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2001

Cristina García-Lasuén. Museo Pablo Serrano. Zaragoza

Texto catálogo exposición Después de la lluvia. Museo Pablo
Serrano. Zaragoza, Mayo 2001.

BODEGONES: Imanes iconográficos

Cristina García-Lasuén

Ciria presenta en el Museo Pablo Serrano de Zaragoza una exposición titulada “Después de la lluvia”. Junto a las obras caracterizadas por una imagen de apariencia acuosa, denominadas “Glosa líquida”, se puede observar una pieza realizada en un estilo pictórico que es tributo y, al mismo tiempo, reelaboración de los antiguos bodegones y naturalezas muertas, con mensaje de trascendencia. La denominación de “imanes iconográficos” para este tipo de trabajos me la ha sugerido la capacidad que tienen estos lienzos de atrapar la esencia de los conceptos esbozados por el autor, sirviéndose para ello de una barra plana de aluminio -el imán-, que captura tras de sí los objetos y piezas que componen la obra.

Teóricamente, los bodegones y las naturalezas muertas facilitan un encuentro con el mundo doméstico. Remiten a lo cercano y pequeño. Se expresan en el lenguaje de la letra minúscula, con la que nos tuteamos y escribimos en confianza. Y poco o nada tendrían que ver con la pintura en mayúsculas, la de los grandes temas, enormes formatos y gélida distancia. Pero como casi siempre sucede en el mundo al que el autor nos invita a viajar, nada es lo que parece. El enigma se esconde tras una terca satisfacción por el equívoco, donde el espectador puede escoger el idioma aparentemente llano, plano, de las imágenes y sentirse satisfecho de dominar con la mirada el lienzo o arriesgarse al abismo de una segunda lectura.

En su larga singladura, el bodegón ha cubierto varios cometidos y necesidades. Es, quizás, su enorme versatilidad de expresión lo que le ha permitido sobrevivir en el tiempo, a diferencia de otros géneros igualmente populares que se han disipado. Lo más trascendente -y posiblemente el motivo principal por el que Ciria escoge este medio expresivo- tal vez haya sido que, desde el momento mismo en que se convierte en género pictórico independiente, va a erigirse en signo y manifestación de la libertad creadora del artista. El conquistar un terreno inexplorado, como fue el de poder pintar libremente, vino a compensar, con creces, el desinterés y la baja consideración que se tenía a estas obras y a sus realizadores, a los que se llegó a llamar, ya en el mundo clásico, rhyparógraphos -el que dibujaba las cosas bajas o sencillas-.

Qué duda cabe que el hecho de habérsele considerado históricamente como género menor, pintura degradada respecto a la gran obra de tradición pictórica, le otorga a los ojos de un artista como Ciria un atractivo especial, añadido. Recupera para este momento un género pictórico del que se ha anunciado que ya todo se ha hecho y dicho y que, por tanto, el campo del diálogo había quedado yermo. Es evidente que para quien, como él, elige siempre ir un paso más allá, resulta una invitación idónea. El motivo del menosprecio ha sido siempre en el mundo del arte tan arbitrario como puedan serlo las preferencias, sin más. Cuestión de gusto personal o de coincidencia en el gusto colectivo -moda-; también de consideraciones de dificultad técnica -es decir, de paciente ejecución artesanal-; de la valoración que se otorgue al dibujo; del impacto o indiferencia que pueda provocar lo novedoso u original. En definitiva, de apreciaciones tan variadas y cuestionables como son las opiniones: “Quis custodiet ipsos custodes” 1.

Rescatar en el recién estrenado siglo XXI un género pictórico que los avatares de lo inconsistente o banal -la moda o la conveniencia- han hecho bandear desde el desprecio histórico al estandarte de comienzos del pasado siglo XX resulta, cuanto menos, singular. Algo nos dice que, probablemente, se trate de algo más que de mostrarnos cacharros o verduras colocados encima de una mesa. Tal vez percibamos que Ciria desea referirse a un mundo en que el hombre se reencuentra con aquello que desea resaltar y libremente ha elegido rodearse. En los bodegones, en general, y en estas obras, en particular, se habla en esencia del signo de lo humano. “Porque algún día seré todas las cosas que amo”2. Puede ser que esa presencia de los objetos, de lo cercano, no la recibamos siempre con nitidez por carecer de la distancia necesaria. El artista se goza en desvelar la realidad. Pero en vez de mirar el mundo con la vista opaca y rayada -codificada- por lo usual y cotidiano, cada día estrena mirada.

¿EN QUÉ LUGAR DE LA MEMORIA SE GUARDAN LOS RECUERDOS?

La invitación que, en esta ocasión, nos propone Ciria -por el género que ha elegido como medio de expresión- se presta a presumir que las piezas pueden centrarse en alguno de los tres tipos básicos de discursos que han caracterizado a este estilo pictórico desde tiempos inmemoriales: el de supuesta banalidad doméstica o manifestación de opulencia -dando lugar a los bodegones-; el de la cuidada elección de objetos inanimados, inertes o inmóviles -naturalezas muertas-; o bien en reflexiones sobre lo efímero de nuestra existencia y su escala de importancia -vanitas-3.

BODEGÓN – El aparente candor de la opulencia

En principio, el tópico de la superficialidad formal propia del bodegón augura, en estas piezas, una contemplación tranquila, fresca en su elementalidad, con una probable ausencia de compromisos estructurales. Con calculada contradicción, los “imanes” de Ciria, al modo de los antiguos bodegones, aparentan remitir a imágenes de residencia, al contacto con los objetos cotidianos y manejables. Simulan hablar de lo cercano, del microcosmos, en un estilo de representación caracterizado por el universo de lo que reconocemos como familiar. Sin embargo, ya en una primera y fugaz visión, se desprenden indicios de que tal vez lo familiar se ha transformado, en esta ocasión, en insólito.

El primer elemento de sospecha surge con los imanes-bodegones. Si históricamente las obras realizadas en este estilo pictórico han gozado de alguna merecida fama, fue por representar los signos externos de la abundancia y el exceso, manifestado con la intrascendencia de lo ornamental. Ya en la primera referencia histórica que se conoce, perteneciente al mundo clásico antiguo, se hace alusión a obsequios de obras pictóricas que se daban al extranjero o invitado como muestra de hospitalidad, con una temática indefectiblemente gastronómica. Eran los llamados xénia -xénoion, en singular-, por cuya remembranza tienen todavía hoy determinados hogares, la costumbre de situar estas pinturas en la entrada de la casa, en el recibidor. Fueron indicativos de un cierto nivel económico, prosa del lujo y la abundancia. También eran apetencia y sueño de lo tangible, pero de una categoría de satisfacción que, por superflua, se convertía en muestra de exquisitez y no de elemental instinto, como sucede con lo necesario.

Estas ventanas a la imaginación o a la fantasía, ejecutadas con minuciosidad, proponían una apariencia. Primaba una composición atractiva para producir deseo. Nada más similar al lenguaje publicitario de hoy día. Los lienzos se llenaban de mesas rebosantes de frutas inalcanzables -por su precio y escasez-, a menudo de imposible coincidencia estacional; de flores coloreadas que nunca desprenderían fragancia -ni se marchitarían-; y de fauna comestible de gran belleza, reposando su muerte con la dignidad del imaginario lance. Los nombres propios más sobresalientes de entonces, como los de Juan van Der Hamen, Jan da Vidsz De Heem o Frans Snyders, adornaron retinas de lujo barroco.

Sin embargo, Ciria no ha posado su mirada en ninguno de estos grandes bodegonistas, sino en un “humilde tramposo” barroco, llamado Samuel van Hoogstraten, que hizo del engaño -trompe l’oeil, la trampa- categoría de calidad y ciencia de ilusión óptica. Dibujó con paciencia amanuense los objetos cotidianos y de ostentación del momento -sujetados con bandas horizontales de cuero- simulando una realidad tridimensional en su pintura. A pesar de la técnica de recreación del detalle, la imagen resultaba bastante novedosa. No era habitual dar protagonismo a los accesorios banales y, además, recrear un bodegón diferente. Sin dejar de aludir al universo de los objetos y de lo cotidiano, se alejaba del campo de influencia del hogar alimenticio, de las “verduras”, como también se llamó a los bodegones, no sin cierto desprecio.

Ciria pone de manifiesto el mundo del ocio y la riqueza, en tiempo presente. El cuero barroco es sustituido por el moderno aluminio, que además actúa a modo de imán. Incorpora a los lienzos los objetos e imágenes que permiten desvelar tanto lo cotidiano, como el lujo y exceso recientes. En lugar de la anacrónica disputa de la caza, el tiempo libre se ocupa ahora de forma mayoritaria, según las frías estadísticas, en la contemplación de programas, series y realidad “grunge” revestida de drama -“reality show”- televisivo. La manifestación de la opulencia o del lujo no es actualmente el frugal reino vegetal, sino el más prosaico mundo comercial. No debe extrañar, por tanto, que en la representación de un bodegón contemporáneo aparezcan estas referencias. Encima de cualquier mesa de hogar de hoy día, podríamos ver precisamente la bolsa de plástico con dibujo triangular, logotipo del exceso4. No asombra el objeto -lo que se ve representado, apresado en el lienzo, es algo perfectamente reconocible en la rutina-, sino su descubrimiento. Al sentirlo desubicado del anonimato, trastocado de su lugar originario y hallarlo aislado, independiente, con recién adquirido protagonismo, cobra de pronto un sentido diferente, como si lo observásemos por primera vez.

La independencia de los objetos, emigrados del entorno que los mimetiza y oculta, permite desvelar su existencia. Éste encuentro provoca la misma sorpresa, incluso con cierta dosis de desagrado con la que, de pronto, descubrimos un aspecto que nos había pasado desapercibido de alguien muy cercano. El hallazgo de un matiz, gesto, o característica nueva -que hasta el momento había pasado inadvertido- en algo o incluso alguien próximo a lo nuestro cotidiano, que creíamos bajo total conocimiento y a buen recaudo de la sorpresa, no produce una sensación apacible. Más bien al contrario, el descubrimiento de lo habitual, se instala inmediatamente en la desconfianza. Como si ignorado y al abrigo de la cotidianeidad, no nos hubiese permitido sonsacar matices y saber de lo nuestro. Ése asombro de lo “descubierto pero conocido” fue, en realidad, el generador del fundamento del “ready made” u “objet trouvé” de Marcel Duchamp.

No parece sencillo conocer en qué lugar de la memoria se guardan los recuerdos. Ni saber responder el por qué nos parecen más próximos y creíbles los objetos que conformaban la realidad de hace cuatro siglos que la que vivimos a diario. ¿Es más real y cierta ese ave que nunca vemos en despensa o alacena alguna -y menos aún con el esplendoroso plumaje intacto- que la bolsa del almacén comercial que se visita con frecuencia? Se suele rechazar la realidad porque posiblemente el mundo del que nos hemos rodeado, dominado por el indiscutible poder de la imagen, nos ha habituado a vivir en clave de apariencia. Como manifiesta Calvo Serraller, es probable que ahora sea todo un bodegón global, incluidos nosotros, en la era de la imagen de la pura visualidad.

NATURALEZA MUERTA – Silencio

En las naturalezas muertas, “nature morte” de Ciria -como en las denominaciones “Still-life” o “Stilleben”, de Inglaterra y Alemania respectivamente, que significan naturaleza silenciosa, o la “Vie Coite” de Francia que se traduce por vida en suspenso- y a diferencia del exuberante Bodegón, hay una calculada elección de los escasos objetos que se muestran. Las imágenes representadas están tratadas con respeto casi místico, que permite advertir al observador de lo esencial del mensaje. La deliberada sobriedad es también uno de los signos de diferenciación con respecto a la pintura representativa en general, que sonsaca y copia fragmentos de una realidad plural para traspasarla a otros soportes. En la naturaleza silenciosa se observa una síntesis de imágenes que hacen pensar que son la clave de algún mensaje embozado.

Para una feliz resolución del acertijo, se suele determinar que los objetos poseen una gran carga simbólica. Los ejemplos han sido numerosos a lo largo del tiempo: libros ajados por el uso, en clara alusión a la sabiduría y el conocimiento, como el Maestro de Leiden; recreación de las tertulias parisinas de comienzos del siglo pasado con collages de periódicos y siluetas de guitarra o violín, copa y botella de “Vieux Marc” o “Bass”, paquete de tabaco y as de trébol -Picasso y Braque-; la realidad plana de Giorgio Morandi; cuatro vasijas de barro invitando a la recuperación de un añorado ascetismo -Zurbarán-; las sentimentales escenas de Jeán Baptiste Símeon Chardin; o el magnífico y sobrecogedor esquema vegetal de Juan Sánchez Cotán, que eleva el apio o la col a categoría de poema de la naturaleza. Ciria, cuando realiza una naturaleza muerta contemporánea, amaga al estilo áspero de Sánchez Cotán, para concluir felizmente, resolviendo en sí mismo.

El destino y la función de la obra han determinado, desde siempre, la elección de lo representado. Ha sido precisamente la selección de los escasos motivos que adornan el espacio la que ha distinguido los temas y trayectos dentro del género. El recorrido de la naturaleza muerta es el de la indicación y el misterio, que confrontan la ilusión de realidad con la experiencia de lo sugerido e inmóvil. Cuando Ciria, en la pieza denominada “Naturaleza muerta con pintura”, coloca dos collages de obra abstracta -en realidad obra suya, suponiendo que quiere evitar alusiones personales ajenas-, parece que destila crítica a la “cosificación” que se padece, de casi todo, incluido el arte. Y de cómo éste se queda inmovilizado y sin salida, salvo la de la mera apariencia estética. Arte para un mercado5.

Frente al ruido que abarcan las imágenes estridentes del pasado siglo, Ciria propone en ocasiones, lo radical contrario; el murmullo corto y seco de la sugerencia. La expresividad del mensaje escueto, absolutamente eficaz, en forma casi de signo lingüístico, es lo que determina que en su pintura aparezca, también, un cierto aire oriental, de cultura zen. Son sus lienzos, en ocasiones, coincidentes con el misticismo, la sabiduría y síntesis nipona. Como un aventajado “haijin”6 en cada pieza de su numerosa obra podemos descubrir un “haiku”7 magníficamente expresado. Y al igual que en este estilo poético, la obra de Ciria no parece desear manifestar la belleza de las cosas, sino acudir a la esencia de las mismas, desentrañar el significado profundo y trazar el símbolo. Resulta satisfactorio encontrar actualmente obras que carecen de cosmética y artistas que se aventuran -con capacidad y resolviendo con exquisitez- a descubrir nuevas posibilidades, en vez de insistir en las sencillas o rentables resoluciones. “Este camino / ya nadie lo recorre / salvo el crepúsculo” 8.

VANITAS – El epílogo

El origen más remoto de las naturalezas muertas aparece vinculado, precisamente, a la muerte, como parte del ajuar funerario en las representaciones de las tumbas del antiguo Egipto. Sin duda, sería un magnífico recibimiento de vuelta a la realidad, tras el largo camino desde el más allá. Algo así como mantener con vida a la muerte, para poder volver a revivir. Y, ciertamente, parece ser éste el sentido de la obra de Ciria “Vanitas. (Levántate y anda)”. Es decir; constata un hecho -el fallecimiento acaecido de lo que representa- y reflexiona sobre ello. Posteriormente, le da un hálito de esperanza reflejada en la evangélica frase. Se diría que retoma el carácter denso que han tenido históricamente, en nuestro Continente, las representaciones de este género pictórico. En Europa, por razones religiosas, la muerte no evocará las mismas manifestaciones que en el Egipto antiguo, donde fue asumido como un hecho natural, cíclico y casi festivo. En concreto, en occidente, a partir de la guerra de los treinta años, se refuerza el pesimismo vital generalizado, sin vuelta atrás. Los temas de la futilidad de la vida y la vanidad que implica la posesión y disfrute de los bienes terrenales, van a ser tratados, desde ese momento, con enorme persistencia, tanto pictórica como literariamente.

Precisamente en las sentencias de Cohelet, recogidas en el libro del Eclesiastés, figura la frase que dará título a éste género pictórico: “Vanitas vanitatum, et omnia vanitas”9. A partir de esta idea, se denominarán “vanitas” a las representaciones caracterizadas por abordar imágenes o temas relacionados con el fin de la existencia, la brevedad de la vida, el sufrimiento, la fugacidad de lo material y la caducidad de las pasiones del ser humano. Se convierten en naturalezas muertas con mensaje moral. Resultan ser un medio de expresión idóneo para manifestar profundas reflexiones, imbuidas de un temperamento trágico, no exento de matices siniestros, que dan prioridad a sobrecogedores mensajes de trascendencia. La imagen recurrente y más inmediata de la muerte será, evidentemente, la calavera. El origen de su representación estaría en la aparición del símbolo del cráneo -como el “mors absconditus”10-, por detrás del retrato del solicitante. Un antídoto contra la vanidad del retratado, acompasado de un inquietante sentido del humor negro.

Tras los titubeos iniciales en los que la imagen de la calavera, se mantiene resistente, pero sin abandonar este género pictórico, la evidencia de los primeros tiempos da paso a la sugerencia. Aprovechando el mensaje que, a través de la representación de la figura humana, se transmite de la muerte, del final y del ocaso, con el tiempo, se irán modificando las imágenes, modernizando tanto la iconografía como el contenido. A lo largo del tiempo, las vanitas van a ir manifestando, con mayor o menor énfasis y acierto, la situación vital y emocional –individual, pero fundamentalmente colectiva-, del concreto momento histórico. Prácticamente todos los artistas e, incluso, los movimientos pictóricos -desde el austero Pieter Claesz, o Pereda, hasta los “fauves”, Picasso, los expresionistas, o los neoexpresionistas, por citar tan sólo algunos ejemplos-, han realizado en algún momento de su trayectoria artística pinturas de este género.

Ciria presenta en esta exposición la obra “Vanitas. (Levántate y anda)” que, con toda intención, sitúa al final del gran pasillo, en un espacio con apariencia de capilla y bajo una gran cruz de hormigón, colocada en posición horizontal, del propio Museo Pablo Serrano. Se trata, efectivamente, de una “naturaleza muerta con mensaje trascendente”, de considerable tamaño. El fondo es una lona de camión militar salpicada de los reconocibles “drippings biológicos” del autor. Sobre la pintura al óleo, aparecen colocados, dispuestos, cinco objetos. Los sujeta una barra plana de aluminio -el imán- que, en esta ocasión, se comporta como un eficaz “psicopompo” 11. Toma contacto y rescata, del pasado inmediato, fundamentalmente en tres de ellos, algunos de los materiales iconográficos de culto, del recién concluido S. XX.

En primer lugar, destaca entre los objetos incorporados, por su trascendencia en el mundo del arte, la imagen inquietante, del urinario de Marcel Duchamp, punto de partida del arte conceptual y, según algunos autores, de la crisis de lo pictórico, reconvertido en la calavera distintiva de la muerte y punto central de toda vanitas.

El “finado Duchamp” comparte espacio con el segundo objeto, una imagen que hoy se entiende “kitsch”, pero que hasta no muy lejanas fechas, respondía al aprecio estético mayoritario. Esta imagen vulgar me sugiere -y podría ser éste el sentido buscado- el intrusismo de la pintura banal, intrascendente y efectista, de mera estética, para destacarla y separarla de la gran pintura conformadora del arte con trascendencia. Ciria arriesga en el mensaje, colocando, al lado, el tercer elemento. Se trata de un fragmento de obra suya que pertenece a la serie que presenta en esta exposición.

Cerca, un cuarto objeto, un espejo sin apenas brillos, picado por la mala conservación, nos devuelve una visión desgastada y turbia, generando una atmósfera por la que circulan ideas, que aparecen y desaparecen, como la búsqueda de los conceptos en el mundo del arte. Simula hablar de las imágenes perdidas, de la falta de claridad e interés con la que habitualmente se percibe una obra, que no se limita a devolvernos “narcísamente” nuestro reflejo estético, sino que provoca a que se inquiera, a que se dude, a tratar de responder. Aplicando en “sentido informal”, una frase de José Pérez, se puede decir que, básicamente, se trata de una poética de la desaparición de los conceptos, a los que pretendemos dotar de estabilidad y permanencia, y son desde el principio, inestables y fugaces.

Por último y desde una considerable distancia, capta nuestra atención una llamativa palabra escrita en minúsculas: “silla”. Parece indudable la referencia a Kosuth. Parte este autor de una forma extrema de entender el arte conceptual. Por medio de las frases o palabras -y en ocasiones utilizando tan sólo una breve sentencia, para la realización de la obra de arte-, insinúa guiños filosóficos escuetos y complejos, hermenéutica, que quiere hacer corresponder con ideas artísticas. El medio de expresión será la palabra, pues la importancia -para Kosuth- radica en el concepto, la idea y su descripción teórica -que sería lo que distingue al artista- y no en la realización material de la obra de arte, que tendría una importancia secundaria y menor, de simple ejecución.

Juan Manuel Bonet opina que, aunque buena parte de la atención crítica ha estado focalizada, en los últimos años ochenta y primeros de los noventa, en el fenómeno neo-conceptual, y haya quienes consideren que la pintura es un arte fenecido o en vías de extinción, surgen todavía, por fortuna, en el panorama actual español, pintores que creen en las posibilidades de su medio de expresión, y cuyo trabajo merece la pena, sin duda.

Con esta obra, Ciria sorprendentemente parece presentar un certificado de defunción del arte pictórico. Denuncia su muerte y hasta señala a los presuntos homicidas y coautores, que quedan apresados en el lienzo. No obstante, como el “tramposo” Hoogstraten, simula algo que no es cierto. Sugiere el fallecimiento de la pintura, cuando en realidad lo que acaba representado es justo lo contrario. En primer lugar, porque los únicos cadáveres que muestra son los de aquellos que hirieron de muerte a este medio de expresión. Y, en segundo lugar, porque otorga a la pintura tal capacidad, fuerza y vitalidad que, con los despojos de sus atacantes, consigue, por su mandato e imperio, reconvertir lo fenecido, en vida y arte. Como una altiva y vengadora ave Fénix, la Pintura resurge de sus cenizas, para mostrarnos con soberbia todo su magnífico poder.

En numerosas ocasiones, Ciria ha propuesto el doble juego de la primacía de la idea o de su ejecución material. Se complace tanto en esquivar el dogma, en la búsqueda de lo contradictorio, que en el momento en que finalizo este texto la obra que acabo de analizar con todo detalle, “Vanitas. (Levántate y anda)”, no existe. Es mero engaño, trampantojo sutil y venenoso. Todavía no se ha comenzado. En éste momento, es sólo una idea. Es más, no tengo ninguna seguridad de que vaya a realizarse. ¿Es necesario?

“¡Ay!, ¡despertad mortales! / Mirad con atención en vuestro daño. / ¿Las almas inmortales, / hechas a bien tamaño, / podrán vivir de sombra y solo engaño?” 12 Tendremos que esperar a la exposición: “Después de la lluvia”, en el Museo Pablo Serrano, para que Ciria nos ofrezca su respuesta.

Fernando Castro. Sala Rekalde. Bilbao

Texto catálogo de la exposición en la Sala Rekalde. Bilbao, Diciembre 2001.

RETRATO DEL ARTISTA COMO BRICOLEUR. ODDS AND END EN LA PINTURA DE JOSÉ MANUEL CIRIA.

Fernando Castro Flórez
“Toda escritura es basura”

Antonin Artaud

La declaración autoflagelante sobre esa tarea obsesiva que lleva a garrapatear signos sobre una superficie, tensados por una alteridad que raramente se manifiesta no tiene, en principio, ninguna finalidad estratégica o cínica, antes al contrario, nombra algo sobradamente conocido: el texto es, con mucha frecuencia, estricto desperdicio. No salgo de la perogrullada si constato que la crítica y lo que grandilocuentemente se califica como “teoría” tampoco escapa de un destino absurdo, aquel que convierte a lo escrito en protocolo de legitimación, materiales que nadie está dispuesto a leer, acaso porque la sospecha confirmada es la de que tratan habitualmente de lo mismo: mezclan el elogio exagerado con las salmodias más patéticas. Mallarmé, por citar una autoridad literaria y, por tanto, en el terreno de la pintura un tanto heterodoxa, subrayaba que el sentido de la prosa que interviene como comentario estético era intentar emular el lujo de lo visto, aunque la distancia entre ambas “experiencias” fuera insalvable o, mejor, incomparable. Aunque he escrito numerosos textos sobre la obra de José Manuel Ciria, el primero de los cuales recurrió a la forma extravagante de “interrogatorio” a mi hijo que apenas había aprendido a hablar, creo que casi nunca he estado cerca de los aspectos vertebrales de su obsesión pictórica, entregado a merodeos en los únicamente testimoniaba mi más sincera admiración. Me ha costado muchísimo dar cuenta de la sorprendente mezcla de gravedad y levedad que caracteriza a esta obra impar1 y tampoco he encontrado palabras propias adecuadas que sirvieran para reelaborar la idea de John Berger, que fácilmente puede ejemplificarse en Ciria, de que la pintura es una afirmación de lo visible que nos rodea y que está continuamente apareciendo y desapareciendo: “Posiblemente, sin la desaparición no existiría el impulso de pintar; pues entonces lo visible poseería la seguridad (la permanencia) que la pintura lucha por encontrar. La pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad”2. Pero con todo no he quedado paralizado, sin duda, en esa satisfacción de ver, ni he puesto rienda a la urgencia y la invitación para interpretar, esto es, el indicio3 ha sido recubierto, vertiginosamente, por una escritura que ha oscilado entre la retorización, el citacionismo inevitable y, en gran medida, el testimonio de complicidad con alguien que entiende su arte como una épica intempestiva.

Sin duda, una de las “fuentes” de la pintura moderna es ese automatismo que Breton defendía en el primero de los manifiestos surrealistas como “una nueva y pura forma de expresión” destinada a desnudar los mecanismos inconscientes de la creación y provocar el flujo profundo sin el control de la racionalidad. Un proceso plástico vinculado a obsesiones en el que las potencias del azar y las sugerencias sexuales funcionan juntas4. José Manuel Ciria ha mostrado un interés por los planteamientos diversos del automatismo, sin por ello dejar de insistir en una necesaria clarificación de ese tipo de estrategia plástica: “Si observamos –escribe Ciria– la nueva abstracción que se está produciendo en esta década y tenemos un mínimo interés teorizante, necesitamos una revisión profunda del concepto automático. ¿Cuántos de nosotros estamos instalados en la metáfora de la fragilidad, de lo inestable, del tránsito, el residuo, el proceso, la obra inacabable, el tiempo detenido?”5. Es importante subrayar la interrogación que introduce el “residuo”, porque acaso en lo más abandonado, precisamente en lo marginal pueda encontrarse alguna clave de un trabajo que, por su presencia monumental, sofoca fácilmente a la interpretación. No es necesario, ciertamente, realizar la arqueología de lo residual en el arte moderno, teniendo en cuenta que desde la identificación baudeleriana entre el poeta, el trapero y el niño han sido muchos los momentos en los que volvía a plantearse la vindicación de la mirada que recoge aquello que ha sido lanzado a los vertederos, ya sea en las ensoñaciones de Dalí en las que imagina a Duchamp convertido en el custodio de los excrementos acumulados en el ombligo de Luis XVI6, en esos “herederos” fluxus con su vagabundeo intermedial o, en el ámbito literario, en la sedimentación nihilista de Beckett. Es sabido que en las últimas décadas se ha realizado una recuperación de la noción de lo informe, apuntada por Bataille, como aquello que desubica7; ésta es una noción que desplaza el paradigma estético de la sublimidad, de la misma forma que cobra mucha importancia lo perverso, frente al discurso de la seducción característico del postmodernismo hegemónico. En el espacio perverso nada es fijo, todo es móvil, no hay una finalidad particular, de la misma forma que sobre las lonas Ciria despliega una actividad cotidiana o, en ocasiones, festiva, que mancha y, al mismo tiempo, crea las condiciones para dinamizar, automáticamente, el espacio pictórico.

La retórica del arte se abisma en una realidad escatológica: la civilización, según Lacan, es el desperdicio, la cloaca máxima. Y, sin embargo, ese dominio repugnante no es tan desazonante como parece, incluso ha llegado a convertirse en una cómoda gramática. “Lo informe, el riesgo de la existencia ya no genera angustia, por tanto, si es acogido como material lingüístico, como en los amontonamientos matéricos de Rauschenberg o como en el Homenaje a Nueva York de Tinguely (1960), o en las cáusticas manipulaciones de sonido de Cage. Y a la inversa, el lenguaje puede hablar de lo indeterminado, de lo causal, de lo transeúnte, ya que en ello saluda al Todo”8. Es indudable que buena parte de las celebraciones de lo informe se ponen bajo el signo de la utopía tecnológica, aunque también forman parte de una dinámica interpretativa que da cuenta de diversos desarrollos del arte contemporáneo. Recordemos la lectura que Rosalind E. Krauss realizó de la decodificación que Twombly hacía de la horizontalidad de Pollock al poner, en primer término, la salvaje marca que no cede, aquello que no puede sublimarse, pero donde antes había curda violencia o manifestación del sinsentido, ahora encontramos un lugar en el que se formulan obsesivamente partes del cuerpo. El hecho de estar sobre el lienzo no es suficiente, porque podría ser la mera constatación de una superioridad velada al poner el lienzo en vertical, el deseo metafísico se reduce acaso al gesto crudo de mear sobre el lienzo o, en una clave lacaniana, una rivalidad del sujeto consigo mismo que conduce al tipo de violencia primaria. Desde Pollock se plantea el problema de cómo asumir la transformación de la pintura en charcos en el cuadro, cómo mantenerse en el terreno de lo informe, allí donde el registro del trazo y del indicio son los acontecimientos fundamentales: la agresión que marca. “Llegado a un punto se hizo patente que el acercamiento a esta figura sólo podría acometerse por medio de la bassesse, agachándose, descendiendo por debajo de la figura hasta el terreno de lo informe. Y también se hizo claro que el mismo acto de agacharse sólo podía registrarse por medio de un trazo o indicio, es decir, a través de la mancha que atravesaría el acontecimiento desde dentro, transformándolo en un acto de agresión y marca, indicio o clave”9. En la pintura hay un radical deseo vandálico de dejar un signo personal; Bataille señaló, en su ensayo sobre L´Art primitif de Luquet, que tanto el niño como el adulto necesitan imponerse a las cosas alterándolas y el proceso de alteración es inicialmente una actividad destructiva: únicamente después del vandalismo de las marcas destructivas existía el reconocimiento por la semejanza y la creación de signos10. En el momento del origen, Bataille encontró no solamente la franqueza del azar al mismo tiempo que invocaba la imagen del niño o mejor de los niños destrozones que mantienen su energía desbocada en algunos pintores como Ciria que unen la pasión por la materia con la urgencia de imponer la urgencia de sus gestos.

Aludiendo, en muchas ocasiones, al deseo del código, incluso a una fijación del azar, también este creador ha dado muestras de poseer la pasión apropiacionista del bricoleur11. En series de cuadros anteriores utilizó, más allá de su fascinación por las lonas, superficies “enrarecidas”, principalmente papeles pintados, apropiándose de lo que Schnabel llamó calidad etnográfica del material utilizado para pintar12. Antes de comenzar a realizar ningún gesto, el espacio ya está pintado, la superficie que se ha dispuesto ya está pintada. Pero ha sido en sus últimos trabajos, desde la exposición en la galería Salvador Díaz en el 2000, cuando ha derivado, en cierta medida, hacia el patchwork o, en otros términos, hacia un collage en el que subraya la objetualidad de la realidad fijada en el lienzo. Uno de esos elementos, fijados al lienzo por bandas metálicas, que causó mayor estupefacción fue un oso de peluche (Naturaleza muerta con flor, 2000), colocado cabeza abajo, como si los blandos compañeros de la infancia fueran torturados en un tiempo donde sufrimos (Ketama dixit) “la epidemia de la tontería”. El arte contemporáneo reinventa la nulidad, la insignificancia, el disparate, pretende la nulidad cuando, acaso, ya es nulo: “Ahora bien, la nulidad es una cualidad que no puede ser reivindicada por cualquiera. La insignificancia –la verdadera, el desafío victorioso del sentido, el despojarse de sentido, el arte de la desaparición del sentido– es una cualidad excepcional de unas cuantas obras raras y que nunca aspiran a ella”13. Y sin embargo, el arte consiste, en un sentido radical en dejar siempre abierta o acaso un poco indecisa la vía del sentido, escapando del dogmatismo tanto como de la insignificancia. Ciria revela, en bastantes de sus textos y, por supuesto, en la conversación, su malestar ante la situación contemporánea del curatorismo en la que la pintura es sistemáticamente excluida y, sobre todo, se da carta de naturaleza a las mayores banalidades14. He hablado, en algunas ocasiones, de peluchismo, comentando obras en las que aparecen juguetes y referencias a la infancia traumática, a la que puede añadirse una singular fascinación por lo sucio y abyecto, esos restos de la resaca que forman parte del denominado slack art15. Con los peluches, Ciria nombra la banalidad, al mismo tiempo que da cuenta de la imposibilidad de la mirada inocente, manteniendo una singular predilección por las imágenes y objetos asociados con la infancia, ese territorio insondable que a veces aparece cargado por el aura de la melancolía y también retorna como algo reprimido o terriblemente distante.

José Manuel considera la incorporación de objetos como un simple gesto, “como un mero gesto expresionista de corte cuasi automático”16, algo que, como he indicado, tiene que ver con la sabiduría del bricoleur. Claude Lévy-Strauss recuerda cómo, en un sentido antiguo, bricoleur se aplica al juego de pelota y de billar, a la caza y a la equitación, pero siempre para evocar un movimiento incidente: “el de la pelota que rebota, el del perro que divaga, el del caballo que se aparta de la línea recta para evitar un obstáculo. Y, en nuestros días, el bricoleur es el que trabaja con sus manos, utilizando medios desviados por comparación con los del hombre de arte”17. Estoy refiriéndome a una actividad pictórica que implica un arreglárselas uno con lo que tenga, la necesidad de trabajar con un conjunto finito de instrumentos y de materiales heteróclitos. “La pintura de Ciria da a veces la impresión de ser caótica y azarosa, y sin embargo está cuidadosamente planificada”18, siendo la composición el resultado contingente de todas las ocasiones que se le ofrecen de renovar o de enriquecer sus existencias, “o de conservarlas con los residuos de construcciones y de destrucciones anteriores”19. En el bricolage se interviene con un sentido extremo de instrumentalidad, pero al mismo tiempo que el sujeto rehace el inventario de las cosas que va a utilizar, trata ese material como si fuera un tesoro. Conviene tener presente que esos elementos coleccionados están preconstreñidos; el bricoleur, ciertamente, se dirige a una colección de residuos de obras humanas, es decir, a un subconjunto de la cultura, operando no con los conceptos, sino por medio de signos: se produce un desmantelamiento en el que los significados se transforman en significantes20. A esa dislocación entre la estructura instrumental y el proyecto se añade lo que los surrealistas llamaron azar objetivo.

El sujeto, desprendido de sus apegos, debe descubrir el significado donde pueda, sin renunciar al placer inmediato de la contemplación de lo que son, estrictamente, arreglos artificiales. El juego irónico de similitud y diferencia, lo familiar y lo extraño, el aquí y el ahora (explícitos en el bricolage) son el proceso característico de la modernidad global. Ahora bien, lo propio del pensamiento mítico, como del bricolage en el plano práctico, consiste en elaborar conjuntos estructurados, “no directamente con otros conjuntos estructurados, sino utilizando residuos y restos de acontecimientos; odds and ends, diría un inglés, o, en español, sobras y trozos, testimonios fósiles de la historia de un individuo o de una sociedad”21. Me parece que esta descripción del bricoleur como aquel que elabora estructuras disponiendo acontecimientos o, mejor, residuos de acontecimientos, es eficaz también para dar cuenta de las obras últimas de José Manuel Ciria, un artista que ha subrayado, constantemente, la importancia de la ocasión y que, por supuesto, trabaja con despojos, spolia, con una lógica fluctuamente semejante a la del inconsciente22. “Separando, fragmentando, compartimentando el espacio, ‘desmigajando el Todo’ –usando las palabras de Nietzsche– consigue transmitirnos distintas versiones con un mismo acento, personalísimo, que asume el riesgo de no estar ‘garantizado por la unidad’”23.

Claude Lévy-Strauss señaló, en El pensamiento salvaje, que la moda intermitente de los collages, nacida en el momento en que el artesanado expiraba, podría no ser más que una transposición del bricolage al terreno de los fines contemplativos24. La introducción del collage en las vanguardias supuso una ruptura con el ilusionismo, la presentación de una nueva fuente original de interrelación entre expresiones artísticas y la experiencia del mundo cotidiano. Ese comportamiento tiene mucho de despedazamiento y violencia25, una aproximación de realidades distintas que intensifica, según Max Ernst, las facultades visionarias26. “¿Existe –se pregunta Ciria– la posibilidad de unir en una técnica y con un solo gesto, el método en tres tiempos de Ernst: abandono, toma de conciencia y realización?”27. En la abstracción redefinida contemporáneamente se emplea, con mucha frecuencia, la composición mediante yuxtaposición28, algo evidente en las permutaciones desarrolladas por Ciria a partir de la monumental pieza Magari ora lucidus ego (2000). “La intención del collage era romper los ‘cuerpos’ convencionales (objetos e identidades) que se combinan para producir lo que Barthes llamaría después ‘el efecto de lo real’”29. Si, en un sentido, los collages de Ciria tienen que ver con esa corporalidad fragmentada, en una aproximación diferente, tal como Juan Manuel Bonet ha indicado, son como páginas en las que fija toda clase de acontecimientos vitales30. “Los collages de sus cuadros son como páginas de un diario donde van quedando cosas de las más variadas procedencias. Objetos que nos recuerdan la infancia, diversos hábitos o que son parte de la vida de Ciria como los dibujos de su hijo, el primer juguete, el recorte del diario, la tela de la decoración. Objetos y/o gestos automáticos y surgidos al azar, pero también calculados, son dispuestos sobre la superficie ‘dibujada’ por rastros de agua o de la lluvia, con una estrategia que el pintor acerca a la deconstrucción”31. La clausura de la representación, según ha señalado Ciria, no implica la negación de la composición clásica, y permite además una deconstrucción analítica en pintura de aquello que se nos antoje32. Efectivamente, las construcciones (pictóricas) transtocadas de Ciria tienen una mezcla de presencia y, al mismo tiempo, una manifestación de una procesualidad que la socava. Derrida sostiene que sólo porque no hay esa presencia plena es posible la experiencia, entre otras cosas, de la obra de arte33. Hablando de la incorporación del collage en la serie Sueños Construidos, señala Ciria que tiene tres grandes parcelas o divisiones a la hora de incorporar la iconografía en el plano pictórico: “lo propiamente pictórico, la utilización de imágenes preexistentes (fotografías o soportes emulsionados) o la incorporación directa de objetos (a principios de los noventa los objetos incorporados a las superficies eran habitualmente planos: llaves, disquetes de ordenador, monedas, dibujos realizados con alambre, etc.)”34. Señalaba que le interesaba una obra construida capaz de unir soportes diversos, generando de forma automática espacios compartimentados: el cuadro se termina por sí mismo, solucionando el contraste de materiales en apariencia incompatibles. Podemos recordar, en relación con los planteamientos de este pintor, tanto la forma híbrida de impresión de Rauschenberg35 o lo que Ullmer ha llamado poscrítica36: combinación de collage y montaje.

En una época que ha convertido el juego y su dimensión agonística en terreno para la violencia de los clanes y el vómito colectivo, mientras el bricolage ha sido convertido en patético pasatiempo37, Ciria se dedica a pintar sobre enormes vallas publicitarias, donde consigue imponerse a la imagen de Jack Daniels, Four Roses o un plato de salchichón, pero también ha dado una vuelta de tuerca más a su poética del exceso para integrar fotográficamente a sujetos desnudos sobre composiciones abstractas. En unas notas de proyectos, publicadas en el catálogo de la exposición Quis custodiet ipsos custodes (Galería Salvador Díaz, 2000) comparaba un cuadro de 200×200 cm abstracto con una fotografía del mismo formato en la que las lonas colocadas en estructuras ovoidales eran sustituidas por bañeras dentro de las que estarían negras desnudas. Cuando se contempla ahora a esa mujer gorda que tiene en torno a su cuerpo cinta de balizamiento resurge la idea de Bataille de la desnudez como un estado de comunicación, donde se supera un miedo primordial: esos sujetos han soportado la cruda intemperie de la pintura, se han manchado en un suelo enrarecido.

Bataille dedicó un ensayo al dedo gordo del pie, ilustrado por unas poderosas fotografías de Boiffard, en el que indica que lo que consideramos aberrante de esa parte del cuerpo es su contacto con el barro, una especie de vinculo con lo animal que tendría que segregarse. Las palpitaciones sangrientas del cuerpo deben permanecer ocultas, en el pie quedan restos de una existencia caída, allí se mezclan el sexo y la muerte, el barro pegado a nuestra urgencia de huir: “el aspecto desagradablemente cadavérico y al mismo tiempo vocinglero y orgulloso del dedo gordo corresponde a esta derrisión y otorga una expresión sobreaguda al desorden del cuerpo humano, obra de una discordia violenta de los órganos”38. Tras la radicalidad de la danza pictórica de Pollock los artistas asumen que sus huellas comenzarán a forma parte de la obra de una forma literal. El cuerpo, como una cultura semióticamente imaginada, no es una totalidad continua sino un montaje de símbolos y códigos convencionales. Los trabajos de Ciria son muy orgánicos, “plenos de erotismo, que se nos aparecen como surgiendo de la tierra, evocando sensualmente a la sensibilidad táctil, corpórea, objetual”39. Recuerdo una ocasión en la que Ciria me hablaba de que dispuso una lona en el suelo para realizar una fiesta en ese lugar y luego tomar todas las huellas de los pies como cuerpo de la obra sublimada verticalmente. Con el índice fotográfico de la desnudez este creador explicita esa carnalidad que es constante en su proceder plástico, incluso podría decirse que se adentra en un literalismo “figurativo”. Por otro lado es apropiado retomar aquella consideración de Bleckner de que tras cada abstracción hay una figuración, “y esa figuración es un elemento de vulnerabilidad en el interior de la abstracción. El placer se rompe constantemente por la quiebra del lenguaje y el cuadro intenta siempre reconciliar ambas cosas”40. Ramón Gómez de la Serna advirtió, con una lucidez extrema, que la imagen de una sola cosa ya no quiere decir apenas nada. Es necesario complicarla, injertarla con otras, “herirla en el pecho”.

Griaule, en unas consideraciones sobre la cultura del África Occidental, señala que “el salivazo actúa como el alma: bálsamo o basura”, algo semejante a lo que podría decirse del gesto que arroja pintura sobre una superficie extraña. Por otro lado, sabemos que la constitución del objeto, freudianamente, se agota en la pérdida: el acceso al gozo supone la abolición de la objetividad, una situación de destrucción simbólica41. Ciria cuelga del techo trozos de pintura y otros “desperdicios” entre gruesas láminas de plástico, en una disposición que llega al territorio de lo instalativo. En esos depósitos ha geometrizado lo accidental, la suciedad y el fragmento han perdido su tonalidad desazonante para llegar a producir un placer visual extraordinario. “Uno de estos días –escribe Bataille–, es cierto, el polvo, debido a que persiste, comenzará a triunfar sobre las sirvientas, invadiendo con inmensos escombros las construcciones abandonadas, los docks desiertos: en esa lejana época no subsistirá nada que salve de los terrores nocturnos, por cuya falta nos hemos transformado en tan buenos contadores”42. La reacción vomitiva en el arte contemporáneo puede ser consecuencia de la clausura de la representación. Kristeva sostiene que, en el límite de la represión primaria, la conciencia no cesa de extraviarse al intentar transformar en significantes las demarcaciones fluidas de los territorios inestables por los que se desplaza; los sentimientos comunes que surgen en estos traspiés en los límites son el asco y la abyección. Lo sublime bordea a lo abyecto, siendo ambos extremos de la no-posesión y la carencia de objeto, en un caso por la memoria sin fondo en un resplandor que es pérdida para el ser y en el otro ser síntoma de un lenguaje que al retirarse estructura el cuerpo como algo anómalo, extranjero o monstruoso. “Lo abyecto nos confronta con nuestra propia arqueología personal”43, puede ser una precondición del narcisismo o una fisura cuando se distiende la represión. En la discusión sobre el seminario lacaniano titulado “¿Qué es un cuadro?”, respondiendo a la cuestión sobre la relación entre el gesto y el instante de ver, de repente se ofrece un argumento que tiene algo de interpolación: “la autenticidad de lo que sale a la luz en la pintura está menoscabada para nosotros, los seres humanos, por el hecho de que sólo podemos ir a buscar nuestros colores donde están, o sea, en la mierda”44. Penoso consuelo el de este descubrimiento de que la creación es una sucesión de pequeñas deposiciones sucias, con independencia de que aparezca el paradigma de la frialdad o la reinstauración del fascinum que asociamos al “mal de ojo”, de la misma forma que puede ser desconcertante descubrir que lo que une, socialmente, es el asco45.

Es digno de señalarse que algunas de las últimas obras de Ciria, por ejemplo la serie Sueños Construidos donde hace guiños a Rauschenberg y Hofmann, son desarrollos personales del género de la naturaleza muerta y, más concretamente, con la vanitas. Ha explicitado, como referencia de sus cuadros con la tira metálica que sujeta igual una bolsa de El Corte Inglés que un peluche, la obra de Samuel van Hoogstraten46. Una de las piezas más poderosas de ese ciclo es Vanitas. (Levántate y anda) (2001): “En primer lugar destaca entre los objetos incorporados, por su trascendencia en el mundo del arte, la imagen inquietante, del urinario de Marcel Duchamp, punto de partida del arte conceptual y, según algunos autores, de la crisis de lo pictórico, reconvertido en la calavera definitiva de la muerte y punto central de toda vanitas”47.

Esa obra es un complejo ejercicio de revisionismo en el que, por emplear la terminología de Harold Bloom, Ciria menciona las principales angustias de las influencias, esto es, ese terreno amplísimo en el que se desliza el arte desde la banalidad a la pseudo-erudición, en un fetichismo ramplón de la retórica conceptualista que, en conocidas palabras de Duchamp, superaría lo retiniano, aquella “tontería” propia de los pintores48. Es evidente que el ready made ha generado muchas enfermedades y, especialmente, una paralización del talento, una narcolepsia acelerada frente a los objetos, a la que se une la penosa coartada, vuelta universal, de la “ironía”. Duchamp es para Ciria, al margen del prototipo del vago, fundamentalmente un pintor49, un creador sobre el que se ha edificado un rascacielos de monotonía y, por supuesto, de malentendidos. Traeré a colación una obra de Ben Vautier, titulada El museo de Ben, en la que presentaba, entre otras cosas, una concha, algo de madera y un montón de porquería. Al lado de estas cosas había un cartel que decía lo siguiente: “Si desde Duchamp es arte todo, ¿significa eso que esto es también arte? Si la respuesta es sí, ¿por qué ir a los museos y no simplemente bajar a los sótanos?”. Sin embargo, lo típico es el gesto contrario: llevar lo escatológico a ámbito de la higienización de la mirada. Ciria hace unas consideraciones apasionadas contra la tendencia a aceptar cualquier cosa desde la garantía (post)duchampiana de que el gesto del artista es super-legitimador: “Estamos acostumbrados –escribe Ciria– al todo vale, y no quisiera parecer retrógrado o sectario en mis planteamientos, pero hemos de darnos cuenta que en ocasiones esto puede ser así y en otras, las más, no; con independencia de que los límites de lo que denominamos arte no paran de ensancharse. Dependerá del artista y de la “verdad” de su trabajo, de su verdadera capacidad e intenciones, de la honestidad y la facilidad para manifestar lo lírico o lo expresivo, de incorporar atinadamente una clara carga o resolución conceptual. Muchos artistas consiguen dar en la diana y brindarnos una obra sobrecogedora y fascinante, mientras que otros nos ofrecen abiertamente basura de forma repetitiva y descarada”50. También en Vanitas (Levántate y anda) está fijada, en esa línea horizontal el espejo y las frases que remiten a la definición del diccionario, ya “académica”, de Kosuth: las especulaciones y el conceptualismo son, sin duda, parte de la diarrea mental (y visual) contemporánea. El todo vale ha causado también bajas en el terreno discursivo, causando la deriva hacia la “interpretosis” o, frecuentemente, la inconsistencia convertida en camuflaje de la impotencia.

En los últimos catálogos, Ciria ha incluido proyectos de extrañas instalaciones (llenar un muro con sillas para que la gente se suba a algunas, construir un trono orgásmico que tiene mucho de instrumento de tortura, colgar a un bebe real, por medio de un arnés, en el centro de una pared vacía, introducir un gato vivo dentro de una altísima caja llena de ratas hambrientas, etc.) que no son tanto comportamientos miméticos con la ortodoxia del postperformance o con ese neorrealismo conflictivo (tan semejante a la codificación del reality show), cuanto sarcasmos, que enuncian violentamente, posibilidades extremas. No es tan difícil participar, valga la redundancia, en el circo del más difícil todavía. Indudablemente, Ciria desarrolla su obra como una especie de resurrección de la pintura51; Héctor López González señala que “en la visita a su estudio me hablaba de que la pintura había muerto y que, precisamente por eso, había retornado a ella”52. Con más propiedad habría que decir que Ciria no ha necesitado retornar a la pintura porque jamás se apartó de ella. “Se ha podido observar que extender la pintura fuera de su territorio trae consigo el peligro evidente de perder los límites y, por tanto, perder la sustancia de la propia acción pictórica. Por ello Ciria acepta el soporte tradicional de la pintura, como el único espacio posible en el que merece la pena, por una parte, romper los márgenes y, por otra, al mismo tiempo, alterar su sentido convencional”53. Este creador consigue, con un magisterio evidente, extender la pintura sin salir de su territorio, utilizar todos los trozos imaginables, con una heterodoxia digna de elogio, para componer sus obras: transformar en resto lo más necesario. “Vindicación y reivindicación de lo excluido; de lo expulsado. De los residuos; del resto; de lo que falta… ‘Es en los residuos’, ha dicho Ernst Jünger, ‘donde hoy en día se encuentran las cosas más provechosas’. Allí, seguramente, encontraremos lo que falta: el resto, que por serlo, es parte maldita, parte excluida. A los críticos les toca buscar entre las basuras; los residuos, los restos. Lo que nadie quiere, ni siquiera para construirse una dudosa reputación de maldito…”54. De hecho los que buscan más en los basureros y, especialmente, en los containers son los artistas, hechizados por toda esa realidad rota que a ellos les está abriendo caminos que para los demás son inconcebibles. Ciria, “retratado” como bricoleur, tiene la extraña sensación de que él no hace pintura55, pero su actividad es siempre la de concentrar pasiones en las manchas, calcinar, dejar huellas, dejar que la ceniza domine, casi alquímicamente, la superficie56. La afirmación de que “dentro de lo abstracto, todo será abandono, residuo, ceniza”57 no supone la aceptación de una tonalidad apocalíptica, más bien, remite a una voluntad de dejar rastros: un trayecto en el que las manchas que no resulta fácil explicar58 generan un imponente lujo visual. Esas poderosas coagulaciones del rojo, que pueden llevar a la mente hasta la memoria de la herida, o la fluidez del negro controlado de una forma increíble, todas esas combinaciones de gestos y superficies heteróclitas, no se hacen precisamente desde la facilidad ni con una complacencia manierista. “Pintar, por si nadie se había dado cuenta, es bastante jodido. No se trata de conseguir resolver con ingenio algunas piezas, sino de estar en la pintura, de permanecer diciendo cosas que tengan cierto interés y mantenerlo durante años, sujetos como es lógico, a los diferentes vaivenes y a las etapas de mayor o menor inspiración”59. Y, sin duda, Ciria es un artista al que no le falta energía, ni convicción ni sentido del territorio pictórico; más allá de la sublimación de los residuos ha conseguido encarnar su imaginario en nuevas modulaciones: el referente corporal fotografiado sobre la pintura, el gesto cromático sobre la publicidad, los fragmentos localizados dentro de la transparencia del plástico, el revés de los sueños y el testimonio de la lucidez.

Guillermo Solana. Sala Rekalde. Bilbao

Texto catálogo exposición Sala Rekalde. Bilbao, Diciembre 2001.

MARSIAS O EL CUERPO DESARROLADO DE LA PINTURA

Guillermo Solana

La escena se sitúa en un bosque, una noche de tormenta. De las ramas de un árbol, sujeto por sus patas de cabra, está colgado el cuerpo desnudo del sátiro y dos figuras se afanan en arrancarle la piel con sus cuchillos, minuciosamente. En torno a ellos aparecen los invitados que han venido a contemplar el suplicio, como Pan, que trae un cubo de agua para lavar el cuerpo ensangrentado. Un anciano sentado mira la escena meditabundo y junto a él, un niño sátiro sujeta a un perro grande, y un perrito acude a beber los charcos de sangre que se han formado en el suelo.

Así imaginó Tiziano, al final de su vida, el castigo de Marsias por haber desafiado a Apolo. Como recuerda Richard Wollheim en su libro La pintura como arte, esta historia mitológica era interpretada como una alegoría del triunfo de las potencias superiores del alma sobre la parte animal del hombre, o también como imagen de la victoria de las artes intelectuales, representadas por la lira del dios, sobre las artes sensuales, encarnadas en la flauta del sátiro. Tiziano, por su parte, convertiría el mito en una suerte de mysterium simbólico sobre la relación entre el cuerpo y la pintura. Como señala Wollheim, el cuerpo torturado de Marsias aparece dispuesto de tal manera que el ombligo coincide con el centro geométrico de la composición, y desde este punto el cuerpo domina todo el cuadro. El lienzo mismo se identifica con la piel de Marsias y la pintura arrastrada por el pincel, con la sangre de sus heridas. La vida que se escapa del agonizante parece difundirse por toda la superficie de la tela, vivificándola. Y los seres que asisten al suplicio miran el cuerpo de Marsias tan absortos, tan fascinados como nosotros mismos contemplamos el cuadro. Si Apolo es pintor, Marsias es la pintura misma. Apolo es el ojo y la mano que analiza el objeto, pero la pintura es la carne de Marsias, esa carne que se deja despellejar con una extraña pasividad o resignación, entregando su piel como ofrenda, como un regalo a la visión.

Esta doble presencia, la del dios y la del sátiro torturado, sacrificado, siempre ha estado presente en la obra de Ciria. Ciria es un pintor de pasión analítica, que deshace y rehace sus proyectos, un pintor cuya vocación consiste en observar el comportamiento de los materiales pictóricos, explorar la combinatoria de los elementos que integran una composición, experimentar sistemáticamente con los pigmentos y los medios. La retícula y lo gestual, el orden y el automatismo han coexistido, implicados entre sí, enzarzados entre sí, a lo largo de toda la carrera de Ciria.

El conjunto de obras reunidas ahora en esta exposición representa el esfuerzo mayor realizado hasta ahora por el artista por dar un salto adelante, por salir de sus coordenadas habituales, de los lugares donde esperamos encontrarlo. Un esfuerzo enorme, casi violento por reinventarse a sí mismo. Lo que no quiere decir que esta exposición no prolongue tendencias latentes, indagaciones que venían anunciándose. Aquí encontramos series recientes de pintura en sentido estricto, como la Suite Buenos Aires y la serie Glosa líquida, pero junto a ellas, la mayoría de las obras reunidas en esta exposición (completamente inéditas) desbordan cualquier noción estrecha de la pintura. Son la serie Odaliscas, de fotografías de gran formato, la serie Visiones inmanentes y la larga serie The Dauphin paintings, pinturas ejecutadas sobre carteles y grandes vallas publicitarias. Como en ocasiones anteriores, Ciria pone en tela de juicio la convención habitual según la cual las obras reunidas en una misma exposición han de compartir una misma pauta formal. ¿Por qué se han reunido entonces estas obras? ¿Dónde residiría el hilo conductor que permitiría comprender su unidad?

La unidad se cifra al mismo tiempo en un principio de método y en una idea. El principio es el principio collage, sobre la base del cual Ciria lleva algún tiempo revisando eso que Juan Gris llamaba las «posibilidades de la pintura». El collage ha sido el instrumento destructivo y constructivo más poderoso inventado en el arte del siglo XX y constituye todavía el punto de partida, como Ciria nos muestra, para cualquier noción no purista del campo pictórico. Para una línea de la pintura del siglo XX, el progreso avanzaba en el sentido de una reducción progresiva; la pintura iba despojándose hasta quedarse sólo con sus componentes imprescindibles: su esencia. Pero hay otra tradición, iniciada con la invención del collage en 1912, y que discurre a través de Schwitters, Dadá, el surrealismo, etc. para la cual no se trata de buscar los mínimos, sino el alcance máximo de la pintura, para salir de sí y conquistar el mundo de alrededor. A pesar de su trayectoria de pintor abstracto, a Ciria le interesa especialmente la tendencia expansiva en la pintura, más que la reductiva, y el collage de pinturas, fotografías y objetos ha ido convirtiéndose en el método fundamental de su creación de los últimos años.

Junto a esta coherencia metodológica basada en el collage, la actual exposición revela una idea latente. Las piezas reunidas aquí, a pesar de su aspecto distinto, tienen que ver, directa o indirectamente, con la representación del cuerpo. Casi podríamos decir que en el recorrido de la exposición en la Sala Rekalde se pone en escena un proceso de manifestación del cuerpo y de iniciación en sus arcanos; un proceso por el cual el cuerpo se desnuda, se desviste capa a capa, se despoja de la piel «exterior» y de las pieles «interiores» hasta convertirse en algo sin forma conocida, en algo informe que sólo puede ser expresado por la pintura. El largo y tortuoso striptease del cuerpo coincidiría así con la mise à nu de la misma pintura.

Odaliscas

En el conjunto de la obra que ahora expone Ciria ocupa un lugar singular la serie de fotografías de gran formato titulada Odaliscas, basada en unos desnudos sometidos a lo que podríamos llamar una acción pictórica. El título es evidentemente irónico, porque no se trata de cuerpos bellos ni seductores, sino más bien imperfectos y excesivos, a veces incluso abyectos, en plena polémica contra la idea postrenacentista del desnudo y en particular contra su más eminente manifestación actual: los cánones estéticos de la fotografía publicitaria. Las «modelos» que protagonizan la serie de Odaliscas son el reverso de las modelos de la moda. Y para colmo, la acción pictórica a la que son sometidas atenta contra la limpieza habitual en la estética publicitaria, y evoca los estereotipos sucios de la imagen pornográfica; como esa mujer gorda salpicada por una ducha de pintura blanca, que es una gigantesca eyaculación. La serie Odaliscas constituye, desde este punto de vista, una revisión crítica devastadora del género más académico de la tradición pictórica, el desnudo, así como en otras series recientes Ciria ya había afrontado otros géneros, como el paisaje (en el proyecto Monfragüe) y la naturaleza muerta (en la serie Sueños construidos).

Precisamente en esta última serie dedicada a la reinvención del bodegón, Ciria se servía del collage en sus formas más radicales, incorporando al cuadro muñecos de peluche, flores o bolsas de plástico. No sólo elementos planos, sino cosas dotadas de bulto, porque se resisten más a ser absorbidas por el plano pictórico. Pero la pintura tiene, como la boa, una inmensa capacidad para engullir y digerir a las presas más inverosímiles… Ahora, de nuevo, las Odaliscas se basan en el collage. Pero ¿puede el cuerpo humano integrarse como un objeto más en la superficie pictórica? ¿Sería posible acoplar un cuerpo entero en una composición abstracta de líneas, colores y texturas? Estas son las preguntas planteadas, no sin ironía. Una de las fotografías de la serie Odaliscas aparece como una declaración muy consciente del artista sobre ese proceso de incorporación del cuerpo al plano pictórico. En la imagen, un hombre camina a cuatro patas, como un animal, moviéndose hacia una mujer desnuda tumbada boca arriba. El cuerpo masculino se destaca sobre el plano del fondo y arroja una sombra evidente. El cuerpo de ella, en cambio, aparece pegado a la superficie del lienzo, y se inscribe tan exactamente en la composición (el sexo señalado por la línea divisoria entre el negro y el pardo, la cabellera extendida sobre el fondo naranja como la de una cabeza de medusa) que se ha convertido en imagen, en parte inseparable del cuadro. La historia versa, evidentemente, sobre cómo los objetos de nuestro deseo, cuando finalmente conseguimos darles caza y abrazarlos se revelan como espejismos: se desvanecen en el aire o se convierten en algo que ya no podemos desear, como en la historia de Apolo y Dafne. Ese mismo desfase irónico entre lo vivo y lo pintado, afirmado y desmentido a la vez, es el tema de otra fotografía donde dos niñas de carne y hueso ponen sus manos sobre la fotografía de una modelo en traje de baño, creando una extraña parodia de la ronda de las Tres Gracias.

En un texto sobre su serie Sueños Construidos, Ciria mencionaba como de pasada a un precursor histórico: el norteamericano Bob Rauschenberg. Rauschenberg fue más lejos que nadie, hace más de cuarenta años, en el poner a prueba la integridad del plano pictórico, introduciendo en él cosas muy difíciles de asimilar. En sus combine paintings clavaba o proyectaba toda clase de objetos: una escalera o una silla, un armario o un viejo reloj, una gallina o un águila disecada. Su gesto más radical en este sentido tuvo lugar en 1955 cuando cogió su propia cama, la untó de pintura y la convirtió en cuadro. Rauschenberg inventó de este modo, como observaba Leo Steinberg en su ensayo Other criteria, «una superficie pictórica que acogía en sí el mundo». En la más célebre de las combine paintings, titulada Monogram, una cabra de Angora disecada, con un neumático de automóvil en torno a su cuerpo, se yergue sobre el lienzo colocado en posición horizontal. Esa cabra parece, como el Rinoceronte de Ionesco, un emblema adecuado para una época obsesionada por el absurdo existencial. La cabra es el absurdo mismo. No posee un sentido simbólico o alegórico trascendente: «Una cabra disecada es especial en el modo en que es especial una cabra disecada», declaró Rauschenberg y añadió: «Quería saber si podía integrar un objeto tan exótico como ese.» La cabra de Angora de Monogram es una predecesora directa de las Odaliscas de Ciria.

Modos de atrapar el cuerpo

Hay otro rasgo fundamental de las combine paintings de Rauschenberg que ha sido reelaborado por Ciria. En sus Odaliscas, las modelos desnudas parecen a veces de pie. Pero esta ilusión de verticalidad apenas dura un momento; enseguida descubrimos que están tumbadas sobre un plano horizontal, que se identifica con el plano visual de la imagen. Ahora bien, esta transformación supone una innovación drástica con respecto a la tradición de la pintura occidental. Como advertía Leo Steinberg, al menos desde el Renacimiento y hasta bien entrado el siglo XX, el plano pictórico ha afirmado su verticalidad como uno de sus rasgos esenciales. Incluso en los expresionistas abstractos, como Pollock, Newman, etc, persistía, al decir del propio Steinberg, una dominante vertical dirigido a establecer una sintonía con el espectador erguido.

La primacía del plano vertical en pintura entró en crisis, según Steinberg, hacia 1950, en la obra de Dubuffet y de Rauschenberg. No es que a partir de entonces los cuadros dejaran de colgar de las paredes. Se colgaban todavía, como se hace con los mapas, por ejemplo, pero los nuevos cuadros eran concebidos como superficies horizontales. El nuevo plano horizontal («flatbed», como lo llamaba Steinberg) evoca una superficie de trabajo: la mesa de dibujo, el banco del taller, el suelo del estudio, superficies receptivas sobre las cuales manipulamos objetos. El plano horizontal no implica un simple cambio de posición, sino un cambio de relación entre el artista y la imagen, entre la imagen y el espectador.

Al incorporar materiales y objetos extraartísticos en un collage pictórico de base plana, los pintores suelen mancharlos de pintura. Es un modo de «aplanarlos» y asimilarlos a las formas pintadas con que convivirán. Es también un modo de apropiarse las cosas simbólicamente. Los cuerpos de la serie Odaliscas se someten a ese tratamiento; aquí y allá aparecen manchados con grandes cascadas de blanco, de rojo que los atraviesan y los sujetan a la composición en la cual deben vivir. Pero hay un recurso más contundente aún para sujetar a los cuerpos, para atraparlos en el plano pictórico. Algunas de las figuras de la serie Odaliscas aparecen envueltas en cinta de balizar, como la que se utiliza en las obras callejeras. Esa cinta evoca (y degrada) los velos y cintas que envolvían a las gracias en la pintura antigua, ya fueran las de Botticelli o las de Rubens, y que intensificaban el efecto de su torsión, de su rotación. Pero la cinta que envuelve a las Odaliscas implica algo más oscuro: una especie de bondage. La ropa demasiado ceñida o de una talla menos, el corsé y las botas que se atan, las medias de red, los trajes hechos de correas o de cuerda suscitan en la mirada perversa el placer de ver atada a la presa, y exaltan, por reacción, el vigor del volumen que encierran, la potencia de la anatomía que parece a punto de romper sus ligaduras. La pintura atrapa a los cuerpos y los cuerpos se revuelven sobre sí mismos para soltarse de sus ligaduras, para salirse del cuadro, incluso para despojarse de su piel.

Antropometrías

Se podría considerar las fotografías de la serie Odaliscas no sólo como obras dotadas de un valor intrínseco, sino como documentación de ciertas acciones, como testimonios de performances. Me imagino las peripecias de Ciria para convencer a las modelos (Cayetana, Lola, Carmen y las demás) de que fueran a su estudio, como me imagino después su trabajo como director de actores y la ejecución compleja y medio improvisada en el estudio. Las Odaliscas no andarían tan lejos del Body art, que ha sido desde la mitad de los años sesenta como uno de los terrenos más activos de la investigación artística contemporánea, con nombres como los de Bruce Nauman, Vito Acconci o Gina Pane…

Y con todo, hay una diferencia; si los body artists solían trabajar sobre el propio cuerpo, las performances de Ciria se proyectan sobre otros cuerpos e implican así un distanciamiento fundamental. En esto recuerdan a otro pintor que introdujo en su obra una dimensión de actuación: Yves Klein. Las mismas posturas de las modelos desnudas en las fotografías de Ciria, inscritas en el plano pictórico y embadurnadas de pintura, como para pegarlas a la superficie pictórica, pueden evocar vagamente a algunas de las antropometrías de Klein. También Klein había sido en primer lugar un pintor abstracto, un pintor de cuadros monocromos, donde no se reconocía en principio la menor huella de la mano humana. Aquellos cuadros, pintados con el azul ultramar que el artista patentaría como IKB (International Klein Blue) sugerían un espacio inmaterial de infinita profundidad. Durante un tiempo, las modelos desnudas que después crearían las antropometrías formaron parte del attrezzo del estudio de Klein; al artista le gustaba tenerlas allí como una especie de contrapunto de su misticismo, porque decía que la presencia de la «carne» le estabilizaba durante la «iluminación» provocada por la ejecución de las pinturas. Un día se le ocurrió la idea de utilizar a las modelos desnudas como «pinceles vivos» para pintar sus monocromos.

De ahí saldría a su vez, en una asociación fácil de seguir, la idea de llevar al papel o la tela las improntas de los cuerpos bañados en el color. Era un modo de reintroducir la imagen, la vida, la carne en la pintura, pero sin recurrir a la vieja y desacreditada mímesis, a través de una estética de la huella. La gran soirée de las antropometrías tuvo lugar el 9 de marzo de 1960, en la suntuosa Galerie internationale d’art contemporain dirigida por el extravagante comte d’Arquian, en el Faubourg Saint-Honoré. El espectáculo comenzó, según lo previsto, a las diez en punto de la noche ante un centenar de invitados vestidos de etiqueta. En el pequeño escenario se habían extendido unas grandes hojas de papel en blanco. Los músicos aguardaban en sus puestos. El pintor salió a escena, vestido de smoking, y a un gesto suyo, la orquesta comenzó a tocar la Symphonie monotone y desfilaron las modelos desnudas, cada una con un cubo de pintura azul ultramar en la mano. Impregnaron sus pechos, sus vientres, sus muslos de azul y apoyaron sus cuerpos sobre las hojas de papel, dejando sus huellas variables. Durante los cuarenta minutos que duró la actuación, el pintor las dirigió como un maestro de danza, y pintó decenas de obras sin tocar nada, sin mancharse las manos (a diferencia de sus adversarios, los pintores informalistas).

Entre las antropometrías de Klein cabía una variedad de formatos y técnicas: había improntas en positivo y en negativo, improntas estáticas y dinámicas, monocromas y polícromas. La impronta variaba también ligeramente según el tipo y el estilo de cada modelo: Monique, Marlene, Rotraut, o la modelo preferida de Klein, Helena (una estudiante italiana que hacía striptease para pagarse los estudios y mantener a su novio, un colosal negro norteamericano). Pero una cosa no variaba sustancialmente: el esquema general del cuerpo plasmado en aquellas huellas. Yves Klein confesó en una ocasión que de los cuerpos de las modelos no le interesaba ni la cabeza ni los miembros, piernas, brazos y manos, en los que veía al fin y al cabo algo así como una periferia intelectual alrededor de la centralidad de la carne. Lo que constituía para él la carne, la carne en estado puro, era el tronco, con los pechos y el vientre, más los muslos, es decir, las partes de evidente interés sexual. En función de esta focalización del deseo, los cuerpos de las antropometrías aparecen así sometidos a una especie de mutilación o desmembramiento ritual. Quizá el episodio más revelador en este sentido fuera la acción que tuvo lugar una tarde del mes de junio de 1961. Aquel día, Klein ejecutó varias improntas del cuerpo desnudo de su mujer, Rotraut, que ya había colaborado con él en otras ocasiones. Pero esta vez no era pintura lo que impregnaba el cuerpo de la modelo, sino sangre (sangre de buey). Más tarde, en un acceso de pánico, Klein destruiría aquellas improntas que parecían desvelar su arrière-pensée más peligrosa, más abismal. Las antropometrías ¿no escondían un deseo de antropofagia?

Una piel transparente

Una de las series incluidas en esta exposición, la titulada Visiones inmanentes, consiste en cinco collages monumentales envueltos en una gruesa funda de un material plástico transparente y colgadas del techo. (En su serie Mnemosyne, hace algunos años, Ciria había utilizado ya un soporte de plástico transparente, que por cierto se degradaba con la luz y el paso del tiempo). A propósito de este envoltorio, me parece inevitable recordar los famosos «encapsulados» de Darío Villalba, iniciados hacia 1966-67 y presentados en el espacio central del pabellón español de la Bienal de Venecia en 1970: eran figuras de tamaño natural, de color carne, enfundadas en una pompa de plexiglás transparente y rosado. Aquellas piezas colgaban de una estructura de metacrilato de modo que podían girar o balancearse con movimiento de péndulo para contemplarlas desde cualquier punto de vista. Después vendría una segunda generación de «encapsulados», despojados ya de color, basada en la fotografía en blanco y negro.

En los «encapsulados» de Villalba, el estuche o relicario de plexiglás tenía ante todo la función de distanciar; producía una sensación de frialdad, un contacto fallido entre el espectador y los personajes y de este modo engendraba un sentido alegórico. El crítico Pierre Restany describió su visita al pabellón español de la Bienal en compañía del escritor Dino Buzzatti y cómo se sintieron sobrecogidos por aquellos «hombres-burbuja», enfundados en una segunda piel transparente que los protegía y al mismo tiempo los aislaba del mundo exterior, en una representación muy gráfica del problema de la incomunicación o de la «alienación» del hombre moderno, como entonces se decía.

Pero más aún que en esos «encapsulados» de Villalba, las Visiones inmanentes de Ciria, con sus contenidos fragmentarios, me hacen pensar en otro precedente: las poubelles (basuras) de Arman. Hacia 1959, Arman había comenzado la serie de sus «acumulaciones» de objetos en cajas de madera negra con una cara transparente; poco después vendrían las poubelles, a base de basura almacenada en cubos traslúcidos de plexiglás. Arman retrataba a sus amigos y conocidos vaciando en cajas transparentes el contenido de la papelera, el cenicero y el cubo de basura de una persona determinada. Más tarde, desde 1971, llenaría sus cajas de poliéster, de modo que los desechos quedaran atrapados en él en suspensión; el nuevo material le permititía utilizar residuos orgánicos. En las poubelles de Arman, en todo caso, se plasmaba, como en las bolsas de las pruebas judiciales y en los recipientes de laboratorio, un principio que podríamos enunciar así: cuanto más impuro es el contenido, más aséptico ha de ser el continente.

El cuerpo visceral

A estas alturas, ya debería estar claro que el envoltorio de plástico que contiene los collages de fragmentos pintados en la serie Visiones inmanentes de Ciria es una imagen de la piel. He leído en algún sitio que en ciertas afecciones genéticas llamadas “síndrome de Ehlers-Danlos”, la piel humana se hace demasiado elástica y frágil, y en la variedad más grave del síndrome, la piel se vuelve transparente. La transparencia del envoltorio en las Visiones inmanentes es al mismo tiempo una imagen de la presencia y de la ausencia de la piel; de su presencia táctil pero de su ausencia óptica. Hacer la piel transparente implica, de algún modo, desollar el cuerpo que ella envuelve. San Odón, primer abad del monasterio de Cluny, reformador benedictino y teórico de la música, escribió en el siglo X estas palabras terribles:

«La belleza del cuerpo reside sólo en la piel. Pues si los hombres pudieran ver lo que hay bajo la piel, como se dice que los linces de Beocia penetran el interior, sentirían náuseas al mirar a las mujeres. Toda su belleza no contiene más que flema, sangre, humores y hiel. Si un hombre considerase lo que se oculta debajo de la nariz, de la garganta y del vientre no encontraría más que inmundicia; y si no podríamos, ni siquiera con la punta de los dedos, tocar deyecciones e inmundicias semejantes, ¿es posible que deseemos abrazar todo el saco de corrupción que las contiene?»

El riguroso Odón, arrepentido de sus placeres pasados al leer en Virgilio los amores de Eneas y Dido, pretendía y probablemente lograba provocar el horror de los fieles con esta transparencia, despellejamiento imaginario del cuerpo femenino tentador. El mismo recurso ascético reaparecería mucho más tarde en el poeta y humanista Angelo Poliziano, cuando escribía en su Lamia: «Nada tan bello como el torso y el talle del cuerpo humano; pero ello se debe al espejismo propio de la vida humana. Pues si tuviéramos la mirada del lince y pudiéramos penetrar con los ojos en los cuerpos y mirar en su interior, hasta lo hermosísimo nos parecería nauseabundo. ¡Qué de cosas aparecerían ante nuestra mirada feas y deformes!» La amenaza de lo informe acechando en el seno de la formositas.

Esa carne despojada de la piel con que amenazaban los predicadores se consideraba un espectáculo tan repugnante y tan doloroso que apenas ha existido en el terreno de las obras de las artes visuales. El interior del cuerpo es literalmente lo ob-sceno, lo que debe mantenerse “fuera de escena”. Sólo en el terreno de la tradición médica, de la anatomía científica, se han desarrollado las estrategias de representación y los instrumentos necesarios para imaginar el cuerpo visceral. Para evitar el shock que provocaría la visión directa del interior del cuerpo se la sustituye por sutiles abstracciones. En los viejos manuales de medicina había láminas que representaban los sucesivos niveles de profundidad del interior del organismo: la musculatura, las articulaciones, el sistema nervioso, los órganos internos, el esqueleto… A medida que íbamos retirando, una a una, esas láminas, íbamos descubriendo un mundo nuevo, pero siempre rigurosamente enmarcado y perfectamente inteligible. En esa concepción racionalista y eufemística a la vez, que atenúa el horror, se postula implícitamente el postulado tranquilizador de que lo que late más allá de la piel no es sino una sucesión de pieles superpuestas. Una sucesión de membranas que podrían ser separadas por un bisturí. En las Visiones inmanentes de Ciria tenemos un ejemplo espectacular, a gran escala, de esa concepción, brillante, colorista, decididamente bella. Su composición responde a esa estructura laminar de hojas semitransparentes, un espesor formado por muchos tejidos, por muchas retículas superpuestas. Cuando Ciria me habló por primera vez, de una manera todavía vaga, de su proyecto de las Visiones inmanentes, se me ocurrió, no sé por qué, que dentro de las fundas de plástico, la pintura iría en estado fluido. Más tarde descubrí con estupor que ese contenido se presentaba más bien en forma de fragmentos planos de lona, de plástico, de papel. Entre ellas asoma a veces una silueta humanoide, una pieza de ropa, por ejemplo, como para recordarnos que se trata del cuerpo humano, que es el cuerpo el punto al que esas abstracciones vuelven siempre, por mucho que se alejen de él.

Retorno a la fotografía

Los collages de la serie Visiones inmanentes, con su entramado de retículas superpuestas, representan un modo apolíneo de figurar el interior del organismo. En ellos todo tiende a volverse piel para sustituir a la piel arrancada o perdida. Todo es piel, porque la piel es el modo de hacer visible e inteligible la carne. Así es como vería Apolo el cuerpo desollado del sátiro, un modo de articular analíticamente la realidad del interior del cuerpo para conferirle una ilusión de orden y quitarle su aspecto horrendo y repugnante. Pero podemos imaginar una representación más literal del interior del cuerpo, una representación basada en la percepción de Marsias. En este caso, cuando la piel es arrancada, el cuerpo profundo emerge como pura carne sin superficie inteligible, sin hilo de Ariadna. Lo que late bajo la piel ya no es otra piel, sino algo completamente distinto, algo rigurosamente inconcebible: la carne como magma espeso, a medio camino entre líquido y sólido. No una suerte de rosa cuyos pétalos pueden deshojarse uno a uno, delicadamente, sino una masa informe y viscosa, como The Thing de la película de John Carpenter, donde se mezclan turbiamente todos los fluidos corporales.

n las últimas décadas, esos fluidos han centrado una gran parte de la creación artística. Las fotografías de sangre, orina, etc. se han convertido en protagonistas de la obra de artistas como Sally Mann, Kiki Smith o Andrés Serrano. Pero quizá no haya un medio más adecuado que la vieja pintura al óleo para sugerir la densidad del cuerpo profundo e informe. Willem de Kooning escribió una vez que la pintura al óleo había sido inventada para representar la carne. Hay una afinidad básica entre la sangre, la linfa, los humores, la hiel de que hablaba Odón de Cluny, por una parte, y por otra, los pigmentos y aceites del pintor. En la pintura contemporánea no faltan casos que lo prueben; he citado el nombre de De Kooning, pero podría mencionarse también el de Francis Bacon, cuyos cuerpos parecen torturados, más desnudos que desnudos: despellejados, en carne viva.

Para ejecutar su asombrosa lección de anatomía, Ciria ha elegido un soporte peculiar: las imágenes fotográficas de los carteles y vallas publicitarias. Así volvemos, en más de un sentido, al comienzo. Si con la serie Odaliscas teníamos pintura fotografiada, en la larga serie The Dauphin paintings se nos ofrece fotografía pintada. Pero invirtiendo el signo estético. La fotografía publicitaria es el paraíso de un deseo higiénico, donde jamás nos sobresalta una náusea. El equivalente visual de esa pureza son unos cuerpos de piel completamente lisa. Cuerpos sin arrugas, sin grumos de grasa, cuerpos sin vísceras. La fotografía publicitaria parece empeñada en estirar la piel de sus modelos hasta hacerla perfectamente tersa. La fotografía publicitaria es un super-lifting visual. Entonces llega el ataque de Ciria, que tiene algo del gesto vandálico del décollage, que algunos pintores, como Mimmo Rotella, erigieron en procedimiento artístico hacia 1960. Los carteles y las vallas se ponen bajo el signo de una catarata de color que sepulta a los cuerpos estereotipados. Entre las avalanchas de pintura, sólo quedan algunos leves indicios: una cabeza, un codo, un brazo. Una cándida belleza adolescente de Benetton asoma, con sus ojos azules, entre las salpicaduras. Sobre un anuncio de cigarrillos un torso masculino de espaldas, cobra un aire de figura clásica, de Apolo antiguo; ha sido preservada del desastre y queda enmarcada por los trazos de rojo sobre verde. A veces esos trazos sugieren un signo emblemático: unas aspas, o una garra, o una inmensa cicatriz en relieve, en rojo, blanco y negro.

Lo más sorprendente es la inversión de los papeles habituales en la combinación de pintura y fotografía. Otros pintores, cuando incoporan las fotografías a la superficie del lienzo, embadurnan esas fotografías de pintura para quitarles su presencia demasiado viva y aplanarla. Ciria hace al contrario. Sobre los cuerpos de la publicidad que ha escogido como soporte, sus manchas de pintura están modeladas de tal manera que cobren una realidad corporal, palpable, superior. Más real que la de la fotografía. Para Ciria, las manchas de pintura no son ya un medio de eliminar la ilusión, sino al revés, un modo de devolver a las fotografías la realidad corporal que les ha sido robada.

Se diría que las grandes manchas de color no caen sobre los cuerpos, sino que parecen surgir de ellos, como si hubieran estallado sus costuras. En una pieza de título casi goyesco, Aquí tienes lo que necesitas, la cabeza del muchacho parece haber reventado en un múltiple chorro de sangre y linfa, de humores viscosos y coagulados. En otra imagen, sobre un cuerpo impoluto, atlético, nace una monstruosa excrecencia. Del cuerpo de una mulata en traje de baño brota una fuente en todas direcciones, en forma de estrella. Sobre cada figura se superpone otra figura, sobre cada cuerpo fotográfico, otro cuerpo sin contorno ni piel, que es sólo un geyser, un surtidor de líquidos viscerales y ardientes como lava volcánica. Los arrogantes cuerpos fotográficos son sacrificados en la gran fiesta caníbal de los colores; se convierten en víctimas desolladas, como Marsias, en la interminable orgía pictórica.

Héctor López. Museo Pablo Serrano. Zaragoza

Catálogo exposición en el Museo Pablo Serrano, Mayo 2001. Zaragoza
DE RECUERDOS Y AÑORANZAS DE PASADOS ACTUALES

Héctor López González

En las profundidades de nuestro inconsciente hay una
obsesiva necesidad de un universo lógico y coherente. Pero
el universo real se halla siempre un paso más allá de la lógica.

(Frank Herbert, en «Dune»)
La idea de Dios es tan necesaria para el hombre que,
si Dios no existiese, habría que inventárselo.

A nadie se le escapa que la vida se articula en ciclos. Esto resulta sencillo de ver cuando los parámetros que se toman son lo suficientemente amplios. Hablamos con facilidad del ciclos vitales, astronómicos o de que la historia tiende a repetirse. Incluso se postuló, por lo que al arte se refiere, un esquema periódico que describe «las edades» o etapas por las que debían transcurrir todos los estilos. Mayores problemas se nos presentan cuando el marco de referencia se acorta. Y, sobre todo, si el hecho subjetivo inherente a formar parte de la sociedad que genera los datos que se evalúan se suma a los condicionantes y supone una nueva variable. Por ello es tan diferente realizar comentarios dentro de la Historia del Arte de ejercer la crítica de arte. Porque lo concluso y lo ajeno se analizan con la frialdad que impone la perspectiva temporal, al tiempo que sobre la base de los datos existentes se formulan tesis cerradas. Podemos decir que es más mensurable. Mientras lo actual, aquello en lo que estamos involucrados y que, además, se halla sujeto al ritmo frenético del cambio, en lo que nosotros mismos podemos influir y que muta al expresarnos, aquello que ya es otra cosa incluso mientras lo analizamos, exige una inmediatez que inhibe lo documental.

Antes de entrar definitivamente en materia, quisiera explicar algo de mi relación con José Manuel Ciria, tanto porque aportará, supongo, cierta lucidez sobre el texto que ahora leen, como porque justifica la presencia de estas letras en el presente catálogo. Nos conocimos por casualidad hace aproximadamente diez años, y en 1992 me encargo un reto crítico-literario que ha dado su juego. De ahí nació una amistad de esas que apenas tienen motivo, pero que se cimientan solas. Ni el distanciamiento físico real que sufrimos durante un largo lapso de tiempo minó esta empatía que nos une. Y que para aquellos que sean dados a creer en el destino se refuerza en una serie de coincidencias vitales. Con él he hablado mucho de pintura, de arte en general, y mantenido largas conversaciones. Hemos discrepado y nos hemos enriquecido, hemos abierto caminos y cerrado puertas. Hemos (al menos yo) aprendido a opinar y a escuchar, a valorar lo que uno habla de sí mismo y el otro dice de lo que no es -aunque lo haga- suyo.

Siempre recuerdo de aquellas disquisiciones la postura aguerrida del joven que comienza a ver claro el futuro. Decía que en cuanto le compraban más de ocho piezas se planteaba cambiar de estilo, pues perdía ese aire de ruptura que debe mantener el artista frente a la sociedad, creo que como medida preventiva contra el aburguesamiento y la comodidad, contra el estancamiento. Por ello se me hizo especialmente grato, al hablar de «Sueños construidos» su infrecuente preclaridad en el autoanálisis. Defiende un regreso a la pintura tras una etapa centrada en el concepto. El final del camino pictórico recorrido lleva al autor de nuevo a la pintura, sin más elementos de juicio que la propia plasticidad de lo que hace. No obstante, lo que José Manuel Ciria nos ofrece no es un retorno al mismo punto, sino más bien un regreso en espiral, una vuelta atrás que, a su vez, supone un ascenso en otro plano. Y lo hace con una reiteración en lo onírico, como aquel «Cry nude Europe» que me llevó a tomar una cita de Lowecraft que hablaba de uno de los soñadores expertos.

Ya allí descubríamos, como ahora, las preocupaciones esenciales en el trabajo de este pintor. La comunicación de un rico mundo que sólo puede establecerse de forma unívoca con el espectador si el vehículo es el cuadro. Dentro de ese regreso a lo pictórico se descubren elementos comunes: un azar controlado y una necesidad expresiva que libera miedos y certezas, demonios y dioses interiores que se desea compartir. También temas progresivos, como esa implícita preocupación lingüística que hoy desarrolla de manera sintáctica, en tanto que el icono se transforma en un elemento de significado integrado en una estructura superior. Y un nuevo valor de lo figurativo que no veremos únicamente en la inclusión de referentes legibles, sino también en el modo en que José Manuel Ciria se enfrenta físicamente a la pieza. Los originales se construyen -entiéndase el término de forma literal- y se cuidan con esmero en todos los detalles. Desde la elección y ensamblaje de los soportes hasta el proceso casual -no del todo sujeto al control humano- en que los pigmentos discurren sobre la tela y crean esos escurridos de raigambre expresionista y, en cierta medida, orientalizante.

Tras un juego con lo efímero, con la sutil aura de lo racional sobre todas las cosas, el autor retorna por caminos plenos de potencia. Si bien las lonas militares y los remaches suponen una componente material con un tono de nítida dureza, el enriquecimiento de la paleta, la suma de zonas de factura libre y la adenda de alusiones reconocibles que se iteran, nos conducen por las veredas de lo interpretativo. Pero hay algo en los títulos de las series que nos permite suponer pautas. «Después de la lluvia», junto a la denotación visual directa en los manchurrones verticales, casi como la huella del agua sobre una superficie blanda, nos habla también de lo que queda tras el purificador paso del agua, como si de la regeneración que se asocia a la noche de San Juan se tratara, como si el trabajo de José Manuel Ciria recibiese un nuevo bautismo y, con ello, recuperase una inocencia primigenia que retrotrae a un estado limpio, inocente y directo. Después, «Sueños construidos». Una paradoja en sí misma, pues reúne la irracionalidad inherente a los sueños con la racionalidad necesaria ante la acción de construir. El hombre aparece entonces en plenitud, con sus dos facetas bien representadas. También nos recuerda la teoría de la dualidad, por la que también el ser humano está dividido en dos partes y, si bien Platón la utilizaba para justificar la existencia de dos géneros, aquí nos acerca al día y a la noche, al ser consciente y al inconsciente, al control y a la liberarización de los sentimientos.

Rica en significados, esta muestra mantiene un amplio tono de apertura. Permite tantas interpretaciones como se desee; pero sólo se me ocurre una necesaria. Y no está en él, ni en la obra misma, ni en el ojo-mente del espectador. No queramos utilizar los postulados de Eco y su «obra abierta» para absolutamente todo. Porque aquí hay mensaje, existe un contenido que debemos encontrar para entender aquello que se nos propone. Y es que José Manuel Ciria ejerce de teórico con el pincel. En la visita a su estudio me hablaba de que la pintura había muerto y que, precisamente por eso, había retornado a ella. Y no se trata de un tema baladí. Me descubro a mi mismo afirmando que las piezas deben defenderse por ellas mismas, sin que los aportes documentales la eximan de esa obligación. Bien está que se oriente al visitante, que se le proporcionen cuantas pautas sean posibles. Pero, en el fondo, este retorno, esta renovación se comprende desde posiciones plásticas, desde valores estéticos.

De nuevo, en el trabajo de José Manuel Ciria, la pintura habla fundamentalmente de pintura. Podremos adornarla como queramos; encontrarle connotaciones varias, ya sean personales o genéricas, sociales, antropológicas o culturales; interiores o externas. Pero, sobre todo, existe un proceso que consigue un exquisito deleite espiritual, un valor estético -nada decorativista por otra parte- hábil en sí mismo, que suple a la frase que subyace como elemento latente.

Los cuadros, en definitiva, se articulan por planos, tanto en lo que a la construcción como al significado se refiere. Podemos ahondar en el mecanismo tangible así como en la idea que sabemos compromete cada una de las telas. Pero, en cualquier caso, podemos disfrutar de una frescura y una inmediatez propias más de los conductos de la revelación que de la deducción. Creo que lo mejor es dejarse llevar, fluir entre las capas que componen los diferentes niveles, tangibles y abstractos, para saborear de nuevo un viejo placer, para encontrarnos con un pasado que goza de plena actualidad y se proyecta hacia el futuro.

Irma Arestizabal. Recoleta. Buenos Aires

Catálogo exposición “Sueños Construidos” en el Centro Cultural Recoleta, Mayo 2001.Buenos Aires.

JOSÉ MANUEL CIRIA

para mi hijo Antonio
Irma Arestizábal

¿Qué es la pintura? No reproduzco, no imito; incorporo directamente la materia; anulo la relación entre el sujeto y el predicado plásticos -entre la superficie y el soporte-. Destruyo, garabateo, lacero, estrujo, tuerzo, clavo. Un número. Un borrón(…) discusión y crisis, fin de la ontología”

Severo Sarduy1

José Manuel Ciria (1960) es considerado hoy como uno de los grandes artistas de la pintura española contemporánea. Representante, como tantos otros -de Tàpies y Guinovart a Uslé y Broto- de ese arte abstracto que se nos da teñido de lo real, de tierra, sangre, sueños, citas y memoria. Es, sin duda, uno de los protagonistas de la vuelta al lirismo2 que caracteriza a un sector de la nueva pintura que se reconoce en la reflexión sobre la década de los cincuenta, y también sobre la de su generación.

Su obra no es fácil ni fácilmente explicable.

En primer lugar lo que llama la atención en la obra de Ciria es su energía, la tactilidad y la tangibilidad, el dominio de las texturas, la riqueza del color. Todo al servicio de un lenguaje que le es muy propio. Los suyos son trabajos muy orgánicos, plenos de erotismo, que se nos aparecen como surgiendo de la tierra, evocando sensualmente a la sensibilidad táctil, corpórea, objetual. Obligan al espectador fascinado a volver una y otra vez a ver la tela, a fijarla en “los ojos de la mente”.

Soporte.

Muchas veces Ciria usa medios tradicionales como el óleo y el lápiz, pero es en el soporte donde nos espera la sorpresa. Efectivamente pinta sobre plásticos, sobre lonas de camión. Lonas que han sido usadas, están manchadas, dobladas, marcadas por el tiempo y por la armazón sobre la que descansan. Pigmento oxidado y carcomido que se imprime en líneas verticales y horizontales (que Ciria preserva con cintas cuando pinta o crea con rejillas de alambre superpuestas si no existen) que determinan el orden en el cuadro. Especie de palimpsesto que el artista lee3 y descifra y sobre el cual se desarrolla luego una batalla de gestos y pinturas. Consciente de la importancia de conservar esta base como una referencia Ciria no cubre toda la tela así “en los espacios vacíos la pintura puede expandirse y respirar”4.

En algunas obras tenemos la impresión de que las manchas, desde donde muchas veces proceden líneas de chorreo hasta la base del cuadro, se esconden o se asoman por detrás de las barras que, pareciera, quieren frenarlas, en otras nos sorprenden deteniendo abruptamente su desenfrenado movimiento. Y así se crea un equilibrado diálogo entre racional y expresivo, lirismo y construcción5, libertad del gesto y retícula, orden versus caos en un contraste que es la base de la unidad de la obra.

Color.

Si la sorpresa es el fondo, el protagonista es el color. Los suyos son colores que determinan el “paisaje”, el relieve de estas pinturas abstractas. Fluyen, en ocasiones se desparraman, a veces se desvanecen, se transparentan o se condensan en orgánicos núcleos. Amarillos, que son luz cuando aparecen, ocres, pardos, rojos muy profundos, casi “sangre de toro”, negros, grises y manchas de algún azul aplicados con toques plácidos o violentos, ásperos o suaves.

En algunos cuadros Ciria coloca cenizas, papeles, cartones, objetos, participando así de lo que Gregory L. Ullmer ha llamado estrategia poscrítica6. El contraste entre estos y el pigmento crea una tensión “conceptual” que transforma al soporte en un espacio lejano y extraño, refractario a cualquier emotividad pictórica7 y al objeto en un activador de la memoria8.

Memoria.

Sobre la superficie “dibujada” por rastros de agua o de la lluvia, gestos automáticos y surgidos al azar pero también calculados, son dispuestos con una estrategia que el pintor acerca a la deconstrucción.

El mismo artista nos habla del Automatismo abstracto que, ligado al gesto, a la accidentalidad y a las técnicas de azar controlado, se identifica complementariamente con la deconstrucción que se debe entender como una estrategia para dislocar, descentrar el repertorio tradicional recibido de las vanguardias, de manera que se pueda presentar bajo otra óptica: otro tratamiento sorprendente.

Así como “reinterpreta” las marcas y las manchas de las telas y los objetos, Ciria también aprovecha su memoria visual para “reinterpretar” el pasado esplendoroso. Y su pensamiento que, guiado por la memoria, cita y se apropia de Duchamp, Beuys, Twombly, Giotto o Paulo Uccello, enriquece, sin deudas, el nivel estético de sus piezas más logradas, crea un sistema de simbolización plástica coherente y muy bien trabajado, y comprueba, como afirma Juan Manuel Bonet9, que tradición y vanguardia no son términos antagónicos sino complementarios.

Series.

José Manuel Ciria combina en forma diversa estas características dando diversos contenidos a sus series –El tiempo detenido, Piel de agua, Máscaras de la mirada, Mnemosyne– o, mejor dicho territorios expresivos que germinan dentro de otro territorio, un mundo dentro de un mundo10. Cada nueva pieza, cada obra singular e irrepetible en la creación madura de Ciria –la actual y la inmediatamente pasada– llega a entablar un secreto diálogo con toda su producción11. Diálogo donde la coherencia estructural y la síntesis de sus ideas plásticas, enriquece la formulación estética de cada obra.

Yo les diría, parafraseando a Joan Miró, lo que Ciria me dijo: Cuando trabajo sobre una tela, me enamoro de ella, con un amor que nace de un lento entendimiento.

1 Ensayos generales sobre el Barroco. Ed. Fondo de Cultura Económica. México, 1987.

2 En La pintura en el Laberinto, ABC de las Artes, n 171, 10 de febrero, 1995, Juan Manuel Bonet afirma que esta versión lírica de la abstracción se alza frente a la “veta brava” de los expresionismos gestuales y trágicos de la tradición española.

3 En su Tratado de pintura (Madrid, Ed. Nacional, 1976) Leonardo da Vinci afirma refiriéndose al componimento inculto que si se miran muros manchados o construidos con diferentes piedras comenzaremos a inventar escenas, a imaginarnos diferentes paisajes, montañas, ríos, rocas, arboles, llanuras, valles y montañas de todo tipo. También veremos batallas o caras extrañas e infinito numero de cosas…

4 Guillermo Solana, Smudge and memory: Paintings of José Manuel Ciria, en Ciria. Op. Cit.

5 “… en definitiva, se equilibran en esta obra; el uno contrarresta a la otra, y viceversa, que desde Braque sabemos que si la emoción corrige la regla, también vale la frase inversa”. Juan Manuel Bonet, Lirismo y construcción, en José Manuel Ciria – El uso de la palabra, Galería El diente del tiempo, Valencia, 1993. 

6 “El objeto de la poscrítica” en La postmodenidad, Ed. Kairós. Barcelona, 1985.

7 Antonio García-Berrio, José Manuel Ciria. A.D.A. – Una retórica de la abstracción contemporánea, Ediciones Tf. Madrid, 1998.

8 Pensemos en los ositos de peluche que se instalaban cómodamente sobre las pinturas. ¿Quién de nosotros no recuerda su propia infancia o la de su hijo jugando con un oso de peluche?

9 Pintura singular en Ciria Galería Salvador Díaz. Madrid, 1998.

10 Sobre el tema ver Miguel Logroño, Sobre el tiempo en suspensión en José Manuel Ciria – El tiempo detenido, Academia Española. Roma, 1996.11 Sobre el tema Antonio García-Berrio, José Manuel Ciria. A.D.A. – Una retórica de la abstracción contemporánea, Ediciones Tf. Madrid, 1998.

Juan Manuel Bonet. Galería Dasto. Oviedo

Texto catálogo exposición Viaje a los lagos. Galería Dasto. Oviedo, Febrero 2001

DIARIO DE UNA NAVEGACIÓN

Juan Manuel Bonet

José Manuel Ciria acaba de cumplir cuarenta años. Su pintura es una de las que cuentan de verdad en nuestro paisaje último, vertiente o “familia” abstracta. Un cuadro de muy grandes dimensiones, en grises y blancos, como Espectador de guerras, expuesto en Madrid en 1998, en su primera individual en la Galería Salvador Díaz, y que hoy pertenece a la colección del IVAM, resume espléndidamente la faceta más esencial de su arte que reconcilia gesto y orden, faceta en la que también cabría incluir otro del mismo año, de menores dimensiones, en cierto modo hermano de aquél, y significativamente titulado Reminder of the night drawings, o el díptico Elogio a la diferencia (El significado de la cita), de 1999.

“Siempre se pinta el mismo cuadro”, le decía hace poco Ciria a uno de sus exégetas. Con cada vez mayor fortuna crítica, Ciria prosigue incansable su camino de pintor-pintor, en diálogo con la geometría, con el gesto siempre, con el paisaje, en la soberbia serie extremeña Monfragüe, expuesta el año pasado en el MEIAC de Badajoz, a la que subtituló “Emblemas abstractos sobre el paisaje”, y en la que brilla el díptico Agualuz y la montaña de los pájaros. Diálogo con la memoria, también, esto es, con el museo imaginario de una tradición dentro de la cual interroga, voraz e incansablemente, a faros tan diversos entre sí como pueden ser Brunelleschi, Zurbarán, el “retiniano” Monet, Matisse, el Max Ernst más nocturnamente romántico, los poetas surrealistas, Malevich, el Motherwell de los Samurai, Baselitz, los Carmina Burana de Carl Orff… Unas veces acentúa la dimensión abstracta de su proyecto, y entonces alcanza, en grises y blancos, y sobre lonas plásticas de camión, regiones de ortogonalidad minimalista, compatible con el temblor o con el desgarramiento: algo que a la postre tiene que ver con los mencionados gesto y orden, con ese afortunado titulo, sí, Gesto y orden, de una colectiva a tres bandas celebrada en 1994 en el Palacio de Velázquez. Otras, en cambio, pone el acento, casi podríamos decir que en clave realista, sobre el trabajo con el collage, o con lo que él llama, en un plano más conceptual, sus compartimentaciones, y entonces sus cuadros, incluso los de muy gran formato -recordemos algunos de los de su última individual madrileña, celebrada nuevamente en Salvador Díaz, el pasado otoño-, cobran el aspecto de una página de diario íntimo, magnificada. Páginas, sí, convertidas en monumentos, páginas -Cristina García-Lasuén las ve como bodegones cubistas- que en su dubitativo y a la vez firme desarrollo arrastran indistintamente, como el río de la vida, cosas de la más varia procedencia, apresadas por una barra plana de aluminio: dibujos o textos del hijo mayor del pintor, osos u otros animales de peluche que también remiten al mundo de la infancia, la inconfundible y ubicua bolsa verdiblanca de El Corte Inglés, un clavel blanco, alambres, zapatos, periódicos, cartones, trozos de las revistas ilustradas más cutres…

Glosa líquida se titulan varios hermosos cuadros de Ciria de 2000 pertenecientes a la vertiente más abstracta de su trabajo, y realizados sobre su característica y antes aludida lona plástica de camión, en unos casos blanca, y en otros, de ese amarillo anaranjado que brilla en la cubierta ella también plastificada del catálogo de su segunda individual con Salvador Díaz. El mismo título le ha servido para dar nombre a otro catálogo, cuidadosamente editado bajo forma de pequeño libro, con sus reproducciones en color pegadas, a lo Skira: el de otra de sus individuales, celebrada, asimismo el año pasado, en la Galería Bores & Mallo de Cáceres. Decimos Glosa líquida, y estas dos palabras nos colocan de inmediato en una tesitura mental de fluidez, próxima a la que en tiempos pretendieron ciertos “impresionistas abstractos” norteamericanos de los años cincuenta, y estoy pensando en el Sam Francis más blanco y luminoso, o en ciertas pinturas sobre papel de Helen Frankenthaler. Sam Francis, Helen Frankenthaler: dos creadores de mi especial predilección, estudiados con pasión por los pintores españoles de los ochenta, predecesores inmediatos de Ciria. Por ese lado, aunque cromáticamente siempre con la gravedad en él acostumbrada, van los cuadros que Ciria enviará ahora a Oviedo: por el lado de la fluidez, sí, de la Piel de agua -otro feliz título “made in Ciria”-, del torrente, del gesto, del dripping pollockiano. De una pintura abstracta, en estado puro, de una pintura muy líquida, transparente y luminosa -los maravillosos blancos y los maravillosos amarillos de Agua mimética (Zurbarán en la Ermita)-, de una pintura en expansión, cuya dimensión automatista, azarosa, incluso caótica por momentos, por qué no, siempre ha sido asumida, reivindicada por quien forjó, mitad en serio, mitad en broma, aquello de A.D.A. -es decir: “Abstracción Deconstructiva Automática”-, un lema que se recorta en rojo, con grandes letras romanas -cómo entiendo su nostalgia de nuestra Academia, allá- en la sobrecubierta plastificada y transparente de la monografía, tan monumental y densa como algunos de los cuadros en ella reproducidos, que en 1999 escribieron sobre él, a cuatro manos, Antonio García-Berrio y Mercedes Replinger.

Mapa marino se titula, poéticamente, otro de los cuadros sobre lona plástica, de 2000. Mapa marino, para orientarse por el mar de la pintura. Diario de una navegación, no ya por la vida en torno de la que nos hablan los collages, sino por ese mar abstracto de los pigmentos luchando sobre la lona. Diario de una navegación, en la que Ciria alcanza un alto grado de esencialidad, de concentración en la propia pintura, en su propio hacerse. Estado, podríamos decir, de gracia de una pintura muy pintura, y sin embargo con memoria: anteayer el heroico Espectador de guerras, ayer no más los blancos y fulgurantes paisajes que reunió en su exposición del MEIAC, o el clima reflexivo de Reducción, ¿algo que hacer después de Malevich y Pollock?, que también se vio allá, y hoy, en un modo que más que nunca combina apasionamiento, y geometría, la serie Glosa líquida (Sueños construidos).

Julio Cesar Abad. Galería Dasto. Oviedo

Texto catálogo de la exposición Viaje a los lagos. Galería Dasto. Oviedo, Febrero 2001.

Los inestables cimientos. Notas a una nueva serie de Ciria.

Julio César Abad Vidal

Las obras que ahora presenta José Manuel Ciria (Manchester, 1960) prosiguen la senda que abriera su pionera Glosa líquida (150 x 130 cm, 2000, expuesta en su exposición Quis custodiet ipsos custodes), compartiendo con ella procedimiento, técnica y lenguaje. Ciria vuelve a abrir aquí su debate -nada sencillo o explícito, como puede en ocasiones pensarse-, en torno a la oposición de razón buscada y de encuentro azaroso y gestual. Y lo hace desde la denominación misma del campo sobre el que trabaja, Sueños construidos, (i.e. reunión de lo ingenieril y lo onírico, de la construcción que se medita, que ambiciona la duración, cuando no la utopía de la eternidad, y del sueño, hacedor de monstruos, que surge libérrimo y fugaz; paradoja no resuelta, todos conservamos la memoria de sueños que nos aterran o impulsan, que jamás nos abandonan, obstinados, persistentes, del mismo modo que el paisaje ruinoso, producto de edificios ya caídos reconforta y alienta nuestra imaginación romántica), serie a la que pertenecen, por ejemplo, las cinco Anamorfosis sintéticas, todas ellas del formato 150 x 130 cm, tan caro a Ciria, pintadas, en 1999, como revisión de la construcción espacial del más manierista cubismo, y presentadas en su exposición Monfragüe. Emblemas abstractos sobre el paisaje, MEIAC, 2000.

Piensa Ciria denominar esta exposición Viaje a los Lagos. Dotado de una irrefrenable naturaleza viajera, propone al espectador un preanuncio de su visita a un territorio horadado de lagos y lagunas, donde el agua se detiene involuntaria. Su fascinación por la idea de tránsito se halla de nuevo presente en los trabajos ahora presentados; el tránsito del soporte empleado, lonas industriales que habrían de cubrir vehículos, y tránsito o curso, asimismo, que recorre el agua desde las montañas hasta su postrer estancamiento. Tránsito o rastro detenido para siempre en las huellas de la precipitación lenta e inexorable de los pigmentos que recorren el soporte imprimiendo su apariencia como pintura definitiva. Este nuevo grupo de obras de características comunes, esta familia, como gusta Ciria denominar a sus series, constituye un paso más en sus investigaciones artísticas. Como tendremos ocasión de analizar posteriormente, las dos características que todas ellas guardan son, en primer lugar, el empleo de lona plástica como soporte de la representación, lona industrial reutilizada y pulida, y en segundo lugar, la disposición de campos pictóricos en los que el óleo, muy diluido, se fija al soporte en una suerte de emulsión mediante componentes ácidos, habida cuenta de la incompatibilidad del óleo, sustancia oleaginosa, con el agua. Asimismo, en los presentes trabajos, como ocurriera ya en su, hasta el momento última exposición, (Glosa líquida, Galería Bores & Mallo, Cáceres, 2000), el cromatismo de los pigmentos empleados se reduce únicamente al negro y al rojo, mientras que el blanco, síntesis detenida del espectro, acosa eventualmente la sobriedad y la ensuciada oscuridad del conjunto. Del mismo modo, hemos de señalar la vinculación de esta serie con el resto de toda la producción del Ciria de madurez, en la que, frecuentemente, los soportes empleados se yuxtaponen en la misma obra, soportes de distintas tonalidades y texturas, y construidos como composiciones a través de la pintura, imponiéndose, pues, un trazado de naturaleza geométrica, ya vertical, ya horizontal, e integrándose en una síntesis que se encuentra y se distancia a un tiempo.

Si la preocupación por la integración de distintos soportes en los que fija su obsesión por el estudio de la composición y de la luz ha sido una constante en la producción de Ciria, incluso el mismo autor se ha acercado desde el ensayo a establecer la nómina de su concepto compartimentaciones en su contribución al catálogo publicado con ocasión de la presentación en Kortrijk (Bélgica) de su exposición Glance Reducer -Compartmentations-, la característica distintiva esencial de la familia que ahora se presenta consiste en el empleo, como decíamos, de pigmentos oleaginosos muy diluidos. Sin duda, la presencia final de las obras de este modo pintadas, posee un rasgo paradójico. En ellas se reúnen gravedad y levedad. Gravedad: masa que se precipita hacia el lugar del remanso y de la muerte. Levedad: la cuasitransparente textura cromática que nos eleva al espacio del remanso y de la muerte. Pintura paradójica que se atisba para perderse, y que en su disolución se aferra a nuestra memoria.

Esta peculiar familia, a la que pertenece la suma de las pinturas que aquí se presentan, constituye un avance sustancial, respecto al conjunto de obras que, preanunciadas tangencialmente en pinturas anteriores, en detalles de algunos de sus trabajos presentados en la citada exposición de Kortrijk, -como en Bossy painting and boot tree, 100 x 70 cm, 1999 o Disturbing Nautilus, 90 x 60 cm, 2000, o la temprana Damnatio Memoriae, de formato cuadrado de 238 cm. de lado, fechada en 1996, por ejemplo-, adquirió carta de naturaleza en el año 2000, cuando Ciria inauguró su exposición Quis custodiet ipsos custodes, (Galería Salvador Díaz, Madrid, septiembre y octubre, 2000). En aquella ocasión, algunas de las obras presentadas, ya plenamente, ya como fragmento de la composición general (como en el díptico ocho veces combinable Magari ora lucidus ego, 250 x 500 cm, 2000, o las zonas laterales de Una tarde en el Circo, 260 x 540 cm, 2000), fueron realizadas empleando óleo diluido. Las obras que, entonces presentadas, se dedicaban en exclusiva a esta nueva investigación son dos de pequeño y parejo formato (35 x 27 cm.), Soplando dedos y Sin título, así como la obra de mayores dimensiones, Glosa líquida, (150 x 130 cm.). Todas ellas, realizadas el mismo año, comparten una composición similar, consistente ésta en la subdivisión en dos registros horizontales y paralelos de dispar extensión. Si se nos permite hablar de línea de horizonte para referirnos a la marca de separación entre una y otra área, diríamos que ésta es baja. Los soportes, distintos necesariamente para que se constante su diferencia, posibilitando el estudio de composición, difieren en tonalidad. El área superior es cálida, constituida por un campo cromático amarillo ligeramente azafranado; el inferior, frío, oscuro, negruzco. El plano superior asciende, el inferior losa. El diluido óleo negro se dispone en su parte alta, precipitándose lentamente hacia abajo, presa de la gravedad tanto como del azar, imprimiendo en su precipitación su marca y su dibujo, derivando en imágenes de proteica apariencia biológica, sugiriéndonos al tiempo el contenido óseo que las radiografías delatan, y el de los tejidos celulares que se preparan para su observación con microscopio. Dos modos científicos de análisis que, estamos persuadidos, tanto habrían de fascinar a los primeros abstractos ortodoxos. El óleo amarillo contesta sobre el plano inferior al superior en un prodigioso estudio compositivo, arrojando un aspecto mefistofélico que se afana a la tangibilidad con ciego afán. El óleo rojo, finalmente, potente y audaz, cierra el ensayo encadenándose, si bien eventual, eternamente, al plano superior. Son obras éstas de fascinante belleza y persistentes, en las que prosigue Ciria su obstinada investigación sobre sus peculiares composiciones compartimentadas en las que el gesto y el azar conviven con uno de los análisis contemporáneos más brillantes y personales en torno a la Pintura.

La única serie dedicada en exclusiva a este grupo de trabajos presentada con anterioridad a la presente la constituye su exposición Glosa líquida (Cáceres, 2000), en la que la nómina de obras mostradas se reducía tan sólo a tres, todas ellas de similares dimensiones, 150 x 130 cm. Dos de aquellas pinturas presentan sendas compartimentaciones. El campo predominante espacialmente consistía en un ensuciado plano ceniciento al que se oponía un área menor muy oscura. La composición es horizontal, al modo de Soplando dedos y Sin título, en el caso de Mapa marino (zona menor y oscura en la parte inferior); mientras que en Pieza Irremplazable de Argos, la composición es vertical, disponiéndose en el lateral izquierdo el campo que acecha y dialoga. En ambos casos el plano ceniciento presenta el recorrido de diversos cursos precipitatorios de óleo negro diluido así como obstinadas manchas concretas de óleo rojo. Por lo que respecta a ambas áreas menores de fondo oscuro, un óleo blanco de desigual textura hace acto de presencia, marcándose su empuje de modo diagonal. Asimismo, sendas manchas rojas comparten el espacio. Por último, Glosa líquida, prescinde de la yuxtaposición a campo menor alguno, horizontal o vertical, manteniendo en su conjunto las características estudiadas en las áreas cenicientas anteriores.

El conjunto Glosa líquida presentado en Cáceres marca una reducción cromática considerable, derivando en la austeridad que domina en la obra que ahora presentamos. Son estas pinturas desoladas, sin concesión alguna a la calidez cromática que caracteriza gran parte de la producción de Ciria. ¿Qué se hizo de sus ocres, de sus arrebatadores juegos lumínicos y de textura, hondamente infatigables? No son, en cambio, los miembros de esta familia, bastardos en la obra de José Manuel Ciria, sino nacidos como consecuencia de la exaltación de algunas de sus líneas investigadoras, fruto, acaso de una fascinación nueva y poderosa hacia la ausencia y la disolución. Parece preguntarse Ciria, qué queda del deseo tras el encono. Y parece escucharse la respuesta de la Pintura, una marea negra que arrasa la aurora, la lluvia ácida que oscurece el ocaso.

Camino de exceso el que recorre obstinado Ciria por los óleos y las lonas, los planos, los ácidos y los pigmentos. Ciria encuentra soluciones pictóricas al escuchar el rumor o el quebranto de la Pintura, buscando el modo de obedecerla sin traicionarla. Seducido por el arrobamiento, se somete voluntaria e inexorablemente. Su pintura es, pues, necesaria; y no nos referimos a un concepto utilitarista, sino a su acepción como oposición a lo contingente. La Pintura se enaltece en sus manos, deviniendo el mismo Ciria en instrumento.

Nuestro pintor es un médium, intermediario entre neófitos, y aun de iniciados, y la Pintura absoluta. Es posible que sus nuevas investigaciones sean conducidas por la prioridad de otras reflexiones, el objeto o un mayor interés por lo figurativo, como sostenía en un reciente encuentro, y sin embargo, somos conscientes de nuestra necesidad de que Ciria, quien nos cautiva en cada uno de sus proyectos, retorne, acaso tras mucho tiempo, a la desgarradora belleza de una pintura diluida que nos disuelve con ella.

Post scriptum. Un deseo. De ser poeta, quisiera yo me fuera concedido que fueran míos los incognoscibles versos que Ciria glosa hasta hacerlos suyos.

Marcos Barnatán. Museo Pablo Serrano. Zaragoza

Texto catálogo exposición Después de la lluvia. Museo Pablo Serrano.
Zaragoza, Mayo 2001.

Buscadlo más allá de las murallas

Marcos-Ricardo Barnatán

«El Maestro, a quién pertenece el oráculo, el de Delfos,
no habla, no oculta, produce señales».

Heráclito

Cada vez que subo o bajo las escaleras de El Arcabucero, bajo y subo por la escala de Ciria, por los potentes escalones dibujados en la lona con voluntad de permanencia, donde hacen explosión los centelleantes azules, que compiten con los del bueno de Klein, y el blanco mancha con austera timidez. Esa ascensión y ese descenso cotidiano, en estos días de invierno y exilio serrano, son una verdadera proeza y también un curioso milagro del arte. El gran cuadro está guardando con su esbelta escala de bambú la madera pálida de la otra escalera, y la que soporta mi peso la espejea y acompaña. Las dos se ayudan. Hablan por la noche cuando la casa duerme. Y seguramente ese diálogo imposible, entre lo pintado y lo construido, alimenta un discurso mucho más posible de lo que nos creemos.

¿Porqué José Manuel Ciria es un pintor abstracto que convence a primera vista? La pregunta no es casual. A mí me convenció el primer día que me enfrente a una de sus pinturas, hace ya unos cuantos años. Ese flechazo con la mirada del espectador es fundamental, después vendrá el análisis, la reflexión, las derramadas teorías. Pero sin esa primera emoción que nos engancha de inmediato no sería posible continuar. Ese es el secreto anzuelo que los grandes artistas nos tienden y gracias al cual impiden que desviemos la mirada. Imán para los ojos que encuentran un territorio fascinante al que entregarse sin recelo. La atracción fatal que hace posible otras y muy variadas emociones.

Pero lo realmente singular es que esa experiencia pueda repetirse a lo largo y lo ancho de una producción tan extensa y distinta como la de Ciria, un artista que ha conseguido un lenguaje identificable, sin recurrir al truco fácil de la reiteración como fórmula tendiente a la convicción. Quizá la fuerza de su estilo resida en algo en apariencia muy sencillo: habla como un verdadero políglota, pero cada uno de esos idiomas los pronuncia con un acento común. Separando, fragmentando, compartimentando el espacio, «desmigajando el Todo» -usando las palabras de Nietzche- consigue transmitirnos distintas versiones con un mismo acento, personalísimo, que asume el riesgo de no estar «garantizado por la unidad»1.

¿Qué nos dice el pintor cuando nos habla en su plural idioma? La primera duda que debemos despejar es la siguiente: Ciria no es, no ha querido ser nunca, un pintor decorativo. Lo decorativo puede agradarnos un instante, pero enseguida se disuelve en el espacio, como un azucarillo en un líquido caliente. Y si queremos que la atracción se mantenga, que sea una experiencia permanente, la pericia técnica tiene que tener contenido. Y para que ese contenido atraviese el aire y llegue a nosotros, hay que dejar que hable a partir de sí mismo, salte como en una carrera de obstáculos los enigmas y se apodere de nuestra sensibilidad y de nuestro pensamiento. El sentido se materializa cuando los espectadores le prestamos un lugar en nuestro imaginario. El sentido está dicho, pero quiere y no quiere revelarse. El sentido juega con la ambigüedad de la pluralidad. Imaginémonos como arduos traductores de una vieja y sabía lengua, afanándonos en descubrir equivalentes en la nuestra de enigmáticas formas. Y pensemos en el placer de cada hallazgo, en el gusto que nos produce interpretar su magia e incluso inventarle un nuevo sentido.

¿Tienen todos la mirada lo suficientemente educada para poder ver y no sólo mirar? Hay mucha gente culta que aún no ha podido leerse entero un poema de Mallarmé, y sigue existiendo cierta crítica frívola contra cualquier atisbo de hermetismo, y que llegaría a escandalizarse hasta ante un fragmento de Heráclito. Heráclito el Oscuro lo llamaron, pese a su transparencia. Pero no temáis, aquí el esfuerzo no resulta ser tan tremendo. Ciria no pinta jeroglíficos. Su pintura invita a una pluralidad de lecturas porque con ese espíritu plural está creada. Y no nos pone límites. Todas las modificaciones son posibles para el que mira despierto. Entonces ve.

En el tiempo fundacional de los griegos la pintura era un arte mudo. Las figuras intentaban reproducir seres vivos, recrearlos, pero si alguien pretendía dialogar con ellas se «mantenían en el más solemne de los silencios»2. Algo hemos avanzado desde entonces. La pintura es hoy un arte parlanchín, y hasta tiene en algunos el don de lenguas. Enuncia, y enuncia también lo que es múltiple. Habla de una manera intermitente, discontinua, más allá de su viejo poder de representación. Y con ese hablar fragmentario, y muchas veces divergente, se embarca en la difícil, pero como aquí podemos ver no imposible, empresa de persuadirnos.

El salón está ya a oscuras. Sólo unas brasas finales alumbran el negro interior de la chimenea. He vuelto a subir las escaleras de El Arcabucero, y en el tramo intermedio -aún no estoy arriba, ya no estoy abajo- con la incertidumbre del tránsito me enfrento a los azules fulminantes, al blanco insinuado, y a la escondida y clara escala de José Manuel Ciria que pide altura. Estoy cara a cara con el cuadro. En el lugar que, apasionado y tranquilo, exige mi atención. Buscadlo siempre más allá de las murallas.

Rubén Suárez. Museo Pablo Serrano. Zaragoza

Texto catálogo exposición Después de la lluvia. Museo Pablo Serrano. Zaragoza, Mayo 2001.

Ciria en la antigua carpintería y después de la lluvia

Rubén Suárez

La última exposición de José Manuel Ciria, anterior en poco más de un mes a la que ahora podemos contemplar en Zaragoza, tuvo lugar en Oviedo y constituyó para todos: espectadores, críticos, artistas y la propia obra, una muy sugestiva experiencia, en buena parte inducida por el contexto arquitectónico que le dio acogida material. El lugar en cuestión es una antigua carpintería situada en el barrio ovetense de La Tenderina y que está destinado a ser el Centro de Arte Dasto, un segundo espacio de la galería del mismo nombre, en el que se instalarán en el futuro talleres individuales para artistas emergentes y otros didácticos para la formación en distintas disciplinas como el grabado o la fotografía.

Pero mientras el día de su apertura llega, el espacio del que hablamos es hoy un destartalado cascarón vacío, con las paredes laceradas, desnudadas de la escayola y aún reciente el recuerdo del desescombro. Sin embargo, en su desolado aspecto, en la construcción interior, laberinto de vanos, tabiques y distintos niveles, y también en las seducciones de su historia deshabitada, encontró José Manuel Ciria, que es artista de reconocida capacidad para tomar memorias prestadas, una magia especial capaz de añadirse, en la convivencia, a la sugestión de su obra. “No lo toquéis más, que así lo quiero para mí”, dijo. Y aunque la experiencia tiene precedentes en la historia del arte -antiguas fábricas, arsenales, cárceles o aparcamientos- hay que decir que en este caso el éxito de la propuesta resultó contundente. Todos los asistentes a la inauguración, que incluyó un concierto, aficionados al arte y vecinos del barrio que nunca habían entrado en una galería, superada cierta perplejidad inicial, se mostraron encantados con la obra y con el lugar.

Uno de los primeros en entrar resultó ser precisamente un antiguo trabajador de la carpintería, ya jubilado. Me encontró a su paso según lo hacía y sin más preámbulo me espetó con mal disimulada irritación: “Ya podían haber adecentado un poco esto para hacer la exposición”. Como pude, intenté explicarle las razones del artista, aunque temo que no le convencieron en absoluto. Se adentró sin embargo en el espacio por él tan vivido en el pasado. Estuvo mirando un buen rato y al salir me dijo: “Pues tenía razón el señor pintor, porque las paredes dicen lo mismo que los cuadros”. ¿Puede un artista esperar oír algo mejor?

UNA ANATOMIA DE LA PINTURA

Y bien, ¿qué nos decían las paredes y los cuadros? Paul Valéry aseguraba: Yo escribo medio poema y el lector la otra mitad. Voy a permitirme ejercer en este caso el derecho a mi mitad de lectura, bien modesta, porque a Ciria le sobran críticos relevantes que teorizan con brillantez sobre las claves de su obra en general, y él mismo es uno de ellos, y porque me apetece fabular un poco sobre las sugerencias que esta última familia de obras en concreto me provocan, situadas en este específico lugar, y sobre el modo en que el contexto en el que se exponen puede afectar al significado de la pintura.

Las obras expuestas pertenecían a la serie Sueños construidos, título que ya nos expresa la doble condición de gesto y orden, azar y construcción, que caracteriza la savia y la infraestructura de la creación de Ciria, a partir de ahí siempre abierta a la articulación de distintos lenguajes y significados conceptuales. Ciria es lo que se ha dado en llamar un abstracto con recuerdos, los suyos propios y los encontrados, digamos “objets de memoire”. Los encuentra por ejemplo en esas lonas de camión o militares que son soporte característico de sus obras y cuyos desgarrones, parches, costuras, remaches y maculaturas constituyen memoria previa, imágenes preexistentes que le ayudan a conducir el proceso creativo, pero también en la fragmentación geométrica de su factura. Esas lonas, en el contexto que venimos comentando, en la fría y mortecina soledad de la antigua carpintería que bien podría evocar una morgue; las veríamos en la presente lectura como lienzos para cubrir mesas de disección, que no asistirían al encuentro fortuito entre un paraguas y una máquina de coser, sino que serían el terreno en el que José Manuel Ciria realiza una anatomía de la pintura; partiendo de sus cabezas de Rorschach, humanas cabezas destrozadas de las que se desprenden fluidos orgánicos, substancias celulares que espumean en blanco y rojo o discurren en negro siguiendo azarosamente la ley de la gravedad como arroyos formados por la suma de las gotas de lluvia sobre el cristal.

En la dramatización histológica de la hermosa abstracción lírica que Ciria es capaz de crear y que como lector me he permitido interpretar, se hace texto plástico la sentencia de Breton de que la belleza ha de ser convulsa o no será. Curiosamente, Max Ernst, el más inteligente de los surrealistas y a quien Ciria rinde especial tributo, finalizó uno de sus escritos parafraseando la conocida frase, para decir “la identidad será convulsa o no será”. Convulsión de belleza y de identidad en esa tendencia de la pintura a ser otra cosa, las cabezas de Rorschach convertidas en mancha orgánica y lírica como las formas de las moscas aplastadas en el blanco papel doblado.

Pero todo lo escrito está referido, como antes se advierte, a las sugestiones producidas por el contacto de la obra con un lugar desolado y excitantemente tétrico, en el que las paredes decían lo mismo que los cuadros y ambos eran proclives a estimular invenciones varias, al recorrer con la vista sus superficies como Leonardo recomendaba. Sería interesante establecer una comparación viendo como funciona la obra en el espacio moderno y confortable del Museo Pablo Serrano.

DESPUÉS DE LA LLUVIA, LEVÁNTATE Y ANDA

José Manuel Ciria titula su exposición de Zaragoza “Después de la lluvia” -la de Oviedo “Viaje a los lagos”- reiterando la condición delicuescente de la serie actual, Glosa líquida dentro de sus Sueños construidos que tiene su traducción evidente en la formalización de la obra, de condición más acuosa, dilución de texturas, reducción cromática, líquido discurrir de las formas. Pero “Después de la lluvia” supone también un homenaje -además de una cita- a uno de los cuadros más conocidos de Max Ernst, “Europa después de la lluvia”, la obra con la que el maestro surrealista quiso significar el escenario de desolación y muerte que se abría en el continente después de la segunda guerra mundial. Homenaje, a quien la historia de la pintura debe más en cuanto a la creación de recursos técnicos como medio de potenciar las imágenes y sus metáforas implícitas, y cita de su título, para referirlo a la implicación intelectual y estética de nuestro artista en la situación actual de la pintura, después de su tantas veces proclamada muerte, y que tiene su manifiesto en el bodegón Vanitas (Levántate y anda).

En este caso, ejerce José Manuel Ciria de cirujano plástico y nunca mejor dicho. La pintura no está muerta, y lo que procede por tanto no es certificar su defunción ni la actuación de un forense. Sucede que, como tantas veces en la historia, necesita de una intervención capaz de revitalizarla, darle nueva voz y sentido, pero en el cuadro, en la materialidad de su superficie, al margen de añadidos presupuestos postizos, políticos o sociales. Vanitas (Levántate y anda) es una aproximación muy certera a una cuestión que necesita su tiempo para resolverse. Ciria busca -como en su día lo hicieron los cubistas- la creación de nuevas sensaciones espaciales, un nuevo espacio pictórico, sutil y complejo, creado por una banda de aluminio que es ficción de una mesa en la que no se depositan, sino que son atrapados distintos cuadros -materia que forma parte de la memoria de la pintura, de su pasado, creando un diálogo entre esa memoria y un nuevo lenguaje de los volúmenes y el espacio. “Levántate y anda” le dice a la pintura y con ello adquiere un compromiso propio de un gran artista verdaderamente comprometido con ella. Sin duda la pintura andará porque, como todos sabemos, nunca está suficientemente muerta. No necesita milagros, pero si talento y rigor como los que José Manuel Ciria pone en su trabajo.