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2000

Antón García Abril. Colegio Arquitectos de Málaga

Catálogo exposición “Elogio a la diferencia” en el Colegio de Arquitectos de Málaga. Enero 2000.

ENTRE EL SUEÑO Y LA OBSESIÓN

Antón García Abril

Siempre ha existido una vibración entre diferentes ámbitos ligados a la arquitectura, entre el pensamiento y la plástica. Esta condición subyacente existe en diferentes campos del arte y la arquitectura, y ofrece una mirada sesgada hacia el mundo de la plástica que permite una aproximación nueva al hecho arquitectónico. La Historia contemporánea es la historia de la interacción entre la arquitectura y la plástica, el arquitecto se ha visto obligado a conocer su medio, para transformarlo. En este campo del conocimiento se produce un efecto de suplencia ante el déficit de la experiencia directa y la definición conceptual. por tanto se puede hacer una lectura de cómo incide la plástica en paralelo a la representación en la arquitectura. La arquitectura moderna exige una relación directa entre obra arquitectónica y su concepto y la plástica asume un compromiso de singularidad con la mediación de la palabra a través de la forma y, sobre ellas, la idea creativa, que es la configuradora de la obra de arte.

Conocí a Ciria en la Academia de Bellas Artes de Roma, un entorno inigualable para compartir conversaciones y acciones que enriquecieran una visión conjunta de distintos aspectos artísticos que alimentamos en diversos viajes y tantas horas de animada convivencia a lo largo de un año. Entre los diferentes proyectos que se suscitaron, quisimos tapar el óculo del Panteón con una gran tela para, para desde la oscuridad y tomando como testigo unos objetos previamente situados en el plano del suelo expuestos al haz sesgado de luz, reflejar la construcción del tiempo al abrir de nuevo el óculo transcurrido un pequeño lapso y descubrir que los objetos inundados de la energía producida por la columna de luz de levedad máxima, eran otros. Desde la Casa Malaparte a la pintura de Giotto y Uccello, la mediación de imágenes históricas en constante alusión intemporal deconstruida se manifestaron activamente en la obra de Ciria, reflejándose en la magnífica serie denominada El Tiempo Detenido, desarrollada desde la distancia cronológica y la presencia de la historia en Roma.

Ciria conoce la escala de tiempo que define el momento en que se manifiesta activo, próximo a lo inmaterial y constructor del presente. Todas sus imágenes enlazadas no tienen lugar, pero sí ocupan tiempo. Y es esa experiencia temporal la que ayuda a la construcción de la obra de este artista y a su justificación. Ciria transforma la realidad, una materia previa y prima, y opera con ideas abstraídas desde parámetros esenciales de gran rigor. Su pintura de movimiento y luz plasma con ironía gestos de gran presencia material, plantea la abstracción unida indisociablemente a la accidentalidad y a un automatismo controlado que en propias palabras del autor refleja el mundo contemporáneo instalado en la metáfora, la fragilidad, lo inestable, el tránsito, el residuo, el proceso, la obra inacabable, el tiempo detenido.

Compartió con nosotros en Roma unos días inolvidables Alberto Campo Baeza, pensionado de honor mientras se exponía su obra en las salas de La Academia, descubriéndonos una lectura atemporal de la arquitectura romana y las referencias constantes a su propio trabajo -la materialidad de la luz en la arquitectura, y el color que surge del blanco certero es la pura existencia del espacio arquitectónico. A su lado el triunfo del expresionismo abstracto de Ciria, predicado de su obra artística. Ciria como gran conocedor de la historia, es sensible a las disciplinas adyacentes a su propia creación. La desestabilización plástica que propone José Manuel Ciria está sujeta a una poderosa geometría de composición clásica, supeditada a mecanismos de inspiración poética que reflejan a su vez, la realidad interior, coherente con su discurso de la abstracción deconstructiva automática, encontrándose su obra ya enraizada en la tradición contemporánea.

Ahora, el sueño y la obsesión, el rigor y la creatividad, en este Elogio a la diferencia.

Cristina García Lasuen. Galería Salvador Diaz. Madrid

Catálogo exposición Galería Salvador Díaz. Septiembre 2000. Madrid

EL IMÁN ICONOGRÁFICO

Cristina García-Lasuén

I – LA GIORNATA

Haciendo buen uso de su prolífica capacidad creativa, Ciria muestra simultáneamente dos grandes exposiciones1 diametralmente diferentes, si no fuera porque el signo del autor asoma en ambas con la misma coherencia.

En su próxima exposición en Bélgica -Glance Reducer (Compartimentaciones)-, la pintura en el soporte es el medio del que se sirve para expresarse. Declama en sensaciones. Las manchas características de Ciria, de apariencia casi biológica, comparten espacio con el eterno referente iconográfico de lo ortogonal o geométrico -a veces, apenas esbozado-, que incorpora a sus lienzos. En esta ocasión, la obra simula tratar varios sucesos al tiempo. Cada pintura aparentemente está compuesta a su vez de varios cuadros distintos, de menor tamaño que, como piezas de algún juego de habilidad, encajan unas en otras para conformar una pieza multifacial.

Lejos de pensar que el origen es fortuito o azaroso, se adivina una intención global compositiva de la que se desprende el impecable resultado artístico. Se percibe enseguida que no son piezas diferenciadas, sino que lo que se nos muestra son sucesos conexos que se producen más allá de una trama geométrica. Vemos las composiciones a través de una especie de malla. De ahí que el título sea «Compartimentaciones». La pintura se mueve dentro de una geometría orgánica, que seduce, además, por lo engañosamente contradictorio. ¿Puede tener apariencia orgánica la geometría pictórica? Desde luego, Ciria nos convence de que efectivamente ambas pueden convivir en perfecta «cohabitación». El estatismo y rigidez cuadrangular, con las mórbidas imágenes pre-biológicas; la forma racional y el origen sensual.

Y ese desarrollo creativo de lo aparentemente contradictorio y a la par complementario, reclama aventurar un dato. Hace cuatro años Ciria fue a Roma becado por la Academia Española. Allí encontró afectos, afinidades, pero sobre todo, disfrutó de la belleza augustiana con la intensidad que produce la emoción. Desde los inmensos ventanales de su ático -de casi 5 metros de altura-, articulados, divididos en cuadrículas vítreas, poseía una privilegiada vista de la ciudad. En todo momento, la imagen que obtiene Ciria de la antigua Roma, es una visión fragmentada, como observada a través de un gigantesco Velo Albertiano. La percepción del mundo observado, aquel lleno de agitación y vitalidad, transcurría entre los duros perfiles arquitectónicos cuadrangulares. Lo biológico recorría lo geométrico sin apercibirse de los cercos, sin someterse a su mandato espacial. Las compartimentaciones geométricas serían la razón para adecuarse al marco y la razón para sublevarse del espacio.

Si bien es cierto que el concepto de compartimentaciones ya lo había definido previamente, las constantes referencias en la pintura de Ciria hacia lo geométrico y hacia lo orgánico, encuentran perfecta comunión en la soledad de su cuarto italiano. Para Ciria, la ciudad del Lacio, es sin duda mucho más que una bella ciudad, por lo que sus retornos de ensoñación no son infrecuentes. Innumerables retazos melancólicos al tiempo allí vivido quedan reflejados en su obra en numerosas exposiciones y esta nueva cita, por fortuna, no es una excepción.

Este grupo de obras: «Compartimentaciones»2, es la puesta en marcha de una consecuencia artística lógica. El recuerdo de una Roma reticulada permanecía inmune al transcurso del tiempo. La trasposición de la misma a un soporte adecuado, es lo que ahora Ciria nos muestra. Y aunque el soporte físico sean lienzos, la exquisita técnica de la ejecución al fresco es la que permite reproducir su romana imagen albertiana. Con la misma delicadeza y devoción con la que el pintor fresquista atiende el muro húmedo, impacientemente preparado para definir y pigmentar, así Ciria compartimenta la imagen en varias cuadrículas o «giornatas» vitales, plenas de color y significado.

Parece que quisiera darle a cada retícula la posibilidad de ser algo distinto y a la vez formar parte coherente del todo. Como si de su diario italiano se tratase, cada «giornata» se singulariza -cada día es diferente-, a la vez que es una página -imagen- más del tiempo global transcurrido. Será ese el motivo por el que los lienzos presentan primero unas «jornadas» que comienzan coquetas, expectantes, sensuales, llenas de colorista protagonismo e inquieta aparente felicidad para, como en la memoria nostálgica, ir perdiendo definición cromática, produciendo neblinas de matices sepias.

Esta exposición, protagonizada por la pintura de color ensoñadoramente unida a los bellos recuerdos de las «giornatas» romanas, retrata delicadamente, en definitiva, el mundo sensible de Ciria.

II – EL IMÁN ICONOGRÁFICO

En la exposición que recoge este catálogo, en la Galería Salvador Díaz, se aprecia que la pintura no es ya el único ni el más potente medio del que se sirve Ciria como expresión artística. Y sin embargo hay pintura. En algunos lienzos el color y los pigmentos se han reducido al «mínimo existencial». El mundo sensible cede paso al concepto. La idea reta al sentido.

En una primera impresión, apenas furtiva, parece que reconozcamos esa imagen en algo ya visto y admirado. Algunas obras son un guiño cómplice a los bodegones, naturalezas muertas de la etapa del cubismo sintético. En una pieza, se observa el fragmento de un periódico, que nos refuerza la idea de «Le journal» de Picasso o de Braque. En otra, la negra silueta de una guitarra española. «-Deseo reducir el color, quebrar de nuevo ‘Sueños Construidos’ a instancias de la simbología cubista. Poner telas pegadas y volver en parte a ‘Manifiesto’. En este grupo de obras, intento reducir y amortiguar lo expresivo. -No pretendo regresar hacia una pintura académica, nada más lejos, y en el ‘collage’ y la sobriedad del color encuentro una vía, no así en los diferentes elementos que construyen las composiciones. Ahora los tonos se incorporan por medio de planos pintados o mediante soportes de diversos colores. La totalidad de las obras que conforman la exposición, responden a una mezcla entre ‘Sueños Construidos’ y ‘Manifiesto’ «.

En esta ocasión, Ciria muestra una vez más, su coherencia artística y su capacidad pictórica, siempre cambiante, evolucionada, pero al mismo tiempo reconocible. Ciria pertenece, por derecho propio, a ese escogido y no demasiado amplio número de artistas que poseen lo que Bruno Zevi llama el «Catálogo». Esto es, el conjunto de formas y estilos que singularizan la obra de un determinado autor y lo hacen identificable a pesar de las diferentes visiones que pueda presentar a lo largo de una dilatada trayectoria artística. La fuerza de las imágenes, volúmenes, palabras, notas musicales…, creadas, delatan la procedencia. Por tanto, es indiferente el soporte en que se apoye la obra o las tonalidades que lo compongan, la cantidad de materia empleada, o cualquier otra circunstancia, pues lo que comúnmente se llama «el sello o impronta» descubre con claridad al autor. Inútil sería esconderse bajo un seudónimo, pues la obra confesaría inmediatamente al agente inductor.

Muchos grandes autores poseedores de un magnífico «catálogo», lo han desarrollado con eficacia y profusión. Algunos lo han dilapidado en fatales ocasiones; otros lo han vulgarizado utilizándolo «ad nauseam». Finalmente también están los que, lamentablemente, se han visto prisioneros, inmovilizados dentro de su propio estilo, teniendo que acomodarse a lo que pensaban se esperaba de su «catálogo». Peor suerte han corrido los que han creído ver en la anécdota, su «catálogo», pues han reproducido ésta, -sin rubor-, esperando que el detalle justifique por sí sólo, el todo.

Señalan W. Worringer, Giedeon y H. Read, entre otros, cómo desde los más remotos tiempos, las motivaciones del hombre para crear han sido, fundamentalmente, la angustia y el miedo. Si bien algunos autores discrepan de dicho aserto, hay en las realizaciones de algunos pintores de hoy día, una más que sospechosa coincidencia en los cambios evolutivos. Puede que el motor de la uniformidad no sea el miedo a no estar «a la última», no saber crecer con los tiempos, o de no ser capaz de seguir creando juvenilmente. Quizás, ocurra incluso, que las galerías de arte no provoquen angustia, ni intenten imponer estilos, modas, tonos, para que las obras resulten más comerciales. Pero provoca extrañeza esa fecunda telepatía pictórica. Como si de una sola mente y espíritu se tratase, se comprueban cambios colectivos al unísono. Parece más bien una bella coreografía multitudinaria, que otrora incorporaba algo de figuración en la obra, luego «drippings» varios, y lo penúltimo: los lienzos esterilizados, higienizado el gesto, los colores «limpios», claros, casi ácidos, de marcado espíritu norteamericano.

Se denuncian los anatemas abetunados propios de nuestra tradición pictórica más fecunda, para abrazar con el fervor y la intransigencia del converso, la escritura foránea propia de otra cultura. Sin duda, se parte de una desventaja apriorística; no es sencillo hacer una magnífica obra americana en nuestro país, sin caer en una no muy buena realización americanizada o en una españolada, -exceso histriónico que se alcanza cuando se pretende emular lo de fuera-.

Es cierto que el artista tiene casi obligación de ir más allá de los estrechos límites de la tradición, pero también es cierto que la evolución, si no es artísticamente coherente, e individualmente asumida, sino forzada por motivaciones inconfesables, pasa siempre cruel factura. La obra es la primera en denunciar la falsedad. Las consecuencias perjudican claramente al autor y al público. Tan sólo se beneficia el que comercia con el arte, pues consigue obras indiferenciadas y por ende sustituibles. Eliminada la característica que lo singulariza, el «catálogo», son fácilmente intercambiables unos artistas por otros. Ahora, un mundo aniñado de colores claros, sin resto alguno de pintura, llena estancias comerciales. Se agradece el gesto adusto de la ausencia de colores limpios de Ciria, el desgarrado trazo de su personal «catálogo», que le lleva por un camino lleno de autenticidad y eficacia pictórica, en vez de copiar simiescamente3, al dictado estético de allende los mares.

La fuerte carga teórica que sustenta la obra de Ciria, le otorga mayor claridad al mensaje pictórico y también le singularizan en el gesto, por lo inusual. Su obra nos sorprende con una evolución pausada, sin innecesarias estridencias provocadoras, resultado de un crecimiento que surge naturalmente, como consecuencia de una más que probada capacidad pictórica y una fecunda coherencia conceptual. «-En infinidad de ocasiones, muchas de mis obras y la articulación de las series, obedecen a un patrón teórico».

La exposición actual aporta, un simbolismo al que no es ajeno el artista, siempre pivotando entre el concepto y los sentidos. En esta ocasión, en un pequeño grupo de trabajos, nos muestra unos fondos -lonas militares- divididos horizontalmente, por una gran barra plana de aluminio, que a modo de gigantesco imán atrapa tras de sí una serie de objetos, que nos resultan cotidianamente familiares. Se trata de la iconografía del momento. Junto al referente mediático de los mass-media, retazos de imágenes de revistas de mercado, recortes del último serial televisado, una inevitable bolsa de plástico de un gran centro comercial, de contenido incierto, el guiño cómplice al cubismo sintético y esa mueca de sonrisa que representa el oso de peluche boca abajo. La rosa blanca y su perecedera belleza, remiten a la poética de «Mnemosyne».

Con esta obra, Ciria no sólo realiza un imán iconográfico, signo de nuestro tiempo, evidenciando lo que de relevante sugieren nuestros ocios, sino que lo materializa una vez más impecablemente, con fidelidad a sí mismo y a su «catálogo». Esta exposición, en definitiva, retrata el mundo conceptual del autor. Realizado brillantemente, concluye creando un espacio sumamente atractivo, pleno de sugerentes motivaciones e inquietantes imágenes, de denso amargor y colorista melancolía como Una tarde en el Circo.

Dominique Nahas. Galería Artim. Estrasburgo

Catálogo exposición “Espace et Lumière” Galería Artim, Estrasburgo. Abril 2000.

TODOS SOMOS FIEROS ACONTECIMIENTOS
Dominique Nahas

El poder de las imágenes de Ciria me recuerda las palabras de Horacio en el Hamlet de Shakespeare «…trenes de fuego, rocíos húmedos de sangre» para referirse al fenómeno del cometa como uno de los portentos celestiales de los fieros acontecimientos antes de la caída de Julio César. El trabajo de Ciria tiene la habilidad de iluminar rincones de la mente con una amplia gama de asociaciones, resultando indudable la extrema facilidad del artista en provocar un sentido de profundo y trágico presagio que impregna la personalidad de sus pinturas. Este impulso nos atrae en su movimiento dada la autoridad pictórica con la que el artista rompe y extiende las intimidades apocalípticas de sí mismo y de la sociedad. Tales intimidades de las escondidas líneas transgresoras observadas dentro de sí y de la comunidad, son articuladas por Ciria a través de sobredimensionadas, incluso teatrales, manchas imprecisas cuyo abierto poder pictórico contradice dicha referencia íntima -el cuerpo y sus fluidos.

Los fieros acontecimientos sugeridos ópticamente en el trabajo de Ciria son el resultado de usar la pintura de forma orgánica, visceral, incluso con una intensidad descarnada cuando ésta es aplicada como lacerantes planos suspendidos a través de los estratos de la imagen. En mi opinión, una de las más importantes razones por la que somos arrastrados por la inmensidad de la obra de Ciria, es por el virtuoso trabajo que el artista incorpora dentro de la misma de referencias cruzadas: emocionales, psicológicas y formales, en la construcción de su propia presencia a través de varios modelos de relaciones mente/cuerpo. Aunque permanece constante la complementariedad en cierto sentido, también existe la profunda variación en cada uno de los trabajos del artista. La doble intención de Ciria en sus pinturas es primeramente, relacionar visualmente la noción de la separación psíquica; flujo y conexión con la noción de lo que constituye la contención corporal, límites y grietas. En segundo lugar, el artista tiene la intención tanto de erotizar como de espiritualizar este encuentro en su obra: dicho trabajo tiene precisamente fuerza visual porque envuelve con éxito un nivel místico de realización mientras que parece sensualizar su presencia corporal (o aporta referencias a ello). Reforzar estos aspectos es la obvia superposición de Ciria de manifestaciones microcósmicas sobre un campo macrocósmico en su obra, mientras la otorga de una presencia cruda, vitalista e inquieta.

En El cuerpo en la mente el semantista Mark Johnson, nos recuerda «…Nuestro encuentro con la contención y las limitaciones es uno de los factores más persuasivos de nuestra experiencia corporal. Somos íntimamente conscientes de nuestros cuerpos como contenedores tridimensionales en los que echamos ciertas cosas (comida, agua, aire), y del que emergen cosas (restos de comida y agua, aire, sangre, etc.)». Hay, por supuesto, diferentes nociones de cómo el ser se ve a sí mismo a través de diversos sistemas de conceptualización, fuera del reino de la semántica cognitiva (re: Johnson). Estas incluyen una visión nietzscheana del ser visto por medio del cuerpo que se comprende a sí mismo, no como un contenedor limitado (expuesto a fuerzas externas o sujeto a fuerzas internas de expansión), sino obedeciendo a una mutable ley de flujo y reflujo, cuya fuerza del ego responde a diferentes fuentes incontroladas de energía. Para M. Merleau-Ponty la construcción del ser ha sido precedida en observar al cuerpo resaltando en fuerza, flujo y potencialidad más que en contención o estasis. Ciria, parece tener todo esto en mente al construir sus pinturas que enfatizan el sentido del ser visto a través del cuerpo, tanto como contenedor (estasis) como una entidad orgánica, un conducto, para el flujo de energías e impulsos psíquicos. Empecemos por confrontar el espacio a nivel de superficie donde Ciria imita lo orgánico: nos puede recordar el accidental o intencionado vertido o manchado de fluidos corporales, que pueden semejar la pus, la sangre, el semen, sobre fondos controlados y neutralizados que permanecen resolutivamente majestuosos y equilibrados. El resultado es una forma visualmente antiestética, cuya propia existencia descansa en la promulgación de una desunión inarmónica entre lo interno y lo externo. Lo que experimentamos es un terreno (o condición) ambiguamente suspendido entre una subjetividad negadora y el mundo que confronta. El uso de Ciria de un marco enrejado, geometrizado e incipiente que existe en el fondo de su obra, es galvanizado proponiendo el escenario ideal para la representación del esquema del «cuerpo como contenedor».

En su obra el artista usa un repertorio de colores: tierras y sienas, naranjas terrosos, azules, oscuros violetas, que transmiten una amplia gama de múltiples asociaciones; la pátina del desgaste y la harapienta edad de los objetos (el parcheado) y lugares (terrenos ponzoñosos, brillos del amanecer) y personas (varias superficies y cavidades del cuerpo humano). Sus fondos tantean nuestros ojos ofreciéndonos un silencioso lugar para la mirada, que nos permite el descanso y la tranquilidad. Y mientras esta superficie se mantiene a una relativa distancia del las explosiones visuales, los alarmantes derrames de energía visceral que deliberadamente «desfiguran» los contenidos estratos interiores, no nos permiten estar totalmente a salvo del torrente de marcas-laceraciones que le son afligidas. La elegante y violenta creación de manchas por parte de Ciria, simula situarse en una inevitabilidad fatal ante los ojos del espectador, siendo esta leída como «interferencias» de bordes y formas que nos mantienen cautivos. ¿Cómo podría ser de otra manera? En el trabajo de Ciria la sugestión de interludios cataclísmicos parecen destinados a obstruir el relajado campo pictórico con explosiones orgiásticas de cortes colorísticos, creando un juego espacial que es absolutamente singular en este artista. Su sensual y orgánica sensibilidad infiere una fusión de libertad contenida o denegada y libertad derramada.

Desde la época clásica, como Michel Foucault ha sugerido en La historia de la sexualidad, se diseñaron nuevos procedimientos de poder que fueron empleados en el siglo diecinueve. Estos provocaron una superposición de la simbología de la sangre que le precedió, en el cual el poder hablaba a través de la sangre (que al lado de la autoridad suponía muerte, transgresión, simbolismo y soberanía), por una analítica de la sexualidad donde los procedimientos de poder se movieron hacia el lado de una norma cuidadosamente construida que definía el conocimiento, la vida, el significado, las disciplinas y las regulaciones. La obvia referencia a la sangre en la obra de Ciria, tiene un poderoso impacto emocional sobre el espectador por diversas razones. En alguna medida la obra del artista formula este cambio de epistemes mientras refleja ansiedades contemporáneas en relación a la fragilidad del ser y del sistema social por medio de estas particulares referencias.

Las pinturas del artista son escenas de desplazadas disrrupciones, contaminaciones, cortes y rupturas psíquicas o corporales, que indudablemente juegan un importante papel en como registramos su obra. Lo que percibimos son unas inacabables series de elaboraciones por parte del artista, obtenidas de sus meditaciones -sobre las dicotomías entre fragilidad y fuerza, interno y externo, (del cuerpo, del sistema social), transgresión (de las mencionadas fronteras)-, y entre sus estrategias formales que buscan la necesidad de violar el orden geométrico con la aparición desparramada de la pintura, logrando que Ciria alcance alturas espirituales mediante sugestiones conseguidas a través del sacrificio, como el de la carnalidad. Lo que está abarcando la obra del artista, y de hecho lo que le da su significado, es su compromiso estético, en la tarea de extender los parámetros de la creación del lenguaje y la profundización del timbre emocional de la pintura contemporánea. Existen acontecimientos pictóricos primordiales, o incluso primarios que seguimos en la obra de José Manuel Ciria, aunque se tenga la apariencia de no saber exactamente a dónde vamos cuando examinamos su trabajo. Rápidamente reconocemos, sin embargo, que entre el juego colorístico de Ciria y sus actividades en la creación de marcas a través de sus descarnadas descargas de pintura y los momentáneos espasmos táctiles y de color, que resuenan tan fuertes como golpes viscerales de energía dentro de sus erogenizados y erotizados campos pictóricos, el artista mantiene una intención prevaleciente. El quiere que físicamente reactuemos sobre los ritmos orgánicos de los instintos (hacia la autopreservación) y los giros (tras el placer y el dolor). Estos impulsos son vistos como recursos dentro del cuerpo, que están siempre cambiando de una condición de estasis a una de fragmentación.

Dentro de la misma obra, los intervalos entre la rota creación de manchas insinúan una regularizada ruptura desde esquemas abiertos hacia los fragmentados y heridos estratos de color, cuyos contornos, con la apariencia de ampollas o bultos, parecen canonizar las superficies de su trabajo. Sus referencias visuales a excreciones corporales se abren camino intencionadamente a través de los bordes de sus entramados geométricos; más allá de la continuidad y conexión de las zonas, éstas son impuestas para que transgredan cualquier idea de anclado o continuidad preestablecida, en un sentido de profunda inevitabilidad, como un profundo momento de tristeza, ansia o pérdida. Las configuraciones espacio temporales generadas por Ciria en sus cuadros, son evocaciones de mundos elegíacos, trágicos y emocionalmente turbulentos. Conformados por una abierta resistencia, llegamos a comprender que los fieros acontecimientos que atestiguamos en nosotros mismos mientras participamos en la tarea de aprehender los espacios del artista dentro de sus pinturas, son precisamente esas sensaciones de las que estamos siendo testigos, -esquemas de reconocimientos imprevistos e incalificables de lo no conocido. En efecto, la extrañamente majestuosa obra de José Manuel Ciria abarca (y entonces transfigura) el concepto de Jacques Derrida de acontecimiento como «…un nombre para los aspectos de la situación, que nunca podremos manejar ni para eliminar ni para negar (o simplemente nunca poder evitar). Es otro nombre para la experiencia, que resulta siempre la experiencia del otro. El acontecimiento no puede ser subsumido bajo ningún otro concepto, ni tan siquiera el de la existencia».

Fernando Castro. MEIAC. Badajoz

Texto catálogo de la exposición en el MEIAC de Badajoz. Marzo de 2000.

LA VISIÓN DEVORANTE DE JOSÉ MANUEL CIRIA

Fernando Castro Flórez

Nosotros llevaremos todo el peso de estos tiempos tan tristes diremos lo que nos dicte el corazón, no lo que deberíamos decir. Los más viejos han soportado más. Nosotros que poseemos juventud, nunca veremos tanto, ni viviremos tanto tiempo1.

José Manuel Ciria ha indicado que siempre ha trabajado sobre los mismos temas, el tiempo y la memoria2, buscando lo que ha llamado la desaceleración de la lectura visual. «Pintura directa, en donde el signo sea validado como lugar de cruce de presencias, como cima de un abismo en cuyo fondo quizás esté la inmediata evidencia de las cosas; siendo esta suerte de meliorismo plástico el resultado de paralizar en un instante un proceso potencialmente infinito, nunca la concreción de un deber ser esencial impuesto de antemano. Es, por tanto, necesaria la detención azarosa, automática, de unas formas sorprendidas en pleno proceso de encubrimiento o despojamiento»3. Ciria ha caracterizado su obra como Abstracción Deconstructiva Automática4, asumiendo la dialéctica que mantiene como momentos determinantes de la pintura abstracta como fuera, por ejemplo, la experiencia del informalismo, que recordemos estaba sostenido en un talante existencial difuso en el que, junto a la afirmación del sujeto y la consideración de la pintura como un acto, aparecería una defensa de la verdad del gesto, como algo que tiene carácter negativo, indicando una condición humana de rebelión, de rechazo5, una negatividad que puede ser, también, el negativo de la imagen. Conviene tener presente que el gesto, la acción sobre el lienzo, no es lo mismo que el garabato infantil, de hecho «el artista se diferencia del niño en que puede actuar con más movilidad y «dar la vuelta al timón» (H. Hartung)»6. Un pintor sabe el momento en el que debe parar, establecer una estrategia de interrupción o cuando es necesario poner en escena toda la potencia del cuerpo. La proyección de las emociones en las pintura no obliga a la caótica visceralidad, al contrario, puede implicar una dinámica compositiva, una asunción de ritmos visuales que, por cierto, son característicos de la abstracción que, con frecuencia, establece analogías con la música, en la pretensión de conseguir algo absoluto7, como es evidente, en la referencia de Ciria a las Carmina Burana de Orff8.

La primera oleada de abstracción pura en el siglo XX se basaba en la pretensión de hacer una obra que tratara o estuviera marcada por la Nada: «la aspiración de conseguir por fin una pintura que no representara nada se inspira en el sueño de ser capaz de pintar la Nada, esto es, de pintar el Ser una vez desprovisto de toda cualidad que pudiera materializarlo o limitarlo de alguna manera»9. En Pollock no hay una búsqueda de lo caótico o de un sinsentido, sorprendentemente «ornamental», al contrario le interesaba hacer visible la energía y el movimiento, construir un espacio sin marco, permitir que los sueños, cargados de sentimientos y desprovistos de imágenes, así como recuerdos pre-formados, pudieran, súbitamente, aparecer.

Twombly reconoce la estructura de la marca en Pollock como el residuo de un acontecimiento, que no es una manera de prescindir de la forma y convertir al cuadro en un espejo, acaso para reivindicar lo «espontáneo», sino que surge porque los signos habitan la condición de la traza y rompen el reflejo. Anticipemos la idea deleuziana de quebrar la figura desde lo figural, que propone en Lógica de la sensación, para matizar que Pollock no necesita figuras para golpear lo figurativo; el hecho de estar sobre el lienzo no es suficiente, porque sería la mera constatación de una superioridad velada al poner el lienzo vertical; el deseo metafísico se reduce acaso al crudo gesto de mear sobre el lienzo o, en una clave lacaniana, una rivalidad del sujeto consigo mismo que conduce al tipo de violencia primaria. Tal vez sea cierto que el expresionismo de la pintura hace que la palabra se apague10 o acaso la visión haga que el pensamiento quede en suspenso11, pero también tenemos claro que al despertar el sueño tiene que ser construido. Ciria levanta, sin sublimación, el material que servía como suelo, tensa las lonas marcadas por el tiempo, acepta lo circunstancial, salva el abismo del comienzo y, sin embargo, encuentra el borde de otro vacío: hay que desafiar a la mirada sin tener casi nada a lo que agarrarse. En distintos artistas abstractos aparece la idea de que es preciso llegar a la energía primera de la que surgen las formas, a esa ausencia que es un clase de narración12, recordando el sentimiento místico del vacío, en el que se hace positiva la experiencia de la soledad.

Con todo, Ciria no es un nihilista (en el sentido de la encrucijada como desencadenante del resentimiento), sino alguien capaz de añadir a la maltratada piel del mundo otros elementos desconcertantes; efectivamente, su imaginación tiene una cualidad nómada que le lleva al uso constante del collage13 sobre una superficie en la que es esencial la monocromía (mancillada), especialmente en los cuadros verdes recientes que corresponden a la experiencia vital del encinar. «El cuadrado monocromo tiene densidad de significado: su vacío es más una metáfora que una verdad formal -el vacío dejado por el diluvio, el vacío de la página en blanco»14. Consideremos que la introducción del collage en las vanguardias supuso una ruptura del ilusionismo, con la presentación de una nueva y original fuente de interacción entre las expresiones artísticas y la experiencia del mundo cotidiano. Rosalind E. Krauss ha señalado que en Picasso el collage hace que el signo escape a su condición icónica de semblante para emprender el incesante juego de significación, abierto a lo simbólico15. Los retales de cotidianeidad que emplea Ciria funcionan, actualmente, dentro de un patchwork, en el que mantiene una química de materiales, colores y gestos rotos que son el resultado de usar la pintura de forma orgánica, «visceral, incluso con una intensidad descarnada»16. Las combinaciones de materiales, en un bricolage compulsivo, han llevado a este pintor hacia un territorio de múltiples posibilidades en el que encuentra el tono para hacer un manifiesto que es una especie de línea de resistencia contra el camuflaje estético actual. «El astillado y el reciclado paradójico constituido en valor expresivo dentro del material de tantas propuestas expresionistas actuales para la imagen futura, desde el «patchwork» americano a sus intérpretes europeos, han sido sutilmente asimilados -intensionalizados- por Ciria en la compleja geología pictórica de sus obras deslumbrantes»17. Este pintor consigue una textura que es un movimiento intersticial, una deriva a través de lo real en la que un cartón, una lona o un palé pueden ser superficie y motivo plástico. Arrojando la pintura, como en una flagelación, o siguiendo la línea temblorosa, esa emoción que produce un trazo suspendido18, Ciria compone sus emociones de una forma épica.

En sus cuadros recientes Ciria ha fijado, de forma abstracta, las visiones del paisaje de Monfragüe, prestando especial atención al muro rocoso que se contempla nada más entrar al parque. En esas obras se mantiene la poética de la mancha y el salpicado, sobre las lonas de camión. Hay una apropiación del verde del encinar, pero también surge el recuerdo del negro de la pizarra, ese lugar de la disciplina junto al juego. El mismo artista habla de los paseos por los caminos del parque, bajo la bóveda de los árboles y cómo aparecía el misterio de la luz, los reflejos en el suelo, la negación del cielo. Ciria reflexiona, plásticamente, sobre aquella tradición del romanticismo del norte en la que intentó superarse el abismo que surgía con respecto a la Naturaleza, realizando incluso un cierto homenaje a la pintura del monje de Friedrich, en la que aparece encarnado el sentimiento sublime. En la Critica del juicio kantiana lo sublime19 hace intervenir las diversas facultades de modo tal que se opongan en lucha entre sí, «que una arrastre a la otra a su máximo o su límite, pero que la otra reaccione impulsando hacia a una inspiración que no habría ocurrido por sí sola20. Paul de Man señala que la dinámica de lo sublime marca el momento en el que lo infinito es congelado por la materialidad de la piedra, el momento en que no es concebible ningún pathos, ansiedad o simpatía, lo que equivaldría a la pérdida de lo simbólico (el signo no se adecua al significado) como un momento negativo necesario21: el cielo como una bóveda vacía que lo contiene todo, el mar como un espejo ilimitado, pero ambos dispuestos a transformarse en abismos que se lo tragan todo.

Regis Debray ha hablado de una situación estética de post-paisaje, cuando el malestar se ha desplegado en la naturaleza y en la representación. No es, ciertamente, que la voluntad de arte y de paisaje hayan capitulado, «por el contrario, es más fuerte que nunca, a la medida de nuestras nostalgias»22. Aquel lento hacerse paisaje del mundo al que se refiere Rilke supone la materialización de numerosas pérdidas (la temperatura o vulcanología tras los retratos del Renacimiento, la posibilidad de ajustar la pose en una ventana del mundo, la visión el abismo, el estado de entusiasmo), cuando el hombre comenzaba e estar entra las cosas como una más, infinitamente solo23, se ha retirado a una hondura indescriptible, acaso donde peligro y fármaco salvador sean lo mismo. En los paisajes abstractos de Ciria se unen todos los tiempos, desde los reflejos del día hasta la oscuridad absoluta de la noche, en una experiencia introspectiva. Si, por un lado le interesa lo que se ve con los párpados entreabiertos24, por otro asiste al despliegue de las visiones en la «cámara oscura», esto es, en una habitación con las ventanas cerradas, donde aparece proyectado el paisaje. En ese hermetismo surge la idea del infinito pensado infinitamente.

Lo sublime no está más allá o en otro tiempo, sino en esa aparición que es tachadura, en el esfuerzo por conseguir lo visible a pesar de todo, evocando con palabras una ausencia. Este es el placer, la delicia, de que suceda algo en lugar de nada25, ese testimonio de la indeterminación que lleva al despojamiento. La materialidad de lo inefable une a la generación de los expresionistas abstractos con el vigor pictórico de Ciria, confrontado también con la planitud vertiginosa. Recordemos la idea de un vacío activado y pleno que Greenberg asociara a las obras de Newman, Reinhardt o Rothko que, por su parte, consideraba que el impulso determinante del arte moderno fue el de destruir la belleza, encaminándose hasta la vindicación del hombre exaltado26. La pulsionalidad del dibujo de Ciria, ya sea en un gestualismo no referencial o en la representación de una cuna o un triciclo, dota al cuadro de una particular terminación, concentrando la mirada en esos detalles superpuestos a la expansividad cromática. «El dibujo es la vía. Por lo que el abandono de la pintura de paisaje, o del dibujo del cuerpo es catastrófico, pues es entregarse más y más a ese saber de lo parcial y de la superficie -una ceguera- que obnubila a las palabras cuando ya no saben éstas que existe un mundo27. Lo que un tiempo fue suelo activado por encima del cual caminar y dejar huellas accidentales, más tarde, al ser levantado, se convierte en muro, superficie en la que el mundo de los objetos, los paisajes y los afectos pueden reflejarse. Wolfgang Iser señalaba que las estrategias son las estructuras que operan dentro del «repertorio», siendo el repertorio, de modo general, la serie de imágenes que se utilizan en el texto. Las estrategias organizan a la vez el material del texto y las condiciones en las que este material ha de ser comunicado. En última instancia, la función real de las estrategias es desfamiliarizar lo familiar; desde esta concepción se podría hablar, a propósito de Ciria, de una estrategia de la pintura, en la que lo cotidiano queda extrañado (desde la lona utilizada como soporte a la referencia a la infancia que pasa a ser motivo imaginario). Lo inquietante y lo sublime mezclan sus intensidades en este caso, dentro de unos planteamientos creativos que asumen constantemente la complejidad.

Según Derrida, todo poema corre el riesgo de carecer de sentido y no sería nada sin ese riesgo. En verdad, la abstracción puede surgir del miedo, como nuestra cultura tal vez no sea otra cosa que la consumación de un camino hacia la ruina, donde puede surgir la poética del desastre28 que también puede ser deleite en lo accidental: «Dentro de lo abstracto -señala Ciria- todo será abandono, residuo, ceniza»29.

En la pintura antitética de Ciria hay un intento de clausurar de forma definitiva la representación, «pero la clausura de la representación no implica la negación de la composición clásica, y permite además una deconstrucción analítica en pintura de aquello que se nos antoje»30. Se ha hablado de la coherencia arreferencial de la abstracción pura de Ciria como una prolongación de la idea de la pintura como acontecimiento, en el que la superficie es el territorio de la sensaciones31, allí donde queda sedimentada la vida en lo que esta tiene de irrepresentable: la violencia del signo que es huella o tachadura.

Ciria mantiene, desde sus comienzos pictóricos, una especial nostalgia de la infancia, ya sea realizando dibujos que remiten a la experiencia personal de la paternidad (esa mirada llena de ternura que rodea las cosas de su hijo) o, por supuesto, retomando dibujos de aquel tiempo en el que la curiosidad absoluta impedía cerrar los ojos. El mismo artista señaló que, por ejemplo, Apropiaciones (1996) eran pinturas sobre papel realizadas como copias de un viejo cuaderno de notas: «no sé si algunas realmente inventadas o soñadas, ni quiénes pueden ser sus posibles autores, o si son simplemente el recuerdo de la forma de un charco de agua o de un grumo en la pared. Lo que he intentado ha sido capturar dentro de mi memoria aquellas «manchas ajenas» para traducirlas en una propuesta concreta32. Sea en los cuadros monumentales o en los dibujos, en la confrontación con el paisaje o en el hermetismo total, Ciria concibe siempre la pintura como una máscara de la mirada. «Al igual que la máscara, el conjunto de producciones que recogemos con el nombre cómodo, inocente y tan impreciso de «arte»; grafitos, frescos en las paredes, efigies levantadas en los umbrales, etc. Antes de ser amables distracciones de lo que llamamos «cultura», esas superficies pintadas, piedras alzadas, maderas labradas, pigmentos extendidos, fueron máscaras colocadas sobre aquello que el ojo humano podría mirar de frente, la nada de las cosas, la noche de la muerte, artificios aptos para conjurar el espanto o, mejor dicho, para desviar el objeto siempre oculto de ese espanto»33. En esta conjura las marcas, huellas y gestos, hacen que el cuadro metaforice al cuerpo34, incluso cuando el artista asume la intención de paisaje. Sin embargo, no es el espanto lo que transmite la superficie lujosa de la pintura de Ciria, en esos cuadros en los que ha utilizado la luz de forma clásica, indicando direcciones, estableciendo juegos de sombras. Lo que queda en estos paisajes es la sensación poderosa de serenidad, una comunión, por ejemplo, con los reflejos del agua quieta del Tajo, el silencio al caminar entre el verdor de Monfragüe. A veces se detiene y contempla un charco y, en él, la descomposición, la fascinante combinación de colores en ese microuniverso y, de pronto, el suelo le devuelve un reflejo de sus obsesiones. La pintura no es titubeante, al contrario, es una forma de lo bizarro, donde la serialidad es sólo aparente, puesto que lo que persigue es la diferencia, aquello que es digno de elogio. Ciria pugna por una visión devorante, acaso la misma que manifiesta su ludismo en la fotografías del parque sobre las que ha incrustado moldes antiguos para hacer gafas en lo que podría ser un ready-made asistido, un guiño a Duchamp al que se contempla desde la pintura35. Tal vez este ábaco de la mirada nos aparte momentáneamente de un destino, tal y como lo escuchara un ciego, lleno de tristeza, muerte y oscuridad. Queda la posibilidad de aullar, algo intempestivo para hombres de piedra.

«Si tuviera vuestras lenguas y ojos los usaría de forma que haría estallar la bóveda del cielo»

Ignacio Calderón. Galería Athena. Kortrijk

NO HAY TEXTO

Jesús Remón. MEIAC. Badajoz

Texto catálogo exposición en el MEIAC de Badajoz. Madrid, Marzo de 2000.

CIRIA: ARTE NUEVO PARA UN MUSEO

Jesús Remón Peñalver

«También me dijo canciones a la moderna, en puro estilo castellano, pero yo preferí las otras, las en que nuestro idioma ha sido traceado por una raza que, hallándose entre Castilla y la Bética, participa de ambas modalidades étnicas y dice lo que siente con energía poderosa y siente lo que ha dicho con violencia amenazadora».

Ortega Munilla, J., en el Prólogo a El Miajón de los Castúos.

«Habituada a predominar en todo, la masa se siente ofendida en sus «derechos del hombre» por el arte nuevo, que es un arte de privilegio, de nobleza de nervios, de aristocracia instintiva».

Ortega y Gasset, J., La deshumanización del arte e ideas sobre la novela, 1925.

Paisajes abstractos. ¿Es esto Pintura?

Pintura y paisaje componen una asociación clásica. Los pintores se han parado muchas veces a pintar paisajes. Acaso me baste ahora el recuerdo de Vermeer, el gran pintor de Delft. Pintor de paisajes bellos y oscuros, escanciador de ángulos y escenas cargadas de misteriosos acentos y ocultos significados. Entonces, el pintor, el buen pintor de paisajes, era algo que más que un competente fotógrafo, porque -dicen- llegaba a mejorar, a idealizar el modelo. A ese buen pintor se refería, sin dudarlo, Quevedo cuando escribió: «viose más de una vez naturaleza/ de animar lo pintado cudiciosa;/ confesóse invidiosa/ de ti, docto pincel, que la enseñaste,/ en sutil lino estrecho/ cómo hiciera mejor lo que había hecho». Y mal pintor era, por contra, Orbaneja. Lo dice Cervantes: era malo porque cuando le preguntaban qué pintaba, respondía «lo que saliere, y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: este es gallo, porque no pensasen que era zorra». Y ahora nos viene Ciria con paisajes, paisajes abstractos. Nos cuenta, además, que son paisajes extremeños; y que son Pintura y Arte para un museo. Y se supone que tenemos que aplaudirlo. Más aún: estoy seguro de que merecen nuestro aplauso.

¿Son paisajes? Aceptémoslo. Pero, ¿dónde están los árboles, los caminos, los lagos y las nubes? ¿Dónde el Sol o las estrellas? ¿Dónde la lluvia y el viento? Aquí sólo hay manchas, borrones. ¡Y es pintura! ¿Es esto Pintura?

Debe haber alguna explicación que sirva para descubrir ante todos la riqueza de este trabajo. A lo mejor la clave se encuentra en que un paisaje no es sólo un trozo del mundo. Es, más que eso, un estado de ánimo. Tal vez sea ésta la llave para comprender el misterio y lo que Ciria ha querido es reflejar (representar) sus estados de ánimo ante el campo extremeño de Monfragüe. ¿Será esto? Podría ser. No lo sé. Mas no me parece suficiente. Para mí, que soy extremeño con permanente nostalgia de mi tierra, los cuadros de Ciria no me servirán nunca para recordar Extremadura cuando esté lejos. Mi mirada no puede tener la libertad creadora del artista: está necesariamente sujeta a los recuerdos. Yo no veo tanto en verde oscuro esos espacios, ni los recuerdo en el negro de la noche; y no los siento con manchas ni escondrijos. He vivido siempre Extremadura con el rojo de su fuerza franca y noble; sobre el pardo de su campo abierto y de su tolerante aliento; y en la límpida inmensidad de su ternura sin horizonte. Como en castúo cantó Chamizo: » porque semos asina, semos pardos,/ del coló de la tierra, / los nietos de los machos que otros días/ trunfaron en América».

En el paisaje extremeño no se da la verticalidad ascensional del chopo castellano o el campanario. No. En la geometría sentimental del extremeño, a mis ojos, domina siempre la horizontalidad de la energía y la autenticidad, de su sincera delicadeza y de su siempre sobria dignidad. Las pardas y extensas dehesas de Extremadura están salpicadas de encinas y alcornoques, hijos robustos, sabios y sin dobleces de un campo tristemente acostumbrado al dolor de un vivir lleno de miserias. ¿Será ese el verde y el negro de las telas de Ciria? Todas estas impresiones no me las evocan, no podrían nunca evocarlas, al completo, las magníficas piezas de Ciria ni ningún otro cuadro o exposición. Entonces, ¿qué ocurre? ¿Se ha equivocado esta vez Ciria?

El genio crea, el talento conserva. Y yo he escrito y dicho muchas veces que Ciria me parece un pintor genial y, por tanto, nada conservador. Ha tenido, pues, que crear algo. Ha creado algo que, además, lo adelanto ya, es, sin duda, artísticamente valioso. Lo que puede ocurrir es que el camino que hasta ahora he seguido para procurar un diálogo con los lienzos colgados en esta simpar exposición y con el lector de estas líneas no es seguramente el correcto. De otro modo: que para analizar y disfrutar de estas piezas, rotundas, casi definitivas, no basta con tener alguna dosis de mero talento para configurar un modelo racional que sirva para sacarle la sustancia y entenderlas. Hace falta, sin duda, algo más.

Me parece que esto de la insuficiencia de los tradicionales modelos de razonamiento y análisis, anclados en perspectivas funcionales o de escuela, para acercarse a la pintura de Ciria puede aplicarse a cualquier intento de aproximación al Arte nuevo, al mejor Arte de nuestro tiempo. En la evolución del Arte se ha querido ver que se comenzó por lo necesario: el arte funcional, al servicio de un afán religioso o político. Para continuar persiguiendo lo bello: la rosa es «sin porqué», escribirá Goethe; y Unamuno, diferente, clamará contra el Arte por el Arte, repudiará a los esteticistas porque la belleza «cuya contemplación no nos hace mejores, no es tal belleza». Sobre blancos o negros, la verdad es que el debate podía servirse de unas ciertas reglas fijas, estables, aceptadas.

Durante mucho tiempo, la misión de representar la realidad o una visión metafísica, onírica, áspera o melancólica de la realidad, suministraba una pauta para entender o comprender la Pintura. Con esa pauta podía erigirse un canon que, con pretensiones de objetividad, daba y quitaba palmas y capirotes. Esta forma de aproximarse a la Pintura dejó de servir, creo, hace tiempo. Y esta añadida dificultad o desconcierto de este tiempo, nacida del cambio de posición de la Pintura en nuestro mundo, es lo que vengo intentando poner de manifiesto en este texto. Nada nuevo, claro está.

La Pintura no va ya en busca del mundo real. No persigue la realidad. Más bien se podría decir que la ignora. La Pintura no sirve a fines políticos ni religiosos. No quiere cargar ya con responsabilidades eternas ni legitimadoras. Al contrario, tiende a alejarse del «establishment». De la misma forma que alguien vio al ciprés como el espectro de una llama muerta, la Pintura sólo puede ser hoy el rescoldo de Velázquez. Para conseguir frustrarse siguiendo al pintor sevillano basta con tener talento. Pero el genio no puede limitarse a conservar con talento las glorias del pasado. Tiene que ser un creador radical y esta pretensión, en la Pintura, exige, necesita matar a Velázquez. En esto consiste para mí el incalculable valor del Arte nuevo y ahí encuentra, precisamente, su destino esencial.

Lejos de servir para algo, distanciada de las figuras y pasiones humanas (deshumanización del arte), la Pintura, la Pintura de Ciria, es un escenario de libertad y un espacio agitador de conciencias tranquilas y mentes satisfechas de sí mismas. ¿Qué más da entonces que represente o no alguna cosa? Su grandeza está alejada de lo cotidianamente real porque recrea otra realidad distinta, vinculada a sueños y esperanzas, que regala el ímpetu necesario para mirar e imaginar viajes infinitos sobre las movedizas corrientes de la historia. Y Ciria ha sabido, además, alejarse del único enemigo que acecha al arte pictórico: el mercado. Olvidada esta cadena, como ocurre en esta genial exposición, las telas que hoy acogen las paredes del M.E.I.A.C. son Pintura, Arte para un museo; confianza en la libertad del individuo que merece ser transportada al futuro.

Josep Towerdawn. Galería Salvador Díaz. Madrid

Texto catálogo exposición Quis custodiet ipsos custodes. Galería Salvador Díaz. Madrid, Septiembre 2000.

PLÁSTICA Y SEMÁNTICA. CONVERSACIÓN CON JOSÉ MANUEL CIRIA

Joseph Towerdawn

José Manuel Ciria: […] La intención de los textos que he ido escribiendo durante estos años no tienen solamente una intención crítica, no busco deliberadamente la descalificación, de forma genérica, de una serie de propuestas que, en algunos casos concretos me interesan profundamente; sino que intento organizar una serie de ideas defendiendo mis presupuestos, sin renunciar por ello a la ironía, a la visión lúdica, o como simple laboratorio ideológico. En los textos juego con diversos conceptos realizando una especie de collage en el que se incluyen constantes contradicciones, mezclas, apropiaciones, etc. Reconozco que, en un plano menos superficial, mantengo una postura bastante clara en lo que se refiere al campo teórico y a la conceptualización del trabajo, y en como esa teoría afecta a mi pintura, cómo compatibilizarla o fundirla, y a partir de ahí profundizar.

Joseph Towerdawn: Es difícil obtener conclusiones claras, sin embargo, sí puedo interpretar que tu pintura y tu pensamiento mantienen una postura, habitualmente, más inquisidora que aseverativa, llena de sugerencias y contrastes. Quizá sea en estos últimos tiempos cuando el discurso se vuelve más rico, pero también más farragoso, menos claro si cabe, en donde comienzas a incorporar una serie de conceptos, en algunos casos ya vistos, sobre la configuración del lenguaje y la teoría interpretativa.

JMC.: No es esa mi intención. En cualquier caso, me cuesta bastante trasladar lo que pienso a un texto escrito. Mi cabeza va en varias direcciones simultáneamente, y creo que esta situación se ve muy bien en mi pintura, al menos bastante gente lo ha observado. Cuando escribo no puedo escapar de mi propia forma de pensar, por tanto, intento plasmar diferentes ideas y conceptos dentro de un sólo párrafo o de una única frase. El resultado de estas exploraciones me resulta interesante. En cuanto a la aproximación de lo que denominas teoría interpretativa, a nivel personal mantengo un ideario bastante preciso. Los temas que se debaten hoy en la teoría interpretativa son los de siempre, por supuesto van evolucionando, pero básicamente pueden reducirse a una serie de cuestiones concretas, sobre lo que entendemos como comportamiento del lenguaje. Sabemos que no es de hoy la ambición o el interés por conjuntar un formulario que aglutine plástica y semántica, es decir, intentar otorgar a los objetos artísticos un significado al igual que si se trataran de palabras dentro de un discurso. Sin embargo, las presuposiciones que se barajan siempre se definen bajo dos epígrafes o apartados: como una relación entre las diferentes obras, lo que correspondería a la implicación, la sinonimia, etc.; o como una propiedad en la creencia del artista cuando introduce una intención conceptual dentro de su obra. El conflicto surge cuando abordamos un concepto, llamémosle formal, de presuposición, que considera el fundamento de las obras en abstracto, con independencia de sus características, y la presuposición como un hecho relacionado con lo que está en la mente del artista, su intención, su comprensión del mundo y de la situación en que se encuentra en el momento de realizar la obra.

JT.: Claro, pero en dos campos tan dispares el problema siempre ha resultado de la dificultad de generar un equilibrio o traducción real de los conceptos, siendo un propósito normalmente inalcanzable y donde solamente podemos acercarnos a una aproximación o una comparación forzada de sus similitudes. ¿Crees que existe la posibilidad de un autentico significado derivado de las propiedades formales de los objetos artísticos?

JMC.: Por supuesto que no, pero podemos obtener un flirteo interdisciplinar que otorgue visos de autenticidad y permita una muy interesante reflexión. La pintura es un tipo de lenguaje inasimilable desde la semántica, y menos si las comparaciones se hacen con un mínimo de rigor. No puede sostenerse la posibilidad de un significado como el que tu reclamas, si éste se adhiere a una teoría de la presuposición basada, por ejemplo, en un artista sin una clarísima intención conceptual, es casi como comparar a la persona que utiliza la lengua para expresarse con el lingüista, porque si las presunciones relativas a lo que cree el artista han de considerarse parte de la posible interpretación semántica de las obras, entonces parece que el significado de las mismas debe establecerse en términos de artista-espectador, y no en términos de la relación entre la intención o el mensaje y los medios utilizados con respecto al propio objeto. Y si eso fuera así, habría que renunciar a la clásica afirmación en la que el significado de una obra está en función del significado que otorgamos a las diferentes partes que la constituyen, o a la obtención de dicho significado por medio de la relación de dicha obra con sus compañeras.

JT.: Es posible llegar a esa conclusión suponiendo, como es lógico, que las presuposiciones aglutinadas en una obra determinada varían de acuerdo con las lecturas de los diferentes espectadores y la «verdadera» intención del artista; o lo que es lo mismo, si ninguna obra tiene un único conjunto de presuposiciones que desembocan en que cualquier obra puede analizarse con tantos conjuntos de presuposiciones como contextos posibles, no existiendo ninguna manera regular y predecible de asignar un significado, ni siquiera un abanico de posibles significados.

JMC.: No obstante, el significado no unido a significación se puede instrumentalizar individualmente por otras vías, que es lo que yo persigo, no una traducción literal de intención-lectura. El significado se convierte en un magma incierto fuera del plano visual, en el que la obra pictórica propone una pauta de comportamiento y análisis, pero no ofrece un mensaje concreto, provocando un plano endogámico no dimensional en el que podemos navegar hacia intereses o espacios concretos, o simplemente dejarnos llevar a la deriva como mera experimentación. Puro concepto sacado de la pintura, que es incapaz de regresar a ella. El significado tradicionalmente deviene completamente contextual y no puede determinarse con independencia de quien crea un objeto artístico en una situación concreta. Alcanzada esta conclusión, otras se agolpan de inmediato.

JT.: Veo una clara relación entre lo que me estas comentando y el texto que incluiste en el catálogo de la exposición de Estrasburgo, aunque aquel ensayo tenía una evidente vocación de palimpsesto donde mezclabas diferentes cosas con una base fija centrada, creo recordar, sobre las compartimentaciones. Principalmente, seguías una serie de aproximaciones semánticas organizadas de forma subjetiva, en donde quizá destacaba aquello que mencionabas de la dimensión significativa situada fuera del terreno de la iconicidad y el plano visual, otorgando una sublimación conceptual y una clausura de la representación que se recomponía únicamente al escuchar entera la frase, es decir, al tener la posibilidad hipotética de observar simultáneamente todas las obras que conforman el supuesto discurso, o una obra representativa de cada posible serie.

JMC.: Básicamente estoy diciendo lo mismo, o ampliando lo que allí dije, aunque ese texto contiene muchas observaciones concretas, incluso conclusiones empíricas absolutamente demostrables. No evita, a propósito, la propuesta de juego por medio de contradicciones y un deseado planteamiento irónico. No, a lo que me refiero es a que un análisis del significado, llega al planteamiento que toda obra tiene un número indeterminado de representaciones significativas, a su vez, indeterminables. El significado tampoco podrá determinarse con independencia de la intención del artista y de la situación en la que se expresa. Por tanto, la consecuencia inmediata de esto es que la propia pugna interpretativa de las obras nunca será predictiva, careciendo de fundamento muchas conclusiones a las que estamos habituados por parte del adulteramiento interpretativo propuesto desde los ensayos de presentación, revistas especializadas y páginas culturales, sino simplemente como una especie de laboratorio de hipótesis e ideas, situadas en un territorio que llevo tiempo intentando definir y que denomino espacio preconceptual. En muchísimas propuestas conceptuales, instalaciones, multimedia, etc., llegamos a confrontar que, una vez alcanzado el entendimiento de estas premisas, se empieza a bajar por el camino antiformalista, donde ya no hay forma de frenarse. Si se eliminan las conexiones entre las características observables y la especificación del significado, me refiero a nivel teórico, se elimina también cualquier cosa que se tenga por independiente del contexto; la implicación, la contradicción, la carga ideológica e intencional, la misma gramaticalidad, devienen tan variables y contingentes como la presuposición, lejos, por tanto, de toda posibilidad de configurarse como fundamentada teoría semántica. Lejos, por negación, de una autentica conceptualización de la obra y muy próxima, habitualmente, a la mera ocurrencia o esperpento sin sentido estricto ni base de sustentación, servible únicamente como experimento o propuesta puramente plástica sin mayor trascendencia. Escapar del plano bidimensional es tarea difícil, que muy pocos acometen con ingenio, con un mínimo de cabeza.

JT.: Bueno, esto empieza a resultar complejo. Creo que comienzas a barajar indiscriminadamente ideas que no tienen mucha relación entre sí, abogando por una defensa de la pintura. ¿No has escrito en alguna parte, que a la pintura no hace falta defenderla?

JMC.: Si. A la pintura no hace falta defenderla…, simplemente trato de evidenciar la multiplicidad de estratos que se dan cita en mi trabajo. Desde una conceptualización básica, por medio del diseño de la composición pictórica, que renuncia en un determinado sentido a aquella pintura puramente gestual o accidental, transmisora de estados anímicos, hasta… Mi pintura, no tiene nada que ver con lo que tradicionalmente entendemos por abstracción, aunque formalmente no se diferencie de ella. Intento provocar una mirada más profunda.

JT.: Hazme un favor, podemos intentar aglutinar o resumir nuestra conversación brevemente de una forma más accesible para el posible lector. Ha quedado claro que un concepto de presuposición, y consecuentemente de significado relativo al artista impide el cumplimiento de una serie de condiciones, por cuanto la variabilidad de artistas y la dificultad de determinar lo que hay en sus mentes, aún en la hipótesis imposible de realizar obras idénticas, impidiendo, a su vez, la generalización y haciendo que cada situación y obra sean únicas.

JMC.: No llegamos a esa conclusión porque se pruebe que la presuposición relativa al artista tenga debilidades, o su relación con el significado unido o no a significación no esté clara, sino porque seguir esa línea de pensamiento daría al traste con todo el esquema teórico. Pero entiéndeme bien, no estoy criticando unos argumentos que parecen estar estigmatizados dentro de los diferentes discursos referidos a la plástica. Es que no tenemos elección, si por elección se entiende juicio alcanzado con independencia de predisposiciones o prejuicios. Sin embargo, son justamente esas predisposiciones y prejuicios, esas presunciones relacionadas con lo que debe ser la teoría del arte adherida a la significación, las que impregnan nuestro juicio. Lo que intento afirmar se apoya en la tesis de que el significado de un objeto artístico cualquiera, no esta en función del significado de sus partes constituyentes, ni de su relación con otros trabajos del mismo artista, ni, por supuesto, en aquellas obras que carecen de un planteamiento cristalino de lo que quieren expresar, sino con el total de una producción o, al menos, de un lapso lo suficientemente abultado, donde la intención sea rigurosa y donde, por supuesto, convoquemos una plataforma o estructura en ese sentido. Dicho de otra manera: el significado no puede calcularse formalmente. No hay nada semejante a un significado literal, si por significado uno entiende una concepción clara, transparente, sin que importe el contexto ni lo que hay en la mente del artista o del espectador, un significado que puede servir de límite a la interpretación por ser anterior a esta, un significado fuera de significación. La interpretación no existe sin la obra y jamas produce frutos, exceptuando los puramente analíticos. ¿No te parece que, el significado profundo y la carga conceptual que pueda encerrar un trabajo es propiedad exclusiva del artista, y que toda interpretación deberá estar compaginada e inmersa dentro de esta premisa; y el resto, por muy interesante y agudo que resulte será pura superficialidad?

JT.: En una ocasión afirmabas que en la pintura, abstracta supongo, todo seria abandono, residuo y ceniza. ¿Qué idea encierra esta afirmación?

JMC.: Bueno, esa cuestión estaba relacionada directamente con resultados plásticos y tiene escasa relación con lo que venimos comentando. En aquel texto, redactado en Roma, jugaba a vaciar de contenido a las palabras a la hora de aproximarse a la interpretación de la pintura. Se parece a lo que venimos diciendo pero no es exactamente lo mismo. Si quieres, hablamos de ello.

JT.: No, quizá prefiero ahondar en el planteamiento que venimos hilvanando. Has comentado en el texto Espacio y luz, que te interesa o buscas una serie de unidades que muestren la significación de un trabajo o una serie, o lo que mencionas de la visión de toda la obra simultáneamente. ¿A qué te refieres?

JMC.: Primero quisiera, por si no he sido capaz de explicarme, que por significado, atiendo a dos acepciones o modelos yuxtapuestos pero independientes en cuanto al sentido o comprensión de la palabra. Por un lado, tenemos el uso clásico del término, es decir, lo que se significa de alguna manera, o el complejo significativo que se asocia con las diversas combinaciones de significantes lingüísticos, o bien, la significación en tanto que sentido. Lo que propongo son otros parámetros para vincular la relación entre significado, significante y significación. En esta orientación, no hablo en ningún momento bajo la interpretación que podemos encontrar en el diccionario, sino en la idea de significado independiente de toda significación, al utilizar como significantes conceptos que se generan únicamente en el pensamiento, y que carecen de una posible representación, si esta no se da, como características, en el plano analítico y experimental del ideario mental que sujeta a la obra plástica, acompañando las variaciones o modificaciones que deseemos observar dentro del propio plano pictórico, con respecto a obras concretas o determinadas series. En aquel texto lo que hacia era combinar ambas acepciones, produciendo una clara ruptura y contradicción. Por un lado, abogaba por la búsqueda clásica de una serie de unidades distintivas/significativas atendiendo al tipo de significantes externos que pueden convocarse o formularse en una representación: pictóricos, objetuales o de imagen, con sus respectivos desarrollos, configurando algo parecido a un alfabeto plástico mediante su repetición, variación y combinatoria, y atendiendo, como es lógico, a la capacidad de modificar sus posibilidades y significados, y llegar a lo que denominaba descripción plástica. Pero, por otro lado, defendía la postura de intentar abarcar una concepción fuera de la interpretación iconográfica, que aplicase su propio sistema de lectura, jugando con una perspectiva superior en cuanto a la codificación de la imagen, inventando, si fuera posible, un análisis significativo fuera del terreno de la iconicidad, que permitiera canalizar una serie de estructuras y asociaciones significantes endógenas y deconstructivas.

JT.: Con lo que comentas, me viene a la cabeza la contraposición de un modelo formalista y uno antiformalista…

JMC.: ¿Quién decía que la destrucción del formalismo acarrea la ruina de todas las demás doctrinas liberales del juicio? Para mi, ambas posturas son absolutamente formalistas. Hablan de cosas próximas aunque estas sean divergentes, o al menos vistas desde una perspectiva distinta. También está claro que existe una intención por llegar un poco más allá de la norma, norma que habitualmente todos los artistas intentamos esquivar en nuestra obra y pensamiento. Creo que esa es la lección de la historia, por lo menos en lo que se refiere al arte del siglo XX, aunque la verdad es siempre contingente y nos dejamos cercar por el relativismo dictado desde las estructuras culturales y una visión historicista unidimensional, estando ahora de moda, por ejemplo, el concepto de globalización. No es una cuestión de contraposición, ni que postule que la identificación de la intención con el significado excluya la posibilidad de objetivar la interpretación. Se supone, que cuando el significado está integrado en los objetos artísticos -y es un modelo o situación formal- se puede establecer un método para desentrañarlo; pero cuando el significado es algo que se relaciona con lo que tiene en mente un artista en una situación particular, sólo se puede determinar si se transcienden las obras hasta las circunstancias intencionales de su producción, que es donde adquieren relevancia. Solamente cuando se llega a una dicotomía o a un territorio conceptual inexplorado, se hace necesaria la discusión sobre el propósito o la intención para determinar lo que la obra expresa o significa, y es aquí donde se abandona el formalismo. Normalmente pensamos en una teoría en la cual el significado es el efecto de haber reconocido la intención del otro (el artista), pero volvemos al mismo punto, se llega al significado por medio de unas circunstancias que hagan patentes las intenciones apropiadas, es decir, que todas las obras tienen un número indeterminado de representaciones significativas. Para mi, esta es la gran frustración del arte conceptual en general, en el que independientemente de la necesaria explicación y antífrasis, pocas veces encontramos la evidencia, resulta el producto de un momento del trabajo interpretativo en una situación dada, y dicho trabajo no estará determinado por el significado que tienen las propias obras. En el texto para el catálogo de la exposición Espacio y luz, abordaba superficialmente estos conflictos, y aunque mi discurso mezclaba muchos conceptos, mi verdadera intención era versar sobre las series de trabajos geométricos presentados en Estrasburgo, referidos a las compartimentaciones.

JT.: Lo que me llamaba la atención de aquel texto, y de otros que he leído posteriormente es la apariencia de múltiples caminos divergentes encerrados en sus páginas. Son textos salpicados de cierta acidez crítica, que necesitan de diversas lecturas, en los que sorprendentemente cada día encuentras algo nuevo […]. Provocación: Una obra significa lo que su autor pretende, o el arte es arte y no significa nada. (Con mi profundo agradecimiento a Jesús Remón y a Estanislao Pez).

Julio Cesar Abad. Galería Bores & Mallo. Cáceres

Catálogo exposición “Glosa Líquida” Galería Bores & Mallo, Cáceres. Noviembre 2000.

LA FORJA DE LO INFORME.
PALABRAS DE AGRADECIMIENTO POR LA PINTURA DE JOSÉ MANUEL CIRIA.

Julio César Abad Vidal.

Todo comenzó como la febril y trágica caída de Fernando Vidal tras su obsesión por los ciegos. Como él, azarosa o cifradamente, el súbito encuentro de algo que se abría paso, aturdiéndonos, nos condujo a una afanosa tarea de búsqueda. Y de pérdida. La causa, la culpa, fue de La parábola de los ciegos, óleo y grafito sobre lona plástica, 150 por 130 centímetros, 1997. A menudo nos escandaliza que estos datos policiales sirvan para documentar, i.e. definir, obras como a la que ahora nos referimos.

Abrimos estas páginas dedicadas a la pintura de José Manuel Ciria aludiendo a la tercera parte, el “Informe sobre ciegos”, redactado en la ficción por el fáustico Fernando Vidal, de la segunda de las novelas –y en nuestra opinión, una de las más desoladoras, insignes y reveladoras manifestaciones del siglo XX- publicadas por Ernesto Sábato (Rojas, Buenos Aires, 1911), Sobre héroes y tumbas, cuya primera edición data de 1961, y por tanto gestada al tiempo que quien aquí nos ocupa.

El topos del poeta y del pintor es el vértigo, el abismo, el eclipse, la desmedida y el exceso. Sábato, escritor preclaro y demoledor, en su ensayo El escritor y sus fantasmas (1967), define al creador como un hombre que en algo “perfectamente” conocido encuentra aspectos desconocidos. Pero, sobre todo, es un exagerado1. Del mismo modo y, aun escribiendo sobre la figura del escritor –mas otro tanto podría predicarse de los pintores verdaderos- dice: Los hombres escriben ficciones porque están encarnados, porque son imperfectos. Un Dios no escribe novelas2. Otro poeta endemoniadamente humano, otro poeta del ansia y del exceso, William Blake, nos dejó en uno de sus más celebres libros, The Marriage of Heaven and Hell, a modo de manifiesto, las siguientes declaraciones: The cistern contains: the fountain overflows3 o, The road of excess leads to the palace of wsidom.4 Asimismo, se pronunció en torno al deseo: He who desires but acts not, breeds pestilence5 o, Sooner murder an infant in its cradle than nurse unacted desires.6

José Manuel Ciria, nacido en la ciudad inglesa de Manchester en 1960 es, en nuestra humilde y sincera opinión, uno de los más poderosos pintores en activo. Osado y magnífico, Ciria se aferra a la pintura para expresar su peculiar e inspiradísima cosmología personal. Pintor, ahora, en momentos como estos, en los que apocalípticos, agoreros, o sencillamente superficiales árbitros del gusto proclaman sin miramientos la muerte de la pintura.

A través de estas páginas pretendemos ofrecer una introducción a la fabulosa y audaz obra de quien creemos nos proporciona aún un hálito de esperanza para con la práctica pictórica y artística en la más encarnada de sus acepciones.

Podríamos comenzar por acotar las líneas maestras del lenguaje estético de Ciria. Sirvan para ello estas someras y apresuradas categorías: pintura, abstracta, líricamente automática, arreferencial y, de reducido espectro cromático. A.D.A. (Abstracción Deconstructiva Automática, en palabras acuñadas por el propio creador.) García-Berrio y Replinger han definido así, por su parte, la pintura de Ciria: modalidad de automatismo radical con base sicológica surrealista y modelo deconstructivo de la imagen7. Sin embargo, es el mismo pintor quien, con sus escritos, nos permite profundizar más certeramente en su pensamiento estético.

José Manuel Ciria ha contribuido con diversos textos a los catálogos publicados con motivo de sus sucesivas exposiciones. En estos escritos, al tiempo de introducir al lector / espectador en las obras recogidas en la publicación concreta, el autor intercala con sutil ironía su particular defensa de la pintura. Asimismo, ha ido ofreciendo un lúcido sistema ordenador de su pensamiento estético. No nos detendremos aquí, por innecesario, en estudiar lo que Ciria ha denominado los Cinco Puntales del doctrinario artístico8: conocimiento histórico, asimilación de la tradición, intento constante de renovación, experiencia personal y, finalmente, la propia práctica artística personal.

En cambio, más críptica en apariencia resulta su identificación de las Cinco Áreas Vertebrales de su pintura. Éstas son: los niveles históricos, los registros iconográficos, la organización de los iconos en el plano pictórico, el azar controlado y, por último, la combinatoria. En primer lugar, el área de los niveles históricos constituye el proceso de selección del soporte sobre el que se realizará la obra, así como el análisis de las posibilidades de éste. Esta primera área vertebral se subdivide, a su vez, y de acuerdo a su naturtaleza, en tres campos: el soporte puro, el provocado y finalmente, el encontrado. Ciria establece a continuación el área de los registros iconográficos, es decir, el modo en que se incorpora la imagen o iconicidad sobre el soporte físico previamente elegido, ya sea mediante pintura, collage, etc. De nuevo hallamos en esta área tres distintas posibilidades: que la iconicidad pictórica que se incorpore sobre el soporte sea directa, que se empleen imágenes preexistentes o que, incluso, se incorporen objetos encontrados a la obra. La tercera de las áreas consiste en la disposición de esa misma iconicidad en el plano pictórico u organización de los iconos en el plano pictórico, lo que Ciria asimsimo ha denominado compartimentaciones9, clave de la bóveda del pensamiento estético del pintor, siendo ésta sensiblemente más compleja. A su vez, Ciria ha establecido seis posibilidades para la disposición organizativa de la iconicidad; en primer lugar, la composición no compartimentada del fondo, (3.a: composición acompartimentada10); es decir, la obra realizada sobre un soporte o plano pictórico que no se halla adulterado (cortado) en modo alguno. La segunda categoría corresponde a un plano pictórico no uniforme, (3.b: color apoyado sobre estructuras o compartimentaciones geométricas dibujadas, variación color y tema11), que se halla interrumpido por la disposición de líneas dibujadas que irrumpen sobre el que se antojaba libre desarrollo de la iconicidad. En la tercera de estas compartimentaciones, (3.c: color apoyado sobre estructuras o compartimentaciones geométricas construidas, variación color y tema12), el soporte muestra, del mismo modo, una trama geométrica, pero en esta ocasión no se halla dibujada, sino que se encuentra construida, constituida por planos pictóricos distintos que evidencian al exterior su heterogeneidad por la diversidad de sus colores y texturas. En lo referente a la disposición de la iconicidad cabe decir lo mismo que en el apartado 3.b; es decir, que su desarrollo se ve coartado por la irrupción de la geometría. La cuarta posibilidad de sus compartimentaciones (3.d: color superpuesto a estructuras o compartimentaciones geométricas construidas, apoyado sobre compartimentaciones dibujadas, variación color y tema13) muestra la no correspondencia de los límites de los diversos planos del soporte con las líneas geométricas trazadas por el pintor. El quinto grupo (3.e: composición acompartimentada manipulada con color apoyado sobre estructuras o compartimentaciones geométricas construidas, variación color y tema14) se caracteriza por tratarse de composiciones por entero construidas, siguiendo la organización de los múltiples planos pictóricos un dispositivo modular. Y, finalmente, en la última de las comportimentaciones, (3.f: color superpuesto a compartimentaciones geométricas construidas15), hallamos de nuevo el desarrollo libre de la iconicidad, mas sobre la subdivisión geométrica del soporte, de acuerdo a las posibilidades anteriormente estudiadas.

Asimismo, podríamos señalar una nueva categoría o compartimentación que irrumpe en los últimos trabajos del pintor16, por la que estructuras regulares de aluminio, dispuestas longitudinalmente atraviesan el soporte, ya sea compartimentado o no, para encerrar o encadenar objetos encontrados y seleccionados, como una zapatilla, la bolsa de plástico identiicativa de un centro comercial, o muñecos de peluche.

La cuarta de las áreas vertebrales del pensamiento estético de Ciria corresponde a las técnicas de azar controlado que vinculan al pintor con las investigaciones emprendidas por Hugo, Domínguez, Ernst, et al. en torno al automatismo físico y psíquico, que en su obra se manifiesta en la imposibilidad de controlar el resultado definitivo de su pintura por su exploración de mezclas imposibles: soporte plástico, pigmentos oleaginosos, agua y componentes ácidos. Pese a ser una constante en la producción del pintor, el análisis de uno de sus trabajos nos permite representar de modo ejemplar el compromiso de Ciria con su incestigación en torno al azar; nos referimos concretamente a su serie –Ciria siempre ha gustado del término familia- Elogio a la diferencia. Toma el pintor, en este caso, como punto de partida para su experimentación de una pintura realizada a mediados de 1997 y presentada en su exposición New Works 1997 en la galería Hugo de Pagano en Nueva York, Brother of the red stool (Hermano de la banqueta roja), óleo, sintético y grafito sobre lona plástica, 200 por 200 centímetros. Sobre ésta escribió el pintor: Aquella composición me resultaba atractiva y perfecta, pero no podía evitar sentir una extraña insatisfacción, no conseguía resloverla17. Ciria, movido por la necesidad de reprimir su frustración, decide entonces adoptar un soporte similar al de la obra original sobre el que dispondrá la repetición de sus gestos y sus trazos. Y lo hará no en una ocasión, sino en dos, siendo sus resultados: Hermano de la banqueta roja. (Elogio a la diferencia) segunda y tercera versión; tomando, como es obvio, por primera versión el original expuesto en Nueva York. El soporte y el gesto se repiten, como hemos señalado y, sin embargo, la apariencia de las obras es desigual, es diferente. La variación, o diferencia que se presenta al espectador atento ha sido obrada por el azar. Soy capaz de dominar la composición, pero el resultado es siempre una sorpresa y las texturas y detalles surgen aleatoriamente sin que consiga ni pretenda dominar el caos18, ha dicho Ciria, quien se muestra al tiempo anfitrión e inesperado huésped del azar y del caos, suspendiéndose o integrándose voluntariamente (cualquier intento de oponerse a él es yermo y estéril, por otra parte) en el críptico e imposible mecanismo que dirige o desgobierna el universo.

Finalmente, la quinta área, la combinatoria, no constituye sino el estudio de los cuatro elementos anteriores para establecer, identificar y producir todas las combinaciones posibles.

Sin embargo, que José Manuel Ciria dirija con encono sus esfuerzos a una revitalización del lenguaje pictórico, no debe hacernos obviar su cuestionamiento de las posibilidades que ofrecen otras formas de comunicación, tanto literarias como artísticas; y decimos posibilidades ya que Ciria plantea sus investigaciones en torno a la práctica escultórica y de instalaciones como una suerte de proyectos nacidos para no ser desarrollados hasta su realización objetual definitiva, siendo su destino las cuartillas de un cuaderno o la eventual publicación facsimilar como documentación auxiliar en sus catálogos. Precisamente dos, hasta la fecha, han sido los volúmenes, que con ocasión de sendas exposiciones, ambas en el año 2000, han reproducido este tipo de dibujos, esquemas y apuntes: Espace et Lumière, presentada en la galería Artim de Estrasburgo, así como Quis custodiet ipsos custodet, para su última muestra en la madrileña sala Salvador Díaz, sin lugar a dudas, su más cómplice sala de opercaiones en el país.

Para ofrecer una idea de sus proyectos de instalaciones, aboradremos su Conservación sobre pintura y su Conversación en pintura. En el primero de los casos, Ciria propone disponer una gran pintura cuadrada de cinco metros de lado sobre el suelo y, sobre ésta, colocar un cristal transparente y grueso. A su vez, sobre la pintura, habría de colocar dos sillas, que irían siendo ocupadas por sucesivas personas que se pronunciarían sobre diversos temas, rodeados por cuatro o cinco momitores y cámaras de vídeo. Paralelamente, Conversación en pintura, requeriría de dos invitados que dialogaran sentados sobre sendas sillas. Al tiempo, unas mangueras dispuestas sobre las cabezas de los interlocutores, manarían pintura durante su encuentro, todo bajo la atenta mirada de diversos actores que habrían de acercarse a la pareja sentada, desde un sacerdote hasta una mujer mostrando sus pechos, todos ellos con actitudes obscenas. Este singular díptico, que jamás será materializado voluntariamente por Ciria, nace con la irónica premisa de pronunciar su convicción en torno a que no hace falta defender la pintura, como el propio autor escribe y rotula en una de las cuartillas.

En otros proyectos, Ciria juega con las posibilidades matéricas y de presentación al espectador de la pintura, al tiempo que reflexiona acerca del sentido de la vista y de la construcción mental de la visión. Ejemplos de esta reflexión emprendida por el autor son sus proyectos de colgar sobre la pared del espacio expositivo un lienzo de una de sus esquinas, sin bastidor alguno que lo soporte; o presentar en una pared la reconstrucción minuciosa de una habitación con la peculiaridad de tomar el muro como suelo de la sala reproducida para adoptar la visión del espacio desde arriba y, por ende, alcanzar así, el punto de vista de Dios.

Finalizando nuestros ejemplos, Remirando Mnemosyne contesta o complementa su proyecto pictórico Mnemosyne, ciclo de pinturas que estudiaremos en páginas sucesivas. En Remirando Mnemosyne, posterior en más de un lustro a la serie que rememora, un bastidor que encierra un plástico fotosensible se interpone entre el espectador y una pintura dispuesta sobre la pared. Haciendo de otro modo imposible la percepción del lienzo o lona plástica, el sujeto interesado por conocer la pintura, se vería obligado a mirar a través de la pantalla que, siendo sensible a la luz, se irá oscureciendo hasta el extremo de, por su ulterior opacidad, impedir la contemplación del cuadro. Si en Mnemosyne la luz y el paso del tiempo deterioraban y detenían finalmente la existencia misma de la pintura, aquí es el mecanismo de la percepción el que se desvanece hasta extinguirse. La obra pues, sigue existiendo, mas nos condena a no poder tomar ante ella posición alguna de existencia a voluntad. Extraordinaria respuesta, nos parece, la que ofrece Ciria a la apocalíptica tesis de Benjamin en torno a la tristeza por pérdida del aura de la obra de arte, que Ciria devuelve especularmente con la tristeza de perder la capacidad de percepción de la obra de arte. Y motivo de regocijo para los que aún mantenemos la esperanza en las posibilidades emotivas e inteletuales de la pintura.

Dos serán los epígrafes bajo los que, en lo sucesivo, abordaremos la obra de nuestro pintor; en el primero de ellos, al que hemos denominado, castración y violación, trataremos la pugna que se establece en la pintura de José Manuel Ciria entre orden y caos, geometría y mancha; y, en segundo lugar, el apartado que hemos llamado de memoria y paradoja, versará en torno a la omnipresente y lúcida reflexión del autor por la memoria y el transcurso del tiempo. Y aun a pesar de haber presentado ambas ideas como compartimentos estancos, a lo largo de estas páginas, una y otra se mostrarán inexorablemente, naturalmente (de acuerdo a su naturaleza) relacionadas, como vasos comunicantes, siéndonos imposible limitar el espacio quee ambas células vertebradoras ocupan en el penasamiento y la creación artística de Ciria.

CASTRACIÓN Y VIOLACIÓN.

Acaso el personal lenguaje de Ciria se muestre con mayor evidencia en la relación que se establece en sus obras entre geometría y mancha –nos gusta, particularmente, por su carácter ancestral, así como por sus connotaciones teológicas, el término mácula-. Este combate, que ya irrumpió en los comienzos mismos de su actividad artística, se impone con virulencia y paroxismo en su obra de madurez. Mas, si en sus primeras obras, la geometría se imponía entre la superficie pictórica y su entorno, en los últimos años se instaura en fondo, fondo que será violado por la ulterior disposición sobre el plano de trazos libérrimos, automáticos y profundamente expresivos. Entendemos por geometría: orden, sistema, rigor y artificioso auxilio de la pintura desde la implantación de la perspectiva monofocal que tuvo lugar en el Quattrocento. Las manchas de Ciria, en cambio, nos parecen manifestaciones de pulsión, de ansia, del caos, en suma. Éstas, jamás regulares, de colores nunca puros, franquean los trazos geométricos como si fueran conscientes de que la naturaleza misma de toda regla es la de ser susceptible de ser violada.

Las manchas, en palabras del propio Ciria: improntas y maculaturas intencionadas o azarosas de los niveles pictóricos19; informes y, que sugieren desgaste, descomposición, violencia, erigiéndose en protagonista sígnico de su peculiar léxico, no sirven al pintor como punto de partida para desarrollar su inventio, sino que, por el contrario, significan el triunfo de su realización definitiva; gesto premeditado y deliberadamente explotado por el autor que, empero, se nos muestra orgánico, potentísimo, excesivo, embriagador y paradójico, pues su misma técnica le imposobilita controlar sus extensiones, texturas y tonos. Esta pintura gestual y fuertemente expresiva se enzarza en lucha irreconciliable con el férreo trazado ortogonal primigenio20. Estas manchas, polícromas y que dominan las dimensiones de sus obras, ora de formato medio, ora monumental, se hinchen de una autorreferencialidad, que no arreferencialidad, como habíamos señalado anteriormente. Autorreferencialidad, decíamos. Cuando y donde referente y referencia son uno y lo mismo. Cuando y donde la misma materia, el mismo gesto erigido ya en el singular lenguaje personal de Ciria, a pesar de lo lírico y aun onírico de los más de sus títulos, doblegándonos, sí, mas para elevarnos a continuación. Cada vez que un pintor produce la evidencia de una mancha en una tela, le es imposible contar y predecir las asociaciones mentales, sentimentales y estéticas que ese gesto es capaz de suscitar en un espectador determinado21, ha dicho Ciria.

Orden y ruptura, castración y violación no son sino mecanismos que, en la prodigiosa mano de Ciria, exploran la tormentosa condena a convivir lo interno y lo externo, la búsqueda y la frustración, la gravedad y la levedad, la vida y la muerte, el anhelo y el error, la ley y el crimen, lo objetivo y lo subjetivo, el mandamiento y el pecado, el deseo y la culpa. Presentamos aquí un encabalgamiento de pares opuestos que parecen enfrentarse; no de otro modo, Nietzsche considera que la dualidad antitética contribuye al progreso activo de las artes; el desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco22, artes que, en virtud de su capacidad vaticinadora, hacen posible y digna de vivirse la vida23. Blake ya había establecido un discurso similar en el prólogo de su The Marriage of Heaven and Hell: Without Contraries is no progression. Attraction and Repulssion, Reason and Energy, Love and Hate, are necessary to Human existence24. Del mismo modo, Blake, en su particular cosmología, identifica a Urizen, uno de los Cuatro Zoas, como el introductor del orden, de la geometría, de la razón en el mundo; siendo para el poeta y su concepción mítica una divinidad maléfica y destructora, ya que implanta el principio del mal. Asimismo, en uno de sus más célebres poemas, “The Tyger”, hallamos eco de la misma idea. La estrofa que abre y cierra los versos reza:

Tyger Ttyger, burning bright,
In the forests of the night:
What immortal hand or eye,
Could frame thy fearful symmetry?25

Prestamos aquí atención a la caracterización blakeana de la simetría que, obviamente, precisa de eje de abscisas y ordenadas para su presencia y, asimismo puede establecer una cierta jerarquía, ya compositiva, ya simbólica26 como algo aterrador, (fearful symmetry). Así, Blake y Nietzsche acuerdan en considerar positivo el enfrentamiento entre contrarios y, ambos, en sendas propuestas vitalistas, se sitúan en primera línea del mismo bando combatiente, el de la pulsión, del ansia, del exceso. Obvia, en este sentido, nos parece la postura que con ellos comparte José Manuel Ciria.

Dos obras de 1991, Sin título I y Sin título II, ambas de formato cuadrado y pequeñas dimensiones (24×24 y 20×20 cm. respectivamente) muestran ya en estado embrionario esta paradoja crucial. Como en su incontestable referente artístico, la suprematista Cruz Negra de Kasimir Malevich, la geometría domina y, sin embargo, el diálogo que Ciria establece con su modelo ofrece ya las claves de su ulterior desarrollo como artista.

El perímetro de la cruz en Sin título I está trazado de modo irregular, ostensiblemente torpe, pueril, sobre un fondo desigualmente grisáceo en el que se dispone una retícula de treinta y seis puntos blancos no enteramente circulares. La cruz sólo se apunta, limita sus vívidos trazos, pero no acoge ningún color, sino que se limita a dejar entrever el fondo.

En Sin título II, por el contrario, el contorno de la cruz es más nítido, artificialmente ortogonal. La cruz se dispone aquí sobre un fondo sensiblemente más claro; los cuadrados de los cuatro ángulos que se forman al introducir una cruz griega en otro cuadrado mayor, son más oscuros, mas su color está lejos de ser puro. Lo mismo ocurre con el fondo, la cruz, una nebulosa de unos claros grises que se nos antojan ensuciados.

Dos de sus más interesantes obras de 1992, los óleos de formato medio: Iriada y Sin título, consisten en disposiciones libres de pigmentos, en eje vertical y horizontal, respectivamente, de una reducida gama cromática, sobre las que se superponen sendos trazados ortogonales que aprisionan, acotan, encarcelan al conjunto. Y mientras en Iriada la retícula está pintada al óleo, en Sin título, Ciria emplea una red fabricada de alambre. En el dearrollo ulterior de su pintura, el rigor geométrico va siendo progresivamente acorralado y vencido por la poderosa urgencia de sus signos informes.

La elección del soporte empleado mayoritariamente en la pintura de José Manuel Ciria nos parece, a este respecto, especialmente relevante. Ciria actúa con sus pigmentos sobre materiales plásticos, en concreto, lonas de camión, ya de mercancías, ya militares. Éstas no son nuevas, vírgenes, sino que por el contrario, son materiales de deshecho, lonas que ya han cumplido su cometido de encerrar y proteger lo transportado en los vehículos. Sin embargo, la erosión producida sobre el plástico manifiesta los efectos del tiempo, en su doble acepción de cronológico y metereológico, obra en Ciria un proceso de seducción que le conduce a una dialéctica pictórica gestual. Las lonas, pues, muestran vestigios de su naturaleza y el empleo que de ellas se ha hecho, notable es la presencia de retículas geométricas que indican la original situación de los cinchos, presencia que se nos revela ya que Ciria nunca llega a cubrir por completo de pintura estos soportes plásticos, permitiéndosenos vislumbrar su vida anterior.

Asimismo, la propia naturaleza del soporte obliga al pintor a emplear soluciones ácidas que le permitan fijar el óleo con el que crea sus peculiares superficies y texturas expresivas. Así, la misma técnica pictórica empleada se constituye en uno de los agentes del personal lenguaje de Ciria, imposibilitándole, en primer lugar, el control absoluto de las tonalidades que requieren, para su plasmación, de una suerte de emulsión que se escapa a la voluntad del pintor y, que al tiempo le impide realizar corrección alguna. Es decir, el trabajo que Ciria desempeña sobre las lonas plásticas se nos antoja, por consiguiente, como la más radical y comprometida de sus facetas creativas con su personal ideario estético; el diálogo o el combate entre geometría y mancha, la práctica azarosa en la fijación de los pigmentos oleaginosos y, finalmente, su constante reflexión en torno a la memoria, cifrada en el soporte por obra del tiempo, del uso.

Ciria parece otorgar una segunda oportunidad –una suerte de transfiguración tras su muerte por desahucio- a materiales de deshecho. Se aferra a ellos como instrumento para comunicar su peculiar universo plástico y estético. Y no queremos dejar de constatar que las lonas plásticas empleadas, al provenir tanto camiones como furgones militares sugieren, asimismo, la idea de transporte y, por ende, de tránsito, de transformación, de cambio, ya definitivamente detenido, en el momento de recibir la lírica violencia de sus gestos y de sus trazos pictóricos.

DE MEMORIA Y PARADOJA.

Late en el corpus de Ciria una obsesión pertinaz, la memoria. Arte y memoria se vinculan míticamente desde los albores de la civilización occidental. No por repetido nos parece gratuito volver a citar, siquiera de modo somero, a Hesíodo y su Teogonía, obra en la que se refiere la genealogía de las musas. Fruto de los amores de Zeus, jerarca de los dioses, con Mnemosyne, diosa de la memoria, durante nueve noches, nacieron sendas hijas: las Musas. Éstas, siempre como espíritus acuáticos (i.e. fluidos27), poseían virtudes proféticas así como la capacidad de inspirar toda suerte de creación artística o de manifestación intelectual. El mismo Hesíodo solicita su auxilio para conocer la historia sagrada, pues, constituidas en memoria viva (Inspiradme esto, Musas que desde un principio habitáis las mansiones olímpicas, y decidme lo que de ello fue primero28), sin su autoridad no existe conocimiento alguno; sin su beneplácito, toda creación es yerma e inútil, ¡Dichoso aquel de quien se prenden las Musas! Dulce le brota la luz de la boca29. A pesar de no existir atribución unánime, consuetudinariamente, sin embargo, se identifican como sigue: Calíope, (La de bella voz), directora de sus hermanas y musa de la poesía épica; Clío, (La que da fama), de la historia; Erato, (La deliciosa), de la lírica coral; Euterpe, (La muy encantadora), del arte de tocar la flauta; Melpómene, (La que canta), de la tragedia; Polimnia, (La de variados himnos), de la pantomima; Talía, (La festiva), de la comedia; Terpsícore, (La que ama el baile), de la danza y, finalmente, Urania, (La celestial), de la astronomía.

Dos, cuasi antitéticos en nuestra opinión, son los atributos que se predican de la memoria. Permítasenos citar a dos poetas separados por el tiempo y la geografía, mas hermanados por su grandeza e idioma, para ilustrar esta dualidad: Jorge Manrique y Jorge Luis Borges.

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida, (…)30

Estos versos abren la elegía que Manrique dedicó a su padre. En ellos se apela a la memoria para constatar la futilidad y la fugacidad de la vida, temas estos que habrían de ser tan caros a nuestros barrocos. Cualquiera tiempo pasado / fue mejor31 rezan los versos undécimo y duodécimo del mismo poema. La memoria registra lo definitivamente desaparecido, añoranza y melancolía, sentimiento profundo de pérdida, de dolor.

Sólo una cosa no hay, es el olvido,
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido32.

La memoria en estos versos celebra el encuentro, casi con desdén se trata aquí de la pérdida. La memoria se aprecia por su capacidad de servirnos como asidero, topos contra el inexorable paso del tiempo. Sin memoria no existe identidad, como no sería posible el conocimiento.

La memoria, entendida como remembranza, sitúa al hombre en un plano distinto a la unilateral –por muchos intentos relativizadores que se deseen argüir- progresión espaciotemporal. Recordar es celebrar. Es detener un tiempo por otro más hermoso u horrendo. Y, sin embargo, la memoria nos asalta, pertinaz, cuando no lo pretendemos y, en cambio, se obstina en no acudir cuando se la invoca. La memoria, sin la que sería imposible vivir, y aun sobrevivir, es caótica y resbaladiza, en palabras del propio Ciria: siempre subjetiva, poliédrica y vidiosa33. Caprichosa y rebelde, cuasi autónoma, dotada de vida propia y, que tras afectarnos profundamente se desvanece dejándonos turbados. Como las manchas de José Manuel Ciria, poderosamente desasosegantes y evanescentes al tiempo. En las manchas de Ciria no existe diseño o dibujo previo alguno que las circunscriba, limite, acote. Su esencia es su textura y la infinitud de sus tonos movedizos.

Obra de singular lirismo nos parece su Cuaderno de memoria (Serie Manifiesto, técnica mixta y collage sobre lona plástica, 130 x 100 cm, 1998), obra en la que cuaderno rescatado de su infancia se erige en foco centralizador de la composición y titular de ésta. El pintor declara, desde el mismo instante en que recuperé el pequeño cuaderno rojo, necesitaba convertir aquel objeto en algo de ahora mismo y, a la vez, conseguir que quedase convertido en memoria34. Como dijo Goethe de la libreta que le acompañó tantos años en sus estudios botánicos, todavía aquel cuaderno me recuerda los días frescos y dichoso en los que aquellas densas páginas me abrieron, por primera vez, a un mundo nuevo35. El cuaderno infantil, decíamos, ha sido rescatado y esto sugiere a Ciria la posibilidad de introducirlo en el espacio pictórico. Es como aquel relato borgiano en el que un Borges anciano se reencuentra con el Borges de la juventud. Ciria parece apoderarse de dos identidades, el Borges de la senectud no es el Borges de antaño unos años más tarde, es, sencillamente, otra persona; mas en Ciria el milagro se establece por medio de una misma categoría, la pintura. Encuentro y pérdida. El diálogo que podría establecerse entre uno y otro, se frustra definitivamente. El cuaderno está cerrado, y ya para siempre. El diálogo es para el resto, secreto. El cuaderno, en su fetichización, deviene inexpugnable.

La reflexión de Ciria en torno a la memoria se halla inexorablemente vinculada a su recuerdo, ya vago, ya desbordante, de su propia infancia. Infancia, la hacedora de la identidad del individuo. No nos parece casual que la cada vez más explícita y numerosa producción del pintor sumida en tan apasionante, lírico y doloroso topos, el de la infancia, coincida con el nacimiento del primero de sus hijos, Álex. Cuatro obras de igual formato cuadrado de dos metros y medio de lado, sus Triciclo de Álex I, II, III y IV (1998), podrían sorprender al espectador por su aparente referencialidad, así como por el eco inusitado en su obra de madurez de los colores primarios y, sin embargo, la monumentalidad que ofrece el objeto, su composición descontextualizadora, la ausencia del niño, y su peculiar tratamiento plástico, no dejan de estar imbuidos del personalísimo léxico del pintor.

Anteriormente, estudiando sus compartimentaciones veíamos cómo en algunas de sus últimas obras, Ciria se sirve de barras de aluminio para ceñir objetos. Significativas, en torno a su cada vez más explícita reflexión sobre la infancia, Ciria ha realizado dos obras, Álex’ toys y Naturaleza muerta con flor, ambas del mismo formato, 150 por 138 centímetros, en las que recoge animales de peluche, tres en el primer caso, uno en el segundo. Y aún más, en Naturaleza muerta con bolsa, de dimensiones idénticas, presenta, entablando un diálogo de hondo lirismo, un dibujo, apenas visible por lo abigarrado del collage, en el que introduce asimismo textos sobre su propia obra, realizado por su hijo Álex; como si la pureza e ingenuidad de la hoja infantil, contrastara con la interpretación intelectualizada de la obra de madurez del padre. En otra obra, inconclusa por el momento, que tuvimos el privilegio de admirar en su estudio, otro dibujo del mismo Álex, se muestra ya plenamente, sin intromisión ajena alguna.

Ciria, hijo de emigrantes españoles, vivió sus ocho primeros años en la próspera e industrial ciudad de Manchester, al cabo de los cuales llegó a Madrid, ciudad donde desde entonces, aun a pesar de sus estancias en París y Roma, así como por su naturaleza infatigable y peregrina que le ha llevado a viajar sin descanso, mora y trabaja. Ciria, cuyos primeros ocho años de existencia, decíamos, transcurrieron en la ciudad de Manchester, a pesar de su infatigable y peregrina naturaleza, que le ha llevado a viajar sin descanso, tal y como hemos dicho, no ha regresado allí más que en una ocasión; ocasión que le llevó a fotografiar los espacios que habitó en su infancia. Los positivos fueron presentados en una serie que bautizó como Journey to the Past. (Experience and Memory), -Viaje al pasado. (Experiencia y memoria)- que fue presentada en 1998 en las galerías Athena Art Gallery de Kortrijk, Bélgica y Galerie Wind de Soest, Holanda.

No conocemos disertación más precisa y lírica –aun a pesar de un cierto solipsismo- en torno a la práctica fotográfica y su relación con la muerte que la contenida en el último de los libros de Roland Barthes, La chambre claire, (La cámara lúcida)36. Define el autor a la fotografía como el Particular absoluto, o en otras palabras, la Fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente37. Pues, si como el propio Barthes piensa, la fotografía es literalmente una emanación del referente38, no es menos cierto que, asimismo, la fotografía se constituye en aniquilador, destructor, usurpador del referente. El retrato fotográfico convierte al sujeto de la representación –ya definitivamente objeto- en espectro, en palabras de Barthes. No de otro modo, la fotografía es la imagen viviente de una cosa muerta39.

Cuando Ciria regresa a Manchester dirige su objetivo a los espacios que habitó, fotografiando niños, colegios… Esos niños, obviamente, no son sus antiguos compañeros de clase, son otros y, sin embargo, los fotografía como si lo fueran. Acepta Ciria un simulacro ante el vacío. Lo esgrime en su defensa para combatir su desarraigo. Viaja al pasado, empero, perpetúa un presente que le sorprende, por desconocido, tanto como a nosotros. Notable es que las imágenes conserven ese algo de intemporal: su casa detenida en el momento de su construcción, un árbol exento40… no osando, en cambio a acercarse a los cambios obrados en el paisaje después de veintiséis años de ausencia.

Manchester-Madrid-Manchester-Madrid. Viaje de ida y vuelta. Definitivamente. Anhelos frustrados y melancolía por la lejanía de un paraíso que nunca ha perdido, pues nunca fue suyo. Así se refiere el propio Ciria a sus primeros años de vida: De pequeño, yo he tenido una infancia con poca relación con niños, una infancia ensimismada y solitaria. (…) En Inglaterra, donde nací, era el españolito, y aquí, cuando vive, era el inglesito…41 Ciria tiene ahora dos nuevos compañeros de juego. Viven en su casa. Y son hijos suyos.

Y finalmente, Barthes cita a ese poeta de la pérdida y la incomunicación que es Kafka, Fotografiamos cosas para ahuyentarlas del espíritu42. Dolorosa paradoja, José Manuel Ciria ha regresado únicamente una vez al escenario de su infancia. Y una vez allí, decide tomar fotografías.

Reflexión notabilísima sobre pintura y memoria, José Manuel Ciria no domina la totalidad ni la forma definitiva de la obra, incapaz de predecir el comportamiento de sus pigmentos (sustancias oleaginosas, ácidos y agua) sobre los soportes plásticos que emplea. Schopenhauer constató cómo En inglés, el verbo will (querer) ha llegado a ser auxiliar de futuro de todos los demás verbos, con lo que se expresa que toda acción tiene por base la voluntad43. De singular importancia en torno al ideario plástico de Ciria nos parece su trabajo realizado entre los meses de abril y julio de 1994 mientras se hallaba becado en el Colegio de España de París. El proyecto, al que el autor, con asombrosa coherencia, otorgó el nombre de Mnemosyne, representa la puesta en escena más radical de la obsesión de Ciria por el arte, el azar y la memoria.

En el catálogo publicado en 1995 que recoge este trabajo, el propio Ciria incluye un texto, del que rescatamos este pasaje: Después de diversos trabajos y experimentaciones, se fundieron de forma natural, y en un momento concreto dos acontecimientos: mi intención de realizar un proyecto dedicado a la memoria, y una serie de observaciones sobre los procesos químicos evolutivos de la materia44.

La presentación de la serie no tuvo lugar en una sala de exposiciones o en galería alguna, sino que ocupó diversos soportes publicitarios de las parisienses Rue des Halles y Rue Ponthieu. Asimismo nos parece esencial anunciar que el fin de esta investigación no fue comercial, las obras no han sido nunca puestas a la venta, permaneciendo atesoradas por el autor.

Todas las obras fueron realizadas sobre plástico de gramaje medio Panglass, un soporte especialmente fotosensible. Así, la incidencia de la luz, sumada al paso del tiempo, pulverizará los pigmentos en breve. Las obras, siempre cambiantes, en un vertiginoso proceso de autodestrucción, están abocadas a la desaparición. Lo fundamental de ellas, pues, será el recuerdo que de ellas guarde quien las contempló. Y si el espacio de estas obras no es material, sino que, por el contrario, lo que de ellas interioricemos, la conclusión es evidente: lo que quedará de ellas está ya en su inicio mismo, una cierta forma primordial o Ur-Gestalt. Esta sílaba germánica (Ur) tan cara a filósofos, teólogos y poetas. Como constatando la imposibilidad de fijar materialmente lo que esencial, indefectiblemente se nos escapa. Como la luz. Como el amor. Como la vida. Y, sin embargo, creemos en el verso de Hölderlin, Was bleibet aber, stiften die Dichter45. (Pero lo que permanece, lo fundan los poetas.)

A pesar de parecer ajeno a esta reflexión en torno a la memoria, se nos antoja adecuado tratar aquí otro de sus proyectos, uno de los más elocuentes y embriagadores de su producción; su aproximación al paisaje que, como no podía ser de otro modo, resulta en los ojos y las manos de Ciria un acierto singular y consecuente con su pensamiento estético. José Manuel Ciria se había sentido tentado a llevar sus reflexiones a una serie que resolviera las dudas que se le planteaban en torno a trasladar su imaginario y su particular proceso creativo a las posibilidades que ofrece para un pintor el paisaje. No sin acierto, las producciones de la montaña de Sainte-Victorie (vista desde las colinas de Bellevue) o la serie centrada en Horta del Ebro han sido señaladas como cruciales para el desarrollo de la pintura de Cézanne y de Picasso, respectivamente. Sin embargo, si en estos la preocupación fundamental nos parece la búsqueda del tratamiento lumínico y de planos constructivos de color, el interés de Ciria hacia el paisaje de Monfragüe es muy otro.

La serie no fue pintada in-situ, como es fácil de intuir por el formato de las más de las obras, pero aún más, el hecho de que Ciria visitara los bosques, los picos, las rocas, los ríos de Monfragüe y no sintiera la necesidad de tomar notas del natural nos parece particularmente relevante. En realidad la serie completa fue pintada de noche, en silencio, en soledad, en una pequeña habitación, sin vista alguna al exterior, de la casa de quien le acogió durante su estancia en Monfragüe. Es decir, alejado de la luz, de compañía, de la contemplación directa del modelo, Ciria se transporta a otro espacio que, sin embargo, se vincula poderosamente a lo apreciado en horas precedentes. Si Ciria se desliga del paisaje en el momento de pintar es porque su impacto sobre él es tan pertinaz e inflexible que podría llegar a destruir su convicción en poder traducir su belleza natural en pintura. Casi podríamos imaginar al pintor protegiendo sus ojos, incapaz de soportar su luz en la retina46.

Ciria se aleja consciente y, tal vez necesariamente, de la voluntad de producir una mímesis empírica naturalista de lo observado al natural. Su lugar es muy otro, el de la intimidad frente a lo épico. En realidad, la serie Monfragüe constituye su aportación a la tradición romántica del paisaje interior, aquella tradición que Robert Rosenblum establece en la pintura romántica septentrional y que identifica como la búsqueda de un cierto misterio o energía transcendente; tradición, finalmente que alcanza algunas de las propuestas surrealistas.

Ciria se niega a pintar lo visto, sino que se empeña, y no podemos dejar de sentir su arrobamiento unido a una cierta sensación de impotencia o temor, en sentir y meditar lo percibido; y, es que, nos parece que al tiempo que impresiones visuales, Ciria es sensible al olfato, la temperatura y la magia de la música de la naturaleza cuando se la sabe escuchar. Ciria elige dejar de ver (liberado de las imágenes, recupera la imaginación47) y se protege de cualquier incidencia externa (soledad, silencio, imposibilidad de atisbar, siquiera por un instante el modelo) para recordar. Acaso entre los románticos pintor alguno llegó más lejos su propuesta de comprender la naturaleza como algo no objetivo, sino vinculado al subconsciente, a cierta experiencia mística o panteísta, como Caspar David Friedrich; y, pocos lo comprendieron tan bien en las filas surrealistas como Max Ernst. Sobre la fascinación que aquél obró en éste, escribe Rosenblum: … whose famous statement that the artist should close his outer eye in order to see his painting first with his inner, spiritual eye…48 La relación de Ciria con este aserto nos parece indiscutible. Ciria, más interesado por las consecuencias espirituales que lumínicas, por mucha importancia que éstas tengan, que él obra el paisaje se halla vinculado a la búsqueda del elemento disociativo entre percepción natural y lenguaje subyacente, a la tarea de aventurarse en una de las movedizas sendas que anuncian el absoluto. Elemento disociativo o confrontación que destaca en la misma presencia de las lonas, pintadas con un fondo nocturno y elucubración matérica diurna. Acaso erremos, mas nos parece que los paisajes interiores que Ciria nos ofrece jamás han sido hollados por la pisada del hombre. ¿Ha abandonado ya su búsqueda de absoluto, o dejó de emprenderla por miedo a toparse con él? Nunca hemos olvidado estas palabras de Paul Auster: Painting: or the desire to vanish in the act of seeing,49y en pocas ocasiones habremos de recordarlas más adecuadamente. Ciria logra con Monfragüe vencer el que consideramos representa el mayor peilgro de la pintura paisajística, el riesgo prácticamente insalvable de arrojarse a la esterilidad.

ULTIMAS (CONTINGENTES) PALABRAS.

Esgrime Ciria en su defensa de la pintura: … a pesar de ser muchos los que la consideran una práctica trasnochada y aunque a estas alturas sea dificilísimo aportar algo “novedoso”; en el que sin embargo, a nivel personal creo firmemente se pueden seguir diciendo cosas y plantear muy diversos interrogantes…50

Asimismo, en el catálogo para su exposición Intersticios, José Manuel Ciria contribuye con dos textos, el primero de ellos es un relato titulado “Pesadilla antes de Halloween”, de estructura tan experimental como paradójica y embriagadora belleza, que no deja de constituir en sí mismo una suerte de manifiesto, el segundo, que se anuncia formará parte de su libro en preparación La mirada subjetiva, es un texto de explícito título, “Una posible defensa de la pintura.” Siempre se pinta el mismo cuadro, nos decía en nuestro último encuentro. Ciria, en sus múltiples investigaciones plásticas, todas ellas nacidas de un férreo y prodigioso pensamiento estético, se nos muestra siempre inconfundible, aun multimorfe. Y es que Ciria es uno y son muchos. El peculiar lenguaje sígnico y las texturas de Ciria nos recuerdan el aforismo de Canetti, La auténtica vida del espíritu consiste en re-leer51. La pintura de José Manuel Ciria nos exige una relación empática, nos hace, en tanto espectadores, destinatarios de su ideario y práctica artística, agentes finales y no menos protagonistas de un proceso que Ciria se limita a abrir. En definitiva, nuestro pintor, a quien consideramos más acertadamente un poeta que trabaja con pintura, nos humaniza, siendo sus obras las que nos analizan, las que nos leen y nos aprecian . Cada imagen es de suyo un sueño52, escribe Benjamin en su vértigo alucinógeno y, con Borges, podríamos precisar, el sueño de uno es parte de la memoria de todos53.

Siempre se pinta el mismo cuadro. Tal vez. Acaso sea estúpido hablar de la muerte de la pintura, idea al que aún sentimos la necesidad de aferrarnos algunos, ya que, acaso, sea imposible crear cuadro alguno.

Marcos Barnatán. Colegio de Arquitectos de Málaga

Texto catálogo exposición Colegio de Arquitectos de Málaga.
Enero de 2000.

DRAGONES OCULTOS

Marcos-Ricardo Barnatán

I

«El mar de la existencia emergió de lo oculto.»
Omar Khayam

En una habitación de hotel, no sé en cual ya que la madrugada no acaba de hacer estallar sus luces y en la imprecisa penumbra del viajero que despierta aún no se dibuja el perfil de la ciudad en la que ha dormido. ¿Es el Hotel Savoy frente a la estación de la brumosa Malmö que el aire barre con delicadeza nórdica, o es esa otra, la que da a un callejón sin salida en la invernal Granada, el hotel sin nombre en una esquina de la Alejandría del norte, esa ciudad que sobrevive cerca de los prados que vieron y olvidaron el fragor de Marengo?

En una habitación de un hotel que despierta al aroma espeso del café matutino filtrado por las rendijas de unas puertas de madera lustrosa, alguien piensa ingenuamente en un verso de Shakespeare: » No te interpongas entre el dragón y su furia».

La espléndida huella del Rey Lear es quizá parte de un sueño trunco, de una pesadilla de madera policromada y colmillos de renos, inspirada por una imagen de finales del siglo XV que representa al San Jorge de los escandinavos atravesando con su lanza a un desgarrado dragón que espera el golpe áureo de la espada del héroe con la ansiedad del monstruo que quiere acabar su agonía.

Antes de encender el velador y comprobar la hora, recuerda que esa imagen está en la iglesia catedral de Estocolmo, y que fue mandada construir por un párroco que dirigió con éxito la resistencia sueca de una invasión danesa. El enorme exvoto y el discreto verso de Shakespeare se confunden en su memoria mientras la luz desparrama los muebles de la habitación y hace de la noche una extraña constelación de objetos azarosos. De la mesilla próxima recupera unas gafas y tras los cristales de miope descubre manchas de sangre sobre el embozo.

II

«y vamos hacia los oros de la sombra antigua» José Angel Valente

Hay en este mundo vasto y poliédrico devotos de Rembrandt, de Matisse y de las superficies vertiginosas de Mark Rothko, los hay también fieles cultivadores de una alta poesía, multiplicadora y desesperada, que cifra sus arduas metáforas en un espacio saturado de desarmonías y de luces ambiguas, en un espacio armado para ser también territorio intenso, rico en tesoros dispuestos para reverberar en la avidez de un espectador vigilante.

En cada cuadro de José Manuel Ciria, como en la de los artistas lúcidos y laboriosos que no se conforman con una mera imitación gélida del mundo, hay siempre esa irradiación emancipadora de la imagen que sabía entregarnos el verso de Mallarmé: una realidad explícita más una realidad oculta que nos es gratamente inducida por la que vemos. Como en el trasfondo de los sueños «acecha una resignada y sonriente melancolía», en un plano tan secreto como involuntario el pintor -como el visionario- esconde y revela a la vez unas imágenes que nuestra inquisitorial mirada debe terminar de resolver por sí sola. En esa complicidad creadora del ojo y en esa tensión visual del otro ante la obra expuesta reside el imprescindible estímulo que nos hace factible el prodigio.

Esta vez Ciria nos da algunas de las versiones posibles de un mismo sueño, como si estuviéramos ante una infinita reescritura del sueño, y también los ensayos preparatorios que lo llevaron a él. No es una exposición corriente, hay una voluntad de análisis reflexivo poco común. Afrontar el riesgo de desvelar cada una de esas «versiones y diversiones», de mostrar el memorial de convergencias y divergencias que no es suma perfecta sino una desordenada sucesión de indefinidas posibilidades -porque así es la memoria de los hombres-, lo compromete y lo estimula.

Octavio Paz habló de su trabajo de traductor de poesía -¿acaso el pintor no intenta también traducirnos los erigidos enigmas a un lenguaje propio en el que se reconoce y lo reconocemos?- como una curiosa combinación de «pasión y casualidad», respaldada por un trabajo de creación que exige recursos análogos al del poeta.

Ciria , que al enfrentarnos con su obra nos reclama un instante de fe, desconoce una pintura sin transfiguración crítica: por eso su trabajo combate toda «indolencia de la satisfacción».

Mariano de Blas. MEIAC. Badajoz

Texto catálogo exposición en el MEIAC de Badajoz. Marzo de 2000

MEDITACIONES DE UN PINTOR SOLITARIO EN EL BOSQUE DE MONFRAGÜE

Mariano de Blas

I. El paisaje y la composición, amén de otras alocadas historias.

No he podido sustraerme a la tentación de escribir sobre Ciria después de su amable invitación. En realidad, la tentación proviene de aportar una modesta opinión de un artista desde los ojos de otro artista. Sabido es que los soldados luchan por compañerismo1, por resultar airoso su ego frente a sus propios compañeros. Inclusive frente a los soldados enemigos. Es, desde esa postura de «compañero de armas», en la que me atrevo a escribir.

Según me pongo a la tarea, Mercedes Replinger me habla por teléfono de «las ganas de pintar». Si se deshoja esta afirmación, observamos que vivimos en el contexto de una cultura que emplea la pintura como un elemento para mostrar una visión de la realidad, más allá del código que esa pintura en un momento y espacio emplee. Existe un deseo de contar, un anhelo de comunicar. De lo que voy a hablar es de un viaje, de cómo un artista construye ríos para producir pinturas, de ojos y de miradas, de manchas, de modestas manchas que devienen en paisajes de inmensa panorámica, de profunda ternura, paridos en el dolor y la sangre, emulando la sabiduría y la inteligencia de las mujeres, quizás sea por ello que la pintura tiene nombre femenino. Un pintor que cuadraría con la definición de artista que Manuel Delgado 2hace: «Un soñador cuya tarea es la de saltarse las normas del lenguaje, vulnerar los principios de cualquier orden, manipular los objetos, los gestos o las palabras para producir con ellos sorpresas, nuevas realidades que nos dejen estupefactos o cuando menos cavilando sobre lo que nos han dado ver».

Para llegar al taller de Ciria tengo que cruzarme ese Madrid tirado sobre un apelotonamiento de casas, edificios, calles, coches y fuentes. He decidido rodearlo por una de esas torrenteras que comienzan por la letra vigésimo tercera del alfabeto castellano. Partícipe de ese burbujeante echarse uno encima del otro, te adelanto, te pito, intermitente, me cruzo (recuérdese esta alusión al coche para más adelante), por fin, me introduzco en la panza del edificio, aparco y me pierdo por entre los pasillos en busca de un ascensor que se troca por mi torpeza en montacargas, más pasillos, paisajes de patios, cámaras con el ojo de un cancerbero (por cierto, un marroquí muy simpático). Al fin, el piso y la puerta, con su número adecuado, ya estoy frente al estudio. Aquí se trata de hablar de un viaje, de un laberinto y de un perderse, para encontrarse y volverse a perder.

Abre la puerta el pintor y vuelvo a sentir, como siempre que estoy con él, una extraña sensación. El lector tiene que comprender que las personas somos más de lo que aparentamos. No tengo la menor seguridad de que lo que digo sea verdad, pero me parece que detrás de cada vida hay una máscara3 que llevamos puesta, y no sólo una, sino muchas máscaras alineadas que vamos acumulando, quitando y poniendo, de suerte que si todas aparecieran a un tiempo sufriríamos una metamorfosis en un engendro complejo y dispar. Pero sobre todo, y especialmente, una absurda acumulación de personalidades. Mas, no hay ninguna razón para detenernos en semejante criatura anclada en el tiempo y en el espacio. Atrevámonos, después de idolatrar a Borges, a saltar las fronteras de lo temporal y lo espacial. Ciria está al mando de un barco pirata, vamos, que él es un capitán pirata. Tiene los ojos, como siempre, muy grandes, la barba muy larga, un pendiente de oro, muchos anillos con piedras preciosas. Grandote en una enorme casaca, a sus pies una ciudad en proceso de saqueo. Su tripulación se revuelca alegre en el alcohol y en las mujeres. Dejo al lector suponer si ellas están contentas con su suerte o no. Pero tengo por cierto que la hija de un gobernador de una opulenta posesión española colonial está muy feliz en sus brazos. El pirata Ciria y su enamorada cautiva planean quedarse con el rescate que su poderoso padre reunirá para supuestamente liberarla de su raptor.

Ciria ama la pintura y la pintura lo ama a él. Ambos se han raptado y cautivado mutuamente. Se abre la puerta y la risotada del pintor (pirata) me hace cambiar de canal. Ahora estoy viendo otra película. Primero, el privilegio que siempre se tiene de visitar el taller de un artista. Después, la descripción de un paisaje. El estudio más que grande, es inmenso, porque se sale de los métodos de medir convencionales, bien sea en metros o en yardas. Estamos hablando de sensaciones. Si fuera un barco, tendría que ser de guerra y de principios del XVIII (el pirata de nuevo), muchas velas, cabos, marineros, cañones, acumulación acumulada de cosas. No me refiero a nuestras viviendas que cada vez se parecen más a los escenarios de las casas de clase media americana: una adicción ingente de bienes de consumo, con el añadido de toda la parafernalia de recuerdos folclóricos propios de nuestra idiosincrasia hispana. No, en el espacio enorme del estudio de Ciria sólo hay pinturas y lo que rodea a la producción de las mismas. Como estamos metidos en el tema del viaje conviene ir situando paisajes. Sin embargo este paisaje es absorbente, todo el taller sólo se refiere al hecho mismo de que el pintor allí hace pintura. No existe referencia con el exterior, los amplios ventanales sólo intuyen una terraza por donde entra una luz perfecta. Nada que distraiga a la pintura y a su pintor, sólo ellos coexisten dentro del estudio. No hay un espacio complementario en donde sentarse, no hay un ambiente adyacente en donde la mirada se solace en algún libro o cualquier otra cosa. Una minúscula habitación oculta por un momento al artista, que regresa con unas bebidas. Un aparato de música muy pequeño se camufla en una esquina. Este estudio es una boca enorme que te traga dentro, no ya en el mundo del pintor, sino en la actividad misma de pintar de este hacedor. El paisaje se ensancha y se alarga, me doy cuenta entonces que estoy en las tripas del artista, que las recorro, dando vueltas y más vueltas por su interior, hasta que llego a… -(que nadie tema que vayamos a encontrarnos con algo de mal gusto y maloliente)-, a la exposición.

Las obras que se despliegan ante mí no son las que el peregrino se encuentra ahora ordenadas en las luminosas y sagradas salas del museo. Estoy viendo pinturas mal apoyadas sobre la pared, a veces unas sobre otras. La pequeña parte escénica que Ciria reserva en su estudio para mostrar en un pequeño ritual laudatorio su obra, ha quedado semisepultada por las pinturas que ha ido sacando. Entonces me percato que estoy chapoteando en un gran océano.

Hay que retroceder de pantalla para volver a pensar lo que yo discurría frente a las pinturas de Ciria antes de conocer su cara, oír su voz, hacernos amigos. El color era muy atrayente, la textura sugerente, pero no entendía el modo de componer, de estructurar la obra. Quizás porque Ciria sea un viajero de mares y yo un viajante de telas y memorias de infantería, me llevó tiempo creer entender la naturaleza del mecanismo de la composición en su trabajo. La composición de a pie se realiza con líneas. Vigas y pilares que estructuran la obra para ser rellenada con los ladrillos de las formas, con la argamasa de los colores. Delacroix, el Velázquez maduro y Goya componían con las cargas furiosas de las oleadas de caballería. El color irrumpe, espuma en boca, brochazo, cuan sable en mano, gesto de color realizando la arquitectura pictórica. Incluso mucho más que lo que Wölfflin quiso decir con su somera, compleja y brillante frontera entre la pintura abierta y cerrada. Ciria tira líquido, quizás porque el agua lo arroja a él en una especie de ola gigante, en una cascada de gruesos bastidores reforzados, lonetas plásticas, pigmentos, aglutinantes, cosidos, pegados, adherencias bastardas a la pintura pura de planos desplantes, por fin violada y por ende fecundada, no sin antes ser seducida. Por tanto, de violación sólo queda violencia de caricia y beso apasionado, brutal para el espectador y gozoso para el amante. Situemos el escenario: pintura, Ciria, cuadro, líquido, composición. En el suelo tiene una tela trabajada. A su lado, un ventilador suavemente seca, sopla la pintura, para que, empujada tenuemente, configure una textura, paso a paso, secándose poco a poco. No Ciria, a mí no me engañas. Acabas de meter a trompicones en un gigantesco armario que escondes detrás de un resorte que tú confías en que sea secreto, una gigantesca tempestad de olas, huracanes, barcos desarbolados, con enormes monstruos emergiendo por entre olas bramantes.

Yo tardé en comprender las composiciones de Ciria porque las analizaba de fuera adentro, buscando en vano una estructura que estaba ausente porque nunca estuvo (casi me acerco a Eco). Y sin embargo todo estaba allí en el paisaje, en el viaje. Ciria no compone como el mar y las olas. Demasiado magmático, Ciria compone como un río que avanza: se va extendiendo. Los que le odian, acaso de secano, lo confunden con la famosa «marabunta», oleada divergente y dispersa de hormigas espantosas. Eso no es componer, es arrasar. Por cierto, eso es lo que hace el estupendo Anselm Kiefer, al avasallarnos con la fuerza de sus fondos. Volviendo al español. Este río va surcando la tela como la pintura lo hace con la tierra, sospecho pues que hay una especie de carácter orográfico en sus designios: la casualidad y la necesidad, lo aleatorio y lo inevitable. Una vez me dijo que le gustaba relacionar su pintura con el aire y con el viento, es decir, la memoria y el tiempo. La memoria en cuanto a un tiempo subjetivo, y el tiempo en cuanto a un espacio que ha sido atrapado en el tiempo propio dentro de la pintura. De pronto todo parece encajar en mi cabeza. Como un mosaico aparentemente desordenado y caprichoso de imágenes soñadas, el desglose de su simbolismo ha hecho surgir de la tinta invisible del inconsciente una historia coherente y sobre todo sentida. Ahora el corazón me ha dado un vuelco.

El viento y el aire en su carácter etéreo son menos adecuados para un cuadro que el agua. Agua y piedra son elementos corpóreos más tangibles para el ser humano. Pero el agua se asemeja al aire en su inabarcabilidad, en una imposible sujeción. El agua, como el aire, como el tiempo, se nos escapa de entre los dedos. El pintor se hace cómplice de ese afán intrínseco de movimiento que tiene lo líquido: deja a la pintura discurrir por la tela. Su líquido está preñado de pigmentos, de aglutinante, de lucha interna de emulsiones. El color se desparrama por las fibras del aceite de linaza. El óleo y el acrílico pugnan, se abrazan y se pelean. La mano del pintor ha actuado como un demiurgo. Sobre el espacio vacío, sin memoria de la tela, el pintor deja libres a las pacíficas furias mencionadas. Ellas son el instrumento. Atrapadas en el destino de una simple convulsión mitad mecánica, mitad química, de dejar el rastro de una pasión sugerida por la actuación de sus naturalezas, quedando allí rendidas al fin, sobre la tela. Hechizadas en texturas, desenrolladas en formas, la presentación de la imagen de la pintura, como si lava vuelta piedra de nuevo se tratara, como si memoria vuelta tiempo vivido imposible se encontrara. Entonces, y sólo entonces, metido en la mirada de sus obras, de sus composiciones acuáticas, líquidas, de río hechizado en imagen, así parado delante, me siento como una de las gotas congeladas que contemplo. Al contrario, todo actor del mundo moderno sabe lo que es conducir o ir en un coche. Es entonces, sobre todo al participar de eso que se ha venido a llamar tráfico denso, cuando te sientes parte de un enorme río, una especie de gota rodeada de otras gotas. Coches como gotas, camiones como cuerpos sólidos, árboles o animales flotando, motos surcantes como peces diminutos o insectos multicolores. Dentro de una gota, una especie de placenta gigante que nos envuelve, caliente, de ruidos amortiguados (con la ventanilla subida, claro). Delante de la pintura de Ciria, soy como ese peatón que contempla a la orilla del río rugiente, el cómo cruzar la calle. Entonces luz roja, y todo se detiene, una especie de milagro a lo Moisés de aguas, gotas y coches detenidos. El pintor ha agrupado las gotas no con la torpe confusión del semáforo (verde-rojo), sino con la batuta del color receptivo del fondo al ser montado, ocupado, habitado, fecundado por ser imagen de ese río, en la composición de su corriente, que ya es pintura.

II. El paisaje, el viaje y la herida.

Los viajes (recorridos) se han inventado para enmascarar a los auténticos viajes. En el momento en que se cruza el umbral de nuestra puerta nos disfrazamos de caminantes. Sólo es lícito hacer semejante teatro para representar, para servir de excusa al único verdadero viaje. No estoy hablando del viaje al más allá, ese umbral se escapa a mis limitadas dotes de viajante de infantería. Me refiero al viaje adentro de uno mismo. Se puede decir que cruzamos el espejo, siempre y porque nuestra imagen está reflejada, presente, en la pulida superficie. El espejo como el acontecimiento del umbral, el que marca los límites entre lo imaginario y lo simbólico4. Con el espejo cruzamos a, con el agua nos sumergimos en. El agua puede ser un espejo, para ello hacen falta dos cosas, paciencia, don de la oportunidad y engañar al tiempo. Ya sé que se cuentan tres, pero supongo que el lector a estas alturas se habrá dado cuenta que, o bien soy un tramposo, un despistado, o un ignorante (o todas a la vez). Para esta exposición Ciria agarró una palabra mágica, «Monfragüe», como un talismán verbal, enamorado de un sonido abrió la puerta de sus paisajes interiores invisibles. Se metió en el espejo del agua. Lo demás fue fácil, se disfrazó de viajero, salió de su casa, visitó un bosque, un cielo, otras personas le hablaron y le llevaron por algunos senderos. Su ojo, que me atrevería en calificar de rápido, miró y construyó una pequeña historia para después tejer una mirada, una contemplación de su mirada, una inmersión en un paisaje contemplado, metiendo la cabeza por la boca, sí por su boca. En esa postura imposible, pero cierta, mirarse por dentro, vomitando sentimientos, ideas. Me repito, todo esto va de viajes y de líquidos.

Vamos a poner un poco de orden, aunque sé que enseguida me olvidaré de semejante tontería. Primero la fotografía. Ciria hace una foto de Monfragüe, la amplía, pero no la expone a pesar de conformar una magnífica pieza plástica, aunque reproduce la foto en cuestión, en la portada de este catálogo. En la foto aparece una montaña, una valla y unas extrañas cosas que resultan ser plantillas para los cristales de gafas, algo ya en completo desuso por las ópticas. Desde Cezanne, las montañas nos resultan especialmente entrañables a los pintores. Dejémoslo en que está pintando sobre un bosque de encinas en Monfragüe, pero decide hacer una foto de una montaña. En absoluto esto es absurdo, los árboles son montañas que se mueven porque poseen un tiempo, digamos, razonable. Sí, la razón humana no alcanza a abarcar el tiempo dilatado de la montaña hasta que se vuelve duna o tierra extendida. Esa montaña detrás de una valla son los árboles encarcelados. Todo esto se refiere al contexto de mirar, más que al de ver. La cámara ha visto, con la foto ampliada seguimos viendo, acercándonos a la mirada. La producción de la cámara (ojo mecánico), reducida en el catálogo, después de ampliada y previamente fotografiada, ha destruido cualquier duda de que no estamos viendo ni árbol, ni bosque, ni montaña alguna, sino un intento, probablemente con éxito, de mirar al fin y al cabo. Y como si esto fuera poco, están las plantillas de colores. El pintor como es natural, es un pensador. Nos está diciendo que nuestra mirada siempre es artificial, porque es cultura, porque es simbólica. Esa es la condena y la maravilla del ser humano. Y sin embargo, es una mirada obsoleta, porque cuando miramos, en el instante mismo de la contemplación, todo eso ya es historia. Ya ha pasado el tiempo, llevándose consigo atrapada a la mirada. Sólo se puede volver a arreglar el entuerto volviendo a mirar, para repetirse el proceso una y otra vez. Ciria ha acumulado miradas (nombre) que, allí clavadas, en su graciosa forma de plástico casi pop, han pasado, de ser vistas, a ser miradas (verbo). Todo este mundo construido, al que accedemos en ojeadas tiene que ser escudriñado. Las gafas de la óptica sirven para ver bien simplemente, está más allá del espejo el sumergirnos en la mirada. El aire no es más que la montura, el agua no es más que una lente que deforma, tiene que congelarse para trocarse en un espejo que dure algo más que el instante en el que nos hemos sumergido. Pintar para Ciria queda en zambullirse en el agua. Aunque sólo a veces, en ese acto repetido una y otra vez, se logra traspasar el espejo: entonces decimos que algo ha salido bien. Cuando ese acto de amor y de deseo acaba, la pintura es el agua congelada, espejo en el que nos invita a meternos. Queda pues por dilucidar en dónde se encuentra el pintor, que acaso esté atrapado detrás del espejo, detrás de esa placa de hielo, mientras le vemos flotando, chocando, su pálido rostro sobre el otro lado de la superficie. Señores, eso es la muerte.

Pero si bien Ciria no está muerto, cosa fácilmente corroborable después de oír su risotada (ya se sabe, de pirata) detrás de mis orejas, pero mientras miro sus pinturas, atisbo rastros de sus entrañas en sus obras. Los artistas nos pasamos la vida haciéndonos un haraquiri (seppuku). Miente el que no reconozca el profundo dolor, el miedo, el temblor de la mano por mantener el pulso firme mientras desgarra las entrañas pugnando por abrirse por dentro para que salga un trozo de honor. Por eso sus pinturas están secretamente manchadas de sangre. Parece que su barco siempre tiene desplegadas las velas, los cañones a punto, el timón con mano firme y diestra dirigida, pero el capitán simpático, con su cabeza puesta a precio, con su botín en una isla, también sufre, como cualquier artista que se precie, como cualquier persona con dignidad (valiosa a sí misma). Allí, dentro y abajo en el sollado, hay un sollozo, unos ojos clavados en un mapa que se intenta encontrar (atrapar trémulamente algo que flote) una ruta en medio del terror del navegante, de la nave en el borde del extravío. Los verdaderos enemigos, y los amigos también, de los artistas, no están en la falta o no de reconocimiento de su talento, sino dentro de cada uno de nosotros. La locura de Van Gogh, la sordera de Goya, la penuria de Rembrandt al final de su vida, el solitario ir y venir a su monte Sainte Victoire de Cezanne, la celda de rey Midas de Picasso, eran la fachada de la lucha interior del artista consigo mismo, quizás como la de cualquier otra persona.

Eso también se muestra en la pintura de Ciria. Su barca no sólo arroja a grandes zancadas agua a babor y a estribor, a cada golpe de remo. Como en todo artista hay una grieta en el fondo de la quilla. Por ahí se le escapa la vida, el tiempo encadenado a pintar, el remordimiento de que ha de abrir cada vez más la brecha para que se desangre la existencia, pero para que le penetre el agua con que inundar su pintura, ahora sí, ya claramente manchada de sangre.

Decíamos que estaba delante de sus cuadros apretujados en la pared. Pensaba cómo lograría desnudar esas telas que estaban mirándome de espaldas, cómo le convencería al autor que me dejara girarlas para acariciarlas con mi mirada, para beberme sus imágenes, a lametazos, en parpadeo de ojos, en glotonería de ver. Entonces Ciria, ese artista del agua y todo eso, comenzó a tejer una lluvia de palabras, «Manifiesto», «Sueños Construidos», «Máscaras de la Mirada», Ucello y el paisaje en rojo y blanco. En un momento me había detenido cuando Ciria se encontraba en Monfragüe, entonces me contó lo que miró y descubrió. En Monfragüe el cielo en verano es casi siempre raso, de blanco sin alternativas. Blanco y basta. No hay sucesos como en los cielos de Guadarrama, que primero Velázquez y después Goya, pintaran. El cielo es como un manto impecable e implacablemente planchado, porque el sol en su avaricia no deja a ninguna nube flanquear sus dominios. En la lengua española la explicación es fácil, el tiempo atmosférico coincide con el tiempo temporal, incluso un «temporal» es una especie de tormenta marina. Los colores están así vinculados al tiempo y al espacio pintado de blanco intenso. Ciria me explica que el techo no existe en Monfragüe. El sol te mantiene con la mirada baja, esa actitud constante de pleitesía tiene un premio: sobre el suelo la tierra se vuelve esmeralda, la luz filtrada por el verde de las encinas (los «árboles de gestos» que escribiera Rilke), sobre el cielo aparecen los huesos del mundo, los negros dedos de la muerte encarnados en la fiel piedra de pizarra.

El cruzar el umbral es sólo una excusa, Ciria me relata lo que ha mirado. Primero hay un camino que ha construido. En verdad, lo ha descubierto. En realidad, lo ha inventado. Con certeza, ha estado soñando mientras era capaz de mirar con los ojos cerrados, con la mirada de ciego. La Fuente del Francés, la luz es de amarillo Nápoles, los cortes de la pizarra son de negro noche. El rojo lo pone otro título, Paisaje de Monfragüe con hydra crucificada.

Heidegger dijo que él podía controlar sus acciones pero no sus deseos. Ciria me explica que el azar controla cada parcela de la composición pero no el resultado. Ahora está claro, el pintar es como vivir una vida. Hemos hablado de viajes, de miradas, de muerte y del tiempo. Es hora de dejar algo escrito sobre la sabiduría de la aceptación y la lucha. Las montañas no están muertas, sus poros están construidos por los líquenes que agarrados a las piedras las besan con largos abrazos. Hydra de sol, musgo y roca titula el pintor que ya está resuelto en poeta de la mirada. El agua es las tripas de la tierra, el sol al ser su espejo, se extiende en mil dedos que se fecundan en plantas nacidas del azar y del deseo. Qué importa el rostro de los dioses, si hay pintores que muestran los estratos de la mirada.

III. El viaje contado y nunca efectuado y que por eso se hizo.

La realidad sólo es en cuanto se muestra. El ritual enfatiza y predispone a aceptar una realidad a punto de realizarse por consumada. El ritual sagrado construye una realidad sagrada. Vivimos rodeados de rituales, como siempre ha sido en este ser humano de pensamiento simbólico, pero no consideramos que esos rituales ni la realidad que construyen, sean ni mágicas, ni sagradas. En la televisión descubro que un anuncio cuenta que para tener tiempo hay que comprarlo y para comprarlo hay que ganar dinero, y para obrar ese milagro (pues como milagro se presenta) hay que jugar a la lotería. Y sin embargo, el juego en sí mismo es la más sagrada actividad en que podemos abocarnos, porque su inutilidad le acerca a la inutilidad de lo divino. Digo esto, porque dios era inútil antes de crear el mundo y porque hemos sido creados por dios, inútiles somos. Antes de desviarme irremisiblemente a los abismos insondables de semejante disquisición, aclaro, que sólo quiero señalar, que los juegos por dinero no son juegos sagrados. En esa necesidad de sacralizar, en el vivir acercándonos a tocar con las yemas de los dedos lo que nos abarca, es por eso por lo que tantos artistas antiguos en la modernidad se han esforzado en reconstruir los rituales de lo sagrado. Mencionando a sólo uno: Richard Long pasea recogiendo piedras en la mirada, dejando las huellas de su ritual en fotos y mapas. Lo visual y lo racional. Después construye estructuras mágicas sobre el suelo de los museos, en los que al fin pues podemos adorar un hecho mágico, traído como una reliquia, ofrendado por un artista, entre brujo y sacerdote (esto viene de muy antiguo).

El discurso de Ciria también tiene que ver con viajes y paisajes. Lo que hace es describir conceptualmente un paisaje con imágenes. Gillo Dorfles cuenta que viendo una vez un faro pensó que un artista, pongamos impresionista, acamparía con su caballete enfrente de la imagen para reproducirla visualmente en la plenitud de sus colores y formas. Mientras que un artista conceptual describiría el proceso mental de la obra con esquemas, fotografías de campo, diarios y textos. Ni lo uno ni lo otro. Tampoco la actitud de un Courbet, un «realista», que contempla el paisaje y lo reconstruye con sus cánones plásticos y estéticos, en su estudio. Los mares de Courbet arrostran la imagen con ellos. Esos eran otros tiempos, ahora tenemos maravillosas fotos para ello. Ciria es un artista de finales del segundo milenio, él y nosotros tenemos que contar las cosas de otra manera. Transformando una sentencia de Wittgenstein, lo que hace en este caso Ciria es considerar que «una imagen (palabra) no tiene significados, solo tiene usos». La imagen es el paisaje.

Ciria realiza un viaje físico, aparente e intranscendente, a Monfragüe. Allí contempla conceptualmente el paisaje, y lo plasma en unas pinturas. El artista ha hecho un viaje interior, real y transcendente, los elementos del paisaje le sirven como detonantes de elementos plásticos con los que construye un paisaje abstracto. Después de esto me puedo atrever a acercarme al termino de arte figurativo, realista, óptico, o como se quiera decir, frente a meros elementos plásticos. No hay tal diferencia. Con estos paisajes abstractos podemos «ver» el paisaje porque está el concepto mismo del paisaje, está el viaje mental e interior que se realiza cuando uno se queda meditando con la mirada el conjunto de imágenes que se plantan delante. En la ensoñación de la mirada, más allá incluso de la definición de Pierce, más allá de su vagabundear del espíritu, acumulando interrogantes frente a hechos particulares, cuando la mirada es un mirar que detiene los colores, las formas, y se siente una realidad, por la mirada, especial, mágica, sagrada. Estamos frente al espacio honrado de Merlau-Ponti5 en donde la percepción descubre aspectos antes incluso que la reflexión, ya que más que percepción es aprehensión de la realidad. Un lance teatral en donde se representa lo infinito mediante la catarsis de lo concreto. Volverse ciego como Edipo para poder contemplar el paisaje más allá del hechizo de la percepción.

Sentado en la sala de espera de un médico, veo enfrente de mi una reproducción de un cuadro de Monet. Las ramas de los sauces cuelgan de la parte superior de la composición, la espuma de la laguna en el medio, mientras los nenúfares chapotean en un azul frío. Podría poner el cuadro boca abajo y desde un punto de vista óptico seguiría teniendo sentido, las ramas colgantes estarían erectas, y la espuma blanca serían nubes, y el agua azulada el cielo. Pero esa mirada detenida, esa mirada mágica, esa mirada que veía mensajes plásticos en donde otros sólo veían cosas, pertenece a otro mundo. Me gustaría invitar a todo el que lea esto, a todo el que vea esta exposición, a que no cuelgue en su casa cuadros con árboles, casas, cielos, o cualquiera otra cosa que se parezca a un paisaje pintado con los ojos de Monet, de Cezanne, y menos aún de Corot, de los impresionistas, de los imitadores de los impresionistas, de los realistas, de los fauves, de los barrocos, de los hiperrealistas, de los realistas mágicos, de todo lo demás embadurnado con el sudario del arte ya enterrado, no sigo por que ya me han entendido. Dejen esos paisajes para los museos antiguos, para que allí los veneremos con todo el respeto y admiración que se merecen. Dejen que recemos con ellos, en los mundos mágicos que ellos descubrieron. Ustedes cuelguen paisajes hechos con los ojos de nuestros días, con la realidad de nuestros días, con la magia que sirve para nuestros días. Magia, elemento para pasar a otra realidad, mediante métodos no racionales, aclaro. Por ejemplo, cuelguen un paisaje tejido con las aparentes mentiras con que construimos ahora los sueños, que son las verdades con que edificamos nuestras vidas presentes, tan sólo reales por tener la efímera corona de ser actuales, la corta gloria del laurel ceñido a la frente del vivo. Sueños por los que seremos recordados en el futuro, otro sueño adivinado. Retratos de nuestros anhelos imposibles, enfrente de los cuales se ofrendarán sacrificios a nuestra memoria, cuando nosotros habitemos el polvo. Como hacemos ahora nosotros con los que antes vivieron y a los que sus artistas pusieron en los talismanes con que les devolvemos a la vida en nuestras miradas devotas, atónitas de viajar por un instante en el tiempo. Mirar atrás y verse de nuevo a uno mismo. Cuelguen por ejemplo a este pintor, que ya casi parece un clásico, porque sobre ese polvo su agua de paleta, construye lodo. Efigies de arcilla en las que podemos dejar prendidas los desgarros de nuestra tristeza de felicidad engañada. Por tener concedida la vida.

Cuelguen la obra de este pintor, aun vivo, al que llevamos al museo como a un novio a la iglesia, para consagrar su amor enredado en las sábanas de sus lienzos. De sus lienzos de virginidad perdida, de pureza no deseada. Tiempo habrá para las exequias, para la despedida de su mano, que algunos habrán besado con ternura. Tiempo habrá de llevar flores y perfumes a los héroes muertos. A los pintores que dejaron un rastro de reliquias consagradas.

IV. Despedida con hechizo y conjuro.

Si no he conseguido convencer, si quiere alguien algo más visual, pues para escoger tienen a Damien Hirst (exposición «Sensation» en el Brooklyn Museum), el escándalo de Nueva York6, de USA toda, que después de lo de Clinton y Monica, una vaca partida en trozos y metida en urnas de cristal, está revolucionando las mentes bien pensantes de ese bienaventurado país. Lo que Ciria hace es más conceptual. Primero emplea la pintura, una superficie plana, con imágenes que han sido tratadas para que el medio transformado en una combinación plástica informe de un mensaje plástico. Lo de Hirst es más inmediato, menos sutil, pero más realista, y desde luego cien por cien óptico. Es el recolmo del arte figurativo. Escándalo, igual que con Courbet y su realismo. Incluso antes, cuando Constable en medio de un prado puso un violín y mostró a la Real Academia Inglesa que la hierba era verde y no parda. Ciria no coge un árbol y lo trocea, no reproduce la luz como una fotografía (¿nunca nadie les ha recomendado que miren a una pintura impresionista con los ojos entornados para que parezca de «verdad», como una foto?). Tampoco recoge hojas y las vuelve a situar en el suelo como la referencia de un mapa esquemático. Lo que Ciria hace es mostrarnos un paisaje mental, reconstruido conceptualmente después de una experiencia interior (con la excusa o detonante del viaje a Monfragüe). Después de esto no necesitamos la descripción literal de los árboles, ni de las piedras, la luz al fin se acerca a la divinidad porque es definida como un pensamiento visual. El pensamiento visual, como la intuición, lo abarca todo de un golpe, no necesita de la lenta parafernalia del método racional. Ciria lanza un mensaje, unos paisajes. Los paisajes, como cualquier otra cosa en nuestra cultura consumista, pueden hechizar, de hecho, suelen hechizar al personal. Como cualquier anuncio, película, como cualquier imagen de la sociedad de consumo y libre (y privado) mercado, se trata de introducir una idea subliminal mediante unas imágenes que pasen a nuestra mente no consciente. Eco lo ha denominado «La estrategia de la ilusión». Cuando se analiza la imagen, se piensa en su funcionamiento, cuando se descubre el mecanismo, queda al descubierto todo un sistema ideológico de valores. Al margen de que se acepte o no, al menos queda roto el «hechizo», porque lo hemos pensado. Es el beso del príncipe que arranca la manzana envenenada de la boca de su amada, por una mirada tan sólo, Blancanieves. La pintura, y demás trabajos de arte, que reproducen un sistema estético manido, que no aporta una nueva visión de la realidad, lo que hacen es reproducir la realidad ya consolidada, establecida, por el sistema de valores (eso que algunos dicen que no existe y que se llama ideología): dominante, autorizada, proclamada, reinante, conferida de Poder, de autoridad, consagrada como la Verdad, ungida como la Salvadora. A través de sus imágenes también quedamos hechizados por una ideología que concibe al arte como un reproductor del Poder, entendido como una aproximación a la configuración de la realidad desde una perspectiva conservadora y reaccionaria. No, las obras de arte no son apolíticas, no están al margen de las ideologías, no son inocentes, afortunadamente no son inmaculadas. Si el cuadro es portador de un mensaje, de un modo de significar un contenido, el código formaliza, es un modo de tejer en una tela la experiencia. La pintura es un lenguaje más de los lenguajes de nuestra cultura. Es por ello que la englobo en las ideas de Barthes, en cuanto la lengua vinculada al Poder, ya que la lengua es un modelo de Poder, aunque no acepte que la lengua en su totalidad sea tal modelo, sino que lo matizaría con la Crítica del Saber de Foucault.

Lo que en este caso está proponiendo Ciria, es un proceso inverso. En vez de que la imagen hechice por anular el pensamiento, se decanta por que en el suceso de pensar la pintura, quede uno hechizado habida cuenta que tiene lugar un acontecimiento plástico. Un acontecimiento plástico es un discurso con imágenes, en donde la imagen llega a tener la fuerza de transmitir lo que se traduce en un símbolo visual. Pero como dice Lanceros en «La herida trágica»7, el símbolo no representa la realidad sino que la con-figura. Estando en esto, yo no me quito de la cabeza un cuadro verde, horizontal, con tres tremendos desgarros de color, con tres heridas abiertas, tres surcos sangrantes. El sol, las encinas, la pizarra, abren todo un drama de belleza. En esa mezcla agridulce de lo sublime, entendido como la contraposición de dos sentimientos, sufrimiento y felicidad. Ya que ninguno puede entenderse ni sentirse sin el otro. Entonces el artista se desborda por entre lo más recóndito del horizonte, y construye, con dedos de agua, que él mueve y que le llevan a un paisaje que puede al fin hablarnos del presente, para quedar habitado en el mundo de lo sagrado, por hermoso, desde la mirada del futuro. Será por fin entonces, habitante del museo, en la eternidad fictícia de los humano.

Mark Patxi Lanceros, «La Herida Trágica. El pensamiento simbólico tras Hörderlin, Nietzsche, Goya y Rilke». Anthropos, Barcelona, 1997, pág. 10.

Mercedes Replinger. MEIAC. Badajoz

Texto catálogo exposición en el MEIAC de Badajoz. Marzo de 2000.

EL PAISAJE EN LA CÁMARA OSCURA

Mercedes Replinger

“Ahora llega un soplo y agita la copa de la floresta,
¡Mira! y la fiel imagen de nuestra tierra, la luna
llega también en secreto, la apasionada, la noche llega,
llena de estrellas, y desde luego poco preocupada por nosotros
brilla allí la sorprendente, la forastera entre los hombres
ascendiendo triste y fastuosamente sobre las cimas de los montes”

Friedrich Hölderlin: La noche.

Algunos exquisitos caballeros del siglo XVIII gustaban, en sus salidas al campo; en los paseos entre los parterres de melancólicos jardines llevar un peculiar instrumento que se denominaba cristal de Claude; láminas acarameladas de vidrio, con el que miraban el paisaje con el tono dorado y la atmósfera velada y calida de las composiciones del famoso paisajista Claudio Lorena. Sin duda, los artistas amplían y modifican la percepción de la naturaleza hasta el punto de que es su forma de estar frente a ella, creando esquemas de visión, la que nos permite realmente a nosotros mirar. Siempre ha sido así, pues no existe la visión ingenua; nuestra percepción es el resultado de muchas miradas anteriores que nos ayudan a comprender el mundo que nos rodea. El arte se sitúa precisamente en la frontera que permite el tránsito entre el marco de nuestro ojo y el espacio sin límites de la naturaleza.

Desde esta perspectiva se comprende, en toda su dimensión, la enigmática obra con la que José Manuel Ciria inaugura, en la portada del catálogo, esta excepcional serie sobre el paisaje extremeño: una fotografía en blanco y negro de la entrada a Monfragüe a la que el pintor ha superpuesto un repertorio de matrices de cristales, de las que usaban los ópticos hasta no hace mucho tiempo, en su trabajo habitual para la elaboración de lentes correctoras de la visión. Este extraño collage señala, precisamente, que se trata de una forma de ver muy concreta lo que la mirada del artista propone sobre el paisaje. La representación del sentimiento de la naturaleza en la pintura siempre ha sido una cuestión de encuadre, de recorte de la visión, a través de la cual es posible mirar y entender el paisaje. Sin embargo, entre el cristal de Claude y los moldes que el artista propone para nuestro uso, a modo de catálogo, enganchados en clavos que podemos coger, según el gusto de cada cual, se ha perdido la transparencia del material. Las matrices son opacas, moldes de plástico de diversos colores, cuya impenetrabilidad demuestra que la relación moderna con la naturaleza ya no es aquella gozosa y confiada del siglo XVIII, final de una época donde todavía se mantenía la creencia en una relación pacífica con el entorno.

Entre la imagen clásica del mundo, que se basaba en el orden de un ideal de belleza eterno, y nuestra mirada, se ha interpuesto la conciencia de un desgarro insuperable, una quemadura, dice un hermoso poema de Aníbal Nuñez dedicado al cristal de Claude, que el conocimiento ha abierto en el interior de la visión: “lo que deslumbra hiere y sin embargo/ es la herida quien presta su sangre y su dolor a la visión más alta… Pero se va formando,/óxido de la vida, otoño de la idea,/ a modo de un barniz traslúcido, dorado,/ un cristal ambarino que amortigua la desazón del ámbito que no llegó a la altura/ y el excesivo resplandor de lo que la mirada no merece”1. Definición que despierta en mi memoria el resplandor hiriente que caracteriza las pinturas de la serie Monfragüe. No existe un cristal dorado, hecho de convenciones y costumbre, que haga más llevadera la visión de la naturaleza; nuestra mirada debe atreverse con los parajes más elevados, con los espectáculos más deslumbrantes sin protección alguna. Aun a riesgo de quemarnos, es inevitable mirar.

Sin embargo, la referencia a Claudio Lorena en el contexto de esta exposición no es una casualidad, la pintura de este artista supuso uno de los primeros ejemplos de la captación de la luz como protagonista absoluto de la pintura de paisaje. Las hermosas panorámicas de Claudio fundamentadas en una visión idealizante y clasicista, sin embargo, revelan un primer acercamiento a la visión subjetiva de la naturaleza que después desarrollarían los pintores románticos. Es más, adelantándose a la coloración iluminada de los impresionistas, en algunas ocasiones su pintura muestra como los elementos del paisaje se metamorfosean, definiendo las formas cambiantes del mundo, al contacto con la luz. En definitiva, una concepción moderna del paisaje y, en este sentido, el primer paso que atraviesa José Manuel Ciria en la construcción de la serie Monfragüe, pues toda ella es un trabajo de síntesis, un recorrido apasionado sobre el sentimiento estético del paisaje desde el Romanticismo hasta nuestro días, pasando por los acercamientos impresionistas y surrealistas al tema. Al mismo tiempo, estos cuadros presentan una reflexión sobre todo su trabajo, redefiniendo series anteriores como Manifiesto, Encuentros naturales o Máscaras de la mirada.

En un proceso de apropiación que abarca su propia obra, Ciria reelabora toda una tradición que le obsesiona sobre las formas de la representación del paisaje, por eso en Manifiesto Monfragüe sobre posible fondo Lasker modificado, el artista juega en un damero, con cuadrados blancos, negros y recortes de telas con flores, una partida que intuye fundamental para la pintura en su deseo de incorporar el modelo, el referente exterior en la propia superficie del cuadro. Toda la serie, quizá, deba ser comprendida desde la pregunta de una de estas pinturas: Reducción, ¿algo que hacer después de Malevitch y Pollock? (1999), que es lo mismo que decir: ¿algo que pintar después del despojamiento absoluto de la pintura monocromática; después del gesto expresivo, como prolongación del cuerpo del artista, elevado a la única materialidad de la pintura? Definitivamente, conviene que, como los antiguos caballeros del dieciocho, tomemos esas lentes opacas que nos ofrece el artista y, volviendo nuestra mirada hacia el interior, contemplemos estos paisajes nocturnos y exaltados, realmente pintados en una cámara oscura.

Luz y sombra en el sentimiento estético de la naturaleza

A pesar del título de mons fragorum, monte fragoso, con el que lo bautizaron los romanos, el paisaje de estas tierras tiende a la uniformidad, a una visión monótona y áspera donde los farallones y las tierras de cuarcitas imponen al conjunto un majestuoso aspecto de roquedal. Desde lejos, incluso la vegetación tupida de los bosques se confunde, solapada, con las abruptas sierras, creando una vista continua de todo el entorno, de una claridad cegadora que el artista percibe como una herida en un vacio insoportable, un desgarro en la oscuridad de estos paisajes extremeños: “intento hacer una estética áspera y Monfragüe se identifica con esta visión abrupta, un paisaje continuo, lineal y sin sobresaltos, donde destaca esa luz inquietante donde cielo y nubes se confunden en un mismo tono blanquecino”2. La imagen más precisa sería reconocer que Monfragüe parece un desierto marino, en cierta forma, una aproximación al origen de este paisaje, pues fue un océano donde el tiempo depositó todo tipo de materiales erosionados.

Monfragüe como océano o mar es la visión que propone Ciria en El pintor y la tormenta, una pintura que remite a otra anterior El monje y la tormenta (1997) en alusión directa al artista romántico Caspar David Friedrich y su célebre Monje junto al mar (1808-1810). La asociación es pertinente pues, según declara el artista, admiró en esta pintura la inexistencia de una línea del horizonte que separara el mar de las dunas de la playa; un límite que protegiera la mirada del monje sobre una naturaleza solitaria y totalmente despojada. Que José Manuel Ciria transforme el espacio infinito de mar y arena en tormenta y torbellino se encuentra dentro de la lógica del propio paisaje romántico; en realidad, frente a la pupila del monje, el artista está describiendo el vértigo, el remolino furioso que la visión de un paisaje desierto y definitivamente no humano produce en el pintor. El artista romántico, como apunta Rafael Argullol, asume la inarmonía del mundo: «la imagen del hombre en el seno de un universo congelado mediante un supremo hieratismo, que pone de manifiesto la violencia del sentimiento de escisión»3; el antagonismo terrible que se abrió en la experiencia de una naturaleza sin vínculos, propia del hombre racionalista que intenta abarcar y dominar el inabarcable espacio vacío, sin márgenes ni límites. El horizonte ha desaparecido y el pintor, dice Argullol, debe asumir su condición solitaria, su angustia infinita.

Heinrich von Kleist, precisamente asociaba esta pintura con la visión del Apocalipsis: «pero la extensión que debía contemplar, el mar, faltaba por completo. Nada en el mundo puede ser más triste y más molesto que esa situación: un único destello de vida en el extenso reino de la muerte, un centro solitario en el círculo solitario»4. En el interior de este círculo solitario, José Manuel Ciria contempla un remolino hecho de círculos negros donde la luz amarillenta posa su fulgor como en El pintor y la tormenta y, también, en Tormenta sobre Monfragüe, auténticos destellos de vida en el extenso reino de la muerte, ejemplificando la nueva relación con la naturaleza que inauguró el Romanticismo y de la que somos herederos: aquella que sitúa al hombre en un universo ilimitado y desconocido, carente de apoyos para su angustia; anhelo y terror entremezclados, sin una tierra firme en la que asentarse. Pero la sensibilidad romántica que reconoció la escisión del hombre con la naturaleza, también intentó encontrar imágenes que anunciaran su reconciliación mediante un viaje de exploración al inconsciente, renunciando a la visión superficial de las cosas para, en el interior del artista, recoger la imagen que anida en su interior. Luego, la tarea consiste en devolver esa forma próxima al corazón de lo originario a la expresión diurna del arte.

La pintura de paisaje se convirtió entonces en un lugar privilegiado donde experimentar la totalidad del universo, utilizando la fuerza del misterio de la naturaleza como puente sobre lo desconocido. Procedimiento que también percibimos en la obra de José Manuel Ciria, por ejemplo, en las pinturas aparentemente enigmáticas de Paisaje de Monfragüe con hydra crucificada I y II. Allí, en las paredes del Salto del Gitano, la luz dibuja sobre la roca sombras de formas extrañas que recuerdan las hidras, esas negras culebras del Pacífico con tonalidades blanco amarillentas, que zigzageantes se mueven vibrantes sobre la ladera del monte. Hidras de musgo similares al terrible monstruo de siete cabezas que se enfrentó a Hércules. Hidra, por último, como una constelación brillante que resalta en la noche del firmamento entre las constelaciones del León y la Virgen por el norte, y las del Navío y el Centauro por el sur. En sus tres acepciones la visión de la hidra subraya siempre un contraste entre el amarillo y el verde-noche, entre la oscuridad y el destello; elementos esenciales, luz y sombra, que definen ahora una pintura liberada del contorno de las apariencias.

José Manuel Ciria volverá a utilizar la imagen de la hidra en otras composiciones como en Hydra del sol musgo y Roca I y II, pero, en este caso, la aproximación a la naturaleza la realizará desde la estética del Impresionismo. El subtítulo de estas pinturas, Luz de Amanecer, indica precisamente un nuevo tipo de preocupaciones en relación con el paisaje: los juegos de luz que ondulan entre las laderas de los montes según la hora del día. Un acercamiento a la óptica fisiológica del Impresionismo donde la visión se ha vuelto compleja y problematizada: un ojo reducido ahora a la retina. El paisaje será entrevisto ahora desde la subjetividad de la percepción que pretende en un afán desmedido e imposible, retener la impresión fugaz, la velocidad que las primeras sensaciones del mundo dejan en nuestra alma: “la retina, advirtiendo que actúan sobre ella distintos haces luminosos, percibe, por alternancias muy rápidas, tanto los elementos coloreados disociados como su resultante”5. Pretensión desmedida, pues si hemos de creer a Octave Mirbeau cuando contempla los cuadros de Monet, en realidad se trata de percibir los fugitivos efectos de la luz incluso hasta en lo inexpresable, es decir, en “el movimiento de las cosas inertes o invisibles, como la vida de los meteoros”6. En definitiva, invisibilidad provocada por la luz que, a diferencia de los románticos, ya no se encuentra en el interior tenebroso del alma, sino en la superficie de la naturaleza, en la marcha regular de los fenómenos terrestres o celestes; en la hora exacta que el tiempo marca sobre las cosas.

En la pintura de Ciria, Formas de Monfragüe I y II (Luz del atardecer), pertenecen a esta tradición que pretende describir la gloria purpúrea de las tardes en el preciso momento en que acontece. En estas pinturas dominan los rojos encendidos por la luz de la caída de la tarde que el espectador, como pretendían los impresionistas, compone en la retina. La fortaleza de las formas se desmorona frente al puro suceder del tiempo, descompuesto en mil haces de vibraciones imperceptibles que un “ojo natural” sin los condicionantes de la memoria y la historia está capacitado para recibir. Paradójicamente, como apunta Guillermo Solana, el programa impresionista al fundamentar su teoría en las puras sensaciones visuales termina por desfondarse “en el abismo de lo invisible”7. Para Edmond Duranty el descubrimiento de los artistas impresionistas se encuentra en haber reconocido “que la plena luz decolora los tonos, que el sol reflejado por los objetos tiende, a fuerza de claridad, a reducirlos a esa unidad luminosa que funde sus siete rayos prismáticos en un solo resplandor incoloro, que es la luz”8. En definitiva opacidad de la naturaleza que de nuevo se vuelve invisible, pues los ojos, radicalmente cegados, solo pueden asimilar la velocidad de la pura luz resplandeciente.

José Manuel Ciria entrecierra la mirada y transforma el rayo de luz filtrado a través de las rendijas de los árboles en impenetrable oscuridad. De nuevo la memoria aportará las imágenes del sentimiento estético de la naturaleza, ahora aproximándose a los surrealistas. En el paisaje extremeño y rodeado de una naturaleza casi incontaminada, Ciria recuerda el sueño del campesino y convoca a Breton, Eluard y Max Ernst en Monfragüe, reunión que puede parecer extravagante si no tuviéramos en cuenta el paseo nocturno de André Breton, Marcel Noll y Louis Aragon por el parque de Buttes-Chaumont, buscando el sentimiento moderno de la naturaleza que ya solo puede cobijarse en los jardines y parques públicos como una rareza o, como señala Franco Rella, como una pieza de coleccionismo. Lugares realmente extraños donde el hombre de las ciudades intenta compensar con un racimo de flores y prados perfectamente diseñados su nostalgia de un paisaje que sabe definitivamente perdido. En la composición de José Manuel Ciria, las tres figuras de Breton, Eluard y Max Ernst brillan como garabatos iluminados en la oscuridad. Sin embargo, la noche en las ciudades modernas no se parece a las sombrías tinieblas del mundo antiguo, ahora la noche es tan sólo: “un monstruo inmenso de chapa, horadado mil veces por cuchillos. La sangre de la noche moderna es una luz cantante. Tatuajes, ella lleva tatuajes móviles sobre sus senos, la noche”9. Los surrealistas sólo pueden contemplar la naturaleza desde la inhumanidad de las ciudades, como tenebroso espejo que le devuelve su cara convertida en máscara grotesca.

La composición Breton, Eluard y Max Ernst en Monfragüe es, por tanto, una ironía, pues al hombre moderno le está negada la contemplación de la naturaleza, ahora reducida a una evocación caricaturizada de los bosques, una lejana memoria de la tierra original convertida en parcela fragmentaria de un sueño definitivamente perdido. El sentimiento surrealista de la naturaleza se encuentra en y desde la ciudad, por eso José Manuel Ciria asocia sus Nocturnos con algunos cuadros de Magritte, artista al que ha dedicado varios homenajes en series anteriores como Encuentros naturales. En esta ocasión, José Manuel Ciria ha tenido en cuenta aquellas obras del artista belga donde juega con la fluctuación entre la apariencia del día y de la noche, la simultaneidad de lo nocturno y lo diurno que había plasmado en toda la serie del El imperio de las luces (1953-1961), donde, según André Breton, se recoge lo que simultáneamente la sombra tiene de luz y lo que la luz tiene de sombra”10. En definitiva, una subversión enigmática y contradictoria del efecto romántico de la luz nocturna en el espacio de la ciudad que se ha vuelto tan misterioso como la impenetrable naturaleza.

Fusión misteriosa y ambivalente de la noche y el día que encontramos en la obra de José Manuel Ciria, por ejemplo, en La Fuente del francés (1999), un paraje situado en las estribaciones de la sierra de las Corchuelas, que desde el lado de la fuente presenta al viajero la umbría. Un misterioso cuadro que juega con la fusión ambigua del día y la noche, convirtiendo las sombras de cuarcita y pizarra de la oscura montaña en superficie luminosa atravesada por tres desgarraduras de luz negra. Un panorama nocturno para una visión diurna que juega con la extrañeza que la conjunción de dos tiempos antagónicos produce en el espectador. La evocación de la noche en el día está dotada con el poder de sorprender y encantarnos, un poder que, según Magritte, sólo puede denominarse como Poesía11. Sin duda, Ciria investiga en esa necesidad, mediante la paradoja, de indagar en el misterio que se oculta en el interior de las visiones diurnas, en absoluto, búsqueda del misterio falso o la visión artificial de lo profundo e inconsciente; se trata, por el contrario de hallar la extrañeza, la suspensión de nuestra conciencia porque asistimos al espectáculo de algo que se encuentra más allá de la percepción sensorial común.

Imágenes nocturnas

La noche proyecta formas sorprendentes que no pertenecen, en realidad, ni al artista ni a la naturaleza; imágenes de hombres o animales camuflados entre los pliegues de la tierra y el cielo que parecen creadas por una imaginación desconocida, en el límite entre el sueño y la realidad. Así, la serie Formas sobre la noche, contiene cinco cuadros cuyos títulos remiten, precisamente, al poder evocador de la noche para proponer figuras reconocibles: Como corona seca, Sueño con las ninfas, La mujer desprejuiciada, Silueta de la mirada.,… Visión antropomórfica del paisaje que ya había desarrollado, en pleno romanticismo, Carl Gustav Carus, para el que las montañas como las personas tienen rostro, presentan una fisonomía propia. La naturaleza, dice Carus, tiene anatomía, con diferentes órganos internos y una piel; las rocas representan el colosal esqueleto de la tierra. El arte del paisaje no es otra cosa para este pintor que descubrir las analogías, los diferentes estados de la totalidad orgánica del Universo. Captar la forma interna y externa de las rocas, captarla no con la mirada artística sino mediante un verdadero paisaje geognóstico12, una impresión de conjunto que sabe diferenciar las formas y los detalles que cada uno de los materiales, arenisca, basalto o granito aportan a la fisonomía de la montaña. Los roquedos y las sierras de Monfragüe de roca curtida, de abruptos y rotos perfiles tienen en la noche un rostro, muestran al visitante una fisonomía como Alucinación de hombre roca (1999) donde Ciria, huyendo de una vista pintoresca, identifica el aspecto exterior e interior de la montaña con los rasgos fantasmagóricos de una persona; la apariencia de un rostro convertido en roca, cumpliendo con el sentimiento romántico del paisaje que concebía la naturaleza penetrada de un alma, habitada por un espíritu. Por esta razón, François-René de Chateaubriand recomendaba a los paisajistas el estudio, no sólo de ciencias auxiliares como botánica y geología que ayudaran a la comprensión matérica de la tierra, sino también, el estudio de las pasiones, pues si no se conoce el corazón de los hombres, se conocerá mal su rostro y el paisaje tiene también su parte moral e intelectual como el retrato: «a través de la ejecución material el (el artista) intenta los sueños o los sentimientos que hacen nacer los diferentes sitios»13. La imaginación de lo material recoge las formas caprichosas de la piedra y la roca para dotarlas de vida activa, de rostro que, a su vez, nos observa desde la petrificación más absoluta. Como dice Bachelard, la realidad está hecha para fijar nuestros sueños.

En otras ocasiones, esta animación de lo inanimado, que la noche y sus misterios propicia, hace surgir la aparición espontánea de determinados animales como en Agualuz y la Montaña de los pájaros, un collage de lona verde gris con formas amarillas que inevitablemente trae a la memoria la montaña-aguila de la pintura de Magritte, El dominio de Arnheim (1962), una extraordinaria visión nocturna de la montaña transformada en pájaro cuyo título se fundamenta en un extraño relato de Poe sobre un constructor de paisajes. No es una casualidad que en el título de la pintura de José Manuel Ciria, la montaña de los pájaros esté asociada al agualuz pues, dice Bachelard, «en un charco está contenido el universo». En la tierra convertida en espejo acuático de formas reconocibles, las imágenes se cruzan y el artista que se complace en la contemplación de los reflejos del agua “imagina más porque todos esos reflejos y todos esos objetos de la profundidad lo ponen en el camino de las imágenes, dado que de ese matrimonio del cielo y del agua profunda nacen metáforas a la vez infinitas y precisas”14. La tierra, en un efecto de reversibilidad sorprendente, se convierte en agua, duplicando el mundo que habita en el interior de la materia.

El agua imita la realidad, inmoviliza en su profundidad el universo como Agua mimética (Zurbarán en la ermita) donde las formas superiores se repiten en las inferiores, separadas por un corte riguroso que cruza el espacio en dos mitades. Pero, el dualismo que el espejismo propone en esta obra no es simétrico, la imagen reflejada en esta composición no coincide con su reflejo, ligeramente desplazada para que la forma y su sombra no se encuentren jamas. Se trata, dice José Manuel Ciria, de un elogio de la diferencia dentro de la repetición, una grieta instaurada en la semejanza que actúa como una incisión insuperable entre el modelo y su representación como doble. La dirección de la mirada ya no es directa, ella está obligada a desviarse y, en este acto se libera de la imposición de mirar de frente para, anuladas las distancias, perderse en un misterioso extravío.

El paisaje en la cámara oscura

Mirada extraviada la que José Manuel Ciria propone cuyo fin último es, precisamente, no ver el paisaje. Toda la serie Monfragüe está realizada distorsionando el plano medio de la perspectiva tradicional . El punto de vista adoptado por el artista se encuentra siempre o muy lejos o muy cerca del objeto representado: en la lejanía que confunde la tierra y el cielo, o en la proximidad extrema que rompe los contornos de las formas. Ambas visiones, tienen el mismo objetivo: quebrar el marco del cuadro, absorber los límites del espacio. En el interior del parque de Monfragüe, entre los bosques de madroños y bajo la espesura de robles quejigos y fresnos, la mirada del artista no puede despegarse del suelo donde la luz que rebota en la tierra produce esa tonalidad amarillo Nápoles que vemos en estas composiciones; el pintor, cobijado por las copas de los árboles como cúpulas, observa el fascinante mundo que se despliega bajo nuestros ojos: los hongos dispersos y casi ocultos, las hojas caídas formando un mullido manto, el musgo húmedo de algunas rocas, todo un silencioso universo cuya extrañeza aumenta con los sonidos apagados que se perciben, entonces, con mayor intensidad en el silencio.

En la presencia cerrada de lo vegetativo, dice Grassi, sentimos la totalidad de una vida que se expresa en una armoniosa interpenetración. Fuerza vital omnipotente que “asusta al mismo tiempo que revela la insuficiencia de nuestro intento de construir un mundo propio que repose por completo en sí mismo y la temeridad de querer forjarnos un camino en este universo impenetrable”15. El interior sombrío de un bosque es uno de los lugares donde todavía el hombre, como cuando contempla el mar, siente como una herida la nostalgia de una unidad perdida en algún momento de su historia, de ahí la necesidad de volver al origen. Como apunta Fernando Castro, la pintura de José Manuel Ciria es siempre un comenzar desde el principio. Así, el orden compositivo de estas obras es un fragmento de la noche, un universo primero que escenifica el viaje interior del artista: “la noche es el tiempo en el que el color genera una verdadera fantasmagoría, un teatro que algunos poetas han contemplado como el ideal extremo de la escritura; la noche es una frontera para el pensamiento y también para esas imágenes que arrastran numerosos desgarramientos íntimos”16. No es de extrañar que toda la serie de estos paisajes se realice de noche, en el contraste y la relación entre la luz y la sombra, pero es esta una nocturnidad mental y no sólo física. El crepúsculo, la penumbra donde la luz y las sombras perfilan dibujos inquietantes, es el lugar adecuado para que el destello luminoso de una imagen tome cuerpo y se revele como el negativo de una placa fotográfica.

Volviendo hacia la población interior de Monfrague, Torrejón el Rubio, José Manuel Ciria retorna igualmente los ojos hacia sí mismo. Allí encerrado en una habitación oscura de la casa del amigo que le ha servido de guía, utiliza el techo como pantalla imaginaria donde reproducirá el destello del paisaje extremeño que ha entrevisto durante el paseo por esos parajes. En la más completa oscuridad debe olvidar todo aquello que ha visto, pues como señalaba Friedrich, el artista no debe representar la naturaleza sino tan sólo recordarla: «conduce a la luz del día lo que has visto en tu noche, con el fin de que su acción se ejerza a su vez sobre otros seres, del exterior hacia el interior»17. La visión de todo aquello que está vivo y en movimiento, dice María Zambrano, debe hacerse desde la ceguera, es necesario haber visto antes o después pero nunca en el instante, de ahí el ocultamiento inherente al acto de ver: «La luz en su propia fuente que mira todo atravesando en desiguales puntos, luminosos ojos de su faz, que descubierta abrasaría todos los seres y su vida. La luz misma que ha de pasar por las tinieblas para darse a los que bajo las tinieblas vivos y a ciegas se mueven y buscan la visión que los incluya»18. De esa oscuridad nacen los Nocturnos, seis cuadros de dimensiones notables y algunos trabajos más pequeños, que tejen con el verde noche y el amarillo luminoso un paisaje recordado desde el fondo oscuro de la invisibilidad una vez que ha terminado el viaje de exploración.

El ejercicio de representar la naturaleza imaginada y recordada después del viaje, en la soledad de un lugar cerrado y sin luz nos remite, por ejemplo, a otros celebres viajes para la contemplación de un paisaje que han necesitado de la noche para su expresión. La famosa ascensión de Petrarca al monte Ventoux, el 26 de abril de 1335, fue escrito inmediatamente después de la subida, en una cabaña rústica, porque según se expresa el poeta todos aquellos que quieren tocar la belleza, aproximarse a los lugares misteriosos donde el hombre se pone en contacto con lo desconocido, necesitan de la noche para reflejarla, “los movimientos del cuerpo tienen lugar durante el día, mientras que aquellos del espíritu son invisibles y ocultos”19. Oscuridad necesaria para la interpretación de la naturaleza que es más construcción mental que visión directa. En definitiva, hacer de la noche una morada, construir la madriguera, y construir la madriguera, dice Blanchot, es abrir la noche a otra noche 20, hacia la intimidad más profunda, hacia lo esencial que es indeterminado y, paradójicamente sostenerse, en esa proximidad que implica un no decir, un dejar transcurrir las imágenes en silencio.

En la noche el campo visual se amplía indefinidamente pues es la memoria la que crea un cerco, un lugar para habitar y recogerse. Noche en Torrejón el Rubio recoge a la perfección esta peculiar situación del artista frente a la naturaleza, donde un cuadrado de trazos luminosos encierra un espacio oscuro desde el cual se aprecia, el recuerdo de un fogonazo. El procedimiento recuerda, en todos los sentidos, la actitud de Le Corbusier en su taller de pintor; donde se hace construir una habitación, un cubo perfecto de 2,26 en todos sus lados, donde recluirse para trabajar, sin luz ni ventanas, y acercarse a lo que llama la eterna verdad. El artista suizo la denominaba la boîte à miracle, caja mágica, porque allí es posible materializar todos los deseos, construir todas las imágenes: “el cubo en el interior está vacío pero vuestro espíritu inventivo lo llenará con todos vuestros sueños”21. Necesidad de encontrar un lugar seguro, cerrado, desde el cual imaginar un mundo creado por la luz de una imaginación que recuerda.

De esta manera llegamos al final del trayecto, de la travesía estética propuesta por José Manuel Ciria cuya pintura del paisaje, sólo se puede representar desde la memoria; en el interior de una cámara oscura que es lo mismo que decir, en el taller, en el lugar habitual del trabajo del pintor que una tradición muy antigua sitúa de noche, bajo la luz inquietante de una vela como en el celebre grabado de Agostino Veneziano, La Academia de Baccio Bandinelli (1531), o la pintura de Adam Elsheimer, El Imperio de Minerva (1607-1608), entre otros muchos. Son los prestigios de la Idea, asociada a la luz artificial de la creación artística, lo que estas representaciones celebran, pero son también un homenaje al relato fundacional de la pintura, según lo ha transmitido Plinio en su Historia Natural. El autor latino relata en una famosa fábula, el origen de la pintura cuando la hija del alfarero Butades, ante la inminente marcha de su amado, dibujó el contorno de su figura, en la pared a la luz de una vela. La representación es un sustituto, un lazo que retiene en forma de sombra la presencia del amante, un recuerdo de ese estar ahí. No es otra cosa la pintura: pasión y memoria; un destello que ilumina la más profunda oscuridad.

Michael Hubert. Galería Artim. Kortrijk

Texto catálogo exposición Espace et Lumière. Galería Artim. Kortrïjk, Abril 2000.

EL NACIMIENTO DE DÉLOS O EL MILAGRO DEL AGUA:
LA ABSTRACCIÓN ÉPICA DE JOSÉ MANUEL CIRIA.

Michel Hubert Lépicouché

Cum viderem quod aqua sensim crassior,
duriorque fieri inciperet, gaudebam;
certo enim sciebam,
et invenirem quod querebam.

La pintura de José Manuel Ciria es una epopeya, un largo poema pictórico donde se celebra un único héroe, la misma pintura, a la que se arremete por todos los lados. Antaño, llegamos a conocer la abstracción lírica, cantada por unos viejos bardos que nunca experimentaron la emoción de escuchar una descarga de metralla conceptual pasar silbando cerca de sus oídos, capaz de segar a toda una generación de artistas. Esto acontecía en la prehistoria, es decir, mucho antes que los gritos de los tres celebres mosqueteros: Eduardo Arroyo, Gilles Aillaud y Antonio Recalcati nos advirtieran del peligro que corría la manzana de Cézanne al dejarse cortejar por el gusano de Duchamp. Posteriormente, el gusano fue recorriendo su camino hasta llegar al troncho, quedando de su pulpa tan sólo una línea en el último capítulo de la historia del arte escrita por el siglo XX. Al igual que todas las historias reales, por lo tanto historias que evolucionan invariablemente entre el nacimiento y la muerte, este capítulo del arte es cruel, el último en serlo, antes de que nuestros ojos se rindan totalmente a la felicidad eterna que nos prometen las imágenes de la Santa Virtualidad. Por dicho motivo, en este comienzo del año 2000, la abstracción que pinta José Manuel Ciria no puede ser más que épica.

Como muchos artistas de su generación, José Manuel Ciria procede del arte pop, con ese gusto por la imagen simple y directa cuyos efectos de fuegos artificiales impregnaron todos los estratos de la sociedad occidental. Lo demás es conocido de sobra: el abandono a esa moda de la facilidad, dejó el camino despejado para los partidarios, cada vez más numerosos, del concepto. Rápidamente, como buen español rebosante de la luz y los colores de una tierra hecha para la mirada de los pintores, la vulgarización de la imagen figurativa le llevó a considerar la abstracción como único soporte intelectual, donde pudo transplantar su nostalgia del paraíso perdido1. Así empezó la aventura de una revisión sistemática de las posibilidades de ese «otro arte», al final de la cual, se decidió: en primer lugar, pintar al óleo, cuya riqueza, generosidad y suntuosidad remiten a la tradición de la gran pintura española. Más tarde, pintar en grande, puesto que, ¿cómo podría hacerse de otra forma después de la obsesión de Pollock por el muro?. Sin embargo, tras numerosos ejercicios en otros tantos soportes diferentes, ¿qué es lo que, al final, equivalente al muro de Pollock, iba a poder satisfacer su propia obsesión?

La respuesta se la brindó lo opuesto al estatismo del muro. Una oposición con la imagen que nos hacemos de su presencia inmutable y masiva. Ahora bien, la idea que sugiere, en primer lugar, ese opuesto es la de la transición de todo ser y de toda cosa en el tiempo, del viaje de la vida que consiste en un trasvase incesante de la vivencia en los conductos de la memoria, hasta que la mano del destino cierre definitivamente la tapa. Si me he permitido esta pequeña divagación seudo-filosófica partiendo de la oposición al muro, se debe a que todo el arte de José Manuel Ciria se fundamenta en la aplicación de la ley de los contrarios, en la repulsión con que trabaja en el momento de su asociación, y en su consecuencia, en el campo plástico.

La plaza de Legazpi, en el sur de Madrid, se conoce sobre todo por ser una zona terminal de flete, visitada a diario por centenares de camiones. Los transportistas han montado allí sus oficinas y la presencia de sus cocheras explica los numerosos talleres de reparación. Cierto día del año 1990, José Manuel Ciria fue hasta allá acompañando a un amigo. Hacía buen tiempo, el resplandor del aire caliente hacía vibrar la luz por encime del puente que conduce a los suburbios. Todo hubiese ido sobre ruedas, si no hubiera sido por ese dichoso problema del soporte que había de solucionar. De repente, su amigo le vio pararse frente a uno de los talleres: delante suyo, unos trabajadores estaban despellejando un camión tirando de su lona como si fuera la piel de un conejo. La hora del despegue del arte de Ciria empezaba a sonar. Así es la leyenda, según la cual ese conejo fue la respuesta a la liebre de Beuys o, por lo menos, esto es lo que algunos espíritus malvados procuran insinuar sin cesar.

En realidad, él había caído, mucho antes de sus primeras experimentaciones, en las huellas de Viallat cuyo desbordamiento pictórico en sombrillas, toldos de flecos y lonas se había extendido muy pronto al otro lado de los Pirineos, una irradiación, al fin y al cabo lógica, que llegó hasta los manuales de la historia del arte, habida cuenta del carácter pedagógico que Support-Surface nunca ha dejado de reivindicar. En 1988 se había celebrado esa magnífica exposición de Julian Schnabel en Sevilla (antes de pasar por el C.A.P.C. de Burdeos), cuyo título Reconocimientos, adelantaba ya la deuda que el joven Ciria iba a suscribir al acudir a la misma: unas lonas inmensas de camiones militares2, elevadas a la condición del barroco local, y en las que se veían flotando, como en los estandartes sagrados, los nombres de Ignacio de Loyola y de Spinoza.

Amén de la posibilidad de pintar en grande, lo interesante de las lonas de los camiones es que este soporte es un material de reciclaje que, por lo general, se desecha. Ciria vio enseguida que esta noción de desperdicio le iba a vincular, al mismo tiempo, a las preocupaciones sociológicas del Arte povera, a las arpilleras de Millares o al yute, a las sábanas y a otros desechos textiles de Tàpies. Porque, no sólo recupera un soporte, sino también una memoria a través de esas lonas, desgastadas por el sol, el hielo o la lluvia durante centenares de miles de kilómetros recorridos contra el viento, y cuyas erosiones y vetas, debidas al roce, contribuyen a la evocación de toda una poética del viaje. Ahora bien, en la pintura no hay ninguna cita gratuita de la memoria: ella será siempre la metáfora del trabajo de acumulación, al que se dedica el pintor. Del entierro bajo distintas capas de los secretos de su pasión, sus dudas, seguridades y pavores.

José Manuel Ciria: «He querido pintar en esas lonas dada la aparente incompatibilidad de su materia plástica con el óleo». Aquí se halla su mayor contradicción, el estrangulamiento que le quedaba por salvar, con el fin de garantizar que sus lonas tuvieran ese futuro de estandartes dignos de la epopeya que había prometido narrar. Ahora bien, la pintura de semejante epopeya sólo puede ser una pintura total, el equivalente del gran arte alquimista, es decir, un arte de la investigación imposible, de la dificultad y del comportamiento del justo frente a sus limitaciones humanas. No importaba el tiempo –un año entero– que dedicaría a resolver ese problema de la incompatibilidad; su solución tenía que ser personal y, sobre todo, al contrario del trabajo de Schnabel, respetuosa hacia su sensibilidad para un material, cuyo descubrimiento le parecía comparable al de una mina de oro. ¿Qué hizo Schnabel con sus lonas para que el óleo de sus inscripciones se adhiriera en ellas? Alterar su carácter plástico embadurnándolas de cera, forzándolas, a través de este mismo revestimiento, a la domesticidad de unas vulgares lonas enceradas. Ciria excluye, de golpe, la cera como la cera excluye, de golpe, a Ciria, como si él no pudiera hacerlo de otra forma, en virtud del hecho que este parentesco fonético3 debía tratarse de la misma forma según las reglas de la contradicción, porque el culto hacia ésta, no se satisface sólo con el acercamiento de los extremos. La visualización del espíritu barroco en forma de asociaciones antinómicas: su patrimonio también está hecho de la exclusión de los semejantes.

La alquimia de Ciria es una prolongación de la de los hermanos Van Eyck, cuya leyenda se sobrepone en nuestra memoria a la, igualmente prestigiosa, del oro veneciano. Prolongación y, quizás, también desenlace, como si, reaccionando al acaparamiento de la «cosa» artística por la virtualidad dominante, la magia de la pintura al óleo se sirviera de la obra de Ciria, como pretexto para entonar su último canto del cisne.

En primer lugar los hechos: si el secreto de esta alquimia radica, básicamente, en una aportación ácida al óleo para dotarle de una calidad adherente sobre un soporte plástico (un dato que no iría más allá de una anécdota si no se especificara, al mismo tiempo, que esta técnica excluye toda posibilidad de arrepentimiento por parte del artista, como acontece en la pintura al fresco), la originalidad de la pintura de Ciria arraiga en la comprobación empírica de la reacción del óleo mezclado con agua. Cualquier comprensión de esta pintura sería imposible, si se desconociera que la fijación del color, es siempre el resultado aleatorio del fenómeno de repulsión entre estos dos elementos: una vez cumplido el gesto, el cuadro tiene que acabarse por sí mismo, y esa fase terminal, incontrolable, durará el tiempo necesario para que el agua se evapore. Aquí, cabe recordar que en su historia, la pintura, antes del ciclo del óleo al que Occidente debe el milagro de sus claroscuros, se caracterizó por otro ciclo en el que el agua estaba vinculada a los frescos y, por lo tanto, a la imposibilidad del arrepentimiento. Cómo no ver que mediante esa utilización del agua primitiva y del ácido, en la pintura de Ciria, el ciclo del óleo está a punto de cerrarse, no por una mezcla de antagonismos que conducen a su neutralidad, sino por una exaltación de los contrarios.

Todas estas experimentaciones, constituyen el fundamento de la idea según la cual una epopeya de la pintura no puede escribirse únicamente partiendo de un conocimiento hipotético del hecho pictórico, sino que tiene que pasar por una refundición de la memoria, basándose en una apropiación de cada episodio que legitime el compromiso físico del pintor. Es a través de la pérdida de la mano (¡y del ojo!) que una nueva generación de artistas del otro lado del Atlántico, recién regresada a la pintura después de haberse descarriado en el atolladero conceptual y, por lo tanto, deformada para siempre por la imposición académica actual del arte americano, se demuestra ahora incapaz de estructurar el espacio de un cuadro, retomando en su provecho a la enseñanza vanguardista. Y al sostener que ha perdido la mano, me refiero aquí, más al sentido propio que al sentido figurado, puesto que la afirmación de Duchamp «Tonto como un pintor»4 no podía tener otras consecuencias, sino la equivalencia a una amputación. Desafiando el escarnio que se permitió Duchamp, Ciria nunca ha dejado de cuestionar la sabiduría acumulada desde el Renacimiento5 en nombre de esta «tontería» que se niega a morir completamente. Por ejemplo, si tras el uso del óleo y de los grandes formatos, se intuye la influencia del Expresionismo abstracto americano, nadie duda que esta noción de cuadro que «se acaba por sí mismo», está relacionada con la problemática del inconsciente tan apreciada por los surrealistas. En cada uno de sus cuadros, Ciria nos asegura que para el pintor que escucha a su propia sensibilidad, le quedarán siempre cosas por aprender, o por decir, y que la misma pintura tendrá siempre la última palabra, aún después del accidente de Pollock, entendido como suicidio artístico, o la huida de Barceló a Malí, empujado por la asfixia.

A través de esta destreza, que le ha consagrado prontamente como uno de los pintores abstractos de más talento de su generación, Ciria ha sabido recuperar la influencia de los surrealistas sobre el automatismo «psíquico» de Motherwell o de Pollock6, mediante el efecto de un rebote en su pintura, en el que la mano desaparece detrás de la autonomía de la materia en el dominio del signo. Y no es ninguna casualidad, si el motor de esa autonomía es accionado por el agua, donde la deformación de los reflejos evoca la de las imágenes del inconsciente. La acción del agua, nos dice Bachelard7, se caracteriza siempre por una ambivalencia, y cuyo papel, a la vez emoliente y aglutinante, Ciria desvía, en su provecho, confrontándola con el óleo: ella vincula la forma en su esfuerzo de repulsión, y la desvincula a través de su evaporación, para así dejarnos ver, tan sólo el residuo pintado de un gesto.

Otra técnica prestada: el collage. Sin duda alguna, desde su descubrimiento y su aplicación al Cubismo sintético a partir de los años 1912/1913, su difusión ha sido tal que ya no merece la pena reflexionar sobre ello. Sin embargo, en el caso de Ciria, el collage merece aún una digresión porque nos obliga a preguntarnos sobre la naturaleza del soporte del cuadro y, por lo tanto, sobre su manera de funcionar. Ciria utiliza dos clases de lonas: la primera, está plastificada tan solo en el anverso, siendo el lado crudo del lienzo aquel que se pintará más a menudo; la segunda, se caracteriza por tener los dos lados plastificados, incompatibles en principio con la adherencia del óleo puro. De entrada, se ve cual es la apertura del campo introspectivo, a la que le lleva la asociación mediante el collage del revés y del anverso de las lonas en sus composiciones. Porque la línea que determina el borde del revestimiento, no es únicamente la materialización de una frontera entre dos zonas opuestas por la manera de actuar de la pintura, el eje a cuyo alrededor se articula otra vertiente del culto que Ciria consagra a la contradicción. Es también compañera, de pleno derecho, de los bordes físicos del cuadro, en los que se orientan las líneas de compartimentación en el neoplasticismo de Mondrian, detalle no desprovisto de importancia, y que tampoco dejaron de subrayar los miembros de Support-Surface a la hora de reflexionar sobre la noción de límite.

Esta referencia a Mondrian tiene una importancia capital en el arte de Ciria porque, gracias al collage, las zonas de acción física del pintor, del despliegue de sus gestos, llevados por el desbordamiento irracional de sus impulsos, se determinan por el rigor geométrico de sus composiciones o, mejor dicho, su economía racional, entendida como metáfora de una vocación constante de intelectualizar la pintura. En este sentido, se advierte una relación dialéctica constante, entre la materialización del gesto a través del color y la línea de división del plano trabajado: a veces, el color descansa tanto en esa línea como en los bordes físicos del cuadro, subrayando así su naturaleza común, y otras veces, se extiende por ambas partes como en una especie de ruptura del dique de la racionalidad, bajo el impulso de un gesto liberador sacado de los drippings de Max Ernst y de Pollock.

Asimismo, esa vertiente reflexiva de la pintura, ha ido radicalizándose con la propagación de esa estructura de oposición, surgida del collage, en la composición sobre lonas homogéneas que se trabajan únicamente por el lado crudo del lienzo o por el plastificado. En este caso, el límite que el collage materializa, se convierte en una línea de representación artificial, de manera que, a la alusión inicial al Cubismo sintético, se sobrepone la de Mondrian. Por consiguiente, todo cuadro de Ciria se transforma en el espacio de un juego de referencias que sigue desdoblándose, como una especie de puesta en escena caleidoscópica de la historia de la abstracción. Señal incontestable de su virtuosidad, con todas esas posibilidades plásticas, Ciria compone una pintura cuyo resultado nos toca tanto más directamente, cuanto más su extrema complejidad se borra, detrás de la fuerza de su expresión, que manifiesta una sola y única voluntad, un solo y único sentimiento. La limitación voluntaria de la gama de colores que contribuyen a esta fuerza podría asombrar a algunos, pero eso equivaldría a ignorar la herencia cromática de la gran pintura española, que se fundamenta, esencialmente, en la riqueza de tonalidades. La sobriedad de las tierras, de los grises, de los marrones, de los ocres debe entenderse como si de nuevo allí, detrás de esa evocación de la materia telúrica, fueran a esconderse las sutilezas de una poética de la tonalidad, que tendría más en común con la gravedad del violoncelo, que con la alegría del violín o del piano.

Asimismo, puede que no haya imagen más hermosa de ese secreto entre bastidores, que la de una pintura que se ofrece como un recital musical, en cuyo desarrollo, el intérprete, no tiene derecho a equivocarse, porque a Ciria le está vetado todo arrepentimiento durante el secado del color en su soporte plástico. Desde luego, antes que su arte se escape, al ejecutarlo, el pintor, recurre a una partitura, que es la idea o, más bien, la representación mental de una composición plástica hacia la cual deberá orientarse la obra. Por consiguiente, cada uno de sus cuadros, es el fruto de una experiencia única, entablada según las reglas de una competencia, que se han ido comprobando una y otra vez, pero cuya vocación secreta es escaparse de su rigor para así encomendarse a los caprichos del azar, a los caminos misteriosos y sin retorno de la gran alquimia del arte. Y es precisamente esta imponderabilidad, común a la fotografía, tras la acción del ojo y de la mano, que hace que esta pintura sea sobre todo un arte de la revelación y, por lo tanto, de la esperanza, pero, a veces, también de una frustración irremediable. Sin lugar a dudas, cada pintor se reserva un tiempo de reflexión, preso de la duda delante de cada obra que acaba de terminar, pero que no es nada, comparable a la incertidumbre de Ciria, que va dando vueltas alrededor de un cuadro que «se está terminando por sí mismo».

El agua, al retirarse, abusa de esa lentitud púdica de una recién casada, que sabe perfectamente lo que supone la pérdida simbólica de sus velos. Es esa piel de la virginidad que se estira en las tierras bajas, a medida que el agua refluye, entre el hormigueo y los saltitos de los animálculos que hacen la delicia de las zancudas y las algas en descomposición. Aparecen lenguas de cieno relucientes, veteadas de mocos, dignos del genio de Rimbaud que, de no ser azules, tienen por lo menos la negra elegancia del azabache surcado por ondas evanescentes. Estas algas en descomposición están presentes, de alguna forma, en esta pintura abandonada a su propia suerte, una especie de fermentación lenta del color que se endurece, se retuerce, como bajo un exceso de calor antes de cuajar al final de su destino. Porque, en esta fase de su elaboración, la materia de los cuadros de Ciria está viva, él la ve viviendo, resistiéndose durante las reacciones propias de la química orgánica, y a las que él simplemente presta sus manos de partero: Al ver ese agua que se iba espesando paulatinamente y que empezaba a endurecerse, entonces, me alegré porque sabía con certeza que encontraría lo que buscaba, dijo Hermes al ver nacer la famosa isla de Délos que, en griego, significa aparente, claro y cierto8.

Contrariamente a lo que se podría creer, esta evocación de la claridad que he querido presentar con el nombre de Délos, no es en absoluto gratuita a la hora de hablar de una pintura tan barroca como la de José Manuel Ciria. En realidad, y como cabría esperar, Ciria no deja de navegar entre dos tendencias opuestas que llegan, en el momento oportuno, para integrar mis propósitos anteriores sobre su culto a la contradicción. La primera consiste en trabajar excesivamente sus lonas, en cargarlas a ultranza de elementos que son la carne de sus cuadros, como en la serie Sueños construidos, que evoca una generación de imágenes compuestas. Ahora bien, según Ciria, esta generosidad de la carne, representa la parte más fácil de su trabajo. La otra, más dura, consiste, por el contrario, en trabajar sus lonas con escasez de recursos, depurando su superficie por espíritu de claridad, como si el auto-control del gesto y el ascetismo del color le permitieran acceder a una plenitud inversa, propia de un arte del vacío, donde la mirada deslumbrada podría no perderse, sino fijarse por completo. Raras son las exposiciones, que no muestran, a la vez, estas dos facetas críticas de su trabajo, en virtud del hecho que una no puede explicarse sin la otra, como si el arco épico que su pintura describe, corriera el riesgo de perder pie por no reafirmar, cada vez, la subordinación a su contradicción.

1 En realidad, de «paraíso perdido». Se trata de una simple imagen verbal, puesto que para José Manuel Ciria nunca se ha producido un retroceso en la pintura sino, al contrario, una lenta progresión guiada por su afán de substraerse a su función ilustrativa. Por lo tanto, para él, esta idea de un paraíso perdido de la pintura grata a Support-Surface no puede sostenerse, habida cuenta de que, si el paraíso existe, nunca se ha perdido y que, incluso, no está a punto de perderse.

2 Esta exposición de pinturas realizadas sobre lonas de camiones militares adquiere su pleno significado cuando nos enteramos que el lugar que la acoge en Sevilla, es un antiguo monasterio del siglo XIV que, entre 1610 y 1978, fue transformado en cuartel.

3 Juego de palabras en francés dado por cera y Ciria (cire et Ciria)(N.d.T.).

4 Marcel Duchamp, Duchamp du signe, Champs, Flammarion. París, 1994. Pág. 236.

5 Referente a esta pregunta, véase le relectura que José Manuel Ciria hizo de la obra de Uccello y Giotto, durante su estancia en Roma como becario de la Academia Española de Bellas Artes (1996), y que se tradujo en las pinturas de la serie El tiempo detenido.

6 Hubert Damisch, Fenêtre jaune cadmium. Fiction & Cie, Les Éditions du Seuil. París, 1984. Pág. 149.

7 Gaston Bachelard, L’eau et les rêves. Essai sur l’imagination de la matière. Le livre de poche. París, 1993. Pág. 122.

8 Fulcanelli, Les demeures philosophales. Les Editions Pauvert. París, 1979. Pág. 140.

Michael Hubert. MEIAC. Badajoz

Texto catálogo exposición en el MEIAC de Badajoz. Madrid, Marzo de 2000

DESDE LA LUZ DE MONFRAGÜE HASTA EL COLOR EN LOS CUADROS DE JOSÉ MANUEL CIRIA.

Michel Hubert Lépicouché

Comme Giotto le premier jour à l´imitation de la vie sur le mur

Rehacer Poussin, pero del natural… Tendida como un puente entre el clasicismo y la modernidad (pasando por Goya), ninguna frase resume mejor que ésta el programa pictórico que convirtió a Cezanne en el indiscutible padre de la pintura moderna. Aún más radical en cuanto a la preeminencia de la naturaleza en su concepto del arte, dejó este último mensaje1 para las meditaciones de los que más tarde se atrevieron a seguirle: Todo es, y sobre todo en arte, teoría desarrollada y aplicada al contacto con el natural. Pero, ¿hasta qué punto esta afirmación sigue siendo válida tras la aparición de una pintura puramente abstracta? Que la pintura francesa haya conseguido aproximarse a la abstracción con su paso desde Courbet hasta Cezanne, esforzándose en transcribir la experiencia visual con una fidelidad cada vez mayor, ésta es la gran paradoja que dejó perplejo a Clement Greenberg2 cuando tuvo que relacionarla con el Expresionismo abstracto americano.

Sin más referencias que la presencia material de los componentes objetivos del cuadro (bastidor, lienzo, pigmentos y barnices), se diría que el arte abstracto contradice este mensaje de Cezanne. Sin embargo, en su libro, Greenberg tuvo que reconocer que, pese a las apariencias, la pintura occidental nunca dejó de ser naturalista: al espacio libre y abierto de la pintura antigua en el que los objetos representados aparecen separados como si fueran pequeños islotes, la pintura abstracta opone un espacio continuo que liga las cosas en lugar de separarlas, convirtiéndose en un objeto total que es justamente el que la pintura abstracta representa con su superficie más o menos impermeable. Para Greenberg, el plano del cuadro, entendido como un todo, imita la experiencia visual entendida como un todo. Es decir, el plano como objeto total representa al espacio como objeto total, de la misma manera que antes de la abstracción el arte y la naturaleza se confirmaban el uno al otro. La conclusión de Greenberg no deja más escapatoria a los pintores mediocres que las recomendaciones de Cezanne: cuando la abstracción no realiza esta confirmación, se convierte en una simple decoración y es entonces cuando opera en el vacío y se deshumaniza3.

Con sus cuadros pintados tras su experiencia con el paisaje de Monfragüe (la porción de bosque mediterráneo mejor conservado del mundo), José Manuel nos ofrece una lección magistral de esta constitución del plano entendido como un todo asimilable a cualquier espacio natural, en perfecta adecuación a las sensaciones visuales retenidas tras su paso por el parque. Entendámonos bien: en este caso, no se trata de una intromisión explícita de lo natural que afectaría casualmente a la estructura de sus cuadros, como el interés por la mineralogía llega a condicionar la obra de Luis Canelo, o como la utilización de sus propios excrementos, licuados para su aplicación con fines pictóricos, remetía en los cuadros de Gerard Gasiorowski a la madre Kiga, encarnación de la Tierra y a la vez diosa de la pintura, sino de una coincidencia de lo sugestivo, traído de su viaje a Extremadura, con la constante definición del espacio de sus cuadros entendido como un todo, una «gestalt» de la totalidad que se afirma como única referencia a lo natural, tal y como lo expresó Greenberg. Por consiguiente, para José Manuel no se trató jamás de reproducir, o sea, de traducir la física en arte4, sino de dejar que, a partir de una analogía formal «encontrada» al modo duchampiano, su modo de operar se constituya en fórmulas de derivación de los sentimientos almacenados en su memoria tras su recorrido por el parque.

Tres experiencias destacan dentro del conjunto de choques visuales recibidos por José Manuel en su viaje a Monfragüe, cuyos recuerdos, de alguna manera, se encuentran materializados en estos cuadros5. Primero, el Tajo. Era verano, había una luz deslumbradora que convertía el agua del Tajo en un gran espejo, reflejando la imagen de sus orillas cubiertas por una densa vegetación. El agua estaba quieta, perezosa serpiente que estructuraba el paisaje en bandas longitudinales con sus reflejos verdes. Tan fuerte era la luz que a José Manuel le costaba elevar la vista. Como si estuviera temerosa de quedarse ciega con tanto sol, su mirada se quedaba atrapada en el paisaje, en el suelo, en la vegetación y en las rocas. Segundo, por encima de la Fuente del Francés, las rocas, una vertiente cuarcífera orientada cara a la umbría y en la que, debido a la erosión producida por el arrastre de material en el último periodo glaciar, la falta de vegetación ha dejado al desnudo tres «tiras» de rocas perfectamente simétricas que le recordaron a la estructura de sus cuadros. Están también esas manchas de líquenes en las rocas cuyo abanico de colores oscila normalmente entre verdes y grises, llegando a unos tonos rojizos muy espectaculares a causa de la sequía. Tercero, el camino. Abrigado del fulgor solar por el techo del bosque en el que sube el camino desde la Fuente del Francés hasta la cima del monte, José Manuel se percató de los impactos luminosos que producían en el suelo los rayos solares filtrados por la copa de los árboles, enigmáticas manchas amarillas parecidas a los salpicones de pintura que, desde hace años, proyecta en sus cuadros. Con la fuerza de sus impactos sobre la tierra negra, el color que la luz irradiaba no era amarillo, ni tampoco blanco, era un amarillo Nápoles y al entornar los ojos, aquellas manchas se convertían en dibujos, en formas sinuosas.

Por la noche, en Torrejón el Rubio, incapaz de conciliar el sueño por el exceso de calor, esas manchas no cesaron de golpear sus retinas transformadas en frenéticos lienzos. Insisto en esta anécdota porque el modo de aparición de estos cuadros inmateriales me parece muy representativo de la gestación de la obra real. Está claro que el detonante de estos cuadros imaginarios era el trastorno sufrido pocas horas antes por su sensibilidad en su experiencia con Monfragüe y que el río y las rocas recordados eran los agentes geométricos que definían «conscientemente» la organización de su espacio en bandas paralelas. Pero la explosión de las manchas de luz convertidas en salpicado de pintura era lo que más podía emparentar estas visiones nocturnas con un sueño totalmente dominado por el subconsciente. Esta irrupción a ciegas de las fuerzas irracionales en el proceso pictórico no supone riesgo alguno si se trata de cuadros soñados, pero todo cambia con la obra real, enormes lienzos de más de siete metros cuadrados que José Manuel puede echar a perder en un segundo. Con este riesgo de espontaneidad vuelve a enfrentarse el pintor en cada cuadro, sometiéndolo con su técnica del salpicado al principio del automatismo psíquico (para retomar a Motherwell hablando con Pollock), sin posibilidad alguna de moderar las descargas de impulsos que animan su mano.

Como cualquier obra fuertemente marcada por el Expresionismo abstracto americano, su discurso pictórico se desarrolla a nivel de la percepción, no de la imaginación, haciendo suya esa afirmación básica según la cual una gran pintura implica un intercambio inmediato: nos absorbe totalmente en ella6. Nada lírico, su expresionismo abstracto se impone a nuestra mirada como una épica de formas y colores que, en estos cuadros extremeños, mediante esa mezcla fundida de gestos y geometría, logra ser la resolución definitiva de experimentaciones anteriores o, mejor dicho, como una vuelta hacia atrás, pero de otra manera, más libre, más atrevida y, al mismo tiempo, más amplia, más generosa, como si en su trabajo José Manuel volviera a disfrutar tanto como cuando paseaba por el alucinante paisaje de Monfragüe. Para comprender el mecanismo de ese disfrute del pintor cuando vuelve a sus «viejas andanzas», he aquí otra cita de Motherwell en relación con esta idea: «Cuando necesito alegrarme, consigo llegar a ese estado únicamente si me dedico a ejecutar libres variaciones sobre descubrimientos anteriores que considero muy representativos de lo mío»7.

Independientemente del incesante vaivén entre la pintura y el almacén de recuerdos traídos de Monfragüe, está claro que la inspiración pictórica prevalece sobre la inspiración de la naturaleza, tanto por el color como por su factura y gestualidad. Si, víctimas de esa trampa de la analogía en la que siempre estamos dispuestos a caer, vemos algo de naturaleza en sus cuadros, es necesario que, a pesar de ello, seamos lo bastante lúcidos como para cambiar, en cada paso «de la luz de Monfragüe hasta el color de su pintura»8, la fórmula de «pintura del paisaje» por la de «paisaje de lo pictórico». Insisto: con sus cuadros, no es el recuerdo de un recorrido por el parque de Monfragüe lo que José Manuel propone al espectador, sino un paseo por su pintura siguiendo las indicaciones que en ella nos ofrece la entrada de la luz, siempre por el mismo lado, a la manera de las flechas pintadas en el camino del parque para orientar a los senderistas. En las piezas grandes, consigue los efectos de luz mediante unos fogonazos de color que podríamos interpretar, no como consecuencia de una incorporación equivocada de nociones de volúmenes y de profundidad en la pintura abstracta, sino como el resultado de una intención deliberada de realizar esta pintura como si estuviera recorrida por la luz natural de Monfragüe.

Estas huellas del recuerdo del parque no son nada más que la materialización del desgaste de una vivencia, material de la memoria que debe relacionarse con el desgaste de las lonas recuperadas de los camiones que sirven en ocasiones, de soportes a su pintura. Ocurre que, en estas propuestas plásticas, se mezclan distintos estratos del tiempo formando como una especie de trenzas mnemónicas, a base de acumulación, de superposición y entrecruzamientos, que nos permitirían establecer un cierto paralelismo con el concepto de tiempo atrapado por las trenzas del fluido pictórico que posibilita la técnica del dripping en la obra de Pollock9: primero, Monfragüe; luego, el material de la memoria aportado por las lonas recuperadas y, además, por su ensuciamiento en charcos de barro y aceite; finalmente, la huella del gesto creador que, más que fosilizada en la superficie de la lona, queda materializada bajo forma de «residuo» del gesto, quedando relegada en orden de importancia por detrás de la propia organización del plano, la sutilidad de los tonos y los efectos matéricos. Sin embargo, en algunos cuadros presentes en esta exposición, el recuerdo implícito de la gestualidad de Pollock, que, a su vez, sería el cuarto componente de estas trenzas mnemónicas, otorga a este «residuo» del gesto una importancia nada desdeñable.

Al ser una réplica natural de su pintura, y como respondiendo a una llamada secreta que le llegaría hasta su estudio madrileño, era casi inevitable que José Manuel acabara algún día por recorrer el extraordinario paisaje de Monfragüe, cuya fuerza le pareció confirmar que el mismo espíritu creativo de la tierra mora en su pintura: él andaba por el camino de la Fuente del Francés, y la tierra le hablaba de sus cuadros, con su memoria de tierra, con los huesos de los hombres sepultados bajo toneladas de olvido. Una humilde flor es la labor de siglos, escribió William Blake, y a José Manuel le pareció que las manchas de color que florecen en sus cuadros eran también el resultado de innombrables siglos de esfuerzo por parte de una naturaleza que supo convertir la savia de las plantas en sangre para sus manos. Ese es el tema de la representación de sus cuadros, el significado de su pertenencia a las fuerzas vitales que animan el mundo y, como la poesía de Rilke en la que una cosa se transforma en imagen de otra, su pintura no es más que la imagen de sus propias cualidades que flotan, no como en el fuego y en el soplo del fuego evocados por Rilke, sino en la piel de la tierra y en el sudor de la piel de la tierra. En sus cuadros percibimos la tierra como cuna de la vida y como lecho de la muerte, fascinados -como fascina un volcán o el mar de hielo movido por los glaciares- por la violencia telúrica que sufre su pintura en su paso desde el desorden cósmico hasta la armonía de la vida pintada por Giotto, el primer día, sobre el muro.

9 La analogía entre trenzas matéricas y trenzas de imágenes mnemónicas se encuentra perfectamente confirmada por los estudios de Bergson: Llamo materia al conjunto de imágenes, y percepción de la materia a estas mismas imágenes relacionadas con la acción posible de una cierta imagen determinada, mi cuerpo. Henri Bergson, Matière et mémoire, cinquantième édition, Presse universitaire de France. París, 1949. Página 17.

Miguel Logroño. MEIAC. Badajoz

Texto catálogo de la exposición en el MEIAC de Badajoz. Marzo de 2000

CON BACHELARD Y CIRIA EN EL BOSQUE DE MONFRAGÜE.

Miguel Logroño

Soy un devoto lector de la obra del filósofo y ensayista francés Gaston Bachelard (1884-1962), uno de los más luminosos pensadores de la cultura del siglo XX en los campos de la fenomenología y de la epistemología, y, en mi criterio, el más penetrado -lo entendería como un «rompedor», como un creador genuino- en el ámbito discursivo de lo que el propio escritor llama «la imaginación de la materia». Que no significa -anticipo para expertos y cátedros de solapa de libro- que la materia, sea barro, metal o basura -esta última muy apreciada por cierta penosa inteligencia de consumo, la materia basura-, posea la facultad de imaginar y, en consecuencia, imagine, sino que la materia excede a su ser material, científicamente considerado como entidad «impensante» -la materia no piensa, según parece-, y es capaz de estimular la imaginación del contemplador, obteniendo respuestas determinantes para el conocimiento del proceder de las cosas y de los fenómenos, ya en el orden físico o en el poético. Dicho de manera simple -lo que hubiera aliviado este largo devaneo- la imaginación de la materia consistiría en imaginar la materia, como si esta tuviese -vaya usted a saber- el don de lo que imagina.

Casi soy tan devoto de Bachelard como, en el plano pictórico, lo soy de José Manuel Ciria, de su ser expresivo, de su hondo y vibrante entendimiento de la representación, desde la consideración formal hasta una muy personal -y, a la vez, universal- cualidad expansiva de la forma, o de la informa, en el compromiso de la representación. De concebir y ver una cosa, una situación según una nueva presencia -de donde la raíz etimológica de representare-, que es como decir otra realidad de la misma realidad a la que el pintor dirige su visión y su sentimiento. De hecho, como el de Gaston Bachelard, así es también el ánimo, racional y sensible, de Ciria, un artista que pudiera estar inserto en la dinámica de la imaginación de la materia, que la imagina, es verdad, pero que da un paso dialéctico no se si decir superior o de otro orden, ya que, además de imaginarla, ha de (re)elaborarla física o manualmente, dado que la imaginación -junto a los múltiples factores que «hacen» un proyecto que ha de expresarse- trascendida en pintura tiene que ser visualizada por el contemplador. La representación que propugna lo pintado no es de carácter especulativo, ni cuánto menos científico -no pertenece al campo de la epistemología-, sino que es de naturaleza visual. La puerta por la que «entra» la pintura, o por la que nosotros «entramos» en ella, está en la mirada. Otra cosa son los lugares, las estancias, la «casa» -dicho a la manera bachelardiana- adonde la pintura llega, y el contemplador con ella, cuando se va trazando un territorio perceptivo precursor del gran encuentro, y es que algo denota allá adentro que la mirada de lo representado se transforma en visión.

Titula José Manuel Ciria el gran proyecto pictórico realizado para el M.E.I.A.C. de Badajoz, «Monfragüe. Emblemas abstractos sobre el paisaje». Diré por mi cuenta, en una interpretación personal mía, que el pintor -el pintor maestro que es este absoluto creador-, tras la contemplación directa, demorada del paisaje de Monfragüe «abstrae» una cierta emblemática o evocación esencializada de imágenes, de formas, de ¿símbolos? de tenor pictórico y poético a través de lo que el paisaje que Monfragüe es en la realidad lo es también en el lienzo. Pero no sólo, aun siendo lo nuclear -sigo interpretando por mi cuenta-, el paisaje específico de Monfragüe, sino el paisaje en general, como proyecto de representación ante el que un pintor se sitúa, y trata de verlo, y de pensarlo y de interiorizarlo, y de abstraer, o de extraer, algo como una ponderación sensible de lo que el artista llama emblemas o valores universales del paisaje desplazados -porque no participan de lo esencial- de un sentimiento «realista», naturalista del paisaje. De ahí el orden abierto, expansivo del hermosísimo Monfragüe pintado por Ciria: su razón emblemática en tanto que inmanencia de un concreto paisaje, y las razones, también pictóricas, «emanando» de la contemplación, que se abren y se funden con otras contemplaciones -así, los espacios llamados «Manifiesto» y «Máscaras de la mirada», entre otros- que conforman el paisaje incesante del artista.

Cuando hablo de paisaje y Monfragüe me estoy refiriendo, fenomenológicamente, al termino «bosque». Con Bachelard y Ciria en el bosque de Monfragüe, he puesto en el principio de una exploración que, por vías distintas, nos conducirán a una común revelación. José Manuel Ciria -doy fe- ha estado en Monfragüe, lo ha recorrido paso a paso, lo ha asumido en todos sus signos, aspectos y colores, lo ha visto, digamos, a través de la cámara abierta al bosque real y lo ha vuelto a ver, o a «imaginar», por medio de la cámara o caja negra de una noche en Torrejón el Rubio -corazón de Monfragüe-, en la que José Manuel, en estado de catarsis, cierra los ojos de su habitación cerrada a cal y canto a cualquier intromisión luminosa de cuanto le rodea, y como el pintor y fotógrafo alemán Wols -«ver es cerrar los ojos», dijo éste-, José Manuel Ciria ve. El positivo y el negativo de las cosas, es decir, las múltiples apariciones que conforman la realidad paisaje, o bosque, filtradas por aquel estallido de oscuridad o de luz vivido una noche en Torrejón.

Entre tanto, no sabría decir -o no me atrevería a hacerlo- si Gaston Bachelard estuvo alguna vez en Monfragüe. Poniéndome en la hipótesis «peor» para mi discurso -que ciertamente no lo hubiera visitado-, tal contrariedad no me afectaría de hecho, porque pienso que se puede conocer un lugar sin haberlo visto. Sencillamente, habiéndolo imaginado -también este puede ser un asunto de la imaginación de la materia-, y no de una manera expresa, sino genérica, difusa, irreal. Imaginar un paisaje es soñarlo, acto que equivale a poseerlo. ¿Quién llegaría a creer que el más preciso y bello canto hecho a Grecia, a través del poema «El archipiélago», se debe a alguien, el poeta Friedrich Hölderlin, que nunca estuvo en ese país? «…Creta se yergue y Salamina verdea; alboreada de laureles, florecida de rayos, levanta Delos a la hora del amanecer, entusiasmada, su cabeza; Tenos y Chios abundan en frutos purpúreos; de las embriagadas colinas mana el vino de Chipre, y en Calauria se precipitan arroyos de plata, como entonces, en las viejas aguas del padre…». Pocas veces se ha expresado -se ha imaginado y soñado- con tanta exactitud y hondura el sentimiento de lo físicamente desconocido que, no obstante, conoce.

El conocimiento del bosque que yo entiendo como el de Monfragüe en el ejercicio imaginante de Bachelard adquiere su manifestación central en el libro «La poética del espacio» -el lector avisado debe de saber que prácticamente toda la obra del filósofo francés está publicada en español, por el Fondo de Cultura Económica-, justamente en el capítulo que desarrolla la percepción de «La inmensidad íntima». Dice Gaston Bachelard: «La inmensidad está en nosotros. Está adherida a una especie de expansión de ser que la vida reprime, que la prudencia detiene, pero que continúa en la soledad. En cuanto estamos inmóviles, estamos en otra parte; soñamos en un mundo inmenso. La inmensidad es el movimiento del hombre inmóvil. La inmensidad es uno de los caracteres dinámicos del ensueño tranquilo».

Pero pienso, ya digo, que Bachelard nunca estuvo en Monfragüe. He tenido la curiosidad de anotar la diversidad de árboles que cita el escritor entre los habitantes del bosque: pino, higuera, castaño, laurel, boj, manzano, nogal, cedro, roble, álamo, chopo, palmera, granado, fresno, olmo…, y no encuentro la encina, emblema de Monfragüe, árbol sagrado de Extremadura, que no se le ha podido hurtar a José Manuel Ciria entre sus abstracciones emblemáticas sobre el paisaje, y tampoco se le habría hurtado a Gaston Bachelard, cuando por boca del poeta Pierre-Jean Jouve habla del bosque sagrado. «Así, el bosque de Pierre-Jean Jouve -dice- es inmediatamente sagrado, sagrado por la tradición de su naturaleza, lejos de toda historia de los hombres. Antes que los dioses estuvieran allí, los bosques eran sagrados. Los dioses han venido a habitar los bosques sagrados. No han hecho más que añadir singularidades humanas, demasiado humanas, a la gran ley del ensueño del bosque».

Cuenta Bachelard cómo René Menard, en «Le livre des arbres», presenta un admirable álbum de árboles donde cada árbol está asociado a un poeta. Por mi parte, nunca sabré explicar, metido en el campo de la casuística y la analogía, por qué Ciria, cuando sueña y pinta las tres oquedades rocosas de La Fuente del Francés las dedica también a tres poetas: André Breton, Paul Eluard y Max Ernst. ¿Se trata de un José Manuel Ciria surrealista, dada la adscripción estética de los citados? ¿Por qué no? Todo puede suceder cuando el espíritu del pintor cae en trance de ensueño en la inmóvil visión de la inmensidad del bosque, que ya empieza a ser lo que no es en el estricto plano de la fenomenología, y se distiende por otras lasitudes. Y, desde luego, ese improbable pero posible Ciria surrealista que yo empiezo a «ensoñar» como sí dando crédito a mis sueños se me confirma cuando se detiene en el mismo espacio imaginante ya referido y de la cámara oscura, así pues radiante de su ensueño de una noche esencial en Torrejón el Rubio saca y pinta a Benjamín Peret, el gran poeta -junto a René Char- de los surrealistas, y lo ve, no se si en el castillo, frente a la inmensidad del sagrado bosque de Monfragüe.

«Con las imágenes del bosque profundo -prosigo la línea reflexiva de Bachelard- acabamos de dar un esquema de este poder de inmensidad que se revela en un valor. Pero podemos seguir el camino inverso y, ante una inmensidad evidente, como la inmensidad de la noche, el poeta puede indicarnos los caminos de la profundidad íntima…». «Y precisamente, Baudelaire -continúa nuestro «guía» fenomenológico de Monfragüe- dice que en tales ocasiones, el sentimiento de la existencia está inmensamente aumentado. Nosotros descubrimos aquí que la inmensidad en el aspecto íntimo, es una intensidad, una intensidad de ser, la intensidad de un ser que se desarrolla en una vasta perspectiva de inmensidad íntima».

Y del sentimiento de la inmensidad en el bosque, al sentimiento de lo inmenso en el árbol. «Los poetas -escribe Bachelard- nos ayudarán a descubrir un goce de contemplar tan expansivo, que viviremos a veces, ante un objeto próximo, el engrandecimiento de nuestro espacio íntimo. Escuchemos, por ejemplo, a Rilke, cuando da su existencia de inmensidad al árbol contemplado (Poema de junio, 1924): El espacio fuera de nosotros gana y traduce las cosas: si quieres aceptar la existencia de un árbol, invístelo de espacio interno, ese espacio que tiene su ser en ti. Cíñelo de restricciones. Es sin límites, y sólo es realmente árbol cuando se ordena en el seno de tu renunciamiento».

Me dispensará el lector que continúe la cita bachelardiana no para lucirme con voz que no es la mía -y bien se nota por su claridad y elocuencia que no lo es-, sino para completar el itinerario de un pensamiento, para no romperlo abruptamente. «En los dos últimos versos, una oscuridad mallarmeana obliga al lector a meditar. El poeta le plantea un hermoso problema de imaginación. El consejo: «ciñe el árbol de restricciones» sería primero la obligación de dibujarlo, de investirlo de límites en el espacio exterior. Obedeceríamos entonces las reglas simples de la perfección, seríamos «objetivos», ya no imaginaríamos. Pero el árbol está, como todo ser verdadero, captado en su ser «sin límites». Sus límites no son más que accidentes. Contra el accidente de los límites, el árbol necesita que tú le des tus imágenes superabundantes, nutridas por tu espacio íntimo, por ese espacio que tiene su ser en ti. Entonces el árbol y su soñador, juntos, se ordenan, crecen».

Como quien dice, he de escribir en voz alta para escucharme a mi mismo -y no releerme- al unísono de lo que escribo, «imaginando» a un incomparable pintor -tan enteramente él, tan poco sometible a esquemas ni dictados ajenos, que no sean los propios puestos siempre en revisión, y en tensión-, ocupando un hipotético lugar en una pintura de la fenomenología. Bien se que el «bosque» pictórico del momento -metáfora sociocultural- es bastante así, fragoroso y confuso. Pero no el árbol de Ciria, la savia, el vigor y el talento que discurren por sus vasos interiores, que, lejos de impedir ver el bosque general de la pintura, le confiere nitidez, mientras el árbol del pintor se engrandece, se destaca y singulariza, en la inmensa medida de su espacio íntimo.

José Manuel Ciria, como el soberbio pintor que es, como todo real pintor, dije líneas atrás que tiene que visualizar la realidad: verla él, soñarla, imaginarla si se quiere, pero verla, y procurar que la vean los demás. Tiene que ser directo, «emblemático», conforme al lema que acompaña a la afirmación sustantiva de Monfragüe, decantado, esencial, pero directo en la percepción y en la representación. Tiene que «ir al grano», como coloquialmente se dice de quien es capaz de iluminar el ser fundamental de las cosas y de las situaciones. Y ahí estará también la magia, el misterio de lo representado. En concluyentes palabras -pues no me confundiré, no me negaré a mí mismo con lo apuntado en alguna otra ocasión-, el entero pintor que es Ciria tiene que ser unívoco, súbito como el rayo, y multívoco y pausado y calmo a la vez; como el rayo tiene que poseer la facultad de atravesar los varios pliegues con los que la realidad se «oscurece», se deforma y conforma, y como la luz tenue, persistente y velada, ha de iluminar la misma realidad «plural», y desvelarla, y revelarla como si la realidad tuviese sólo un único pliegue.

La visión que persigue el pintor, por irrenunciables dictados de oficio, ha de homologarse con razones, casi esquemáticas, que lleguen más por derecho al sentimiento del espectador. De esta manera -aunque yo, que no soy pintor, sea tan bruto, tan poco sutil que llegue a simplificar peligrosamente-, si dices Monfragüe, bosque, árbol, musgo, hierba, y todo el posible código de lo vegetal, el pintor dice verde, una (in)concreta intensidad -como la medida de lo inmenso, de lo que no tiene medida- del verde. Mientras tanto, el imaginante fenomenológico, como no tiene que «pintar», o como pinta fundamentalmente con el medio de la palabra, es más discursivo, más divagante y «palabreador». Puede ser incluso más brillante, pero con otro sentimiento del brillo que el del pintor. El brillo que expande el pensamiento del fenomenólogo es el brillo unívoco del rayo, el resplandor. El celérico resplandor del rayo. En tanto que el brillo que es capaz de extraer y de inspirar el pintor es el que envuelve y apacigua al rayo, el unívoco y el multívoco. Más que el brillo del fulgor, es lo inmanente y lo dimanante que ilumina, lo permanente: el brillo del pintor es la luz.

Así me lo indica -yo, un confidente privilegiado- el propio José Manuel Ciria en algún momento del volcado, febril proceso de ejecución de «Monfragüe»: «mi gran preocupación es la luz». Parece que ha escuchado al mismísimo Gaston Bachelard, que considera al pintor «un productor de luces». El caso es que el filósofo dice eso a propósito de un pintor que tiene muy poco que ver, en cuanto a estilo o manera, con Ciria: Georges Rouault. ¿O sí tiene algo que ver? Cuando se trata de reales pintores aunque las posiciones de «estilo» parezcan alejadas, siempre hay algo común que acerca, o que une, y ese algo se llama alma. A propósito, Bachelard toma prestadas unas palabras de René Huyght en un prefacio escrito para una exposición de Rouault en Albi, en las que dice: «Si hubiera que buscar por dónde hace explotar Rouault las definiciones…, tal vez tuviéramos que evocar una palabra un poco caída en desuso, a saber, alma». Y después de hacer unas hermosas consideraciones sobre el alma, la luz interior y exterior, Bachelard escribe en primera persona: «Pero el que habla aquí es un pintor, un productor de luces. Sabe de qué foco parte la iluminación. Vive el sentido íntimo de la pasión de lo rojo. En el principio de tal pintura hay un alma que lucha. Semejante pintura es, pues, un fenómeno del alma. La obra debe redimir a un alma apasionada». Y como corolario de lo apuntado, trasladando un luminoso pensamiento del poeta Pierre-Jean Jouve, subraya Gaston Bachelard: «La poesía es un alma inaugurando una forma». ¿Podremos decir lo mismo de la pintura, y en tal caso, de la pintura de José Manuel Ciria? Yo creo que sí: «La pintura es un alma inaugurando una forma».

Tres espacios imaginantes contemplan, según el proyecto pictórico de Ciria, los «emblemas abstractos» que hacen posible la visión central de Monfragüe, el «alma inaugurando la forma» de su paisaje, y la proyección concéntrica, como la sucesión de anillos y de círculos que origina la piedra que es arrojada al agua, que va alcanzando el perímetro haciéndose del tema «paisaje» en el pintor. Los tres espacios están marcados por la luz: el día, el atardecer y la noche -según escribo, no lo puedo evitar, pienso a la vez en José Manuel y en Bachelard. En los cuadros de día -dicho sea esquemáticamente; nada podrá suplir la percepción sensible y directa de la obra; la palabra, describiendo pintura, es por naturaleza un proyecto fallido-, digo que son cuadros de día los que el blanco se hace más blanco -esto me suena a detergente, qué horror- sobre rojo o sobre verde, por un sencillo tema de puesta en valor cromático o de contraste. Y en ese punto, las circunferencias concéntricas del agua se ensanchan y acogen a proyectos paisajísticos de José Manuel Ciria que siguen abiertos en su biografía de trabajo. Por ejemplo, el proyecto «Manifiesto», que protagonizó su última exposición personal en Madrid, en la galería de Salvador Díaz, o el más antiguo, e inconcluso aún, proyecto paisajístico de «Máscaras de las mirada», si bien estas, las «Mascaras», se podrían ajustar con más propiedad al espacio de los cuadros de atardecer, en tonos rojizos, amarronados y otros. Y, al fín, o en el principio, el espacio «cuadros de noche», que es el azogue que más profundamente refleja la sutil, inmediata -inmediatamente sagrada, como la silenciosa inmensidad del bosque-, evanescente, emanada, descendida, luz como de noche, como de día, de las formas por las que se evidencia Monfragüe. Como estoy convencido de que lo he explicado mal, en suma, de que no lo he sabido explicar, invito al contemplador a que ignore de inmediato cuanto he escrito en esta dudosa orilla en la que el impulsivo y apasionado que soy ha querido ser cartesiano, clasificatorio y racional y, para no caer en la irremediable confusión, se adentre plácidamente en el bosque. La verdad es que la visión -imaginante, real, (im)precisa, colorista, sensitiva, visual, olfativa, gustativa, genial- que ha hecho Ciria de Monfragüe no tiene pérdida. Monfragüe es un verde, como la encina, es un negro, como la pizarra, es un blanco, o el parpadeo de unos blancos sobre el negro y el verde, como Extremadura, bosque sagrado de Extremadura, Monfragüe, como una bandera, como un emblema, como la visión -real- más sincrética de un país.

Y un azul es por igual Monfragüe. El tono, la intensidad y el tiempo -y el espacio- de ese azul tratará de describírnoslos Gaston Bachelard en otro libro capital para la comprensión de la imaginación de la materia, el que lleva por título «El aire y los sueños». Prosigue la colosal, levísima interpretación de su paisaje Bachelard, y en una recapitulación dedicada a «El cielo azul», pareciendo soñar Monfragüe, escribe: «…El azul del cielo es tan irreal, tan impalpable, tan cargado de sueño como el azul de una mirada. Creemos mirar al cielo azul. Y es de súbito el cielo azul lo que nos mira. Tomamos este documento, de una pureza extraordinaria, en el libro de Paul Eluard «Dar a ver»: «Muy joven, abrí mis brazos a la pureza. No fue más que un batir de alas en el cielo de mi eternidad… Ya no podía caer». La vida de lo que vive sin ningún esfuerzo, la ligereza de lo que no corre ningún peligro de caer, la sustancia que posee la unidad de color, la unidad de calidad, son dados en su certidumbre al soñador aéreo. El poeta capta, pues, aquí la pureza como un dato inmediato de la conciencia poética. Para otras imaginaciones, la pureza es discursiva, no es intuitiva ni inmediata. Entonces es preciso formarla en una lenta depuración. Al contrario, el poeta aéreo conoce una especie de absoluto matutino, está llamado a la pureza aérea «por un misterio donde las formas no desempeñan ningún papel. Curioso de un cielo decolorado del que se desterraron los pájaros y las nubes. Me volví esclavo de mis ojos irreales y vírgenes, ignorantes del mundo y de ellos mismos…».

«En resumen -continúa Gaston Bachelard-, la ensoñación ante el cielo azul -únicamente azul- plantea en cierto modo una fenomenalidad sin fenómenos. Es decir, el ser meditador se encuentra así ante una fenomenalidad mínima, que puede todavía decolorar, atenuar, que puede borrar…». Y más adelante, algo como un giro o un retorno fenomenológico: «Ese momento tenue -tiempo admirable de la movilidad íntima- la ensoñación aérea sabe revivirlo, empezarlo de nuevo, restituirlo. Incluso ante el cielo azul más fuertemente constituido, el ensueño aéreo, el más ocioso de los ensueños, vuelve a encontrar la alteración de lo oscuro y de lo diáfano viviendo un ritmo de sopor y despertar. El cielo azul es una aurora permanente. Basta contemplarlo con los ojos semi-cerrados para encontrar de nuevo ese momento en que, mucho antes de los resplandores áureos del sol, el universo nocturno se va a hacer aéreo. Viviendo sin cesar este valor de aurora, este valor de despertar, se comprende el movimiento de un cielo inmóvil. Como dice Claudel: No hay color inmóvil. El cielo azul tiene el movimiento de un despertar».

Un cielo azul, profunda, intensamente azul, así pues, una fenomenalidad sin fenómenos. O la representación de un cielo inmóvil, como señala Claudel. Pero el cielo azul de Monfragüe es un cielo en movimiento, lisa y llanamente expresado, sin adjetivaciones ni añadidos metafóricos en lo inmóvil. Y el pintor mira el cielo y pone en movilidad, por ejemplo, sus ensoñaciones de nubes. O de pájaros. «Todo en el aire es pájaro»: ¿quién lo dijo? O de rocas. En el libro «La tierra y los ensueños de la voluntad», reflexiona Bachelard: «Muy a menudo, el soñador de nubes ve rocas aglomeradas en el cielo con nubes. He aquí lo recíproco. He aquí la vida imaginaria intercambiada. Un gran soñador ve el cielo en la tierra, ve un cielo lívido, un cielo derruido. El montón de rocas en todas las amenazas de un cielo tempestuoso. En el mundo más estable, el soñador se pregunta entonces: ¿Qué irá a ocurrir?».

«Solo la imaginación literaria de la roca tolera el juego de estas semejanzas. Sería extraño que un pintor diera a una roca forma humana. Sólo el escritor puede limitarse, con pluma fácil, a sugerir una semejanza». Y avanza Gaston Bachelard a algo como un epílogo: «De tal suerte parecería que, en una especie de diálogo de las rocas y de las nubes, el cielo viniera a imitar a la tierra. La roca y la nube se acaban una a otra. El abismo rocoso es una avalancha inmóvil. La nube amenazante es movimiento en desorden». Epílogo aliterado con unos versos de André Frenaud que «cuadran» con precisión en el sueño aéreo de Ciria en Monfragüe: «Inexorable pared, las rocas negras, las nubes colmaron toda sima de la Noche».

Claro que la imaginación, quiero decir, la representación de Monfragüe en el emblemático proyecto de José Manuel Ciria no contempla sólo imágenes o elementos matéricos de aire y de tierra, sino también de agua. El río, la fuente, la fluencia, en suma, del agua, constituye un elemento movilizador de la inmensidad inmóvil del paisaje de Monfragüe, y en proyección, del «Monfragüe» específicamente enmarcado por el espacio de pinturas acogidas a este nombre. En casi todos ellas existe una franja, un borde, un (i)límite de incertidumbre entre la «realidad real» del paisaje, la realidad táctil, cabría decir, y la «realidad irreal», o realidad reflejada, factores imaginantes para una concertación tierra y agua del paisaje, o para un ¿enfrentamiento? cuando hayamos de optar -si fuera necesario hacerlo- por una única razón paisajística de lo representado entre verdad e ilusión.

Siguiendo el discurso en torno a la imaginación de la materia, entiende Gaston Bachelard -en su obra «El agua y los sueños»- que «si la mirada de las cosas es ligeramente dulce, ligeramente grave, ligeramente pensativa, es una mirada del agua. El examen de la imaginación nos lleva a esa paradoja: en la imaginación de la visión generalizada, el agua juega un papel inesperado. El ojo verdadero de la tierra es el agua. En los nuestros, el agua sueña…». Y yendo de nuevo en busca de la roca en «La tierra y los ensueños de la voluntad», encontraremos un luminoso pensamiento del escritor del agua y lo que se refleja, digamos la realidad y su reflejo, tema que acaba de apuntarse y que es capital al tratar de penetrar en la realidad a través del espejo de Monfragüe pintado por José Manuel Ciria.

«En una meditación de Thoreau -observa por su parte Bachelard-, es sensible una extraña inversión de la imagen que vincula la frente pensativa y la roca. La inversión va muy lejos. Thoreau busca la significación con frecuencia legendaria de la profundidad de los estanques. No siempre es necesario que el agua sea profunda. Si la margen es montañosa, con picos y peñones que se reflejan en el agua, basta para que soñemos una profundidad. El soñador no puede soñar ante un espejo que no sea profundo… En nuestro libro La tierra y los sueños del reposo, tendremos otras oportunidades de demostrar la isomorfia de las imágenes de la profundidad. Esa isomorfia funciona entre el peñón que domina las aguas y la ceja que domina los ojos. Irguiéndose por encima del estanque, la roca excava un abismo bajo las aguas. Los geógrafos explicarán las cosas de otro modo. Pero perdonarán a un filósofo soñador que busque en el mundo todas las imágenes de la profundidad de reflexión».

Me resisto a poner punto y final -sea, en todo caso, punto y seguido- a una meditación compartida, o repartida, entre un soñador de imágenes de la materia a través de la palabra y otro soñador por medio de la pintura. No diré que por caminos divergentes -sería absurdo-, ni siquiera paralelos: diré que por caminos personales, cada imaginante a su manera ha venido a dar, a converger en un horizonte común. El proyecto de Bachelard, para revelar Monfragüe, ha precisado de palabras, que son imágenes motoras, imágenes que articulan imágenes, y cuya capacidad de representación no conlleva una literalidad concreta en el plano de la «apariencia» -las palabras no hay que pintarlas-, sino una expansividad intangible en el ámbito del pensamiento. El proyecto de Ciria, para mí mucho más comprometido ante la prueba tangible del paisaje real de Monfragüe, no ha podido ser especulativo, no ha podido recrearse en la jugada. Ha sido; perdón, he de escribir en presente: es pintura y sobre todas las cosas pintura. Es, por medio de un inconcreto número concreto de obras, imaginar una materia, Monfragüe, que se materializa en la inmateria. Es tocar la tercera dimensión -la hondura, lo profundo- de un proceso representativo que únicamente necesita, en lo técnico, de dos dimensiones, y conformar un paradigma, el genuino ser de la pintura. Hay una obra en el conjunto de este proyecto que José Manuel Ciria titula, me parece, entre interrogaciones: «¿Algo que hacer después de Malevitch y Pollock?». Si -respondo yo en nombre de Ciria-, haber pintado Monfragüe.

Rosa Pereda. MEIAC. Badajoz

Texto catálogo exposición en el MEIAC de Badajoz.
Madrid, Marzo de 2000.

Entrevista

JOSÉ MANUEL CIRIA EN CONVERSACIÓN CON ROSA PEREDA.
EL PINTOR EN MONFRAGÜE

Vivimos en un momento mágico, quizá de vuelta de muchas cosas. Quizá de vuelta de una supuesta radicalidad. Una radicalidad mal interpretada, que propició una suerte de naufragio de la pintura y favoreció la aparición de escenografías en apariencia más radicales. Tenemos magníficos artistas herederos de la tradición conceptual; pero, a nivel generalizado, también se ha producido una masificación, apareciendo propuestas banales y repetitivas. Salvando a determinados creadores, creo que podemos hablar de una moda, de un ambiente o mejor de un momento, y que la pintura, estos últimos años, vuelve a cobrar protagonismo en la escena internacional, pero con una experiencia quizá lacerante detrás… Existe la convención de que España es tierra de pintores, que nunca hemos roto con nuestra propia tradición, que intentamos introducirnos en ese escenario internacional en los lugares donde nuestra pintura comienza a ser valorada. Es una realidad indudable. Nuestro mercado es pequeño, y el nivel de exigencia es alto. Al mismo tiempo, hay muchos pintores como en mi caso, que no renunciamos a nuestra tradición. Es decir, intentamos ofrecer un trabajo de ahora, próximo a una vocación internacional, pero sin dejar de lado nuestras raíces. En realidad, son unas pocas cosas básicas las que identifican a la pintura española: el mimo por la factura, el interés por el tono en vez de por el color, esa mirada educada para ver los infinitos tonos de un color, la preocupación por la luz, la atmósfera… El arte abstracto está en condiciones de aprovechar toda la experiencia de lo vivido hasta ahora. Si el llamado arte conceptual ha terminado ofreciendo una determinada postura ante el objeto artístico lejos de cualquier vestigio estético, en la que para desentrañar el significado del trabajo necesitas de un panfleto explicativo o de un conocimiento previo de las intenciones expresas del autor y su campo de investigación, lo que intenta la pintura ahora es usurpar ese terreno. Lo que los pintores hoy día nos proponemos es generar un nuevo marco, cambiar el encuadre, dotar a nuestras obras de contenido sin renunciar al acontecimiento plástico. Si el concepto se puede integrar dentro de una fotografía, de un vídeo, de una instalación, de un objeto, también puede integrarse en una pincelada. Dependerá de la intención del artista, de sus directrices, de la carga ideológica que quiera introducir en su trabajo, y posiblemente al final haga falta un panfleto, generar un discurso paralelo: la abstracción nunca ha sido el mejor vehículo para la expresión de ideas concretas, pero la inclusión de unas premisas conceptuales ofrece un basto terreno que nosotros debemos ocupar. Esto define un campo absolutamente enriquecedor, donde pintura y teoría van a ir mucho más unidas.

Si abro la entrevista con esta suerte de manifiesto, que en realidad Ciria expresó al final, es para que el lector esté en las mismas condiciones de lectura que la que transcribe. Porque justamente de ahí parte este joven pintor abstracto, que se considera autodidacta, que está conquistando paso a paso una sólida posición en el mundo de la pintura, y que tiene una cabeza excepcionalmente bien amueblada. José Manuel Ciria (Manchester, 1960) es un personaje singular. Vitalista y obsesivo, sibarita en sus gustos y sencillo en su vida, joven padre de dos chavales, perfeccionista hasta la manía y apasionado en el gesto: son las suyas todas las caras de la contradicción fructífera, y esto no sólo en la práctica de la pintura, sino también en la constante reflexión sobre su trabajo, en la búsqueda de los fundamentos teóricos, en la adecuación de lo conciliable y lo inconciliable. Simpático y huraño a un tiempo, generoso y reservado muchas veces, abocado a la escritura sin aceptar y aceptando los límites de la pintura, Ciria es, sin lugar a dudas, uno de los valores con los que el futuro de la pintura española tendrá que contar, porque ya cuenta el presente. La entrevista –y ahora sí sigue el riguroso orden en el que la grabación conserva la conversación- se abre con la exposición a la que va a acompañar, comisariada por Miguel Logroño y programada por Antonio Franco para el MEIAC de Badajoz.

Cuando se gestó esta exposición, dice José Manuel Ciria, Antonio Franco me comento que le gustaría que algún artista no extremeño realizase, en parte o totalmente, una muestra que tuviera una relación especial con Extremadura, una visión desde el exterior. En aquellas conversaciones, surgió la idea de tomar a un escritor o a un poeta extremeño como referente. Pero mi pintura es muy poco literaria. Miguel Logroño, que estaba presente, apunto la palabra mágica: Monfragüe. Directamente me cautivó el sonido. Me dijo que era un parque. Yo tenía un conocimiento muy difuso, pensaba que era una especie de reserva de aves, y poco más. Sólo me fascinaba el nombre. Por otra parte, Logroño sabía por conversaciones anteriores, que uno de los proyectos que me tentaban y llevaba tiempo dándome vueltas, era realizar un acercamiento al paisaje, o mejor, al análisis de los elementos que conformaban el paisaje desde el romanticismo hasta las propuestas surrealistas. Posteriormente, me enteré de que Monfragüe era un enorme parque natural, el mayor encinar del Mediterráneo, y preparé un viaje para conocerlo y observar si aquel paisaje me ofrecía alguna posibilidad. Me volvió absolutamente loco. Fue una experiencia alucinante. Propuse a Miguel Ríus que me acompañara, y esas cosas del azar, Miguel tiene un amigo de siempre, Martín, un personaje encantador natural de Torrejón el Rubio, un pueblecito justo en el corazón de Monfragüe, que conoce cada recoveco del parque, cada piedra, cada camino… Hicimos el viaje los tres, tiré más de doce rollos de fotos.

Conseguí alguna documentación y un pequeño folleto de la oficina de turismo editado por la Junta con la bandera extremeña. Había estado muchas veces en Extremadura, pero no fue hasta aquel momento que comprendí los colores de dicha bandera. Verde, negro y blanco: en Monfragüe, en junio, hace mucho calor, hacía mucho sol. El cielo de Monfragüe es un techo blanco que te obliga a agachar la mirada: ante tus ojos se despliega el verde del encinar y el negro de la pizarra. El blanco funciona como un no color, y creo que así funciona también en la bandera, más relacionada con lo terrenal que con lo social, con un enorme lazo con la tierra más que con las ideas de los hombres.

Por la noche dormimos en casa de Martín. En la habitación, con la ventana herméticamente cerrada, no entraba un rayo de luz. Cuando cerré la puerta, era como estar en la cámara negra de Le Corbussier: la pared que no veía fue una especie de pantalla en la que se reflejara todo lo que había vivido ese día. Y allí aparecieron los cuadros soñados. Hay un punto en Monfragüe, la Fuente del Francés, de donde parte una ruta de senderismo. Te acercas, y ves vegetación cerrada, pero no sabes hasta qué punto: según arrancas ese camino hacía el monte, entras en una especie de cueva, en una gruta vegetal, que te cubre por completo… Por el suelo aparecen infinitos «pozos de luz» que tanto gustaban a los impresionistas, esas marcas amarillas en el suelo de la luz filtrada entre las ramas de los arboles… A mi me interesa mucho el fenómeno de los fosfenos, esas marcas retenidas en la retina por unos segundos, después que el ojo mira la luz. En la Fuente del Francés, esas manchas de luz en el suelo se convertían en una suerte de signos que se relacionaban entre ellos y se movían a poco que movieras la cabeza, y que eran de un amarillo claro, casi blanco. Por la noche pensé representar esas señales pálidas sobre el fondo oscuro de la noche, y tener presente en esa noche pintada el agua del Tajo, el reflejo en el agua de las curvas sinuosas de los montes… Representar la noche. Se me ocurrió que las luces fueran de día y el fondo de los cuadros de noche. Era como reinterpretar El imperio de las luces, esa serie emblemática de Magritte, que siempre me ha fascinado. Luego vino el convertir esos cuadros soñados en cuadros materiales: hacer pruebas. Probar con unas lonas que pudiera teñir de verde, ver como funcionaba el Nápoles, en fin. Hice cinco pequeñas pinturas para experimentar, y luego seis cuadros grandes horizontales. Yo siempre he sido muy antimotherwelliano, no en lo referente a sus resultados plásticos, pero si en cuanto a la postura ideológica sobre la generación de la obra. En la serie de trabajos dedicados a Monfragüe contradiciendo las apariencias, no existe la visceralidad desprejuiciada ni la traslación de ningún capricho o ademán anímico. Hacer abstracción hoy día no tiene nada qué ver con lo que supuso el expresionismo abstracto de la escuela de Nueva York. Cerrada la serie Monfragüe, volqué esa experiencia en el resto de las series que tenía abiertas para observar como estas se transformaban, incorporando elementos y soluciones que previamente no se habían producido. Al final, creo que lo que unifica toda la exposición es la constante preocupación por la luz.

Una preocupación emanada directamente de la experiencia de Monfragüe…

La abstracción no sirve habitualmente para expresar ideas fácilmente identificables, pero sí se pueden articular soluciones próximas a elementos concretos al modo de la pintura figurativa. Te habrás fijado que en mi pintura, a veces, se sugieren volúmenes, profundidad, sombras. Creo que en las series para esta exposición, esta cualidad se evidencia claramente por la obstinada utilización de la luz, incluso de una manera clásica. Aunque no se puede hablar de perspectiva, puesto que no existen fugas ni simulaciones de profundidad, sí existe la preocupación por utilizar la luz de forma casi naturalista, es decir, si la luz entra por un lado de la pintura, ésta es recorrida por la luz siguiendo la misma dirección. Recuerdo de muy joven haber visto alguna de las diferentes versiones del pórtico de la catedral de Rouen, de Monet. Creo que todos jugábamos fascinados a adivinar la hora del día en que cada versión estaba pintada… Dado que este proyecto está centrado en el paisaje, aunque sea de forma simbólica, y por tanto en la luz, he intentado pintar también cuadros con luz en diferentes momentos del día, con luz de amanecer o luz de anochecer… El Salto del Gitano, un punto emblemático de Monfragüe, donde la roca se vuelve casi transparente con las primeras luces de la mañana… o donde el rojo del atardecer consigue magníficos efectos mefistofélicos.

Parecería que hay dos maneras de trabajar: una, ponerse delante del soporte y, de algún modo, esperar a ver qué te cuenta, y la otra, tener la idea del cuadro e intentarlo.

Yo siempre trabajo entre las dos. Hay veces que tengo el cuadro en la cabeza e intento que salga, y que habitualmente es un fracaso. Pero cuando eso ocurre y la obra se resuelve es como un milagro. Y sin embargo hay otras que, de repente, puede aparecer algo inopinadamente, algo que se revela sobre la marcha, que incluso puede abrirte nuevas puertas o cambiar el rumbo que te parecía tener… En este caso, he querido algo muy concreto, y las series digamos contagiadas, mantienen su propio planteamiento o estructura. En la exposición el recorrido seguramente será con todas las obras mezcladas, probablemente resultara más rico y dará más juego para el montaje, pero en el catálogo, que para mí es también un instrumento de trabajo, las series estarán perfectamente separadas, para que se entienda más fácilmente el proceso de gestación.

Me cuenta Ciria que para preparar esta exposición ha retrasado otras dos: una en Miami y otra con su galerista de Bélgica. Le pregunto por el destino de esos doce rollos de fotos tirados en Monfragüe y deduzco que ha sido más importante el encuadre y la mirada del acto mismo de tirar la fotografía, que los resultados en el rectángulo de papel impreso, como si el verdadero rollo impresionable estuviera en la mente del pintor que mira. Y las fotos físicas sólo hubieran funcionado como una especie de lugar para el recuerdo. Una pequeña selección de estas fotos se reproducen en este catálogo. A Monfragüe sólo ha ido un par de veces en todo el año de trabajo, para comprobar algún dato: el corte del horizonte, el agua quieta, alguna distribución de masas…

En mi obra, dice Ciria, siempre ha existido una convivencia entre lo geométrico y lo gestual. Que debe ser casi de carácter: Ciria tiene esa extraña mezcla entre un temperamento fuerte y pasional, y una evidente necesidad de racionalizar y ordenar, de controlar el campo a pintar y seguramente, todos los demás. Y eso es tan raro de encontrar, un pintor que articula, y no sólo su pintura, sino el discurso en torno a su pintura -aunque sostendrá que el gran reto del abstracto contemporáneo está en generar e incluir ese soporte teórico, tal como se supone han hecho los artistas conceptuales para dotar a sus obras de verdadero contenido. Pero eso vendrá después. Ahora habla de sus preocupaciones como pintor, y comenta cómo sistematiza su campo de investigación en cinco bloques, en cinco áreas vertebrales.

Ya lo he expresado en ocasiones anteriores. El primero es el análisis de las posibilidades del soporte: yo lo llamo niveles pictóricos. La estructura que genera un tipo de soporte u otro es muy distinta. Un lienzo en blanco, una tela accidentalmente manchada, una lona de camión militar, exigen diferentes planteamientos, imponen diferentes estructuras, ofrecen memorias diversas. Y te obligan a superponerlas o yuxtaponerlas… Hay soportes inusuales, que tienen su propia memoria y que debe ser utilizada, tenida en cuenta. Este conjunto de exploración lo divido en tres subgrupos, dependiendo de si el soporte es puro, provocado o encontrado, si exige la intervención de más o menos elementos… El segundo concepto es el de los registros iconográficos. Es un terreno de investigación que trabajé mucho a finales de los ochenta, que ahora tengo algo abandonado y al que quiero volver en algún momento: tengo un par de ideas por ahí rondando. Se trata de ver cómo incorporar la iconicidad a esos soportes; si entras a pintar o usas contenidos icónicos previos…; y que a su vez se vuelve a dividir en tres grupos dependiendo del estrato de formulación de la imagen, es decir, de si incorporamos una iconicidad pictórica directa o bien si nos valemos de la utilización de imágenes preexistentes o incluso de la inclusión de un objeto determinado dentro de la obra; me interesan mucho los trabajos con emulsiones fotográficas, o el material que actualmente ofrece la informática.

Saliendo un poco de este tema, pretendo que mi investigación sea distinta, no intento solucionar una serie de pinturas sin más, que por supuesto deben estar resueltas por sí mismas, sino ofrecer un verdadero campo analítico y experimental. En lo que se refiere al resultado plástico, pretendo siempre que mis cuadros no sólo ofrezcan una vertiente visual, sino real, que tengan una presencia, que provoquen un autentico acontecimiento físico, una convulsión vital. El tercer área, o la tercera línea de investigación es la de organizar esos iconos en el plano pictórico, y cómo se produce esa organización por medio de cortes geométricos o compartimentaciones. Una vez analizadas y pormenorizadas las diferentes posibilidades, quizá he tendido, por un lado, a ir simplificando el trabajo, y por otro, a incorporar otro tipo de soluciones.

Después de la exposición Gesto y Orden, en el Palacio de Velázquez, me he centrado en las compartimentaciones simples y en la utilización cada vez mayor del collage, pero no siempre ha sido así ni tiene por qué seguir siéndolo. Hasta aquella exposición la geometría era más agresiva, competía en protagonismo con las manchas gestuales anteponiéndose siempre a ellas y ocupando un espacio intermedio entre el espectador y la escena representada. La cuarta parcela sería la que denomino de técnicas de azar controlado: yo soy un enamorado de los surrealistas y me interesan todos los mecanismos automáticos, el automatismo físico y el psíquico. El azar controlado, o más o menos controlado, a pesar de que con Pollock quizá se clausura toda una vertiente, con ese intento de llevar al paroxismo la ocurrencia del penduleo de Max Ernst convirtiéndolo en dripping… A mí Pollock no me emocionaba nada hasta que tuve una experiencia alucinante en el Metropolitan de Nueva York. Había un cuadro enorme frente a un banco de diseño, colocado de manera que la obra ocupa todo tu horizonte visual. Ves la pintura y de momento no te dice mucho, y te paras a mirar; de repente, aparece una mosca que no sabes de donde viene; al cabo de unos segundos, aparece otra cruzando el cuadro; y está todo lleno de moscas que vuelan muy deprisa, y dices, dios, si aquí no hay moscas, si es el cuadro mismo que se está moviendo…

Entonces de las técnicas de azar te interesan también las dos puntas: el azar controlado de los surrealistas «duros», y el más abierto de sus herederos expresionistas abstractos…

Sí. Si te das cuenta, mi gesto siempre se convierte en residuo. Tú normalmente no ves la pincelada, ésta desaparece bajo el efecto de las reacciones químicas de los propios materiales. Es como hacer convivir esos dos extremos que mencionas.

Yo me acuerdo de que, hace ya algunos años, me impresionó cuando nos contaste el estudio que hacías de las reacciones químicas, para calcular los efectos que los pigmentos iban a soportar sobre la lona…

Es que sobre un lienzo virgen con una buena imprimación no hay ningún problema, está todo previsto. Pero si usas lonas plásticas, tienes que saber cuáles eliges, y que vas a hacer con el óleo o la pintura que uses. Porque si metes así, simplemente, el óleo sobre la lona plástica, se cae… Los materiales están todos vivos e interactúan entre si, así que el efecto cambia, el resultado cambia, y quieres que aquello permanezca en pie mil años. Tengo amigos restauradores que me provocaban insinuando que mis cuadros iban a durar cinco minutos, y cuando les llevo al taller y cojo una lona pintada, y la arrugo y la piso y la maltrato delante de ellos, y no le pasa nada, se quedan de una pieza… Mira, yo estaba acomplejado por mi desconocimiento de una materia de Bellas Artes, que como sabes no pisé, y que era «procedimientos». Cuando empecé a pintar, mis cuadros se craquelaban, y entonces empecé a pensar que controlar la materia era importantísimo: eso se convirtió en una preocupación creciente, en una verdadera obsesión, y de ahí viene posiblemente esa búsqueda de soportes inusuales. Me encanta dominar la materia. Otra cosa es, por ejemplo, aquello que hice en París, la serie «Mnemosyne», que era justo lo contrario una serie de trabajos absolutamente efímeros, con materiales degradables, en los que casi se podía ver el proceso de destrucción de la pintura.

Y que da una pena espantosa, porque eran maravillosos.

La idea de aquel proyecto era que los cuadros estaban hechos para permanecer únicamente en la memoria.

Pero la memoria es traicionera…

Y los cuadros también. Hay cuadros que reencuentras al cabo de cierto tiempo de no verlos, y te sorprenden porque han crecido, y otros de los que tenías bastante buen recuerdo que te producen una sensación incomoda… Y eso que desde hace bastantes años pregunto muchas cosas a los cuadros antes de que salgan del taller, y también me las pregunto a mí mismo con respecto a esas obras antes de soltarlos. Con las obras que me siento inseguro suelo someterlas a una observación intensa durante bastante tiempo, y tienen que resistirme todos esos días y todas esas miradas, hasta que me hablan. En un momento determinado te das cuenta de que la obra es magnífica y que había sido un burro por no saber entenderla o, agarras el cutter y la destrozas porque aquello es una mierda. Destruyo mucho, y solo salen del estudio las obras de las que me siento orgulloso. Si el cuadro no me dice lo que tiene que decirme, lo rajo y ya está. Otra cosa es que mi criterio evolucione. Este problema lo tenemos todos los artistas. Siempre tenemos la impresión de no destruir lo suficiente, y rara vez nos arrepentimos de lo destruido.

No pintas encima?

No, nunca. Piensa que en mi pintura el soporte es siempre uno de los protagonistas.

Creo que contradictoriamente encierran algo primitivo. En la búsqueda de soportes encontré un día en el muelle de carga del edificio donde tengo el taller, un palé precioso, era la oportunidad perfecta para hacer un homenaje a Basquiat, y esos soportes tan brutales que vi en un viaje a Alemania. Es un soporte muy bestia, que no creo que tenga más misterio. No he hecho muchos. Hay uno en la exposición que se titula Herida y nube.

La sistematización, la teorización que haces de tu propio trabajo, me parece una teoría de toda la pintura contemporánea y sus preocupaciones. Pero creo que nos falta un quinto y ultimo concepto, digamos, vertebral.

Sí, el quinto elemento de mi línea de investigación es la combinatoria. Es decir, tomar esos cuatro elementos anteriores y establecer e identificar todas las combinaciones posibles, trabajar con ellos. Muchas veces tengo la impresión de estar obedeciendo a ese patrón analítico, más que a la pura práctica pictórica, incluso más que al propio desarrollo de los temas. También me sirve como excusa perfecta para mantener abiertas simultáneamente diferentes series que posibilitan las aplicaciones de ese campo de investigación, aparte de resultar mucho más divertido y complejo que una evolución lineal que tan sólo atienda a los resultados plásticos.

La teoría, entonces, es fundamental en la pintura de Ciria, se lleva buena parte de su tiempo, y, aunque casi en secreto, y como a pocos pintores más, le obliga a escribir. Como a Saura. Como a Arroyo. Hay una familia muy especial de artistas que no se conforman con hablar en sus cuadros y que analizan y se expresan con todas las armas de la escritura. Pregunto a Ciria por su formación.

He tenido una primera formación puramente autodidacta. En casa no querían que me convirtiera en un «artista», y yo no quería ser ninguna otra cosa, así que me puse a trabajar y todo el dinero que ganaba lo empleaba en materiales para pintar. Empecé alquilando un taller mínimo, soñando durante años con la posibilidad de vivir exclusivamente de la pintura. Al principio, estaba acomplejado porque no había ido a Bellas Artes, pero me di cuenta de cómo eran las cosas en cuanto entré en contacto con el mundo del arte, con los críticos y los historiadores, y sobre todo con mis colegas, y vi que mi pintura se sostenía y es más, que había compañeros que habían pasado por la facultad que me preguntaban cómo conseguía pintar determinadas cosas y que lo hacían francamente mal. El único inconveniente o quizá suerte es que todo ocurría con mayor lentitud. Todo se ralentizaba. Carecía de un rumbo en mi formación teórica, aunque intentaba leer todo lo que caía en mis manos. De muy joven, y hasta la edad en que tenía que elegir carrera, mis padres me estuvieron apoyando en lo que veían bien que fuera mi hobby: fui muy pronto al Círculo de Bellas Artes a dibujar del natural, y también con un amigo de mi padre que pintaba paisajes muy convencionales… Le ayudaba a manchar los fondos, en fin. Intentó conseguirme una primera exposición en su galería, pero yo era muy joven y al galerista le debí parecer demasiado inmaduro, así que me dijo que lo mío no tenía que ver con su línea, lo cual era cierto, y me volví a casa tan tranquilo… Le recuerdo como un personaje que sabía tratar a la gente. Ya sabes que muchos galeristas tratan a los pintores a patadas, y no lo digo por mí, que siempre he tenido mucha suerte. Pero siempre me ha parecido algo innecesario, con la cantidad de disculpas creíbles que se pueden poner. Luego tenía un vecino estupendo, José María Serrano Franco, al que de pequeño yo idolatraba, que pintaba maravillosamente, con infinidad de registros pero con una enorme coherencia y calidad. Me enseñó muchas técnicas. Lamentablemente dejó de pintar.

Luego has viajado y leído…

Ya me conoces. Yo persigo las cosas con obsesión. Soy muy envidioso, pero no de las cosas materiales, no me tientan los coches, ni las casas espectaculares, ni nada de eso. Pero siempre he envidiado mucho a la gente que sabe más que yo. A la gente que me ha deslumbrado con sus conocimientos. Pienso que el artista no puede caer en el adocenamiento, en el desconocimiento de su propio medio, de la historia, de la filosofía, de las teorías estéticas, de la política del arte, aparte de astronomía, o física, o música según los gustos. Ha habido demasiados pintores, sobre todo abstractos, que se acogen a la estúpida fórmula de la esponja motherwelliana, que absorben el entorno y lo traducen según sus estados anímicos… A mí eso me horripila. Yo pinto igual este cabreado o no. Eso no tiene nada qué ver con mi pintura, ni siquiera con la más gestual. Mi trabajo obedece a una serie de planteamientos analíticos próximos a una intención conceptual, posteriormente es cuando la obras deben resolverse plásticamente. Pero el conocimiento teórico ya sabes cómo es: cuanto más conoces, más cuenta te das de todo lo que te falta. Leyendo soy como trabajando: tengo varios libros abiertos, igual que tengo varias series de pinturas, de líneas de investigación abiertas.

¿Y la escritura?

Siempre estoy escribiendo, o mejor, siempre estoy flirteando con la escritura. Creo que poner una palabra detrás de otra es terriblemente costoso. Para escribir hago lo que la pobre Penélope: tejer por el día y destejer por la noche. Admiro mucho a los escritores que consiguen escribir con esa economía de medios, con esa facilidad… Pintando me gustaría ser como Dios, pensar algo y ya está, se me ocurren tantas cosas que no tengo tiempo de hacerlas y eso me frustra. En pintura claro, escribiendo no soy tan ocurrente, me parece muy difícil.

Discutimos ahora las diferencias y lo común entre escritura y pintura. Calcula, si yo me pongo a pintar, le digo cuando me llora. Calcula. Así que pasamos al tema de esta vocación firme de pintor, desde la infancia.

De pequeño, yo he tenido una infancia con poca relación con niños, una infancia ensimismada y solitaria. Siempre me sentí un bicho raro. En Inglaterra, donde nací, era el españolito, y aquí, cuando vine, era el inglesito… Desde crío he tenido facilidad para dibujar, así que dibujaba, dibujaba todo el día. A los doce años mis padres me compraron mi primera caja de óleos… Cuando hice la mili, me acuerdo de los viajes de permiso, en aquel expreso, toda la noche para venir de Alicante a Madrid. Más de una vez hice una lista de las cosas que me gustaría ser de adulto: luego iba tachando, y siempre quedaba una sola palabra: pintor. Siempre. Esa es mi vocación.

El arte, qué es el arte?

Definir el arte es imposible. Es como definir la poesía. Es la sustancia de la sociedad, no sé, ese jugo inexistente y al mismo tiempo palpable que sujeta la condición humana; es la intención del logro, de trascender quizá la corta vida de la mariposa, el intentar llegar un poquito más allá, el intentar escapar a la finitud de la vida, el huir, creo, de la muerte. Algo que se encierra dentro de nuestra espiritualidad: la pretensión de comunicar humanidad.

¿Espiritualidad?

Yo he tenido algunas experiencias de corte espiritual, no sé bien como llamarlas, próximas a lo religioso, que me han marcado poderosamente cuando yo no soy nada religioso. Creo a mi manera…

Cuéntamelo.

Tengo una muy graciosa. De niño un día sacaba la basura al patio de mi casa en Manchester, para echarla en unos enormes cubos metálicos que había allí. Oí unos cantos maravillosos que venían del cielo, miré para arriba y vi un carro dorado que ascendía, entre cantos, rodeado de ángeles. Yo era un niño. Seguramente fuese efecto de mi imaginación, una interpretación de algo explicable naturalmente: la música sonaría en el tocadiscos de la casa de al lado, y la imagen del carro ascendente sería un avión, o la luz sobre un papel brillante colgado de un poste o de un cable… Mi fascinación por Giotto viene por dos caminos: primero, por su obra y lo que supuso como revolución, y luego por La visión del carro de fuego. Esa misma visión la he tenido yo.

Estábamos hablando de arte y de tu formación. ¿Cómo relacionas esta experiencia que podríamos llamar mística con todo esto?

En mi obra hay siempre una intención espiritual. Yo no soy religioso, es más, creo que la religión y la política sólo sirven para dividir a la gente… Me hacen gracia los teóricos del arte que hablan de la nueva ubicación de Dios. Con la de dioses imaginables que hay. Es broma.

Aquí hay una discusión que evito a los lectores y que marca una de las pocas intervenciones de la que esto escribe, a modo de conclusión: O sea, que eres un esquizo de consideración. Por una parte, la hipertécnica, la teoría, la obsesión por los materiales, la mirada maniática a la materia a tratar, y por otro, esa especie de trascendencia deseada, esa especie de ansia espiritual…

Los verdaderos materiales con los que trabajo son el tiempo y la memoria. El tiempo físico y el tiempo como concepto. Yo creo que el arte está unido al hombre, a la mirada del hombre, a su memoria. Somos complejos, vamos en infinidad de direcciones. Quizá el artista puramente conceptual, pueda contenerse y hacer una reducción hacia la nada, hacia lo mínimo. Pero ni así. Todos somos complejos, nos interesan muchísimas cosas al mismo tiempo, y los artistas yo creo que intentamos incluir todas estas cosas en nuestro trabajo… En ésta época tan complicada en todos los sentidos, la obra resultante o que se destila de ella debe obedecer a esa complejidad. A mí esta idea me fascina. Es muy importante hacer convivir lo sofisticado con lo irracional, visceral, primitivo, espiritual.

Bueno, también está, por cambiar de tercio, el mercado. El nuevo Dios.

¿El mercado? El mercado es una…

Bueno, bueno, será lo que quieras, pero ahí está y resulta ser muy importante.

El artista se da en la soledad del estudio, y el artista es artista mientras ocurre el trabajo, mientras dura la paja mental, mientras se está produciendo la obra. En el momento en que aquello está terminado y firmado, convertido en objeto acabado, eso entra en el mecanismo del mercado casi como cualquier mercancía.

Hombre, no es lo mismo.

Pues prácticamente igual: hay los que prefieren un póster o un macramé… o no tienen otros medios o mayor criterio. Yo recuerdo la compra compulsiva de los ochenta, cuando los precios se multiplicaban en horas… Era un comprador pardillo el de entonces. Yo creo que el arte es una relación de necesidad entre la obra y el comprador, una relación complicada, mágica. A la que sólo se accede evidentemente por formación o por sensibilidad. El comprador de los noventa ya no es sólo el inversor, aunque no abandone esa idea: ahora está más informado, ha visto más, tiene la mirada educada, hay otro rodaje, la sociedad española está más preparada, en fin.

Pero yo quería llegar a lo concreto: tú y tus galeristas.

Quizá yo esté ahora en una posición de privilegio. Durante unos años, a pesar de irme estupendamente, he estado bastante defraudado por la situación de inoperancia generalizada, pero en fin, mis galeristas, Salvador Díaz en Madrid, y los que tengo en Bélgica y Portugal funcionan muy bien.

¿Qué quiere decir que una galería funciona muy bien?

Una galería funciona bien cuando estás orgulloso de pertenecer a ella, cuando el discurso que se genera a través de su línea de exposiciones te hace sentirte confortable y cuando admiras el trabajo de tus compañeros de viaje…