Marcos Barnatán. Madrid. 1998
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Marcos Barnatán. Madrid. 1998

Catálogo exposición “Manifiesto/Carmina Burana”. Galería Salvador Díaz, Madrid. Octubre 1998


JOSÉ MANUEL CIRIA – ANTE UNA EMERGENCIA DE LA IMAGINACIÓN

Marcos-Ricardo Barnatán

 

Heard melodies are sweet, but those unheard Are sweeter; therefore, ye soft pipes, play on; Not to the sensual ear, but more endeared, Pipe to the spirit ditties of no tone…

John Keats

 

I

Los versos de Keats, entresacados de su celebre “Oda a una urna griega”, han sido traducidos al castellano más de una vez, y por escritores y poetas tan admirables como Julio Cortázar, José Angel Valente o José María Valverde1. En todas las versiones del poema que he consultado, un poema considerado como “una parábola acerca de la naturaleza de la poesía y del arte en general”2, permanece vigente la idea acerca de la mayor intensidad de la música inaudible, de aquella que John Keats oía en las suaves flautas, y que adivinaba destinada no para “el oído carnal” –traduce Valente– sino para el espíritu que puede percibirla, aunque en apariencia esté desprovista de tonos.

 

Como la melodía sin notas que podía seducir, pese a estar inmersa en la audible música de las zampoñas, la buena pintura tiene siempre que ofrecernos más de un registro: el que asume la evidencia y los otros, los que estarán escondidos, latentes, en el interior de la imagen que nos llega al primer golpe de vista. En un cuadro, como en un poema, como en una melodía, cuando son verdaderos –y aquí debemos sujetar con una cuerda gruesa la palabra verdad con la palabra imaginación3– debe haber, necesariamente, una insinuante invitación a una pluralidad de lecturas.

 

Yo he sentido en el estudio madrileño de José Manuel Ciria el canto insonoro de sus grandes telas, junto a las melodías mucho más plausibles que destellaban en los encharcados colores estaba allí la música sorda que nos sacude, que nos conmueve y hace que la contemplación de la orgía nos traslade a otra realidad, siempre superior, aún mucho más potente que la que creemos ver. Tiene mucha razón Gaston Bachelard cuando nos exigía que no nos entreguemos nunca a las imágenes de improviso, que no nos empeñemos en comprenderlas de golpe, y que dejemos que se nos revelen poco a poco en “un verdadero devenir de imaginación y en un enriquecimiento de los significados”4. Cuando observamos estas nuevas obras de Ciria no podemos sustraernos a esa reflexión, que va más allá de lo racional, y a la que un espectador curioso se entrega también por placer. No se trata de desentrañar enigmas ni de resolver acertijos, su pintura tiene una evidente espontaneidad que no permite especulaciones de la razón pero sí esa emergencia de la imaginación que la hace un hermoso hervidero de un dinamismo asombroso.

 

Pero cuidado, cuando digo espontaneidad, no me refiero para nada a un mero gesto automático ni a un trazo azaroso. La espontaneidad que Ciria consigue transmitirnos es siempre el fruto esforzado de una idea previa, en la que juega un papel importantísimo la memoria y las asociaciones libres que de ella se desprenden, y una elaboración técnica muy meticulosa para la que recurre asiduamente a materiales nuevos o poco frecuentes, y a procesos químicos que muchas veces requieren el asesoramiento científico de especialistas. También la “cocina” del pintor ha evolucionado en este fin de siglo, y el éxito exige un conocimiento cada vez mayor de las materias con las que el artista trabaja.

 

Si creemos que el arte no expresa nunca nada que le sea extraño, debemos aceptar también que en una pintura de calidad “el tiempo se pone a esperar”, y el cuadro despierta en la mirada un deseo invencible de ser reinterpretado. Algo que Ciria no sólo sospecha, sino que en cada nueva lectura la obra nos dirá más y más, y que la primera impresión será superada pese a la eficacia, al poder de su sorpresa. Quizá pase como con la literatura, y esa música inaudible que vendrá después, mientras el tiempo espera, será además de más intensa mucho más lenta. En el silencio de nuestro sofá, mientras fumamos muy despacio un buen habano, entre el humo azul moviéndose en el aire y a la luz natural que penetra desde nuestra ventana, seguimos soñando el cuadro lentamente, Y cada tarde el sueño es distinto, porque no se acaba nunca de soñar una pintura verdadera.

 

II

Ahora José Manuel Ciria acepta el desafío de los formatos cada vez más grandes. Un espacio gigantesco como el que sirve de escenario a esta gran exposición le reclama una especial vehemencia. Una vehemencia de la que hace tiempo le sabíamos capaz, y que hoy tiene la oportunidad de que se libere ya a todo volumen. Como esos potentes equipos de música, o esos poderosos automóviles, que por fin encuentran el momento de poder desarrollar todos sus decibelios, toda su latente velocidad.

 

Por eso se decide a mostrarnos hasta que punto pueden crecer sus imágenes, sin perder por la magnitud de la escala ni su rotundidad, ni su potestad fascinadora.

 

Se enfrentan dos series muy distintas, las piezas que forman Carmina Burana –una cantata que Ciria identifica con la alegría, con la felicidad, con la fiesta, después de su experiencia como becado en la Academia de Roma en 1996– y las de Manifiesto, en la que concentra sus propuestas de cara a un futuro que le impacienta. Instaladas las dos series de manera que el espectador puede verlas también de dos formas; por separado, y sin interferencias, si sabe elegir estratégicamente el punto de visión; y dejando también abierta la posibilidad del diálogo y de la confrontación de las obras disímiles. Algo que parece más que un simple ardid.

 

En las fuentes de la memoria se alimenta la vida del creador, y su creación es siempre un monumento de vida, una explosión de vida alzada contra la idea de muerte, contra el hondo silencio de la nada. El resplandor de una Madona de Tiziano entrevisto en el rostro de una mujer vista en el metro, y evocado en el verso de Eugenio Montejo5, puede servirnos de ejemplo del tipo de metamorfosis que opera en un artista cuando salva una imagen de su pasado y la hace perdurar en una obra que retrocede en el tiempo para “cazar” una memoria perdida, pero que a su vez avanza hacia el futuro –ese ir y venir–, y con la ayuda de la imaginación, su fiel aliada, consigue tatuar en la tela sólo lo que es imprescindible, lo que realmente le ha impresionado al artista de esa memoria.

Ciria no tiene más remedio que arrancar de la mata la flor viva, la desmemoriada flor viva, y hacer de ella parte activa de una música nueva. Es entonces cuando la flor asume su trozo de memoria cósmica, cuando se integra en un proyecto pictórico que la supera y la contiene.

 

Técnicamente su pintura se ha complicado, y en la complicación ha dado un gran salto hacia delante. No sólo ha buscado nuevos soportes en las enormes lonas verdes de los camiones militares, que a veces, sólo a veces dejan asomar un vestigio de su naturaleza original, sino que se siente compelido al uso de otros materiales, novedosos para él, como los papeles pintados manipulados, los cartones, las maderas o los alambres, que se asocian a la pintura, a las gomas, y a los barnices para conformar las piezas magnas de ese Manifiesto. Que no es otra cosa que el tipo de pintura total a la que Ciria aspira, y que constituye su valiente y personalísima aportación al arte del fin de siglo.