Pedro Nuño de la Rosa. Alicante. 2003
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Pedro Nuño de la Rosa. Alicante. 2003

Catálogo exposición “Teatro del Minotauro” itinerante organizada por el Consorcio de Museos de la Comunidad Valenciana y la Caja de Ahorros del Mediterráneo.

Lonja del Pescado, Alicante.
Casal Solleric, Palma de Mallorca.
Museo de Arte Contemporáneo, Ibiza.
Museo de la Ciudad, Valencia. Febrero 2003.


YO HE TRAZADO EN EL MURO DE TELA UNA VENTANA

Pedro Nuño de la Rosa

 

La angustia existencial de lo cotidiano, el discurrir hacia lo desconocido, el recuerdo como antropología de la cultura individual, la muerte en la memoria y la asociación de ideas entre el caos como elemento de la creatividad desde lo accidental, que no lo es tanto, y el orden del ritmo y de la sintaxis como apariencias de lo sujeto y conforme a método. Siempre los niveles de la conciencia, de la experiencia y de la creatividad. Creo que mucha de esta combinatoria, aparentemente antitética, se da en gran parte de la producción de José Manuel Ciria.

“El ruido de mi respiración se oye por encima del de mi pluma y del de una bañera que han dejado correr en el piso de abajo”. Walter Benjamin cita a Proust para después definir el estilo del novelista marcado por la angustia hipocondríaca: Su sintaxis imita rítmicamente, paso a paso, su miedo a la asfixia. La respiración ansiosa como si se fuese a perder el último hálito que entra por la ventana, la pluma o herramienta de la creatividad en un escritor cargado de manías que se autoexilió en la cama de la Olimpia de Manet para tramar su venganza contra una aristocracia despreocupada, exquisita y culta que nunca acabó de aceptarlo.

 

Y mientras Proust redacta estas notas casi biográficas a un amigo, el agua salpicada se vierte desde la bañera para escurrirse sobre el piso provocando el accidente doméstico que podríamos convertir en la instantánea de un chorreo transparente sobre la precisa geometría de unos ladrillos o azulejos perfectamente ensamblados. Una imagen con que le hubiera encantado especular a Beuys, y que yo he releído tantas veces en los cuadros de Ciria y en su estética del juego y del conocimiento como fuerzas contrapuestas. Pocos años después Walter Benjamín, pitillo en una mano temblorosa y en la otra sosteniendo la estilográfica de sus angustias, de sus miedos, redacta esas Iluminaciones sobre la genialidad burguesa del judío errante a la búsqueda del tiempo perdido, también acosado por las prisas y la incapacidad de concluir su propio discurso en la perturbación de otro tiempo no encontrado que lo llevará al suicidio. Al menos así me lo pareció mientras paseaba por entre las obras de gran formato donde, quizás más que en las de otros tamaños estandarizados, José Manuel Ciria insiste en declararse, no sólo pintor a la manera, sino hacedor de combinatorias plásticas y plataformas teóricas sobre un suelo que debemos planear verticalmente, como si fuéramos hombres pájaros trazando rasantes, y sobre el que Ciria ha volcado toda su potencia expresiva en metáforas espaciales, aunque sean planos superpuestos que, y por su propia dimensión, implican el verdadero sentido de aquella proposición que en 1962 Umberto Eco bosquejara como Obra abierta , para definir, entre otras, la obra de Arte (Poética) en su triple aspecto como idea-estructura-facturación, y también de forma que pueda ser indefinidamente interpretable en ese significante combinatorio, que Barthes estudió en la retórica de las imágenes, como hecho meramente perceptivo al que indefectiblemente deberemos unir otros componentes entre los que están los antropológicos y culturales. Asunto este que vuelve a quedar sobre la mesa de las negociaciones globales y teóricas, quizás “cerradas” demasiado pronto al dedicarse Eco precipitadamente a otros menesteres literarios y sembrar la controversia entre sus presuntos seguidores.

 

Basta ver las obras de Ciria para convenir en la contundencia de la percepción, y basta leer los títulos de dichas obras y revisar alguno de sus catálogos ad-hoc, donde se incrustan sus propios textos literarios y plásticos, para convencernos de la enorme carga intelectual, ortodoxa y heterodoxa, que aporta a lo que es, más que un cuadro, una Obra abierta. Los grandes formatos, más “abiertos” cuando menos abarcables, siempre han requerido una intuición y decisión muy especiales en las que la fisicidad del trazo adquiere toda su evidencia. En primer lugar, y tratándose de Ciria, está aquello del signo no figurativo y gestual que supera al tamaño de su cuerpo y que, por su propia mecánica no permite correcciones ni adherencias posteriores, tan al uso del muralismo histórico, frescos sobre la pared, o del formato academicista grandilocuente. Aquí es necesario que el cuerpo esté adaptado al instante “ejecutor” para poder plasmar semejante esfuerzo con una sincronía perfecta que controle, relativamente, su intervención sobre toda esa espectacular superficie, y sobre la que se actúa con herramientas suficientes (proporcionales), y por tanto diferentes, que facultan abarcar la extensión de lo que se pinta. Una forma, desprendida de la mezcla de materias heterogéneas, donde no hay un control total, ni reglas, y el artista se convierte en una genuina herramienta antropométrica.

 

El método técnico del trabajo de Ciria no es el del dominio extremo, aunque sí concluyente, de lo que quiere pintar. La obra se termina por sí misma, ante las reacciones de los “líquidos” puestos en flotación, aunque vaya firmada de interrogantes. Es decir, lo que hace Ciria es propiciar paisajes que faciliten la aparición de acontecimientos plásticos, estableciendo una especie de juego entre lo que puede controlar y lo que no: Técnicas azarosas, formas de entrar a generar campos texturales, variación de posibilidades y de tensiones, accidentes en el gesto y en la química de la materia, repulsiones entre fortuitas y provocadas, expansiones cromáticas… Lo que más interesa a Ciria después de ese diálogo entre lo casual y lo causal en los trazos, es la fisicidad que ofrece la propia obra por medio de diferentes soportes combinados, especialmente cuando se trata de piezas de gran tamaño, que nos ocupan, porque admiten mayores espacios combinatorios para la especulación formal.

 

Una actitud muy dialéctica la suya, confrontando continente y contenido, que se impone ante el trabajo sobredimensionado, y que genera el choque, el contraste, el grito, el desasosiego, el impulso ciego, la fuerza del desgarro, contra la rendición del acabado purista; en definitiva, que sus extensiones expresivas tienen la garra, pero también el interés y la variedad de una lectura de largo recorrido que obliga al receptor a moverse (sobrevolar), intercambiando distintos itinerarios de la mirada.

 

Por eso a Ciria le repele el manierismo de las insistencias, y aún más, que lo cataloguen de lírico o de abstracto al uso, cuando intenta realizar una pintura épica, una epopeya del movimiento, apoyada en la gravedad del receptor dotado para una observación correcta con la que reclamar constantemente esa “fisicidad” o potencia visual que, y también en Ciria, viene dada, insisto, tanto por el modo de tratar los materiales, como por la búsqueda de unos soportes llamativos, agresivos, que asumen su propia materialidad.

Nuestro Ciria admirador de Duchamp , a quien considera a la altura del Picasso dibujante y del Matisse cromático, conviene con el dadaísta en ese último mensaje que uno deja encargado tan a juicio de la posteridad como para que se lo incrusten con cincel en su propia lápida. D’ailleurs, c’est toujours les autres qui meurent (Cementerio de Rouen. Tumba de Marcel Duchamp). Un gesto que en su idea y por tanto intención póstuma, a manera de rúbrica, va más allá de lo que quedará en la ensayística para pasto antológico y rumiar de estudiosos e historiadores, y también de otros testamentos teóricos de puño y letra, a los que tan aficionados fueron los escandalizadores años 20, dejando simiente para todo un siglo que, tras empezar con torrenciales sueños pre-revolucionarios, ha acabado en el mar muerto del eclecticismo de donde surge el la pintura paraconceptual y preconceptual de Ciria –y de pocos más–basada en la memoria y el mito como ejes temáticos del paradigma de la complejidad.

 

Sí, en definitiva son los otros los que mueren. Y tu vives mientras eres capaz de seguir “en” la pintura, no “con” o “tras”. Claro, “qué es el morir” y el preguntarse “ubi sunt” los grandes que en el mundo han sido, sino la suma de diferentes etapas individuales o de tendencias agrupadas, que han de ser contestadas por las antítesis a las que cada cual se pone frente o desde la propia obra, y opone a todo lo pretérito sea intrínseco o prestado (apropiaciones) sin derecho a devolución ni réplica. Ya que, allegados en los mass-media, la tautología nunca se reconoce dignamente por aquello del artista y su marca de fábrica. Y que tanto ha preocupado a los occidentales desde Hegel a Greenberg , y, por supuesto, a todos los revisionistas de cuanto hoy en día lleve el prefijo “post”, Habermas versus Toulmin en aporía contemporánea. Original y copia. Una simbiosis donde, establecidas y asumidas como patente sellada las letras (discurso literario) desde diferentes campos de análisis: crítica, historia, glosarios, etc., que van debajo de las viñetas (obra física y artística del autor), tan caras se pagan las similitudes formales no colectivas. Claro que: ¿quién vigila al vigilante? Ciria, o, ¿quién critica a crítico?, según Eliot.

 

Y en ese sentido me acuerdo de las funciones entre los distintos lenguajes y en toda la retórica que intenta intercomunicarlos desde diferentes disciplinas. Según Ciria: “Cuando escribo textos para un catálogo no intento explicar la obra, sino crear otra cosa. Para mí, mi obra está suficientemente justificada. Por ello me parecería reiterativo explicarme, cuando creo que la mejor manera de hacerlo es pintando” . Pero esa “otra cosa” muchas veces está impresa de teoría manchada de taller, escrita a carboncillo con el mono de pintar, y no siempre nos parece coincidente con los distintos escritores de textos de sus ya numerosos catálogos, en los que, y nada casualmente, también interviene Ciria desde algunas reflexiones puramente teóricas y colgadas como avisos más o menos explícitos a tanto discurso redundante y disperso no sólo sobre su obra, sino sobre determinada forma de entender nuestro Arte en su inmediatez y proximidad. Es decir: Ciria aporta su propia retórica conceptual y salvaguardia “custodia”. Por eso los títulos de las obras son un referente en Ciria, una “Actitud”, como ese cuadro de dos por cuatro metros pintado en 1991 que explica los inicios serios y conscientemente emancipados de un “autodidacta”, dicho con toda ironía, que llevaba siete años exponiendo y especulando manierismos con secuencias importantes hacia unas señas identificables, cada vez más definidas, entre las individuales de París en 1984 y la sevillana de 1987, y la exposición en la galería Al.Hanax de Valencia en 1991, donde Ciria es ya alguien a tener en cuenta. A partir de ese año las exposiciones se sucederán vertiginosamente. El “Yo acuso” ha cambiado a la consideración del “Yo expongo”. Y los referentes a otros, más o menos obvios en eso que hemos dado en llamar “contaminación”, se diluyen hasta trascender secuencialmente a notables reflexiones plásticas de Ciria sobre el Caos y el Orden. Una línea ideológica que empieza a tener cierto respaldo en los campos de la filosofía y de la historiografía oficiales, y que en la pintura ya llevaba bastante tiempo dando vueltas desde que Rosenberg escribiera que: “Lo que iba a ocurrir en el lienzo era, no la realización de un cuadro, sino un evento”. Una actitud, doblemente mayestática en las piezas de gran tamaño y donde el primitivismo iniciático de los “pintores de acción” de la posguerra, y sus formas de ejecución, se retoma en los ochenta y cambia, con los añadidos de otros movimientos, antitéticos o no, hacia lo subjetivo, complejo y conceptual. Así, en esta época de Ciria los referentes suprematistas de una cruz blanca sobre fondo negro se entrecruzan con conceptos poperos, informalistas y “post-racionales” que se darán cita ya en Munich (1992), en su exposición Cry nude Europe, desde un previo acercamiento a lo difuso, a lo brut, a esa inconcrección que tienen las formas cuando pasan a velocidad televisiva y sólo tenemos de ellas la sensación de un golpe de vista, que constreñimos en una sola imagen o secuencia central, sea significado o sea significante, que irá a parar a las estanterías de nuestra percepción.

 

Pintar sobre la pintura, incluso sobre la literatura que habla de Arte. Esa es también persistencia en Ciria cuando la metonimia se convierte a su vez en modelo libre de cargas, y surge una obra como Guerreros con sus casi seis metros de larga por dos de alta. Cada una de las tres figuras es segmentada por dos líneas superpuestas que reordenan en vertical la sinuosidad de las formas antropomórficas en proceso de fragmentación, y se anteponen a cualquier concepto literario para acotar el resultado final de la obra en el campo puramente pictórico. Los arlequines y figurines de Cezanne, de Picasso, pero esencialmente de Malevich, son revisados por Los Guerreros de Ciria, al destapar el ataúd donde se estaban descomponiendo o diluyendo en lo intemporal hasta quedarse, en la autopsia, con apenas dos colores y, en ese territorio de nadie, donde abstracción y figuración buscan un diálogo que años atrás parecía imposible desde la línea preceptiva y antirreferencial de la primera.

 

Un diálogo que todavía se entiende mejor, desde la perspectiva –no-figurativa sobre elementos figurales–, cuando Ciria obtiene la beca de la Academia de España en Roma y se enfrenta en su origen, entorno natural y dimensiones reales a sus admirados Uccello, Giotto, Mantegna, Caravaggio, Tintoretto, etc. De allí saldrán cuadros de gran formato como La visión del carro de fuego, El anuncio de Santa Ana, El nacimiento de la Madonna… y que pueden parecer frescos o retablos metamorfoseados resueltos dentro de su serie Mascarás de la Mirada, en un nuevo intento de posibilitar un “campo preconceptual” (utilizo su expresión), donde la mirada primigenia, y por tanto previa al posterior planteamiento semántico, observa la artificialidad de la máscara y a su vez es una continua alusión al truco de pintar, al guiño sobre los epitafios históricos y a la aviesa simbiosis de unos creadores frente a otros, bien sea en la forma de componer, Giotto, o de distribuir los espacios, Uccello. Partiendo de la identidad de los títulos en sincronía, Ciria comunica con pinturas que le anteceden siglos para establecer su particular eje diacrónico “abstrayéndose de la realidad literaria” para repintar sin palabras el discurso representativo, mágico y espiritual de quienes precisamente iban a determinar el prólogo al naturalismo, la imagen de lo real y su reflejo en obra de Arte o espejo enmarcado sobre una superficie que nos conduce, en otra vuelta de la tuerca, a una de las variantes y preocupaciones del Ciria romano: “El Narciso que no es Narciso”: Ethos y Logos, realizada dos años después, puede ser en su amplitud (310 x 260 cm) una denotativa reverberación de la irónica mirada sobre la eternal y paradójica contemplación del Arte por el Arte, o de la negación del Narciso reflejado. Siempre la imagen y su duplicado, el cuerpo y lo que se ve en el agua-espejo. Un eje vertical dibujado a lapicero en el centro de la obra, facilita el juego de la composición: las manchas se apoyan sobre esa línea o sobre los bordes, generándose una especie de relación de imposibles. Ciria utiliza el barco y su reflejo, pero también especula con el hombre mirándose en el cristal fluido y lo que percibe modificado, silueteado, variable. Ahora mismo, Ciria vuelve a apostar en sus composiciones con contextos que siguen remitiendo al Narciso y esa “relación de imposibles”.

 

También el espejo puede reflejar formas abstractas de providencia que convierten en anécdota, el suceso que tanto gustaba a Kandinsky como apoyo didáctico, en operas primas de una determinada etapa. Escucho a Ciria contando una vez más, cuando una noche en Roma, ¿dónde si no la “Providencia”?, volviendo por una calle adoquinada del Trastevere, observó sobre el suelo una especie de masilla atravesada por la reciente rodadura de un coche. El resultado, accidental obviamente, le pareció idéntico a un cuadro de Motherwell. Sacó una fotografía, por cierto, reproducida en el catálogo de Roma , supongo que para incidir en “lo equívoco”, y después, apoyándose en ese “sucedido”, pintar la anécdota de una forma subjetiva. La impresionante composición de Madrebien atropellado por un coche en Roma (330 x 430 cm.), medidas superiores al icono circunstancial, responde pues a esa mancha sobre el suelo, recordada e interpretada en el estudio para otorgarle un nuevo espacio-dimensión, al que luego añadiría papeles pintados dispuestos en espirales para romper con esa imagen –puramente gestual y pictórica– con el fin de que el resultado último de la combinatoria tuviese un contraste, y creara un choque contra el espejo de su admirado Motherwell: alegóricamente mirando de reojo al Motherwell de las composiciones en tinta china sobre papel llamadas Samurai, donde el pintor americano trata de imitar al mar y metaforizar plásticamente, el choque de la ola contra la piedra de un malecón, en una mezcla de lo controlado y lo azaroso. Porque en Motherwell siempre hay un ingrediente automático, una improvisación, en su forma de entender la pintura que culminará con sus famosas Window-and-Wall series (Serie de Ventana y Pared).

 

Ciria titula La ventana habitada, a otro de sus grandes formatos (320 x 500 cm.), composición donde aparece de nuevo esa asociación entre lo gestual y lo geométrico que siempre ha sido dialéctica protagonista en su obra. No obstante, en estas fragmentaciones hay un predominio del gesto, aunque sigue existiendo esa dibujada trama reticular sobre un collage gigante de cartón en medio de la composición, para después, al igual que en Madrebien atropellado por un coche en Roma, tensar la obra por medio de diferentes manchas. Ventana habitada delata, esos retornos que Ciria realiza siempre a su pasado, recurriendo en esta ocasión a un trabajo de 1990-1991, donde, encima de un fondo gris realizado sobre lienzo, generaba una trama y, dentro de las ventanas de esa trama, hacía un collage de papel que, en cierto modo, recuerda también a su época en Francia, donde se interesó, más por la teoría del Supports-Surfaces, que por la obras del grupo . Un periodo de circunstanciales estancias europeas que acabarían en la imperante necesidad del polisémico autoexiliado que desea crear un mundo propio, y con el, una ontología de la significación.

 

Mucho antes Ciria había sido un combatiente feroz contra todo aquel que propugnara, como mandaban los cánones de la época, la apresurada sentencia que ajusticiaba a la pintura “in progress” a bajarse de las paredes, para no volver a colgarla nunca jamás en los habitáculos postmodernos. El punto y la línea sobre el plano han muerto, dijeron, el “all-over” también, los movimientos se acabaron con el antedicho Soporte-Superficie en la Francia donde nacieron. Punto y final. Qué nos queda: Viva cualquier cosa que pueda caber en el cul de sac abierto por Rosalind Krauss para que metamos todo lo que no es arquitectura, ni es superficie. Aquellos aspirantes a Marinettis de Word Perfect 5.1 no sabían lo que se jugaban crucificando y amortajando desde sus periódicos, revistas y programas televisivos algo que ya había calado, como tema discursivo en el empirismo de sus propias experiencias, en los mesías cachorros. Gente, ésta peña, que bebió en las aguas revueltas de la pintura romántica de los ochenta, en la escena artística internacional plagada de campos experimentales sobre los distintos prefijos “neo” y lo realmente nuevo, mientras, se comían su Beautiful Toasts Dream sobre la enorme cama hospitalaria de Tàpies que enmarcara cualquier librería de Kiefer, comentando con cierta sorna calimocha: ¿Qué cojones dicen estos popes vestidos de curators (conservadores y guardadores de estatuas) americanos? Vamos a pintar otra vez “La palabra pintada”, a lo grande, y a darle en los morros al lobo de Tom, un presuntuoso literato metido a banalizar a su paisanaje crítico con sus terribles misereres simbolistas. Y, de paso, contestamos desde la pared, o mejor desde el muro transgresor. Jodida y dura empresa de acometer, ante el imperio de lo puramente conceptual. Fue el anuncio de los teloneros más jóvenes antes de volcarse inmediatamente a la faena de contar “su” algo distinto. La joven camada de mestizos tenía sobre las desordenadas estanterías del gran supermercado del Arte, a Baselitz junto a la última “Escuela Española en París” (Barceló, Sicilia, Campano, Broto…), a Jaspers Johns sobre Antonio Saura, y debajo, a una de las mejores selecciones alemanas, 17 artistas en total, que vino en 1984 al Palacio Velázquez en aquella influyente exposición colectiva que se llamó Origen y Visión , muchas piezas sobrepasaban cualquier tamaño de los acostumbrados en nuestro país, y que hizo verdadera mella en los planteamientos de aquella generación. Todo estaba dispuesto para la batalla callejera, incluso en los letreros con spray-underground donde se anunciaba con una rutilante etiqueta deconstruida el proceso de aceleración global, que tel-quel, también afectaba a las tendencias artísticas, y donde unos teóricos de lo habitual exhibían su programa de mano como reverso y antídoto al de otros, bipolarizando entre El Cultural, Babelia y adláteres todo cuanto circundaba las fronteras entre lo que debía de ser y lo que no era. Antes de que llegara la marabunta y las ferias de Arte hubo un tiempo y un país con mucha prisa por rellenar nuestro álbum de vanguardias (1945-1980) manifiestamente incompleto, y surgieron, como setas de toda especie y bajo la lluvia de una democracia naciente, varias tandas de artistas capaces de contrabandear en cualquier dirección marcada por las necesidades contemporaneizadoras de cubrir nuestra endémica desaceleración, quedándose un paso más atrás de su intuición imaginaria porque “lo que no está en la memoria, no es memoria”. Dentro de tan apresurado artificio social no resulta extraño que algunos historiadores de lo inmediato, como Ana María Guasch , se hayan mostrado bastante escépticos con el resultado final de aquella época de improvisaciones. Desde sus principios expositivos en 1984, Ciria mantuvo una actitud crítica ante ese estatus y mercado fagocitador, que necesitaba cambiar el escaparate cada temporada y, en consecuencia, las galerías totémicas demandaban a las galerías emergentes o segundonas, y por ende a sus “cuadras” de artistas, la imposición de ciertas tendencias inmediatamente aceptadas bajo el apadrinamiento de la crítica mediática. Bueno, como en todas partes.

 

Por entonces también andaba Ciria en continuas referencias a la “inspiración” junto al vademécum mitológico griego y romano, como componentes de su particular ordenación del caos . Porque de eso ha tratado siempre la creatividad de este heterodoxo multicultural hospiciado en Manchester, criado en el Madrid y recriado en la Roma postfeliniana y postransvanguardista: de compartimentar las estancias originariamente suprematistas con los rasgos más expresivos de un monólogo silente, tan lejano al surrealismo en sus gestos y caligrafías chorreantes en vertical, aunque dicho sea de paso, no ajeno al automatismo . Tuvieron que pasar años de opciones y de confusiones retóricas sobre la autonomía de la representación, hasta que en los noventa se sistematizaron ciertas conveniencias semánticas, no inmunes a las peleas críticas por su insuficiente sustancia lingüística. Incluso Ciria propiamente, y ya en 1998, pondría en epígrafe semiótico-cognitivo las siglas de A.D.A. (Abstracción Deconstructiva, Automática). Se supone que con cierto humor contra la pedantería y la prosopopeya, y esa afición a la paradoja y al equívoco sobre la literaturización del Arte a la que tan inclinado es Ciria en sus desacralizaciones.

 

De forma casi obsesiva andamos siempre a vueltas con el Azar y el Determinismo, si por este último entendemos el intento de controlar el cuadro en todo su proceso de materialización, posterior a una serie de reflexiones, que pueden ir desde ideas, apuntes, bocetos, notas u otras obras conclusas o desestimadas (Ciria destruye muchas piezas malogradas) a los problemas que se plantean sobre lo que él burlonamente interpreta como una facturación similar a la “escritura automática”, a lo accidental en el proceso creativo que señalábamos antes. A Ciria, en consecuencia, no le interesa tanto el plano onírico o de automatismo psíquico como el automatismo físico, el de las reacciones matericas, el gesto y el azar. Es decir, la ejecución donde, fuera de cualquier sentido “literario”, el artista plasma la energía de sus movimientos, cruzando el lienzo hasta salirse de los márgenes para crear y ampliar el campo de batalla sobre el suelo de cemento que contiene infinidad de restos y recuerdos de inmediatas gestas anteriores. Un campo de confrontación que, desde que Pollock sustituyó la verticalidad por la horizontalidad y el caballete articulado por el espacio abierto y pluridimensional, incita a colgar las telas como los bueyes desollados de Rembrandt esperando infinitas acometidas desde todos los puntos cardinales, y que ya no permitiría al artista regresar incólume a la Itaca griega de las proporciones aristotélicas.

 

Fue como si de golpe la pintura adquiriese caracteres visuales escultóricos, cambiando cualquier concepto anterior de abordar y entender el hecho artístico y la geometría fractal de la creatividad. Adiós y de un portazo a la Academia de Roma. El estudio parisino de un máximo de tres metros de altura ha cambiado por un taller mecánico neoyorquino donde cualquier dimensión es posible. Ahora sí que el pintor es una auténtica fauve, pero, e incluso a diferencia de los teoremas bretonianos, para los abstractos neoyorquinos que impregnan a Ciria siempre existió, y hoy ya es lugar convenido, un riguroso control sobre el contexto de la idea y sus secuencias, tanto en el soporte como en la pintura expandida donde toda eventualidad viene determinada por un impulso dirigido, y lo aparentemente espontáneo se sostiene, previamente calculado, en su esencia y gestualismo. Si volvemos atrás, sin desdecirnos, debemos recordar el territorio elegido por Ciria, el estudio, experimentación y análisis de la tradición automatista: las decalcomanías “inventadas” por Oscar Domínguez, después apropiadas por Max Ernst, así como las técnicas automáticas de este último, el frottage, el grattage, o el penduléo absorbido más tarde por Pollock que también se apropia del proceso de oscilación, cerrando la elipse conceptual. Sí, porque cualquier “arrebato” emoción y gestualidad inmediata en Ciria sucede tan secuencialmente como si sus planteamientos fueran (quizás lo son) meramente conceptuales. Significados de la expresión sin atributos. Y eso es, a mi modo de ver y entender, lo que procura José Manuel Ciria a través de los distintos “significados” que ofertan sus obras.

 

Significados y significantes: qué gran tema para hablar en Bizancio a luz de la lumbre. Abordando otro aspecto, algunos pintores me han pedido una explicación de la técnica ¿significante? de Ciria, que aun siendo una “invención” incontestable, la verdad creo que no es excesivamente reveladora de grandes hallazgos meramente culinarios, o, puestos a ironizar, no más que las facturaciones de Rebeca Horn o Alicia Abramovich, pero algo diremos sobre ella: evidentemente hay una serie de pautas generales como las referidas al manejo del óleo cuando se enfrenta con soportes como las lonas plásticas buscando la forma de que estas sean perdurables, y para lo cual utiliza ciertos “trucos” mezclando ingredientes químicos, cuyos resultados llegan a sorprender a conservadores y restauradores, que no daban por ellas más de un verano, pero que otorgaron fe de su perdurabilidad tras pasar las muestras por sus laboratorios. Ciria obtiene ese aspecto matérico sobre superficies que son absolutamente planas trabajando fundamentalmente con dos tipos de lonas: Aztor Z y Aztor 2, y lija el tejido para que consiga la necesaria porosidad. Después, genera una disolución de óleo con disolventes y ácidos, e interviene sobre la tela en el suelo. El resultado final es que, una vez que la mancha “penetra” lo suficiente en la lona o cualquier otro soporte y se seca, no se puede borrar, ni apenas corregirse. Y esto sí que es un verdadero significante y el motivo de estas apreciaciones. En sus obras, el margen de maniobra resulta muy pequeño y precisa tener previamente clara la pieza, tener todo planeado, porque mientras el papel o tejido están frescos puede tratarlos, pero una vez que se seca no caben modificaciones. Control y azar simultáneo. Ciria, utiliza poca pintura, dado que debe extenderla en una capa muy fina, que propicia, además de la penetración, que la pintura no craquele y mantenga suficiente elasticidad, respondiendo perfectamente a la gestualidad inmediata de Ciria, al reflejo condicionado por la experiencia. El acabado está realizado con una capa muy fina de barniz que protege la pintura. Y por último, encima de ese barniz extiende otra capa de resina logrando ese aspecto plástico que previamente tiene el soporte. Resulta curioso y denotativo releer algo que escribió el propio José Manuel Ciria sobre su obra en el año 1999: “No se trata de conseguir resolver con ingenio algunas piezas, sino de estar en la pintura, de permanecer diciendo cosas que tengan cierto interés…” . Y continuó con la segunda exposición individual de Ciria en Salvador Díaz, (septiembre-octubre del 2000) que me impresionaría esencialmente porque en el conjunto de las obras presentadas predominaba el gran formato, la elocuencia, el muralismo, el exceso provocador. Y entre estas considerables piezas, vengo a destacar Magari ora lucidus ego, Ego magari lucidus ora ambas de 250 x 500 cm., y Una tarde en el circo de 260 x 540 cm. Las dos primeras remiten a ese juego de palabras que pueden decir una cosa u otra dependiendo del orden sintáctico, y que tiene su reflejo formal en la obra completa al ser dípticos o trípticos combinables; o sea, hay un elemento central que se puede intercambiar con otro, y luego, cuatro traseras de 250 x 250 cm., que situadas conjuntamente producen dos obras de 250 x 500 cm. absolutamente coherentes. En el catálogo de la exposición se reprodujeron las ocho posibilidades que había de composición. Estas obras intercambiables se unen dentro del ámbito formalista con Una tarde en el circo, donde interrelaciona, en una especie de mezcla caótica y aleatoria, todos sus intereses y propiedades técnicas, juntando diferentes soluciones plásticas dentro del mismo plano pictórico por medio del collage, muy al estilo de Rauschenberg, en un homenaje en la distancia a este artista pop; del cual, lo que más le interesa es su actitud indagadora ante cualquier tipo de asociaciones y la acumulación de transferencias fotográficas, en ese sentido picassiano de “encontrar”, de algunas de sus obras formales y de ruptura con el expresionismo abstracto.

Ya en el 2001, Ciria prepara una exposición para Buenos Aires en el prestigioso Centro Cultural Recoleta. Son una especie de polípticos provinientes de su constante revisión del collage como contraposición y alternativa a la superficie plana. Diferentes soportes son utilizados –ínter o superpuestos–, acumulados unos sobre otros. Trabajos realizados por primera vez en estas dimensiones, donde se sale del encorsetado bastidor para buscar su despliegue directo sobre la pared mediante una serie de lonas clavadas en diferentes sucesiones, y que se despliegan directamente por las salas, logrando una nueva composición gracias a la fusión de los Ciria por lui meme. Son tres obras que se mostraron primeramente en Buenos Aires y más tarde en el Museo-Teatro Givatayim en Israel, ya que, inmediatamente después de la exposición en Argentina, disfrutó de una beca en Tel Aviv, donde permaneció durante dos meses. Estas obras, de la serie Sueños Construidos, no habían sido tituladas previamente, sino que recibieron sus nombres definitivos: Paisaje de la coexistencia, Paisaje del respeto y Paisaje de la Paz, en clara alusión al conflicto palestino-israelí que Ciria pudo vivir en directo en aquel país, donde cada día la sangre fresca se superpone a la costra sanguinolenta del día anterior, y donde no hay más remedio que convenir que el Arte, también puede ser ideología.

 

Desde aquí a la significación polisémica de la imagen, y continuando el recorrido, al controvertido binomio de Arte y Publicidad, entendiendo la publicidad como susceptible de crítica desde planteamientos artísticos. Cuando en un periódico vemos un anuncio de lujo occidental y en la página siguiente te enfrentas con la foto de unos niños muriendo de inanición, nos molesta interiormemente que lleguemos a una sociedad en la que nada nos llame la atención por culpa de este bombardeo mediático que acaba en una absoluta insensibilidad, como nos advirtieron las jaculatorias de McLuhan. Una forma de denunciarlo es desgarrar esa realidad, y su tropo desgarrar la felicidad. “Pienso en tirar el tintero sobre la realidad cotidiana, no sobre un Warhol, ni sobre Barbara Kruger”, me contesta Ciria a una maldad que le envío. “Ya recopilé unas fotografías con campos de concentración, una montaña de muertos, un señor suicidándose, un drogadicto, unos soldados… y eso lo enfrentaba a mi propia obra, con un animo de denuncia que no fue muy entendido. Todos sentimos desasosiego ante nuestro entorno pero no movemos el culo. Y creo que la crítica puede hacerse de manera evidente, insistiendo en el teatro de la mirada. A veces el rojo es un color, en otras ocasiones es directamente sangre”.

 

Teatro que tiene su última representación cinemascópica, en otro escenario de Ciria donde proyecta obras como Erial Kentucky Bourbon, Serpiente, Sucio Perro Azul Cacique de Venezuela y SeeWhat I mean? Vallas publicitarias que recalarán en su exposición Visiones Inmanentes realizada en la Sala Rekalde de Bilbao (diciembre 2001-enero 2002). Formatos estándar de 3 x 4 metros, donde mezcla diferentes anuncios o marcas. Se trata, claro está, de una forma clásica de entrar a trabajar encima de la fotografía para convertirla en pintura; esto en teoría es un reflejo provocado para la persuasión, una especie de negativo con respecto a su serie fotográfica Odaliscas que, a su vez, no dejaban de ser pintura. Un intento, ¿baldío ante la conciencia colectiva? de generar una reflexión por medio de la imagen.

 

Volvemos al “Narciso que no es Narciso” con Eyes & Tears, impresionante pieza mural de catorce metros por dos metros y medio, en su versión original, complementada con otra extendida en el suelo de 320 x 400 cm. Y que se preparó ex profeso y expuesto por primera vez en el preciso lugar, Israel, donde la condición humana es enemiga de la situación humana. Todos los ojos, el ojo del Aleph flanqueado por tres cuadros de Ciria que escuchan como chorrean los negros-lagrimas sobre blanco entre la sangre esparcida. Y delante, se tumba al cielo raso tres pupilas circundadas por tres ojos angustiados, de sus respectivas culturas. No existe nada, sólo un silencio revelador.

 

Y acabo mi paseo de dos lustros por los grandes formatos de Ciria, con la última obra que le conozco del 2002. Una lona gigante de 400 x 416 cm. que ha hecho sin bastidor. El díptico que remite al Perro de Goya que tantas veces interpretara Saura desde sus obsesiones espectrales y luminosas, tiene un recorrido horizontal y, evidenciando al mismo Saura, trata de generar una imagen diferente pero muy inspirada en esa forma de componer del más teórico de los pintores españoles de su generación, y que acabaría en las síntesis del gran formato y derramamientos reduccionistas de las Transformaciones y Superposiciones. Ciria opera aquí sobre fondos bastante neutros, intentando otorgar la mayor agresividad posible al blanco, que es un color que no se presta normalmente a este tipo de soluciones, ni mucho menos en una obra tan agresora como la de Ciria. Quizás este llegando la hora de enjabelgar otra vez el muro. El blanco sobre blanco.

 

Después de tanto andar entre murales espectrales, me veo a mí mismo como a un voyeur que desde la puerta entreabierta del dormitorio contempla extático al Proust barbudo y desaliñado, que acaba de expirar mientras afuera suena el jolgorio y estruendo de las vanguardias. Más allá, fuertemente blanquecino un cuarto de baño desbordado que provoca volúmenes de chorretones transparentes al salirse las rosas licuadas de una tina, donde también yace inerte y desnudo el cuerpo de Walter Benjamín atravesado por la morfina. Sobre las paredes cae la lluvia de cristal lavando el tiempo para juntarse espesa, en el vértice de los imposibles, con una mancha que me recuerda impactante a la pintura líquida de José Manuel Ciria. Tal vez nunca más vuelva a traspasar el mural de todas las angustias, ni a oír el principio de Carmina Burana en versión de Pink Floyd, y ojalá pueda arrancarme de esta puerta y ocupar el espacio de nuevas ensoñaciones. Por cierto, debo salir a darle de comer al perro ¿de Goya? ¿o es de Saura? ¿o de nadie? Pobre Polifemo que ya no podrá ver los parietales que la naturaleza pintó en su cueva llena de ojos. Mientras, Ciria seguirá viajando, con la camisa de fuerza medio desabrochada, tras la mítica lágrima poliédrica que busca una mirada nueva en el mar de los sargazos. 4,6692016090…

 


 

Benjamín, W. Iluminaciones I. Taurus, Madrid, 1971..

Eco, Umberto. Obra abierta. Seix & Barral. Barcelona, 1966.

Ciria, J. M., Intersicios pp. 16 a 34. Fur printing ediciones. Madrid, 1999.

Hegel, F, t.I, trad. R. Gabás, Península. Barcelona, 1989. Greenberg, C. Arte y cultura. Ensayos críticos. Gustavo Gili. Barcelona, 1979.

Habermas, J, El discurso filosófico de la modernidad. Taurus. Madrid, 1989. Y Toulmin, S. La Comprensión humana. Alianza. Madrid, 1977.

Ciria, J. M., Quis custodiet ipsos custodes. Catálogo Galería Salvador Díaz. Madrid, 2000.

Eliot, T. S. Criticar al Crítico y otros escritos. Alianza Editorial. Madrid, 1967.

Siempre que no hago mención expresa al catálogo en el que Ciria ha reflejado sus ideas en entrevistas o textos propios, me baso en una serie de notas tomadas en el estudio del artista.

Rosenberg, Harold. La tradición de lo nuevo. Monte-Ávila editores. Caracas, 1969.

Stangos, N. Conceptos del arte moderno. Destino. Barcelona, 2000.

Ciria, J. M., Catalogo El tiempo detenido, Roma, 1996. p. 12.

Motherwell, R., Catálogo de la Fundación Juan March. Madrid 1980. Catálogo del Museo Nacional Reina Sofía. Madrid, 1997.

Pradel, J. L., La strategie de Supports-Surfaces. Opus International. París, 1977.

Joachimides, C. M., Origen y visión. Nueva pintura alemana. Palacio Velázquez. Madrid, 1984.

Guasch, A. M. El arte del siglo xx en sus exposiciones.1945-1995. Barcelona, 1997.

Y en ello sigue diez años después al titular su exposición y catálogo en Museo-Teatro Givatayim (Octubre-diciembre 2001) Entre el orden y el caos. Recomiendo el apartado VIII, Botella sin contenido, del texto escrito por el propio autor.

Sobre esa cuestión deberíamos remontarnos a los muchos escritos de Guillermo de Torre, y lo que aquí modernistamente se quiso llamar “Superreal” como superación onírica de una realidad nunca –hasta entonces, ni entonces– abstraída de la imitación, incluida toda la iconografía meramente surrealista, por muy instantánea que la quisieran representar.

Ciria, J. M., Intersticios. Fur printing Ediciones. Madrid, 1990. p. 40.