Michael Hubert. Badajoz. 2000
7995
page-template-default,page,page-id-7995,page-child,parent-pageid-156,elision-core-1.0.11,ajax_fade,page_not_loaded,smooth_scroll,qode-theme-ver-4.5,wpb-js-composer js-comp-ver-6.6.0,vc_responsive
Title Image

Michael Hubert. Badajoz. 2000

Texto catálogo exposición en el MEIAC de Badajoz. Madrid, Marzo de 2000


DESDE LA LUZ DE MONFRAGÜE HASTA EL COLOR EN LOS CUADROS DE JOSÉ MANUEL CIRIA

Michel Hubert Lépicouché

 

Comme Giotto le premier jour à l´imitation de la vie sur le mur

 

Rehacer Poussin, pero del natural… Tendida como un puente entre el clasicismo y la modernidad (pasando por Goya), ninguna frase resume mejor que ésta el programa pictórico que convirtió a Cezanne en el indiscutible padre de la pintura moderna. Aún más radical en cuanto a la preeminencia de la naturaleza en su concepto del arte, dejó este último mensaje1 para las meditaciones de los que más tarde se atrevieron a seguirle: Todo es, y sobre todo en arte, teoría desarrollada y aplicada al contacto con el natural. Pero, ¿hasta qué punto esta afirmación sigue siendo válida tras la aparición de una pintura puramente abstracta? Que la pintura francesa haya conseguido aproximarse a la abstracción con su paso desde Courbet hasta Cezanne, esforzándose en transcribir la experiencia visual con una fidelidad cada vez mayor, ésta es la gran paradoja que dejó perplejo a Clement Greenberg2 cuando tuvo que relacionarla con el Expresionismo abstracto americano.

Sin más referencias que la presencia material de los componentes objetivos del cuadro (bastidor, lienzo, pigmentos y barnices), se diría que el arte abstracto contradice este mensaje de Cezanne. Sin embargo, en su libro, Greenberg tuvo que reconocer que, pese a las apariencias, la pintura occidental nunca dejó de ser naturalista: al espacio libre y abierto de la pintura antigua en el que los objetos representados aparecen separados como si fueran pequeños islotes, la pintura abstracta opone un espacio continuo que liga las cosas en lugar de separarlas, convirtiéndose en un objeto total que es justamente el que la pintura abstracta representa con su superficie más o menos impermeable. Para Greenberg, el plano del cuadro, entendido como un todo, imita la experiencia visual entendida como un todo. Es decir, el plano como objeto total representa al espacio como objeto total, de la misma manera que antes de la abstracción el arte y la naturaleza se confirmaban el uno al otro. La conclusión de Greenberg no deja más escapatoria a los pintores mediocres que las recomendaciones de Cezanne: cuando la abstracción no realiza esta confirmación, se convierte en una simple decoración y es entonces cuando opera en el vacío y se deshumaniza3.

Con sus cuadros pintados tras su experiencia con el paisaje de Monfragüe (la porción de bosque mediterráneo mejor conservado del mundo), José Manuel nos ofrece una lección magistral de esta constitución del plano entendido como un todo asimilable a cualquier espacio natural, en perfecta adecuación a las sensaciones visuales retenidas tras su paso por el parque. Entendámonos bien: en este caso, no se trata de una intromisión explícita de lo natural que afectaría casualmente a la estructura de sus cuadros, como el interés por la mineralogía llega a condicionar la obra de Luis Canelo, o como la utilización de sus propios excrementos, licuados para su aplicación con fines pictóricos, remetía en los cuadros de Gerard Gasiorowski a la madre Kiga, encarnación de la Tierra y a la vez diosa de la pintura, sino de una coincidencia de lo sugestivo, traído de su viaje a Extremadura, con la constante definición del espacio de sus cuadros entendido como un todo, una «gestalt» de la totalidad que se afirma como única referencia a lo natural, tal y como lo expresó Greenberg. Por consiguiente, para José Manuel no se trató jamás de reproducir, o sea, de traducir la física en arte4, sino de dejar que, a partir de una analogía formal «encontrada» al modo duchampiano, su modo de operar se constituya en fórmulas de derivación de los sentimientos almacenados en su memoria tras su recorrido por el parque.

Tres experiencias destacan dentro del conjunto de choques visuales recibidos por José Manuel en su viaje a Monfragüe, cuyos recuerdos, de alguna manera, se encuentran materializados en estos cuadros5. Primero, el Tajo. Era verano, había una luz deslumbradora que convertía el agua del Tajo en un gran espejo, reflejando la imagen de sus orillas cubiertas por una densa vegetación. El agua estaba quieta, perezosa serpiente que estructuraba el paisaje en bandas longitudinales con sus reflejos verdes. Tan fuerte era la luz que a José Manuel le costaba elevar la vista. Como si estuviera temerosa de quedarse ciega con tanto sol, su mirada se quedaba atrapada en el paisaje, en el suelo, en la vegetación y en las rocas. Segundo, por encima de la Fuente del Francés, las rocas, una vertiente cuarcífera orientada cara a la umbría y en la que, debido a la erosión producida por el arrastre de material en el último periodo glaciar, la falta de vegetación ha dejado al desnudo tres «tiras» de rocas perfectamente simétricas que le recordaron a la estructura de sus cuadros. Están también esas manchas de líquenes en las rocas cuyo abanico de colores oscila normalmente entre verdes y grises, llegando a unos tonos rojizos muy espectaculares a causa de la sequía. Tercero, el camino. Abrigado del fulgor solar por el techo del bosque en el que sube el camino desde la Fuente del Francés hasta la cima del monte, José Manuel se percató de los impactos luminosos que producían en el suelo los rayos solares filtrados por la copa de los árboles, enigmáticas manchas amarillas parecidas a los salpicones de pintura que, desde hace años, proyecta en sus cuadros. Con la fuerza de sus impactos sobre la tierra negra, el color que la luz irradiaba no era amarillo, ni tampoco blanco, era un amarillo Nápoles y al entornar los ojos, aquellas manchas se convertían en dibujos, en formas sinuosas.

Por la noche, en Torrejón el Rubio, incapaz de conciliar el sueño por el exceso de calor, esas manchas no cesaron de golpear sus retinas transformadas en frenéticos lienzos. Insisto en esta anécdota porque el modo de aparición de estos cuadros inmateriales me parece muy representativo de la gestación de la obra real. Está claro que el detonante de estos cuadros imaginarios era el trastorno sufrido pocas horas antes por su sensibilidad en su experiencia con Monfragüe y que el río y las rocas recordados eran los agentes geométricos que definían «conscientemente» la organización de su espacio en bandas paralelas. Pero la explosión de las manchas de luz convertidas en salpicado de pintura era lo que más podía emparentar estas visiones nocturnas con un sueño totalmente dominado por el subconsciente. Esta irrupción a ciegas de las fuerzas irracionales en el proceso pictórico no supone riesgo alguno si se trata de cuadros soñados, pero todo cambia con la obra real, enormes lienzos de más de siete metros cuadrados que José Manuel puede echar a perder en un segundo. Con este riesgo de espontaneidad vuelve a enfrentarse el pintor en cada cuadro, sometiéndolo con su técnica del salpicado al principio del automatismo psíquico (para retomar a Motherwell hablando con Pollock), sin posibilidad alguna de moderar las descargas de impulsos que animan su mano.

Como cualquier obra fuertemente marcada por el Expresionismo abstracto americano, su discurso pictórico se desarrolla a nivel de la percepción, no de la imaginación, haciendo suya esa afirmación básica según la cual una gran pintura implica un intercambio inmediato: nos absorbe totalmente en ella6. Nada lírico, su expresionismo abstracto se impone a nuestra mirada como una épica de formas y colores que, en estos cuadros extremeños, mediante esa mezcla fundida de gestos y geometría, logra ser la resolución definitiva de experimentaciones anteriores o, mejor dicho, como una vuelta hacia atrás, pero de otra manera, más libre, más atrevida y, al mismo tiempo, más amplia, más generosa, como si en su trabajo José Manuel volviera a disfrutar tanto como cuando paseaba por el alucinante paisaje de Monfragüe. Para comprender el mecanismo de ese disfrute del pintor cuando vuelve a sus «viejas andanzas», he aquí otra cita de Motherwell en relación con esta idea: «Cuando necesito alegrarme, consigo llegar a ese estado únicamente si me dedico a ejecutar libres variaciones sobre descubrimientos anteriores que considero muy representativos de lo mío»7.

Independientemente del incesante vaivén entre la pintura y el almacén de recuerdos traídos de Monfragüe, está claro que la inspiración pictórica prevalece sobre la inspiración de la naturaleza, tanto por el color como por su factura y gestualidad. Si, víctimas de esa trampa de la analogía en la que siempre estamos dispuestos a caer, vemos algo de naturaleza en sus cuadros, es necesario que, a pesar de ello, seamos lo bastante lúcidos como para cambiar, en cada paso «de la luz de Monfragüe hasta el color de su pintura»8, la fórmula de «pintura del paisaje» por la de «paisaje de lo pictórico». Insisto: con sus cuadros, no es el recuerdo de un recorrido por el parque de Monfragüe lo que José Manuel propone al espectador, sino un paseo por su pintura siguiendo las indicaciones que en ella nos ofrece la entrada de la luz, siempre por el mismo lado, a la manera de las flechas pintadas en el camino del parque para orientar a los senderistas. En las piezas grandes, consigue los efectos de luz mediante unos fogonazos de color que podríamos interpretar, no como consecuencia de una incorporación equivocada de nociones de volúmenes y de profundidad en la pintura abstracta, sino como el resultado de una intención deliberada de realizar esta pintura como si estuviera recorrida por la luz natural de Monfragüe.

Estas huellas del recuerdo del parque no son nada más que la materialización del desgaste de una vivencia, material de la memoria que debe relacionarse con el desgaste de las lonas recuperadas de los camiones que sirven en ocasiones, de soportes a su pintura. Ocurre que, en estas propuestas plásticas, se mezclan distintos estratos del tiempo formando como una especie de trenzas mnemónicas, a base de acumulación, de superposición y entrecruzamientos, que nos permitirían establecer un cierto paralelismo con el concepto de tiempo atrapado por las trenzas del fluido pictórico que posibilita la técnica del dripping en la obra de Pollock9: primero, Monfragüe; luego, el material de la memoria aportado por las lonas recuperadas y, además, por su ensuciamiento en charcos de barro y aceite; finalmente, la huella del gesto creador que, más que fosilizada en la superficie de la lona, queda materializada bajo forma de «residuo» del gesto, quedando relegada en orden de importancia por detrás de la propia organización del plano, la sutilidad de los tonos y los efectos matéricos. Sin embargo, en algunos cuadros presentes en esta exposición, el recuerdo implícito de la gestualidad de Pollock, que, a su vez, sería el cuarto componente de estas trenzas mnemónicas, otorga a este «residuo» del gesto una importancia nada desdeñable.

Al ser una réplica natural de su pintura, y como respondiendo a una llamada secreta que le llegaría hasta su estudio madrileño, era casi inevitable que José Manuel acabara algún día por recorrer el extraordinario paisaje de Monfragüe, cuya fuerza le pareció confirmar que el mismo espíritu creativo de la tierra mora en su pintura: él andaba por el camino de la Fuente del Francés, y la tierra le hablaba de sus cuadros, con su memoria de tierra, con los huesos de los hombres sepultados bajo toneladas de olvido. Una humilde flor es la labor de siglos, escribió William Blake, y a José Manuel le pareció que las manchas de color que florecen en sus cuadros eran también el resultado de innombrables siglos de esfuerzo por parte de una naturaleza que supo convertir la savia de las plantas en sangre para sus manos. Ese es el tema de la representación de sus cuadros, el significado de su pertenencia a las fuerzas vitales que animan el mundo y, como la poesía de Rilke en la que una cosa se transforma en imagen de otra, su pintura no es más que la imagen de sus propias cualidades que flotan, no como en el fuego y en el soplo del fuego evocados por Rilke, sino en la piel de la tierra y en el sudor de la piel de la tierra. En sus cuadros percibimos la tierra como cuna de la vida y como lecho de la muerte, fascinados -como fascina un volcán o el mar de hielo movido por los glaciares- por la violencia telúrica que sufre su pintura en su paso desde el desorden cósmico hasta la armonía de la vida pintada por Giotto, el primer día, sobre el muro.

9 La analogía entre trenzas matéricas y trenzas de imágenes mnemónicas se encuentra perfectamente confirmada por los estudios de Bergson: Llamo materia al conjunto de imágenes, y percepción de la materia a estas mismas imágenes relacionadas con la acción posible de una cierta imagen determinada, mi cuerpo. Henri Bergson, Matière et mémoire, cinquantième édition, Presse universitaire de France. París, 1949. Página 17.