Guillermo Solana. Alicante. 2003
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Guillermo Solana. Alicante. 2003

Catálogo exposición “Teatro del Minotauro” itinerante organizada por el Consorcio de Museos de la Comunidad Valenciana y la Caja de Ahorros del Mediterráneo.
Lonja del Pescado, Alicante.
Casal Solleric, Palma de Mallorca.
Museo de Arte Contemporáneo, Ibiza.
Museo de la Ciudad, Valencia. Febrero 2003.


EL MONSTRUO EN SU LABERINTO

Guillermo Solana

 

“Si quisiéramos ensayar una arquitectura modelada sobre el patrón de nuestra alma (somos demasiado cobardes para ello), nuestro arquetipo sería el laberinto.” Friedrich Nietzsche: Aurora

 

En los primeros días del surrealismo, una tarde en que los poetas y pintores del grupo se encontraban reunidos en casa de Paul Éluard, alguien propuso un juego: que cada uno eligiera un dios, un personaje de la mitología griega. André Masson, sin dudarlo un momento, escribió en un papel el nombre del Minotauro . El monstruo cretense había aparecido por primera vez en la obra de Masson en una acuarela erótica de 1922, hoy perdida, que se titulaba Le grand déflorateur fêté par ses victimes . A partir de entonces, el pintor volvería muchas veces sobre el fabuloso hombre-toro y su cortejo de figuras: el rey Minos y la reina Pasífae, el arquitecto Dédalo, el héroe Teseo y su protectora Ariadna. ¿Qué era lo que fascinaba a Masson en el antiguo mito? Según la interpretación alegórica consagrada, el combate de Teseo contra el Minotauro simbolizaba la lucha entre la razón y los impulsos ciegos; entre el orden y la violencia informe que lo amenaza. Las versiones modernas de inspiración psicoanalítica seguían el patrón de esa hermenéutica tradicional: el Minotauro encarnaba las pulsiones sepultadas en el laberinto del inconsciente y Teseo, la luz de la conciencia. En ese duelo, Masson tomaría partido por el monstruo: “El Minotauro soy yo”, declararía al final de su vida .

En la versión de Masson, el palacio de Minos, el laberinto sufriría una mutación radical. Para las más diversas épocas y culturas, la entrada en el laberinto ha representado el proceso de autognosis, de autoconocimiento; el tortuoso camino en busca de sí mismo. Un camino que sólo puede concluir con la resolución del enigma: llegar al centro, al corazón del laberinto, o encontrar la salida. Pero el laberinto, para Masson, tenía otro valor. Era un lugar para perderse, para demorarse interminablemente en sus vericuetos y encrucijadas, un escenario para la desorientación y el vértigo. Esta concepción se anudaba con la nueva idea de la pintura que Masson propugnaba, con su intento de trasladar al cuadro el método surrealista de la escritura automática. El laberinto encarnaba para él el principio creativo del automatismo: una línea continua que avanza y retrocede y se vuelve sobre sí misma hasta crear una maraña indescifrable.

Se dice que cuando Teseo volvía de Creta de matar al monstruo de Minos, su nave se detuvo en Delos y allí, ante un altar de Afrodita, junto con los jóvenes atenienses a los que había salvado, el héroe ejecutó una danza circular y reiterativa, cuyas vueltas y revueltas recreaban las sinuosidades del laberinto. En la década de 1940, un pintor norteamericano llamado Jackson Pollock, que admiraba a Masson y había pintado un cuadro titulado Pasifae, por la madre del Minotauro, reinventó esa danza. En la célebre película filmada por Hans Namuth en el otoño de 1950 asistimos a la ejecución de un cuadro de Pollock como si se tratara de una exótica danza ritual: el artista moviéndose en torno a la tela extendida en el suelo, dejando caer el delgado hilo de pintura fluida, con movimientos coreográficos. “Cuando estoy en mi pintura –había escrito Pollock en una famosa declaración− no soy consciente de lo que estoy haciendo. Sólo tras una especie de periodo de “ponerme al tanto” llego a ver de qué iba. No tengo miedo de hacer cambios, de destruir la imagen, etc., porque la pintura tiene una vida propia.” . El resultado era una red de líneas sinuosas, un vórtice de círculos concéntricos donde ya no hay arriba ni abajo, donde se pierde toda orientación espacial, donde la mirada se abisma. El mismo año en que Namuth filmaba su famosa película, el crítico Parker Tyler escribió un artículo donde explicaba la pintura de Pollock como un “laberinto infinito”, como un múltiple e interminable laberinto sin una salida. “Un mero laberinto unitario […] es simple, mientras que en el mundo de los hilos líquidos de Pollock, el color del de Ariadna no proporciona ninguna pista útil, pues suele haber hilos de otros colores mezclados con él, y el mismo color se cruza a sí mismo tantas veces que sólo puede parecer inextricable. Entonces, ¿qué es lo que el creador nos dice con las imágenes de sus múltiples laberintos como otras tantas marañas rítmicas de hilo? […] Nos dice que sus laberintos son por naturaleza insolubles; que no pueden ser recorridos siguiendo un único rastro como lo hizo Teseo, sino sólo observados desde fuera, de una sola vez, como un mero espectáculo de senderos entrelazados, exactamente igual que miramos a los cielos con los invisibles laberintos de movimiento que en el tiempo cósmico nos ofrecen las revoluciones de las estrellas y la infinidad de universos” .

José Manuel Ciria ha elegido el mito del Minotauro y su laberinto como título de esta exposición y emblema de su obra más reciente. Quizá también él, como en otro tiempo Masson, considera al monstruo minoico como un pariente próximo, como un alter ego. La tradición pictórica iniciada por Masson y culminada por Pollock no le es extraña: ha sido para él una suerte de punto de partida de su obra de madurez. La historia del automatismo desde los surrealistas hasta el expresionismo abstracto norteamericano es una de las genealogías posibles de la obra de Ciria, como el propio artista ha señalado muchas veces. Pero Ciria ha marcado a la vez sus distancias con respecto a esa tradición. El automatismo no es para él, no podría ser, la última palabra sobre el destino de la pintura. Por supuesto que Ciria nunca ha ocultado el carácter premeditado de sus cuadros (y a veces ha incluido sus bocetos, sus proyectos de cuadros en sus catálogos, como por ejemplo, en el de la exposición Manifiesto / Carmina Burana). El automatismo sería sólo un aspecto de su creación. Más allá del componente automático, integrándolo y enmarcándolo, hay otro aspecto en la obra de Ciria que a veces se olvida: el trabajo analítico. “Mi trabajo –explica el artista− obedece a una serie de planteamientos analíticos próximos a una intención conceptual” . Como Masson y Pollock, también Ciria ha construido, a lo largo de la última década, múltiples laberintos. Pero laberintos que ya no son, o no son sólo, las marañas de pintura de Masson y de Pollock; no son sólo telarañas para fascinar y atrapar al ojo. Sino espacios mentales donde diversas líneas de indagación progresan paralelamente, se bifurcan, se conectan entre sí: intrincados laberintos cerebrales.

Macchia y clinamen

En 1944, Robert Motherwell escribió un ensayo donde analizaba la evolución del arte abstracto desde Mondrian, a través de Miró y Calder, hasta una reciente exposición individual de Pollock en la galería de Peggy Guggenheim. Tras dedicar a Pollock una letanía de elogios, Motherwell concluía señalando que al joven pintor norteamericano sólo le quedaba encontrar su verdadero tema: “Y puesto que la pintura es el medio de su pensamiento, la resolución tiene que salir del proceso mismo de su pintura” . Para el movimiento naciente que Pollock y Motherwell representaban, heredero del automatismo surrealista, la pintura se identificaba con su propio proceso. A esa identificación podríamos nombrarla con la palabra que los tratadistas italianos del Renacimiento aplicaron al boceto primero de una obra: macchia. La macchia no es simplemente una mancha; es lo que confiere sentido y valor pictórico a cualquier mancha, incluso a una mancha encontrada. Dalí y Brassaï confeccionaron una vez un extravagante catálogo fotográfico de las “esculturas involuntarias” que podemos producir de manera automática en nuestra vida cotidiana: billetes de autobús enrollados, pedazos de jabón, restos de pasta dentífrica modelados caprichosamente según las formas ornamentales del art nouveau . Se podría hacer también un inventario análogo de muestras de la pintura en estado salvaje: rastros de sangre, marcas de barro, huellas de ceniza, toda clase de manchas de origen cierto o incierto. Ciria ha incorporado en su obra algunos de estos vestigios, como esas rozaduras de grasa incrustadas en las lonas de camión que han formado parte del fondo de su pintura desde hace tiempo. Pero para que esas manchas se transformen en macchia es necesaria una elección del pintor que las integre en el proceso pictórico.

La macchia está preformada por una cadena de decisiones: elección de cierto color, de cierto espesor o viscosidad. Tiene una dirección determinada, desencadenada por el movimiento del brazo y la muñeca. A partir de esas dimensiones calculadas del color, la densidad y el gesto, se inicia una deriva que puede ir más allá de lo calculado, una deriva que erosiona y desfigura las intenciones iniciales. Algo que podría llamarse, con una antigua palabra latina, clinamen. Demócrito supuso que el mundo había tenido su origen en una lluvia de partículas elementales, en una caída de átomos en el vacío. Pero ¿cómo podrían encontrarse los átomos que se mueven todos con la misma velocidad hacia abajo? Para responder a esta objeción, Epicuro ideó una conjetura adicional, según la cual los átomos, al caer, experimentan una pequeña desviación en su trayectoria, una inclinación. Gracias a ese mínimo desvío sus caminos podrían cruzarse y dar lugar, en múltiples combinaciones, a todas las cosas. El clinamen representa la entrada del accidente aleatorio en un mundo dominado por el puro mecanismo, por la cadena de la predeterminación.

En la pintura de Ciria tenemos una evidencia muy literal del clinamen en la serie Glosa líquida, comenzada en el año 2000 y en la que el artista continúa trabajando todavía. Unas obras recientes de esta serie adoptan como pretexto el homenaje al pintor Morris Louis. En 1953, Morris Louis descubrió la obra de Helen Frankenthaler, una artista que emulaba la técnica del staining de Pollock; ponía la tela sin imprimar en el suelo y vertía la pintura, haciéndola fluir sobre la superficie pictórica. Louis prestaría a esa técnica un carácter sistemático. Aunque nunca permitió que se le viera trabajar, sabemos que solía colgar el lienzo sin montar de una especie de andamio, derramando desde lo alto la pintura acrílica, cuya caída trataba de controlar inclinando el andamiaje y moviendo la tela. En su paradójico homenaje, Ciria ha renunciado a aquello que todos los textos sobre Morris Louis destacan como lo más esencial de su pintura, el color, utilizando sólo el negro. Y ha renunciado al control obsesivo del fluir de la pintura que dominó progresivamente la obra de Morris Louis, para explorar las variaciones aberrantes de su proceso. Ciria vierte el óleo muy diluido y lo deja deslizarse sobre el soporte, y permite que ese fluir se vea sometido a distorsiones causadas por las irregularidades de la superficie de la tela, por su tensión variable. Dando lugar a velos transparentes que se pliegan y despliegan, que se envuelven y desenvuelven como llamas, como serpientes, como cabelleras, como los pétalos y cálices de unas extrañas flores negras.

Pero este clinamen del deslizamiento no sería más que el principio. Tanto en ciertas piezas de Glosa líquida como en otras series de Ciria desde hace más de una década, entran en juego otras formas de clinamen, como por ejemplo la acción de fuerzas químicas entre los fluidos pictóricos. Un proceso que consigue aunar simultáneamente el óleo y el agua en la formación de las manchas, siendo entonces cuando comienzan a operar las fuerzas naturales: el agua ataca la adherencia del óleo, arranca pedazos de pintura, hace estallar las manchas; la repulsión entre el agua y el aceite erosiona, corroe los brochazos y les confiere una textura rota y abierta, como la de una piel atacada por la lepra. Esta técnica, que ha llegado a convertirse en una marca estilística de la obra de Ciria, es la utilizada en la serie Máscaras de la mirada, donde la macchia fermenta, crece, envejece, evoluciona casi como un cultivo biológico hasta que el pintor decide detener su proceso. “Mi gesto −dice Ciria− siempre se convierte en residuo. Tú normalmente no ves la pincelada, ésta desaparece bajo el efecto de las reacciones químicas de los propios materiales” .

El tiempo y el orden cartesiano

Si la macchia es la pintura identificada con su propio proceso, su sustancia no podrá ser otra que el tiempo. “Los verdaderos materiales con los que trabajo –ha declarado Ciria− son el tiempo y la memoria. El tiempo físico y el tiempo como concepto” . La paradoja esencial de la macchia consiste en que, para fijar y preservar el fluir temporal, el pintor ha de interrumpirlo. Ciria ha hablado de “paralizar en un instante un proceso potencialmente infinito” y de “la detención azarosa, automática, de unas formas sorprendidas en pleno proceso de encubrimiento o de despojamiento” . Ciria coloca la macchia viva sobre la mesa de disección e interrumpe su crecimiento. La pintura es proceso y a la vez cancelación del proceso, fluir y congelación de lo temporal. El primer acto de aniquilación del tiempo consiste en la detención del proceso físico, del clinamen que constituye la macchia. Pero hay una segunda forma de cancelar el tiempo.

Desde siempre se ha considerado la obra de Ciria como producto de un encuentro entre la mancha y la geometría, entre el derrame de la pintura y la retícula de verticales y horizontales. Los dos componentes aparecen trabados, a lo largo de su carrera, en un duelo o en un diálogo donde domina, ora un elemento, ora el otro. Hasta la exposición Gesto y Orden (1994), en el Palacio de Velázquez, la geometría se superponía a las manchas gestuales. Con la serie Máscaras de la mirada, iniciada a finales de 1994, las manchas pasarían a ocupar el primer plano y la retícula líneal se convertiría en fondo. Así sucede todavía en las últimas y espléndidas muestras de esta serie, las pinturas tituladas El perro de Saura. ¿Ha triunfado entonces definitivamente la macchia sobre el orden cartesiano? Pero dentro de la misma serie Máscaras de la Mirada, hay algunas piezas donde la lona aparece dividida y con ella, la continuidad de la macchia. Las divisiones del soporte segmentan la pintura en varios fragmentos, como un rompecabezas cuyas piezas no encajaran entre sí, suscitando a veces la ilusión de una secuencia cinematográfica, como sucesivos fotogramas. En otra serie reciente, la titulada Intersticios, la segmentación geométrica del soporte se acentúa más y la macchia se eclipsa y se somete a ella.

La geometría no es sólo un recurso destinado a equilibrar la composición, a conferirle estabilidad. Es algo más: un procedimiento eficaz para detener el tiempo. En un célebre ensayo, Rosalind Krauss comparaba el uso de la retícula en el arte del siglo veinte con su aplicación como instrumento del análisis estructural. El antropólogo Lévi-Strauss descompuso el mito de Edipo en una matriz cuadriculada, donde el decurso de la historia del rey de Tebas se podía seguir en filas sucesivas, de izquierda a derecha, pero su sentido latente se descifraba verticalmente, en cuatro columnas temáticas dedicadas a los distintos mitemas, a los conceptos clave. El uso estructuralista de la retícula producía, de este modo, “el quebrantamiento de la dimensión temporal del mito.” Análogamente, en la historia del arte moderno, la retícula habría llegado a ser, según Krauss, un “paradigma o modelo de lo antievolutivo, lo antinarrativo y lo antihistórico” .

En la obra de Ciria, la retícula constituye el síntoma de un trabajo analítico que limita y compensa la presencia del componente automático. Es también la expresión de la erosión que la macchia, la identificación entre la pintura y su proceso, ficción suprema para los expresionistas abstractos, ha sufrido desde hace tiempo. En 1957, Rauschenberg realizó un cuadro, Factum I, con brochazos de pintura y un collage de imágenes casuales; pero aquel mismo año crearía un segundo cuadro, Factum II, que era una copia casi exacta del primero, mancha por mancha y salpicado por salpicado. Al duplicar una composición aparentemente única, la sátira de Rauschenberg ponía en cuestión las ideas de espontaneidad y originalidad mitificadas por el expresionismo abstracto. Contemplar juntas las dos versiones de Factum puede, en suma, provocar una crisis de nuestra fe en la identidad de la pintura con su proceso.

Ciria asume esa crisis, y trabaja en realidad sobre las ruinas de la macchia. Como Gordon Matta-Clark actuaba sobre las ruinas de la arquitectura, sobre los edificios abandonados, infligiéndoles un corte arqueológico. O como, antes aún, Robert Smithson trabajaba sobre las ruinas de la naturaleza, sobre los lugares naturales más frágiles, más sometidos a la erosión o a la devastación industrial. Smithson articulaba su obra en torno a la dialéctica entre el site, el escenario natural escogido por el artista para su exploración, y el nonsite, la instalación creada en un interior, en la galería o el museo, con los materiales e informaciones recogidas sobre el terreno. Si el site era el territorio, el nonsite era el mapa del territorio. El site era un proceso abierto, disperso y potencialmente ilimitado; el nonsite, el material recolectado y sometido a un orden clasificatorio . Esa dialéctica podría trasladarse a la obra de Ciria. El site de Ciria es la macchia, el vasto territorio de la pintura como proceso, al cual el artista viaja para realizar su trabajo de campo, para recoger muestras que luego se expondrán recortadas, organizadas en el espacio de la galería o del museo. Cada cuadro o cada serie de Ciria constituye una especie de nonsite donde, como en los nonsites de Smithson, los materiales se ordenan con frecuencia mediante la retícula.

Soporte y crisis del cuadro

He citado la serie Intersticios como un paso en la reanimación de la retícula, donde la geometría vuelve a imponerse sobre la macchia de manera más enfática, inscribiéndose en el soporte mismo. Quizá habríamos debido comenzar por aquí, porque toda la evolución de la pintura de Ciria ha implicado una exploración sistemática de los diversos soportes pictóricos y sus comportamientos. Ciria ha utilizado toda clase de materiales para depositar en ellos la pintura, desde el ortodoxo lienzo en blanco hasta el aluminio, pasando por la lona plástica, los palés de madera, los carteles y las vallas publicitarias de metal.

La experimentación con el soporte comenzó en los mismos albores de la modernidad, como signo de la orientación materialista de la nueva pintura. En los últimos años del siglo XIX encontramos ya las experiencias de Gauguin y Van Gogh con la textura abierta de la arpillera o los ensayos de los pintores nabis pintando sobre cartón sin imprimar. Pero esas investigaciones no ocupaban el primer plano y sobre todo carecían del carácter sistemático que ya poseían la indagación de la línea y el color, sometidos a un implacable proceso de racionalización. Fue el cubismo, con la invención del collage, el movimiento que puso en marcha una indagación de los materiales sobre los cuales se podía pintar, que luego ampliarían los constructivistas rusos.

La investigación sistemática de los soportes puede responder a distintos proyectos, a diversas poéticas. En la década de 1930, Moholy-Nagy, por ejemplo, experimentó con toda clase de soportes inéditos, muy alejados de las tradiciones de la pintura: metales como el aluminio, el zinc o el rodio, y nuevos materiales sintéticos como la galalita, el silberit o el plexiglás. Moholy emulaba así al técnico de un laboratorio industrial que comprueba el rendimiento de cada material. En el extremo opuesto de esta orientación aparecería más tarde, con el informalismo y la pintura matérica, otro tipo de experimentación con los soportes; tentativas como el uso de la tela de sacos desgarrada y cosida en la pintura de Burri o de Millares. O el uso de una colcha en la famosa pintura de Rauschenberg titulada Bed (1955) una de las creaciones más celebradas de su autor. El material inicial de Bed era el cobertor de la cama en la cual Rauschenberg había dormido durante siete años; el artista le añadió una almohada y una sábana, embadurnó todo de pintura, lo montó sobre un bastidor y lo colgó como un lienzo. La colcha de Bed evocaba símbolos culturales colectivos; su confección en patchwork se asociaba a una larga tradición artesanal, mientras que su diseño cuadriculado permitía relacionarla con el arte abstracto. Pero la colcha en cuestión era sobre todo un objeto personal, cargado de referencias autobiográficas, de huellas de la intimidad, como una ofrenda del cuerpo del artista, sacrificado (con aparente efusión de sangre) en el altar de la pintura.

La indagación de los soportes en la obra de Ciria puede compararse en algunos aspectos con las preocupaciones tecnológicas de un Moholy-Nagy: Le interesa la adherencia de los diversos soportes y cómo acentuarla, por ejemplo atacando la lona plástica con ácido para que agarre la pintura. Le interesa la duración de los materiales y puede utilizar un cierto tipo de plástico como soporte para someter su pintura a una desintegración calculada, como sucedía en la serie Mnemosyne. Aquí reaparece el interés por el tiempo físico; pero hay una referencia ulterior al tiempo como memoria de los materiales. En este segundo nivel, ya no cuentan sólo las propiedades físicas o químicas de una superficie; importa si el soporte es virgen o si posee huellas, sedimentos previos; si se trata de un soporte neutro o provocado o encontrado. Como explica el artista, “un lienzo en blanco, una tela accidentalmente manchada, una lona de camión militar, exigen diferentes planteamientos, imponen diferentes estructuras, ofrecen memorias diversas”.

Más allá de esos niveles tecnológico, primero, y simbólico, después, se podría descifrar todavía una tercera dimensión en la indagación de los soportes en la obra de Ciria: una dimensión conceptual, que se pregunta por los límites de la pintura y el concepto de cuadro. Este tercer nivel se podría vincular, por ejemplo, con la obra de un Robert Ryman. A lo largo de su carrera, Ryman ha puesto a prueba, sucesivamente, cada uno de los constituyentes de la pintura: el medium pictórico, los instrumentos y las técnicas para aplicar la pintura, la textura de la superficie, el grosor del bastidor, el modo de fijación a la pared. Y desde luego, los soportes posibles, porque Ryman ha pintado sobre los más diversos materiales: papel, lienzo, aluminio, acero, cobre oxidado, fibra de vidrio. Pero la suya no es ya una experimentación científico-tecnológica como la de Moholy-Nagy, sino una investigación filosófica acerca de la esencia de la pintura, aplicando algo semejante al método de la variación eidética, que consiste en variar los rasgos de un concepto para aprender precisamente lo invariable, la esencia.

Como en el caso de Ryman, la indagación de Ciria implica una interrogación y una crisis del concepto mismo de cuadro. En las piezas de gran formato de su serie Sueños construidos (2001), los fragmentos de pinturas aparecían grapados a la pared uno sobre otra, superpuestos, como un muestrario, como naipes de una baraja. Los dispositivos que integraban la serie Visiones inmanentes (2001), abultados collages embutidos en bolsas de PVC colgadas del techo, apenas podían llamarse cuadros. Lo mismo sucede ahora con las piezas de la serie Intersticios. Ya por su misma manera de existir, como lonas sin bastidor rígido y colgadas del techo, constituyen, más que simples cuadros, instalaciones de pintura. La desviación del cuadro paradigmático se pone en evidencia, adicionalmente, en dos direcciones distintas. Cada una de las piezas de la serie consiste en una sucesión de capas superpuestas, de tiras de lona una sobre otra, ocultando parcialmente la pintura que hay debajo. Y la composición resultante aparece dividida en cuadrados, componiendo un damero, un ajedrezado de “viñetas”, de “cuadros dentro del cuadro”. En ambas direcciones, los Intersticios constituyen una multiplicación indefinida del cuadro: cuadros multiplicados por superposición, cuadros multiplicados por subdivisión. Desde Freud sabemos que la multiplicación obsesiva de un elemento sólo puede significar, en un nivel más profundo, la negación o supresión de dicho elemento. La proliferación del cuadro significa precisamente la destrucción del cuadro tradicional. En la serie Intersticios, el cuadro se ve devaluado y puesto en cuestión como pieza singular y autónoma.

Collage y “sobrepintado”

Lo que distingue a Ciria de Ryman y de otros investigadores del soporte de tendencia conceptual (como las tendencias francesas, desde Daniel Buren al grupo Supports-surfaces) es que si aquellos vaciaban completamente la pintura antes de atreverse a someterla a análisis, el trabajo analítico de Ciria no requiere ese vaciamiento previo. La obra de Ciria no es programáticamente abstracta. Analiza la pintura sin haber extraído previamente su contenido, sin desocupar el estómago y el largo intestino de la pintura de tantas materias en digestión: huellas, imágenes, objetos. Su intervención quirúrgica se verifica sobre la materia viva: no es una autopsia, sino una vivisección.

El collage, uno de los recursos dominantes en la obra del artista en los últimos años, ha sido siempre al mismo tiempo una técnica que conjugaba distintos soportes (tela, lona plástica, papel o cartón, piezas de metal…) y diversos materiales icónicos (fotografías, impresos, estampados decorativos). En la obra reciente de Ciria se ha visto confirmada esa doble naturaleza del collage. Desde el grupo de obras denominadas Imánes iconográficos (2000), donde se sujetaba a la superficie del cuadro, mediante una banda de aluminio, toda clase de reproducciones, fotografías, pinturas, etc., hasta las Visiones inmanentes (2001), que englobaban los fragmentos de imágenes y materiales heteróclitos en el seno de una bolsa transparente de PVC.

En la misma exposición de Rekalde donde se mostraron las Visiones inmanentes se presentó la serie titulada The Dauphin paintings basada en el derroche de pintura sobre carteles y vallas publicitarias. Aquella serie se prolonga ahora en un nuevo grupo de carteles pintados, bajo el nombre colectivo de Psicopompos. En ellos se pone en juego un género de collage inventando por Max Ernst a comienzos de la década de 1920 y que estuvo en el origen de la pintura surrealista. Eran collages creados, no recortando y pegando fragmentos de imágenes, sino pintando encima, mediante una técnica que el propio Ernst denominaba “sobrepintado” (Übermahlung). Los sobrepintados operaban por sustracción: tapando, tachando una parte de la imagen apropiada. Pero si en Max Ernst la pintura mediante la cual se tapaba carecía de interés en sí misma, en los “sobrepintados” de Ciria vuelve a entrar en acción la macchia. El resultado (tanto en las Dauphin paintings como en la nueva serie Psicopompos) posee una ambigüedad, una inestabilidad esencial. Por una parte, la macchia pictórica puede contemplarse como figura cuyo fondo indistinto es la imagen publicitaria. Pero al mismo tiempo, la pintura arrojada tapa ciertos elementos del cartel y deja otros al descubierto, y estos elementos descubiertos se convierten en figura protagonista contra el fondo de manchas abstractas.

Así como se alternan la pintura y lo no-pintado, el fondo y la figura, se alternan la retórica de la violencia casual y la inteligencia selectiva. La macchia se impone sobre el cartel con una aparente brutalidad, con una retórica destructiva que evoca la estética de los affichistes como Raymond Hains y Jacques de la Villeglé, François Dufrêne y Mimmo Rotella, que en los años cincuenta y sesenta cultivaron el arte del décollage, arañando, lacerando, desgarrando, arrancando, y a veces “sobrepintando” los carteles callejeros. Pero esa violencia gestual, una vez más, no es tan espontánea como parece a primera vista. Es muy significativo lo que el pintor tacha y lo que deja visible. En los Psicopompos no se verifica una agresión indiscriminada, en bloque, contra el icono publicitario, sino una manipulación que al destacar una figura y ocultar otra, al crear elipsis y yuxtaposiciones súbitas, reinterpreta sutilmente las imágenes, jugando a la vieja estrategia del détournement que consiste en hacer decir a la publicidad algo muy distinto −a veces precisamente lo contrario− de lo que ella pretendía decir.

La dimensión apelativa

La referencia crítica a la comunicación social abierta en las Dauphin paintings y en los Psicopompos se prolonga en una nueva serie, Palabras, realizada entre el verano y el otoño de 2002. La palabra inscrita en la pintura ha sido, desde la invención del collage, un medio radical para quebrar la ilusión del espacio pictórico, para romper la ventana albertiana y conferir a la superficie pictórica un nuevo grado de materialidad. Para ese fin servían las palabras importadas de los periódicos, con letras estarcidas o rotuladas en caracteres tipográficos. Y también las palabras escritas a mano, con trazo irregular, procedentes de los graffiti y asimilables a la caligrafía pictórica. En esta segunda tradición, el ejemplo histórico más celebrado es el de Motherwell, quien en 1947 pintó un cuadro, “Viva”, cuyo título podía leerse como una pintada en el propio lienzo. Era un eco del mundo mejicano, cuya vitalidad fascinaba al pintor estadounidense y con el cual mantenía estrechos vínculos (su primera esposa era mejicana). Algunos años después, en 1955, volvería a utilizar el mismo recurso en los cuadros de la serie Je t’aime, en los que la declaración amorosa aparecía escrita con grandes trazos, de nuevo como una pintada en un muro, enmarcada por franjas de color. La inscripción, otra vez, tenía mucho de autobiográfico; evocaba el dolor de la ruptura de su matrimonio.

La serie Palabras de Ciria coincide parcialmente y difiere en lo esencial de esos precedentes de Motherwell. Coincide, desde luego, en el empeño por apropiarse del lenguaje espontáneo de los graffiti. Con toda la ambigüedad que entraña esta anexión. Porque las pintadas son quizá uno de los materiales encontrados que puede asimilarse con más facilidad al dominio pictórico; son pintura involuntaria que una vez apropiada, se transformará en macchia, en proceso pictórico en sentido estricto. Parecen citas de un acervo colectivo, pero citas que el pintor rubricara con su propia firma. Simulan fragmentos del lenguaje anónimo de la calle, pero están reescritas con la factura personal del pintor, con su estilo pictórico, con su propia voz.

Pero al mismo tiempo, las Palabras de Ciria divergen radicalmente de las pretensiones de Motherwell. Motherwell escribía sus pintadas en español o en francés para conferirles el valor de lo exótico. Y las combinaba “artísticamente” con las manchas de pintura. Las Palabras de Ciria no simulan desde luego ningún exotismo, ningún glamour. En vez del genérico “Viva” o el lírico “Je t’aime”, utilizan un lenguaje agresivo, a veces brutal. De este modo aspiran a romper ese círculo mágico de lo artístico que sólo es capaz de producir cosas artísticas, esa maldición de Midas de convertirlo todo en “arte” en el sentido más banal de la palabra. Nada de elegancia, ninguna retórica salvo la de la (aparente) falta de retórica. Las palabras no deben sugerir, sino actuar como un puñetazo en la mandíbula del espectador. La serie Palabras tiene una función apelativa, vocativa y pro-vocativa, que pide a gritos una respuesta. Sólo así, a través de este amago de comunicación directa, la pintura podría salir de sí misma, de su tedioso ensimismamiento.

De la acción al plano

El último paso en la exploración de las posibilidades de la pintura requiere, paradójicamente, salir del medio pictórico. Pero esa salida, como veremos, prolonga los problemas de la pintura por otros medios. Me refiero a la serie de fotografías incluida en esta exposición y titulada Cuerpos de pintura. Ciria siempre ha utilizado la fotografía como un medio auxiliar para revelar las resonancias icónicas de su pintura; en casi todos sus catálogos ha incluido fotos que iluminaban de otro modo la macchia de su pintura: el reflejo de luz en un suelo salpicado de agua, la espuma de las olas en la playa, un trozo de cartel medio arrancado de un muro. Pero el salto al uso de la fotografía como medio autónomo sólo se daría con la serie Odaliscas (2001), incluida en la exposición Visiones inmanentes en la Sala Rekalde. Aquella serie encerraba un intenso componente de performance; plasmaba una acción o una sucesión de acciones −acciones pictóricas, porque en ellas la pintura se vertía sobre los cuerpos desnudos, manchándolos, envolviéndolos.

Cuerpos de Pintura, la serie de fotografías realizadas este mismo año, supone un paso adelante con respecto a Odaliscas. La nueva serie conserva el aspecto de performance; se basa en un trabajo casi teatral con los cuerpos de los modelos, un trabajo de dirección de actores, que implica ensayos y una representación final en un escenario laboriosamente concebido y construido. Lo que ha desaparecido ahora es el uso de la pintura en esas acciones. Como explica el propio Ciria, la presencia de pigmentos ya no es necesaria, porque son los cuerpos mismos los que funcionan aquí como pintura. Esto no es simplemente una manera de hablar. Como la macchia pictórica, los cuerpos desnudos son un material vivo, sometido a toda clase de factores accidentales, aleatorios; sometido, en última instancia, al tiempo, que es la sustancia misma de que están hechos. Como en el caso de la macchia, el problema del artista consiste en saber detener su proceso vital. Hacer posar a los modelos desnudos ante la cámara implica ya una congelación del tiempo, un interrumpir la duración existencial. Luego habrá que encajar los cuerpos en el lecho de Procusto de la composición, cortando, colocando, ajustando sus elementos.

El artista emplaza sus desnudos en posiciones calculadas dentro de un espacio diseñado para favorecer una construcción plana: un escenario horizontal, con grandes superficies de color a distintas alturas, que la cámara fotografiará desde arriba. El dispositivo recuerda vagamente los experimentos de Marey y Muybridge sobre los cuerpos humanos en movimiento, fotografiados en secuencias contra el fondo de una retícula numerada, segmentados en posturas improbables, a veces ridículas, mecanizados y disecados. Hay una crueldad casi sádica en esta coreografía que fragmenta y ensambla los cuerpos como objetos, igual que Sade formaba con los cuerpos inverosímiles cópulas encadenadas, semejantes a composiciones abstractas.

Así como los rastros de pintura en la serie Glosa líquida no fluían sólo en la dirección natural, de arriba abajo, aquí también se ignora el sentido de la gravedad en la disposición de estos cuerpos, se los coloca por ejemplo alternativamente boca arriba y boca abajo (como en esa fotografía que evoca, en un homenaje irónico, una ya clásica composición de Jasper Johns), y de este modo se les arrebata una cualidad esencial: su peso. Finalmente vendrá la manipulación digital de la imagen fotográfica, mediante la cual Ciria elimina las sombras proyectadas, privando a los cuerpos incluso del bulto, del relieve. Despojados así de su movimiento, su peso y de su volumen, los desnudos sólo pueden rendirse a la rigurosa, a la implacable composición del plano.

Cinco líneas paralelas

Ninguna exposición de Ciria se somete a la norma habitual de la homogeneidad estilística, ni sigue la pauta de una evolución lineal. Las series que integran la actual exposición y que hemos venido glosando hasta ahora representan bien la diversidad de orientaciones que se desarrollan al mismo tiempo en la obra de Ciria. Él mismo suele resumirlas en cinco líneas de investigación: automatismo, geometría, soporte, iconografía, combinatoria. La primera línea, la del automatismo, que incluiría las técnicas del “azar controlado”, desarrolladas desde el surrealismo al expresionismo abstracto, la hemos visto ilustrada en las series Glosa líquida y Máscaras de la mirada. En Máscaras de la mirada estaba presente, a su vez, el segundo factor, la retícula geométrica. En la serie Intersticios dominaba la indagación radical sobre el soporte pictórico y el concepto mismo de cuadro. La cuarta línea, la de las exploraciones iconográficas, se desplegaría en las series Psicopompos, Palabras y Cuerpos de pintura.

A estas cuatro líneas de indagación, Ciria agrega aún una quinta: la combinatoria. La combinatoria ha sido aplicada por el artista como procedimiento compositivo en alguna serie concreta, como Ego magari lucidus ora, cuyas piezas podían ordenarse de varias formas distintas (alterando la disposición de los mismos elementos). Pero la combinatoria es para Ciria algo más que un modo de composición. Es un método general que permite conjugar los demás factores citados: el automatismo, la geometría, la indagación de los soportes y la apropiación o generación de imágenes. De este modo, en cada una de las series no estaría presente sólo una línea de investigación dominante, sino también otra u otras líneas secundarias: macchia y geometría, geometría y soporte, macchia e iconografía, iconografía y geometría…

Si Ciria es, como se ha dicho a veces, un bricoleur de voracidad ilimitada, que se apropia de todo lo que tiene a su alcance para reutilizarlo, entre sus materiales ocupa un lugar especial su propia producción. Ciria es un autobricoleur. En este sentido pertenece a una larga tradición clásica de artistas que nutren su creación en gran medida de su propia obra: artistas como Degas y Gauguin, De Chirico y Picasso, que retoman con frecuencia motivos y fragmentos anteriores para reelaborarlos, volviendo constantemente sobre sus pasos. En inglés existe una palabra, to cannibalize, “canibalizar”, para denotar la operación de extraer de una máquina averiada piezas que se utilizarán para reparar otras máquinas en uso. Un canibalismo o autocanibalismo de este género atraviesa toda la obra de Ciria e implica a veces el uso de fragmentos concretos de cuadros fallidos, destruidos por el artista, para crear nuevas obras.

Otras veces, el canibalismo y la combinatoria trabajan con unidades más amplias; no ya con fragmentos de obras, sino con series enteras, o con los procesos y estilemas característicos de ellas, que cobrarán nuevos sentidos (y a veces también recibirán nuevos títulos, o subtítulos) al ser reutilizados en contextos distintos. Por ejemplo, entre la forma abstracta y el contenido figurativo pueden establecerse puentes; en ciertas series recientes, Ciria confiere a la macchia un sentido icónico más o menos explícito. Así lo hacía en las piezas de su exposición del MEIAC, donde la factura discontinua, quebrada, agujereada de sus pinturas se asimilaba, inesperadamente, a las texturas de las rocas estratificadas y de la corteza de las encinas de la sierra de Monfragüe. O en la vasta composición Eyes & Tears, presentada en Israel, en la cual los deslizamientos de la serie Glosa líquida aparecían, al yuxtaponerlos con un collage fotográfico de ojos, como lágrimas. Como hemos visto ya, la macchia pictórica puede servir para distorsionar y enriquecer los mensajes de la publicidad, como sucedía en The Dauphin paintings y ahora en la serie de Psicopompos, o para recrear los agresivos graffiti callejeros en la serie Palabras.

Sistema y caleidoscopio

A propósito de la función de la combinatoria, ese nivel supremo que en la obra de Ciria engloba a todos los demás, el propio artista ha escrito: “Muchas veces tengo la impresión de estar obedeciendo a ese patrón analítico, más que a la pura práctica pictórica, incluso más que al desarrollo de los temas. También me sirve como excusa perfecta para mantener abiertas simultáneamente diferentes series que posibilitan las aplicaciones de ese campo de investigación, aparte de resultar mucho más divertido y complejo que una evolución lineal que tan sólo atienda a los resultados puramente plásticos” . Este último comentario provoca una reflexión inesperada. En el arte contemporáneo, la combinatoria es un modelo de organización característico de las tendencias sistemáticas, como el minimal art o ciertas variedades del arte conceptual. Es el paradigma representado, por ejemplo, por los exhaustivos ejercicios de Sol LeWitt a partir de la estructura geométrica del cubo. En el caso de LeWitt y en otros afines, el modelo combinatorio presenta rasgos inequívocos: es un sistema simple, reducido a una sola fórmula o ecuación básica; cerrado, porque nunca incorpora ni produce información empírica; tautológico o circular, porque jamás extraemos de él sino lo que estaba contenido en sus premisas iniciales.

Lo singular de la combinatoria de Ciria consiste en que se trata de un modelo abierto, que integra y genera nuevos datos, y que pretende favorecer el incremento de la pluralidad y la complejidad: “Somos complejos, vamos en infinidad de direcciones. Quizá el artista puramente conceptual pueda contenerse y hacer una reducción hacia la nada, hacia lo mínimo. Pero ni así. Todos somos complejos, nos interesan muchísimas cosas al mismo tiempo, y los artistas creo que intentamos incluir todas estas cosas en nuestro trabajo… En esta época tan complicada en todos los sentidos, la obra resultante o lo que se destila de ella debe obedecer a esa complejidad. A mí esta idea me fascina” . En otro texto del artista encuentro una frase que podría convertirse en el lema de su evolución reciente: “Utilizar toda idea y mezclarlo todo como si fuera un caleidoscopio” . No un caleidoscopio como los habituales (que siguen siendo, al fin y al cabo, simples, tautológicos, circulares). Tendría que ser un caleidoscopio al que constantemente se agregaran nuevos materiales, se incorporaran nuevos elementos de forma y de color: así podría seguir sorprendiéndonos cada día con combinaciones inesperadas, con mutaciones imprevistas. El sistema de la pintura, si se le puede llamar así, que Ciria ha ido construyendo, sería un sistema no hecho de una vez, sino rehecho cada día, un sistema en expansión, un sistema múltiple e impredecible, muy semejante en realidad a un inextricable laberinto.