con diversos “acontecimientos” que tienen lugar en la superficie: spattering, dripping, splashing, (salpicaduras, goteos, chorreados), y determinada resolución de la pincelada; el fascinante maridaje de lo refinado y lo vulgar, lo elegante y lo tosco, contribuyendo al inconfundible “signature painting” (pintura característica) de Ciria, tal como se ha denominado.
Su empleo del negro y del rojo contribuye a crear cierto sentido dramático, así como sus osadas malformaciones y sus excéntricas composiciones —por ejemplo en Narciso, donde las figuras superior e inferior ocupan espacios abruptamente separados, que sugieren flujos de conciencia diferenciados y sin embargo unidos de forma subliminal (la figura del plano inferior está reducida de forma inquietante, como una versión truncada de la figura superior de cuerpo completo)— llevando el concepto modernista del “equilibrio dinámico” hasta sus extremos. En algunas obras los diferentes tonos de gris pugnan entre sí, mientras que en muchos trabajos el blanco irradia luz desde más allá de la superficie sin importar que esté moteado de modulaciones más oscuras. Los opuestos coinciden sin llegar a reconciliarse: algunos aspectos pueden parecer mensurables, pero la diferencia entre unos y otros se mantiene a veces de forma desgarrada. Por ejemplo, las Bailarinas tienen la misma forma y cadencia diagonal, pero una es negra y la otra roja, atemperadas sin embargo por toques grisáceos. Los círculos, en tonos más suaves y blancos luminosos, las unen, y la atmósfera —coloreada de una suerte de amarillo tranquilizador, tan poéticamente liviano en su espíritu como la superficie de un mar en calma— se abraza a ellas con delicadeza, pero mantienen obstinados su desencuentro sin que esto evite que sigan danzando juntas. Unión y cópula quedan sugeridas pero lo fundamental es la separación y el conflicto. El resultado es una suerte de tensión subjetiva cuyo correlato objetivo es la tensión física entre los elementos pictóricos que forman y conforman la superficie de Ciria. La técnica de Ciria es primordial en su complejidad, de la misma manera que las emociones que su trabajo transmite.
Observamos claramente un fuerte elemento de fantasía en las pinturas de Ciria, tal y como muestran sus figuras: llamémosle “ilusionista abstracto”, esto es, que crea figuras fantásticas partiendo de elementos abstractos, normalmente de planos gestuales que parecen estar en constante movimiento, sugiriendo así una figura en pleno proceso metamórfico. Esto me lleva al asunto que quería abordar, porque creo que es el tema que Ciria quiere abordar con las pinturas de La Guardia Place; es decir, es el asunto al que con denuedo se enfrentan y luchan por resolver. Es la ambición íntima de su arte, y opino que las resuelve perfectamente, permitiéndonos una mirada a la condición trágica del hombre moderno y del arte moderno al hacerlo. Lo que digo es que sus figuras tienen una presencia trágica —el compromiso declarado de Ciria con el suprematismo de Malevich se me antoja periférico— así como la tiene su pintura modernista. Quiero decir, que al alcanzar una “configuración de compromiso” entre la pintura modernista y la figura humana se revela su carácter trágico. Y aún la tragedia de la modernidad misma: con subestimada elocuencia abstracta, la Crucifixión de Ciria transmite su falta de fe en nada que no sea ella misma, esto es, el colapso de la capacidad de trascendencia que dimana del ser moderno —trascendencia en el sentido que le da Erich Fromm, de evolucionar desde lo creatural (1)— y con ella su confianza compensatoria en la primordialidad narcisista, como un espejismo regresivo de grandeza instintiva.
Creo que las pinturas de Ciria transmiten brillantemente el fracaso del pulso trascendental moderno, aun cuando sugieren que hay una posibilidad de transcendencia a través de lo pictórico, resultado de una inmersión total y una identificación plena con la fluida materialidad de la pintura. Esto es algo que ocurre en el Expresionismo Abstracto… y con mayor intensidad en el Expresionismo Abstracto de Ciria. Subyugado y hechizado por la pintura, el pintor puede emplear la energía pictórica para alimentar su propia creatividad, incluyendo su propia reafirmación. Lo pendular entre la euforia maniaca y la inercia melancólica —en el color estático de Ciria y su depresiva grisalla— se refleja en el cambio de ritmo de lo pictórico. Al mismo tiempo, las pinturas de Ciria muestran que los llamados sentimientos y sensaciones puros —“súper finos”, los denominó Kandinsky— expresados a través de las abstracciones puras, despiadadas y desapegadas como eran, estaban inevitablemente compuestas por sentimientos impuros y sensaciones primarias. La abstracción se protege de éstas al hacerse perfeccionista, o por expresarlo de otro modo, al convertirse en un formalismo de fórmula: la pintura expresionista “salvaje” puede degenerar fácilmente en una fórmula mecánica, constatando así su agotamiento y vacío, tal y como muestran las pinturas de Gerard Richter —que se convierten en algo pseudo trascendente y pseudo vital. Ciria evita la trampa formalista siendo inquietantemente humano. La presencia humana huye de la presencia abstracta, manifestando su contenido trágico mientras resta importancia a dicho carácter trágico, por no decir mórbido, del hombre moderno. Creo que las pinturas visionarias de Ciria de una figura singularmente abortada, una figura abstracta y humana a la par, divida contra si misma, que sugiere su propia duda, expresando así su incapacidad para integrase, revelan la inseparabilidad entre tragedia y trascendencia.
El problema que define al arte moderno —y su trágico significado de arte como un todo— quedó claramente definida por Kandinsky casi desde sus comienzos. En 1912 en un ensayo “Sobre la cuestión de la forma” que apareció en Der Blaue Reiter Almanac escribió: “Las formas empleadas para dar corporeidad [al espíritu] que el espíritu ha arrancado a las reservas de la materia, pueden ser fácilmente divididas en dos polos. Estos dos polos son: 1. la Gran Abstracción, 2 el Gran Realismo. Entre estos dos polos yacen muchas combinaciones posibles de las distintas yuxtaposiciones de lo abstracto y lo real. Estos dos elementos están siempre presentes en el arte y hubieron de ser caracterizados como lo “puramente artístico” y lo “objetivo”. El primer concepto se expresaba así mismo en el último, mientras que el último dependía a su vez del primero. Un acto en permanente estado de variación, que en apariencia buscaba aprehender el ideal último por medio del equilibrio absoluto. Parece que hoy ya no puede verse en este ideal una meta a ser alcanzada, como si el fiel que marca el equilibrio entre los platos de la balanza hubiera desaparecido y los dos platos tendieran a vivir una existencia separada como entidades auto-suficientes, independientes entre sí. En este divorcio del equilibrio ideal puede discernirse una vez más la “anarquía”. El arte ha acabado aparentemente con la complementariedad de lo abstracto a través de lo objetivo y viceversa (2)”.
Por “objetivo” ha de leerse “humano” (y el entorno humano incluida la naturaleza) y por “puramente artístico” ha de leerse “abstracción autónoma”. Kandinsky identificó el problema básico del arte, la fisura que lo erosionaba desde dentro: al enfatizar la presencia de lo abstracto dependiendo de la presencia de lo humano, generalmente manipulada a expensas de la imagen —gesto, color, forma— en tanto tales y no dependientes de los componentes de lo figurativo o su entorno (una sensibilidad manipuladora de la forma pura, más que la identificación proyectiva, y en un momento dado enfática, de la figura y el espacio en que se mueve) deteriorando su trazado nemotécnico, una suerte de memoria fosilizada, y su oscurecida identidad y su cuerpo a punto de descomponerse en partes abstractas. Esta es la forma alucinada a través de la cual lo humano adquiere una turbadora presencia en las pinturas de Ciria.
Retrata al hombre moderno con una precisión existencial: la trascendencia, la esperanza de trascendencia de la condición humana que está implícita en todos los mitos religiosos —(el deseo de convertirse en un ser “más elevado”, plenamente consciente, antes de quedar ligado a las necesidades más bajas del ser e inconsciente entre la bruma)— han sido desacreditadas por la modernidad “iluminada”, aun cuando lo trascendente ha mostrado su indiferencia hacía lo humano al llegar a ser completamente abstracto en el arte. El resultado son las bizarramente abstractas “caídas” figuras que vemos en las pinturas de Ciria, divididas entre el anhelo por lo auténticamente humano y la trascendencia que la abstracción les permite. Ciria reinventa la figura humana en términos abstractos, corporeizando, de hecho, —el cuerpo, mutado en su anonimato sin color, en un motivo recurrente en las pinturas viscerales del artista—; la trascendencia en una forma trágica. Fosfeno de figura, Figura adolescente, Figura Barroca, y Monociclista desequilibrado son una muestra entre las muchas pinturas en que Ciria marca claramente este punto. Las dos ideas entre las que Ciria se debate en Entre dos ideas (Versión II) son la tragedia y la trascendencia, o… ¿podría ser que la figura implosiva que se enreda en si misma del centro, dividida entre la oscuridad y la luz, sea trágicamente trascendente? Incluso Paisaje con elementos I, —un inventivo paisaje abstracto de planos de color intermitente que chocan contenidos en una ancha banda que forma una suerte de horizonte y un uso innovador de la plantilla modernista que se suma al efecto desmembrador— tiene un centro elíptico en pugna consigo mismo, sugiriendo que incluso la naturaleza esta lastrada por una trágica escisión.
Picasso dividido entre la abstracción cubista, que destiló y elaboró la muy moderna ansiedad de Cezanne —es lo que hizo que sus pinturas hicieran saltar un resorte en Picasso— y el consuelo que le daba el clasicismo, tal como él mismo afirmó, es el sujeto de Mano Picasso, de Ciria. Se trata de una mano gigante, opresiva que epitomiza el asunto: en las manos de Ciria la mano de Picasso resulta trágica y trascendental —sin significado alguno desde el punto de vista humano y muy poderosa desde lo abstracto— simultáneamente. Podría decirse que Ciria ha extirpado la mano —y con ello también la creatividad— del pintor español más importante de la modernidad. Si por un lado la mano tiene una apariencia clásica sólida, por otro es una construcción abstracta. Con toda su apariencia amenazadora, la obra, como un todo, retrata la agitación cubista atemperada por los desarrollos venideros de la abstracción pura.
Los dedos de la mano se mueven del blanco al negro pasando por el gris (visualizando la obra de izquierda a derecha). El brazo del que la mano emerge luce el mismo rango de contrastes descoloridos. Los dedos de Picasso parecen petrificados; la superficie tiene una apariencia petrea, como de grava, que le da cierta irónica organicidad. Son tanto los dedos de la muerte como los de lo creativo. La barra plana horizontal de negro y rojo que sostienen es mucho más suave, realizada en cualquier caso con poca floritura pictórica. La barra separa un campo gris pálido situado en el plano inferior, que resulta algo más vital gracias a los signos de turbulencia gestual en gris oscuro —una tentativa erupción de impulso fundido, una suerte de lava de movimiento lento, algo amenazadora— de un campo de colores luminosos situados en el plano superior, amarillentos y verdes, desde el cual la mano cuasi-divina de Picasso desciende. La grandiosa mano tiene un aura trágica; la barra geométrica que divide en dos la obra, es abstractamente pura. La mano de Picasso ciñe la barra geométrica pero no puede doblegarla a su voluntad creativa. Pero la hendidura en la trascendental geometría —las acusadas diferencias entre rojo y negro transmiten una profunda falta de equilibrio, la mácula de desequilibrio en medio de la perfección geométrica—, codifica la trágica fisura que es la sustancia expresiva de la obra.
Las pinturas de La Guardia de Ciria transmiten una incómoda reconciliación de la abstracción y la figuración, lo puramente artístico y lo objetivamente humano. Sugieren que la abstracción ha de replantear su historia a la luz de la figuración, y que la figuración debe reconsiderar su historia a través de la abstracción. Esto permitiría a ambas alcanzar una nueva modernidad. Podría decirse que las pinturas de Ciria nos proporcionan una “experiencia cumbre” —en palabras de Abraham Maslow— de trascendencia trágica. Esto es, Ciria hace que la tragedia latente en la trascendencia se manifieste y viceversa. Logra esto al fusionar la abstracción y la alienación humana. La ambición de sus pinturas pasa por humanizar la abstracción y mostrar que los seres humanos se han convertido en sombras de sí mismos en la modernidad, y como tales en abstracciones auto-alienadas. El hecho de que el hombre moderno se considere así mismo de forma inconsciente como una máquina disfrazada de figura humana —una suerte de máquina cuasi orgánica— sombría en su anonimato, que Ciria construye, paradigmática con la indiferencia para lo humano que impregna la modernidad, confirmando así que convertirse en humano sigue siendo un proyecto evolutivo irrealizable. Las pinturas de Ciria son un triunfo de la penetración existencial aun cuando no dejan de ser abstracciones consumadas.
1.Según Fromm, la necesidad de trascendencia concierne a la situación del hombre como criatura y su necesidad de trascender este mismo estado de criatura pasiva”. Citado en Rainer Funk, Erich Fromm: The Courage to Be Human (New York: Continuum, 1982), 62. Desde este punto de vista lo pictórico hiperactivo de Ciria es una forma de trascendencia, aunque esté llena del instinto creatural, que puede explicar en parte la incierta humanidad de sus figuras.
2. Kenneth C. Lindsay and Peter Vergo, eds., Kandinsky: Complete Writings on Art (New York: Da Capo Press, 1994), 242.
Guillermo Solana. Museo da Alfandega. Oporto
Texto libro monográfico exposición Museo da Alfândega. Oporto, Enero 2008.
Mancha y memoria: Pinturas de José Manuel Ciria
Guillermo Solana
La mancha no es un descubrimiento original de la pintura moderna. En los tratados del Renacimiento encontramos ya el reconocimiento de lo que en toscano se llamaba “macchia”. Pero la posibilidad legítima de lo informe quedaba confinada entonces a dos puntos extremos del proceso de creación: el comienzo y el término, el antes y el después de la pintura.
Entre esos dos momentos marginales se enmarcaba el trayecto artístico: Leonardo da Vinci indagaba la macchia como primera invención; por su parte, Tiziano exploraría la mancha final, la factura abocetada (los tratadistas españoles distinguían también: llamaban “borrón” a la primera mancha, y a las últimas, “borrones”).
La mancha como invención inaugural
En un célebre pasaje de su Tratado de pintura ofrece Leonardo su versión de la macchia inaugural. Entre las notas sobre la práctica de la pintura propone una sugerencia para -estimular el ingenio a varias invenciones-: “Si observas algunos muros sucios de manchas o construidos con piedras dispares y te das a inventar escenas, allí podrás ver la imagen de distintos paisajes, hermoseados con montañas, ríos, rocas, árboles, llanuras, grandes valles y colinas de todas clases. Y aun verás batallas y figuras agitadas o rostros de extraño aspecto, y vestidos e infinitas cosas que podrías traducir a su íntegra y atinada forma. Ocurre con estos muros variopintos lo que con el sonido de las campanas, en cuyo tañido descubrirás el nombre o vocablo que imagines”.
Este método de componimento inculto (que al parecer ya era recomendado por el pintor chino Sung-Ti en el siglo XI) fue adoptado por Piero di Cosimo y más tarde por el paisajista inglés Alexander Cozens, y luego por Goya y por Victor Hugo (con sus dibujos fantásticos a partir de manchas de café), hasta Odilon Redon. Todos comenzaban trasladando al papel o al lienzo el muro de Leonardo, maculando la blancura del soporte y permitiendo que el azar de la materia provocase la imaginación del artista.
Hay que añadir que, para Leonardo, la mancha no era más que un punto de partida. De ahí su polémica con Botticelli, quien afirmaba que el estudio del paisaje era inútil, pues “bastaba con arrojar sobre un muro una esponja embebida en distintos colores, la cual dejaría una mancha donde poder ver un bello paisaje”. “Bien cierto es -responde Leonardo- que en una mancha pueden verse las distintas composiciones de cosas que en ella se pretenda buscar (…) pero aunque esas manchas alimenten tu invención, no te enseñan a rematar detalle alguno”.
Mancha como coronamiento
Pero puede distinguirse un segundo sentido clásico de la macchia. Los tratadistas del Renacimiento citan con frecuencia una anécdota tomada de la Historia natural de Plinio el viejo, que se refiere a una obra del pintor Protógenes: “En ella hay -escribe Plinio- un perro ejecutado de un modo curioso, porque se lo debemos por partes iguales al pintor y al azar. El pintor consideraba que no acababa de representar la espuma del animal jadeante, cuando todas las demás partes del cuadro le satisfacían, cosa harto difícil. Pero le disgustaba su propia perfección: no era capaz de atenuarla y al mismo tiempo le parecía excesiva y muy distante de lo real y la espuma se veía que estaba pintada, no que salía de la boca del perro. Con el espíritu atormentado y desasosegado porque en aquella pintura quería lo real, no lo verosímil, a menudo corregía, cambiaba de pincel sin lograr en modo alguno resultados satisfactorios. Por último, furibundo con su arte porque era demasiado perceptible, tiró una esponja a la parte del cuadro que le disgustaba. Y aquella esponja repuso los colores que el pintor había eliminado de la manera en que él había deseado con tanto empeño, logrando así el azar en aquel cuadro el efecto de la naturaleza”.
Hasta aquí la parte de la anécdota que suele referirse. Pero Plinio continúa: “Siguiendo el ejemplo de éste, un éxito semejante coronó a Nealces en la representación de la espuma de un caballo: también lanzó la esponja de la misma manera cuando pintaba al hombre que lo retenía del freno”.
La anécdota, atribuida a un artista o a otro, sobre perros o caballos, se encuentra en otros autores contemporáneos de Plinio: en las Memorabilia de Valerio Máximo, en Dión Crisóstomo o en el De fortuna de Plutarco. Pero ninguno de ellos recoge lo esencial; que al imitar a Protógenes, Nealces convierte el gesto aleatorio en una técnica deliberada: la primera explotación calculada del accidente.
Ars est celare artem
En sus dos estadios, inicial y terminal, la mancha convoca la magia de una figura que no parece creada por la mano humana, sino por el azar.
Ambas acepciones de la mancha se glosan en las Vidas de artistas de Giorgio Vasari. En primer lugar, el boceto primero de la obra, hecho rápidamente “in forma di una macchia”. La segunda acepción de macchia aparece a propósito de la obra de Tiziano. Vasari compara las pinturas juveniles del maestro, ejecutadas con finura y diligencia increíbles, con las obras tardías, “condotte di colpi, tirate via di grosso e con macchie”, que han de mirarse desde lejos. Estos últimos cuadros, dice, muchos los creyeron hechos “senza fatica”, pero se engañaban, porque eran obras muy trabajadas; sólo que las manchas finales hacían “parecer vivas las pinturas”, “escondiendo las fatigas”.
Un siglo más tarde, el tratadista Baldinucci insistiría: “Tiziano solía conducir sus cosas con gran exactitud y amor; pero cuando las tenía cerca de su fin, daba sobre ellas algunos golpes, como si dijéramos maltratados, y esto lo hacía para cubrir la fatiga y hacerlas parecer más magistrales”. Así, la mancha final es un arte que se disfraza de naturaleza y azar; un arte de ocultar el arte. En El cortesano, Castiglione recomendaba, en el arte y en la vida, sprezzatura, esto es: desprecio que disimula el trabajo que la obra ha costado.
En su Arte de la pintura (1638), nuestro tratadista Francisco Pacheco aplicaría la misma noción a otro discípulo de Venecia, el Greco. Pacheco escribía: “Otros labran el bosquejo y, al acabado, usan de borrones, queriendo mostrar que obran con más destreza y facilidad que los demás y costándoles esto mucho trabajo lo disimulan con este artificio, porque ¿quién creerá que Dominico Greco trajese sus pinturas muchas veces a la mano, y las retocase una y otra vez, para dejar los colores distintos y desunidos y dar aquellos crueles borrones para afectar valentía? A esto llamo yo trabajar para ser pobre”.
La mancha final es un remate paradójico que hace parecer inacabada la obra, una clausura que mantiene abierta la pintura.
Dilema
En la pintura del siglo XX han persistido de modo latente los dos momentos clásicos de la mancha: la mancha original de la invención (que provoca al pintor) y la mancha final de la ejecución (que incita al espectador), lo encontrado y lo fabricado, la naturaleza y el arte que esconde el arte. Estos dos extremos constituyen un dilema para el pintor contemporáneo.
En los surrealistas domina la búsqueda de la mancha original. Tanto Max Ernst como André Masson, por ejemplo, se acogen a la lección de Leonardo al proponer métodos para la explotación de lo accidental en pintura. En su famoso texto Sur le frottage (1936), Ernst explicaba su descubrimiento en 1925 de esta técnica que consiste en pasar un lápiz blando sobre un papel para obtener las texturas de las superficies que hay debajo. Por su parte, André Masson creaba en 1927 sus primeras “imágenes de arena” con el fin de salvar “la distancia entre la espontaneidad y la velocidad de relámpago de los dibujos y la idea que inevitablemente se entrometía en los óleos”. Los surrealistas aspiraban a preservar la pureza automática de la mancha original; querían ser fieles a lo encontrado, al primer chorro.
Una orientación opuesta a ésta sería adoptada por los expresionistas abstractos y en particular por De Kooning: atenerse no a la primera mancha, sino a la última. De Kooning solía deshacer y rehacer cada cuadro muchas veces, en un proceso interminable que borraba sus propias huellas. En sus pinturas (al menos hasta la década de los ochenta), la mancha original nunca es visible; queda sepultada bajo muchas capas sucesivas. El empeño consiste ahora, no en la recuperación del punto de partida, sino en mantener abierto el proceso; la última pincelada se presenta como un nuevo comienzo.
El método de trabajo de De Kooning, como escribe Brian O´Doherty, “convierte el tiempo en un lugar en el lienzo, y da a ese lugar una memoria acumulando depósito sobre depósito. Es por tanto una experiencia algo literal del paso del tiempo…”. Un tiempo destructivo, donde cada momento afirma su existencia aniquilando al momento anterior (para ser a su vez aniquilado por el siguiente).
“Sin ocultar lo olvidado”
En el ámbito de tales cuestiones se puede situar la obra reciente de José Manuel Ciria, quien hoy destaca como uno de los pintores españoles más interesantes de su generación. La trayectoria de Ciria en la década de los noventa no carece de vínculos con el automatismo; entronca lejanamente con el surrealismo y más de cerca con el expresionismo abstracto norteamericano. Pero en cuanto al dilema de las dos manchas, inicial y final, la obra fuerte y a la vez sutil de Ciria no cancela ninguno de los dos extremos, sino que tiende a salvarlos, conservando la tensión entre el antes y el después de la pintura.
Cuando Ciria utiliza lonas como soporte, se trata a menudo de viejos toldos, marcados ya con manchas encontradas, como las del muro de Leonardo (aunque sin el afán de provocar sugerencias figurativas). Sobre esta base se van depositando otras manchas deliberadas, rastros de pintura vertida o rociada por el artista. Pero sin ocultar, sin enterrar las marcas anteriores. A diferencia de De Kooning, Ciria no cubre todo el lienzo con pintura; es muy consciente de la importancia de preservar ese fondo desnudo y visible como término de referencia. En ese espacio vacío pueden dilatarse y respirar las formas. Pero al mismo tiempo, el respeto al fondo implica que el margen para rehacer la pintura es muy estrecho: el artista sólo dispone de dos o tres ensayos para resolver la tela y si fracasa en esos intentos, tendrá que desecharla.
En varias ocasiones ha señalado Ciria su interés por el tiempo y la memoria, y sus títulos hablan de ello: “Memoria del sueño”, “Memoria de la ninfa”, “Memoria de Obernai”, “La memoria invisible”, “El espíritu de la memoria”, “El tiempo detenido”, “Mnemosyne”. Ahora bien ¿qué estructura tendría la memoria que surge del proceso peculiar de su pintura?
Al comienzo de El malestar en la cultura, Freud aborda el problema de la persistencia y el olvido: “Habiendo superado la concepción errónea de que el olvido (…) significa la destrucción o aniquilación del resto mnemónico, nos inclinamos a la concepción contraria de que en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad”.
Freud ensaya entonces una analogía detallada con la ciudad de Roma, en su larga y compleja sucesión de aspectos, desde el primer recinto urbano sobre el Monte Palatino, la Roma quadrata, hasta lo que contempla el turista actual. Supóngase, dice, que Roma fuera, no una ciudad, sino una entidad psíquica. En tal caso, todas sus etapas seguirían en pie, en cada lugar: se levantarían allí todavía íntegros los palacios imperiales y el Septimontium, las almenas del Castel Sant´Angelo coronadas por las estatuas (como antes del sitio por los godos). Donde hoy se alza el Palazzo Caffarelli veríamos también el templo de Júpiter Capitolino; en el lugar actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza della Rotonda no hallaríamos sólo el Panteón tal como Adriano nos lo ha legado, sino también la construcción original de Agrippa, y antes la iglesia de Maria sopra Minerva, y antes aun el antiguo templo sobre el cual fue edificada. Y el espectador podría contemplar todo esto al mismo tiempo, superpuesto y plenamente visible.
¿No podría realizarse en la pintura esta coexistencia simultánea de todos los estratos de la memoria? Una pintura que fuera un palimpsesto, donde se pudieran descifrar las escrituras anteriores bajo las más recientes. “Sin ocultar lo olvidado” es el título revelador de un cuadro de Ciria de 1995.
Flashback
Se ha dicho que cada pintura de Ciria nos muestra su propio proceso. Pero esa exhibición no es tan natural ni tan ingenua como podría suponerse. A menudo los fondos que parecen intactos -por ejemplo, telas estampadas- están en realidad reconstruídos (pegados, cosidos). En muchos casos, la superposición de estratos no corresponde, como vamos a ver, al orden en que ha sido pintado el cuadro. “No hay que fiarse mucho -advierte Celia Montolío- de la memoria que recorre la obra de José Manuel Ciria: quizá sea una memoria tramposa”.
Hay muchas telas de Ciria -especialmente de 1993/94- donde las bandas verticales y horizontales conviven con manchas de aspecto más accidental. Se ha glosado este contraste como oposición entre lo informe y lo tectónico, entre lo expresivo y lo racional. Pero el aspecto de estas pinturas es engañoso: las manchas irregulares, que parecen fruto del azar y la naturaleza, son precisamente lo que es responsabilidad directa del artista. Las bandas verticales y horizontales, en cambio, que sugieren el diseño consciente, son un resultado accidental; son marcas de roce grasiento que la lona trae de su vida anterior, cuando era un simple toldo (el toldo, como explica Ciria, aporta su propia memoria con estas huellas). De este modo, lo que nos parece encontrado es en realidad lo producido por el artista y viceversa.
Pero hay más. Considérense algunos de estos óleos sobre lona plástica: la serie Encuentros naturales, “Después de la lluvia”, “La memoria invisible”, “Memoria de la ninfa”, “Lleno y vacío o la idea de Matisse”, “Equilibrio”, “Nuevo bosque” entre otros. En todos ellos, las bandas verticales y horizontales aparecen superpuestas a las manchas irregulares, como si la retícula fuera la última intervención. Pero es exactamente al contrario: el artista ha preservado la retícula (mancha original, encontrada), cubriéndola con cinta de enmascarar y pintando encima.
Si estos cuadros exponen un proceso de memoria personal, lo hacen de manera inversa, confundiendo deliberadamente los tiempos, mezclando el antes y el después, usando una suerte de flashback para traer al presente el pasado más remoto, alterando siempre el orden sucesivo de las cosas.
Texturas
En las manchas de Ciria, plácidas o violentas, quebradas o fluidas, predominan los colores cálidos: amarillos y ocres, rojos, sobre todo rojos profundos y oscuros, mezclados con negro. Ante las pinturas de Ciria, algunos espectadores no pueden evitar hablar de sangre. El artista parece sorprendido y desdeña la sugerencia, como si fuera lo último en que podía pensar: “¿sangre?”. Sí, sangre seca, oscurecida, coagulada, y sobre todo laminada, como en una preparación para el microscopio, para permitirnos escrutar su complexión íntima.
Esta complexión no es nunca densa y uniforme, sino heterogénea y cuajada de oquedades y delgadas membranas, como un tejido celular. Eugenio d´Ors proponía precisamente, para completar la anatomía de las formas pictóricas, una histología de la pintura: un análisis micrológico de sus texturas. Para la histología de la pintura de Rembrandt, d´Ors sugería tres términos: “andrajo”, “picadillo” y “emulsión”. El andrajo, porque se parece a un fragmento de tejido muy gastado. El picadillo, por el disgregarse en pequeñas partículas, en átomos, como la carne picada. Y por fin, la emulsión, porque evoca un fluido que contiene en suspensión gotas de otro fluido insoluble en él.
Estos términos podrían aplicarse también a la pintura de Ciria. La contextura de andrajo viene sugerida por los lavados y frotados “deconstructivos” que deshilachan las masas. Los drippings de agua sobre el óleo suscitan a veces la sensación de picadillo. Y las acciones y reacciones de aceite y agua, que se repelen entre sí, provocan el efecto de emulsión. Lo que es común a todas estas texturas en las telas de Ciria es el introducir una suerte de hormigueo, un movimiento intersticial, en la sustancia misma de la pintura. ¿No sugiere esto una insidiosa infiltración del tiempo en la materia? El tiempo no sólo muerde los contornos de las formas; desgasta, erosiona, corroe, devora desde dentro toda la extensión de la mancha. El tiempo se abre camino entre las grietas, y toda la pintura adquiere, en extraño contraste con su frescura, el aspecto de las ruinas.
Todo esto se refiere todavía al tiempo representado en la pintura. Pero junto a él cabe otra presencia más literal del tiempo: el transcurso físico que acaba efectivamente con las cosas. La misma memoria humana está sometida al destino de lo material; aunque ella crea poseer el tiempo, abarcarlo y suprimirlo en sí misma, descubrirá al final que es el tiempo quien la posee y la destruye.
Jo Ann Perse. Art Rouge. Miami
Catálogo exposición “Box of Mental States” Galería Art Rouge, Miami. Noviembre 2008.
EL LENGUAJE PINTADO DE CIRIA
Jo Ann Perse
Mi primer contacto con la obra de José Manuel Ciria fue a través de un catálogo de una galería de Madrid (España), que me fue entregado por un amigo. Una vez y otra repasaba el catálogo porque mis ojos veían algo diferente cada vez que depositaba la mirada. Las composiciones eran tan fascinantes, los colores vibrantes, calientes, todo ello complejo. Según veía las imágenes reproducidas en las páginas, supe que estaba observando algo y alguien único. Muchas veces, me he preguntado como su imaginación alcanza a realizar sus pinturas.
La historia contada a través de una de sus últimas series, titulada La Guardia Place, es la historia de la evolución de principio a fin, con hombre y mujer, nacimiento y muerte, sexo y amor, todo estallando en una fuerza vital que el artista maneja y deposita sobre la superficie del lienzo. La visión del artista, probablemente, renace en cada etapa de su evolución. No son simplemente formas abstractas. José, deja el mensaje de su trabajo intencionadamente borroso. Su interpretación o re-interpretación es estrictamente abandonada a la mirada del espectador. Cada ojo tiene una visión diferente, y como el antiguo verso decía, la belleza está en la intuición del observador. Pareciera que, la belleza de la forma, de la vida, del color, de los paisajes y vistas, es percibida e imaginada y posteriormente plasmada en los lienzos.
Las pinturas de la serie La Guardia Place desafían al espectador por dos motivos, su tamaño y su imponente presencia. Parece que tomaran vida de una forma y morfología sencilla, para después convertirse en las más poderosas figuras sobre un dramático paisaje con fantásticos fondos. El artista nos introduce en tan asombrosos e increíbles colores, seductores tonos de verdes terrosos, vibrantes y ricos naranjas, cálidos y entrañables grises, reminiscencias de los elementos, tierra, aire, agua…
Las composiciones tienen una gran calidad adherida, con formas dominantes fuera de escala y sombras humanísticas que son atrapadas en mundos de profundos espacios dimensionales o inacabables paisajes cósmicos. La explosión de los colores del artista, la forma en que las brochas parecen danzar sobre las telas, deja a los observadores preguntándose que descansa más allá de los bordes. Podría ser un hombre solitario en un salto de su evolución, quizá, manteniendo su brazo en alto como una invitación u ofreciendo la bienvenida a un no conocido visitante. Ciria arrastra la imaginación de los espectadores en un viaje a tierras lejanas con futuras/remotas especies que nunca se podrían conocer de otra manera.
Ciria nos presenta su nueva serie Máscaras Schandenmaske en esta exposición. Grandes pinturas y, atractivos y cálidos dibujos. Los seres humanos han estado dibujando, creando, realizando y esculpiendo máscaras en todas las culturas desde el principio de los tiempos. Ciria crea estas simples máscaras plasmándolas en una rápida sucesión de golpes/pinceladas, pero todas ellas mantienen la visión evocadora mística de todo hombre. Incluso pueden provocar la sensación de calor, fuerza, e individualidad. Este es un lenguaje que todos comprendemos y yo, personalmente, me siento conmovida por su presencia en ambos medios.
El trabajo de Ciria es reminiscencia de los maestros clásicos del color, como Kazimir Malevich, o los fabuladores de movimiento como Toulouse Lautrec y Edgar Degas, y la evocación espiritual de los artesanos de máscaras africanas, con sus estilizadas figuras, como aquellas de Alberto Giacometti. Es todo una re-interpretación con los ojos de una nueva generación que mira hacía el futuro.
Este nuevo cuerpo de trabajo nos hace tener fe en el poder del hombre, en su fuerza, en el futuro del arte y en el legado perdurable de José Manuel Ciria.
Julio Cesar Abad. Art Rouge Gallery. Miami
Catálogo exposición “Box of Mental States “ Galería Art Rouge, Miami. Noviembre 2008.
DE LOS AÑOS NEOYORQUINOS DE JOSÉ MANUEL CIRIA
Julio César Abad Vidal
José Manuel Ciria desplazó su estudio a Nueva York en otoño de 2005. Desde entonces ha regresado en diversas ocasiones a Madrid. Aparte de muchos trabajos enviados desde Manhattan, Madrid ha seguido siendo parcialmente la plataforma desde la que ha desarrollado las obras para sus importantes muestras individuales en Europa, tanto en España(1) como en los países fronterizos de Francia y Portugal(2).
Ciria viajó a Nueva York en septiembre de 2005, directamente desde la capital del estado mexicano de Zacatecas, donde recalaba la primera de las tres sedes de la itinerancia en México de su exposición retrospectiva Squares from 79 Richmond Grove(3)- Una muestra que había previamente viajado a Polonia y Suiza(4). Una exposición retrospectiva que puede considerarse como la más completa muestra organizada hasta la fecha de carácter antológico de su trabajo.
Resultaría tentador considerar la experiencia de esta exposición como una importante oportunidad brindada al artista para poder reflexionar sobre su propia trayectoria. En efecto, la muestra, constituida por una cincuentena de pinturas de gran formato ofrecía obras realizadas por Ciria entre 1993 y 2003. Resultaría tentador, pero sería erróneo. Una de la características fundamentales de la personalidad de José Manuel Ciria es la de ser un pintor consumido por la necesidad de inquirir teóricamente sus procedimientos, así como por un ansia insaciable de replantear sus posiciones y sus experimentaciones plásticas ya consolidadas.
Del mismo modo, Nueva York no es una excepción en su trayectoria vital. Ciria es un artista viajero que ha aprovechado las residencias (becas) en muy diversos países para abrazar nuevos retos plásticos. Acaso la estancia neoyorquina pueda resultar únicamente excepcional por su duración. Aún en curso, Ciria lleva tres años en Nueva York, mientras que sus anteriores residencias internacionales le habían ocupado, a lo sumo, un año.
Las residencias del pintor
Esta idea de mudanza resulta crucial en su biografía. De hecho, José Manuel Ciria nació en 1960, de padres españoles, en la ciudad británica de Manchester. Ciria pasaría a vivir en Madrid a la edad de ocho años, cuando sus padres regresaron a España tras sus años de trabajo en el extranjero. Un cambio semejante de país, de cultura, de lengua, afecta a quien lo sufre de modo perentorio, y más aún si se produce en la infancia. En el caso de Ciria, la transformación que supone este desplazamiento, podría acaso explicar el sentimiento de desarraigo, de inquietud e incluso de desasosiego que invade una personalidad como la suya, caracterizada por el trasiego y una férrea voluntad de excelencia.
A título de ejemplo podría recordarse la estancia de Ciria en París, entre los meses de abril y julio de 1994, como becario en el Colegio de España de París. Allí desarrolló una de sus series más experimentales: una serie, que tomaba su nombre del de la diosa griega de la Memoria, y madre, asimismo, de las Musas. A causa de las propias peculiaridades técnicas con que fueron realizadas las obras de la serie «Mnemosyne», y concretamente por la naturaleza misma del soporte empleado para su realización –plástico fotosensible de gramaje medio Panglass–, se imposibilitaba su conservación en términos razonables por lo que estas obras estaban llamadas a experimentar una efímera existencia, una pronta desaparición. Y ello es así por cuanto la voluntad de Ciria en la creación de este conjunto se dirige dolosa y conscientemente a su recuerdo, a su memoria. La serie, que fue expuesta temporalmente y de modo público en las parisienses Rue des Halles y Rue Ponthieu, no ha vuelto desde entonces a mostrarse. Ciria, quien conserva los restos de las piezas de dicho experimento en su taller de Madrid, se mostraba de este modo más interesado por la ejecución última del concepto acuñado y perseguido que en la posibilidad de ofrecer de nuevo las pinturas al espectador para que éste certifique los cambios obrados en ellas(5).
Del mismo modo, Ciria gozó de una importante beca, concedida por el Ministerio de Asuntos Exteriores de España para permanecer en la Academia de España en Roma entre 1995 y 1996. Allí tuvo la oportunidad de desarrollar un conjunto de obras de gran formato titulado «Máscaras de la mirada», con el que perseguía una exploración sobre el concepto de “El Tiempo Detenido”(6), siendo su punto de partida el de la adopción como premisa de un componente azaroso, de acuerdo con el compromiso artístico asumido por el pintor con el automatismo, y para el que partió de su experiencia de apreciación directa de dos artistas renacentistas muy admirados por él: Giotto y Paolo Uccello. Estancias más breves han conducido, finalmente, a Ciria a desarrollar un trabajo de taller que habría de exponer in situ para, las más de las veces, entrar a formar parte de colecciones públicas o privadas de los respectivos países en los que ha venido profesando estas actividades. Así ha ocurrido en Tel Aviv, donde ha desarrollado dos talleres (en 2001 y 2002), en Moscú o en Lisboa (ambas en 2004)(7).
La primera residencia de Ciria en Tel Aviv, cuyos resultados fueron expuestos en el Museo-Teatro Givatayim a finales de 2001, conoció el desarrollo de una breve serie constituida por cinco pinturas al óleo sobre lona militar y una en lienzo (de formato homogéneo, 200 x 200 cm.) bautizadas todas ellas con el título de «Víctimas». En ellas, Ciria retomaba un acercamiento a la figuración (la figuración de cariz expresionista constituyó, en los años ochenta, el origen de la trayectoria pictórica de Ciria) marcada por la presencia de la figura masculina, y concretamente torsos, en unas composiciones monumentales y de hondo dramatismo. Unas pinturas que podrían ser señaladas como un hito dentro de la nutrida concurrencia en la obra artística desarrollada por Ciria desde la llegada del nuevo milenio de cabezas humanas como espacios de fricción pictórica en una traducción incisiva de la lamentación proferida por el artista en torno a la condición humana en la contemporaneidad. En su segunda residencia en Tel Aviv, Ciria desarrolló en los primeros meses de 2002 uno de sus trabajos de mayores dimensiones hasta la fecha. No en vano se trataba de un proyecto de instalación de emplazamiento específico, que tituló Eyes & Tears. El conjunto se disponía sobre un gran soporte fotográfico que reproduce un collage de primeros planos de ojos muy ampliados en blanco y negro. Sobre la fotografía de trece metros de largo por dos y medio de ancho, se superponen tres pinturas de dos por dos metros, una de las cuales sobresale de la fotografía un metro a la izquierda. Una plancha de metacrilato (de 320 x 400 cm), en la que destacan tres ojos representados de modo muy sintético y superpuestos en altura que llenan completamente la superficie se dispuso sobre el suelo, bajo el enorme friso pictórico y fotográfico.
En Moscú, Ciria procedió a un muy fértil análisis del Suprematismo y el Constructivismo, que le condujo a la realización de algunas de las obras más importantes de su trabajo entonces. Kasimir Malevich, uno de los artistas de la vanguardia sobre los que Ciria más ha reflexionado pictóricamente desde su juventud, pudo ser estudiado de modo directo por Ciria, y lo haría con entusiasmo, en aquella ocasión(8). En Lisboa, finalmente, Ciria procedió de un modo inédito en su trayectoria por su intensidad y carácter casi monográfico, a diferentes ejercicios de apropiación pictórica, una práctica presente, no obstante en su producción desde sus propios comienzos. En aquella ocasión, Ciria realizó un conjunto de transferencias en grafito ejecutadas por los participantes en un taller para jóvenes artistas que él mismo dirigía, de diversas obras de diferentes lenguajes plásticos del siglo XX(9).
El establecimiento de Ciria en Nueva York
La obra que está desarrollando Ciria desde su establecimiento en Nueva York comparte y al mismo tiempo se separa de las características que han definido una pintura que desde principios de los años noventa se ha constituido en una de las aportaciones cruciales al automatismo de la pintura europea contemporánea.
Durante sus años de producción de madurez, Ciria ha privilegiado el recurso a un soporte que se aviene en primer lugar con su propia condición viajera y que se constituye en un vehículo muy apropiado para desarrollar una investigación plástica marcada en un ideario en el que ocupa una posición central la conciencia del paso del tiempo. Este soporte, que ha sido mayoritario hasta su establecimiento en Nueva York, consiste en las lonas plásticas que cubren las cargas de los camiones, tanto mercantiles como militares. De este modo, sus soportes habían previamente desempañado su cometido de encerrar y proteger lo transportado en los vehículos. La erosión producida que sobre la superficie plástica manifiesta los efectos del tiempo (en su doble acepción cronológica y meteorológica) exhibe, porque Ciria nunca llega a cubrir por completo de pintura estos soportes plásticos, vestigios de su naturaleza y de su empleo original, particularmente a través de la presencia de retículas geométricas que indican la original situación de los cinchos con los que se ha armado a las lonas para evitar su desprendimiento. Esta presencia mancillada ha constituido para Ciria un territorio tan necesario que, en la actualidad, incluso cuando no recurre a lonas plásticas reutilizadas, ensucia el lienzo como si éste lo hubiera sido. Un carácter ensuciado que comparten las obras que Ciria bautiza como Jardín perverso, un epígrafe, no tanto una serie, que emplea para referirse (junto a un título que individualiza a cada una de estas obras) al empleo como soporte pictórico de elementos textiles dispuestos sobre el suelo del taller para no ensuciar el pavimento y que son cosechados cuando Ciria cree llegado el momento para ser contestados de un modo consciente por una aplicación pictórica ya plenamente premeditada, aunque no carente, asimismo, como es constante en su producción, de un importante contenido azaroso.
En muchos sentidos, la intensa glosa del Malevich posterior al del desarrollo del Suprematismo que realizó Ciria a partir de 2005, ha constituido el punto de partida de las nuevas estrategias plásticas del artista. Posteriormente, se abundará en cuánto ha significado el último Malevich para la práctica gráfica de una parte representativa de sus obras más recientes. Ahora nos interesa recuperar la reflexión que sobre la figura humana está realizando Ciria. En efecto, entre 2005 y 2006, Ciria se inspiró en las obras de la producción final de Malevich, caracterizadas por ser sus pinturas figurativas más sintéticas, en las que se sitúa la acción en un paisaje, que es apuntado las más de las veces únicamente por apenas una línea de horizonte, sobre el que se ofrece la presencia en primer plano de una figura, habitualmente femenina y solitaria, frecuentemente incompleta, manifestando Malevich un especial interés por el tratamiento del torso y de la cabeza. La figura así mostrada carece de identificación gestual. El conjunto de la piel, que resulta en extremo plana, se configura mediante campos de color perfectamente definidos que se cortan de modo ortogonal sin afectarse mutuamente.
Las lecciones de Malevich fueron aplicadas a un cuerpo temático sobre el que Ciria llevaba trabajando durante los años precedentes. En efecto, Ciria ha desarrollado desde el año 2000 un importante conjunto de obras, mediante diversas técnicas y con dimensiones muy dispares, en las que ha procedido, frente a la abstracción de sus motivos durante la década de los noventa del pasado siglo, a la representación de elementos figurativos reconocibles: cabezas humanas. Estas pinturas se caracterizan por presentar la silueta de hombres esbozada con rápidos e insistentes trazos de carboncillo. El dibujo siempre se reduce al busto: la cabeza, el cuello y los hombros. De este modo es difícil señalar la identidad o la ocupación de los retratados. El dibujo se limita a la configuración exterior de la cabeza, mientras que no suele existir mención gráfica explícita alguna a cualquier otro rasgo tales como la boca, la nariz o los ojos. Este procedimiento otorga, sensiblemente, abstracción a sus personajes. Paralelamente, Ciria rellenaba sus rostros con su particular texturización pictórica, en la que se reducen, del mismo modo, los óleos a los colores negro, rojo y blanco. Una pintura que viola los rígidos límites de la silueta de sus rostros, lo que abunda en la carga expresiva de los mismos. Acaso por la ausencia de los elementos propios del género del retrato que diferencian a unos rostros de otros, Ciria ha titulado a estas obras sobre lonas y papel como Cabezas de Rorschach, como si fueran elementos en los que la interpretación del retratado permitiera arrojar alguna luz sobre la personalidad del espectador(10).
No ya máscaras, sino elementos antropomórficos íntegros protagonizan buena parte de las pinturas de mayor formato del Ciria reciente. En cada caso, esta práctica antropomorfa conduce a sus sujetos a un marcado ensimismamiento(11).Raramente se ofrecen en una misma pintura dos de estos agentes. Cuando así lo hacen resulta sensible la carencia de interactividad entre aquéllos, lo que redunda en sus soledades. Los propios títulos de los cuadros son los que permiten comprender la escena, en ocasiones harto similar entre dos acciones que el artista bautiza de modos muy distantes. Una misma pose que Ciria traduce visualmente con la expresión de dos triángulos que surgen dirigidos hacia los extremos laterales del soporte, a modo de alas, remite, en virtud de los títulos respectivos de cada una de estas pinturas, tanto a una práctica infantil que pretende traducir a lo físico algo inconmensurable (“te quiero todo esto”, o “así de grande”, dicen los niños a sus padres abriendo lo que dan de sí sus brazos para confesar un amor infinito), o bien una Crucifixión (es decir, un martirio y, por consiguiente, un acto, aunque extremado, asimismo, de amor)(12).
Una de las características más novedosas de las obras últimas de Ciria estriba en un abrazo marcado por el enriquecimiento cromático. Tras unos años en los que la reducción cromática de Ciria se había extremado, como manifiesta el uso intensivo de los blancos, los negros, los grises y los rojos, que habían sido los exclusivos protagonistas de una larga serie abierta en 2000 «Glosa líquida», los años transcurridos en Nueva York han devuelto al pintor al uso de un espectro enriquecido. Lo que no significa la recuperación de la paleta de los ocres, amarillos y aun añiles de sus obras más destacadas de la década de los noventa, sino a unos colores particularmente ácidos, utilizados conscientemente de modo inarmónico y crispado. Campos de color que, bien rojos, naranjas o verdes, sirven tanto para superficies ortogonales en los fondos, como para su disposición fantasiosa, aún deudora de un carácter ortogonal, o bien completamente contraria a ésta, con efectos de barrido, tanto horizontales como oblicuos y verticales.
Ciria abraza ahora en sus pinturas lo que parece una mayor exigencia de libertad. De hecho, ha llegado a disponer sus colores con los valores atmosféricos propios de la acuarela. Así ocurre, por ejemplo, en sus pinturas, todas ellas integrantes de la serie «Máscaras Schandenmaske», abierta en 2008, y con idénticas técnica y formato (pintura de clorocaucho sobre aislante térmico, 200 x 200 cm), tituladas Máscara del milagro, Máscara de encuentros, Máscara de niebla, y, de un modo particularmente prometedor, en Máscara del relámpago(13).
En las pinturas de su serie «Desocupaciones», recientemente abierta, la disposición del cromatismo en los elementos perfilados en estas pinturas responde a dos posibilidades. Una de ellas se caracteriza por la presencia de campos cromáticos verticales, como ocurre en Desocupación náutica (serie «Desocupaciones», 2008, óleo sobre lona plástica, 150 x 150 cm). El establecimiento de los campos de color presenta en la segunda de estas posibilidades notables valores atmosféricos, como acontece en Desocupación de la máscara (serie «Desocupaciones», 2008, óleo sobre lona plástica, 200 x 200 cm).
En algunas de las nuevas pinturas de Ciria es posible advertir con nitidez la presencia del carácter especialmente plano de sus componentes. Así ocurre con aquellas pinturas en las que unas formas se recortan sobre un fondo mediante diversos sombreados. Sin embargo, estas mismas formas que destacan en primer plano se representan sin apenas intento de crear una ilusión tridimensional. Por el contrario, y por su recorte mismo sobre el fondo, se presentan especialmente planas. Así ocurre, con particular rotundidad en Busca las siete diferencias (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm.), en la que existen tres planos: uno más profundo, uno intermedio y uno más inmediato. Se trata, respectivamente del término horizontal inferior (un plano claro), el registro horizontal superior (consistente en un plano rojo que se levanta sobre aquél) y, finalmente, dos estructuras muy similares que ocupan casi en su integridad, cada uno de los dos registros verticales de la composición.
En relación con este fenómeno resulta especialmente notable el hecho de que de un modo particular haya comenzado a aparecer una perspectiva ultraplana en la obra reciente de Ciria, como ocurre en una obra tan interesante y prometedora como Habitación de juegos (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm.). El fondo de esta composición presenta una nítida división horizontal. En el término inferior, un campo de color puro, verdoso. En el superior, una trama reticular negra sobre un fondo claro, asimismo plano. El conjunto obvia la creación de ilusión perspectiva alguna, por lo que se ha conferido a la escena una plenitud prístina, como ocurre en una tradición pictórica muy asentada y deudora del arte fauve, y, particularmente, de Henry Matisse(14). Las manchas que salpican el conjunto de la escena de Habitación de juegos contribuyen, por su propia omnipresencia y arbitrariedad, a multiplicar el carácter plano de un escenario sobre el que parece balancearse un etéreo elemento figurativo tan sólidamente construido como ausente de una caracterización que le individualice.
La obra reciente de Ciria comparte con su trayectoria anterior, asimismo, el recurso al fenómeno de los fosfenos, es decir, las manchas que permanecen en los ojos cerrados cuando han sido, estando abiertos, agredidos por una luz intensa(15). En los fosfenos, Ciria torna problemático el reconocimiento figurativo. Cuando parecen motivos reconocibles, estos nunca son nítidos. Están habitados por una construcción plástica que los torna enigmáticos y, al mismo tiempo, huidizos a la comunión con la ilusión tridimensional. Quedan solitarios, encerrados entre la promesa de una verosimilitud perspectiva. Y, al mismo tiempo, contribuyen de una manera patente a la constatación de que antes que otra cosa, se trata de elementos pictóricos. Pero resulta significativo que Ciria aplique este nudo temático a la representación de cuerpos o rostros, habiendo dedicado con anterioridad este ejercicio a motivos paisajísticos. Si en estos, Ciria pretende una disolución visual que interioriza el paisaje(16), con un tratamiento similar pero aplicado ahora a la figura humana, las obras se constituyen en ejercicios que resultan en expresión de un desasosiego social sentido por el artista y que podría identificarse, al igual que otras series en las que ha procedido, por ejemplo a la manipulación de carteles publicitarios o reportajes visuales periodísticos, como una denuncia de la deshumanización.
Una muy reciente serie de obras ha devuelto a Ciria al desarrollo de un ejercicio prolongado de arte gráfico. Pareciera como si la presencia más firme de la línea en sus últimas estrategias pictóricas que, de nuevo ha tenido su origen en la reflexión sobre el Malevich posterior al Suprematismo, le hubiera despertado la necesidad de recurrir de forma autónoma al lapicero. Las obras integrantes de la serie «Box of Mental States» han sido ejecutadas entre 2006 y 2008 en una superficie idéntica en tamaño y formato: 35,4 x 26,4 cm, dispuesta siempre en vertical. Dos son las categorías en las que podrían agruparse estas obras. En la primera, las formas carecen de una configuración unificadora para mostrarse como un entramado visualmente perturbador y que cabe relacionar con los procedimientos del automatismo, como una suerte de maquinismo organicista, como podría hallarse en el Marcel Duchamp pintor de, en torno, al año 1910, por ejemplo. Este grupo de dibujos ha encontrado una traducción pictórica en las obras de una interesante serie recientemente abierta por Ciria titulada «Desocupaciones». En la segunda categoría en que puede agruparse la reciente obra gráfica de Ciria en grafito sobre papel, el artista procede a la elaboración de un retrato oval incompleto únicamente en su parte superior. Un oval muy estilizado que se antoja, en ocasiones, una máscara africana o incluso, un escudo(17).
Las obras, realizadas en grafito sobre papel, pueden considerarse partícipes de una larga serie planteada por el artista durante los últimos ocho años. En efecto, la particularidad de estas obras recientes al grafito sobre papel estriba en la utilización de los rostros como soportes en los que son reconocibles algunas de las estrategias pictóricas de Ciria, o bien ya ensayadas o bien en las que se avanzan algunas de las soluciones que trasladará posteriormente a pintura. Así, Espejo de miradas (serie «Box of Mental States», 2007, grafito sobre papel, 35,4 x 26,4 cm.) presenta los tres ojos superpuestos en vertical que había ofrecido en uno de los elementos de su instalación creada en su segunda estancia en Israel, a la que nos hemos referido anteriormente. En Máscara recordando La Guardia (serie «Box of Mental States», 2008, grafito sobre papel, 35,4 x 26,4 cm.) se aprecia uno de los dos elementos sobre los que el artista mueve al espectador a una invitación: Busca las siete diferencias (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm.) en una obra pictórica reciente(18). Por otro lado, estas obras sobre papel parecen constituirse en confesiones extraordinariamente directas y sencillas, que se han cifrado de modo mucho más críptico en su obra pictórica, de las consideraciones presentes en el ideario de Ciria. Acaso Cara reloj (serie «Box of Mental States», 2008, grafito sobre papel, 35,4 x 26,4 cm.) represente el ejemplo meridiano de estas consideraciones. El rostro de esta obra sobre papel procede a convertirse en la esfera de un reloj, pero los números se disponen de un modo contrario a la costumbre, para abrazar de esta forma, algunas de las premisas de la estética de Ciria: la desestabilización, el caos y el automatismo contrario a razón.
José Manuel Ciria es un pintor tan extremadamente dotado como marcado por una ansiedad crítica y autocrítica, una ansiedad que representa una de las manifestaciones más marcadas que conocemos de la voluntad de emulación, de notoriedad, de excelencia y superación de los modelos precedentes de su propia tradición. Ciria se encuentra bendecido con el infrecuente don de alcanzar en cada nueva aventura una desbordante rotundidad plástica. Sin embargo, sus recorridos por una dilatadísima memoria artística como la suya, por los de la memoria de los propios materiales que emplea (y que, en una mayoritaria proporción son reutilizados), así como por sus propios recursos manejados en el pasado se complican como meandros en empresas surcadas por una inagotable insatisfacción, por una ansiedad de virar respecto de los caminos conocidos y en los que ha conseguido la excelencia para inquirir en los nuevos una renovada superación.
1.La exposición Pinturas construidas y figuras en construcción, organizada por la Dirección General de la Consejería de Educación y Cultura de la Región de Murcia, se ofreció en la Iglesia de San Esteban (Murcia) durante los meses de enero y febrero de 2007. Asimismo, en Madrid, se celebró la exposición Ciria. Rare Paintings en la Fundación Carlos de Amberes durante los meses de abril y mayo de 2008.
2. Respectivamente, la exposición titulada Ciria. La Guardia Place en la Salle des Fétes del Ayuntamiento de París (Francia) y la celebrada en el Museo da Alfândega en Oporto (Porto, Portugal), en enero de 2008.
3.La exposición tomaba su nombre del domicilio familiar de Ciria durante su infancia transcurrida en Inglaterra, concretamente, en Manchester. Su organización fue iniciativa del programa “Arte Español para el Exterior” de la Sociedad Estatal para la Acción Cultural en el Exterior (SEACEX) del Ministerio de Asuntos Exteriores de España. Sus tres sedes en México fueron las siguientes: Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez, Zacatecas (Zac.), entre el 23 de septiembre y el 30 de noviembre de 2005, Museo Casa Redonda de Chihuahua (Chih.), entre el 8 de diciembre de 2005 y el 29 de enero de 2006 y Museo de Arte Contemporáneo Ateneo de Yucatán (MACAY) de Mérida (Yuc.), entre el 29 de abril y el 26 de junio de 2006.
4.La primera de las cinco sedes en que habría de recalar este muestra fue el Museum Narodowe w Warsawie, Pałacu Królikarnia (Museo Nacional de Varsovia, Palacio Krolikarnia, Polonia), donde permaneció entre el 31 de mayo y el 21 de junio de 2004. La segunda fue el Centre PasquArt (Biel-Bienne, Suiza), entre el 15 de enero y el 6 de marzo de 2005.
5.La práctica integridad de las pinturas (quince) integrantes de la familia Mnemosyne tal y como se consideraban terminadas entonces han sido reproducidas en el volumen José Manuel Ciria. Mnemosyne. Madrid, 1995.
6.Cfr. José Manuel Ciria. El tiempo detenido. Madrid, 1997.
7.Las exposiciones a que dieron lugar estas residencias temporales fuera de España son, respectivamente, José Manuel Ciria. Entre orden y caos (Museo-Teatro Givatayim, Tel Aviv, Israel, 2001), José Manuel Ciria. Eyes & Tears (Herzliya Museum of Modern Art, Tel Aviv, Israel, 2002), José Manuel Ciria. Mancha y construcción. El álbum de Moscú (Museo Estatal Galería Tretyakov, Moscú, Rusia, 2004) y Ciria. O sonho de Lisboa (Galería António Prates, Lisboa, Portugal, 2004). Sendos catálogos con una profusa documentación gráfica de estos procesos han sido publicados con ocasión de las respectivas muestras.
8.En una serie posterior, Ciria se ha ocupado de la referencia a composiciones del Malevich figurativo. Ciria se ha servido de algunas de las pinturas finales de Malevich, sus pinturas figurativas más sintéticas, posteriores a su producción suprematista.
9.Seis fueron las obras, todas ellas realizadas con una misma técnica y un similar formato (2004, óleo y grafito sobre lona plástica, 208 x 200 cm), e integradas en una serie llamada, a partir del nombre del menor de sus dos hijos, «Dibujos de Yago»: Ciria sueña Lisboa, Doble Elvis, Diana Johns, Bodegón Morandi, Desnudo violado y A. Pratt. Las obras constituyen apropiaciones de, respectivamente, las letras de Allen Jones, Double Elvis un retrato del cantante y actor popularizado extraordinariamente desde su ejecución pictórica en 1963 por Andy Warhol, Target with Four Faces (1955, ensamblaje, encáustica, papel de periódico y tela sobre lienzo, madera y yeso, 85 x 66 x 7,5 cm, Nueva York, MoMA) de Jasper Johns, una de las naturalezas muertas pintadas por Giorgio Morandi en la década de los cincuenta y dos obras de Marcel Duchamp: Nu descendant un escalier, nº 2 (1912, óleo sobre lienzo, 146 x 89 cm, Philadelphia, Philadelphia Museum of Art) y Fountain, un ready-made consistente en un urinario de porcelana fabricado industrialmente y firmado con el pseudónimo R. Mutt que fue presentado en la primera exposición de la neoyorquina Society of Independent Artists de 1917.
10.Al modo del psicólogo suizo Hermann Rorschach que da título a la serie, quien postuló en sus investigaciones la capacidad de diagnosticar las manías de sus pacientes por la diferente interpretación de unas manchas abstractas que les presentaba para que fueran comentadas. Rorschach, formado pictóricamente, como lo estuvo su padre, establece de este modo un procedimiento de análisis de las capacidades proyectivas de sus pacientes. La práctica de Ciria se antoja, de este modo, una invitación explícita a excitar las capacidades imaginativas de sus espectadores en unos tiempos, de saturación visual inmisericorde, como los presentes en las sociedades desarrolladas económicamente.
11.Por ejemplo, Mujer extraña (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm), Posible figura sobre fondo rojo (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm), la probable representación onanista de La insoportable espera (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm), si se compara su configuración con la aludida en las obras de la serie «Venus geométrica» realizada entre 2002 y 2003, cuyas pinturas ha titulado Rozarte, Tocarte, Abrazarte, Besarte, Morderte, Lamerte, Comerte, Devorarte, Penetrarte, Sodomizarte y Salpicarte, o si, asimismo, se compara con una obra más reciente como Pareja copulando (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm), Figura barroca (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm), o la representación en abismo de este mismo ensimismamiento en su Narciso (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm).
12.Así ocurre, respectivamente, en Así de grande -Versión III- (serie «Suite Green Park» (2008, óleo sobre lino, 150 x 150 cm.) y Crucifixión (serie «La Guardia Place», 2007, óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm.).
13.El título de la serie procede de la denominación en alemán de aquellas máscaras que constituyen un -agravio al que le somete para su escarnio una sociedad- para su portador. La investigación sobre soportes y materiales plásticos que constituye una constante en la trayectoria de Ciria le ha conducido este mismo año al empleo de de planchas de aislante térmico trabajadas con pintura de clorocaucho. Ciria se ha referido a este procedimiento aplicado a un grupo de obras como “una suerte de nuevo «Mnemosyne» ralentizado brutalmente. Sobre el aislante térmico podría haber trabajado con óleo (…) lo cual volvía más apagado el brillo del soporte, y me obligaba a cubrir toda la composición una vez terminada con barniz, puesto que la cola no seca en meses necesitando a la fuerza de un cubriente, cosa que aún volvía más opaca la superficie. La solución perfecta fue el clorocaucho puesto que a su vez es una pintura que al secar queda con un acabado brillante” (José Manuel Ciria en correo electrónico, 18 de septiembre de 2008).
14.Señalaremos dos ejemplos bien conocidos: La deserte rouge (1908, óleo sobre lienzo, 180 x 200 cm, San Petersburgo, Ermitage) y L’Atelier rouge (1911, óleo sobre lienzo, 191 x 219 cm, Nueva York, MOMA). En este último, los cuadros cuelgan y se apoyan contra las tres paredes representadas con la perspectiva central, o geométrica, propia del Quattrocento. Algunos detalles del mobiliario (una cajonera, un reloj de pared, una silla, una mesa y dos taburetes) se perfilan nítidamente sobre un campo de color plano y vivo, encarnado, que de no ser por la disposición de los cuadros y el indicio lineal de los límites de las paredes y el suelo habría destruido cualquier vocación perspectiva.
15.Ciria se ha ocupado por escrito de este fenómeno en un relato titulado “Pesadilla antes de Halloween. Incendiario cuento otoñal”, publicado en José Manuel Ciria. Intersticios. Madrid, 1999, pp. 11-36. Así se refiere a los fosfenos, “una gran nube solitaria delgada como una lanza comienza a tapar poco a poco el sol, pero su superficie provoca tan solo una estrecha línea de eclipse y sombra. De repente se produce un prodigio y un suicidio ocular, ante el brillo cegador entrecerramos los ojos, pero la aplastante luz continúa, guiñamos primero un ojo y después el otro, ante nuestro asombro el sol comienza a dar saltos de un lado a otro de la masa gaseosa” (ibid., p. 11.
16.Este trabajo fue intensivamente dedicado a la recuperación de un paisaje extraordinario, el Parque Natural de la Sierra de Monfragüe (Cáceres, España), un fabuloso valle de más de dieciocho mil hectáreas de extensión, surcado por los ríos Tajo y su afluente, el Tiétar. El conjunto de la obra dedicada a la recreación de este paisaje fue presentado en la exposición Monfragüe. Emblemas abstractos sobre el paisaje, celebrado en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, Badajoz, en 2000.
17.Explícitamente, la referencia ha aparecido en el título de una de estas obras: Máscara africana (serie « Box of Mental States», 2007, grafito sobre papel, 35,4 x 26,4 cm).
18.En un ejemplo nítido de la preocupación sentida por Ciria en numerosas obras anteriores en torno a las ideas de repetición y diferencia, Ciria ha procedido en esta obra a la transferencia mediante calco de un elemento en el término derecho de la composición del que se encuentra presente en el izquierdo, dibujado con anterioridad. Una documentación gráfica del proceso se encuentra en la monografía, Ciria. Rare Paintings. Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2008, pp. 138-139.
Valerie Gladstone. Art Rouge Gallery. Miami
Texto catálogo “Box of Mental States”. Galería Art Rouge, Miami. Noviembre 2008.
ADENTRARSE EN LO DESCONOCIDO
Valerie Gladstone
Introducción
El pintor José Manuel Ciria llegó a Nueva York en el 2005, decidido a cambiar radicalmente su vida. Tras abandonar la seguridad de Madrid, ciudad en la que desde hacía mucho tiempo disfrutaba de los elogios de la crítica y del éxito comercial, lo único que quería era encontrar una manera diferente de ver las cosas y crear obras con lo que él definía como “mayor frescura y fuerza”. Temiendo volverse repetitivo, vio en el abandono del hogar la única manera de romper sus moldes y entrar en una nueva fase de creatividad.
Si contemplamos las magistrales y sensuales pinturas que creó en los últimos 25 años, muchas de ellas colgadas hoy en museos y colecciones privadas, resulta difícil imaginar que alguien pudiera describirlas con otros adjetivos que no fueran frescas y poderosas. Tocan la psique con erupciones volcánicas de pintura roja,negra, blanca y gris, toques y goteos al azar, yuxtaposiciones violentas de formas antropomórficas, danzante caligrafía, máscaras feroces y átomos en auge. Pero desde que empezó a pintar siendo un niño, primero en Manchester, Inglaterra, donde vivió su familia hasta que cumplió los ocho años, y después en Madrid, en la facultad y posteriormente por su cuenta y riesgo, nunca ha dejado de buscar una manera más profunda y efectiva de trasladar su pensamiento al lienzo.
En Nueva York, Ciria empezó desde cero obligándose a sí mismo a buscar otra dirección y otra forma de ser artista. Pronto se sintió más libre y menos presionado por el peso de la tradición artística europea. Hoy, una vez alcanzado un nuevo estadio, produce obras altamente emotivas que engranan espectacularmente figuración y abstracción, dos polos supuestamente opuestos del arte. Con la serie “Schandenmaske” (Máscaras burlescas), la línea iguala en importancia al gesto. Y en lugar de que el lienzo completo sea fluido, ahora el movimiento se reduce en gran parte al marco de las máscaras o las formas geométricas, contrariamente a series previas como “Glosa líquida”, “Compartimentaciones”, “The Dauphin Paintings» , “Máscaras de la mirada”… En esta nueva y mínima estructura/dibujo muestra la complejidad y la profundidad de la forma geométrica ovalada, que podría ser una cabeza y que a menudo adopta características humanas. Estas cabezas en ocasiones parecen dividirse en dos o aparentan estar envueltas en un trenzado. También hay elementos voladores que pudieran parecer pájaros, y otros que podrían ser interpretados como escudos o máscaras. Pero, en el caso de todas ellas, estas nuevas obras figuran entre las pinturas y dibujos más salvajes y más estimulantes que ha realizado.
Obviamente comparten cualidades con piezas del pasado, pero también irradian un espíritu diferente, más abierto, tal como él mismo esperaba. A menudo dice que un pintor pinta siempre la misma imagen, o que uno siempre regresa al mismo lugar. Pero ahora la diferencia es que él vuelve al mismo territorio siendo un artista más maduro, más agudo y más experimentado, lo que marca una inmensa diferencia.
Primera etapa
A Ciria le costó tiempo y determinación conseguir reinventarse a sí mismo en Nueva York. Pero él ya conocía el arduo proceso de ser un artista. Cuando era un niño, sus padres le fomentaban su interés por el arte y le proporcionaban los enseres y el espacio necesarios para trabajar. También recibió un apoyo similar por parte de sus maestros en Inglaterra. Un día dibujó un tigre y un elefante en una trampa. A su maestra le gustó tanto el dibujo que lo enmarcó en una cartulina. A él le gustó esta sensación. De regreso a España, en clase de religión, le encargaron la tarea de dibujar escenas de la Biblia en cuatro aulas. Primero las hizo pequeñas, pero a medida que fue adquiriendo confianza las dibujaba más y más grandes. Esto fue compensando en cierto modo su timidez. En Inglaterra le llamaban el “españolito” y, cuando la familia regresó a Madrid le apodaban el “inglesito”. De una manera u otra, tuvo que acostumbrarse a ser un desarraigado. Su padre, que dirigía un restaurante en Madrid, preguntó a sus clientes artistas si podían invitarle a sus estudios, y en plena adolescencia ya estaba familiarizado con el escenario artístico de Madrid. A pesar de la evidente profundización, sus padres veían sus pinturas únicamente como una afición y quisieron que se preparara para una profesión, como arquitectura.
Dado que los padres de Ciria no aprobaban que cursara la carrera de Bellas Artes, él tuvo que pagársela de su propio bolsillo. Empezó trabajando en oficios diversos, consiguiendo alquilar pequeños estudios en los que pintar. Recuerda a una casera que, cuando se encontraba sus lienzos húmedos secándose en el pasillo, los destruía apilándolos ignorantemente uno encima del otro dentro de la habitación alquilada. Tenía un espacio que no era mayor que uno de sus lienzos y otro, en el que tenía que sacar las pinturas de la bañera para poder ducharse. Al final encontró un lugar adecuado y, hasta mediados de los años 80, relativamente se contentó con la creación de una obra figurativa que obtuvo, no obstante, una significativa audiencia. Pero lo que realmente quería hacer era pintura abstracta.
Hizo muchos experimentos, varios de los cuales piensa ahora que probablemente fueron interesantes, aunque en aquel momento no le llevaron a ninguna parte. Siempre fue el crítico más severo de su propia obra y los destruyó. Hoy sigue haciéndolo en cuanto una obra no cumple sus expectativas.
Punto de inflexión
Para Ciria, los últimos años de la década de los 80 fueron un período de muchas dudas. Sabía que uno puede estudiar para ser arquitecto, médico, abogado o veterinario, pero nadie puede enseñarte a ser artista. Las clases en la universidad de Historia y Teoría del Arte pueden ser interesantes pero uno se hace artista por su propia cuenta.
Un amigo le sugirió que leyera obras de distinguidos artistas y críticos de arte tales como Wassily Kandinsky, Clement Greenberg, Arthur Danto y Walter Benjamín, así como filosofía y teoría semántica desde Ludwig Wittgenstein a Noam Chomsky, y las aportaciones estéticas de Kasimir Malevich y Joseph Beuys… Inspirado por sus ideas, llegó a valorar el conocimiento histórico y la asimilación de la tradición.
Ciria abrió más ventanas y empezó a investigar la pintura desde el interior.
Compara su planteamiento con el de un estudiante de medicina que aprende su disciplina mediante la disección de un cadáver. Su inmersión en la crítica y en la historia le enseñó que para continuar tenía que decir algo en su trabajo; debería estar dotado de un significado. No obstante, se quedó estancado en una especie de limbo estético durante dos años hasta que, por fin, salió de con una serie llamada “Hombres, Manos, Formas orgánicas y Signos”.
Dos grupos de la serie mostraban una inclinación abstracta que pronto desarrollaría. También tuvo que construir un soporte, un sistema teórico para esta nueva etapa que sirviera de plataforma. En 1990 empezó a desarrollar los cimientos de su pensamiento en escritos, que reunían los diversos intereses que dirigieron su pintura durante ese período. Recogió sus pensamientos en un cuaderno que conserva desde entonces. Para que se entienda su visión y metodología éste ha sido publicado en España.
Tras diversos y exhaustivos análisis, Ciria eligió el tiempo, la memoria y la experiencia como temario, refiriéndose tanto a sus interpretaciones personales como universales. A lo largo de la década siguiente, aplicó una extensa variedad de técnicas a la vez que incorporó una amplia gama de elementos en sus pinturas, entre ellos palabras y fotografías… Inventó su propio método de trabajo, al que llamó Abstracción Deconstructiva Automática (ADA), en un intento por distanciarse de la imagen de pasividad creativa transmitida por los artistas gestuales, transformada en una mera actividad de naturaleza creativa.
Derivado de las teorías surrealistas de André Breton y de Max Ernst, especialmente el concepto de abandono, de falta de conciencia y del gesto como elementos fundamentales para la creatividad, ADA le sirvió para enfocar el trabajo. Siempre se mostró afín al surrealismo en su búsqueda de lo accidental, aunque siempre, en mayor o menor medida, resultara un acto controlado. Compensó esta espontaneidad con la confrontación de las tradiciones gestuales y geométricas.
Durante los 15 años en que basó su trabajo en ADA, Ciria explica que no tuvo necesidad de pensar en las composiciones, ya que sabía que siempre trabajaría con los mismos elementos aunque, por supuesto, utilizando diferentes combinaciones y series cada vez. Comenta que ADA era “el ingenio, la máquina” que le impulsaba a trasladar sus teorías al lienzo. Reconoce también que en ocasiones, una vez comenzada una pintura, ésta le empieza a decir cosas y que debe escuchar. Los novelistas dicen lo mismo de sus personajes.
En su opinión, las herramientas son tan fundamentales como sus teorías. En la serie “Mnemosyne”, realizada en 1994, utilizó plásticos como soporte para prolongar la actividad fortuita en el espacio pictórico. La elección del plástico como lienzo sometió a sus pinturas a las circunstancias del “terreno”, lo que impuso sus propios condicionantes. Su carácter impermeable y resbaladizo permitió que el flujo del material pictórico fluyera con total libertad y de forma continua sobre el soporte horizontal. Esto causó accidentes, salpicaduras, chorreos, manchas, borrones y una confusión de formas. Antes de realizar estos experimentos efímeros, utilizó todo tipo de soportes y superficies perdurables.
Estas “marcas” en las pinturas de Ciria, recuerdan los accidentes que se producen y afectan a la vida. También como recurso ha llegado a incorporar en sus pinturas un osito de peluche, llaves y monedas…, o en su serie “Sueños construidos” ha dibujado formas con alambre de acero. La utilización de combinar el orden y el caos, ambos con carácter predominante y antitético en sus obras, produce una tensión y un poder formidables.
Empezar de nuevo
Ciria ha comparado la pintura con la respiración y ha dicho «a veces tienes que aspirar y a veces tienes que exhalar, hay días salvajes y días comedidos”. En su primer año en Nueva York, tuvo muchos días habitados únicamente de dificultad. Hasta que consiguió su visado, tenía que salir de Estados Unidos cada tres meses. Trabajaba en Madrid y después tenía que empezar de nuevo cada vez que regresaba a Nueva York. Se sentía perdido y esquizofrénico, frustrado en su capacidad para empezar de nuevo.
Antes de preparar su mudanza, durante dos años, hizo todo tipo de anotaciones, bosquejos y dibujos en papeles y cuadernos y, los guardó en una caja grande metálica al igual que un niño con sus objetos valiosos. Cuando se instaló en la ciudad, tardó varias semanas en encontrar sitios donde comprar lienzos, pinturas y otros materiales. No se llevó nada de Madrid, como parte del régimen que se impuso a sí mismo de abandonarlo todo. Finalmente tenía lo que necesitaba para trabajar y se encontraba preparado para empezar. Después de almorzar un día, regresó a su primer estudio situado en la 35 cerca de la Octava Avenida, en medio del bullicioso barrio de tiendas de ropa, se preparó un whisky y abrió la caja con gran emoción. Pero, para su desgracia, el contenido no tenía ya ningún significado para él.
Ciria comprendió que los apuntes eran buenas ideas para haberlas realizado en su momento, pero que meses más tarde, eran totalmente insignificantes. Intentó pintar sin ellos, y pronto se deprimió cuando se dio cuenta que estaba trabajando de la misma forma que en Madrid, toda una desgracia ya que estaba dispuesto a todos los sufrimientos con tal de evitar repetirse a sí mismo. Con gran desesperación confiesa que empezó a dejar su ventana ligeramente abierta cada noche con la esperanza de que las musas entraran. Esperó y esperó en vano. Después aprendió de su pasado y reanudó la lectura, esta vez decidió estudiar en profundidad a Malevich, cuyo movimiento Suprematista siempre le había atraído.
Ya no se trataba de un salto: ambos compartían una paleta formada básicamente por el color rojo, blanco y negro, y el gusto por las formas geométricas.
Admiraba al pintor ruso porque había llevado como nadie el arte abstracto a la simplicidad geométrica más radical, primero creando una pintura que se limitaba a la presencia de un cuadrado negro sobre un fondo blanco. Posteriormente, en rebelión contra la supresión soviética de la individualidad, pintó figuras con rostros vacíos. Estos semblantes anónimos podían ser considerados como tabula rasa, espacios en blanco en los que podía escribirse algo nuevo. Utilizándolos como un trampolín histórico, empezó una serie de cuadros en homenaje a las últimas obras de Malevich creadas a mediados de los años 20. Aplicó imprimaciones y fondos en cerca de veinte lienzos, principalmente de formato grande, y con una renovada energía empezó a jugar con borrones y líneas y formas geométricas, de una forma totalmente original.
Quedó gratamente sorprendido por los resultados. Antes de empezar esta serie, había dicho que quería enfriar o congelar su pintura y que evitaría vertidos, salpicaduras y el uso de gestos. Entonces se dio cuenta de que lo que hacía era volver al dibujo como marco para sus composiciones. Gracias a Malevich, volvió a lo figurativo, cargado con una importante munición espiritual. Este regreso al orden figurativo suponía un paso intermedio hacia nuevos horizontes. Las abstracciones en la serie “La Guardia Place” (2006-2008), pintadas con una reducida paleta de negros, grises, blancos y rojos ocasionales, podían “interpretarse” como deformaciones figurativas, con cabezas, torsos y enigmáticos detalles anatómicos. Malevich le había alejado de su antiguo modo de trabajo. Ciria se deleitó abandonando los matices formales de la pintura europea, sintiéndose cada vez más cómodo con lo que él llama la “crudeza norteamericana”.
Libertad
Tras finalizar los primeros trabajos de la serie “La Guardia Place”, Ciria quiso crear unas obras dotadas de mayor libertad y que fueran menos complejas. Pero esta vez no tuvo que soportar un largo y doloroso proceso antes de empezar ni pensar en si los valores artísticos europeos, como el hecho de dar el máximo valor a cómo se hace una obra, seguían influyéndole. Sabía que lo que tenía que hacer para dar otro giro era coger de nuevo un lápiz y dibujar. Empezó con un sencillo y pequeño bosquejo de una cabeza. Cuando la pintó al óleo, vio que parecía una abstracción. Al colocar algo en el interior de la forma, parecía figurativa. Le gustó esta ambigüedad, la imposibilidad de interpretar la composición de manera unívoca.
Esto le condujo al concepto intrínseco de la serie “Schandenmaske”. Ciria dice que todos llevamos máscaras y que en realidad somos tres personas, no una: somos la persona que creemos ser, la persona que realmente somos y la persona que los demás ven. Siempre entusiasta de la aplicación de sus filosofías, ha dado un paso más hacia delante en su obra. En su opinión, la pintura de la máscara, al igual que una persona, puede verse de tres maneras distintas: la intención vertida por el artista, lo que la obra expresa en realidad y la forma en la que la percibe el espectador. En otro plano, por ejemplo, desde cierta distancia, los espectadores pueden ver más una abstracción ya que sólo observan la estructura y una o dos líneas, algo parecido a un paisaje; desde una distancia media pueden ver más detalles, la composición y los colores, y finalmente de cerca, se ve como todos los colores se yuxtaponen y aparecen singularmente integrados. Estos pensamientos se convirtieron en la inspiración subyacente de estas llamativas pinturas que, en realidad, exigen una observación tanto cercana como de lejos.
En los nuevos cuadros de Ciria de la serie “La Guardia Place” (2007-2008), se vislumbra la misma teoría filosófica en obras electrizantes como “These boots are made for walkin’”, que debe su nombre a la canción, y que explota en formas geométricas enormes y salpicaduras, manchas y goteos al estilo de Pollock, que han formado parte de sus pinturas desde el principio. Estos elementos dominan también las obras «Busca las siete diferencias» y «Rattrapante (Speedy)», que parecen ser contiguas o que desarrollan mundos o configuraciones paralelas, mientras que en “Pantalones voladores (Versión II)” y en “Milagros en la ansiedad”, parecieran cuerpos sin rostro que se sostienen entre sí en una especie de interacción melódica. Hay movimiento en todas partes: en “Dark Rainbow”, las líneas arremolinadas amenazan con salir volando del lienzo, al igual que un tornado.
Desde que obtuvo su visado en el 2006, ya no ha tenido que abandonar Nueva York con carácter regular. En todo caso, ahora se siente tan cómodo aquí que no nota ninguna diferencia en el trabajo desarrollado en ambas ciudades. Antes de ir a Madrid, pide a sus ayudantes que le preparen lienzos y empieza a encargar los bastidores que serán la base de sus cuadros. Recientemente empezó a utilizar allí aislante térmico, una superficie plateada brillante que se utiliza normalmente en las instalaciones de aire acondicionado.
Para trabajar con estos soportes, utiliza pintura de clorocaucho acrílico en lugar de óleo y barniz, lo que resalta su brillo. Dice que su serie “La Guardia Place” sobre lienzo es indestructible, y que probablemente lo seguirá siendo durante 500 años.
Con el nuevo soporte pensó que ya era hora de hacer obras que se deterioraran lentamente, similar en cierto sentido, a la serie “Mnemosyne”, que creó en los años 90 y que rápidamente desapareció al pintarla sobre plástico y con elementos ácidos previamente testados. Era una serie que sólo sobrevivirá en la memoria de los espectadores y en las fotografías de los catálogos.
Durante algún tiempo, Ciria contempló la posibilidad de hacer instalaciones y videos, ya que cree que la abstracción no es el mejor vehículo para expresar lo concreto. Reconoce que podría desarrollar mejor algunas de sus ideas en una fotografía o en una instalación que en una pintura, pero la pintura es su propia casa. No ha seguido nunca dichas tendencias, sabiendo que a través de sus investigaciones y experimentos puede ser tan contemporáneo con los pinceles, los colores al óleo y los lienzos como podría serlo con unas herramientas mucho más modernas.
En busca de lo Universal
Ciria no se quedará satisfecho sin una nueva teoría que le estimule a sumergirse en mayores profundidades de comprensión. Habla de una reciente experiencia que se le ocurrió durante ese período que existe entre el sueño profundo y el despertar, cuando uno puede soñar en la dirección que realmente le apetece. En lugar de poner las letras ADA en el orden en el que siempre las había usado, el orden a DAA. Decidió que su significado sería Dinámica de Alfa Alineaciones, lo que le supuso afrontar el reto de empezar a buscar conexiones entre las obras del arte occidental de los últimos mil años. Es su manera de investigar en profundidad las estructuras de la pintura.
Él explica el DAA diciendo que sería fantástico si pudiéramos crear un programa informático que pudiera rastrear los parecidos entre pinturas de todos los siglos.
Por ejemplo, ha sido capaz de encontrar similitudes en la estructura, puntos de peso, líneas de tensión y elementos de tracción periférica entre “Los Centauros” del pintor simbolista suizo de finales del siglo XIX, Arnold Bocklin, y la serie dominante “Elegía de la República Española” de Robert Motherwell. Ha descubierto también una gran similitud entre “Paleta alada” de Anselm Kiefer y “La Última Cena” de Leonardo Da Vinci. Le gustaría saber si esto sucede por impulsos psicológicos y artísticos recurrentes o por otros motivos. Ahora está realizando una lista de pinturas que encajen en este “patrón” en orden a determinar la existencia de estructuras universales en pintura, tal como existen en la literatura.
Pero no es la única área de investigación de Ciria. Hace años flirteó con la idea de averiguar qué condicionaba la mirada del espectador al enfrentarse a una pintura. ¿Dónde arranca la mirada? ¿Dónde se detiene? ¿Qué es lo que determina las elecciones del recorrido visual? Él bromea y dice que es tan científico como artista, pero es tremendamente serio. Su constante necesidad de cuestionarse, investigar y desarrollar hipótesis es una de las razones por las que su obra tiene tanto poder y resonancia, un desafío para la naturaleza efímera de la cultura contemporánea. Otra razón por la que nunca dejará de trabajar hasta crear lo que en ese momento considere que sea su mejor obra.
Mercedes Replinger. Museo da Alfandega. Oporto
Libro monográfico “Madrid – New York. Trabajos Recientes” exposición Museo da Alfândega, Oporto. Enero 2008.
EL SUEÑO CREADOR DE JOSÉ MANUEL CIRIA: EL ÚLTIMO INSTANTE DE LA TRADICION
Mercedes Replinger
El arte moderno es arte de sueño. El poeta de sueño es generalmente visual, un visual estético. El sueño es de la vista .generalmente. Y el “cuadro”, el “paisaje”, es de ensueño en su esencia porque es estático, negador de lo continuamente dinámico que es el mundo exterior.
Fernando Pessoa. Sobre Literatura y Arte.
El instante irrepetible del acto creativo, único en su total integridad, junto a la repetición de la tradición, tejen la pintura de José Manuel Ciria. Instante único y repetición infinita, como rostro bifronte de una obra que se desdobla y desborda en múltiples tensiones donde es posible que los lenguajes y las palabras, las cosas y los objetos, lo vivo y lo muerto perduren allí eternamente sujetos a un espacio que, en la pintura de este artista, es un sueño negador de lo continuamente dinámico. La pintura como sueño, en Ciria, proyecta un lugar donde no existe principio ni fin, existen límites pero no comienzo y final. Allí en la superficie helada de la pintura, el tiempo cesa de transcurrir. La pintura como sueño creador es siempre un despertar en otro tiempo, una toma de conciencia de otro tiempo que llena por completo el espacio no dejando huecos para el transcurrir, para el continuo sucederse de los actos. Las imágenes de esta pintura cumplen el mismo papel que los cuerpos flotantes sin gravedad desempeñan en los sueños.
De hecho, es lógico que así suceda, pues la auténtica pintura es siempre sueño, “un sueño realizado, es decir, un sueño que ha entrado en la realidad… un designio: un sueño mensajero, o un sueño en que se cumple o busca que se cumpla un destino”(1). Enigma de la pintura que cristaliza el deseo siempre renovado de alcanzar la unidad originaria y sustancial que le es propia. En el silencio de la pintura de Ciria encontramos esta fidelidad a una obsesión que sólo en el sueño creador tiene su perfecto cumplimiento.
Sueño del poema (1997). La tradición, reflejándose mortalmente, como Narciso, en un único y último instante no sobre la superficie pulida del espejo sino sobre las tenebrosas aguas de la pintura, quebrada y arrugada, mostrando los pliegues del instante que fatalmente oculta su significado. No podía ser de otra manera: la extraña locura de Narciso atrajo desde el primer momento la atención de José Manuel Ciria, artista profundamente ligado al agua como materia de la imaginación pictórica de su obra. El agua, reducto del ensueño poético, tiene aquí una presencia constante. Incluso encontró una expresión perfecta, “Piel de agua”(2), para nombrar la serie que elaborara en la producción artística del año 1993. Piel del agua, por cuanto ella se convierte en la imagen de Narciso-artista que en el reflejo de la fuente encuentra su verdadero cuerpo hecho de “carne de luna y de rocío”(3). Sobre la “piel del agua” Narciso encuentra tatuado el reflejo de su propia mirada, que se manifiesta en ese juego doble de claridad y opacidad que el mito clásico comporta(4) Narciso se mira en el agua, dice Bachelard, no en el espejo que es un instrumento excesivamente intelectualizado y civilizado y, además, ofrece un reflejo estable, “para soñar profundamente, hay que soñar con materias”(5). Sólo el agua viviente capta la presencia muda de una mirada interrogadora que busca su propio límite en el silencio absoluto del puro acto de la contemplación.
Iluminación de la palabra por la imagen de forma que la escritura queda reducida a surco: un vacío donde la pintura se expande para recuperar el acto engendrador de la memoria originaria. La pintura de Ciria subraya constantemente la herida de la palabra: la incapacidad del lenguaje para poseer el mundo, los objetos, lo visible si no imaginando y soñando otro territorio. Por eso la palabra se transforma en visión. Ciria, a causa de esta conciencia de la primacía de lo visto sobre lo dicho, está fascinado por un mito que, entre otras cosas, narra cómo la palabra sin imágenes está condenada a morir. Eco desdeñado por Narciso se convierte en roca y lamento en el fondo de un valle, ella es la palabra y el verbo, pero “esta palabra sólo vivirá si logra felizmente satisfacer su tensión epicúrea hacia Narciso. Si le falta el concurso creativo, liberador, erótico, se convierte en mera piedra. Narciso, por su lado, es la imagen primigenia, la raíz de toda figura y de todo reflejo”(6). Oscura raíz de su sustancia, la palabra muere sin el reflejo primigenio de la imagen.
Memoria del sueño (1994). Retrato del tiempo, la pintura sobre la tela señala el recorrido de la temporalidad de la materia. Ciria desentierra, como el arqueólogo, el pasado de una memoria que muestra los distintos planos de sedimentación de la imagen. Esta pintura, por tanto, nos sitúa frente al problema de la memoria y su lugar de emergencia. No todos los sitios demuestran el mismo efecto, la misma eficacia para despertar la memoria, de ahí la necesaria señalización que Ciria muestra en su obra para, paradójicamente, recordar olvidando.
El artista, ya se ha señalado, anula el tiempo y en su lugar coloca el espacio del origen del mundo donde las cosas se sustraen al puro transcurrir. Pero para realizar esta operación debía renunciar a la memoria. Era forzoso que olvidara y que se fundiera con la nada en la que se arroja Narciso, que precisamente tiene como etimología Narke, narcótico, perfume embriagador con el que la muerte aromatiza el mundo: “El intérprete lograría comprender la realidad, lo que era inmune al tiempo situado más allá (el origen), sólo si se liberaba de las ataduras del tiempo… Por esto, antes de interrogar a la diosa de la Memoria, el profeta y el poeta bebían de la fuente del Olvido”(7). ¿Qué ignora Ciria para perseverar en la pintura como auténtico ejercicio de supervivencia? ¿Cuál ha sido el camino que necesariamente ha desandado para encontrar el origen vivificador de la Memoria? Sin duda, el tiempo que corresponde a la Historia, el tiempo lineal que mide y clasifica los acontecimientos; el tiempo sucesivo que marca con un ritmo ensordecedor las pautas del presente. Ciria pinta fuera de la narración de lo “actual” y elimina “el ahora” que cuadricula el tiempo en un mapa perfectamente trazado.
Sueño de la mirada (1996). En realidad, Ciria sigue un preciso método(8) de desmemorización donde se observa a sí mismo olvidando: contempla el espacio vacío que ha dejado el olvido para albergar otra cosa, más urgente. Fluido que conduce al olvido y permite que el poeta transformado desde el viaje sombrío a las oscuras aguas se convierta en un hombre nuevo. En este punto, el mito de Narciso se funde con el de Orfeo. Mirar, en al animo de este artista, es viajar sabiendo que es imposible recuperar a Eurídice, de forma que “cada uno tendrá que obtener y disfrutar de otras experiencias durante el viaje”(9).Contra el dominio visual del arte moderno que amenaza con neutralizar el acto apasionado de la mirada, Ciria propone el recogimiento, la mirada que sueña, es decir, una mirada que necesariamente no ve y sobrepasa centelleante el espacio diurno del pensamiento.
En la nocturnidad de la poesía, una mirada que sueña es aquella que obligatoriamente cierra los ojos, se mueve en la oscuridad. Mirada dormida, que alcanza más lejos la escritura secreta que propone la obra de arte. Sueño de la mirada, que vuelve revelador el mundo con una fijeza calma y profunda, desentendida del movimiento convulsivo, del gesto precipitado. Dice John Berger que la pintura, toda la pintura, manifiesta el mismo deseo y la misma voluntad: dejar constancia, anunciar el yo he visto esto del artista(10), que una vez más celebra el enigma de la visibilidad. Ciria sigue esa tradición, pero su mirada, más que ver, se oscurece para soñar, se recoge en el misterio de las cosas. El artista abandona la oscuridad de la caverna para ascender desde las entrañas de la materia inmóvil. Allí, atravesando el universo de las cosas que se pueden expresar, la mirada afronta otra forma de estar y presentarse ante lo real, demostrando el secreto vínculo que existe entre las formas de lo invisible y la materia transformada.
Sueño de Venus (1998). Sueño de la mirada que ha entenebrecido completamente la superficie de la pintura. Para muchos, dice Ciria, esta pretensión parecerá como “pintar con una linterna en la oscuridad”. Metáfora eléctrica perfectamente natural en cualquier reflexión sobre el acto de la pintura dirigido por el impulso del automatismo. En la nocturnidad, precisamente, encontramos el estado ideal para que se produzca un choque de cuyo chispazo surge “la luz de las imágenes”, revelando en la intensidad de la sombra toda la belleza que “vive en la más bella de todas las noches, en la noche cruzada por la luz del relampagueo, la noche de los relámpagos. Tras esta noche, el día es la noche”(11). Aproximaciones insólitas del espíritu de las imágenes que en la pintura de Ciria muestran los destellos que ha sido capaz de recoger en su audaz subida desde el mundo de las tinieblas a la luz. El artista arrastra hacia la superficie la iluminación de un gesto capaz de encender la imagen que se convierte, ahora, en icono petrificado de la profunda realidad.
Dice Eugenio Trías que la pintura es un juego de los ojos puesto que toda imagen es icono que se adueña del espectador con su potencia expresiva para dejarle paralizado, pasmado “como si hubiese sido captado y embrujado por la mirada de Medusa o por el misterium fascinans del icono que le mira, que le está mirando, que le detiene y fija, en pleno pasmo ex-stático, sin opción a movimiento. El mirón queda parado… prendido ante el embrujo de la imagen. Esta tiene el poder, pues siempre es imagen que mira, o imagen entregada por unos ojos que desde dentro del cuadro ordenan y jerarquizan eso que se da a ver”(12).Literalmente, Ciria construye una pintura que es un programa y un objetivo cristalino de sus intenciones para que el cuadro nos mirara, nos retuviera encadenados a su embrujo. Desde el centro maltratado de una pintura que no evita mostrar sus heridas y no renuncia al fragmento, pero tampoco al deseo de ver cumplida su originaria unidad, unos ojos nos contemplan y repliegan nuestra mirada en su interior. El sueño de Venus, de Eros transfigurando el mundo es, en realidad, el sueño de Medusa atrapando la mirada aterrorizada de quien vislumbra el poder de las imágenes primeras.
1.María Zambrano: Sueño y Destino de la pintura, en Algunos lugares de la Pintura. Madrid, Acanto, 1989.
2.José Manuel Ciria. Piel de agua. San Sebastián, Galería Altxerri, septiembre-octubre 1993.
3.Paul Valéry: Narcisse Parle (1881) en Oeuvres I. Paris, Editions Gallimard, 1957. Pág. 82.
4.Franco Rella: Metamorfosis. Imágenes del pensamiento. Madrid, Espasa. 1989. Pág. 142.
5.Gaston Bachelard: El agua y los sueños (1942). México, FCE, 1978.
6.Ignacio Gómez de Liaño: Mi tiempo. Madrid, Ediciones Libertarias, 1984. Pág. 252.
7.Pedro Azara: La imagen y el olvido. El arte como engaño en la filosofía de Platón. Madrid, Siruela, 1995. Pág. 212.
8. “Buscar lo olvidado” Paul Valéry: Etudes philosophiques en Oeuvres I. Op.cit. pág. 933.
9.José Manuel Ciria: Ideas de paso en José Manuel Ciria. Between memory and vision. Galerie Adriana Schmidt, Stuttgart, 1994.
10.John Berger: Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible. Madrid, Ediciones Ardora, 1997.
11.André Breton: Primer Manifiesto del Surrealismo (1924) en Manifiestos del Surrealismo. Barcelona, ed. Labor, 1992. pág. 58-59.
12.Eugenio Trías: Lógica del límite. Barcelona, Ensayos Destino, 1991. Pág. 138.
Carlos Delgado. Art Rouge Gallery. Miami. I
Catálogo exposición “Box of Mental States” Galería Art Rouge, Miami.Noviembre 2008.
CIRIA
CAJA DE ESTADOS MENTALES
Carlos Delgado
Una pintura afirmativa. Una pintura interrogante
Recuerda Donald Kuspit que, en una ocasión, Marinetti llamó a un cuadro de un viejo maestro una “urna funeraria”(1). Tal reflexión, inscrita en el horizonte neuróticamente renovador de las vanguardias históricas, apuntaba hacia un final de la pintura que se llegó a polarizar entre su acepción negativa −como sinónimo de muerte− y positiva −como objetivo−(2) Dentro de esta segunda vía, el imperativo modernista defendido por Clement Greenberg acerca de la planitud de la pintura, de su especificidad y pureza, será desbordado por la práctica sistemática del mestizaje de medios y por un desarrollo expandido más allá de su especificidad, tal y como había teorizado Rosalind Krauss(3) para la escultura. De forma paralela a esta exploración, la teoría y práctica artística contemporánea se han seguido interrogando acerca de la vigencia de un sistema visual que parece haber desarrollado sus propios límites hasta la extenuación(4) y que se ha visto engullido por la hipertrofia de la imagen y la digitalización de la mirada contemporánea.
Un gran número de acontecimientos culturales, exposiciones, coloquios, libros y artículos han llamado la atención a lo largo de las últimas décadas acerca de la incómoda pertinencia de la pintura en el arte actual. Si la acusación de haberse convertido en un “idioma sobreutilizado”(5) cambió radicalmente su posición como medio privilegiado (de caja de resonancias de las diversas opciones que dibujaron la cultura visual occidental, la pintura pasó a ocupar un lugar aparentemente periférico en el desarrollo de las opciones creativas que definirán el territorio lábil de la posmodernidad), tal cuestionamiento será respondido desde muy diversos frentes. En la producción artística, la pintura encontrará estrategias de supervivencia a través del vaciamiento cínico del contenido, la revalorización del ornamento, el recurso de lo banal, la hibridación o la expansión espacial; en definitiva, la pintura seguirá funcionando pero ocultándose o renegando de sí misma como únicas opciones viables para no ser valorada como un mero epígono de la tradición moderna: “resulta difícil hablar hoy de pintura porque resulta muy difícil verla. Por lo general, la pintura no desea exactamente ser mirada, sino ser absorbida visualmente, y circular sin dejar rastro”(6).
Frente a la estrategia recurrente de diluir lo pictórico, la obra de José Manuel Ciria ofrece una “poderosa presencia”(7), una carnalidad en consonancia con la aseveración de Berger de que “la pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad”(8). Una obra que no se ha dejado subyugar por la “herencia envenenada de las vanguardias”(9) ni acomodarse en el paradigma de la banalidad, y que ha consolidado a Ciria como uno los creadores más sólidos de la pintura actual. La calidad de su trabajo plástico y la sagacidad de su propuesta teórica han sido las herramientas con las que ha edificado su enorme prestigio en España y ha logrado activar una imparable trayectoria internacional.
La progresiva (re)configuración de su pintura señala una búsqueda de la evolución constante y un afán por desarrollar de manera coherente una defensa de la permanencia y pertinencia del medio. Este compromiso reflexivo y analítico es también lo que determinará la revisión cíclica de su ideario conceptual y, en consecuencia, la reconsideración de sus claves formales en la particular operatoria de cada nueva etapa.
Una de estas claves es la que conecta la pintura de Ciria con determinadas vías exploradas por la tradición hegemónica de la modernidad, pero sin llegar a inscribirse dentro de una reconceptualización irónica de estos componentes, estrategia por otro lado muy extendida entre aquellas nuevas abstracciones que, como la de nuestro artista, surgieron a partir de los años noventa del pasado siglo. Ciria atesora, guarda, archiva, para construir otras realidades desvinculadas de la linealidad heroica. Si como señaló Hal Foster, “el arte es vanguardia en la medida en que es radicalmente historicista −el artista ahonda en las convenciones de la historia del arte en orden a escapar de ellas−”(10), Ciria transita en otra narración, la de una pintura afirmativa y, al mismo tiempo, interrogante; lo primero porque sus investigaciones siempre han concluido en la afirmación rotunda de las posibilidades expresivas, comunicativas y poéticas del medio; lo segundo porque estas conclusiones surgirán de la deconstrucción analítica de la gramática formal de las vanguardias abstractas(11) y su reciclaje a partir de las preguntas que el artista elabora desde su programa teórico.
ADA: Antes de América
En permanente tensión con su propio trabajo, Ciria siempre ha quebrado la posibilidad de un hilo conductor lineal en su trayectoria; más bien, su obra ha planteado una revisión cíclica de determinados conceptos, de modo que factores que en un sistema visual anterior estaban subordinados serán luego dominantes, y viceversa: mancha, geometría, soporte e iconografía, en disposiciones variables determinadas por la combinatoria, habían funcionado como ejemplar base, formal y teórica, de su Abstracción Deconstructiva Automática (ADA), estrategia conceptual que apoyará una vigorosa abstracción desarrollada a lo largo de la década de los noventa. Al mismo tiempo, estas cuatro variables azuzadas por la combinatoria convierten la superficie de su obra en soporte de un discurso conceptual, un campo de sugerencias y lecturas acotadas con límites siempre móviles, donde la pintura activa una reflexión de sí misma como problema −pintura como metalenguaje− pero sin registrar tal reflexión al margen de la sensualidad de la forma y el color.
Esta insistencia en dotar a la pintura de una plataforma conceptual, eficaz en su formalización y corroborada a través de numerosos escritos teóricos, nos sirve para señalar el carácter extraño, de otredad constante, de una producción ambigua a la hora de ser clasificada en lo grupal. A ello se une el hecho ya señalado de que frente a la deriva tecnológica y la contaminación de medios, que vendrían a desintegrar el límite que impone el soporte para adscribirse en un tiempo y un espacio diversificado, virtual o material −pero en cualquier caso desligados del módulo cerrado tradicional del soporte pictórico− Ciria insista en la idea de pintura como “cuadro”, objeto artístico que sin duda presenta una contemporaneidad débil, expulsado de las derivas en las que se inscriben los intereses de bienales y documentas últimas(12).
A través de esta meditada opción Ciria nos invita paradójicamente a repensar su trabajo como límite físico, material, es decir, a cuestionar la idea de superficie elaborada, mostrada como terminada, totalidad irrepetible y aurática, metáfora clásica del discurso creador, planteada por nuestro artista desde la conciencia de que se trata, sin duda, de una metáfora imperfecta.
En este sentido parece orientarse su reflexión cuando el soporte utilizado incorpora una memoria anterior al proceso pictórico creativo que el artista no esquiva, contenido sedimentado al margen de la pintura que, si bien acaba formando parte del discurso, no es el resultado de una acción creadora (manual, artesanal si se quiere) sino de una permisividad con esa huella que se inscribe en la reflexión conceptual. O bien −como ocurre en su reciente incorporación de láminas de aislante térmico− el artista incorporará la amenaza de su deterioro y la potencialidad del reflejo, huella futura fragmentada de cada espectador. Una potencialidad que también se plasma en la propia lectura de su nuevo repertorio iconográfico neoyorquino donde se multiplican las derivas significacionales que puede llegar a producir, soluciones a la espera de la narración crítica o de la intuición del espectador. Recursos vanguardistas que son reestructurados mediante el extrañamiento, intereses posmodernos que son desplazados hacia un discurso excéntrico, y siempre, tensiones con los límites del propio género en un férreo pensamiento sobre la pintura que huye de cualquier inscripción en lo banal.
En este sentido Ciria es el ejemplo perfecto de esa corriente que atraviesa el cambio de siglo y que se inscribe en una abstracción post-heroica y, aún, post-minimal. Pero lo que delimita definitivamente la originalidad y pertinencia de su obra abstracta previa a su asentamiento en Nueva York es la lucidez de un lenguaje que se sitúa al margen tanto de la redefinición manierista como de la burla irónica, de la melancolía lírica o de la resolución ornamental. Será precisamente la consistencia con la que elabore un planteamiento original y alternativo lo que determine su posición como una de las figuras claves de la pintura española durante la década de los noventa. Esta valoración, que numerosos críticos e historiadores del arte han venido realizando desde entonces, no puede dejar de alcanzar también a sus propuestas actuales.
La línea de contorno
A finales del año 2005 el artista decidió instalarse en Nueva York para repensar su pintura, lo que le llevará a alterar aquellos valores que tanto éxito le habían proporcionado en la década anterior y a plantear rotundos giros que nos impedirán, una vez más, clasificar su obra de manera taxativa. La elocuente reinvención de su propio lenguaje en Nueva York surgirá, curiosamente, de la reflexión sobre la producción de Malevich; pero frente a las indagaciones que abrieron en el escenario de las vanguardias rusas el camino hacia un arte desvinculado del objeto y, por tanto, hacia un intento de abstracción absoluta, Ciria se interesará en este nuevo arranque por aquella evolución final del pintor ucraniano que derivó hacia la representación de unos cuerpos rígidos, dotados de un interior solidificado, heroicamente escondidos en un riguroso dibujo que los transformaba en sutiles iconos.
Los primeros dibujos de Ciria hacia un nuevo lenguaje distinto de su abstracción gestual anterior apuntarán hacia una exploración figurativa ligada a este referente, si bien el interés del artista por cabezas y bustos sin identidad concreta había tenido algunos breves precedentes en las serie “Cabezas de Rorschach I” (2001) y Cabezas de Rorschach II” (2005). Pero en el nuevo contexto de Nueva York el pensamiento estético de Ciria encontrará su génesis no sólo en la recuperación de esta iconografía modulada parcialmente por lo referencial, sino en una nueva búsqueda que pasará por la condensación de la mancha gestual, libre y expansiva, dentro de una estructura visual delimitada por la línea de contorno.
Ciria emprenderá un riguroso estudio analítico de la obra de Malevich que no culminará en la apropiación directa y tampoco en la réplica de lo observado; como ya hemos señalado, nuestro artista es un innovador que reivindica la posibilidad de destruir la herencia de la vanguardia heroica para seleccionar de ella los pliegos que le son válidos. En su aproximación a Malevich el artista no merodea, sino que busca la confrontación directa como inicio de su trabajo de laboratorio. Sus figuras no pertenecen ya a un mundo concreto y su exploración de un territorio fronterizo entre figuración y abstracción se lleva a cabo desposeído de los tintes específicamente dramáticos de esta etapa de Malevich. El pintor retirará todos estos condicionantes antes de emprender la deconstrucción de la estructura interna de la imagen malevicheana para alcanzar la génesis de su propia configuración.
Sus primeras experiencias a este respecto conformarán la serie denominada “Post-Supremática”, y desde este referente el artista empezará a elaborar rostros sin identidad, cuerpos sin carne, figuras de gestos congelados y aspecto hierático; una palabra, hierático, que empleamos para designar la expresión severa e inmutable, pero cuyo sentido griego original se remite a lo sagrado, y por tanto, a lo intemporal. Si los grandes poetas siempre han rescatado las palabras del proceso de erosión al que las somete su uso común, Ciria rescata a estos individuos de su propia historia, esto es, de su propia humanidad: los reinventará como iconos, aislados de cualquier narración cotidiana y ubicados en un territorio fronterizo entre figuración y abstracción La pintura como contenedora de enigmas acerca de la propia pintura.
Hacia otras identidades
Cada época y cada cultura imponen unos modelos concretos de personalidad y concepción propia de la individualidad(13). Si en la Antigüedad clásica al hombre le está velada su identificación como individuo escindido de la sociedad desde unas estrechas relaciones de parentesco que le sobrepasan, el posterior devenir histórico incorporará la historia de la individualidad integrada en las condiciones de su tiempo. Desde las Confesiones de San Agustín hasta los nuevos ideales de individualidad que culminan a finales del siglo XIX, los procesos de mutación de la sensibilidad del individuo con su propio “yo” se deslizarán en consonancia con las nuevas teorías levantadas en torno a la percepción humana.
La ficcionalización del sujeto que caracteriza gran parte de las formas literarias modernas activarán un nuevo “yo” que no estará constituido, como ocurría hasta entonces, por una serie cronológica de la experiencia: para Proust pasado y presente se funden a través de intervalos de espacio y tiempo; Freud demostrará la subjetividad de los recuerdos y de la memoria; Nietzsche mantendrá en El eterno retorno que todos los momentos de nuestra vida se habrán de repetir, esto es, cada acto de nuestra vida habrá de obrar eternamente; para Bergson, el ahora es huidizo e inestable, el inapresable progreso del pasado que roe el porvenir.
Cuando nos adentramos en el problema de la representación del sujeto en la pintura actual y tratamos de relacionarlo con el problema de la identidad, la interpretación se convierte, en muchas ocasiones, en irresoluble. El tránsito al nuevo siglo ha presentado otro ser con nuevos apellidos: “indefinible, abismado, escindido, vacío, imprevisto, trascendido”(14), donde el concepto de unicidad desaparece definitivamente. Nuevas identidades, intersubjetividades, individuos no delimitados que se inscriben en la ficción de una nueva era ajena al carácter engañosamente esclarecedor de las denominaciones tradicionales. La identidad se vuelve versátil, múltiple, y el cuerpo se desplaza hacia lo discontinuo y aleatorio, hacia la metamorfosis. Oclusión de la identidad y diseminación de un yo en constante escisión. Ya no se trata −como ocurría en el arte corporal de los sesenta y setenta− de hacer del cuerpo una representación, sino de “concebirlo nuevamente”(15).
“La Guardia Place”: una pintura cruda
Este proceso de desarticular al Ser con respecto a su fundamento carnal constituye, como veremos, una de las posibles vías de análisis de la obra de Ciria elaborada en Nueva York. Tal exploración arranca con la reinvención de sus autómatas malivechanos desde una aceleración de la descomposición (decodificación) de la identidad corporal. La evolución lógica a partir de este punto va a ser tanto de continuidad como de ruptura. Continuidad porque en estas primeras obras encontrará una herramienta excepcional para sus trabajos posteriores: el dibujo como estructura de la forma. Ruptura porque aquellas primeras figuras se irán modulando hasta posibilitar un territorio de progresiva libertad iconográfica, con formas que pronto dejarán de estar reguladas por la lógica del cuerpo. Todo ello nos obligará a considerarlas de otro modo, a leerlas en términos distintos. Este tránsito es el origen de la que sin duda es una de las etapas más brillantes y excepcionales de Ciria, jalonada por el amplio conjunto que configura la serie “La Guardia Place”.
A partir de la reflexión del artista sobre el dibujo nacerán familias de diversa intensidad referencial; en todos los casos, es posible intuir la presencia de una morfología fragmentada donde restituye realidades que siempre se encuentran alejadas de una interpretación descriptiva. El dibujo que estructura estas obras recoge en su interior una materia palpitante y a la vez petrificada; acaba por concebirse como germen de un signo icónico que, en sus múltiples matices, lo devora como registro legible. Al mismo tiempo, es el único resorte que posee el motivo frente a la amenaza de su desaparición: si el dibujo no existiera, la mácula se expandiría en un proceso azaroso que posiblemente tendría mucho que ver con la producción abstracta de Ciria. Y sin embargo, no debemos entender este dibujo como una mera demarcación o límite para la mancha: la línea se convierte en herramienta estructural y compositiva de la imagen, define nuevas iconografías y abre la posibilidad de la regulación y la repetición modular.
Una observación pausada de las obras que integran la serie “La Guardia Place” permite descubrir la recurrencia de un mismo elemento formal en diversos trabajos, es decir, la insistencia en unos sintagmas de construcción icónica que estimulan su variabilidad por la vibración tonal, la disposición y su relación con el fondo. El interés de Ciria por la combinatoria y repetición de un mismo módulo o matriz se sitúa en un horizonte que incluye una compleja transformación semántica para cada nuevo registro. A partir de la variación de aquello que se sitúa a ambos lados del límite preciso del dibujo (su interior y su relación con el exterior-fondo), y la inmanencia −siempre matizada y a veces trasgredida− de aquello que lo define como tal matriz (la casi idéntica descripción del perfil), la repetición será entendida ahora como reactivación semántica. A través de este proceso descubrimos cuánto le interesa al artista conseguir la solidez del texto visual para, posteriormente, someterlo a un nuevo estadio.
La pertinencia de lo modular en la obra del artista radica en que permite una reflexión siempre en curso, una sistematización de su investigación de la materia. Lo sorprendente es que tal investigación no concluye en la refinación excesiva. De hecho, Ciria en la actualidad realiza, según sus propias palabras, una pintura “rare” (término que podemos traducir(16) como cruda o inacabada) que, sin navegar por el eclecticismo, evita la sensación de rotundidad; ahora, tal posibilidad queda filtrada por un acento inconcluso que dota a su obra de una nueva frescura llena de impulso, en la que aparentemente, cualquier cosa puede suceder. El pensamiento reflexivo del artista es el que abre el camino de esa potencial no realización que choca directamente con la unidad de los discursos de las vanguardias utópicas para afrontar un nuevo acento donde la preocupación por la factura se desintegra. Al analizar la pintura actual de José Manuel Ciria contemplamos un desposeimiento de la insistencia en los matices formales −una insistencia que el artista ubica dentro de las coordenadas de la tradición europea−, para virar hacia una formulación menos estabilizada, sugerente por su aspecto crudo, que valora ligada a las experiencias pictóricas norteamericanas de dinámica gestual.
Por otro lado, si el artista es la instancia creadora, el espectador se constituye como instancia receptora que participa activamente del significado reajustando y enriqueciendo la lectura del texto visual. En “La Guardia Place” Ciria introduce, como en sordina, continuas dudas en el sustento simbólico de la obra que alteran la comodidad de tal reajuste. Ya hemos apreciado aquellas obras figurativas que desestabilizan la claridad de lo narrado, sus obras abstractas dotadas de un pálpito figurativo que no llega a concluir, y aquellas otras piezas donde los términos se diluyen en una iconografía inestable. En todos los casos, la ambigüedad del valor semántico contribuye a este aspecto de que la obra no está convenientemente acabada, pues los términos de la oposición parecen mostrarse con igual densidad; por eso se neutralizan, borran su diferencia, y precisamente eso que escapa a la oposición es lo que se configura como su condición de posibilidad.
Pero existen otros factores que vienen a determinar la pertinencia del adjetivo “rare”. En La tradición de lo nuevo, Harold Rosenberg señalaba que en cierto momento el lienzo se convirtió para los pintores americanos en un espacio donde dejar su propia huella, «un escenario en el que actuar, en vez de un escenario en el que reproducir, rediseñar, analizar o «expresar» un objeto, real o imaginado. Lo que iba a producirse en el lienzo no era un cuadro sino un acontecimiento»(17). La obra actual de Ciria gravita entre la imagen y el acontecimiento, lo uno por lo otro, motivado por lo otro. Este punto de encuentro divergente se genera a partir del interés de Ciria por forzar los mecanismos de la práctica pictórica, ahora a partir de una extraña conjunción entre la tradición vanguardista europea y el formalismo tardío de la abstracción norteamericana; herramientas oxidadas que nuestro artista-bricoleur pone en circulación con nuevas consecuencias. Pintura cruda, inconclusa, donde la retórica del texto visual siempre mantiene el deseo de otros énfasis. En los mitos, nos dice Levi-Strauss, el énfasis “es la sombra visible de una estructura lógica que se mantiene oculta”(18). Las “rare paintings” de Ciria acogen esta flexibilidad, dando a entender más de lo que aparentemente expresan, como un palimpsesto en potencia que aún no se ha reescrito.
Pero tanto en un nivel conceptual como puramente visual, el interés de esta serie se desliza hacia otras múltiples derivaciones que van desde el extrañamiento tonal (especialmente refinado y enigmático en la suite “Winter Paintings”) hasta sus exploraciones acerca del empleo de pintura de clorocaucho sobre láminas de aislante térmico. Este último material, tan inestable como la imagen que sobre él se puede reflejar, tan frágil y en apariencia efímero, nos descubre una conciencia aporística en su relación con el tiempo. No deja de resultar inquietante que un artista tan interesado por la perduración material de sus obras se involucre ahora en una preocupación temporalista que desacraliza lo eterno y que cede ante lo mutable. ¿Una expresión del cinismo posmoderno? No, y tampoco un audaz juego experimental como el que realizara en su serie “Mnemosyne” (1994), donde las piezas se autodestruían sobre el bastidor. Ahora encontramos una nueva actitud que se enfrenta de lleno a la idealización de la obra concluida para revertir positivamente sobre el carácter “performativo” de la pintura. La construcción visual se mantiene latente desde el momento en que la transformación se materializa como constante descubrimiento de la identidad del cuadro. Esta vindicación del proceso otorga a sus obras un presente inconcluso, determinado por la inflexión de un devenir en suspenso.
Una exploración de tan profunda dimensión teórica no rechaza, sino que integra, el aspecto más “sensorial” de la técnica pictórica: de hecho, en la obra última de Ciria está presente una nueva intensidad cromática que tal vez no puedan explicarse sin su visita a la República Dominicana y otros países del Caribe en los meses previos a la preparación de su muestra itinerante por el continente americano iniciada en el verano de 2008; pero también actúa en la sinergia que impulsa su trabajo la veta brava de la tradición española en la que él se formó, esos rojos y esos negros que han dominado gran parte de su producción abstracta de los años noventa y que ahora conviven con nuevas influencias en un sincretismo espectacular. Armonía entre diversos centros como único origen del que puede nacer una obra de carácter universal.
Ahora bien, a esta amplia gama hay que añadir el color de la propia superficie en aquellas piezas donde la tela no es virgen. Este último tema, que tantas reflexiones ha motivado en la evolución de Ciria, se concreta dentro del conjunto de “La Guardia Place” en una nueva sección que surge del cruce de sus propuestas neoyorquinas con la utilización de soportes que previamente habían servido para proteger el suelo de su estudio durante la creación de otras piezas. La integración de estos incidentes casuales no solamente asumen la memoria del soporte, sino la memoria de la propia trayectoria del artista, quien ya entre 1995 y 1996, realizó “El Jardín Perverso I”, y posteriormente en 2003 “El Jardín Perverso II”, suites pertenecientes a la serie “Máscaras de la mirada”, a partir de este mismo planteamiento. El azar, como mecanismo aleatorio que camina libre hacia la superficie, se convertía entonces en el punto de partida de unas creaciones en las que la elaboración pictórica reinventaba aquellas primeras manchas accidentales. La lona plástica pisada y manchada por el eco del ejercicio artístico era reciclada y valorada por su inmediatez expresiva pero, sobre todo, por ejemplificar una propuesta azarosa dueña, a su vez, de una memoria extraordinariamente ligada al propio artista.
De nuevo, el poderoso acento imprevisible de ritmos, frecuencias y flujos, masas y colores, es para Ciria el reflejo de una pulsión que es valorada como merecedora de ser investigada. Los datos visuales puestos casualmente en bruto sobre el lienzo son susceptibles de ser reubicados como estrategia de generación de orden que otorga coherencia formal a la obra. El hecho es que todas esas manchas aleatorias se encontrarán en un primer momento como desorientadas, extrañas, en una relación ambigua entre sí, antes de la complicidad con la disposición visual que elabore el artista. En este cruce que se plantea entre “La Guardia Place” y “El Jardín Perverso” el artista conjuga sin desequilibrios dos casos extremos de azar y control. La operatividad de esta sintaxis es el resultado de una exigente sutileza que logra encontrar lazos no preexistentes de causalidad trenzados por la poderosa iconografía que se integra en estas obras.
Bienvenido, Dr. Zaius
Los múltiples vértices que configuran la obra última de Ciria consiguen, en su conjunto, desestabilizar nuestra seguridad ante el objeto sensible, el cuadro, y lo convierten en un foco para la inquietud y para la duda. Ciria, irónicamente banal como parece tocar a este momento, me comentaba hace algún tiempo durante el desarrollo de la serie “La Guardia Place”: “Quiero que el crítico de arte que se enfrente a mi obra se convierta en el Doctor Zaius de El Planeta de los Simios, en donde sienta vértigo, miedo, desconfianza, y ganas de matarme por ser de otro planeta, suponer una amenaza y pintar estos cuadros”. Si indagamos en la reflexión latente que esconde esta broma cinéfila, lo que Ciria reclama es la idea del cuadro como un campo de minas que apela a algo más que a la mera contemplación.
“Hay días que me gustaría molestar a los transeúntes, agitando un buen cuchillo. (¿Cómo conseguir pintando el mismo efecto)?”(19) reflexionaba ya hace unos años el propio Ciria. En las obras pertenecientes a “La Guardia Place” parece haber encontrado una estrategia para activar una perplejidad traumática definiendo el cuerpo del cuadro como el primero en dar el grito. Cuando intentamos definir el momento en el que se produce esta conciencia de una profunda crisis en el observador nos vemos seducidos por la idea de que esa mirada extrañada no se detiene ante el cuadro; al contrario, se ha encarnizado frente a este objeto perverso y problemático, y en consecuencia, peligroso. Es una manera de convocar −que no la única− al Dr. Zaius, ese juez latente en nuestro juicio estético, ante la subversión de lo normatizado, de lo esperable y, por tanto, de lo regulado como propio de un cuerpo.
El cambio de concepto pictórico que venimos describiendo en la obra de Ciria, este tránsito desde una abstracción expresionista hacia una obra cruda e inacabada, las complejas simbiosis entre forma y significado, en definitiva, la complejidad conceptual que sustenta su pintura, son elementos que parecen alterar el extremo “apolíneo” de apaciguar la mirada que Lacan otorgaba a la pintura. Tanto para el observador que conozca la trayectoria del artista, como para el que se encuentre por primera vez con su obra, el trabajo actual de José Manuel Ciria provoca, sin duda, un asombro extrañado.
Es en ese momento cuando el hipotético espectador (crítico de arte, curador, galerista…) puede convertirse en el tirano Dr. Zaius, Ministro del Bien y de la Ciencia en la sociedad simia, quien durante el juicio contra el hombre negará la capacidad de éste para el raciocinio, concediéndolo como máximo el don de la mímica, de la repetición sin sentido. ¿Acaso no es ese el proclamado destino de la pintura, medio atávico y artefacto inservible, abocado a realizar siempre el último cuadro? En el caso de la obra actual de José Manuel Ciria la amenaza surge de una pintura que es moldeada a partir de una solidez conceptual que habitualmente se considera pertinente para otros medios. Un firme compromiso con la pintura de un artista que no se define exactamente como pintor, “sino alguien que observa y analiza los elementos componentes de la pintura y experimenta con ellos”(20). Su defensa nace de un proceso que explora los límites del medio al margen tanto de las catalogaciones y jerarquías tradicionales de la pintura como de las principales derivas que consiguen atravesar los filtros de las grandes bienales de las últimas décadas. Sus investigaciones teóricas, sus estudios y escritos, proporcionan a esta defensa un respaldo intelectual, pero no debemos olvidar que los descubrimientos de Ciria son el resultado del juego entre la imaginación y el pensamiento. Universo de preguntas constantes, la pintura de José Manuel nos envuelve y nos interroga.
Hacia el perfil de la máscara
“Yo soy exactamente lo que ves –dice la máscara–
y todo lo que temes detrás”
Elías Canetti, Masa y poder.
En “Reflexiones simples sobre el cuerpo”(21) el poeta Paul Valéry desmonta la noción única del cuerpo para ofrecernos tres vías de acceso: el primer cuerpo es esa masa asimétrica que alcanza a ver mi vista y que no tiene pasado, pues se trata de una entidad que vivo siempre en el presente. El segundo, “tan querido para Narciso”, es la envoltura uniforme que contemplan los demás, aquello cuya superficie veo envejecer sin la sospecha de lo que se esconde en su interior. El tercer cuerpo, sin embargo, está privado de unidad: es el cuerpo abierto, hecho jirones y diseccionado en criptogramas histológicos de los que sólo tenemos referencias por las palabras de los médicos.
El repertorio iconográfico que José Manuel Ciria abre, a finales de 2005, con la serie “Post-supremática” y que continúa entre 2006 y 2008 con “La Guardia Place” puede ilustrar la narración irreconciliable de estos tres cuerpos. En el nuevo espacio de su taller en Nueva York el artista emprenderá un itinerario que irá modulando sin conocer plenamente las implicaciones de su desarrollo: el buscado enfriamiento de la expresividad gestual de su pintura abstracta de los años noventa encontrará su génesis en el sencillo recurso del dibujo como estructura compositiva. A partir de esta primera solución la mancha de color se verá modulada por la arquitectura de una línea de la que saldrán a flote las significaciones específicas. El dibujo, seguro de sus prerrogativas, mantendrá en un primer momento indeleble los estigmas de su origen: figuras, torsos y rostros concentrarán el devenir de la mancha para convertirla en la piel eruptiva de sus autómatas andróginos malevicheanos; pero pronto estos cuerpos alterarán la morfología descriptiva para abrirse hacia iconografías que, aún manteniendo cierto carácter biomórfico, se desentenderán del rigor de la descripción del cuerpo: la dimensión física se desconectará entonces de los filtros racionales del sujeto. Seguiremos hablando de cuerpos −o, más específicamente, de órganos sin cuerpos(22)− porque tanto las derivas netamente figurativas como las decididamente abstractas del periodo neoyorquino de Ciria comulgan en una misma elocuencia formal: aquella que impone la línea y la contención de la temperatura cromática.
Como en el tercer cuerpo de Valéry, las iconografías más complejas de la obra de “La Guardia Place” se han extraviado en su propia piel deshaciéndose de toda su predecibilidad. La parte se resiste a su representación total, el cuerpo se desensambla y el sujeto figurativo sucumbe a una corporalidad múltiple. Ciria indaga en una problemática que se incardina en la concepción contemporánea del sujeto(23) para contribuir a la proyección gráfica de una realidad de otro orden.
Además de los tres cuerpos ya mencionados, Paul Valéry introduce la idea de un cuarto cuerpo que no está sometido a los regímenes de control social y que parece proceder de la insatisfacción respecto a los otros cuerpos: más semejante a una cosa que a un organismo viviente(23), ubicado en el territorio donde lo que no es puede llegar a ser, este cuarto cuerpo se define según me complace o necesito. Un nuevo nivel, regido por una dimensión autónoma con respecto a los otros tres (el cuerpo que se muestra, el cuerpo que se contempla, el cuerpo que se abre) y que oculta el “yo” que la sociedad demanda como identidad pública. Segunda piel sobre la superficie de lo contingente, limen que usurpa del rostro la condición de verosimilitud(25), la máscara puede ofrecerse como conceptualización tangible de este abstracto cuarto cuerpo. Un “yo” cubierto con una máscara nos propone una imagen nueva pero percibida como un contracuerpo o como una contradicción en la que la realidad parece ser lo que en realidad no es. Recipiente de connotaciones que nos convierten en el Otro, la máscara actúa en el umbral tembloroso de la identidad; nos resitúa, en definitiva, para proponer la presencia de una ausencia: ese poder que imaginamos en el Otro y del que supuestamente carecemos(26).
Tras haber ejecutado y desarticulado el cuerpo, Ciria pasa entonces a diseñar el sencillo contorno de la máscara. Este cambio del centro de gravedad de su temática ha ido graduándose de forma sutil, lo que comprobamos al descubrir que los rostros de sus figuras malevicheanas no presentaban un mayor grado descriptivo que estos nuevos óvalos clausurados. ¿Máscara sobre máscara? La actual operación conceptual del artista consiste en enajenar al rostro de su contexto natural irreductible, esto es, la organicidad del cuerpo humano. Frente a aquellos cuerpos sin aparente identidad, Ciria propone ahora una identidad sin cuerpos, un recorte que viene a interferir en los hilos que aún ligaban sus morfologías con lo humano.
Pero para comprender el alcance de la dialéctica de Ciria con esta temática hay que considerar los antecedentes que han jalonado su concreción actual. En el año 2000, momento álgido de sus investigaciones abstractas, Ciria comienza a representar, bajo el título “Cabezas de Rorschach”(27), el contorno de unos perfiles humanos cuya interioridad eruptiva cancelaba la concreción del rostro. Cuando en 2005 el artista vuelva a indagar en esta misma dirección en el conjunto “Cabezas de Rorschach II”, éstas serán seccionadas e individualizadas en obras como Cabeza sobre negro y Cabeza sobre rojo, para finalmente multiplicar su presencia inquietante en la obra Tres máscaras.
De manera paralela al desarrollo de su serie “Post-Supremática” y dentro de una misma dirección orientada hacia el enfriamiento de la carga expresiva de su producción anterior, Ciria elabora a lo largo de 2006 la breve serie “Estructuras”. Pese a estar constituidas por complejas “redes lineares”(28) que incorporan el vacío interno y, por tanto, rechazan la sensualidad de la masa física, los títulos y el diseño global permitirá la identificación con rostros desconectados, nuevamente, de un físico que los explique.
Ya dentro de las exploraciones temáticas y formales que acoge “La Guardia Place”, la máscara ha sido directamente enunciada en obras realizadas en el año 2007 como Máscara y tres elementos, Cabeza máscara y Máscara africana. Sin embargo, dentro del conjunto de esta serie valoramos como verdadera bisagra hacia la nueva concepción plástica que el artista desarrollará inmediatamente después dos piezas llevadas a cabo en marzo de 2008: Bloody Mary duplicado y Cabeza sobre fondo verde.
En sendas obras la dimensión del disegno ha quedado reducida a la configuración de una simple estructura ovalada frente a la iconografía proteica, libre y expansiva que predomina en el conjunto de la serie. Pero será sobre todo el color y su carácter contrastante lo que determine la originalidad de ambas piezas: así verdes y naranjas, tonos nada habituales en la producción del artista, o la recuperación de un rojo que, en Cabeza sobre fondo verde, ya empieza a virar hacia el rosa en su fluida relación con el blanco; nuevas dimensiones cromáticas que marcarán la senda a transitar en sus nuevas creaciones pertenecientes a la serie “Schandenmaske (Máscaras burlescas)”.
Al extrañamiento que se deriva de estas elecciones se suma un nuevo modo de concebir el acto pictórico donde se acentúan los accidentes al tiempo que se desintegra el gesto de la acción, tal como se verá más adelante, cuando abordemos las líneas de interpretación que se abren a partir del análisis formal de esta nueva serie.
“Schandenmaske” o la mano ausente
El término latino “persona” deriva del etrusco “phersu” y este del griego “provswpon”, y designaba la máscara que utilizaban los actores de la tragedia para hacer resonar la voz (per sonare). Formal y conceptualmente, Ciria culmina en la serie “Schandenmaske” la búsqueda de este sentido originario(29), que se anuda al deseo de ser otro, de subvertir lo establecido para incardinarse en una metamorfosis donde “se adivina el engaño, la apariencia; en otras palabras, el disfraz. Al final no es Zeus quien seduce a sus víctimas, sino el otro, los otros”(30). El artista, ya lo hemos señalado, ha captado progresivamente este proceso, partiendo de un conjunto donde el cuerpo se abre hasta generar, ahora, un yo camuflado por la máscara como paradigma de aquello que el cuerpo trata de inventar sobre sí mismo.
Pero “Schandenmaske” es, además, una sólida meditación sobre el lenguaje pictórico y sus intersticios, el tiempo y la memoria, el orden y el azar. Señala Donald Kuspit, a propósito de la obra de Bruce Nauman Cartografiando el estudio (Ningún azar John Cage) que para el artista post-moderno (o post-artista) el azar ya no es tan creativamente significativo e inspirador como era para Cage y, antes, para Duchamp: “El azar ha dejado de ser la boba suerte del arte; en la posmodernidad se ha convertido en un acontecimiento cotidiano, que es como se produce en la calle”(31). Creo que en “Schandenmaske” existe una lúcida conciencia de la importancia de los parámetros casuales: frente al rechazo del acento creativo de lo no controlado, el artista ubica en un lugar cardinal este presupuesto clave para su pintura abstracta de los años noventa y, de nuevo, consigue integrarla como negación de su propio gesto creativo.
La búsqueda del accidente había sido una de las principales vías de exploración desarrolladas por José Manuel Ciria a partir de su modo de trabajo ADA. El empleo de técnicas como la decalcomanía, el frotagge, el grattage, el chorreo, las salpicaduras o las pulverizaciones, le permitieron entonces provocar campos texturales inesperados. La mezcla incombinable de aceites, ácido y agua, así como la incorporación de diversos ingredientes químicos activaban el carácter espontáneo de una mancha que, en ocasiones, acababa “pintándose” −es decir, desarrollándose sobre el soporte− por sí sola y generando su propio espacio y tiempo. La mano del creador dejaba pues de estar reflejada por metonimia en la mancha ya que de ella sólo descubríamos un eco tamizado por la irrupción de los procesos automáticos.
Frente al estricto control formal que exigía la compleja modulación lineal de su serie “La Guardia Place”, Ciria sitúa ahora el eje creativo en otra dimensión: la disposición del color en una estructura sencilla y recurrente como es aquella que cierra el contorno de la máscara. Sin embargo, el color se desliga de la represión consciente y deambula de un lado a otro del soporte provocando que los accidentes sean los protagonistas. Al fluctuar de esta manera, el cromatismo se pliega y se tuerce, abre caminos y en ocasiones impone su propio límite expansivo; de tal modo, “mi gesto siempre se convierte en residuo”(32). El interés de esta acción es doble; por un lado, potenciar la ambigüedad semántica de su obra, en línea con todo el periplo neoyorquino del artista y, por otro, sobrepasar la poética expresionista gestual sin violentar uno de sus códigos elementales: la planitud (flatness). Este sentido de aparente pureza como clave moderna, defendido por el formalismo de Greenberg(33) y desmontado por las respuestas de Steinberg, Mitchell o Mary Kelly, así como por las tendencias contemporáneas que han aceptado toda clase de contaminaciones(34) no es recuperado por Ciria como un simple fetiche. Para el artista, esta planitud tiene un sentido simbólico: la máscara es un telón demasiado pesado como para permitir desvelar lo que existe detrás de ella. La contemplación de estas obras implica una duda constante pues nunca permite la decodificación de aquello que guarda. Exhibe, pone en escena la máscara para ocultar el rostro, y más que un velo es un muro infranqueable.
Carlos Delgado. Art Rouge Gallery. Miami. II
(Continuación de la sección ‘Carlos Delgado. Art Rouge Gallery. Miami. I’)
Si para Mitchell “ver pintura es ver tocar, ver los gestos de la mano del artista”(35), un complejo anudamiento entre lo óptico y lo táctil, Ciria opta por neutralizar los efectos de la sensibilidad tangible. Aquella carnalidad que Berger otorgaba al medio pictórico, en la obra de Ciria es pura ilusión, espejismo que se deshace al aproximarnos a sus obras: no hay volumen, espacios transitables ni huella de su acción. Las máscaras, más que flotar sobre en un determinado ámbito están aprisionadas en él, son un violento paréntesis tatuado sobre la piel del soporte. No hay espacio o fundamento sólido para su ubicación, y la máscara no remite a otra cosa que no sea su propia existencia. El propio artista desvela que ello es premeditado, aunque se resuelva bajo formulaciones elocutivas azarosas: “Provocar que la primera pregunta, en una observación de la pintura a poca distancia, sea ¿cómo se ha pintado esto? ¿Qué técnica se ha usado? ¿Cómo se han integrado las texturas permitiendo los volúmenes? ¿Se han utilizado brochas? ¿Se ha pintado a mano? O quizá es que la pintura se pinta por si misma, y que lo único que hay que hacer es dejarla expresarse. Hace años escribí en un texto, que yo no soy un pintor, que lo que procuro es organizar un «escenario» donde ocurren acontecimientos plásticos. Es el azar el que pinta mis obras y no mis manos. Es el propio medio el que toma las riendas y busca manifestarse. Es mi mente al servicio de un acontecer, al mismo nivel que las brochas, los óleos, los botes y herramientas, los barnices y aceites…”(36).
Pero este drama congelado y bidimensional es también un subterfugio, un disfraz. Entre los “acontecimientos plásticos” que el artista desarrolla, el goteo o salpicado del pigmento sobre la imagen plástica superpone un nuevo plano formal y consigue desprender una poderosa energía atmosférica que actúa como pantalla mediadora entre el espectador y el espectáculo cromático de esa máscara aplastada. Es la única posibilidad que nos ofrece el artista para no anular completamente la distancia de la contemplación y convertirnos directamente en uno con la máscara.
La configuración singular de estas imágenes me hace pensar en la sintaxis formal de las versiones que Antonio Saura realizó de Perro semihundido, la más intrigante de las pinturas negras que Goya pintara para su casa de la Quinta del Sordo a finales de los años veinte del mil ochocientos. Como Saura, Ciria elude asumir cualquier revival kitsch para convertirse en un espectador inteligente y autónomo en sus conclusiones, algo que ya demostró en la breve suite que realizó en 2002 bajo el título “El perro de Saura”. La serie “Schandenmaske” no parte de este mismo germen, pero el alcance de sus conclusiones implica una sutil conexión con tal herencia.
Como ha señalado Valeriano Bozal, el monstruo en el que Saura transforma al perro de Goya posee un rasgo de autoconciencia: “es pintura. No pone en primer término su ser pintura, pero no puede por menos que recordarlo”(37). La violencia que estalla en una acusada gestualidad nos hace ver que “toda la imagen está mediada por el sujeto que la realiza y al que la realización representa”(38), Del mismo modo, frente al perro de Goya, el de Saura ha encontrado un asidero, “el que se ha creado él mismo y lo ha hecho pintando, es decir, mediante el lenguaje, su lenguaje. Es en la pintura, en el lenguaje plástico donde encuentra el único apoyo del que dispone y donde se revela como el monstruo que es”(39).
Las máscaras de Ciria no poseen gesto (ni en su expresión ni en su realización) ni tampoco escenario. No las vemos aparecer, simplemente están. Si la representación de un cuerpo evoca un sentido narcisista, es decir, “la representación articula implícitamente la propia actitud del artista hacia su cuerpo”(40), la máscara sería una doble negación del sujeto creador. La metonimia se ha desplazado: la mancha no es el gesto del artista, sino que la mano ausente es el cuerpo ausente. Intuimos una paradoja irónica en la representación de la máscara, pues si ésta debe manifestarse como velo que oculta, el proceso pictórico de Ciria impide que ningún otro significado se revele más allá de la propia oclusión de la mancha cromática.
Retórica de la herida: pinturas sobre aislante térmico
Existe una breve familia dentro de la serie “Schandenmaske” elaborada con clorocaucho sobre aislante térmico, unos materiales que ya habían sido explorados en algunas de las piezas más espectaculares de “La Guardia Place”. Quiero insistir ahora en esta dirección pues las cualidades de ambos materiales inducen a una teorización particular cuyos extremos se deslizan entre la opacidad y el brillo, hacia un mundo lábil de incesantes intercambios.
La aparente fragilidad del nuevo soporte plantea un esquema contrario al de la perduración, interés que había determinado la indagación técnica del pintor desde los inicios de su trayectoria y que le consolidó como un brillante experimentador de los múltiples niveles de operatividad efectiva entre soportes y materiales pictóricos. Pero ahora es el fluir mismo del accidente futuro el que le sorprende y le invade: la posibilidad de incluir la intemperie del tiempo sobre la materia, el reconocimiento de que una leve presión sobre este nuevo soporte, un rasguño casual, una temperatura excesiva o una tensión mal controlada, pueden herir la piel del cuadro sin posibilidad de saturación. Se trata de un breve y fugitivo instante, anudado al escurridizo terreno de lo posible, pero que es preciso nombrar ante la incertidumbre del tiempo restante.
Entonces, ¿por qué no evitar este soporte? ¿Qué sentido tiene hacer merodear a este fantasma? Más inquietante tal vez que estas preguntas, y a la vez respuesta a ellas, es el hecho de que un artista tan interesado por la perduración material de sus obras se involucre ahora en una preocupación temporalista que desacraliza lo eterno y que cede ante lo mutable. Esta proyección de lo cambiante hasta el margen de la incógnita sugiere, a su vez, una derivación hacia múltiples desenlaces posibles, algo a lo que, por otra parte, está sujeta toda producción humana (cualquier fenómeno inscribe en su identidad la posibilidad de la transformación, modificación o destrucción). Pero al cuestionar desde el origen del proceso creativo los principios de sujeción a lo perdurable, Ciria elude una identidad nuclear para la obra pictórica, ya que ésta se hallaría desde su propia génesis determinada por la aceleración de su envejecimiento.
La esencia del devenir es, para Deleuze, la unión de dos sentidos, “del futuro y del pasado, de la víspera y el día después, del más y el menos, de lo demasiado e insuficiente, de lo activo y lo pasivo, de la causa y el efecto”(41). Lo detenido se diluye bajo el prisma del acontecimiento, lo que parece implicar un desarrollo temporal inherente a la obra misma. Pero a diferencia del performance, la acción o el happening, donde el privilegio de lo procesual otorga relevancia a la experiencia del acontecimiento frente a la presencia material de la obra, cuando Ciria emplea el aislante térmico no busca resolverse en el estricto presente y con independencia de su especificidad como pintura. Hablamos por tanto de la posibilidad de modificación en el futuro más que de un tiempo mensurable en desarrollo. Pero, ¿hasta que punto es pertinente hablar de lo que aún no ha sucedido? La inclusión de esta perspectiva es inoperante −podríamos contra-argumentar− en el ámbito de la percepción, esto es, grosso modo, el vínculo entre el sujeto y el objeto. Sin embargo, la precariedad del material activa la incertidumbre con respecto a las perspectivas de alteración y caducidad de una obra que además, por su resolución formal ya analizada en estas páginas, genera una sensación de inacabada crudeza. De este modo, la percepción siempre vendrá condicionada por la renuncia a una totalidad, o lo que es lo mismo, por el rechazo de la utopía del tiempo cero promovida por las vanguardias; apuramos ahora una mirada que revela algo que parecía estar negando: el tiempo de la percepción ya no es singular, tendente al instante, sino que se abre a un nuevo régimen que se temporaliza internamente (como la pintura susceptible de expandirse también desde dentro).
Como el lector habrá podido apreciar, sigo planteando una afirmación del cambio antes de que éste suceda. Una hipótesis que es, lo diré de una vez, la excusa de un pensamiento conceptual que quiere sustituir el orden único de la representación por un argumento hasta ahora larvado en la producción reciente de Ciria: frente a la estaticidad inmóvil de un espectador acostumbrado a dominar visualmente un mundo enmarcado y objetualizado en el soporte plástico, el artista propone una mirada que descongele lo singular y abra nuevas relaciones que se interroguen acerca de la problemática temporal de la imagen plástica. Ciria se sitúa de nuevo en un lugar de crisis, de límite formal y conceptual, que quiere habitar la intemperie del tiempo de la materia a través de un soporte que vibra con el registro pulsional de nuestro encuentro; esto es, con aquella mirada que convoca a la medusa petrificante(42) pero que irremediablemente transita por el camino de lo mutable y lo perecedero ante la experiencia de su fragilidad. Fue Freud quien reflexionó sobre este último aspecto al señalar que el valor de lo perecedero conlleva un valor de rareza en el tiempo y que “las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso” para, inmediatamente después, señalar: “el valor de cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo”(43).
Como composición, esta pintura se halla condicionada por su propia contradicción, por la otra pintura que aún no es. La herida sobre su piel modifica la acción del pintor como creador único de la imagen; la incisión, la rotura, la perforación, como marcas que el tiempo deja, eran algunas de las herramientas con las que Tápies emulaba el paso del tiempo. Ciria opera sobre las planchas de aislante térmico invirtiendo esta estrategia: si Tápies utilizaba estos recursos desde un proceder evocativo, no compositivo, “como si fueran naturales, sin hacer explicita su artificialidad”(44) Ciria admite la tensión entre el accidente natural y la concepción plástica como germen y excusa para una nueva intervención, esto es, la multiplicación de heridas y a la destrucción total de la imagen plástica, a la plenitud por medio de la aniquilación.
“Caja de estados mentales”: Los dibujos de Ciria
“Entonces me dormí y al despertarme
necesariamente debí de volver sobre mis pasos,
creando así un circuito casi doble del real”
Edgar Allan Poe. El pozo y el péndulo.
Frente al cuerpo cotidiano entendido como entidad dormida(45) sólo puede oponerse la vigilia “capaz de lograr un cuerpo en alerta, esto es, un cuerpo en continua tensión y «desacomodado», que suspende la voraz expansión del sistema ideológico imperante”(46). La obra más reciente de Ciria procede de una larga ascendencia, de investigaciones que han atravesado una etapa tras otra. Como primer nivel de lectura, temático-referencial, he propuesto el desvelamiento de una serie de formulaciones dirigidas al cuestionamiento o negación de la cotidianidad del cuerpo. El misterio de esta metamorfosis se ha incardinado en un segundo nivel, formal-conceptual, que ha partido del dibujo como materia de recuento, exploración y ensayo.
Tanto la metamorfosis iconográfica como la idea de la posibilidad combinatoria parecen haberse acelerado de manera notable desde el inicio de la etapa neoyorquina de Ciria, y esto es así en un doble sentido: por un lado, el cambio geográfico ha permitido la afirmación de un rotundo giro estilístico, concretado en un primer momento a través de una certeza muy concreta: “no quería volver a pintar más obra en la línea de la abstracción gestual previa a Nueva York”(47). Por otro, los compromisos profesionales que han generado retornos recurrentes a su taller madrileño parecen haber funcionado como punto de inflexión a la hora de retomar su trabajo en Nueva York: “Han surgido numerosas ideas en mis viajes entre las dos ciudades, en una atmósfera, la de Manhattan, que me ha parecido más que nunca, relajada, libre y sin presiones”(48).
Cuando hemos conversado sobre las implicaciones de estos viajes, Ciria ha insistido en la dimensión evolutiva que siempre han generado: volver a Nueva York, tras una etapa de trabajo en Madrid, significa contemplar los cuadros que quedaron en el taller La Guardia Place de una manera ajena, como si no le pertenecieran y necesitara responderles de una manera rotunda. No puede retomarlos, pues no existe correspondencia con su nuevo estadio creativo y ello activa el deseo de orientarse hacia otra dirección, encerrado en una esquizofrénica sucesión de estados mentales donde el tiempo y la memoria actúan de manera revulsiva. No es de extrañar que su cuaderno de dibujos, testigo privilegiado a lo largo de los últimos años de los tránsitos, procesos y experimentaciones del artista, haya sido bautizado por él mismo, precisamente, como “Box of mental states” (Caja de estados mentales).
En este punto quisiera avanzar, pero con cautela, pues todas las series neoyorquinas de Ciria niegan tanto como afirman las anteriores. El impulso detrás de su obra en estos últimos años ha contado con la energía generada por la dinámica de estas dos ciudades que el propio artista entiende como dos polos opuestos. Sin embargo, tal y como hemos podido comprobar, existe una inquietante armonía que enlaza todos los estadios de su evolución última, una topografía que el artista parece concretar de manera inconsciente aún cuando intenta renegar de lo ya explorado anteriormente. En este sentido, el devenir de Ciria sigue inscribiéndose en esa estructura circular que le ata a un continuo conflicto entre lo propio y lo no propio, a un anhelo inconsciente de pintar siempre, como el propio artista ha señalado, el mismo cuadro. análisis de las posibilidades formales y modelo conceptual de un mismo proyecto pictórico. Ahora bien, pese a su realización a partir de la estructura determinante del óvalo y, posteriormente, de organizaciones lineales más complejas, no podemos articular un estricto orden evolutivo en su análisis. La red iconográfica que ampara todo el conjunto es también la que acentúa la fluidez de ideas y de relaciones compositivas nuevas. El número de recurrencias que contiene el conjunto de su cuaderno genera “una reserva de posibilidades que se integran en la memoria del dibujante como elementos de posibles tamatizaciones que articulen nuevos cierres de sentido”(49). Pensamientos y obsesiones que aparecen y reaparecen fundidos, expresando visiones compulsivas, variaciones rítmicas y giros expresivos. Un conjunto de ideas con un origen común que se manifiestan reflejando la dinámica particular de cada momento del acto creativo.
El óvalo y la máscara
En la leyenda del origen del dibujo según la relata Plinio el Viejo, la representación gráfica es remitida a la ausencia o la invisibilidad del modelo. La hija del alfarero Butades de Sición encierra dentro de unas líneas la sombra proyectada por el rostro del amante que va a ausentarse. Al hacer esto ella no ve a su amante “como si para dibujar −escribe Derrida− estuviera prohibido ver, como si se dibujara sólo a condición de no ver, como si el dibujo fuese una declaración de amor destinada u ordenada a la invisibilidad del otro, a menos que aquella no surja de ver al otro fuera de la vista”(50). Al mismo tiempo que traza la línea sobre el muro, la hija del alfarero ausenta a su amante. Siguiendo los términos de Derrida, entre lo visible y el trazo del dibujo hay más que una separación, hay un “abismo”. La invención del trazo no se regula por lo que es visible en el presente. Aquello que el dibujo hace venir no puede ser mimético. Avanzando en esta tesis, Derrida acabará por señalar que aquello mismo que eventualmente está por imitar, por restituir o por devolver, se encuentra, en todo caso, en la invisibilidad.
Si dibujar el cuerpo es “representarlo como perdido”(51), la imagen de la máscara nos revela un nuevo saqueo de la identidad y culmina la ausencia de un sujeto. Peculiar trama simbólica la que hemos ido narrando a lo largo de estas páginas, donde el cuerpo analizado por Ciria ha afirmado su Ser construyendo su retiro: de manera progresiva ha ido mostrándose osificado, escindido, abierto, disipado y, finalmente, atomizado en máscaras. Sus dibujos, integrados en un cuaderno que el artista denomina “Caja de estados mentales”, plantean un nuevo grado de desposeimiento al revelar el esqueleto de su estructura, el último nivel que liga a la forma con la existencia tangible. El color otorgaba una piel a los cuadros “Schandenmaske” y sus contrastes saturaban la superficie de la máscara y, con ello, de nuestra mirada; pero los dibujos optan por una alterativa distinta: la grafía monocromática que compartimenta el interior de la máscara se revela como la última armadura que consigue que aún la contemplemos como tal.
Pero tal vez debamos interrogarnos si el propio creador, durante la elaboración de estos dibujos, ha dejado de entenderlos progresivamente como máscaras para atender a la pura sintaxis de la imagen plástica. Esto no sería extraño para un artista que defiende la imposibilidad de un significado unívoco de la creación(50) y cuyos intereses se han orientado, fundamentalmente, hacia la construcción visual a través de la combinatoria de unidades conceptuales. De hecho, el perfil ovalado que se repite a lo largo de sus dibujos y sobre el que se inscriben infinitas variaciones se configura como un módulo recurrente: pronto llegamos a ver, antes que una sucesión de máscaras, el emblema de una sola matriz sobre la que se han ensayado múltiples variantes organizativas.
Tal repetición funciona en los dibujos de Ciria en un sentido positivo o creativo, noción que derivamos de la reflexión que llevará a cabo Deleuze al distinguir entre repetición de la identidad y repetición de la diferencia, repetición de lo mismo y repetición de lo nuevo, repetición activa y repetición pasiva o reactiva(53). Una primera matriz, al volver a aparecer de nuevo en otra obra, no conserva lo que niega, sino que afirma lo que cambia, su novedad, que siempre es esencialmente semántica. Y para que esta repetición no se agote, “debe ir acompañada del juego de la creatividad que agregará algo diferente a la repetición”(54).
Pero este interés por lo modular no es nuevo en la obra de Ciria. Ya he señalado con anterioridad que una de las consecuencias de seguir la reivindicación del dibujo como base estructural de los cuadros de “La Guardia Place” fue organizar parte de su experimentación a través la repetición de un catálogo de formas específico(55) esto es, la utilización de unidades mínimas iterativas que estimulaban su variabilidad por el color, la disposición compositiva y su relación con el fondo.
De manera paralela a esta exploración dentro de “La Guardia Place”, y precediendo por tanto al inicio de la serie de cuadros “Schandenmaske”(56), Ciria comienza a elaborar una serie de dibujos donde simplifica la complejidad de la matriz para constituirla finalmente como un sencillo óvalo. Dentro de esta estructura plantea el artista diversos códigos gráficos que responden al ajuste meditado en el ensamblaje compositivo y que, salvo contadas excepciones, no se repetirán en las resoluciones cromáticas de “Schandenmaske”. De hecho, debemos valorar estos dibujos de una manera relativamente autónoma con respecto a la serie pictórica, pues si bien parecen ser el germen que la anima, no sirven como modelo o boceto previo. Frente a la exultante dimensión cromática de “Schandenmaske”, siempre mediada por el azar, el artista entiende el dibujo como un sistema fluido que genera sus propias reglas internas: son lineales, despojados de retórica ornamental, precisos, llenos de intensidad y complejidad retenida.
Entender el dibujo como un laboratorio de ideas y no como un simple andamio preparatorio es una noción que se afianza plenamente durante la modernidad; un sustrato tan poderoso que, incluso, llegará a ser borrado para descubrir la nada como lugar común: así ocurrirá en 1953, cuando Rauschenberg solicite a Willem de Kooning la cesión de un dibujo con el propósito de hacerlo desaparecer a través de un meticuloso proceso de borrado. Dos huellas (lo que fue y no vemos, lo que ahora es y apenas podemos percibir) como “la puesta en escena de un deseo y un olvido”(57). Y vaciar para crear es también la estrategia que Malevich había planteado en su cuadrángulo, un grado cero de las formas “entendido en el mismo sentido en que Roland Barthes atisbó el grado cero de la escritura”(58). De hecho, la idea del cuadrado negro suprematista tiene su génesis en un dibujo realizado con motivo del diseño escenográfico para la ópera La Victoria sobre el sol, sobre el que el artista ucraniano afirmará: “Ese dibujo tendrá una gran importancia en la pintura. Lo que ha sido hecho inconscientemente, dará ahora unos frutos extraordinarios».
El dibujo, en tanto que lenguaje operativo frente a la multiplicidad de lo real, nos permite establecer hipótesis cognitivas que se resumen en la construcción gráfica de la imagen; al mismo tiempo, pone de relieve las indeterminaciones de la materia así como las cualidades discontinuas y esenciales del objeto. Según Lacan, lo esencial es, en lo que se refiere a la constitución del objeto, una deriva en el reconocimiento del Otro absoluto, pues “en la tensión entre lo suprimido y aquello que lo sustituye, pasa esa dimensión nueva que de forma tan visible introduce la improvisación poética”(59), es decir, un nuevo orden de relación simbólica con el mundo. La constitución del dibujo como demarcación lineal no transcribe un cuerpo, sino que establece su huella y, por eso, pertenece a la especie más rara de las cosas, “a aquella que apenas si tiene presencia: que si, son sonido, lindan con el silencio; si son palabras, con el mutismo; presencia que de tan pura, linda con la ausencia; género de ser al borde del no-ser”(60).
Ciria busca en sus dibujos la afloración inmediata de la intuición y, al tiempo, persigue una única imagen, de retorno recurrente y obsesivo, la máscara, sometida a un proceso constante de desarticulación y rearticulación. Pero para su constitución como tal figura el artista abre vacíos que definen la realidad interior de la figura, como si quisiera negar su función de ocultar y sólo pudiera revelar su relación lineal con el espacio. Frente a sus pinturas de similar temática, Ciria asume la especificidad de la estructura lineal en todas sus implicaciones, incluida la más extrema, que es introducir la nada(61). La concreción gráfica actúa para desvelar la pureza de las formas a partir de la tensión entre dos opuestos, el blanco del papel y el negro del dibujo(62), extraña fricción que tanto vuelve invisible la materia como revela la vitalidad de la forma.
Últimos dibujos: la integración del vacío
En el cuaderno “Caja de estados mentales” cada nuevo planteamiento de compartimentación lineal es un campo de fuerzas que se alimenta de los precedentes. El lenguaje gráfico de Ciria genera máscaras de las que se ha sustraído la dimensión de profundidad y sobre las que se ha tatuado una grafía donde la ocultación y la exhibición son mutuamente desmentidas; son trabajos donde la piel del óvalo muestra su dimensión como signo extraño antes de descomponerse y dejarse invadir por el hálito erosionador del vacío, una operación que tiene su concreción experimental en los últimos ocho dibujos que integran el conjunto. En estas piezas, el artista acelera el pulso de su trazo y rompe la unicidad de línea de contorno, “como si la máscara se abriese en tres planos «descolocados», dejando vacíos, grandes huecos u oquedades en el desarrollo de la «silueta». Era como si las máscaras, de repente, necesitasen de una lectura transversal en una búsqueda de claves. Un nuevo sistema creativo que exploraba los «vacíos», opuesto de forma antitética al primer desarrollo formal de los dibujos. Una palabra cayó como un hacha dentro de mi cabeza: «Desocupación»”(63).
Su progresivo interés por la desestabilización de la lógica del módulo oval hará que empiece a dibujar desde otro orden, es decir, a través de un incesante encadenamiento relacional que se alimenta del diálogo entre la forma y el vacío, donde este último adquiere ahora un componente activo. Las nuevas imágenes surgirán de tal necesidad formativa y con voluntad argumental en torno a la idea de encontrar un nuevo núcleo a partir de conexiones diversas de las partes. Para este proceso el artista recurre al término desocupación que, por supuesto, en seguida le hace pensar en Jorge Oteiza, “con el que compartí −señala el propio Ciria− aparte de algunas interesantes e impagables conversaciones, una preciosa fotografía realizada en Zumaia un par de años antes de su muerte. Recordé su «Propósito experimental», su mística y afán de trascendencia, sus tumultuosos escándalos y la escasa comprensión sobre la importancia de su trabajo. Me pregunté a mi mismo si acaso no intento denodadamente dotar a mi obra de actividad operativa y reflexiva, si es que no busco constantemente alcanzar niveles de conocimiento y de profundización en el análisis del espacio pictórico”(64).
En esta reflexión aparece ya esbozada la idea de combatir a favor del espacio y para ello el artista va a valorar la línea, tradicional escenificación del límite de un cuerpo, en relación con aquello que sobrepasa su definición como tal. Este proceso de llegar al conocimiento íntimo de la materia desde la nada había definido la trayectoria escultórica de Oteiza, quien llegó a alcanzar el vacío conclusivo de sus Cajas metafísicas donde la materia se constituye como desocupación. Este espacio del no-lugar supondrá la elusión de la masa escultórica tangible; en este sentido, como ha señalado Pedro Manterola, “las Cajas metafísicas no son, como puede parecer a primera vista, una escultura formada por planchas o chapas metálicas, sino un lugar-caja donde la escultura −espacio vacío− se guarda”(65). Pero frente al espacio vital teorizado por Heiddeger o plasmado por Chillida, territorios ambos para la vida, para la habitación, el que propone Oteiza es inhabitable, y por tanto, sagrado, como lo fueron también el Partenón o el círculo cromlech(66).
Oteiza limitaba el lugar escultórico a través del empleo espacial de lo que él mismo denominó “Unidad Malevich”, pequeña superficie dinámica, inestable y flotante. El escultor encontró en la formalidad libre y pura del suprematismo la posibilidad de una forma liviana modular, carente de connotaciones expresivo-sentimentales, y posible de traducir a la tercera dimensión. En otras palabras, sus obras escultóricas abstractas de “desocupación” serán ejercicios de activación del espacio tridimensional en un sentido próximo a cómo las pinturas de Malevich lo habían sido del espacio pictórico.
En una audaz reconversión conceptual, los últimos dibujos de Ciria buscan traducir ahora esta activación del espacio desde la grafía del dibujo y su valor formal reductivo. No se trata, sin embargo, de volver al origen, es decir, a Malevich; las recientes reflexiones sobre el dibujo que activan la obra de Ciria son más próximas al dinamismo oteiziano del espacio lineal, donde las unidades rotan limitando el vacío, deformadas en planos cóncavos que se interceptan mutuamente. Una acción que el artista vasco desarrolló fundamentalmente en sus desocupaciones de la esfera y del cilindro, así como en la emblemática Homenaje a Malevich de 1957, donde es la curva la que conforma materialmente la escultura.
Esta tensión dinámica entre el ser y la nada es, en los últimos ocho dibujos de Ciria, una herramienta de conocimiento acerca de la percepción como proceso interpretativo; la información de un motivo visual complejo es tan grande “que el sistema nervioso no sería capaz de interpretarlo si no existiera un proceso de abstracción que lo redujese a cantidades manejables. La percepción es entonces un proceso jerárquico de interpretación”(67). Esto implica, por un lado, la eliminación de determinadas estructuras de información a favor de otras, donde la dinámica formal y semántica se reorganiza para generar en el espectador una explicación hermenéutica que, si bien no es el único camino que se abre a quien desea acercarse a una obra de arte, “implica una relación efectiva entre el intérprete y la obra”(68). En este punto Ciria quiere proponer una restitución de la máscara a través del dibujo como instrumento que experimentaliza la percepción espacial: forma y vacío se incardinan en la ilusión de una continuidad móvil y plana, idealmente bidimensional, y congruente con lo que entendemos habitualmente como forma abstracta o plenamente anicónica. El camino formal emprendido por Ciria en estos últimos ocho dibujos exhibe signos que articulan ritmos plásticos pero sin referencias concretas. Lo que determina el significado de estas obras no es ya la máscara originaria, sino los despliegues espaciales compartimentados que, en su diálogo entre materia y espacio, clarifican la condición de su estructura.
Por otro lado, si bien esta serie se inscribe un mismo campo de acción reflexiva, no se da en Ciria la estricta noción de secuencia experimental por la que abogaba Oteiza, y tampoco codifica su propuesta desde la radical depuración del significante pictórico malevicheano. De este modo, los dibujos de desocupación adquieren una notable distancia respecto de las distintas orientaciones estilísticas con las que dialoga, lo que sin duda afirma el interés de su propuesta. Derrida señaló que heredar es elegir(69) y Ciria asume esta idea de forma lúcida por cuanto que parte de una reflexión sobre las prácticas artísticas desde la conciencia de su propio discurso. De este modo, en su última serie pictórica, reunida bajo el ya esclarecedor epígrafe “Desocupaciones”, el artista articula el cuadro desde los parámetros constitutivos de la forma que acabamos de analizar pero introduce ese elemento sensible, el color, que a Oteiza no le interesaba en absoluto o que Malevich desplazó para valorar el blanco y el negro como las formas del suprematismo real.
Desocupaciones”
El orden del Ser, su plausible transparencia, se había quebrado en la obra de Ciria y, aún negado, se volvió a recomponer para convertirse en una máscara. Pero ese contorno trémulo de la forma oval, último asidero de la metáfora, del disfraz, pronto devendrá en ruina. En su serie pictórica “Desocupaciones” la máscara se niega a cerrarse, extendiéndose, por el contrario, como una posibilidad imaginativa. Pero la gramática con la que estructura la imagen, ese impecable orden dinámico de la composición procedente de sus dibujos, no hace más que intensificar el deseo de afianzar la metamorfosis; no se trata de una cartografía, como la narrada por Borges(70) consumida por su propio destino, sino sometida a un proceso de distorsión rigurosamente articulado.
El artista define esta nueva serie a partir del diálogo del óvalo como estructura referencial con el espacio como vacío activo, para lo cual divide la figura en dos posibilidades, hueco y materia, que conservan siempre una íntima fricción. Tanto las intersecciones como desajustes permiten un hipérbaton que reconfigura y desfigura la idea primigenia, cuya esencia germinal desaparece. Ahora bien, frente a las leyes de lo mensurable −la línea− que denotaban sus últimos dibujos, lo cualitativo −el color− es el elemento que dicta la expresividad y la articulación de estas pinturas. Como un maquillaje sobre la forma, la superficie cromática oculta la esencia nítida de la desocupación de sus dibujos.
Una vez deconstruida la estructura de la máscara podríamos pensar que el artista quiere revelar una imagen subyacente, traer al primer plano una identidad ocultada por ese velo ahora levantado en parte. Sin embargo, no se revela ninguna identidad entre las grietas que afirman el fin funcional de la máscara, pues sólo podemos afirmar la certeza de su deterioro como tal. Y ello es así porque lo que ha estado buscando el artista desde el inicio de “Schandenmaske” ha sido profundizar en la verdad esencial de la propia máscara, en aquella dirección señalada por Barthes donde el principal instrumento de la operación es el paso del tiempo: “Tomemos un objeto de uso normal: lo que da cuenta de su esencia con más efectividad no es su estado nuevo, virgen; es más bien su estado deformado, algo usado, un poco sucio, un tanto abandonado: es en sus despojos donde puede leerse la verdad de las cosas”(71). Existe en estas pinturas un deseo de acelerar el tiempo y descubrir nuevas estructuras del espacio pictórico, de ganar el pulso a lo estático y llegar a la extraña belleza de la incertidumbre. El óvalo esencial ha sido sometido a un proceso sistemático de regulación y compartimentación interior para, una vez materializados los vértices elementales de sus posibilidades plásticas, atravesar con la mirada su interioridad y reconfigurarlo en su relación con el espacio.
La combinatoria de Ciria inscribe ahora nuevas variables presentadas como binomios conceptuales, materia-vacío, espacio-tiempo, dentro de una arriesgada propuesta por todas las fricciones que genera respecto a la bidimensionalidad y especificidad del medio pictórico. Será Berger quien señale en un hermoso texto que la imagen visual estática niega el tiempo en sí misma, pues “la singularidad de la experiencia de mirar repetidamente un cuadro −durante un periodo de días o de años− es que, en medio de esa corriente, la imagen permanece intacta (…) la misma jarra vertiendo siempre la misma leche, el mar con las mismas olas que nunca llegan a romper, la cara y la sonrisa invariable”(72).
El cuadro se despide de los ojos que lo crearon para saltar a los de su nuevo creador de significados. De la intención originaria sólo queda la estructura primera, inamovible, aquello que se mantiene tras la pérdida y construye una imagen plástica que ahora va a ser reedificada. La autonomía se relativiza en la espera del advenimiento de una mirada, lo cual no deja de significar también la dependencia prospectiva de un sujeto, pero otro. La pintura sería una suerte de profecía acerca de lo que el espectador ve durante la contemplación, el escenario de una ausencia sobre la que sólo se puede especular: “Algunos pintores, cuando llegan a una fase determinada de su trabajo en una obra, suelen observarla en un espejo. Ven entonces la imagen al revés. Cuando se les pregunta para qué lo hacen, contestan que esto les permite ver el cuadro por primera vez. Lo que perciben en el espejo es algo parecido al contenido de ese momento futuro al que la pintura va dirigida. El espejo les permite olvidar un poco su visión presente como pintores y tomar algo de la visión del futuro espectador de la obra”(73).
Ese hipotético espejo adquiriría en la obra última de Ciria las propiedades de una mesa de disección que nos revela ahora la minuciosa monstruosidad de la máscara, su carácter opuesto al estado habitual y prístino de la materia. Esta poética pone en cuestión los conceptos de memoria e identidad, esto es, las estructuras fundamentales del yo, pues, en primer lugar, “este es porque recuerda haber sido: la memoria es la base de su identidad, junto con la unidad corporal y la cenestesia, o conciencia de tener un cuerpo. También la memoria es el modelo con el que operan la percepción y el deseo, el modelo de lo imaginario y lo ausente, o sea de lo simbólico”(74). Cuando la representación ha perdido su unicidad referencial la imagen plástica se configura como la esencia de una falta. Pero Ciria no compone a partir de un modelo físico que contempla y analiza, sino desde la guía de las huellas que modulan los ecos del subconsciente; su pintura es, en cierto sentido, un hacer memoria, un acto performativo que asume las discontinuidades del espacio y las inflexiones del tiempo como abstracciones susceptibles de ser moduladas.
La aproximación de Ciria al acto creativo es sensitiva y experimental. Su posición determinante en la pintura española de las últimas décadas es una realidad que sigue proyectándose en cada nueva etapa de su trayectoria, siendo tal vez su ciclo neoyorquino el que ha consolidado la intensidad de su estética y la rigurosidad de su evolución. Pertenece, en definitiva, a esa clase de artistas que sustituyen la complacencia del hallazgo puntual o la curiosidad meramente intuitiva por la búsqueda y la invención de una identidad lúcida para el hecho artístico. La inequívoca personalidad que posee toda su producción no oculta su convencimiento de que el pensamiento siempre es evolutivo, como debe serlo el proceso creativo; pero tampoco oculta la importancia de un conocimiento suficiente y reflexivo del pasado. Su compromiso férreo con la pintura es fruto de esa conciencia doble y contradictoria.
1.KUSPIT, Donald. El fin del arte, Akal, Madrid, 2006, p. 149.
2.NEGRO, Alvaro. “El fin del fin de la pintura”. Skyshot. La pintura después de la pintura. Auditorio de Galicia, Santiago de Compostela, 2005, p. 135.
3.KRAUSS. R. “La escultura en el campo expandido”. La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos. Alianza, Madrid, 1996, pp.289-303.
4.Es decir, batallados múltiples frentes, ha perdido su capacidad de ser original. La novedad como parámetro de valoración puede resultar pues, tan limitador como reaccionario. Como ha señalado Donald Kuspit: “Lo hecho y aparentemente muerto puede cobrar de nuevo vida si hay una necesidad humana de ello”. KUSPIT, D. Op. cit, p. 147.
5.LAWSON, Thomas. “Ultima salida: la pintura”. WALLIS, Bian (ed.), Arte despues de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Akal, Madrid, 2001, p. 154.
6.BRAUDILLARD, Jean. “Ilusión y desilusión estética”. Letra internacional, Madrid, no 39 1995, p. 17.
7.CASTRO FLOREZ, Fernando. “Estuans interius. Comentarios superpuestos a la pintura de Ciria”. Manifiesto / Carmina Burana. Galería Salvador Diaz, Madrid, octubre de 1998.
8.BERGER, John. Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible. Ardora, Madrid, 1997, p. 39.
9.GARCIA BERRIO, A. y REPLINGER, M. Jose Manuel Ciria: A.D.A. Una retorica de la abstracción contemporánea. Tf. Editores, Madrid, 1998, p. 67
10.FOSTER, H. “Asunto: Post”, en WALLIS, Bian (ed.) Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Akal, Madrid, 2001, p. 190
11.“La reflexión sobre la herencia vanguardista en Ciria se alejo de la cita directa, del apropiacionismo como ejercicio masoquista, para dirigir la mirada a un campo de análisis mas sugerente como fue el hacer evidente, visible, la vulnerabilidad que se escondía en el interior de los rígidos e idealizados sistemas formalistas”. GARCIA BERRIO, A. y REPLINGER, M. Op. cit, p. 237
12.Una expulsión que parece atemperarse: la trigésimo octava edicion de Art Basel (2007) acogió una notable cantidad de obras pictóricas, en directa consonancia con lo que se pudo contemplar en las citas de Venecia y Kasselde ese mismo año.
13.Vease a este respecto el capítulo 5 de TORTOSA GARRIGOS, Virgilio. La construcción del “individualismo” en la literatura de fin de siglo. Historia y autobiografia. Tesis doctoral inedita. Universidad de Valencia. 1999.
14.MARTINEZ-ARTERO, Rosa. El retrato. Del sujeto en el retrato. Montesinos, Barcelona, 2004, p. 254.
15.ECHEVERRI, Ana Maria. “Arte y cuerpo”. La Tempestad, Mexico, marzo-abril, 2003.
16.Siempre con la conciencia de la imposibilidad de traducir sin variar el significado. Dicha heterogeneidad ha quedado patente en Des tours de Babel (1985) de Jaques Derrida, donde el autor señala que no hay un original de la traducción, asi como no hay traducción sin un resto intraducible; es decir, toda traducción conlleva una ganancia y una perdida.
17.ROSENBERG, Harold. “The American Action Painters”, Art News, LI, no 8, diciembre, 1952, p. 22. Tomado de SANDLER, Irvin. El triunfo de la pintura norteamericana. Historia del expresionismo abstracto. Alianza, Madrid, 1996, p.283.
18.LEVI-STRAUSS, C. Lo crudo y lo cocido. Fondo de Cultura Económica, Mexico, 1968, p. 332.
19.CIRIA, J.M. “Retazos (El miedo al rojo de las bestias)”, texto inédito recogido en ABAD, Vidal. Pintura sin heroe. Op. cit., p. 260.
20.Declaracion de José Manuel Ciria recogida en SOLANA, Guillermo: “Salpicando la tela del agua”, en Squares from 79 Richmond Grove, MAE y SEACEX, Madrid, 2004, p. 39.
21.VALERY, Paul. OEuvres. Gallimard, Paris, 1957, pp. 927-31.
22.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Busquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, p. 31.
23.“La idea de un ≪yo≫ dotado de una forma estable y finita ha sido, gradualmente, erosionada, haciéndose eco de los influyentes desarrollos que el siglo XX ha producido en los campos del psicoanalisis, la filosofía, la antropologia, la medicina y la ciencia. Los artistas han investigado la temporalidad, la contingencia y la inestabilidad como cualidades inherentes de lo humano”. WARR, Tracy. “Preface”, en WARR, T. (ed.) The artist’s body. London, Phaidon Press, 2000, p. 11.
24.MARIO PERNIOLA. “El cuarto cuerpo”, en CRUZ SANZHEZ, Pedro A., y HERNANDEZ-NAVARRO, Miguel A., (ed.), Cartografías del cuerpo. La dimensión corporal en el arte contemporáneo. CendeaC, Murcia, 2004, p. 110.
25.PEREZ VILLEN, Angel L. “Tutelar la mirada, velar la visión”, en Mascaras. Camuflaje y exhibición. Cordoba, Palacio de la Merced, noviembre 2003-enero 2004.
26.DE DIEGO, Estrella. El androgino sexuado. Eternos ideales, nuevas estrategias de genero. Madrid, Visor, 1999, p. 15.
27.Nombre del psicólogo suizo cuyas investigaciones se orientaban al diagnostico de las neurosis de sus pacientes por la particular interpretación que estos realizaban sobre determinadas manchas “abstractas”.
28.ABAD VIDAL, Julio C. “Pinturas construidas y figuras en construcción”. Ciria. Pinturas construidas y figuras en construcción. Sala de exposiciones de la Iglesia de San Esteban, Murcia, 2007, p. 42.
29.En 1996 Ciria dejaba por escrito su propia definición del concepto de mascara: “El concepto de ≪Mascara≫ se traduce en un triangulo que se multiplica en poliedro, en razón a la intencionalidad, al resultado objetivo y a la posterior interpretación particular. Pero no solo en cuanto al acto creativo en si, sino a la triple referencialidad que anida en todos nosotros, en el artista, en su obra y en el propio espectador. Somos lo que somos –tambièn lo que no somos–, lo que creemos ser y lo que los demas conciben de nosotros. Porque cada vez que un pintor produce la evidencia de una mancha en una tela, le es imposible contar y predecir las asociaciones personales, sentimentales y estéticas que ese gesto es capaz de suscitar en un espectador determinado. El disfraz, la ocultación, el equivoco de enmascarar o enmascararse, el dolor…, facilitan un juego constante en el que, sin poder evitarlo, observamos que la máscara permite ver en su primera medida su condición ocultadora o reveladora, y a través de ella, la estructura, que tensa y destensa configurando el propio lenguaje. Posición desde la cual se legitiman cada uno de los lenguajes, en la que en ultimo termino se implica el espectador”. CIRIA, José Manuel. “El tiempo detenido de Ucello y Giotto, y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma”, en José Manuel Ciria. El tiempo detenido. TF, Madrid, 1996, p. 27
30.DE DIEGO, Estrella. Op. cit, p. 16.
31KUSPIT, Donald. Op. cit, p. 147.
32.“José Manuel Ciria en conversación con Rosa Pereda. El pintor en Monfrague”. Ciria. Monfrague. Emblemas abstractos sobre el paisaje. MEIAC, Badajoz, 2000, p. 65.
33.“Mientras que los Viejos Maestros crearon una ilusión del espacio dentro del cual uno podía imaginarse caminando, la ilusión creada por el Modernista es la de un espacio al que uno puede mirara y a traves del cual puede viajar unicamente con el ojo”. GREENBERG, C. “La pintura modernista”, tomado de FRIED, M. Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas. A. Machado, Madrid, 2004, p.41
34.“La pureza del medio habia dejado de ser un imperativo critico”. DANTO, C. A.rthur “Lo puro, lo impuro y lo no puro. La pintura tras la modernidad≫, Nuevas abstracciones, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia, 1996, p. 19.
35.MITCHELL, W.J.T. “No existen medios visuales”. BREA, Jose Luis (ed.) Estudios visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización. Akal, Madrid, 2005, pp. 18-25.
36.CIRIA, Jose Manuel. La mano ausente. Texto inédito.
37.BOZAL, Valeriano. Pintura y escultura españolas del siglo XX (1939-1990). Espasa Calpe, Madrid, 1992, pp.418-419
38Ibidem.
39Ibidem.
40.KUSPIT, D. Signos de psique en el arte moderno y posmoderno. Akal, Madrid, 2003, p. 257.
41.DELEUZE, Gilles. Lógica del sentido. Paidos, Barcelona, 1989, p. 26.
42.“La cabeza degollada de Medusa bien podría simbolizar el triunfo sobre la metafísica de la representación, pues vence a la mirada que fija en una imagen lo contingente y lo dinámico”. UBEDA FERNANDEZ, Ma Elena. La mirada desbordada: el espesor de la experiencia del sujeto estético en el marco de la crisis del regimen escopico. Tesis doctoral inédita. Granada, 2005, Universidad de Granada, p. 267.
43.FREUD, S. “Lo perecedero” en Obras completas. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
44.BOZAL, Valeriano. Op. cit,, p. 284.
45.Por cotidianidad debe entenderse aquello “que hace del cuerpo una entidad dormida, plegada a los dictados de un discurso homogeneizador que lo instrumentaliza, hasta convertirlo en un medium, sin mas función que la de servir de cauce para la expansión del sistema de valores dominantes”. CRUZ SANCHEZ, Pedro A. y HERNANDEZNAVARRO, Miguel A. “Cartografías del cuerpo (propuestas para una sistematización)”. SANZHEZ, Pedro A., y HERNANDEZ-NAVARRO, Miguel A., (ed.) Op. cit, p. 19.
46.Ibidem
47.CIRIA, José Manuel. “Volver”. Búsquedas en Nueva York. Ediciones Roberto Ferrer, Madrid, 2007, pp. 44- 45.
48.BIbidem.
49.GOMEZ MOLINA, Juan José (coord.) Estrategias del dibujo en el arte contemporaneo. Catedra, Madrid, 2006, p. 47.
50.DERRIDA, J. Memoires d’aveugle. L´autoportrait et autres ruines, Paris, Louvre/Reunion des Musees Nationaux,1990. p. 54.
51.WAJEMAN, Gerard. “Narciso o El fantasma de la pintura”, en Arte y Fantasma, Chapvallon, Paris, 1984, pp. 107-126
52.“No hay nada semejante a un significado literal, si por significado uno entiende una concepción clara, transparente, sin que importe el contexto ni lo que hay en la mente del artista o del espectador, un significado que pueda servir de limite a la interpretación por ser anterior a esta, un significado fuera de significación. La interpretación no existe sin la obra y jamas produce frutos, exceptuando los puramente analiticos” Declaracion del artista recogida en TOWERDAWN, Joseph. “Plástica y semántica (Conversaciones con Jose Manuel Ciria)”. Quis custodiet pisos custodes. Galeria Salvador Díaz, Madrid, 2000, p. 43.
53.DELEUZE, G. Nietzsche et la philosophie, PUF, Paris, 1967.
54.MALPARTIDA, D. “El placer de la repetición”, en Revista de Actualidad Psicologica, XV, Buenos Aires, julio del 2003.
55.DELGADO, Carlos. “Repetición y descubrimiento. Nuevas perspectivas sobre la obra ultima de Ciria”. Rare paintings, post-generos y Dr. Zaius. Fundación Carlos de Amberes, Madrid, 2008, pp. 177-179.
56.“Desde finales del 2006, había viajado conmigo un cuaderno de dibujo y una cajita con minas de grafito 6B y 8B. En ese “cuaderno de viaje” denominado desde el principio como BOX OF MENTAL STATES (Caja de estados mentales), habia ido plasmando hoja tras hoja siluetas de mascaras como simple divertimento, mucho antes de que las Mascaras Schandenmaske vieran la luz. Es posible que dentro de nosotros anide una premonición, un barrunto, un presentimiento en forma germinal de acontecimientos que pueden ocurrir con posterioridad, independientemente de las musas, o probablemente, directamente provocado por ellas”. CIRIA, Jose Manuel. La mano ausente.
57.REPLINGER, Mercedes. “Elogio del color”. Arte, individuo y sociedad, no 3, 1990, p. 145.
58.HERNANDEZ NAVARRO, M. Angel. La so(m)bra de lo real: El arte como vomitorio. Diputación de Valencia, 2006, p. 81.
59.LACAN, Jacques. “Ensayo de una lógica de caucho”. El Seminario 4. La Relación de Objeto. Paidos, Buenos Aires, 1994, p. 380.
60.ZAMBRANO, María. “Amor y muerte en los dibujos de Picasso”. España, sueno y verdad. Siruela, Madrid, 1994, p. 185.
61.“En el dibujo el trabajo consiste en introducir la nada en cada una de las certezas que el acto inocente de rasgar con un generador de oscuridad –una mancha, un crayon, un lapicero– sobre el plano base de luz pretende introducir. Una manera de tratar con la nada consistencial de los objetos, de manifestar el desconocimiento en que se mueve la vision, de destripar los hábitos”. RAMOS, Miguel Angel. “Quizá la distancia sea la duda”. GOMEZ MOLINA, Juan José (coord.) Op. cit, p. 304.
62.“El blanco y el negro son distintos en tanto que se les considera opuestos, mientras que solo en la terminología técnica se cree que el naranja es complementario del azul”. BATCHELOR, David. Cromofobia. Sintesis, Madrid, 2001, p. 105.
63CIRIA, José Manuel. La mano ausente.
64Ibidem
65.CMANTEROLA, Pedro. “Cinco pasos en torno a la Pasión de Jorge Oteiza”. Oteiza-Moneo. Catalogo de la exposición en el Pabellón de Navarra de la Exposición Universal de Sevilla, Pamplona, 1992, p. 23. 66.Segun ha dejado escrito Oteiza, “… el Partenon no es otra cosa que el vacio sagrado y simbólico de nuestro circulo cromlech, pero como expresión figurativa. El periptero, el recinto rectangular de columnas, corresponde a nuestro circulo vacio descrito por una circunferencia con piedras. Para la representación sagrada de su interior, se levanta un templo, que logicamente no tiene función practica alguna. En cuanto aparece el símbolo del Partenon en la acropolis de Atenas, en todas las acropolis de las ciudades griegas se levanta un partenon. Lo mismo que ha sucedido en el neolítico con la representación del cromlech”. AA.VV. Oteiza. Proposito experimental. Madrid, Fundación Caja de Pensiones, 1988.
67JENSEN P., Henning. “Turbulencia epistemológica y transformación del pensamiento”. Revista Reflexiones. Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Costa Rica, no 12, abril, 1993.
68AUMONT, Jacques. La estética hoy. Cátedra, Madrid, 2001, p. 302.
69.DERRIDA, Jacques. Spectres de Marx. Galilee, Paris, 1987.
70.En 1954 Jorge Luis Borges publico en Buenos Aires la segunda edición de Historia Universal de la infamia, un libro de relatos en el que aparecía un texto atribuido a un tal Suarez Miranda titulado “Viajes de Varones Prudentes, libro cuarto, cap. XIV, Lerida, 1658” donde se narra el absurdo de querer construir un duplicado de la realidad: “En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logro tal Perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con el. Menos adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese Dilatado Mapa era Inútil y no sin impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”.
71.BARTHES, Roland. Lo obvio y lo obtuso. Paidos, Barcelona, 1986, pp. 183-184.
72.BERGER, John. El sentido de la vista. Alianza, p. 193
73.Ibidem, p. 194.
74.MATAMORO, Blas. Por el camino de Proust. Anthropos, Barcelona, 1988, p. 245.
Carlos Delgado. Fundación Carlos de Amberes. Madrid. I
Catálogo exposición Fundación Carlos Amberes, Madrid. Museo de Arte Moderno (MAM), Santo Domingo. National Gallery, Kingston. Museo del Canal Interoceánico, Panamá. Museo de Arte (MARTE) San Salvador. Museo Antropoólogico y Arte Contemporáneo (MAAC), Guayaquil. Museo de Arte Contemporáneo (MAC), Santiago de Chile. Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM), Medellín. Abril 2008.
CIRIA
RARE PAINTINGS, POST-GENEROS AND DR. ZAIUS
Carlos Delgado
Crisis y (re)definiciones de la pintura tras la Modernidad
El hombre se ha pronunciado acerca del final de la pintura desde mucho antes de lo que habitualmente pensamos. Cuando en 1622, el astrónomo y físico holandés Christian Hygens pudo tener acceso a una cámara oscura no dudó en referirse a ella con entusiasmo: «Es imposible expresar su belleza con palabras. El arte de la pintura ha muerto pues esto es la propia vida, o algo aún más elevado, si pudiéramos encontrar una palabra para describirlo».
De todos los medios artísticos la pintura ha sido seguramente el más discutido y cuestionado. Las tesis que, a partir de los años setenta del siglo XX, anunciaban su muerte terminaron por activar una constante crisis del medio pictórico aún en los momentos de aparente recuperación positiva(1). Lo predecible de determinadas convenciones de lo pictórico señaladas a través de las pautas otorgadas por la modernidad, así como la acusación de haberse convertido en un “idioma sobreutilizado”(2) cambiaron radicalmente su posición como medio privilegiado: de caja de resonancias de las diversas opciones que dibujaron la cultura visual occidental, la pintura pasó a ocupar –salvo contadas excepciones– un lugar aparentemente periférico en el desarrollo de las opciones creativas que definirán el territorio lábil de la posmodernidad.
Pero la posible muerte de la pintura funcionó como sinécdoque de una totalidad (el propio concepto de arte) que parecía imponer la urgencia de un final que nunca llegó a acontecer. A este respecto resulta llamativo el gusto de los historiadores por las metáforas de la muerte y el asesinato para hablar de la (dis)continuidad de procesos, pues tales anuncios nunca propusieron una detención literal de los medios creativos tradicionales; como ha señalado Hal Foster a este respecto, “de lo que se trataba era de la innovación formal y de la significación histórica de estos medios”(3) La pregunta de raigambre duchampiana “¿qué es el arte?” se retomará entonces no tanto para encontrar una respuesta socialmente consensuada como para evaluar las derivas del propio sujeto de la interrogación.
Tal evaluación traerá consigo una redefinición del concepto “arte” que no será, en ningún caso, homogénea; valoraciones institucionales, mediáticas y de mercado convivirán con las desarrolladas por los propios artistas, espectadores, críticos y grupos disidentes de diversa índole, si bien todos partirán de un panorama común: un arte engullido por la linealidad clasificatoria de la Historia, aparentemente agotado en la búsqueda constante de lo nuevo, anulado en su concepción primigenia (τέχνη), desbancado como objeto, revalorizado como concepto y condicionado en su recepción estética por un panorama de “inusitada densidad visual”(4) Tal fragmentación semántica de lo artístico favorecerá la emergencia de una nueva manera de pensar y nombrar el arte contemporáneo en un momento en el que, precisamente, “ya no parece contemporáneo”(5).
En el ámbito de la pintura el reiterado cuestionamiento del medio surgirá como una respuesta a la compleja indagación acerca de sus límites llevada a cabo durante la época de las vanguardias históricas. El tránsito hacia la pérdida de vigencia de lo moderno vendrá impulsado por un notable cambio geográfico (de Europa a Estados Unidos(6)) que coincidirá, precisamente, con el punto álgido –considerado casi como resumen y final– de la concepción modernista de la pintura: mientras los viejos maestros del movimiento, como Matisse, Braque y Léger, elaboraban en Europa el último capítulo de sus carreras, en Nueva York el expresionismo abstracto americano de Pollock, de Kooning, Still, Motherwell, Newman, Rothko y otros ilustrará una nueva vía que, a la postre, se convertirá en un penúltimo intento de anclar el medio en su especificidad. Autonomía, pureza, abstracción y visualidad, serán códigos recurrentes enunciados a través de los escritos teóricos de Clement Greenberg, reflexiones tardías y parciales en la definición de los componentes de la modernidad pero analizadas habitualmente como paradigma de tal concepto. En cualquier caso, las ideas de Greenberg formarán parte de la estructura cultural –y su posterior revisión crítica– que potencie un arte alejado de la realidad cotidiana y concentrado en lo que es propio de la pintura. Una pureza que encontrará su último reducto en la abstracción post-pictórica, término creado por Greenberg para describir un modelo de abstracción diferente al del expresionismo abstracto, basado en un racionalismo frío y que dará sus mejores frutos en esta generación que se manifiesta con fuerza en los primeros años de la década de los sesenta a través de figuras como Reinhardt, Louis, Stella o Noland. El enfriamiento de la obra de arte en los años sesenta, tras el calor informalista, tendrá además otras manifestaciones a través del Op Art, el arte cinético y, en su versión figurativa, el Pop Art.
Según Arthur C. Danto, fue éste último movimiento el verdadero artífice del fin del modernismo y el origen de “el nuevo curso de las artes visuales”(7). Tan profundo punto de inflexión llegará a tener una fecha concreta: un día de abril de 1964 el profesor acudirá a la galería Stabler de Manhattan donde se exponían obras de Andy Warhol. Allí, Danto vivió la contemplación del trabajo del artista con gran conmoción, pues lo que estaba viendo planteaba un profundo desafío a la crítica de arte y a la estética. En la galería se apilaban las cajas de detergente Brillo, de ketchup Heinz y de conservas de melocotón Del Monte. Pero no eran los embalajes de cartón auténticos, sino unos facsímiles en contrachapado que tenían el aspecto completamente convincente de los productos del supermercado. Final de lo puro y también final de la Historia del Arte en tanto Gran Relato de relaciones causales, el Pop Art inauguraría una etapa pos-histórica de alto pluralismo estético y donde ya no podremos enfrentarnos a una corriente principal. ¿Qué tendencia podría ahora tomar para sí una misión histórica e imponer una determinada jerarquía?
Mientras las reflexiones de Danto abrían esta interrogación, diversos artistas establecidos en Nueva York comenzaron a exhibir obras tridimensionales, las cuales parecían poseer suficientes rasgos formales (uso de estructuras geométricas, estables y primarias, resueltas con materiales y colores industriales) como para ser involucradas en un movimiento. Será el ensayo “Arte Minimal”, publicado en 1965 por Richard Wollheim, el que bautice el trabajo de Carl Andre, Dan Flavin, Donald Judd, Sol LeWitt y Robert Morris, artistas que ejemplificarán una nueva sensibilidad que aún hoy es leída desde ópticas muy diversas; presentado por algunos críticos como la apoteosis del idealismo moderno, analizado por otros como una dramatización subversiva de tales postulados(8), el propio Greenberg sostuvo que este arte estaba directamente reñido con los logros de la mejor modernidad, fundamentalmente porque desplazaba el interés en la realización hacia el proceso(9). Lo cierto es que podemos valorar el minimalismo como límite del formalismo y, a un tiempo, como “detonante de las manifestaciones antiformalistas y origen del llamado posminimalismo o minimalismo tardío que desembocó en el proceso de desmaterialización de la obra de arte”(10).
Junto a este deslizamiento hacia lo procesual, otra de las principales vías de reflexión que abrió el minimalismo fue la reconceptualización de los términos pintura y escultura. En “Objetos Específicos”, un ensayo 1965 que se convirtió en una especie de manifiesto del minimalismo, si bien nunca tuvo esa finalidad, Donald Judd señalaba: “más de la mitad de la mejor nueva obra de los últimos años no ha sido ni pintura ni escultura”(11) registrando una amplia serie de obras con los términos “obra tridimensional” u “objeto”. El mismo año de la publicación de este texto, Sol LeWitt bautizó sus cubos modulares abiertos como “estructuras”; Dan Flavin se referirá a su obra de luz como “propuesta”; Robert Morris conservará durante poco tiempo el término “escultura”, y sólo Carl Andre continuará usando tal término al referirse a su producción.
Valorados como conceptos anticuados para referirse a los nuevos desarrollos del arte, pintura y escultura verán pronto sojuzgada su tradicional consideración formal y semántica. En el año 1977, Rosalind Krauss realizó un conocido análisis(12) sobre la escultura contemporánea que ponía en evidencia la aparición en la escena artística occidental de una serie de obras tridimensionales enmarcadas en prácticas hasta entonces inéditas que, por carecer de terminología precisa para nombrarlas, se acababan denominando sencillamente esculturas. De esta manera, se hacía eco de las operaciones críticas que, acompañando al arte americano de posguerra, habían desarrollado a su servicio tal manipulación: “En manos de esa crítica, categorías como la escultura o la pintura han sido amasadas, estiradas y retorcidas en una extraordinaria demostración de elasticidad, revelando la forma en que un término cultural puede expandirse para hacer referencia a cualquier cosa” (13). Desde la conciencia de que la escultura, y por extensión la pintura, son categorías históricamente delimitadas y no universales, Rosalind Krauss plantea un nuevo devenir que rompe con la práctica y conceptualización moderna y que, por tanto, no puede ser concebido de modo historicista. Y si bien en el medio pictórico, la transformación de la disciplina como tal no se dio con la misma radicalidad que en el caso de la escultura, o al menos no de manera tan evidente, sí es cierto que muchas de las posteriores prácticas vinculadas ya directamente a la posmodernidad buscarán ubicar el medio pictórico en un campo artístico expandido.
El texto de Rosalind Krauss encuentra la génesis de su planteamiento en el complejo arte de finales de los años sesenta, donde se encontrará una llamativa cantidad de nombres (minimal, conceptual, land art, body art, povera, happening, cientismo, neoconcreto, etc.) a los que sería difícil aplicar un denominador común. Ante la ausencia de un estilo, de una estética “típica” del momento, tal vez sea la crisis del objeto artístico tradicional, que casi todos ellos plantearon, el argumento más próximo a posicionarse como tal. Por otro lado, si el formalismo propuesto por Greenberg había excluido los aspectos cognitivos y éticos de la experiencia artística, el nuevo arte conceptual y las experiencias performativas que surgirán en este momento no dudarán en convertir tales códigos, respectivamente, en motivos centrales de sus reflexiones. Ante esta situación, la pintura será vilipendiada como cómplice del fallido proyecto moderno, cuya validez cuestionaban directamente, poniéndose en entredicho tanto la pureza de los medios tradicionales como la singularidad de cada forma de ensimismamiento artístico.
Las experiencias del grupo Support-Surface en Francia, disuelto en 1971 tras apenas tres años de actividad, o las distintas manifestaciones de la pintura norteamericana de los años setenta como el hiperrealismo, la Pattern Painting, la New Image Painting o la Bad Painting, mantuvieron activas las posibilidades de repensar la pintura desde postulados heterogéneos. Por otro lado, tales opciones, concretadas en la existencia de un soporte físico, vinieron a vigorizar “un mercado asfixiado por los modos efímeros del arte específico –arte de la tierra– procesual y conceptual”(14).
Sin embargo, la llegada de una atmósfera receptiva a la pintura en gran parte de la escena artística internacional, acontecida ya al filo de esta década y continuada durante los años ochenta, no pudo obviar la herencia del arte conceptual y del performance. La pintura, que había sido herramienta clave de la Modernidad, ahora era vehículo para su crítica desde diversos frentes: tanto las estrategias apropiacionistas de artistas como Sherrie Levine o Robert Longo, como el asalto de los diversos neoexpresionismos plantearán una renovación que no pasará, al menos aparentemente, por la innovación en la práctica artística.
Frente a lo moderno, que excluye la repetición, la nueva ola del neoexpresionismo parecerá desprenderse de la angustia de las influencias para, en contra, optar por un particular regreso a la historia de la pintura a través de la cita. La ola neoexpresionista que partió desde Italia (Chia, Clemente, Cucchi, de Maria y Paladino, entre otros) y Alemania (Baselitz, Immendorf, Kiefer, Lüpertz, Polke…) dominando gran parte del panorama artístico de los ochenta y extendiéndose a través de importantes muestras europeas y norteamericanas, obtuvo un amplio respaldo por parte de galeristas y coleccionistas, si bien no encontró unanimidad por parte de la crítica. El acento subjetivo y emocional de tales tendencias encontró un paralelo en el Nueva York de principios de los ochenta a través de artistas que, como Julian Schnabel y David Salle, participaron del proyecto posmoderno a través de una pintura de carácter también neoexpresionista. Con criterios similares se ha calificado buena parte de la figuración española de esos mismo años (Luis Gordillo, Guillermo Pérez Villalta, Carlos Alcolea, Juan Antonio Aguirre, Barceló y otros).
Pero la suerte de estos movimientos fue efímera, y pronto la pintura empezará a enfriar los alardes expresivos en clave geométrica (neo-geo) y a ceder protagonismo a los nuevos medios: la escultura-objeto, la instalación, el environment, el videoarte y la fotografía. En este mismo contexto surgirá, ya desde los inicios de los años ochenta(15), una paradójica anexión entre parcelas creativas anteriormente distantes tomando como base la influencia mutua de fines y resultados visuales. Los denominados “cuadros fotográficos” o “foto-cuadros” llevados a cabo por artistas como el canadiense Jeff Wall, responderán a criterios como “delimitación clara de un plano, frontalidad y constitución en clave de objeto autónomo”(16), a través de los cuales se buscará inscribir la práctica fotográfica en el campo de las artes visuales.
A partir de este diálogo entre diversas fuentes se estaba abriendo paso una de las opciones más determinantes de la posmodernidad: la hibridación de medios, idea que viene a codificar “aquellos fenómenos artísticos que no buscan la especificidad de un género, ni se pueden enmarcar dentro de una corriente estilística concreta”(17). La incorporación de la pintura en tal estrategia arremeterá contra su propia especificidad y autonomía como medio, esto es, lo que define su lugar, “de ahí que se pueda asegurar que nada queda de la pintura en el híbrido; nada que pudiera llevar a pensar en una combinación fuerte –es decir, basada en la idea de impureza como alternativa ontológica– de los diferentes significados implícitos en los «límites tensados» de cada una de las disciplinas puestas en diálogo”(18).
Junto a la progresiva disolución de lo pictórico en un trayecto sin dirección(19), la siguiente década demostrará que la fe renovada en el medio fue efímera. La exposición, en 1991, de la obra fotográfica de Suzanne Lafont en la Galería del Jeu de Paume, lugar reservado hasta entonces a las exposiciones de pintores y escultores, puede servirnos como punto de partida para un nuevo contexto donde otros medios (fotografía, video, cine o televisión) parecen proyectar con mayor claridad el ambiguo espíritu de lo contemporáneo. Y si bien muchos artistas mantendrán su fidelidad a las convenciones establecidas del medio, a los soportes y a las técnicas consabidas, traspasado el umbral de los ochenta la pintura tendrá que ser adjetivada a partir de su nueva elasticidad. La instalación se convertirá en un nuevo ámbito para la experimentación de lo pictórico “al superponerse sobre la idea de espacio y ambiente un nivel de tensión cromática de los objetos, los materiales, paredes o construcciones que se perciben como pintura”(20), Esta estrategia, desarrollada por artistas tan diversos como Jason Roades o Jessica Stockholder –heredera, esta última, de las intenciones estéticas abiertas por Robert Rauschenberg– acentuará la idea de crisis del concepto de “cuadro” a la vez que buscará proporcionar una valoración más amplia y compleja de la pintura.
Los gastados repertorios de la tradición pictórica moderna pondrán en funcionamiento nuevas estrategias que buscarán socavar el imperativo de pureza para encarnar y ejemplificar “una sensación embriagadora de ser por fin libre”(21). Las tendencias abstractas de los años noventa se definirán desde parámetros sumamente flexibles para intentar escapar de un territorio constreñido, situado “entre el reduccionismo de la pintura monocromática y la herencia envenenada de las vanguardias históricas”(22). Y si bien hubo intentos de clasificar la posición de la pintura en este contexto determinado estos surgirán desde la conciencia de una acusada heterogeneidad; si Arthur C. Danto había hablado de abstracción impura para señalar aquellas tendencias que actuaban en los noventa con plena libertad y al margen de los principios del formalismo abstracto, Demetrio Paparoni propuso el término abstracción redefinida para aludir, sin concreciones estilísticas, a unas propuestas que, lejos de querer inventar venían a re-definir lo que ya existía a través de un nuevo sistema de relaciones: “Por abstracción redefinida se entiende la abstracción finisecular. A diferencia de la postbélica –desde el expresionismo abstracto hasta el minimalismo–, ésta no se propone reinventar un estilo ni afirmar una tendencia en contraposición a otra. Su objetivo es servir de instrumento dialéctico entre formas y teorías diversas tenidas en un momento por incompatibles y diametralmente opuestas”(23). En concreto, la oposición entre abstracción y figuración que caracterizó el arte de los años cincuenta se irá diluyendo en el trabajo de artistas como Sean Scully, Peter Halley, Jonathan Lasker, Domenico Bianchi, Juan Uslé o Günther Förg, entre otros, quienes introducirán habitualmente la idea de referencialidad en su trabajo plástico abstracto.
El nuevo milenio se abrirá con diversas exposiciones que mantendrán activo el debate sobre lo pictórico y sus derivas, como Urgent Painting, celebrada en el Museo de Arte Moderno de la Villa de París en 2001 o el tríptico Painting on the Move (24)que se presentó en la Feria de Basilea 2002. Sin la pretensión de restablecer una nueva centralidad para la pintura(25), estas grandes muestras venían a destacar la ausencia de corrientes normativas en los nuevos comportamientos otorgados al medio e inscribían múltiples accesos en las posibilidades de su desarrollo.
Ahora bien, la lectura evolutiva que proponemos en las líneas anteriores no debe obviar el carácter discontinuo de unos procesos, movimientos y corrientes que a menudo se superponen. Y este carácter narrativo se complica a la hora de enlazar esta evolución con lo más próximo. Pero al margen de un intento demasiado temprano de categorización, no es cuestión baladí observar hoy día el progresivo interés que numerosos artistas están enfocando hacia la pintura-cuadro y establecer un análisis del presente artístico bajo esta perspectiva.
El indudable apoyo que las instituciones museísticas y las galerías de arte brindan repentinamente a la pintura, o el viraje emprendido por coleccionistas internacionales y, a su vez, por parte de la crítica especializada, nos ofrece un paisaje de indudable interés que parece abrir una nueva valoración del medio. El centro de atención del arte parece cambiar nuevamente para ceder terreno a un modo que sigue mostrando una fértil capacidad de innovación; de hecho, cuestionados muchos de las planteamientos enunciados desde el paradigma posmoderno y eliminada la mayoría de las posibilidades normativas, lo pictórico se redefine hoy día desde múltiples perspectivas: “La pintura figurativa de construcción abstracta de Neo Rausch, el arrastre de elementos figurativos dentro de composiciones abstractas por parte de Tal R, la neutralización del Pop en una mezcla caprichosa con el expresionismo abstracto en Michael Majerus, la mezcla de la tradición y el comic por parte de diferentes artistas japoneses, el total mestizaje, la contaminación premeditada, la constante mutación, la despreocupación por la factura, el abordaje de cada obra o cada serie como de una nueva batalla en la búsqueda de la sorpresa, la idealización del naufragio, la fragmentación conceptual, la intencionada y subrayada banalización… son, sin ser exhaustivos, algunas de las principales líneas de fuerza del aquí y ahora de la pintura”.(26).
La trigésimo octava edición de Art Basel (2007) acogió una sorprendente cantidad de obras pictóricas; y si bien las ferias de arte no son firmes indicadoras de las derivas del arte, sí se pudo apreciar la preeminencia de la pintura figurativa, “fundamentalmente narrativa, de trazo ingenuo e infantil, irónica y fresca”(27). Tal manifestación, en cierta consonancia con lo que el público pudo contemplar en las citas de Venecia y Kassel de ese mismo año, parece sugerir –aunque tal vez sea de manera provisional– que la dialéctica forma/informe o figuración/abstracción propia de la abstracción redefinida del fin de siglo anterior muestra ahora múltiples niveles de contrapeso a favor de los primeros términos del binomio. Una inclinación que conlleva una recuperación de la línea, si bien alejada de la retórica formal como elemento constitutivo de la praxis pictórica. Nuevas resonancias gráficas para una figuración desposeída de significaciones literales y atomizada en su sistematización.
Un modelo abstracto, deconstructivo y automático
Dentro de este nuevo escenario que permite múltiples accesos, José Manuel Ciria se ha consolidado en los últimos años como uno de los creadores más sólidos de la pintura actual. La calidad de su trabajo plástico y la sagacidad de su propuesta teórica han sido las herramientas con las que ha edificado su enorme prestigio en España y ha logrado activar una imparable trayectoria internacional.
A finales del año 2005 el artista decidió instalarse en Nueva York para repensar su pintura, lo que le llevará a alterar aquellos valores que tanto éxito le habían proporcionado en la década anterior y a plantear rotundos giros que nos impedirán, una vez más, clasificar su obra de manera taxativa. Pero debemos hacer notar que esta reivindicación del riesgo ha sido una constante a lo largo de toda la trayectoria del artista: en permanente tensión con su propio trabajo, Ciria siempre ha quebrado la posibilidad de un hilo conductor lineal en su trayectoria; más bien, su obra ha planteado una revisión cíclica de determinados conceptos, de modo que factores que en un sistema visual anterior estaban subordinados serán luego dominantes, y viceversa: mancha, geometría, soporte e iconografía, en disposiciones variables determinadas por la combinatoria, habían funcionado como ejemplar base formal y teórica de su Abstracción Deconstructiva Automática (A.D.A.), estrategia conceptual que apoyará una vigorosa abstracción desarrollada a lo largo de la década de los noventa y que se verá interrumpida por su nueva etapa en Nueva York.
Dentro del plural panorama de la pintura abstracta de aquellos momentos, la adjetivación más próxima a la plástica desarrollada por José Manuel Ciria será la otorgada por Mercedes Replinger y Antonio García Berrio en su excelente libro de estudio crítico A.D.A. Una retórica de la abstracción contemporánea: “automatismo radical con base sicológica surrealista y modelo deconstructivo de la imagen”(28). Lo específico de tal definición pretendía, por un lado, destacar el desligamiento del pintor de cualquiera de las tendencias de la abstracción contemporánea y, por otro lado, mostrar de forma precisa el esqueleto de las claves conceptuales de tan compleja elaboración.
Tales claves tendrán su origen en 1990, año en el que José Manuel Ciria comienza a elaborar sobre el papel la base de un pensamiento que anude los distintos intereses que impulsan su pintura en un momento de profunda crisis creativa para el artista. Tras una primera etapa de raigambre neoexpresionista, el artista inicia un viraje hacia la plástica del signo y algunos de los cuadros que conformaron la serie “Hombres, manos, formas orgánicas y signos” de 1989-1990, especialmente los vinculados a los dos últimos subgrupos, significarán el inicio de un trayecto que pronto se verá complementado, como ha señalado el propio Ciria(29), por una plataforma teórica que comenzará a desarrollar a modo de Cuaderno de notas(30).
Estas anotaciones, apuntes y bosquejos evidenciarán el afán del artista por precisar los rasgos fundamentales del sistema visual que en aquel momento comenzará a construir con ímpetu. No es casual que sea en este espacio temporal cuando el artista descubre el pensamiento teórico de Kandinsky, Clement Greenberg y Walter Benjamín, la filosofía del lenguaje y la teoría semántica, desde Wittgenstein a Chomsky, y procesa de manera personal las aportaciones de artistas tan diversos como Malevich o Beuys. Un periodo donde asume estas distintas perspectivas de pensamiento para poner los cimientos de un nuevo estadio en su producción.
A través de este cuaderno, Ciria reflexionará sobre las principales cuestiones teórico-experimentales que quiere llevar a cabo, y que tendrán un primer hito en la compartimentación geométrica. Valorada como la estructura emblemática de la modernidad por Rosalind Krauss, la cuadrícula será diseccionada por Ciria y resuelta con múltiples variaciones y niveles de presencia pictórica; de este modo, la rigidez inflexible de la retícula formalista se desintegrará para iniciar la búsqueda de una nueva dicción. El límite que impone la red geométrica(31) inherente a su construcción, va a ser alterado por el artista durante su férrea búsqueda de nuevos caminos de fuga; de este modo, “con sus ejercicios sobre el lenguaje recibido y la dinamitación de la lógica geométrica, José Manuel Ciria a principios de los años noventa, estaba planteando para el futuro su no resignación ante la repetición histérica y maniática del legado vanguardista y su capacidad para pensar unas formas de la abstracción que de nuevo tuvieran, más allá de un repertorio vacío de formas, un cuerpo donde encarnarse”(32).
A partir de su exhaustivo análisis de las posibilidades de la organización geométrica, el artista estabilizará múltiples variables para su resolución dispositiva. Ante la certeza de que, estructuralmente, la retícula sólo puede ser repetida(33), Ciria opta por asumir tal axioma como punto de partida para la invención. ¿Orden, autosemejanza y constructo regularizado para un escenario polimorfo? Tal paradoja puede ser abordable desde el territorio inesperado de la desviación que otorga la interrelación –diálogo o litigio, según composiciones– de las estructuras puras de la geometría con “las nociones de «error» y, más tarde, de «herida»”(34), así como con el carácter libre, plural e inestable de la mancha.
El propio artista ha expuesto con detenimiento su teoría de las compartimentaciones(35), para establecer una relación de las diferentes familias de obras que genera la compartimentación formal y material: Composición acompartimentada (CA1); color apoyado sobre estructuras o compartimentaciones geométricas dibujadas, variación de color y tema (CDvct2); color apoyado sobre estructuras o compartimentaciones geométricas construidas, variación color y tema (CCvct3); color sobrepuesto a estructuras o compartimentaciones geométricas construidas, apoyado sobre compartimentaciones dibujadas, variación color y tema (CCDvct4); composición acompartimentada manipulada con color apoyado sobre estructuras o compartimentaciones geométricas construidas, variación de color y tema (CACCvct5); color sobrepuesto a estructuras o compartimentaciones geométricas construidas (CCcA6)(36).
Este deseo de catalogar y poseer todos los paisajes posibles, nos revela la lucidez del artista a la hora de organizar su pensamiento conceptual. Por otro lado, lejos de la rigidez que pueda imponer cualquier clasificación, el artista enumera los códigos visuales como punto de partida para el cambio de su condición material a través de la interrelación con los siguientes cuatro ejes de su teorización práctico-conceptual. En un primero momento, estas compartimentaciones geométricas y racionales aparecerán condicionadas por la modulación imprevisible –no racional– que otorgan las técnicas de azar controlado herederas de la tradición surrealista. Tal cruce de temperaturas se ira acentuando a través de diversas estrategias a lo largo de su producción de la década de los noventa como una herramienta para desmontar la geometría y para descubrir lo vulnerable dentro de lo normativo.
La búsqueda del accidente será una de las principales vías de exploración desarrolladas por José Manuel Ciria a partir de su modo de trabajo A.D.A. El empleo de técnicas como la decalcomanía, el frotagge, el grattage, el chorreo, las salpicaduras, las pulverizaciones, le permitirán provocar campos texturales inesperados. La mezcla incombinable de aceites, ácido y agua, así como la incorporación de diversos ingredientes químicos, activará el carácter espontáneo de una mancha que, en ocasiones, acabará “pintándose” –es decir, desarrollándose sobre el soporte– por sí sola y generando su propio espacio y tiempo. La mano del creador deja de estar reflejada por metonimia en la mancha ya que de ella sólo descubrimos un eco tamizado por la irrupción de los procesos automáticos. Al fluctuar por el soporte, la materia se pliega y se tuerce, abre caminos y en ocasiones impone su propio límite expansivo.
Pero el arte es siempre, en mayor o menor medida, un acto controlado. De ahí que en la pintura de Ciria este azar fluya bajo el impulso –que no la limitación– de una estrategia de control que finalmente coadyuva a generar la propuesta que el pintor desea construir. De este modo, Ciria reclama “una revisión del concepto de automatismo, que abarque no sólo las definiciones canónicas instauradas por el Surrealismo de entreguerras, sino también las nuevas necesidades que contemplan tanto lo fluido como su detención, la elaboración directamente elocutiva y su residuo, el proceso y la construcción”(37).
La aplicación de los registros automáticos se verá también determinada por la intervención del artista como hito mediador del resultado plástico. Y si bien esta estrategia de corrección nunca buscará ocultar la raíz automática como herramienta clave de la construcción del cuadro (la mancha en la producción de Ciria es azarosa y autorreferencial) sí querrá establecer un espacio lábil y engañoso en la definición de los términos azar y control. A través de esta dialéctica, las técnicas de azar controlado le permitirán “paralizar en un instante un proceso potencialmente infinito, nunca la concreción de un deber ser esencial impuesto de antemano. Es, por tanto, necesaria la detención azarosa, automática, de unas formas sorprendidas en pleno proceso de encubrimiento o despojamiento. Quizá el orden y el azar, al fin y al cabo, no sean sino puntos de vista, interpretaciones de una misma realidad cuyo libre juego borra sus diferencias”(38).
La utilización de la materia en expansión libre y de la retícula restrictiva significa la redefinición crítica de dos herramientas fundamentales de la práctica estética moderna, las dos principales vías recorridas por las tendencias abstractas de las heroicovanguardias; sin embargo, la reflexión sobre esta herencia no buscará la cita directa sino la inmanencia de dos conceptos visuales (la disposición cuadricular versus la irrupción accidentada de la mancha) encadenados por las conclusiones de la combinatoria dispositiva.
En esta breve aproximación para el estudio de las bases conceptuales de la producción de José Manuel Ciria entre 1991 y 2005 no podemos atender a todas las variables que marcan el rico devenir de su producción. Ahora bien, creemos que es necesario señalar, por las consecuencias que determinará en su obra, una de las principales alteraciones del orden relacional entre mancha y retícula que el artista iniciará en 1994 a raíz de su amplia serie “Máscaras de la mirada”. Culmina en este momento una ascensión de la mancha, hasta entonces estrato inferior, para flotar sobre aquella estructura geométrica que anteriormente había sido proyectada como estratégico ámbito situado entre el gesto y el observador. Surge un nuevo entrecruzamiento entre emoción y razón que definirá desde ahora la aventura del artista (con notables excepciones, como la serie “Intersticios”, realizada en 2002, donde la segmentación geométrica del soporte se acentúa y la mancha se somete a ella) y que, a la postre, consolidará una fórmula liberadora del gesto.
Racionalidad y libertad serán dos parámetros que encontrarán su espacio de actuación sobre el soporte. Este último elemento va a constituir la tercera parada de este programa teórico-conceptual bajo el epígrafe niveles pictóricos, y que el pintor subdivide en tres grupos: el lienzo clásico, virgen; el soporte encontrado; y, a medio camino entre ambas posibilidades, el soporte encontrado que ya recoge una memoria temporal a través de manchas, pisadas o residuos propios de un proceso natural o provocado de envejecimiento. Pero más allá aún de esta posible lectura tales huellas literales sugieren siempre huellas simbólicas, conjurando lo que queda como un recuerdo ambiguo cuyos estratos podemos describir pero sin llegar a identificar su sentido y causa última.
El año 1992 puede establecerse como un hito en el desarrollo temprano de estas investigaciones con el descubrimiento del que a partir de ahora será el soporte privilegiado de su obra: la lona plástica. Este uso nace, como ha señalado Fernando Huici, “de su óptimo potencial de respuesta frente a los factores aleatorios que determinan una parte sustancial del método de trabajo desarrollado por Ciria (…). Por su impermeabilidad y el carácter deslizante de la superficie, permite fluir con entera y continuada libertad el flujo de materia pictórica que el pintor despliega sobre la lona extendida horizontalmente”(39).
Efectivamente, el matiz tembloroso del óleo, su fluir accidental y corregido, es potenciado por la impermeabilidad de un soporte que incorpora su propia memoria temporal, las señales de uso de una actividad anónima que es conservada como una reliquia por el propio artista. Hasta mediados de la década de los noventa, Ciria mantiene en su obra muchos vestigios de la propia lona, como las rozaduras de grasa incrustadas y que incluso llegarán a configurar un orden geométrico que el artista integrará en el proceso pictórico. Mantener el paso del tiempo, trabajar con él, activar la mirada del espectador y resaltar su historia durante los capítulos anteriores del propio proceso creativo, revela una táctica clave desarrollada por el artista: asimilar parte de aquello que ha vivido el soporte antes de su valoración como tal. Esta especie de casualidad, de hallazgo, impugna la convención del artista como único artífice de la obra a partir de la reutilización creativa del objeto encontrado, formulación heredera de una línea de investigación que surge al compás de las primeras vanguardias históricas, y que nuestro artista vincula directamente con los principales ejes temáticos de su obra: el tiempo y la memoria.
El juego entre lo controlado y lo huidizo encuentra nuevas latitudes en la articulación de la representación dentro del campo pictórico, independientemente o no de una actitud referencial(40), esto es lo que el artista ha denominado registros iconográficos, que encuentran una primera clasificación a partir de tres modelos dispositivos: la forma clásica de la iconografía (pintura-mancha), la incorporación de una imagen preexistente (fotografías o dibujos) y la anexión en el campo pictórico de un objeto encontrado. De la flexibilidad con la que Ciria plantea estas tres variantes y de la especial interrelación que se da entre ellas parecen depender algunas de las características más relevantes de su obra en lo relativo a la problemática del significado. Pero para José Manuel Ciria la dimensión significativa, por un lado, se sitúa fuera del terreno de la iconicidad, y por otro, no existe nunca de manera unívoca: “No hay nada semejante a un significado literal, si por significado uno entiende una concepción clara, transparente, sin que importe el contexto ni lo que hay en la mente del artista o del espectador, un significado que pueda servir de límite a la interpretación por ser anterior a ésta, un significado fuera de significación. La interpretación no existe sin la obra y jamás produce frutos, exceptuando los puramente analíticos”(41). Más que el significado, cuya búsqueda valora lícita, a Ciria le interesa el concepto que se une al significante “para constituir un signo lingüístico o un complejo significativo que se asocia con las diversas combinaciones de significantes lingüísticos”(42). A través de las diversas cualidades operativas que plantean los tres modelos básicos de registros iconográficos el artista les convoca como actores del acontecimiento plástico, donde la narración se colapsa y la representación se somete a un sentido polisémico.
De las cinco principales líneas de investigación que hasta ahora hemos señalado, la última de ellas parece alzarse como simple bisagra para el orden y anexión de las otras cuatro, si bien de su acción depende el desarrollo final de la imagen abstracta: la combinatoria. Todos estos elementos integrarán un sistema visual destinado no a ser visto y entendido por el espectador como tal sistema, sino a ser una tabla de trabajo basada en unidades conceptuales, divisibles a su vez en otras unidades, y susceptibles de ser combinadas como método de construcción visual. Para Chomsky, la infinitud del lenguaje resulta únicamente de la combinatoria de sus elementos, y Ciria se propone sacar el máximo partido posible a las cinco áreas vertebrales de su pintura que hemos venido definiendo.
La progresiva (re)configuración de este método de construcción visual señala una búsqueda de la evolución constante y un afán por desarrollar de manera coherente una defensa de la permanencia y pertinencia del medio pictórico. Este compromiso reflexivo y analítico es también lo que determinará la progresiva maduración de un artista lúcido que siempre busca ofrecer en su trabajo múltiples registros. Las aristas de su discurso quiebran por tanto cualquier intento de reducción que queramos imponer para favorecer un análisis cerrado de una trayectoria tan intensa, aún en los momentos de mayor uniformidad estilística.
A lo largo de su investigación en torno a la imagen abstracta José Manuel Ciria ha trabajado habitualmente a través de series sobre las que ha consolidado diferentes vías de reflexión a partir de la combinatoria de sus intereses conceptuales. Y hablamos de consolidación porque sus obras –como sugería Guillermo Solana en 1997– nunca se muestran como ensayos sino como “espléndidos hallazgos”(43), pues es en el espacio de su taller donde Ciria indaga en las vertientes que elaboran el concepto, consolidando teoremas e hipótesis para, finalmente, mostrar el éxito de su resolución sobre el soporte.
Rare paintings
La nueva etapa que José Manuel Ciria inicia en Nueva York a finales del año 2005 significa una inflexión dramática en su producción, fuertemente escorada ahora hacia la recuperación de la línea. En un primer momento, la consecuencia más llamativa en la que se precipita su investigación parece ser la de asumir los motivos referenciales que había dejado de lado con el desarrollo de su obra abstracta.
Sus primeras experiencias a este respecto conformarán la serie denominada “Post-Supremática”, homenaje al personal retorno a la figuración que Malevich emprenderá a partir de la segunda mitad de los años veinte; desde este referente Ciria profundizará en la iconografía de un cuerpo hierático, carente de rostro, y sometido a un armazón regulador. Pero antes de su concreción como serie nuestro artista emprende una intensa investigación sobre esta etapa del creador ruso: devora textos, recopila imágenes y empieza a plantear la posibilidad de restituir la compleja rotundidad de estas creaciones a partir de elementos de su propio vocabulario plástico. En cualquier caso, y como tendremos ocasión de analizar, no se trata de otra cosa que de un trampolín histórico extraído de las vanguardias sobre el que Ciria se impulsa para elaborar su propia redefinición(44), nace así la primera generación de autómatas andróginos malevicheanos.
La asimilación del estilo compositivo de Malevich había sido motivo de reflexión recurrente en la producción abstracta de José Manuel Ciria; su interés por la compartimentación geométrica había encontrado en los modos del suprematismo un lenguaje plástico basado en la no-objetividad y en la supremacía del sentimiento puro en el arte. Pero en este momento gira su mirada hacia el nuevo repertorio de temática social y estilo figurativo de sus creaciones finales. En aquellas obras de Malevich el paisaje aparece apenas apuntado con una línea de horizonte, delante del cual se erige la presencia de figuras de rasgos sumarios, verdaderos autómatas deshumanizados cuya inquietante morfología desvela una afilada visión del terror estalinista: “La intención que subyace bajo estas obras en ningún caso puede tacharse de «naive», al contrario, supone una crítica enorme a la colectivización impuesta por el estado a todo el campesinado ruso expropiado de sus tierras y obligado a trabajar para el «pueblo». Pinta campesinos, sí, pero su crítica es también personal y realizada de forma sutil. Él es el «campesino» expulsado de la universidad y obligado a abandonar la mayor parte de su obra en Alemania ante la incertidumbre de cómo pudiera acabar en aquella Rusia dictatorial”(45).
Una vez analizado el contexto que forzó la creación de estas obras, Ciria emprenderá un riguroso estudio analítico que no culminará en la apropiación directa y tampoco en la réplica de lo observado; nuestro artista es un innovador que reivindica la posibilidad de destruir la herencia de la vanguardia heroica para seleccionar de ella los pliegos que le son válidos. En su aproximación a Malevich el artista no merodea, sino que busca la confrontación directa como inicio de su trabajo de laboratorio. Sus figuras no pertenecen ya a un mundo concreto y su exploración de un territorio fronterizo entre figuración y abstracción se lleva a cabo desposeído de los tintes específicamente dramáticos de esta etapa de Malevich. El pintor retirará todos estos condicionantes antes de emprender la deconstrucción de la estructura interna de la imagen malevicheana para alcanzar la génesis de su propia configuración.
Carlos Delgado. Fundación Carlos de Amberes. Madrid. II
(Continuación de la sección ‘Carlos Delgado. Fundacion Carlos de Amberes. Madrid. I’)
Por un lado, Ciria asume la reproducción de un determinado tipo de composición donde las referencias al horizonte han sido reducidas a lo esencial para destacar, en primer plano, la figura humana. Pero, por otro lado, tal figura se aleja de la limpieza neutra de los campos de color de Malevich para exaltar la interioridad de la forma a través de “unas formaciones que parecen llamas, como pequeños triángulos porosos o corruptos, ígneos o sulfurosos”(46). Y ambas ideas vienen delimitadas por la renovada presencia de la línea, marco y límite de la acción, registro de la idea, aprehensión visual determinada por una manera de referir la realidad obviada hasta ahora en la práctica madura de Ciria(47).
Pero en tal recuperación de la forma en cuanto humana reconocemos una elipsis plástica, presente ya en muchas obras del Malevich del segundo ciclo campesino, que surge al dejar el rostro de sus personajes y la morfología interior sin una definición clara. De tal modo, la línea muestra sólo el contorno de un tipo icónico reconocible, pero en la obra de Ciria el interior se desintegra en una compartimentación modulada de nuevo por la línea y por complejas texturas cromáticas. Forma y color construyen la imagen a partir de una organización dispositiva contrastada y que, a su vez, busca la estabilización de la imagen con un sereno equilibrio. La frontalidad extrema de la figura, un aspecto que se va a repetir a lo largo de toda la serie malevicheana, plantea la definición de un nuevo modelo icónico y que mantiene la vía de experimentación abierta por el propio Malevich al respecto(48).
La progresiva eliminación de la sensualidad cromática de estas figuras (con la sustitución del rojo por tonalidades grisáceas) y la ocasional amputación de determinadas partes de la anatomía de sus autómatas aumentarán la tensión elíptica entre ausencia y presencia, disolución figurativa y construcción progresivamente arreferencial. La relativización de los códigos que sostenían la tradicional oposición entre ambos conceptos no es un tema nuevo en la obra del artista, pero su etapa neoyorquina estabiliza este interés al subrayar lo indeleble de términos tan aparentemente discordantes.
Por otro lado, la retórica visual que plantea en esta nueva serie tampoco articula una manera totalmente específica de este momento. El propio artista ha señalado su sorpresa al descubrir en la serie “Post-Supremática” la inscripción de una temporalidad circular(49). la proximidad formal con su serie “Autómatas” llevada a cabo entre 1984 y 1985 es, sin duda, llamativa. En aquellas obras Ciria encerraba los campos texturales surgidos de la técnica de la repulsión por una línea rotunda que definía una estructura antropomórfica osificada. La combinatoria parece crear soluciones infinitas a partir de elementos finitos, y en esta ocasión la resolución le ha llevado a un pasado que le sirve para saber algo más del presente: alejada del tiempo lineal, de las distancias falaces, la memoria busca en los intersticios del olvido para poner en marcha un nuevo punto de partida.
La proyección determinante del cuerpo será el impulso de unos parámetros imprevistos; tras estos primeros hallazgos, el artista planteará una nueva dinámica de la que surgirán tres familias: pinturas figurativas junto a piezas totalmente abstractas al tiempo que composiciones que no tenemos claro en que campo delimitar. Una vez apurada la insistencia en las figuras malevicheanas Ciria inscribe su producción en un espacio de plena libertad iconográfica que se verá agrupado bajo un título genérico que alude a la ubicación de su taller en Manhattan: “La Guardia Place”.
Más allá de la pertenencia a una de las tres familias que la definen, las piezas de esta nueva serie mantienen unas constantes comunes propias de la producción neoyorquina del artista: impone ahora un mayor nivel de control de la mancha cromática, que reduce sus matices erosivos pero amplía sus sugerencias, mientras la línea define un espacio que nunca interrumpe los desarrollos adyacentes. Salvo contadas excepciones –El vuelo de Saturno y El sueño de Inam– el contorno adquiere una nitidez plena que revela la estructura de una forma expandida sobre un fondo sutilmente compartimentado, con predominio de tonos claros levemente alterados por texturas de baja intensidad. Los sistemas de azar controlado ceden protagonismo a la composición entendida como un conjunto de decisiones estéticas conscientes, y ahora la forma concreta es aislada como tema clave.
Por otro lado, el ajustado límite que se establece entre abstracción y figuración en esta nueva serie mantiene de nuevo el eco del tiempo y la memoria en su desarrollo. Para todos aquellos que seguimos la trayectoria del artista desde hace años no resulta difícil la asociación de esta serie neoyorquina con “Hombres, manos, formas orgánicas y signos” (1989-1990), realizada en Madrid durante los momentos previos a la consolidación de su pintura abstracta. Muchos de los interrogantes que planteaba aquél título cuaternario, que terminaba con el “signo” como nexo de transición hacia la plástica anicónica, vuelven a ser analizados ahora por Ciria. Por un lado, está la pareja desintegración de la forma figurativa hacia la resolución arreferencial a través de una enumeración temática; lo que entonces eran cuatro temas, ahora se reducen a tres categorías más generales: figuración, abstracción y abstracción-figuración. Por otro, si en aquel momento el artista recurría a unidades básicas de compartimentación (por ejemplo, formas cuadrangulares) que se mantenían en varias piezas pero con destacadas variantes (lineales, de color, de color y tema…) en este momento el artista desarrolla una seriación similar a través del signo icónico.
Tomemos como punto de partida para nuestra reflexión sobre el alcance de la serie dos pinturas como Contorsionista I y Contorsionista II, casi positivo y negativo de una misma idea plástica. Esta duplicación del sistema compositivo y de la forma lleva implícita la variación en todo lo que sobrepasa a estos, es decir, color, luces, sombras y fondo. Comprometido ahora con la elucubración pictórica referida, sustancialmente, al protagonismo constructivo de la línea y el carácter proteico y libre de la iconografía, el artista opta por la repetición dispositiva de ambos elementos para jugar con las valencias de aquellos componentes que ordenan, en la pintura tradicional, la proyección de la tercera dimensión. Si en un ejercicio de agudeza visual conseguimos eliminar tales aspectos de ambas piezas observaremos con nitidez que ese engranaje lineal que define la exterioridad del contorsionista se alza como el único motivo estable que comparten ambas piezas.
Sin embargo, toda la pluralidad de matices que acabamos de eliminar en nuestro juego no es algo accesorio ni periférico en el desarrollo de esta nueva imagen. Se ha radicalizado, eso sí, su investigación acerca de la forma, y sobre ésta gravitará todo lo en torno a ella suceda. De ahí la repetición de determinados temas como punto de partida para la estabilización de imágenes diversificadas y que a la vez comparten una elucubración conceptual transversal. Un tipo de reflexión que estará presente en otras piezas parejas de la serie, como Abracadabra y Regalo de cumpleaños, o El vuelo de Saturno y El sueño de Inam.
El signo icónico, petrificado o ligeramente modificado, acoge a partir de su constitución como tal una progresión creativa que va mucho más allá del retoque cosmético. Porque si el signo es inmanente a la constitución de estas obras, los componentes de carácter variable, dispuestos según determina el análisis combinatorio, convierten al signo –sin modificarlo en su forma externa– en una entidad múltiple y siempre abierta a nuevos desarrollos procesuales, donde el más ligero movimiento de sus componentes es causa de modificaciones tangenciales.
Como ya ocurría con las series “Autómatas” y “Post-Supremática”, entre las elucubraciones teóricas y prácticas planteadas en “Hombres, manos, formas orgánicas y signos” y “La Guardia Place” han transcurrido años de trabajo e investigación, unidos por un arco que se tensa sobre la recuperación de la línea. Este sugestivo discurso circular, donde una primera huella alcanza mayor profundidad al volver el artista a trabajar sobre ella, no debe ocultar sin embargo la radical novedad de sus planteamientos últimos. Existe la larga etapa intermedia de su obra en la que el exigente sistema del pintor explorará de manera selectiva las posibilidades de los cinco componentes de su plataforma conceptual. Desde esta perspectiva, las razones íntimas de un aparente regreso a fórmulas ya tanteadas en los inicios de su trayectoria, debe ser puesta en relación con el deseo de cerrar un importante ciclo de su producción y de tantear una nueva apertura hacia el futuro. Pero dentro de una trayectoria tan bien hilvanada, debemos entenderlo también como un gozne que permitirá la secuencia posterior. Cerradura y aldaba. O nexo entre dos vértices que en cuya tensión se encuentra su fortaleza.
De hecho, “La Guardia Place” puede ser considerado como el trabajo más sólido desarrollado por Ciria en Nueva York. Resulta fascinante seguir, cuadro tras cuadro, el progresivo enfriamiento de sus coordenadas expresivas y el carácter áspero e inconcluso de sus composiciones. Auténticas cartografías donde se van inscribiendo rutas lineales que siempre resultan inquietantes, metamorfosis orgánicas cuyo perfil se instala en un vacío sobre el que no se proyectan las sombras y donde la huella del tiempo permanece oculta. Pero frente a ese fondo congelado, se impone la interioridad de la materia-forma, plena de matices y anegada en su unidad corpórea a través de una compartimentación múltiple, como fluidos hirviendo en diferentes parcelas yuxtapuestas.
Obras como Hombre con corazón estrujado, Figura adolescente o Cabeza-parches mantienen la elipsis plástica en el interior de un signo icónico identificable que ya estaba presente en la serie “Post-Supremática”. Pero ahora, estas figuran definen su interior con estructuras de mayor flexibilidad a la vez que culminan una progresiva voluntad de depuración cromática. La forma declina sus propiedades para obedecer a reglas que proponen una nueva identidad, un nivel diferente de definición perceptiva. En este sentido, estas obras estarían dentro de una categoría figurativa de la que, al mismo tiempo, parecen querer salir. Y si los títulos permiten sostener significados narrativos, la estrategia de la elipsis y compartimentación se encargan de poner de manifiesto un soplo desintegrador en el significado. De este modo, el artista convierte el cuerpo en una materia entre la vida y la muerte, osificada y sin aliento, sólo un signo que en el ámbito de la representación se percibe disyunto.
Mayor carácter referencial acoge la operación visual que el artista emprende en una obra como Manos, donde la selección y sobredimensión –estrategias habituales en el Pop Art que Ciria ahora retoma con otro carácter, intención y resolución– determinan la monumentalidad de unas manos entrecruzadas. La coincidencia con uno de los ciclos temáticos de “Hombres, manos, formas orgánicas y signos” no parece casual a tenor de lo anteriormente señalado a propósito del carácter paralelo de ambas series. Como tampoco lo es el elemento objeto de análisis, unas manos, tal vez sinécdoque de una figura “creadora” (¿el propio artista?) que Ciria proyecta sobre su estructura con una iluminación monofocal, que delimita luces y sombras al tiempo que marca el espacio vacío que ambas cobijan. Entendemos la lógica espacial, la sucesión en profundidad que los dedos van generando, su volumen, y todo parece a punto de concretarse en una realidad plenamente referencial. Sin embargo, la pintura sólo nos permite llegar hasta ese punto, pues el interior de la masa orgánica ha quedado de nuevo contaminado por el poroso fluir de los pigmentos, compartimentados estos en áreas que delimitan lo que anteriormente hemos asociado con las luces y las sombras. El hábil y en ocasiones incómodo diálogo que el artista plantea entre la voluntad referencial directa y su constante interrupción como tal nos previene acerca del carácter ambiguo de la significación de esta serie.
Una ambigüedad que se acentuará en aquéllas piezas que, pese al carácter descriptivo del título, se muestran ya definidas por una estilización tal de lo referencial que haga imposible la búsqueda de formas reconocibles. Además de las ya mencionadas Contorsionista I y Contorsionista II, una obra como Bañista (2006) ilustra bien esta tensión entre “a punto de ser” y “no ser”. En concreto, esta última pieza pone en evidencia la fragilidad de las asociaciones: descubrir la postura de la forma-signo que atraviesa la composición verticalmente, elucidar su fisicidad, son opciones que han quedado fuera de juego; convertido en un engranaje orgánico, la bañista del título ha quedado configurada como fundamento simbólico de una referencialidad(50). El individuo ha pasado de una especie a otra, metamorfoseado en la piel de otro sin que nadie conozca su identidad presente ni anterior, constituido como ser transformado e inaprensible.
Este cuerpo perdido en el ejercicio de su dimensión física culminará su distanciamiento figurativo en una obra que actúa de bisagra entre las creaciones comentadas y otras donde ha desaparecido el anclaje de las referencias concretas. Me refiero a Figuras abstractas, cuadro protagonizado por una masa central de formas ondulantes enfriadas y carentes de sensualidad. En esta obra, el signo icónico ha dejado paso al signo plástico y la reconstrucción ha dejado paso a la construcción; ahora, forma, color y textura se organizan lejos del complemento significante referencial, mientras que “el contorno que envolvía los cuerpos ha estallado y sólo quedan los órganos, libres creando sus propias combinaciones geométricas”(51). Tal estallido implicará una disgregación de la forma (así en Abracadabra y Regalo de cumpleaños) o una continuidad lineal donde cada mancha actúa como génesis de la siguiente (Penélope l’amour).
La lectura que hemos propuesto hasta ahora plantea un hilo narrativo que va desde la abstracción que José Manuel Ciria desarrollara en la década de los noventa, su inesperado giro a la figuración tras su llegada a Nueva York para terminar con una progresiva vuelta a una abstracción determinada por la línea. Sin embargo, su etapa neoyorquina no acoge exactamente tal recorrido, ya que las tres secciones que integran la serie se superponen en el tiempo.
En los primeros meses de 2007 el artista construye el segundo cuerpo de “La Guardia Place” a través de la suite “Winter Paintings”, en la que integra ahora una inquietante tonalidad verde azulada que tensa aún más la extrañeza cromática de sus creaciones. De nuevo, retoma la modulación de su trabajo a través de secciones figurativas, abstractas-figurativas y abstractas que van explorando nuevos modos de interrogación sobre su propia definición como tales.
Detener el proceso de entendimiento parece ser la estrategia elegida por Ciria en una obra como Visión reconstruida. El propio título alude a una determinada referencia que, en cualquier caso, no se muestra con claridad, por lo que la contextualización semántica del motivo queda en suspenso, diferida. ¿Cuál es la razón de la distancia que se impone entre nosotros y el texto visual? Pues que lejos de poder establecer vínculos orientados a la identificación, la visión reconstruida a la que alude el cuadro plantea la imposibilidad de la asociación palabra-cosa. No podemos definir esa presencia que centra la composición sino es con un lenguaje estrictamente plástico, aludiendo a su color, texturas o diseño. Éste parece ser el único camino que nos queda, la única posibilidad de activar la palabra, conscientes de que la experiencia humana está estructurada lingüísticamente; pero intuimos que se nos escapan varios significados concretos, tanto el del antes como el del después de la metamorfosis de la forma, pues si la visión es reconstruida, anteriormente tuvo que tener otro aspecto. Entonces caemos en la cuenta, como ha señalado Mercedes Replinger, de que “quizá estemos mirando mal, estemos queriendo reconocer un cuerpo compacto, sin fisuras cuando lo que se nos ofrece es un interior, unas formas absolutamente figurativas pero a las que no estamos acostumbrados a ver, lo que se nos ofrece son vísceras de piedra. Artaud pensó en un cuerpo sin órganos, quizá sea el momento de pensar en unos órganos sin cuerpo”(52).
Muy próximas a esta concepción plástica orgánica se encuentran Juego de seducción, Abrazo de curvas, Entre dos ideas, Creo que me duele o Formas de la amenaza. Todas configuran un universo formal que se autorregula y dosifica a través de la combinatoria y que muestra una constante transición reflexiva determinada por los ritmos modulares de la forma y la compartimentación del fondo.
También interviene en este universo una obra como Habitación de juegos pero sin embargo el acento sobre la inventio temático-referencial impone también un desgarro en tal poética visual. La tradición iconográfica del interior doméstico se mantiene latente en la obra, y si bien no se debilita una tensa equidistancia con lo abstracto, advertimos la mención explicita de una determinada narratividad. El filtro interpretativo del título y la conexión iconográfica que podemos establecer entre forma-figura humana y fondo-espacio contextual emplazan nuestra mirada hacia la identificación. Incluso la geometría modular que compartimenta la parte superior de la composición se inscribe sin problemas en la mediación simbólica. Pero sobre el sentido del símbolo nunca hay una última palabra ya que nuestro artista siempre introduce una ambivalencia que activa el pensamiento y la reflexión. En este sentido Ciria reivindica la capacidad de la pintura para plantear una secuencia lógica de interrogantes.
Así ocurre con Fosfeno de figura, pieza sumamente original en el desarrollo general de “La Guardia Place”, donde el artista propone un límite en el estado corporal: su propia inexistencia. Vemos una figura humana que no posee órganos, ni cuerpo, ni piel, ni sangre. Como fosfeno, no hay luz real que lo justifique y su presencia se revela como una ausencia que ha sido exudada por la oscuridad. Su sustancia es un accidente, un engaño óptico que el artista trata de estabilizar; este cruce de temperaturas nos aproxima a una de las características que determinan la obra reciente de Ciria: el carácter crudo y extraño de su pintura.
Ciria, en la actualidad, realiza, según sus propias palabras, una pintura “rare” (cruda, inacabada)(53), que, sin navegar por el eclecticismo, evita la sensación de rotundidad; ahora, tal posibilidad queda filtrada por un acento inconcluso que dota a su obra de una nueva frescura llena de impulso, en la que aparentemente, cualquier cosa puede suceder. El pensamiento reflexivo del artista es el que abre el camino de esa potencial no realización que choca directamente con la unidad de los discursos de las vanguardias utópicas para afrontar un nuevo acento donde la preocupación por la factura se desintegra. Al analizar la pintura actual de José Manuel Ciria contemplamos un desposeimiento de la insistencia en los matices formales –una insistencia que el artista ubica dentro de las coordenadas de la tradición europea–, para virar hacia una formulación menos estabilizada, sugerente por su aspecto crudo, que valora ligada a las experiencias pictóricas norteamericanas de dinámica gestual.
Por otro lado, si el artista es la instancia creadora, el espectador se constituye como instancia receptora que participa activamente del significado reajustando y enriqueciendo la lectura del texto visual. En “La Guardia Place” Ciria introduce, como en sordina, continuas dudas en el sustento simbólico de la obra que alteran la comodidad de tal reajuste. Ya hemos apreciado aquellas obras figurativas que desestabilizan la claridad de lo narrado, sus obras abstractas dotadas de un pálpito figurativo que no llega a concluir, y aquellas otras piezas donde los términos se diluyen en una iconografía inestable. En todos los casos, la ambigüedad del valor semántico contribuye a este aspecto de que la obra no está convenientemente acabada, pues los términos de la oposición parecen mostrarse con igual densidad; por eso se neutralizan, borran su diferencia, y precisamente eso que escapa a la oposición es lo que se configura como su condición de posibilidad.
Pero existen otros factores que vienen a determinar la pertinencia del adjetivo “rare”. En La tradición de lo nuevo, Harold Rosemberg señalaba que en cierto momento el lienzo se convirtió para los pintores americanos en un espacio donde dejar su propia huella, «una arena en la que obrar más que un campo en el que reproducir, reinventar, analizar o expresar un objeto real o imaginado. La tela sería para un acontecimiento, no para un cuadro»(54). La obra actual de Ciria gravita entre la imagen y el acontecimiento, lo uno por lo otro, motivado por lo otro. Este punto de encuentro divergente se genera a partir del interés de Ciria por forzar los mecanismos de la práctica pictórica, ahora a partir de una extraña conjunción entre la tradición vanguardista europea y el formalismo tardío de la abstracción norteamericana; herramientas oxidadas que nuestro artista-bricoleur pone en circulación con nuevas consecuencias.
Pintura cruda, inconclusa, donde la retórica del texto visual siempre mantiene el deseo de otros énfasis. En los mitos, nos dice Levi-Strauss, el énfasis “es la sombra visible de una estructura lógica que se mantiene oculta”(55). Las “rare painting” de Ciria acogen esta flexibilidad, dando a entender más de lo que aparentemente expresan, como un palimpsesto en potencia porque que aún no se ha reescrito.
Estas características continuarán acentuándose cuando el artista inicie la tercera vía de exploración o suite dentro de la serie genérica “La Guardia Place”. Una nueva sección surge ahora del cruce de sus propuestas neoyorquinas con la utilización de soportes que previamente habían servido para proteger el suelo de su estudio durante la creación de otras piezas.
La integración de estos “incidentes casuales elocutivos”(56) no solamente asume la memoria del soporte, sino la memoria de la propia trayectoria del artista, quien ya entre 1995 y 1996, realizó “El Jardín Perverso I”, y posteriormente en 2003 “El Jardín Perverso II”, suites pertenecientes a la serie “Máscaras de la mirada”, a partir de este mismo planteamiento. El azar como mecanismo aleatorio que camina libre hacia la superficie se convertía entonces en el punto de partida de unas creaciones en las que la elaboración pictórica reinventaba aquellas primeras manchas accidentales. La lona plástica pisada y manchada por el eco del ejercicio artístico era reciclada y valorada por su inmediatez expresiva pero, sobre todo, por ejemplificar una propuesta azarosa dueña, a su vez, de una memoria extraordinariamente ligada al propio artista.
De nuevo, el poderoso acento imprevisible de ritmos, frecuencias y flujos, masas y colores, es para Ciria el reflejo de una pulsión que es valorada como merecedora de ser investigada. Los datos visuales puestos casualmente en bruto sobre el lienzo son susceptibles de ser reubicados como estrategia de “generación de orden” que otorga coherencia formal a la obra. El hecho es que todas esas manchas aleatorias se encontrarán en un primer momento como desorientadas, extrañas, en una relación ambigua entre sí, antes de la complicidad con la disposición visual que elabore el artista. En este cruce que se plantea entre “La Guardia Place” y “El Jardín Perverso” el artista conjuga sin desequilibrios dos casos extremos de azar y control. La operatividad de esta sintaxis es el resultado de una exigente sutileza que logra encontrar lazos no preexistentes de causalidad trenzados por la poderosa iconografía que se integra en este jardín perverso.
Como ya hemos podido constatar el arte de Ciria es el resultado de un continuo apuramiento de las posibilidades de cada parcela de investigación. Una pintura constantemente renovada que en sus últimas exploraciones le ha llevado a investigar acerca del empleo de clorocaucho como pintura sobre láminas de aislante térmico. El aspecto metálico de este soporte se transforma en el proceso emprendido en el taller-laboratorio(57) en un ámbito que parece sostener y expulsar la materia al mismo tiempo, un mundo de reflejos donde la luz incorpora continuamente vestigios visibles e intangibles. Ciria sigue explorando múltiples maneras de hacer y percibir imágenes, examinando las contingencias de la representación y sometiendo el resultado a manipulaciones inventivas inesperadas. Sus nuevas creaciones con clorocaucho sobre aislante térmico se deslizan entre la opacidad y el brillo, un mundo de incesantes intercambios, lábil y estable a un tiempo, donde la matriz del sentido nunca queda aislada del todo. Resulta tentador asociar ahora la figura de nuestro artista con la de un alquimista por su capacidad de crear unas obras que parecen estar siempre en pleno proceso de transformación, temblando en el espacio, mutación en Arte de los materiales más insospechados.
Post-géneros
En 1984 Pat Steir (New Jersey, EE.UU., 1940) presentaba la obra Brueghel Series: A Vanitas of Style, compuesta por 64 cuadros, cada uno de los cuales aludía a un estilo pictórico desde el Renacimiento hasta los años ochenta. Todos juntos configuraban una imagen de un jarro con flores que había pintado Jan Brueghel en 1599. A partir de esta práctica típicamente apropiacionista, Pat Steir atacaba la modernidad desde dos frentes muy determinados: por un lado, intentaba romper con la idea de linealidad progresiva de la Historia y, por otro, con la concepción de compromiso con un estilo. Pero además, convertía a los componentes en piezas de un gran puzzle donde, finalmente, todo se subordinaba a la definición de un género artístico tradicional: un sencillo bodegón floral.
Desde la imposibilidad de lo absoluto en el arte de la representación, Franz Ackermann (Neumarkt, Alemania, 1963) viene realizando, desde principios de los noventa, y con técnicas clásicas (acuarela, dibujo, pintura mural) unos paisajes o, más concretamente, “mapas mentales” donde no busca crear una cartografía específica, sino una suma de evocaciones heteróclitas que se conjugan en una estructura fragmentada. Este modo de actuación, donde abstracción y figuración establecen un complejo diálogo dinamizado por un cromatismo psicodélico, alcanza un complejo grado de síntesis entre lo real y lo mental en su aproximación al entorno urbano.
La pareja artística formada por Markus Muntean (Graz, Austria, 1962) y Adi Rosenblum (Haifa, Israel, 1962) realizan obras protagonizadas por figuras de jóvenes adolescentes a través de una técnica tradicional, que abunda en las disposiciones clásicas de perspectiva y composición, e incluso adoptando tipos iconográficos derivados de la imaginería religiosa.
Cuando en el año 2000 se inauguró la Tate Modern de Londres, Lars Nittve, primer director del espacio, decidió adoptar la polémica decisión de presentar los fondos de la exposición permanente de un modo alternativo a la ordenación cronológica, optando por dividirla en los cuatro grandes apartados temáticos delimitados por los géneros académicos: pintura de historia, paisaje, bodegón y figura (desnudo). Recientemente reorganizada a través de otros nuevos cuatro ejes, aquella primera división supuso, sin embargo, no sólo una nueva concepción museística, sino la puesta en evidencia de cómo los géneros habían sobrevivido a lo largo del siglo XX.
Los géneros artísticos, instaurados a partir del siglo XVI, asociados con la tradición artística y con los sistemas de representación ilusionista, han sido uno de los principales núcleos de la tradición sobre los que los creadores contemporáneos han mostrado constantemente su irreverencia. Una vez acabado con la jerarquización de la realidad y con las categorizaciones anticuadas, la persistencia de estos motivos iconográficos en la pintura actual debe ser planteada desde otro modelo de análisis: la restitución de modalidades temáticas ligadas a la figura, el paisaje, el bodegón o la pintura de historia en la obra de arte actual no plantea una línea de supervivencia heroica de los géneros, sino que abre un nuevo campo de investigación donde la pertinencia de estas iconografías oscilará, generalmente, entre la revisión irónica (Muntean/Rosemblum), el mestizaje iconográfico (Franz Ackermann) y/o la alteración de sus regularidades formales (Pat Steir).
La historia de la pintura contemporánea puede escribirse en parte aludiendo a la superación de los códigos de la perspectiva, las propiedades de la pintura de caballete y las convenciones de los géneros. Como ha señalado Geoffrey H. Hartman, en el arte contemporáneo “cuando intervienen las reglas o las normas, lo hacen sobre todo como complemento para ser violadas”(58).. Por ello mismo si los géneros han jugado un papel determinante en la transmisión de la autoridad, de la norma, también lo han jugado en la generación de la insubordinación y el conflicto.
Utilizados como herramienta para organizar la imagen del mundo, eligiendo los temas valorados como más adecuados y estableciendo cómo deben representarse, los géneros propondrán una suerte de simulacro del mundo. La pintura contemporánea buscará superar tales constricciones situadas en una zona de fricción en ocasiones compleja de eludir, esto es, las relaciones que los géneros establecen entre temas y modalidades formales. De este modo, los cuadros de Chuck Close serían retratos pero al mismo tiempo alterarían las normas marcadas por el género tanto por la cantidad de información topográfico-descriptiva como por el gigantesco formato(59). De hecho, el propio artista ha explicado que el tamaño de sus cuadros funciona también como recurso para obligar al espectador a mirar la pintura más allá de su concepción como tema iconográfico(60).
En el espacio fragmentado y mutable de la pintura actual, con su inabarcable amplitud de miras, el género artístico, cuando se hace presente, ha perdido su definición tradicional. Ésta se verá trastocada por un contexto artístico, social y perceptivo completamente nuevo que difumina aquella visión antropocéntrica que trataba de responder a los interrogantes quién, dónde y con qué. Los artistas ha logrado desautorizar a los géneros como condicionantes formales o jerárquicos hasta volverlos casi irreconocibles. Su contorno ha sido violentado, alterado, se ha derruido su retórica clásica, pero no se han borrado totalmente pues ha quedado latente su huella: “cuando en nuestro mundo se apela al género, se hace siempre como un límite desafiado; y desafiado, además, en todas las acepciones convencionales que tuvo históricamente el género, que, de esta manera, ya nunca es nada en sí, ni por sí, sino precisamente en tanto que «fluido», algo en permanente tránsito: nunca, por tanto, «género», sino propiamente «transgénero» o constante transgresión de cualquier género”(61).
Sea cual sea la situación exacta del género en la pintura actual –no es este el lugar para dilucidarlo en todas sus implicaciones–, lo cierto es que su pérdida de ortodoxia así como la mixtura y heterogeneidad de sus recuperaciones nos sitúan en un horizonte nuevo que Calvo Serraller delimita con el prefijo “trans” y que nosotros, por razones que a continuación indicaremos, vamos a señalar con “post” a la hora de aproximarnos a la obra de José Manuel Ciria.
La crítica contemporánea ha utilizado de manera recurrente definiciones caracterizadas por estos dos prefijos. Frente a la partícula “post”, que indica el final de algo y, a la vez, la aparición de lo nuevo que surge de ese mismo final, el prefijo “trans” implica “transformación, dinamismo, atravesamiento de algo en un medio diferente; ese algo que va «a través de», no se estanca, sino que parece alcanzar un estadio posterior, conlleva por lo tanto la noción de transcendencia”(62).
En el caso de Ciria, y al hilo de sus recientes indagaciones en torno a las estructuras básicas tensionales de una obra pictórica(63), muchas de las características formales que definen al género como tal sí tienen valor: la ordenación de los elementos, la composición, o el modo en que estos interpelan al espectador forman parte de su revisión reflexiva de los géneros, planteada de manera intermitente pero continuada desde el inicio de su trayectoria.
De este modo, la actitud de Ciria con respecto a la figura, el paisaje y el bodegón no busca la transformación para alcanzar un estadio posterior, sino que permanece ligada a la naturaleza visual de diversas tradiciones pictóricas ya finiquitadas para desentrañar los engranajes que, por un lado, las conforman como mecanismo intelectual y, por otro, revelan los modos de recepción e interiorización que éstas han provocado en el observador.
El recurso de la memoria cultural en la obra de Ciria sirve para impulsar un paisaje denso: como ocurría en sus figuras malevicheanas, la estrategia no es la simple apropiación, sino una acción creadora que asume y expande la poética subyacente de un camino ya iniciado. Pero la presencia de elementos semánticos de proximidad referencial a la figura, el paisaje o el bodegón, no es llevado a cabo desde una relación mimética: el tema iconográfico se espesa, se vuelve opaco, impuro, desligado de cualquier racionalismo sistemático… su formulación queda aparentemente a medio hacer.
Liberada la materia de sus propios accidentes, como hemos visto a lo largo de la serie “La Guardia Place”, en muchas ocasiones será el título quien intervenga en el reconocimiento. En otros casos, la supervivencia de una determinada disposición compositiva abrirá la tensión identificadora. Figura, paisaje y bodegón sobreviven en la pintura de José Manuel Ciria, pero bajo otra función, la que ha determinado el tiempo actual y la memoria activa; han pasado a ser post-géneros.
En su aproximación al bodegón, José Manuel Ciria parece desplazar las posibles concepciones simbólicas del mismo(64) y acoge la supresión de los recursos descriptivos de forma y espacio. Del género, por tanto, sólo queda su estructura reducida a un mapa de relaciones dispositivas que no busca la equivalencia mimética. En la obra Tabla de elementos, José Manuel Ciria mantiene la esencia normativa del bodegón, esto es, la meditada colocación de los objetos sobre una mesa(65). Ya en 1954 Rudolf Arnheim había señalado: “En las grandes obras de arte, la significación más honda es transmitida de forma poderosamente directa por las características perceptuales del sistema compositivo”(66). Y si bien la concepción de Arnheim plantea destacables limitaciones a la hora de explicar la obra artística(67), para un creador la relación inmóvil entre los objetos colocados sobre una mesa ofrece un fructífero punto de partida “cuando lo relevante es el ensayo, la prueba, el estudio”(68), tal como demostró el interés de las primeras vanguardias por el género del bodegón, convertido entonces en un auténtico laboratorio de reflexiones formales.
En Tabla de elementos la disposición de los diversos signos plásticos se distribuye en dos ámbitos o soportes: el más amplio incorpora una estructura negra, como si aquella penumbra que determinaba el fondo en numerosos bodegones barrocos hubiera solidificado sus límites. Más estrecho en su dimensión, el estrato compartimentador inferior apenas parece capaz de sostener en su superficie los tres signos que se establecen –o flotan– sobre él, proyectándose más allá del espacio que el soporte delimita; recurso, por otro lado, recurrente en la tradición del género como estrategia generadora del trompe l’oeil.
Tanto la existencia de dos niveles dispositivos como la presencia de objetos que se proyectan en el espacio son recursos que podemos contemplar, por ejemplo, en Los Embajadores (1533) de Hans Holbein el Joven, obra que ha pasado a la historia de la pintura, además de por su indiscutible calidad, por ser uno de los retratos más tempranos con dos figuras de cuerpo entero y de tamaño natural, y –en lo que a nosotros respecta– por el misterio latente que actúa en la anamorfosis que centra la escena.
Durante el transcurso de uno de sus seminarios, Jacques Lacan somete a los asistentes a una sencilla prueba para aproximarles a su concepción de la mirada; les entrega una reproducción de Los embajadores para que la observen con detenimiento y, tras unos minutos de disertación sobre la perspectiva geometral, les pregunta: “¿Cuál es ese objeto extraño, en suspenso, oblicuo, que está en primer plano, delante de los dos personajes? (…) No pueden saberlo –y desvían la mirada, escapando así a la fascinación del cuadro–”(69).
La fama que ha alcanzado la pieza de Holbein hace que pocos hoy no sepan que esa curiosa forma distorsionada que se extiende sobre el pavimento, enmarcada por los dos retratados, es una excepcional anamorfosis de una calavera que sólo recupera su posición correcta al ser mirada desde los extremos de la tabla. “Veremos entonces –dirá Lacan– dibujarse a partir de ella [la mirada], no el símbolo fálico, el espectro anamórfico, sino la mirada como tal, en su función pulsátil, esplendente y desplegada, como en este cuadro. Este cuadro es, sencillamente, lo que todo cuadro, una trampa de cazar miradas. En cualquier cuadro, basta buscar la mirada en cualquiera de sus puntos, para, precisamente, verla desaparecer”(70).
Más tarde habremos de volver sobre esta reflexión donde Lacan anticipa una mirada que no parte del sujeto sino del propio objeto. De momento consideremos la obra Tabla de elementos desde la negación de los mismos recursos que la anamorfosis de la obra de Holbein –negación de la óptica geometral, de su ubicación lógica en el espacio y de la referencialidad mimética aparente–, para desvelar que nuestro artista ha ampliado el misterio fascinante de la calavera a la totalidad de la composición. En Los embajadores el espectador debe desplazarse para la alcanzar la correcta contemplación y significado de la obra. Ciria propone también un desplazamiento, pero no físico –ya que el artista no está planteando una simple anamorfosis–; ahora no se trata de restituir la forma, sino de restituir nuestra percepción, acelerar su intensidad y, con ello, nuestra búsqueda de lo que el artista en realidad nos ofrece.
Más compleja y dinámica es la relación que José Manuel Ciria ha establecido con relación a la figura y retrato. Lo irónico del título Veinte años para volver a pintar un desnudo femenino esconde también una verdad: es exactamente el tiempo que ha pasado desde que el artista realizara sus últimos desnudos femeninos, fechados en los años 1986 y 1987, y dotados de un fuerte acento neoexpresionista característico de su estilo por aquellos años.
En el contexto de su reciente vuelta a la iconografía referencial, la figura se ha planteado –ya lo hemos visto a través de las series “Post-Supremática” y “La Guardia Place”– como un estímulo para la libre interpretación que, aún en su vertiente más figurativa, se orientará hacia la definición de los rasgos esenciales del contorno de un icono sometido a diversos niveles de metamorfosis.
Una vez desintegrada la apariencia morfológica y, con ello, la idea de sujeto concreto y su ser en el mundo –como decía Merleau-Ponty–, la figura pierde el anclaje de su identidad. En Veinte años para volver a pintar un desnudo femenino, Ciria resuelve la figura con un dibujo de línea y algunos rasgos descriptivos escuetos creados por la luz que incide sobre la piel de un yo opaco; de este modo, el artista parece definir la imagen a partir de los vestigios ruinosos del tiempo y la memoria, esto es, del funcionamiento cognitivo de la mente humana que no puede almacenar y olvida gran parte de nuestra información referencial.
En obras como Mujer extraña, Bañista, Nueva bañista de formas redondeadas, Contorsionista I o Contorsionista II, acentúa la metamorfosis que determina la pérdida prácticamente absoluta del reconocimiento y la superposición de las formas versátiles sobre las fijas, junto a una compleja tensión en la ambigüedad del significado a la que ya nos hemos referido. En definitiva, la proyección de José Manuel Ciria sobre el género de la figura-retrato se resuelve desde lo que Rosa Martínez-Artero titula –entre signos interrogantes– nuevas construcciones del sujeto: “un sentimiento profundamente arraigado de contingencia y fragilidad (lo no definido), en oposición a la seguridad otorgada por la denominación (el orden jerarquizador del «uno»), produce un sujeto-“yo” de difícil descripción pictórica”(71). Tal dificultad surge, en la obra de Ciria, porque se trata de un cuerpo atravesado por lo múltiple, por el descuartizamiento, “órganos sin cuerpo, piel sin carne”(72).
Respecto al paisaje José Manuel Ciria ha desarrollado experiencias de diverso alcance a lo largo de su trayectoria, si bien serán las obras presentadas en la exposición “Monfragüe. Emblemas abstractos sobre el paisaje” (2000), el punto álgido en la interacción con este género. En aquella ocasión, el artista se aproximaba a un paisaje concreto pero no para reproducirlo desde la contemplación, sino para sugerir los estratos que tal visión dejó en su memoria a través de una constante preocupación por la luz: “por consiguiente, para Ciria no se trató jamás de reproducir, o sea, de traducir la física en arte, sino de dejar que, a partir de una analogía formal «encontrada» al modo duchampiano, su modo de operar se constituya en fórmulas de derivación de los sentimientos almacenados en su memoria tras su recorrido por el parque”(73).
Frente a la exuberancia de matices de aquellas composiciones, en la obra reciente de José Manuel Ciria tanto el interés por el signo plástico como por la ausencia de contexto han conducido a una notable reducción de las variantes dispositivas de lo que podemos entender como paisaje. Acentúa ahora el artista la idea de éste como un recorte de la mirada, espacio intelectualizado y modular que huye del absoluto de la Naturaleza para revelarse como lo que realmente es, una “construcción cultural”(74) que nuestro artista revela, como el último
Miró, a través de líneas y signos escasos en un vacío sólo animado por puntuales huellas del gesto. Una obra como Máscaras sobre paisaje nos muestra el alto grado de despojamiento figurativo, volumétrico y cromático que el artista aplica a las franjas horizontales superpuestas, recurso que con escasas variantes encontramos en numerosas piezas de la serie “La Guardia Place”.
El acusado formato horizontal –frente a la regularidad cuadrangular del resto de las piezas– y la presencia de una huella compartimentadora que actuaría como línea de horizonte convierte, pese a lo ambiguo del título, a Penélope l’amour en un complejo y bellísimo post-paisaje. No hay signo que represente (sustituya) a un espacio determinado de la naturaleza; encontramos, eso sí, una gran presencia central cuya estructuración morfológica se evoca entre sí, se rodea, fluye, se desliza, se revela y se esconde tras la línea de horizonte… no hay indicios suficientes para concretar qué hay tras esa referencia plástica. Nosotros apostamos por la naturaleza, pese, o precisamente porque “la obra de arte es incapaz de reflejar o documentar una naturaleza que pueda ser concebida como algo previo a la propia aproximación humana, puesto que la naturaleza es el reflejo de una idea, es decir, la consecuencia de una ideación y/o de un discurso”(75).
Sobre la mirada o cómo invocar al Doctor Zaius
Las complejas líneas divisorias planteadas por Ciria en su pintura actual y que tan difíciles resultan de trazar por su movilidad, nos hablan, en última instancia, del empeño del artista por repensar continuamente los mecanismos de su pintura. Un repensar desde el principio, que se revela con la vuelta del artista a determinados recursos y temas de sus inicios pictóricos, que dibuja su trayectoria como un círculo con el tiempo como perímetro. De esta compleja revisión surge nuevas dimensiones creativas, como lo que hemos determinado en llamar “rare paintings” para aludir a un tipo de construcción pictórica que queda en estado crudo, inacabada, donde el artista sitúa su obra entre la imagen y el acontecimiento como estrategia consciente de extrañamiento plástico y significacional. También nos hemos encargado de analizar los “postgéneros”, nuevas construcciones para la descodificación de los datos sensibles del mundo establecidos por la tradición pictórica. Hablar de la complejidad de su pintura en este momento de su trayectoria implica también reflexionar sobre la hipotética actitud del espectador ante tales obras.
Ciria, completa e irónicamente banal como parece tocar a este momento, nos comentaba recientemente en una conversación: “Quiero que el espectador de mi obra se convierta en el Doctor Zaius de El Planeta de los Simios, en donde sienta vértigo, miedo, desconfianza, y ganas de matarme por ser de otro planeta, suponer una amenaza y pintar estos cuadros”(76). Si indagamos en la reflexión latente que esconde esta broma cinéfila, lo que Ciria reclama es la idea del cuadro como “campo de minas que apela a algo más que a la mera contemplación”(77). Espera, pues, una reacción que altere la deposición de la mirada, una respuesta a una apelación dramática, como la que Freud recoge en La interpretación de los sueños: “¿(…) acaso no ves que ardo?”. Pero empecemos por analizar la propia mirada como objeto perdido de la pulsión escópica.
Lacan aborda el estudio de la mirada en el capítulo “la mirada como objeto a minúscula” del Seminario XI, donde llega a definir la pintura/cuadro –ya lo hemos señalado anteriormente– como una trampa para la mirada. Pero debemos preguntarnos ahora, ¿qué es la mirada para Lacan? Éste distingue entre el ojo y la mirada, “esquizia en la cual se manifiesta la pulsión a nivel del campo escópico”(78)- Siguiendo a Maurice Merleau-Ponty sitúa la mirada ajena al sujeto –“somos seres mirados”(79)– para ubicarla “en el espectáculo del mundo”(80).
En un determinado momento del seminario, el doctor dibuja sobre la pizarra el clásico cono de la visión que emana desde un punto geométrico (sujeto) y que conforma un espacio real, táctil, transitable, que culmina en el objeto. Pero este espacio geometral de la visión es valorado por Lacan como un asunto de demarcación espacial, no visual, hasta el punto de que “un ciego lo puede perfectamente reconstruir, imaginar”(81). A este modelo Lacan opone otro complementario a través del cual podremos aprehender lo que se escapa en la estructuración óptica del cuadro; de este modo, superpone al primer cono otro inverso, en el que el vértice surge del propio objeto (punto de luz) y que genera un espacio pulsátil, donde la luz se refracta y difunde, y que a la postre configura la imagen-cuadro.
De la interrelación de los dos conos surge un desplazamiento en la posición del sujeto (antes, cuando sólo valorábamos el primer cono, situado en el vértice del campo perceptivo) para ubicarse en un afuera que está, a su vez, en el centro mismo del sujeto. Por tanto, el sujeto está también bajo la mirada del objeto, es espectador e imagen: “En el fondo de mi ojo, sin duda, se pinta el cuadro. El cuadro, es cierto, está en mi ojo. Pero yo estoy en el cuadro”(82). De un lado, el sujeto ve, mientras que, de otro, se encuentra con la mirada.
De la superposición de los dos conos surge un punto intermedio que sirve como elemento mediador entre sujeto y objeto, y que Lacan denomina pantalla-tamiz, un término ambiguo que ha dado lugar a diversas interpretaciones. Rosalind Krauss sitúa al sujeto en la posición de pantalla-tamiz: “nosotros somos el obstáculo –Lacan emplea el término «pantalla»– que, bloqueando la luz, produce la sombra. No somos más que una variable en una óptica que jamás lograremos dominar”(83). Para Hal Foster el sujeto es un agente de la pantalla-tamiz, no uno con ésta, a la que define como “la reserva cultural de la que cada imagen es un ejemplo. Llámese las convenciones del arte, los esquemas de la representación, los códigos de la cultura visual, esta pantalla-tamiz media la mirada del objeto para el sujeto, pero también protege al sujeto de esta mirada del objeto. Es decir, capta la mirada, (…), y la doma hasta convertirla en una imagen”(84).
Carlos Delgado. Fundación Carlos de Amberes. Madrid. III
Continuación de la sección ‘Carlos Delgado. Fundacion Carlos de Amberes. Madrid. II’)
También agente de la pantalla-tamiz es el cuadro que actúa como trampa para la mirada. Pero esa mirada que atrapa el cuadro no es la mirada del sujeto, sino la mirada salvaje del mundo, por lo tanto, “el arte es una estrategia que pertenece a lo simbólico para atrapar una cosa (la Cosa, das Ding) que pertenece a lo Real. Una estrategia ideada por el hombre para (con)formar la mirada. Por eso se dice que es una trampa para la mirada, porque de algún modo esa mirada del mundo, esa mirada real, que está fuera (pero que también está dentro), queda allí “mostrada”. Eso muestra lo que no es mostrable. Por lo tanto: “de-muestra”, enseña que aquello que muestra no es mostrable, que aquello que se muestra es tan sólo una señal: un «señuelo», dirá Lacan”(85).
La mirada se define como algo que no atañe al órgano ojo y, a su vez, como una ausencia, objeto de la falta y causa del deseo; ¿y el cuadro, entonces, se presenta para Lacan simplemente como una trampa de cazar miradas? El cuadro detiene en un punto visible la mirada del mundo a la vez que intenta saciar la pulsión escópica, el deseo de mirada, como un alimento para el ojo: “Podría pensarse que el pintor, como el actor, busca metérsenos por los ojos, que desea ser mirada. No lo creo. Creo que hay una relación con la mirada del aficionado, pero más compleja. A quien va a ver su cuadro, el pintor da algo que, al menos en gran parte de la pintura, podríamos resumir así –¿Quieres mirar? ¡Pues aquí tienes, ve esto!–. Le da su pitanza al ojo, pero invita a quien está ante el cuadro a deponer su mirada, como se deponen las armas. Ese es el efecto pacificador, apolíneo, de la pintura. Se le da algo al ojo, no a la mirada, algo que entraña un abandono, un deponer la mirada”(86).
Esta última reflexión ha sido el punto de partida de teóricos como Hal Foster para señalar que gran parte del arte contemporáneo rechaza este viejo mandato de pacificar la mirada. A través de la vinculación de lo abyecto, lo traumático y lo obsceno con la mirada tal y como es concebida en el esquema perceptivo descrito por Lacan, Foster sugiere que artistas como Cindy Sherman, Kiki Smith, Andres Serrano, Robert Gober, Paul McCarthy o Mike Kelly, consiguen rasgar con el “realismo traumático” de sus obras la pantalla-tamiz, lugar de mediación entre el sujeto y la mirada.
Pero frente a esta estrategia de lo excesivo existen otros caminos para la decepción de la mirada. En este sentido se ha expresado Miguel A. Hernández Navarro al señalar que el arte delimitado por Foster presenta tan sólo una cara de la moneda, proponiendo un arte de lo invisible “donde el exceso se transforma en defecto y el «ver demasiado» en «apenas ver nada»” en referencia a determinadas creaciones de artistas como Martin Creed, Teresa Margolles, Santiago Sierra y Josechu Dávila(87).Dos poéticas visuales como las dos caras de una misma moneda, dos modos distintos de acercarse a lo real, por defecto o por exceso (“desaparecer o vomitar”(88), estrategias para vaciar o adelgazar la pantalla-tamiz.
Ya con motivo de la exposición colectiva “Impurezas: el híbrido pintura-fotografía”, los comisarios de la muestra analizaban el trabajo de José Manuel Ciria desde esta perspectiva para valorar sus creaciones, híbridos donde superponía un violento trazo pictórico a la imagen publicitaria, como piezas que trastocaban el equilibrio del señuelo imaginario-simbólico desde el exceso. De este modo, el artista conseguía entonces mostrar los residuos de lo real y “minar la petrificación contemplativa del sujeto, perturbarlo, llevándolo desde el centro a la periferia, desde la a-temporalidad pura a la temporalidad impura, al vagar nómada y rizomático”(89).
Frente a la excesividad visual de aquellas creaciones, la obra reciente de Ciria ha sufrido un proceso de enfriamiento expresivo que nace de todas las exigencias formales que hemos ido describiendo en los capítulos previos. Ni domeñado por lo excesivo ni controlado por el vacío, el trabajo actual de nuestro artista abre una veta intermedia entre las dos formas de decepción de la mirada que acabamos de señalar.
La forma, entendida por el artista como estructura lineal a partir de la cual laten significados inciertos, atrapa una erosión pulsátil en su interior; el cuerpo parece desmembrarse y desintegrarse en un movimiento fluido. La piel de lo real ha sido arrancada y el cuerpo parece emerger alterando lo inteligible de su forma: “lo que late bajo la piel ya no es otra piel, sino algo completamente distinto, algo rigurosamente inconcebible: la carne como magma espeso, a medio camino entre líquido y sólido”(90), Mercedes Replinger habla directamente de “descuartizamientos”(91), a la hora de referirse a la serie “La Guardia Place”, poniendo de relieve este carácter de cuerpo destruido y reconstruido a través de parches, fragmentos vivos y vaciados que tratan de reorganizarse en un diálogo dramático. Desde esta perspectiva, una obra como Tabla de elementos, analizada en el capítulo anterior por su relación con la tradición del bodegón, y en concreto con Los Embajadores, de Holbein, se nos presenta ahora como una mesa de disecciones –en definitiva, una terrible vanitas–.
¿Estamos, entonces, en el terreno de lo abyecto, en ese “realismo traumático” al que se refería Foster? En realidad, Ciria nunca se detiene en el examen de la herida (del trauma, en su sentido etimológico) ni, por tanto, en las consecuentes connotaciones negativas de enfermedad, fealdad y muerte. Este descuartizamiento que venimos señalando es el correlato de una teorización pictórica que no pivota en torno a la experiencia pública del cuerpo. Si pintar el objeto/cuerpo es “representarlo como perdido”(92), Ciria opta por presentarlo directamente desintegrado, antes de producir el yo, en ese estadio del espejo donde surge el fantasma del cuerpo fragmentado; pero al mismo tiempo esquiva lo atroz –no lo disimula ni lo camufla– para constituir la materia como una reflexión visual en torno a la composición, la línea y el color. ¿Icono o signo plástico? ¿Figuración o abstracción? Híbrido, al fin y al cabo, cuya ambigüedad actúa de velo-tamiz. Lejos del exceso del “realismo traumático” pero sin aproximarse al “ver nada” de lo antivisual, como un cortocircuito incómodo entre ambos extremos se presenta la obra actual de José Manuel Ciria.
Regresemos ahora por última vez a Lacan. Para el doctor, somos seres mirados por el objeto a (Otro); durante la vigilia, la mirada del Otro está elidida, posicionando entonces al sujeto en un cómodo rol de voyeur. Pero, ¿qué ocurre cuando el Otro muestra algo, actúa? Dice Lacan: “El mundo es omnivoyeur, pero no es exhibicionista –no provoca nuestra mirada–. Cuando empieza a provocarla, entonces empieza también nuestra sensación de extrañeza”(93).
El cambio de concepto pictórico que venimos describiendo en la obra de Ciria, este tránsito desde una pura abstracción expresionista hacia una obra cruda e inacabada, el juego con la tradición de los géneros para desengranar la última razón de su estructura, las complejas simbiosis entre forma y significado, en definitiva, la complejidad conceptual que sustenta su pintura, son elementos que parecen alterar –sin llegar, ya lo hemos visto, a entrar en el terreno de lo abyecto que cristalizaría el rechazo– aquel extremo “apolíneo” de apaciguar la mirada que Lacan otorgaba a la pintura. Tanto para el observador que conozca la trayectoria del artista, como para el que se encuentre por primera vez con su obra, el trabajo actual de José Manuel Ciria provoca, sin duda, un asombro extrañado.
Es en ese momento cuando el hipotético espectador (crítico de arte, curador, galerista…) puede convertirse en el tirano Dr. Zaius, Ministro del Bien y de la Ciencia en la sociedad simia, quien durante el juicio contra el hombre negará la capacidad de éste para el raciocinio, concediéndolo como máximo el don de la mímica, de la repetición sin sentido. ¿Acaso no es ese el proclamado destino de la pintura, medio atávico y artefacto inservible, abocado a realizar siempre el último cuadro? En el caso de la obra actual de José Manuel Ciria la amenaza surge de una pintura que es moldeada a partir de una solidez conceptual que habitualmente se considera pertinente para otros medios. Un firme compromiso con la pintura de un artista que no se define exactamente como pintor, “sino alguien que observa y analiza los elementos componentes de la pintura y experimenta con ellos”(94). Su defensa nace de un proceso que explora los límites del medio al margen tanto de las catalogaciones y jerarquías tradicionales de la pintura como de las principales derivas que consiguen atravesar los filtros de las grandes bienales de las últimas décadas. Sin duda, el Dr. Zaius tendría muchas cosas que decir de este artista que, por transferencia, se ubicaría inmediatamente en el rol de Taylor, ese héroe de ojos claros cuyo viaje ha sido en realidad un círculo con el tiempo como perímetro. Parece pertinente la comparación.
Dinámica de Alfa Alineaciones
En 1753 se publicaba en Londres la obra Analysis of Beauty, donde William Hogarth repasaba los principios básicos de la estética tal y como se codificaron desde el disegno renacentista. Al mismo tiempo, enlazaba este análisis con determinados elementos de la estética Rococó para derivar en una valoración afirmativa de las líneas ondulantes, cuya belleza residía en su función de guía agradable del ojo a lo largo de su forma. Hogarth suponía entonces que los movimientos oculares eran continuos, uniformes, y que podían ser guiados a través de una determinada disposición. Pese a los numerosos estudios que posteriormente demostrarán que los movimientos de los ojos son irregulares, que no recorren los perfiles de las figuras u objetos, y que su desarrollo sobre el objeto depende del propósito del espectador, la mayoría de los enfoques formalistas mantendrán esta sobreestimación de la capacidad de las líneas, formas y colores para dirigir el trayecto del ojo durante el proceso de la recepción(95).
Consciente de la disparidad de posibilidades en el desarrollo de la contemplación de un cuadro, pero motivado a su vez por el carácter utópico de sugerir el camino de la visión, José Manuel Ciria ha mantenido abierta esta línea de reflexión que sabe inconclusa de antemano: “He comentado alguna vez, que resultaría fantástico poder dictar el orden de lectura de un cuadro, es decir, aquel elemento protagonista que absorbe nuestra primera mirada y los posteriores puntos o paradas que demandan nuestra atención en el recorrido de la visión. (…) Poder dirigir el sentido de la vista a lo largo de contemplación de la pintura, seguramente será tarea imposible, pero el flirteo con esa posibilidad es cuanto menos emocionante”(96).
La emoción a la que se refiere el artista surge de las reflexiones productivas que nacen como consecuencia y paralelamente a este flirteo. Desde luego, no está en el propósito último del artista determinar la manera en que nuestra mirada recorrerá su trabajo; pero bajo este horizonte surgirá la posibilidad de descubrir aquellos centros de interés que plantean a los espectadores los principales interrogantes. Unos centros que, al contrario de otros puntos de la imagen, alterarían por completo el carácter de ésta si desapareciesen o se desplazasen de manera significativa; aquellos puntos que –independientemente de su valor iconográfico o narrativo– configuran la autonomía de lo plástico en la construcción visual.
Estas reflexiones, que no son nuevas en el imaginario creativo de Ciria, se han reactivado recientemente a la luz del proceso de volver a pensar la pintura en el que se halla inmerso. De nuevo, el artista transita con fluidez a través de sus propias concepciones teóricas para reformular nuevos campos de investigación. Ahora, sin dejar de funcionar transversalmente, aquellas premisas que sustentaban su conocida A.D.A, se proyectan en un espacio analítico donde las siglas se mantienen pero en orden diferente: D.A.A. (Dinámica de Alfa Alineaciones), y que el artista ha explicado de la siguiente manera: “Denomino Alfa Alineaciones aquellas estructuras básicas tensionales de una obra pictórica, es decir, dentro de toda pintura, exceptuando el minimalismo y anexos, existen una serie de elementos configuradores primarios que tensan la composición. Esto lo encontramos en toda la historia de la pintura desde el Renacimiento y el Barroco, hasta las abstracciones y figuraciones contemporáneas, pasando por el Romanticismo, el Cubismo, el Suprematismo, el Constructivismo y el Expresionismo Abstracto americano”(97).
Esta primera definición reduce a lo esencial las verdaderas implicaciones de este nuevo campo. Por ello, conviene precisar antes de seguir profundizando en su concepción que esa búsqueda estructural a la que se refiere el artista no se configura a partir de un estudio de las líneas de composición que determina el orden de las figuras o de las formas dentro del cuadro. Su interés es aún más específico, pues se concreta en la localización de los puntos de anclajes claves que resuelven el funcionamiento de la dispositio o composición pictórica, más allá de la inventio (iconografía) y la elocutio (la caligrafía plástica)(98). Un funcionamiento que, además, sin carácter de código preestablecido reaparece con frecuencia en obras pictóricas adscritas a discursos, artistas y momentos muy diferentes de la Historia del Arte occidental. De tal modo, estas alineaciones básicas o primarias –que el artista denomina “Alfa”– se constituyen como tal por una repetición dinámica.
El artista, en su análisis y búsqueda de estos elementos, no extrae la similitud formal de diversas creaciones plásticas sino la recurrencia de determinados gráficos que sirven de jácena en la estructuración visual: “No hablo de que el Bombardeo de Guston pueda parecerse a La Peste de Boecklin. Es que si conseguimos reducir a unas líneas básicas y unos puntos gravitacionales, a un mero diagrama, plano o mapa, una composición como puedan ser Los Centauros por seguir con el mismo simbolista, vemos que la obra de Boecklin girada noventa grados, coincide con una exactitud milimétrica con alguna de las Elegías a la República Española de Motherwell. Y no quiero decir que Motherwell, que viajó por Europa, se haya inspirado en dicha obra; simplemente afirmo que la coincidencia es proverbial. Muchos artistas de diferentes épocas y momentos de la historia, repiten una serie de consignas, líneas de tensión y distribución de pesos, que se repiten constantemente, aunque sus obras sean diametralmente opuestas”(99)
Si A.D.A terminó de definirse como respuesta a un interrogante (“¿existe la posibilidad, de unir en una técnica y con un solo gesto, el método en tres tiempos de Ernst: abandono, toma de conciencia y realización?”(100), el nuevo campo que delimita D.A.A surge de un proceso de reflexión latente que poco a poco se ha ido macerando hasta encontrar su marco de acción concreto. En este sentido es interesante recordar el proyecto llevado a cabo por el artista durante su estancia en Roma con motivo de la Beca de la Academia de España que le fue concedida en 1995. Bajo el título “El tiempo detenido” Ciria se propuso entonces diseccionar desde su lenguaje plástico abstracto la contención temporal de las pinturas de Giotto y Ucello. En aquel momento, nuestro artista desconectó los recursos de la contextualidad figurativa y operó a través de la mancha en una compleja búsqueda de desplazamientos nocionales. Sin carácter de supeditación a las obras de los maestros renacentistas, Ciria resolvió su pintura desde una subjetividad orientada hacia resultados plásticos autónomos. En cualquier caso, aquella experiencia que iba orientada a la profundización de sus propias concepciones teórico-formales originó un compromiso analítico, profundamente meditado, acerca de la obra de Giotto y Ucello. En su búsqueda para descubrir el misterio de aquellos “dos manipuladores gloriosos de la desaceleración de la lectura visual”(101), Ciria intentaba volver transparente la piel de las obras contempladas, vaciar el paisaje y las figuras para revelar el vértice que ordenaba el tiempo.
La especificidad de la investigación que conlleva D.A.A se dirige hacia otro vértice muy distinto del buscado durante la experiencia romana, si bien ya por aquellas fechas el artista mostraba un alto interés por “el ajuste dispositivo de la escritura plástica del cuadro”(102), y que conllevó la toma de conciencia de índices de lectura recurrentes a lo largo de la Historia del Arte. En este sentido, una obra como Segunda imagen del sueño (1996), perteneciente a la serie “El sueño de la mirada” fue llevada a cabo a través de un detenido análisis de las posibilidades dialécticas de compensación visual y resuelto con determinadas operaciones visuales que tenían un modelo anterior, como señaló el propio Ciria(103), en el cuadro de Max Ernst titulado El beso (1927), perteneciente a la colección Peggy Guggenheim de Venecia. Efectivamente, en su organización de los diversos niveles elocutivos Ciria orientó las manchas y chorretones hacia un reequilibrado espacial muy próximo a la obra del pintor surrealista.
Aquella experiencia apuntaba hacia un desarrollo intuitivo de lo que a día de hoy el artista define como Dinámica de Alfa Alineaciones. La pertinencia de este ejemplo viene determinada por la reciente recuperación de esta misma obra de Enrst por parte de Ciria para explicar algunos de los interrogantes y posibilidades que genera su nuevo campo de investigación. De este modo, en el transcurso de su entrevista con Juan Estefa Freire (que constituye la documentación escrita –transcrita– más exhaustiva publicada hasta ahora con reflexiones del propio artista sobre D.A.A.) Ciria traía de nuevo a colación el ejemplo dispositivo de esta obra. También nos interesa de estas sugerentes reflexiones cómo el artista invierte aquel utópico interés por dirigir la lectura del espectador que señalábamos anteriormente para, posicionándose él como sujeto-receptor, reconstruir el proceso creativo de un cuadro realizado por otro artista: “En ésta composición observamos una pareja sobre una línea de horizonte, con un cielo que no llega a los dos tercios; la figura femenina parece sujetar un bebé y está cruzada simultáneamente por una figura pájaro típica de aquel momento creativo de Ernst. Los colores son intensos y complementarios resueltos en fuertes tonalidades naranjas y tierras junto a unos celestes encendidos. Podemos adivinar con cierta facilidad el proceso de configuración de la obra: una vez organizadas las líneas compositivas de las figuras, el artista comienza a tensar la pieza a base de zonas oscuras a modo de sombras, tensión que ni tan siquiera consigue cuando en la zona de mayor iluminación tacha de color negro el hombro y brazo del hombre. El cuadro es bellísimo pero no está resuelto. Ernst, se aventura a pintar el pie de la mujer en primer plano de la esquina inferior derecha de la composición, de un color carne blanquecino, automáticamente comprende su «error», puesto que aquello se convierte en protagonista indebido de toda la obra, con cierto nerviosismo el creador busca una solución que equilibre de nuevo y tense la escena, para ello recurre a depositar un poco de óleo blanco en el borde superior de la composición y a quitarlo posteriormente mediante un arrastrado con una brocha o trapo. Lo increíble es como todo se articula, adquiere magia y se coloca en su sitio”(104).
Esta amplia disertación nos desvela con cuanta meditación deconstruye Ciria la Historia del Arte y, por extensión, su propia obra. Tras la compleja elaboración conceptual llevada a cabo con A.D.A., Ciria sigue generando una preocupación teórica que solidifique la base de la elaboración pictórica, una reflexión conceptual que implica la apertura a la complejidad y a la proliferación de opciones discursivas.
Como ya hemos visto, la relectura de modelos plásticos anteriores es una constante en la obra de José Manuel Ciria, quien valora el conocimiento histórico y la asimilación de la tradición –junto a la renovación a través de la experiencia que genera la práctica– elementos claves de su doctrinario artístico: “Podemos convenir que han sido muchos los artistas y teóricos que coinciden en afirmar que la historia del arte es una historia de plagios y apropiaciones, de avances y vueltas atrás, de paternidades y filiaciones, y esto, ante lo que pudiera parecer, no resulta negativo en absoluto”(105).
Sin embargo, a la hora de determinar la dinámica de estos puntos clave o “Alfa” el artista se encontrará seducido por descubrir, más allá de la cita premeditada o la apropiación, los procesos inconscientes que recuperan determinadas estrategias dispositivas. Estas “Alfa” actuarían entonces casi como estructuras procedentes del imaginario colectivo determinando estrategias utilizadas por la tradición pictórica para el ajuste de la escritura visual. Y de igual modo, en el marco del límite entre figuración y abstracción que el artista está tensando en su trabajo último, Ciria muestra un especial interés por aquellos diagramas que actúan en consonancia en obras muy distintas respecto a su actitud referencial.
En este afán por deshojar el cuadro independientemente de su estilo, iconografía, época y autor para llegar a desentrañar el mecanismo que lo activa como escritura visual, Ciria ha llegado a fantasear con la posibilidad de un sistema informático capaz de asumir tal rastreo; una máquina para cazar estructuras “Alfa” más allá de los desplazamientos y rotaciones inherentes a su disposición dinámica: “Me encantaría que pudiera hacerse un programa informático capaz de leer la pintura, y que llegase a desnudar el cuadro en aquellas líneas y puntos gravitacionales que configuran el entramado de la composición; me viene a la cabeza esto que vemos en las películas policíacas de la búsqueda de las huellas digitales. Podríamos observar como muchas composiciones de apariencia dispares, contienen una estructura y un alma común, puesto que esas líneas y puntos de peso coinciden con total exactitud o de forma muy similar”(106).
Una máquina encargada de rechazar los pares evidentes para encontrar una línea que atraviesa el tiempo, el espacio y la memoria. Por eso, cuando el artista asume la Dinámica de Alfa Alineaciones como base conceptual de alguna de sus creaciones no está surcando los caminos de la apropiación; al contrario, se está adentrando en un cauce mucho más complejo que pasa por el desmontaje de los mecanismos que configuran la imagen pictórica para desmenuzarlos y reedificarlos. Se trata, por tanto, de una investigación arqueológica y deconstructiva en pos de aquellos estratos inteligibles que regulan las relaciones formales del cuadro.
El artista se encuentra en la génesis de un fascinante proceso de investigación abalado por su férrea capacidad de explorar con éxito los diversos epígrafes que glosan su evolución. Y así, al final de este recorrido por la obra reciente de José Manuel Ciria, hemos vuelto al punto de partida, es decir, al campo de la reflexión conceptual como foco de la creación plástica, proceso iniciado con A.D.A. y transformado ahora en D.A.A. Sólo un leve movimiento de siglas parecen separar ambos campos; sin embargo, lo que está en juego no es un simple cambio de denominación, sino el mostrar la resistencia de la pintura en el complejo campo d el arte actual y su flexibilidad para atravesar constantemente nuevos espacios conceptuales.
1.Arthur C. Danto ha señalado que tales anuncios siempre se han dado, paradójicamente, en momentos en los que la pintura gozaba de muy buena salud. DANTO, C. Arthur, “Lo puro, lo impuro y lo no puro: la pintura después de la modernidad”, en Nuevas Abstracciones. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid; Museu d’Art Contemporani, Barcelona, 1996, p 15.
2.LAWSON, Thomas. “Última salida: la pintura”, Artforum, 20, 2 (octubre, 1981), pp.40-47, recogido en WALLIS, Bian (ed.), Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Akal, Madrid, 2001, p. 154.
3.FOSTER, Hal. “Este funeral es por el cadáver equivocado”, en Diseño y delito y otras diatribas. Akal, Madrid, 2002.
4.CARRERE, A., y SABORIT, J. Retórica de la pintura. Cátedra, Madrid, 2000, p. 39
5.El arte contemporáneo ya no parece «contemporáneo», en el sentido de que ya no tiene un acceso privilegiado al presente, ni siquiera «sintomático», al menos no más que muchos otros fenómenos culturales. Si el primer principio de la historia de arte, como una vez estableció Heinrich Wölfflin, es que «no todas las cosas son posibles en todas las épocas», en la actualidad, para bien y para mal, esta premisa parece desafiada (…)”, en FOSTER, Hal. “Este funeral es por el cadáver equivocado”, Op.cit.
6.En un tránsito analizado de manera esclarecedora en GUILBAULT, Serge. De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno. Mondadori, Madrid, 1990.
7.DANTO, Arthur C., Después del fin del arte: el arte contemporáneo y el linde de la historia, Paidós, Barcelona, 2002, p. 118.
8.Los artistas minimalistas subvirtieron la teoría moderna, que en aquel momento los seguidores de Greenberg exponían con gran habilidad, mediante el sencillo procedimiento de tomarla al pie de la letra. El arte moderno no trataba de ocuparse de sus propias estructuras, así que los minimalistas hicieron objetos sin ninguna referencia más allá de su propia factura”. LAWSON, Thomas. “Última salida: la pintura”, en WALLIS, Brian (ed). Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Akal, Madrid, 2001, p. 155.
9.GREENBERG, Clement. “Recentness of Sculpture”, Art International, abril 1967, pp. 19-21.
10.GUASCH, Anna María. El arte último del siglo XX. Del posminimalismo a lo multicultural. Alianza, Madrid, 2000, p. 28.
11.JUDD, Donald. “Specific Objects”, en Donald Judd: Complete Writings 1959-1975, Halifax, Canada: Press of the Nova Scotia College of Art and Design, 1975, pp. 181-182.
12.KRAUSS. R. “La escultura en el campo expandido”, en La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos. Alianza, Madrid, 1996, pp.289-303.
13.Ibídem, p. 289.
14.GUASCH, Anna María. Op. cit., p. 20
15.La exposición realizada en 1981 en el ARC/Musée d’art moderne de la Villa de París bajo el título Il se disent peintres, ils se disent photgraphes [Se denominan pintores, se denominan fotógrafos] fue uno de los intentos más tempranos en replantear las flexibilidad de la posición del artista entre ambos medios, esto es, que un pintor –designado por su práctica habitual como tal-, utilizase otros soportes distintos de lienzo, en este caso la fotografía; que otros practicasen a la vez pintura y fotografía; y finalmente, aquellos que practicando fotografía se denominaban a sí mismos como pintores, pese a no participar de ninguna técnica próxima al medio.
16.BAQUÉ, Dominique. La fotografía plástica. Un arte paradójico. Gustavo Gili, Barcelona, 2003, p. 45.
17.MONLEÓN PRADAS, M. La experiencia de los límites: híbridos entre pintura y fotografía en la década de los ochenta. Valencia: Institució Alfons El Magnànim, 1991, p. 13.
18.CRUZ SÁNCHEZ, Pedro y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á. Impurezas, el híbrido pintura-fotografía. Región de Murcia, Consejería de Educación y Cultura, 2004, p. 103
19.Ibídem, p. 110
20.OLMO, Santiago B. “La importancia de seguir pintando”, en Desde los ’90, Sala Parpalló, MuVIM, Valencia, 13 noviembre 2002 – 11 enero 2003, p. 34.
21.DANTO, Arthur C. “Lo puro, lo impuro y lo no puro: la pintura tras la modernidad”, Op. cit,, p. 19.
22.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes. José Manuel Ciria: A.D.A. Una retórica de la abstracción contemporánea. Tf. Editores, Madrid, 1998, p. 27.
23. PAPARONI, Dementrio. “La abstracción redefinida”, en Nuevas Abstracciones. Op.cit., p. 24
24.Los tres capítulos que recogió la muestra fueron: Un siglo de Pintura Contemporánea 1900 2000, Después de la Realidad: Realism and Current Painting, y There is No Final Picture, Pintura después de 1968.
25.OLMO, Santiago B. Op. cit., p. 35.
26.Declaración de José Manuel Ciria en conversación con Carlos Delgado.
27.HONTORIA, Javier. “ArtBasel, la madre de todas las ferias”, en El Cultural, 21 de julio de 2007.
28.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes. Op. cit., p. 41.
29.“A finales de los años ochenta mi pintura era aún figurativa, había realizado numerosos experimentos intentando saltar a la abstracción, pero los resultados eran francamente decepcionantes, y no quiero decir que no “comprendía” lo abstracto, cuando lo cierto es que algunos de aquellos ejercicios tenían interés y eran atractivos en cuanto a composición, color y textura. Experimentos, que en algunos casos me arrepiento de haber destruido. El principal problema, visto desde la distancia, es que mi formación era clásica y autodidacta, y no sabía por donde entrar en la abstracción. No conseguía “creerme” aquellas composiciones, no podía entender la pintura como mera experimentación formal sin sentido y sin rumbo. Quería hacer pintura abstracta pero continuaba anclado en la figuración, la pesadilla duró aproximadamente dos años. El salto, al fin se produjo con bastante naturalidad por medio de una doble vía. Por un lado, estaba trabajando en una serie denominada Hombres, manos, formas orgánicas y signos, y dicha serie como su nombre indica estaba formada por cuatro familias o grupos de obra, los dos últimos tenían una vocación claramente abstracta que únicamente había de desarrollarse. Y por otro lado, la sincera necesidad de generar una plataforma teórica imbricada de toda una serie de preocupaciones conceptuales. Es decir, mi deseado salto a la abstracción, vino propiciado, aparte de por las experimentaciones plásticas en este sentido, por la dotación de una especie de «percha» teórica o sistema, que me permitía desarrollar todo un genuino campo de experimentación. Muchas de aquellas preocupaciones teóricas se recopilaron en un pequeño cuaderno, que siempre me ha acompañado (…)”.CIRIA, J.M. “Cuaderno de notas – 1990”, en José Manuel Ciria. Limbos de Fénix. Galería Bach Quatre. Barcelona, 2005, p. 139.
30.El cuaderno ha sido reeditado en José Manuel Ciria. Paisajes binarios, Galería Fernando Silió, Santander, 2003, pp. 77-120 y en José Manuel Ciria. Limbos de Fénix. Galería Bach Quatre. Barcelona, 2005, pp.141-184.
31. “Lo sorprendente de la retícula es que, pese a su enorme efectividad como abanderada de la libertad, es extremadamente restrictiva en lo que respecta al ejercicio real de la libertad”. KRAUSS. R. “La originalidad de la vanguardia”, en La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos. Op. cit., p. 174.
32. GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes, Op. cit , p. 104.
33. KRAUSS, R. Ibídem.
34.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes, Op. cit, p. 99.
35.CIRIA, José Manuel. “Reductor de miradas (Compartimentaciones)”, en Glance Reducers. Compartimentations. Kortrijk, Athena Art Gallery, 2000.
36.Julio César Abad Vidal ha señalado, a propósito de las obras de José Manuel Ciria presentadas en la galería Salvador Díaz de Madrid, entre los meses de septiembre y octubre de 2000: “Asimismo, podríamos señalar una nueva categoría o compartimentación que irrumpe en los últimos trabajos del pintor, por la que estructuras regulares de aluminio, dispuestas longitudinalmente atraviesan el soporte, ya sea compartimentado o no, para encerrar o encadenar objetos encontrados y seleccionados, como una zapatilla, la bolsa de plástico identificativa de un centro comercial, o muñecos de peluche”. ABAD VIDA, J.C. “La forja de lo informe”, en Glosa líquida. Cáceres, Galería Bores & Mallo, 2000.
37.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes. Op. cit., p. 189.
38.CIRIA, José Manuel. “El tiempo detenido de Ucello y Giotto, y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma”, en José Manuel Ciria. El tiempo detenido. TF, Madrid, 1996, p. 29.
39.HUICI, Fernando: “Bajo la piel”. Catálogo de la exposición Adage. Galería Afinsa. Madrid, enero-febrero, 1993, p. 4.
40.GARCÍA BERRIO, Antonio y REPLINGER, Mercedes. Op. cit., p. 88.
41.Declaración del artista recogida en TOWERDAWN, Joseph: Plástica y semántica (Conversaciones con José Manuel Ciria), en Quis custodiet pisos custodes. Galería Salvador Díaz, Madrid, 2000, p. 43.
42.CIRIA, J.M.: “Espacio y luz (Analítica estructural a nivel medio)” en José Manuel Ciria. Espace et lumiére. Artim Galería, Estrasburgo, 2000, p. 56.
43.SOLANA, Guillermo. “Epifanías”, en José Manuel Ciria. Galería Salvador Díaz, Madrid, septiembre, 2007.
44.Tal ejercicio de apropiación no es nuevo en José Manuel Ciria. A lo largo de su trayectoria ha planteado citas, alusiones y homenajes a artistas tan diversos como Giotto, Piero della Francesca, Zurbarán, Duchamp, Joseph Beuys o Markus Lüpertz, entre otros.
45.CIRIA, José Manuel. “Nueva York, estados de ánimo, el momento figurativo, Malevich y Zuloaga”, en Ciria. El dueño del tiempo. Galería Pedro Peña, Marbella, 2006, p. 12.
46.ABAD VIDAL, Julio César. “Pinturas construidas y figuras en construcción”, en Ciria. Pinturas construidas y figuras en construcción. Sala de exposiciones de la Iglesia de San Esteban, Murcia, 2007, p. 41.
47. “Se produjo un acontecimiento que no fui capaz de observar al poco tiempo de llegar a Manhattan y que armaba el homenaje a Malevich desde sus primeras composiciones (…): La vuelta a la línea, a la estructura, al dibujo” CIRIA, José Manuel. “Volver” en Búsquedas en Nueva York. Roberto Ferrer, Madrid, 2007, p. 45.
48. Sobre la revisión efectuada por Malevich sobre el arte del icono remitimos a DUBORGEL, Bruno. Malevitch. La question de l’icône. Publications de l’Université de Saint-Étienne, 1997. Recordemos, por otro lado, que el pintor llamó ya a su Cuadro negro sobre blanco “desnudo icono de nuestro tiempo”.
49. CIRIA, José Manuel. “Volver”. Op. cit.
50. Sobre la presencia de la simbolización en la pintura afigurativa han reflexionado A. García Berrio y T. Hernández: “Desde un punto de vista semántico-comunicativo, el conjunto de tendencias afigurativas que constituyen el gran núcleo del llamado arte moderno en nuestro siglo, se funda sobre referencias conscientes y subconscientes a alguna forma de realidad. Unas veces será más inmediata y tangible, radicalizada en el sistema de su representación, otras la más recóndita y subconsciente; y en ocasiones la más esencial (…), ni siquiera estas formas más extremas del plasticismo abstracto dejan de cumplir en algún grado –aunque sea mínimo- el fundamento inevitablemente simbólico de las artes visuales”. GARCÍA BERRIO y HERNÁNDEZ, T. Ut poesis pictura. Poética del arte visual. Tecnos, Madrid, 1988, pp. 83 y 84.
51. REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”, en Búsquedas en Nueva York. Op. cit., p. 31.
52. Ibídem.
53.Establecemos como posible traducción de “rare” los términos “crudo” e “inacabado” como las dos aproximaciones más coherentes con la intención de Ciria, y con la conciencia de la imposibilidad de traducir sin variar el significado. Dicha heterogeneidad ha quedado patente en Des tours de Babel (1985) de Jaques Derrida, donde el autor señala que no hay un original de la traducción, así como no hay traducción sin un resto intraducible; es decir, toda traducción conlleva una ganancia y una pérdida.
54.ROSEMBERG, Harold. “The American Action Painters”, Art News, LI, nº 8, diciembre, 1952, p. 22. Tomado de SANDLER, Irvin. El triunfo de la pintura norteamericana. Historia del expresionismo abstracto. Alianza, Madrid, 1996, p.287.
55.LÉVI-STRAUSS, C. Lo crudo y lo cocido. Fondo de Cultura Económica, México, 1968, p. 332.
56.GARCÍA-BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 23.
57.En el sentido al que se refería Tàpies al señalar que el artista “es hombre de laboratorio”, pues trabaja en soledad para conseguir “el milagro según el cual unos materiales, que por sí solos son inertes, empiezan a hablar con una fuerza expresiva que difícilmente puede compararse a ninguna otra cosa”. TÀPIES, A. “La otra pintura”, en Cuadernos Hispano-Americanos, nº 70, Madrid, octubre, 1955.
58.Tomado de JULIUS, A. El arte como provocación. Destino, Barcelona, 2002, p. 221.
59.CARRERE, A., y SABORIT, J. Retórica de la pintura. Op.cit., p. 210.
60. “Para resaltar esto, llegué a considerar colgar mis retratos invertidos, aunque me hubiera convertido en Baselitz, sólo con la intención de que la gente los viera como pinturas”, en VICENTE, Mercedes. “Chuck Close, Reinventar el retrato”, Lápiz, nº 145, 2000, p. 44.
61.CALVO SERRALLER, F. Los géneros de la pintura. Taurus, Madrid, 2005, p. 363
62.RODRÍGUEZ MAGDA, Rosa María. “Transmodernidad; La globalización como totalidad transmoderna”, Revista Observaciones Filosóficas. Agosto, 2006. Artículo disponible en www.observacionesfilosoficas.net/transmodernidad00.pdf
63.Sobre la importancia de esta indagación conceptual, que el artista ha denominado Dinámica de Alfa Alineaciones, hacemos una amplio estudio en último capítulo de este escrito.
64.Así ocurre en sus aproximaciones dentro de “La Guardia Place”, si bien el artista ha recuperado el sentido de transitoriedad material que caracterizó la lectura moral del bodegón en el Barroco en piezas anteriores como Vanita (Llevántate y anda), de 2001, sorprendente creación donde es la propia historia de la pintura –con alusiones que van desde la pintura holandesa del XVII hasta las creaciones de Yves Klein– la que revela su fugacidad.
65.Una colocación tan esmerada en la tradición del género que ha hecho observar que artistas como Sánchez Cotán posiblemente utilizaron ratios matemáticas para la organización de los objetos representados. Véase CALVO SERRALLER, F. Op. cit., 292.
66.ARNHEIM, R. Arte y percepción visual. Alianza Forma, Madrid, 1979, p. 500.
67.Véase a este respecto FURIÓ, Vicenç, Ideas y formas en la representación pictórica. Anthropos, Barcelona, 1991, pp. 47-54.
68.ABAD VIDAL, J.C. Ciria. Pintura sin héroe. T.F, Madrid, 2003, p. 89
69.LACAN, Jacques. Los cuatro principios fundamentales del psicoanálisis: seminario XI. Barral, Barcelona, 1977, p. 95. 70.Ibídem, p. 96.
71.MARTÍNEZ-ARTERO, Rosa. El retrato. Del sujeto en el retrato. Montesinos, Barcelona, 2004, p.261.
72.REPLINGER, Mercedes. “El pintor en Nueva York”. Op. cit., p. 32.
73.LÉPICOUCHÉ, Michel Hubert. “Desde la luz de Monfragüe hasta el color en los cuadros de José Manuel Ciria”. Monfrague. Emblemas abstractos sobre el paisaje. Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, Badajoz, marzo-mayo, 2000, p. 55.
74.El paisaje no es, por lo tanto, lo que está ahí, ante nosotros, es un concepto inventado o, mejor dicho, una construcción cultural. El paisaje no es un lugar físico, sino una serie de ideas, sensaciones y sentimientos que elaboramos a partir del lugar”. MADERUELO, Javier. El Paisaje. Actas del II Curso Huesca: Arte y Naturaleza. Huesca: Diputación de Huesca, 1997, p. 10.
75.PÉREZ, David. “El documento incierto: la naturaleza entre el signo y el artificio”. PERÁN, Martí y PICAZO, Glòria (editores), Naturalezas. Una travesía por el arte contemporáneo. Consorci del Museo d’Art Contemporani de Barcelona, 2000, p. 235.
76.Conversación de José Manuel Ciria con Carlos Delgado.
77.CIRIA. J.M. “Signo sin orillas”, en ABAD VIDAL, J.C. Ciria. Pintura sin héroe. Op. cit., p. 242.
78.ACAN, Jacques. Op. cit., p. 81
79.Ibídem, p. 82
80.Ibídem.
81.Ibídem, p. 93
82.Ibídem, p. 103
83.KRAUSS, R. El inconsciente óptico. Tecnos, Madrid, 1993, p. 198.
84.FOSTER, Hal. El retorno de lo real : la vanguardia a finales de siglo. Akal, Madrid, 2001, p. 143
85.CRUZ SÁNCHEZ, Pedro y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á, Op. cit., p. 144.
86.LACAN, Jacques. Op. cit., p. 108
87.Ver HERNÁNDEZ NAVARRO, M.A. “El arte contemporáneo entre la experiencia, lo antivisual y lo siniestro”, Revista de Occidente, nº 297, febrero, 2006.
88.Ibídem.
89.CRUZ SÁNCHEZ, Pedro y HERNÁNDEZ-NAVARRO, Miguel Á. Op. cit., p. 148
90.SOLANA, Guillermo. “Marias o el cuerpo desollado de la pintura”, en José Manuel Ciria. Visiones Inmanentes. Sala Rekalde, Vizcaya, diciembre 2001 – enero 2002, p. 22.
91.REPLINGER, M. Op. cit., p. 31.
92.WAJEMAN, Gerard. “Narciso o El fantasma de la pintura”, en Arte y Fantasma, Chapvallon, París, 1984, pp. 107-126
93.LACAN, Jacques. Op. cit., p.83.
94.Declaración de José Manuel Ciria recogida en SOLANA, Guillermo: “Salpicando la tela del agua”, en Squares from 79 Richmond Grove, MAE y SEACEX, Madrid, 2004, p. 39.
95.Ver a este respecto “La lectura de la imagen”, en FURIÓ, Vicenç. Ideas y formas en la representación pictórica. Op. cit., pp. 135-147. 96. “Conversación de Juan Estefa Freire con José Manuel Ciria”, en José Manuel Ciria. Limbos de Fénix. Galería Bach Quatre, Barcelona, noviembre-diciembre, 2005, p. 99.
97..Ibídem, pp. 95-96.
98.Para una aproximación exhaustiva acerca de la retórica en las artes visuales vid. GARCÍA BERRIO, A. y HERNÁNDEZ, T. Op. cit. A partir de este modelo metodológico retórico ha sido analizada la obra abstracta de José Manuel Ciria de los años noventa en GARCÍA BERRIO, A., y REPLINGER MERCEDES, Op. cit.
99. “Conversación de Juan Estefa Freire con José Manuel Ciria”. Op. cit., p. 98
100.CIRIA, José Manuel. “El tiempo detenido de Ucello y Giotto y una mezcla de ideas para hablar de automatismo en Roma”. Op. cit., p. 28.
101.Ibídem, p. 28
102.GARCÍA BERRIO, A., y REPLINGER, M. Op. cit., p. 171
103.Ibídem.
104. “Conversación de Juan Estefa Freire con José Manuel Ciria”. Op. cit., p. 96-97
105.CIRIA, J.M. “Fragmentos de la mirada subjetiva. Una posible defensa de la pintura”, en Instersticios. Fur Printing, Madrid, 1999, p. 37.
106. “Conversación de Juan Estefa Freire con José Manuel Ciria”. Op. cit., p. 96.