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1998

Annette Hamming. Athena Art Gallery. Kortrijk

Catálogo exposición “Mask of the Glance” Galería Athena Art, Kortrijk y Galería Wind, Soest. Septiembre 1998

SOMBRAS EN LA PINTURA DE CIRIA

Annelette Hamming

Hace más de mil años, un crítico chino llamado Chang Yen-yuan se quejaba de que el arte contemporáneo era caótico y no significaba nada.. A lo largo de los siglos siempre ha resultado difícil reconocer el arte contemporáneo más importante como tal. Muchas veces es difícil entenderlo. Desconcierta, despierta sentimientos incómodos y a veces incluso rabia. Éste sobre todo es el caso del arte abstracto. Sin embargo, precisamente el arte contemporáneo abstracto ofrece una verdad única: encarna la lucha del individuo. Es el resultado de la lucha del artista por buscar su identidad en relación con el mundo que le rodea. Jackson Pollock dijo: “Pintar es un estado de ser. El auto-descubrimiento. Todo artista (bueno) pinta lo que él mismo es”. Cuando intentamos, como observadores, enfrentarnos al artista y a su estado de ánimo, podemos intentar entenderlos- frecuentemente en el sentido de “intuir”. Consecuentemente el arte nos ofrece una posibilidad no sólo de examinarnos a nosotros mismo, sino también de examinar nuestro mundo desde otra perspectiva y quizás de entender algo del mismo. La primera confrontación con los cuadros (y con algunas obras gráficas) de José Manuel Ciria supone una confrontación con nosotros mismos. Su obra no es “fácil” y tampoco se entiende sin más.

Partamos de que Ciria “pinta lo que él es”. Probablemente un investigador, también un alquimista que generalmente evoca algo en sus cuadros que no se puede calificar. El recuerdo de lo que siempre hubo. Ese recuerdo en parte es personal, pero también se pueden encontrar elementos de una memoria colectiva. Sus cuadros hablan un lenguaje, aunque no haya palabras. Hay color, hay movimiento. El color está vinculado a la tierra. Ocre, marrón, siena, tonalidades de gris claro y tenue, negro, y por aquí y por allá el color que reconocemos como “sangre oscura”. El movimiento está paralizado, pero la energía es demasiado intensa para imponer el silencio, se hace oír.

Los ojos del observador, independientemente de su voluntad, siempre quedan fijados en la tela. Una parte de la fascinación por la obra de Ciria reside en el sentimiento que invade al observador: continuamente siente que se le escapa algo que existe. Como la imaginación de un sueño que parece que se desvanece, aunque sabe que es esencial buscar una interpretación. Un estado semiconsciente, lo incalificable. Escondido en una tela ensordecedora. ¿Podemos oír lo que vemos?. Nunca nos cansamos de su obra. ¿Nos vemos confrontados con una variante de la prueba de Rorschach y debemos tener cuidado al pronunciarnos sobre sombras que creemos ver en el amorfismo (relativo). ¿Se pueden observar, sin embargo, elementos figurativos? ¿Son burbujas húmedas que revientan en la tela tensamente fijada? ¿Somos nosotros mismos? ¿Es poesía representada como halago para los ojos? ¿O son los bacilos de nuestra época, vistos a través de un microscopio enfocado por Ciria?.

Los cuadros se imponen. Nadie puede eludirlos. La energía se nos acerca flotando, casi de forma palpable. Es una manera de flotar que nos mantiene en movimiento. Movimientos que no sólo tocan el alma, sino que también remueven literalmente los intestinos. Movimientos que obligan a la comunicación. A la reacción. Al mirar algunos cuadros, sentimos desasosiego, pero también reconocimiento: lo incalificable dentro de nosotros mismos representado por otra persona. Angustias, profundidades oscuras. Pero no estamos solos. Otros cuadros evocan el recuerdo de un pasado lejano, antes de perder la inocencia. El cuadro nos ofrece la serenidad para dirigirnos o regresar al paisaje interior de la subconsciencia y del recuerdo. A veces el pintor sugiere en sus títulos un pensamiento, una palabra o una pregunta, la primera de una serie de asociaciones. Ya que sus cuadros evocan siempre asociaciones.

Ciria forma parte de una tradición larga e impresionante de la pintura española y es consciente de ello. Su conciencia en el ámbito de la historia (del arte) es un logro que le permite decir algo “nuevo” (en el sentido de: algo de AHORA). Es la tradición no sólo de Velázquez que en el siglo XVII plasmó su personalidad artística en su pincelada, sino también la del catalán Antoni Tàpies, que adoptó una actitud espiritual con respecto a la materia. Ciria está directamente relacionado con ellos en su intenso amor por la pintura, -tantas veces condenada a muerte pero que todavía pervive-. Realiza cuadros informales que relacionan el arte y la materia. Generalmente trabaja con lona (plastificada), procedente de toldos y camiones. Con este soporte subraya una relación entre su propio mundo interno y el mundo que le rodea. La capa superior orgánica contrasta con la capa inferior caracterizada por el uso diario (con dobleces, arrugas, grietas y agujeros que desempeñan un papel importante en su obra). La pintura es aplicada por el artista en un soporte marcado por el tiempo, por el viento y por otros factores -externos-. Sin embargo, Ciria no permite que reine la casualidad: con precisión aplica líneas (con lápiz) que tan sólo en apariencia son arbitrarias. El orden frente al caos. El contraste constituye al mismo tiempo la base de la unidad final, donde el primer plano y el fondo están indisolublemente relacionados entre sí. Ni los horrores ni las angustias, ni los buenos recuerdos, pueden existir sin el tiempo.

Fernando Castro. Galería Salvador Díaz. Madrid

Catálogo exposición “Manifiesto/Carmina Burana” Galería Salvador Díaz, Madrid. Octubre 1998.

ESTUANS INTERIUS. COMENTARIOS SUPERPUESTOS A LA PINTURA DE CIRIA

Fernando Castro Flórez

La pintura de José Manuel Ciria tiene una poderosa presencia que, en determinados momentos, puede ocultar la noción de subjetividad procesual, característica de la plástica de fin de siglo1, de la que es resultado. Protagonista, para algunos, de la vuelta al lirismo2 o de un planteamiento postminimalista, en propiedad habría que situarle en el campo teórico de la abstracción impura o contaminada3. Si la modernidad trata de expulsar del dominio del arte todo aquello que le es impropio, la postmodernidad sería la intensificación deconstructiva de esa lógica moderna que apunta allí donde ambos extremos se incluyen e implican: «estamos tentados de afirmar que la pintura ha llegado a su verdad, se ha apropiado de su propio terreno o problemática, excepto que esta problemática consiste precisamente en la impropiedad esencial de la pintura, su posibilidad esencial -y de gran dificultad- de perderse a sí misma»4. Algunos teóricos, como Fried, han suscitado la discusión sobre el miedo a que el arte sucumba a la amenaza de teatralidad, el entretenimiento, el kitsch o la cultura de masas. Aunque también pueden detectarse serios problemas cuando la estética está ensimismada o tan sólo intenta expurgar toda impureza. Parece como si la pintura se hubiera convencido a sí misma de que ha llegado al límite de sus posibilidades, hasta llegar a renegar de sí misma, negándose a continuar siendo una ilusión más poderosa que lo real: «resulta difícil hablar hoy de pintura porque resulta muy difícil verla. Por lo general, la pintura no desea exactamente ser mirada, sino ser absorbida visualmente, y circular sin dejar rastro. Sería en cierto sentido la forma estética simplificada del intercambio posible. Sin embargo, el discurso que mejor la definiría sería un discurso en el que no hubiera nada que ver. El equivalente de un objeto que no es tal»5. Con todo, el discurso sobre la «muerte de la pintura» se ha convertido en una patética letanía, cuando no en una posición ideológicamente interesada, aunque incapaz de clarificar honestamente aquello que intenta poner en primer término. Es evidente, que la situación del arte actual ha conducido al agotamiento, precisamente, de la estrategia de la novedad o la provocación, mientras el discurso pretendidamente crítico o político ha manifestado su voluntad institucional; la pintura no es, sin embargo, algo que tenga que defenderse «numantinamente» o como si fuera una totalidad sin fisuras, mucho menos predicando, como se hiciera a mediados de la década de los ochenta una «vuelta al orden».

Conviene tener presente que la determinación pictórica de Ciria está atravesada constantemente por la confianza en esa actividad tanto como por el interés teórico que le ha llevado a incluir en algunos catálogos, como en el de la muestra en la galería El Diente del Tiempo, verdaderas taxonomías de las formas de la pintura abstracta. En medio de una activación del comportamiento pictórico que de forma genérica podemos denominar abstracto, este artista se ha preocupado por deslindar su territorio, apartado de las atmósferas románticas, tanto como de un tibio paisajismo: «Ciria va a realizar una difícil tarea sobre el significado de la abstracción, que se quiere lenguaje y emotividad, rigor e impetuosidad, orden y trazo involuntario. En definitiva, retícula y mancha en un mismo espacio para poder mirar de nuevo a la pintura»6. En una deriva entre el gesto y el orden7, el azar y la construcción, Ciria llega a lo que denominaré una pintura antitética8. Una de las tareas del arte, indicaba Adorno, consiste en expresar lo inarticulado e incipiente, lo disparatado y arbitrario desde la perspectiva de lo articulado y formado, sin racionalizarlo; reinventar lo amorfo, deformar, descomponer aunque se siga manteniendo la apariencia de unidad. Defensor de la pintura como tránsito, proceso y desarrollo experimental, José Manuel Ciria ha indicado que siempre trabajo sobre los mismos temas: el tiempo y la memoria9, buscando lo que, en su meditación plástica en torno a Uccello y Giotto (El tiempo detenido, Roma 1996), ha llamado la desaceleración de la lectura visual.

Hay un intento de clausurar de forma definitiva la representación, «pero la clausura de la representación no implica la negación de la composición clásica, y permite además una deconstrucción analítica en pintura de aquello que se nos antoje»10. En ese proyecto, tal y como Derrida estableciera en su acercamiento al teatro de la crueldad de Antonin Artaud, se renuncia a una escena que está gobernada a distancia para poner en obra una situación que no es teológica: la vida en lo que esta tiene de irrepresentable, la violencia del signo como aquello que no ha sido aún escrito sino como tachadura o huella11. En la deconstrucción se plantea una exploración de los límites de la metafísica tanto como de la noción de presencia12. Ciria asocia el proceso deconstructivo con el automatismo, tal vez teniendo en consideración que aquel es un acontecimiento neutro (un se deconstruye más que una deliberación o una actitud crítica): algo que supone un desplazamiento con respecto al expresionismo o al informalismo, en una deriva que no tiene que entregarse al gestualismo delirante. «Pintura -escribe Ciria- directa, en donde el signo sea validado como lugar de cruce de presencias, como cima de un abismo en cuyo fondo quizás esté la inmediata evidencia de las cosas; siendo esta suerte de meliorismo plástico el resultado de paralizar en un instante un proceso potencialmente infinito, nunca la concreción de un deber ser esencial impuesto de antemano. Es, por tanto, necesaria la detención azarosa, automática, de unas formas sorprendidas en pleno proceso de encubrimiento y despojamiento»13. Este artista ha caracterizado, como puede concluirse de la cita precedente, su obra como Abstracción Deconstructiva Automática14: «La adjetivación adecuada de la pintura de Ciria, su emplazamiento exacto dentro de las corrientes de las nuevas abstracciones (…) se corresponde con la modalidad de automatismo radical con base psicológica surrealista y modelo deconstructivo de la imagen»15.

Se ha hablado de la coherencia arreferencial de la abstracción pura de Ciria, como una prolongación de la idea de la pintura acontecimiento; en La tradición de lo nuevo sostiene Harold Rosenberg que, en cierto momento, el lienzo comenzó a aparecer para los pintores americanos como una arena donde actuar más que como un espacio donde reproducir, redibujar, analizar o «expresar» un objeto real o imaginario. Lo que ocurría en el lienzo no era una imagen, sino un acontecimiento. La materialidad estricta y efectiva de las obras de Ciria remite tanto al desvanecimiento del referente, abierto por la abstracción, cuanto a una cierta tactilidad del espacio. Hay una germinación de la superficie, que sin embargo no produce un efecto estriado, de acuerdo con las consideraciones sobre la desterritorialización de Deleuze y Guattari16.

Pensemos en los cuadros en lenta descomposición de Ciria, la serie Mnemosyne, sus ejercicios o gestos más radicales se comprometen con el arco de babelización de la memoria que es constitutivo de la modernidad. La pérdida del lenguaje se completa con la disolución de la imagen, paradoja que se acrecienta cuando se comprende que es una decisión aceptada, lo que podría denominarse «amor fati»: abrazarse al destino que no es otra cosa que la espuma en la que nos balanceamos, el borde de una ola. Como un desafío a la «botánica del asfalto» del final de siglo, Ciria dispuso en París en espacios callejeros destinados a la publicidad algunas de sus piezas del proyecto Mnemosyne17, por ejemplo, en la Rue de Ponthieu; extraña situación. Los paseantes miraban algo desconcertante, el flujo comunicativo se había cortado, la información estaba sumida en un abismo pictórico. Pero también la luz deterioraba irremediablemente las marcas que se encontraban a la intemperie: el tiempo de nuevo es la edad de las cosas, más que un gran escultor, por emplear la fórmula de Yourcenar, un rumor, una salmodia que pocos comprenden. En su ensayo «The End of Painting» encuentra formuladas Douglas Crimp en la obra de Daniel Buren una serie de cuestiones que suponen una crítica institucional del arte, especialmente desde el momento en que se desestabiliza la idea de «cuadro» como algo evidente en sí mismo, más allá de cualquier tipo de condición epistemológica o fuera de estrategias de enunciación y dispositivos de visibilidad18. La pintura puede llegar a la situación de vaciamiento, dirigirse a un grado cero19. Ante los cuadros de Ciria podría surgir ese sentimiento que Kant llamaba sublime, esto es, la repentina sensación de que lo que está enfrentado a los ojos es una magnitud ingobernable, algo desmesurado20; no hay concepto que recoja el espectáculo de pérdida, pero, a pesar de esa insuficiencia, la razón sutura la herida, recoge el dolor, permite que el sujeto se localice en un territorio, por acosado que esté en el temporal.

No puede apartarse la idea de que la contundencia de la pintura de Ciria es un testimonio; Michel Hubert Lépicouché señalaba con respecto a las pinturas que agrupó bajo el significativo título de Piel de agua, que este creador atestigua la experiencia que sus gestos y resultados sufren después de numerosas agresiones, «tan fuertes como las padecidas por nuestra memoria por culpa de ese otro potente fluido que es el tiempo»21. La relación entre Letheo y Mnemosyne es, ya en su forma arcaica, constitutiva de lo que llamamos aletheia, pero también del arte. Derrida ha señalado que si el arte, en sentido hegeliano, es cosa del pasado, esto tiene su enlace, a través de la escritura, el signo, con la techné, con esa memoria pensante, esa memoria sin memoria, con ese poder del Gedächtnis sin Erinnerung. En cierto sentido la memoria es una promesa, una trama de consejos, densidad temporal que nada encarna. «Hay sólo promesa y memoria, memoria como promesa, sin ninguna congregación posible en la forma del presente. Esta disyunción es la ley, el texto de la ley y la ley del texto. La promesa prohibe la congregación del Ser en la presencia, siendo incluso su condición. La condición de la posibilidad e imposibilidad de la escatología, la alegoría irónica del mesianismo»22. La pérdida del lenguaje en un sitio extranjero hölderliniano es un rasgo de la deconstrucción. Desde la demolición hasta el trabajo del duelo. La mirada micrológica, ese placer de los detalles que es constante en la obra de Ciria y en las revisiones que propone en sus catálogos, comprende que la estética del fracaso no es, en su caso, una forma patética de consuelo sino el resultado de la necesaria rendición del traductor y el artista a su tarea. El original está desde siempre desequilibrado, no hay un «aquí y ahora» de la obra, aunque si se puede instituir un culto, gracias significativamente a la disolución de la imagen.

El signo característico de nuestra época es la imposibilidad de la transparencia; los cuadros de Ciria son de una sutileza grave: el bastidor al descubierto, el papel sujeto por plástico, marcado por una fecha de muerte. No hay soporte ni superficie, el nihilismo de esta memoria es una puesta en escena de la metamorfosis. Comenzar desde el principio: una suerte de grado cero de la experiencia. El nihilismo se entiende como la deconstrucción del sentido incluso de esa misma enunciación del «todo es nada». Lo que de verdad tendría que responder un pensador a la pregunta de si es nihilista es: «demasiado poco; y quizá por frialdad, porque no tiene suficiente simpatía con lo que sufre»23. En la hermosa serie Mnemosyne de Ciria lo que padece es la pintura, pero de su desintegración anticipada, esto es, de la memoria que sabe del latido del desastre, queda un resplandor, una instancia inmemorial: como la mirada piadosa, que comprende que el mundo es clinamen y turbulencia. Juan Manuel Bonet ha subrayado el reduccionismo cromático de Ciria, que es también una fidelidad a determinados tonos (los ocres, los amarillos, el rojo más intenso) dispuestos en una mezcla de condensación y situación dispersa. La superficie de la pintura produce un distanciamiento así como una especial fascinación «parecida a la que emana de los paisajes más desérticos, de las músicas más quietas, o de los versos más cercanos a la pura nada»24. El recuerdo de Ciria es un acontecimiento diferente: pasión de lo que ya no será más. Continua su exploración «en los límites de la pintura», tal y como apuntó Alicia Murría25, solo que ahora llega hasta un lugar que es un precipicio. En casi todos sus catálogos incluye José Manuel Ciria fotografías que sirven como claves interpretativas o son «referencias gráficas» para la activación de la memoria que se condensa como pintura: el reflejo de la luz en un suelo de piedra cubierto de agua, la espuma del oleaje en la playa, el mismo artista caminando en un almacén de cabezudos que crean una atmósfera inquietante, un árbol reflejado en un charco, la pintura manchando una tela caída en tierra o en Journey to the past. Experience and memory (1998), la ocasión en la que la fotografía tiene protagonismo explícito, imágenes del retorno a la ciudad natal, Manchester: niños en la escuela, fachadas, calles vacías, una esquina, las ventanas cerradas. Las fotografías tienen que ver con la conciencia de la desaparición (memento mori: testimonio despiadado del paso del tiempo). Freud caracteriza a la fotografía como captura de la experiencia fugitiva, el deseo de conservar algo ajeno al fluir temporal, una práctica afín con la memoria escrita: una prótesis con la que soportar lo innombrable o su implacable llegada26.

La memoria fluye entre dibujos, cuadros y fotografías que parecen arrastradas por la tempestad del pasado. El agua es una especie de seno materno27, pero también hay que tener en cuenta que el ser consagrado al agua está marcado por el vértigo (recordemos la etimología griega de vértigo: ilingos, remolino de agua) y por la melancolía. Si en las fuentes está localizado el narcisismo idealizante, también en lo acuático surgen los complejos de Ofelia o Caronte: ahogada por amor y despecho, atravesando el territorio del olvido hacia la morada de los muertos. «Contemplar el agua es derramarse, disolverse o morir»28, pintar lo acuático es dar cuerpo vertical a las profundidades de la ensoñación. Jung señaló que el deseo del hombre es que las aguas sombrías de la muerte se conviertan en agua de la vida, que la muerte y su frío abrazo sean el regazo materno, así como el mar, aunque sumerge al sol, lo vuelve a hacer nacer de sus profundidades. Es necesario romper esa inercia que lleva a escribir o imaginar sólo sobre los sólidos29 y enfrentarse a esa materia escurridiza que es el agua donde puede surgir la analogía con el espejo, como en aquella apariencia cristalina de algunos cuadros de Ciria. Lo que se refleja es tanto la identidad cuanto la nostalgia de la infancia. El texto de José Manuel Ciria «79 Richmond Grove y algunos saltos (in)apropiados» comienza con una especie de invocación de la infancia. «Para José Manuel Ciria, la evocación del agua le trae recuerdos de su infancia, de sus vacaciones pasadas en las playas de San Sebastián: Getaria, Itzurun, Zarautz. Así pudo desarrollarse en él la imagen tan poética de una piel del agua a partir de sus numerosos recuerdos estivales, imagen de un agua cuya lenta y progresiva retirada de la arena le arrulla, ondula, tatúa, orna de múltiples desechos traídos por la marea alta, la dota de una especie de epidermis brillante»30. En una obra como Máscara de esperanza (1995) aparece dibujada una cuna, mientras en algunos cuadros de la serie Manifiesto aparecen referencias a un triciclo31, la infancia no es sólo la propia es, en los últimos años, la pasión de Ciria por su hijo, la proyección sobre otra mirada que también es suya.

La Piel de agua a la que remite esta estética es una visión múltiple del fluir del instante, que no es algo en calma, sino una especie de tormenta, un derramarse32. Bachelard pensaba que en el tiempo vertical de un instante inmovilizado encuentra la poesía su dinamismo específico: un desplazamiento puro; el presente pasa, la conciencia lo es del instante y de su inevitable disolución. Una vez presa en una meditación solitaria, la conciencia posee la inmovilidad del instante aislado. No es un bloque único, una sensación plena, antes bien, la belleza del instante está surcada por grietas, se trata de un tiempo discontinuo, una vibración que preludia el silencio33. El tiempo cae sobre el lienzo por medio de la poética de la mancha. Ciria advierte que cada vez que un pintor produce la evidencia de una mancha en la tela, «le es imposible contar y predecir las asociaciones personales, sentimentales y estéticas que ese gesto es capaz de suscitar en un espectador determinado»34. El mismo artista señaló que, por ejemplo, Apropiaciones (1996) eran pinturas sobre papel realizadas como copias de un viejo cuaderno de notas: «no sé si algunas realmente son inventadas o soñadas, ni quiénes pueden ser sus posibles autores, o si son simplemente el recuerdo de la forma de un charco de agua o de un grumo en la pared. Lo que he intentado ha sido capturar dentro de mi memoria aquellas «manchas ajenas» para traducirlas en una propuesta concreta»35. Guillermo Solana ha señalado como Ciria resuelve el dilema de la pintura del siglo XX entre la mancha original de la invención (que provoca el pintor) y la mancha final de la ejecución (que incita al espectador), al no cancelar ninguno de los extremos, «sino que tiende a salvarlos»36. En la construcción de la pintura intervienen la suciedad y la accidentalidad37, la memoria como huella; aquel cuaderno que era una especie de «trazo ajeno» se convierte en la lona pintada en wunderblock, esa maravillosa superficie en la que todos los signos permanecen como en un palimpsesto. Las series que componen la exposición en la galería Salvador Díaz funcionan como culminación del proyecto estético de Ciria en esta década. En Carmina Burana los cuadros están partidos por la mitad, en una síntesis espléndida de azar y proporcionalidad simétrica38. El gesto de pintar es un movimiento cargado de significación, desplazamiento libre que tiene algo de enigma, flecha, camino, indicación, trayecto que coincide con el destino de la mirada. Flusser apunta que el gesto de pintar es un momento de autoanálisis, es decir, de conciencia de sí mismo, en el que se entrelazan el tener significado con el dar significado, la posibilidad de cambiar el mundo y el estar ahí para el otro: «el cuadro que ha de pintarse se anticipa en el gesto, y el cuadro pintado viene a ser el gesto fijado y solidificado»39. Las marcas de esta serie musical están determinadas por la reducción brutal del color, ese imperio del blanco en el que este pintor ha demostrado una maestría incuestionable. Ciria remite en estos cuadros a la conocida composición de Carl Orff, aquellas canciones profanas para solistas y coros «con acompañamientos de instrumentos e imágenes mágicas». Carmina burana es una cantata escénica de una riqueza rítmica extraordinaria en la que se comienza con un himno a la fortuna que gobierna el mundo para realizar más tarde una descripción poética de la llegada de la primavera como invitación al amor. En la segunda parte de la obra de Orff aparece el vehemente canto de un vagabundo que reivindica su libertad, mientras en la tercera sección se produce el lamento del amante abandonado así como la canción del enamorado feliz y la visión o mejor epifanía de la doncella con una túnica roja. Donde en la composición musical domina lo espectacular y la composición coral, Ciria introduce el silencio y la quietud, una serenidad visual que evoca un espacio diferente, en el que ciertamente esa fortuna que se vuelve esquiva al enamorado no impide que la pasión deje su rastro. Frente a la pureza de Carmina burana, la serie Manifiesto es pura turbulencia y efectismo; cuadros realizados con lonas militares en las que interviene lo que Schnabel llamó calidad etnográfica40 del material sobre el que se pinta. En estas obras se acentúa el principio del collage, con la utilización de papel pintado, cartones u otros elementos. La introducción del collage en las vanguardias supuso una ruptura con el ilusionismo, con la presentación de una nueva y original fuente de interrelación entre las expresiones artísticas y la experiencia del mundo cotidiano. Se podría hablar más que de collage de bricolage, tal y como lo entendiera Lévi-Strauss: corte, mensajes o materiales formados previamente o existentes, montaje, discontinuidad o heterogeneidad. Ciria participa, en su utilización de materiales que ya son pintura, de lo que Ullmer ha llamado estrategia poscrítica41. No es tanto una asunción de las aguas turbulentas del ready-made cuanto una especie de barroquismo del patchwork: «Si la idea tranquilizadora por sus resonancias bíblicas, de una explosión inicial, metáfora brutal del génesis, pudo durante años mitigar el sentimiento de inestabilidad a que conducía la cosmología del siglo XX, las últimas hipótesis o constataciones de su discurso, no logran sino agravar el vértigo; el universo que nos propone es un verdadero patchwork en que las galaxias tejen un maravilloso tapiz de motivos complejos en medio de gigantescos espacios vacíos»42. Tenemos que enfrentarnos a los cartones manchados, a la pintura y al soporte corroído por el ácido o a esa obra en la que aparece un patrón de costura como si fuera un mapa político o a la radicalidad con la que convierte unos alambres en líneas del dibujo.

En el gran cuadro titulado Ventana habitada, aparece, en un centro imposible una trama que remite a la retícula, emblema y mito de la modernidad, que es menos rígida de lo que parece, en ella hay también algo etéreo, una levedad inexplicable. En esa escena sometida al imperio de la línea y del ángulo, aparece aquella «alegoría del olvido» que Duchamp denominara lo inframince (la geometría sin grosor) o bien la súbita transición de lo familiar a lo inhóspito (das unheimlich). La expansión del espacio en todas direcciones se produce en la reticulación, siendo la obra un fragmento cortado de un tejido mayor; esa transgresión lleva «más allá del marco», desmaterializándose la superficie de lo pictórico, mientras el material se dispersa «en un parpadeo o movimiento tácito»43. Pero esa trama está lejos de la fenomenología minimalista, en el lienzo están las huellas del suelo. Ciria insiste en que su obra no tiene que ver con Pollock, aunque su danzar sobre la pintura se mantiene como una «influencia poética». En verdad es Jackson Pollock el artista que establece con más radicalidad el cauce materialista de la pintura, aunque en torno a él se haya producido una condensación ideológica que, desde cierta perspectiva, se funda en la sublimación. Rosalind Krauss ha indagado en el «misterio Pollock», su aparente retractación en 1951, evitando seguir sus intenciones, atendiendo mejor a las influencias que traza, por ejemplo, Twombly que responde al goteo utilizando lápices de colores para surcar las cremosas superficies de los lienzos, hasta llegar, por otros medios, a la experiencia de la huella como violencia. Profanación de un terreno que en su origen estaba consagrado a otro fin, «y que ahora se ve perturbado al ser ensuciado, manchado, cortado, estigmatizado»44. Las operaciones que lleva a cabo son aquellas por las que se marca un acontecimiento, al construirlo en función de sus restos, de aquello que se precipita, y precisamente al marcarlo se sustrae del tiempo en el que fue ejecutado. La marca se convierte en pista, la huella se escinde de su propia presencia. Twombly decodifica la horizontalidad de Pollock al poner, en primer término, la salvaje marca que no cede, aquello que no puede sublimarse, pero donde antes había cruda violencia o simple manifestación del sinsentido, ahora encontramos un lugar en el que se formulan obsesivamente partes del cuerpo. El hecho de estar sobre el lienzo no es suficiente, porque podría ser la mera constatación de una superioridad velada al poner el lienzo en vertical, el deseo metafísico se reduce acaso al crudo gesto de mear sobre el lienzo o, en una clave lacaniana, una rivalidad del sujeto consigo mismo que conduce al tipo de violencia primaria. Desde Pollock se plantea el problema de cómo asumir la transformación de la pintura a partir de los charcos, cómo mantenerse en el terreno de lo informe, allí donde el registro del trazo y el indicio son los acontecimientos fundamentales: una agresión que marca.

La pintura expresionista es, habitualmente, una crisis que encubre una fisura45, aunque Ciria ponga a sus cuadros títulos que tienen, en alguna ocasión, un componente humorístico como en el juego de traducción directa de Motherwell: Madrebien atropellado por un coche en Roma. Lo que siempre existe en esta obra es una enorme tensión o nervio, como de suyo acentuará el montaje confrontado de la serie Carmina burana con Manifiesto. Los cartones de Nexo sirven de enlace de las dos series, al emplear recursos de ambas. Ciria mantiene una química de materiales, colores y gestos rotos que son el resultado de usar la pintura de forma orgánica, «visceral, incluso con una intensidad descarnada»46. Si el artista habla de «color jugoso», tendríamos también que añadir que las precipitaciones son insinuaciones de cosas que apenas aparecen, demanda de un tacto que sea capaz de asumir lo arrugado y lo informe. Bataille introduce el término informe como algo opuesto a la exigencia de localización, la urgencia filosófica para que se encuentre su parecido con algo47. Lo informe, así como la abyecto han adquirido un lugar determinante en la configuración del espíritu creativo finisecular, como si fuera necesario un exorcismo masivo48; en Ciria esa noción funciona estructuralmente, sin ese literalismo que ha vuelto panfletaria a tantas posiciones plásticas. Al violentar a la pintura aparecen imágenes que tienen algo doble, «pues si bien necesitamos pensar que lo informe tiene contorno, extensión y medida, también imaginamos que lo sólido no tiene consistencia, que su materia se desparrama incontenible»49. El carácter específico de las emociones crueles e impersonales que denotaban los símbolos, subraya Bataille en su ensayo sobre el espíritu moderno y el juego de las transposiciones, ha sido desconocido con una inconsecuencia enorme, hasta llegarse a una situación en la que resultaría que nadie tiene el menor deseo. Parece que se sustrae, para siempre, la posibilidad de enfrentarse con la imagen grandiosa de una descomposición, la potencia horrenda de los residuos. No es preciso deletrear los elementos, basta con mencionar el terror provocado por la muerte, la sangre que mana, «los esqueletos, los insectos que nos corroen»50, puesto que hasta eso innombrable se ha convertido en fetiche o disposición retórica. En el cuadro Espectador de guerras y en otras piezas hay una especie de manifestación del conflicto, del lugar donde la muerte se administra, «una evocación de un campo de batalla, donde el color es aplicado virtuosamente, consiguiendo una pintura intensa y orgánica que se convierte en pétrea o en un ácido corrosivo que hiere al lienzo o cicatriza su piel amada y torturada»51.

El dibujo surge en la obra de José Manuel Ciria como una forma de conocimiento, un proceso en el que la mirada tropieza con algo que ya está dibujado en el mundo, las huellas que establecen una pauta: «Piénsese en el dibujo, en esa nervatura interior/exterior de las formas -en ese fondo- que procura el dibujo, en la materia que mancha, en la materia o cuestión del color»52. Por medio de los cuadros se hacen tangibles los sueños o bien se comprende que en las visiones hay siempre algo que se desvanece53, aunque finalmente permanezca la poética de los sentimientos54. Dos inmensas pinturas sobre lonas negras ostentan el significativo título de Máscara de la mirada (¿Es esto pintura?) (1995), son obras que imponen unos gestos y un ascetismo cromático de gran dramatismo: la erosión, las huellas de muchas cosas que sólo se revelan para el que contempla pacientemente. La máscara posee al que la mira, atrapa y descoyunta, en su rigidez alude a una dimensión diferente, esto es, a otro espacio. Canetti subrayó que tras la máscara comienza el misterio, la rigidez de la forma deviene también dureza de la distancia: que el «rostro» no cambie es lo verdaderamente fascinante, lo humano se adentra en el territorio de los muertos55. La máscara evoca -hace volver- un ausente o más bien sostiene el proceso corruptivo que conduce a la ausencia: «la huella misma de la ausencia es la que traza la muerte»56. Revelación y ocultamiento57 forman parte del enmascaramiento: hay algo en esa piel sin gestos que nos negamos a mirar58. Ciria estable la metáfora del cuadro como máscara, objeto que se interpone a la mirada dinámica, produciendo una «detención ilusoria»59. Sucede como si el pintor hubiera arrancado algo que impedía ver la realidad del imaginario y lo que tenemos ya no es ni piel ni máscara, sino vísceras al aire, superficies con el color de la sangre o de los líquidos corporales60: la pintura es herida y cicatriz.

Si efectivamente la intención de José Manuel Ciria es retener la imagen también implica, como señala Mercedes Replinger, retratar la desaparición y el olvido. «El problema no es -sólo- si la pintura es secreta, si es argumentable particularmente hacia adentro, hermetismo del discurso; el problema es si la pintura se cierra -se niega- a la facultad de mirar y, por lo tanto, a la expansividad del ver; si la pintura no mira, si no ve, si no nos incita a ver, empujándonos al vértigo «invisible» que alienta el fondo del misterio»61. Las combinaciones de materiales, aquel bricolage compulsivo han llevado a este pintor hacia un territorio de múltiples posibilidades en el que encuentra el tono para hacer un manifiesto que es una especie de línea de resistencia contra el camuflaje estético actual. «El astillado y el reciclado paradójico constituido en valor expresivo dentro del material de tantas propuestas expresionistas actuales para la imagen futura, desde el «patchwork» americano a sus intérpretes europeos, han sido sutilmente asimilados -intensionalizados- por Ciria en la compleja geología pictórica de sus obras deslumbrantes»62. Este pintor consigue una textura que es, para Guillermo Solana, un movimiento intersticial, una deriva a través de lo real en la que un cartón, una lona o un palé pueden ser superficie y motivo plástico. «Dentro de lo abstracto -señala Ciria-, todo será abandono, residuo, ceniza»63. Como aquella visión de Celan de la ceniza convertida en raíz de lo cantable64, terreno del pensamiento en llamas, la pintura se recobra en una suerte de posición alquímica65. La pintura es una expansión irregular, cuyo principio o clave hermeneútica se ha perdido, siendo su ley informulable. No me refiero tanto a una representación de la expansión, tal y como puede encontrarse en la obra de Pollock, sino a un estallido cromático en el que se acentúa el soporte: un desplazamiento hacia los límites del pensamiento, «imagen de un universo que estalla hasta quedar extenuado, hasta las cenizas. Y que quizás vuelva a cerrarse sobre sí mismo»66. El cuadro es el testimonio de la descomposición, la señal de la caducidad, esa cifra moderna de la belleza, en la que emerge una naturaleza que es lo incontrolado67.

La estética de Ciria tiene mucho de monumentalidad, aunque produzca en el espectador el efecto del desasosiego; a propósito de la serie de Carmina Burana Antonio García Berrio y Mercedes Replinger han hablado de «conmovedora perfección y belleza sublime». El cuadro obliga a tomar conciencia del lugar68, enfrentándonos, por ejemplo en Cuaderno de memoria (1998), con detalles tan sorprendentes como el cuaderno de dibujo infantil detrás de la ventana de plástico de un land-rover. Tenemos que tener presente la mediatez de la imagen abstracta, así como el juego de escala corporal que tienen esas epifanías: «Desde el centro maltratado de una pintura que supura, muestra las heridas y no renuncia al fragmento pero tampoco al deseo de ver cumplida su originaria unidad, unas formas nos contemplan y repliegan nuestra mirada en su interior»69. En el catálogo de esta exposición aparece el último cuadro de la serie Máscaras de la mirada, (La última máscara), una especie de joya, un último momento del lujo de las apariciones, una despedida a un ciclo de una intensidad soberbia. Esta pintura es tan abstracta como concreta, si recuperamos el sentido de lo concreto como una esencia o una reacción química70. Sin buscar la ornamentalidad, aparece una inexplicable sensación de belleza, como si del precipicio del imaginario surgiera una alegoría de la serenidad, aquel abandonarse más allá de la voluntad. Lacan señaló que el espacio que separa la belleza de la fealdad es el mismo que separa la realidad de lo real: «el meollo de la realidad es el horror, horror de lo real, y lo que constituye la realidad es el mínimo de idealización que el sujeto necesita para estar en condiciones de sostener lo real»71. La materia de la pintura se derrama, el sujeto confía en sus impulsos, en una tensa dialéctica entre lo concreto y lo infinitamente abstracto, cuando somos capaces de asumir la verdad como expresión de un trauma más que como adecuación representativa72. El pintor rompe sus gestos y derrama sus visiones sobre el lienzo a la espera de alguna revelación, celebrando su estar corporalmente en el mundo, siendo el constructor de una libertad sin medida; recordemos el vehemente canto del vagabundo, poco importa que el destino disponga sombras en nuestro camino, puesto que la pasión dibuja su tempestad más allá de todo lo que somos capaces de imaginar.

Guillermo Solana. Athena Art Gallery. Kortrijk

Catálogo exposición “Masks of the Glance” Galería Athena Art, Kortrijk y Galería Wind, Soest. Septiembre 1998

MANCHA Y MEMORIA: PINTURAS DE JOSÉ MANUEL CIRIA 

Guillermo Solana

La mancha no es un descubrimiento original de la pintura moderna. En los tratados del Renacimiento encontramos ya el reconocimiento de lo que en toscano se llamaba “macchia”. Pero la posibilidad legítima de lo informe quedaba confinada entonces a dos puntos extremos del proceso de creación: el comienzo y el término, el antes y el después de la pintura.

Entre esos dos momentos marginales se enmarcaba el trayecto artístico: Leonardo da Vinci indagaba la macchia como primera invención; por su parte, Tiziano exploraría la mancha final, la factura abocetada (los tratadistas españoles distinguían también: llamaban “borrón” a la primera mancha, y a las últimas, “borrones”).

La mancha como invención inaugural

En un célebre pasaje de su Tratado de pintura ofrece Leonardo su versión de la macchia inaugural. Entre las notas sobre la práctica de la pintura propone una sugerencia para -estimular el ingenio a varias invenciones-: “Si observas algunos muros sucios de manchas o construidos con piedras dispares y te das a inventar escenas, allí podrás ver la imagen de distintos paisajes, hermoseados con montañas, ríos, rocas, árboles, llanuras, grandes valles y colinas de todas clases. Y aun verás batallas y figuras agitadas o rostros de extraño aspecto, y vestidos e infinitas cosas que podrías traducir a su íntegra y atinada forma. Ocurre con estos muros variopintos lo que con el sonido de las campanas, en cuyo tañido descubrirás el nombre o vocablo que imagines”.

Este método de componimento inculto (que al parecer ya era recomendado por el pintor chino Sung-Ti en el siglo XI) fue adoptado por Piero di Cosimo y más tarde por el paisajista inglés Alexander Cozens, y luego por Goya y por Victor Hugo (con sus dibujos fantásticos a partir de manchas de café), hasta Odilon Redon. Todos comenzaban trasladando al papel o al lienzo el muro de Leonardo, maculando la blancura del soporte y permitiendo que el azar de la materia provocase la imaginación del artista.

Hay que añadir que, para Leonardo, la mancha no era más que un punto de partida. De ahí su polémica con Botticelli, quien afirmaba que el estudio del paisaje era inútil, pues “bastaba con arrojar sobre un muro una esponja embebida en distintos colores, la cual dejaría una mancha donde poder ver un bello paisaje”. “Bien cierto es -responde Leonardo- que en una mancha pueden verse las distintas composiciones de cosas que en ella se pretenda buscar (…) pero aunque esas manchas alimenten tu invención, no te enseñan a rematar detalle alguno”.

Mancha como coronamiento

Pero puede distinguirse un segundo sentido clásico de la macchia. Los tratadistas del Renacimiento citan con frecuencia una anécdota tomada de la Historia natural de Plinio el viejo, que se refiere a una obra del pintor Protógenes: “En ella hay -escribe Plinio- un perro ejecutado de un modo curioso, porque se lo debemos por partes iguales al pintor y al azar. El pintor consideraba que no acababa de representar la espuma del animal jadeante, cuando todas las demás partes del cuadro le satisfacían, cosa harto difícil. Pero le disgustaba su propia perfección: no era capaz de atenuarla y al mismo tiempo le parecía excesiva y muy distante de lo real y la espuma se veía que estaba pintada, no que salía de la boca del perro. Con el espíritu atormentado y desasosegado porque en aquella pintura quería lo real, no lo verosímil, a menudo corregía, cambiaba de pincel sin lograr en modo alguno resultados satisfactorios. Por último, furibundo con su arte porque era demasiado perceptible, tiró una esponja a la parte del cuadro que le disgustaba. Y aquella esponja repuso los colores que el pintor había eliminado de la manera en que él había deseado con tanto empeño, logrando así el azar en aquel cuadro el efecto de la naturaleza”.

Hasta aquí la parte de la anécdota que suele referirse. Pero Plinio continúa: “Siguiendo el ejemplo de éste, un éxito semejante coronó a Nealces en la representación de la espuma de un caballo: también lanzó la esponja de la misma manera cuando pintaba al hombre que lo retenía del freno”. La anécdota, atribuida a un artista o a otro, sobre perros o caballos, se encuentra en otros autores contemporáneos de Plinio: en las Memorabilia de Valerio Máximo, en Dión Crisóstomo o en el De fortuna de Plutarco. Pero ninguno de ellos recoge lo esencial; que al imitar a Protógenes, Nealces convierte el gesto aleatorio en una técnica deliberada: la primera explotación calculada del accidente.

Ars est celare artem

En sus dos estadios, inicial y terminal, la mancha convoca la magia de una figura que no parece creada por la mano humana, sino por el azar. Ambas acepciones de la mancha se glosan en las Vidas de artistas de Giorgio Vasari. En primer lugar, el boceto primero de la obra, hecho rápidamente “in forma di una macchia”. La segunda acepción de macchia aparece a propósito de la obra de Tiziano. Vasari compara las pinturas juveniles del maestro, ejecutadas con finura y diligencia increíbles, con las obras tardías, “condotte di colpi, tirate via di grosso e con macchie”, que han de mirarse desde lejos. Estos últimos cuadros, dice, muchos los creyeron hechos “senza fatica”, pero se engañaban, porque eran obras muy trabajadas; sólo que las manchas finales hacían “parecer vivas las pinturas”, “escondiendo las fatigas”.

Un siglo más tarde, el tratadista Baldinucci insistiría: “Tiziano solía conducir sus cosas con gran exactitud y amor; pero cuando las tenía cerca de su fin, daba sobre ellas algunos golpes, como si dijéramos maltratados, y esto lo hacía para cubrir la fatiga y hacerlas parecer más magistrales”. Así, la mancha final es un arte que se disfraza de naturaleza y azar; un arte de ocultar el arte. En El cortesano, Castiglione recomendaba, en el arte y en la vida, sprezzatura, esto es: desprecio que disimula el trabajo que la obra ha costado.

En su Arte de la pintura (1638), nuestro tratadista Francisco Pacheco aplicaría la misma noción a otro discípulo de Venecia, el Greco. Pacheco escribía: “Otros labran el bosquejo y, al acabado, usan de borrones, queriendo mostrar que obran con más destreza y facilidad que los demás y costándoles esto mucho trabajo lo disimulan con este artificio, porque ¿quién creerá que Dominico Greco trajese sus pinturas muchas veces a la mano, y las retocase una y otra vez, para dejar los colores distintos y desunidos y dar aquellos crueles borrones para afectar valentía? A esto llamo yo trabajar para ser pobre”.

La mancha final es un remate paradójico que hace parecer inacabada la obra, una clausura que mantiene abierta la pintura.

Dilema

En la pintura del siglo XX han persistido de modo latente los dos momentos clásicos de la mancha: la mancha original de la invención (que provoca al pintor) y la mancha final de la ejecución (que incita al espectador), lo encontrado y lo fabricado, la naturaleza y el arte que esconde el arte. Estos dos extremos constituyen un dilema para el pintor contemporáneo.

En los surrealistas domina la búsqueda de la mancha original. Tanto Max Ernst como André Masson, por ejemplo, se acogen a la lección de Leonardo al proponer métodos para la explotación de lo accidental en pintura. En su famoso texto Sur le frottage (1936), Ernst explicaba su descubrimiento en 1925 de esta técnica que consiste en pasar un lápiz blando sobre un papel para obtener las texturas de las superficies que hay debajo. Por su parte, André Masson creaba en 1927 sus primeras “imágenes de arena” con el fin de salvar “la distancia entre la espontaneidad y la velocidad de relámpago de los dibujos y la idea que inevitablemente se entrometía en los óleos”. Los surrealistas aspiraban a preservar la pureza automática de la mancha original; querían ser fieles a lo encontrado, al primer chorro.

Una orientación opuesta a ésta sería adoptada por los expresionistas abstractos y en particular por De Kooning: atenerse no a la primera mancha, sino a la última. De Kooning solía deshacer y rehacer cada cuadro muchas veces, en un proceso interminable que borraba sus propias huellas. En sus pinturas (al menos hasta la década de los ochenta), la mancha original nunca es visible; queda sepultada bajo muchas capas sucesivas. El empeño consiste ahora, no en la recuperación del punto de partida, sino en mantener abierto el proceso; la última pincelada se presenta como un nuevo comienzo.

El método de trabajo de De Kooning, como escribe Brian O’Doherty, “convierte el tiempo en un lugar en el lienzo, y da a ese lugar una memoria acumulando depósito sobre depósito. Es por tanto una experiencia algo literal del paso del tiempo…”. Un tiempo destructivo, donde cada momento afirma su existencia aniquilando al momento anterior (para ser a su vez aniquilado por el siguiente).

“Sin ocultar lo olvidado”

En el ámbito de tales cuestiones se puede situar la obra reciente de José Manuel Ciria, quien hoy destaca como uno de los pintores españoles más interesantes de su generación. La trayectoria de Ciria en la década de los noventa no carece de vínculos con el automatismo; entronca lejanamente con el surrealismo y más de cerca con el expresionismo abstracto norteamericano. Pero en cuanto al dilema de las dos manchas, inicial y final, la obra fuerte y a la vez sutil de Ciria no cancela ninguno de los dos extremos, sino que tiende a salvarlos, conservando la tensión entre el antes y el después de la pintura.

Cuando Ciria utiliza lonas como soporte, se trata a menudo de viejos toldos, marcados ya con manchas encontradas, como las del muro de Leonardo (aunque sin el afán de provocar sugerencias figurativas). Sobre esta base se van depositando otras manchas deliberadas, rastros de pintura vertida o rociada por el artista. Pero sin ocultar, sin enterrar las marcas anteriores. A diferencia de De Kooning, Ciria no cubre todo el lienzo con pintura; es muy consciente de la importancia de preservar ese fondo desnudo y visible como término de referencia. En ese espacio vacío pueden dilatarse y respirar las formas. Pero al mismo tiempo, el respeto al fondo implica que el margen para rehacer la pintura es muy estrecho: el artista sólo dispone de dos o tres ensayos para resolver la tela y si fracasa en esos intentos, tendrá que desecharla.

En varias ocasiones ha señalado Ciria su interés por el tiempo y la memoria, y sus títulos hablan de ello: “Memoria del sueño”, “Memoria de la ninfa”, “Memoria de Obernai”, “La memoria invisible”, “El espíritu de la memoria”, “El tiempo detenido”, “Mnemosyne”. Ahora bien ¿qué estructura tendría la memoria que surge del proceso peculiar de su pintura?

Al comienzo de El malestar en la cultura, Freud aborda el problema de la persistencia y el olvido: “Habiendo superado la concepción errónea de que el olvido (…) significa la destrucción o aniquilación del resto mnemónico, nos inclinamos a la concepción contraria de que en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad”.

Freud ensaya entonces una analogía detallada con la ciudad de Roma, en su larga y compleja sucesión de aspectos, desde el primer recinto urbano sobre el Monte Palatino, la Roma quadrata, hasta lo que contempla el turista actual. Supóngase, dice, que Roma fuera, no una ciudad, sino una entidad psíquica. En tal caso, todas sus etapas seguirían en pie, en cada lugar: se levantarían allí todavía íntegros los palacios imperiales y el Septimontium, las almenas del Castel Sant’Angelo coronadas por las estatuas (como antes del sitio por los godos). Donde hoy se alza el Palazzo Caffarelli veríamos también el templo de Júpiter Capitolino; en el lugar actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza della Rotonda no hallaríamos sólo el Panteón tal como Adriano nos lo ha legado, sino también la construcción original de Agrippa, y antes la iglesia de Maria sopra Minerva, y antes aun el antiguo templo sobre el cual fue edificada. Y el espectador podría contemplar todo esto al mismo tiempo, superpuesto y plenamente visible.

¿No podría realizarse en la pintura esta coexistencia simultánea de todos los estratos de la memoria? Una pintura que fuera un palimpsesto, donde se pudieran descifrar las escrituras anteriores bajo las más recientes. “Sin ocultar lo olvidado” es el título revelador de un cuadro de Ciria de 1995.

Flashback

Se ha dicho que cada pintura de Ciria nos muestra su propio proceso. Pero esa exhibición no es tan natural ni tan ingenua como podría suponerse. A menudo los fondos que parecen intactos -por ejemplo, telas estampadas- están en realidad reconstruídos (pegados, cosidos). En muchos casos, la superposición de estratos no corresponde, como vamos a ver, al orden en que ha sido pintado el cuadro. “No hay que fiarse mucho -advierte Celia Montolío- de la memoria que recorre la obra de José Manuel Ciria: quizá sea una memoria tramposa”.

Hay muchas telas de Ciria -especialmente de 1993/94- donde las bandas verticales y horizontales conviven con manchas de aspecto más accidental. Se ha glosado este contraste como oposición entre lo informe y lo tectónico, entre lo expresivo y lo racional. Pero el aspecto de estas pinturas es engañoso: las manchas irregulares, que parecen fruto del azar y la naturaleza, son precisamente lo que es responsabilidad directa del artista. Las bandas verticales y horizontales, en cambio, que sugieren el diseño consciente, son un resultado accidental; son marcas de roce grasiento que la lona trae de su vida anterior, cuando era un simple toldo (el toldo, como explica Ciria, aporta su propia memoria con estas huellas). De este modo, lo que nos parece encontrado es en realidad lo producido por el artista y viceversa.

Pero hay más. Considérense algunos de estos óleos sobre lona plástica: la serie Encuentros naturales, “Después de la lluvia”, “La memoria invisible”, “Memoria de la ninfa”, “Lleno y vacío o la idea de Matisse”, “Equilibrio”, “Nuevo bosque” entre otros. En todos ellos, las bandas verticales y horizontales aparecen superpuestas a las manchas irregulares, como si la retícula fuera la última intervención. Pero es exactamente al contrario: el artista ha preservado la retícula (mancha original, encontrada), cubriéndola con cinta de enmascarar y pintando encima.

Si estos cuadros exponen un proceso de memoria personal, lo hacen de manera inversa, confundiendo deliberadamente los tiempos, mezclando el antes y el después, usando una suerte de flashback para traer al presente el pasado más remoto, alterando siempre el orden sucesivo de las cosas.

Texturas

En las manchas de Ciria, plácidas o violentas, quebradas o fluidas, predominan los colores cálidos: amarillos y ocres, rojos, sobre todo rojos profundos y oscuros, mezclados con negro. Ante las pinturas de Ciria, algunos espectadores no pueden evitar hablar de sangre. El artista parece sorprendido y desdeña la sugerencia, como si fuera lo último en que podía pensar: “¿sangre?”. Sí, sangre seca, oscurecida, coagulada, y sobre todo laminada, como en una preparación para el microscopio, para permitirnos escrutar su complexión íntima.

Esta complexión no es nunca densa y uniforme, sino heterogénea y cuajada de oquedades y delgadas membranas, como un tejido celular. Eugenio d’Ors proponía precisamente, para completar la anatomía de las formas pictóricas, una histología de la pintura: un análisis micrológico de sus texturas. Para la histología de la pintura de Rembrandt, d’Ors sugería tres términos: “andrajo”, “picadillo” y “emulsión”. El andrajo, porque se parece a un fragmento de tejido muy gastado. El picadillo, por el disgregarse en pequeñas partículas, en átomos, como la carne picada. Y por fin, la emulsión, porque evoca un fluido que contiene en suspensión gotas de otro fluido insoluble en él.

Estos términos podrían aplicarse también a la pintura de Ciria. La contextura de andrajo viene sugerida por los lavados y frotados “deconstructivos” que deshilachan las masas. Los drippings de agua sobre el óleo suscitan a veces la sensación de picadillo. Y las acciones y reacciones de aceite y agua, que se repelen entre sí, provocan el efecto de emulsión. Lo que es común a todas estas texturas en las telas de Ciria es el introducir una suerte de hormigueo, un movimiento intersticial, en la sustancia misma de la pintura. ¿No sugiere esto una insidiosa infiltración del tiempo en la materia? El tiempo no sólo muerde los contornos de las formas; desgasta, erosiona, corroe, devora desde dentro toda la extensión de la mancha. El tiempo se abre camino entre las grietas, y toda la pintura adquiere, en extraño contraste con su frescura, el aspecto de las ruinas.

Todo esto se refiere todavía al tiempo representado en la pintura. Pero junto a él cabe otra presencia más literal del tiempo: el transcurso físico que acaba efectivamente con las cosas. La misma memoria humana está sometida al destino de lo material; aunque ella crea poseer el tiempo, abarcarlo y suprimirlo en sí misma, descubrirá al final que es el tiempo quien la posee y la destruye.

Jesús Ramón Peñalver. Galería Guy Crété. París

Catálogo exposición “Máscaras de Agua”. Galería Guy Crété, París. Marzo 1998.

LA PINTURA SUBJETIVA DE CIRIA EN EL FIN DE LA MODERNIDAD
La mirada remota de Ciria contra la cultura de la satisfacción

Jesús Remón Peñalver

“Lo monstruoso para la mirada humana que nos mide sin reconocernos, queda borrado baja la mirada remota, que reconocerá al monstruo como algo todavía no formado, o como fragmento de una forma, quizá de igual manera que al ser extraordinario cuya perfección humana admira la humana mirada”

María Zambrano, Claros del Bosque, 1997

Con afán sintético y aún a riesgo de simplificar en exceso, podría decirse que existen dos modos tradicionales de interpretación de cualquier creación artística. El primero, que cabría llamar volteriano, interpreta la obra como emanación consciente de un genio individual seguro de sí mismo. El otro, llamémosle romántico, tiende, por el contrario, a explicarla como reflejo de fuerzas sociales y tendencias históricas. Estos dos métodos no son, sin embargo, contradictorios. La mayoría de los acontecimientos y creaciones que han cristalizado en líneas de tendencia más o menos permanentes son fruto de una doble acción: de una voluntad individual intensamente afirmada y también del espíritu de un pueblo o de una época que haya sido capaz de asumirla como parte integrante de su propia forma de vida y de proyectarla hacia el futuro. La conjunción de esas dos fuerzas revela, de forma definitiva, a un artista que, como Whitman1, pueda gritar a cuantos le rodean diciendo: “Me celebro a mí mismo y a mí mismo me canto, y cuanto yo asumo también lo asumirás porque cada átomo que me pertenece también te pertenece”.

Esa doble acción individual y del grupo está presente en toda manifestación artística. El arte es, sin duda, el signo más revelador de cada época porque es una expresión del espíritu socialmente asumida o, incluso, colectivamente rechazada. Y digo de cada época y no sólo de un determinado lugar, ciudad, Estado o Nación porque el arte no puede ser confinado en las estrechas fronteras de ninguna pretensión particularista o localista. El artista, el artista verdadero, es y ha sido siempre un ciudadano del mundo, dotado de una intensa “fruición de mundanidad”, que –desde el aquí y el ahora– le transporta inevitablemente hacia lo que todavía no ha sido descubierto o ni siquiera avistado. El arte es, de este modo, un lenguaje internacional e intemporal, que nos descubre el presente al mismo tiempo que nos ayuda a comprender el pasado.

Ahora bien, el alcance universal de toda manifestación plástica no impide que puedan reconocerse ciertos rasgos distintivos con los que poder definir algunos estilos nacionales. Esto ocurre con la pintura española hasta el punto que, como cuenta Brown2, ya en 1502 el pintor Antoniazzo Romano recibió el encargo de realizar dos lienzos para San giacomo degli spagnoli, que debían ser ejecutados ad modum ispanje. Puede, pues, hablarse de una pintura española, fraguada en continuo diálogo con otras regiones europeas y caracterizada, al menos, por la sobriedad3, el individualismo exagerado, la búsqueda permanente de la autenticidad y un siempre vital ímpetu creativo. Todas estas notas están, sin duda, presentes en Ciria.

Ciria es, antes que cualquier otra cosa, un artista y, como tal, no ha venido a poner diques y orden en el maravilloso desorden de las cosas, sino que ha “venido a nombrarlas, a comulgar con ellas sin alzar vallas a su gloria”4. Pero, además, Ciria es un pintor español. Y lo es, “a la manera de aquellos que no pueden ser otra cosa”, porque la pintura habla en Ciria “la misma lengua con que hablaron antes, y mucho antes de nacer nosotros, las gentes en que hallara raíz nuestra existencia”5. Hay un nexo invisible que une a Ciria con lo mejor de la pintura española de todos los tiempos: con la invencible aspiración de originalidad, de búsqueda de nuevos senderos, que anida en El Greco, Velázquez, Goya, Millares o Tàpies; pero también con el sabio gusto por la tradición presente en Zurbarán, Ribera, Gutiérrez Solana o Mateos. A todos ellos les une su apabullante sinceridad, su desgarrada lucha por encontrar nuevas formas, su mágica contención y la rica gama cromática que domina sus telas, plenas de profundidad y rebosantes de pasión y vitalidad. Esa pasión descubre que Ciria está entre nosotros para “cumplir con su oficio”, para que, pincelada a pincelada, logre por fin –como siempre persiguió el poeta– sustituir tantos olvidos, llenar de luz las tinieblas y fundar otra vez la esperanza.

Mas volvamos ahora al hilo inicial de estas líneas. Como hace ya algunos años escribiera Ortega6, puede formar parte del destino más trágico de una generación no encontrar su propia forma de vida. Por eso hay generaciones logradas y hay otras más o menos malogradas. Lo que ahora quiero destacar es que uno de los ingredientes principales de la forma de vida, junto al repertorio de ideas sobre el universo o las formas de organización social, es la expresión artística. El poderoso impulso creador de un artista genial ha sido y será siempre un fundamental elemento para conformar una época que, sin su presencia, tal vez se hubiese podido agostar. Del mismo modo que las décadas o siglos de gran esplendor siempre han alumbrado creaciones originales. Esto explica también que la evolución constante de nuestras ideas sobre el mundo se hay precipitado en expresiones plásticas bien diferenciadas. Y así podría decirse que la escultura fue el símbolo del clasicismo; la catedral, el signo artístico del medioevo; y la pintura representó con preferencia la modernidad.

Llegados a este punto surgen algunas preguntas: ¿cómo habría de calificar la época de tránsito que nos ha tocado vivir? ¿Somos una generación lograda o vivimos una época malograda? ¿Ha dejado la pintura de constituir una expresión plástica válida en esta hora final de la modernidad? Seguramente no sea todavía posible dar respuesta definitiva a estas preguntas, cuya solución tal vez sólo pueda encontrarse con el paso de los años. Pero lo que sí es cierto es que vivimos una etapa de intenso y acelerado cambio, una época de crisis que anuncia el fin del orden lógico-racional que ha caracterizado la modernidad. Si la evidencia más esencial de la modernidad era la de la libertad o, en otras palabras, la idea de que la razón y la voluntad determinan la realidad; la más viva experiencia del momento presente es que “ya no somos lo que hacemos”, que cada vez somos más ajenos a las conductas que nos hacen desempeñar los aparatos económicos, políticos o culturales7. Estos signos iluminan un puerto, ya próximo, donde acabará ese largo viaje que tomó su impulso esencial en el Renacimiento y que podría traer una radical sustitución de las tradicionales formas de expresión artística. ¿Tendrá sitio la pintura en esa nueva ciudad?

Mientras se acercan, irremisiblemente, esos tiempos nos debatimos en un escenario que es mezcla de claudicante sumisión a la cultura de masas y de afán de ensimismarnos, de volcarnos sobre nosotros mismos para evitar (o, como poco, no reconocer) que los sueños de la razón que nos condujeron a la liberación de las viejas cadenas nos pueden sumir en el lóbrego calabozo de una nueva esclavitud. Nuestra vida es así cada vez menos propia. Está más llena de productos extraños, que no hemos pedido, que han importado en nuestro nombre y constituyen nuestro artificial equipaje para la travesía que se avecina. Esta pérdida de la capacidad de controlar nuestros destinos, de la posibilidad de influir en nuestros propios proyectos marcan el próximo fin de la modernidad. Una de nuestras básicas tareas históricas consiste en no asistir impasibles a esta faceta del cambio sino resistirnos porque, como escribió Cernuda8:

“Lo que el espíritu del hombre/ Ganó para el espíritu del hombre/ A través de los siglos/ es patrimonio nuestro y es herencia/ de los hombres futuros./ Al tolerar que nos lo nieguen/ Y secuestren, el hombre entonces baja,/ ¿Y cuánto?, en esa dura escala/ Que desde el animal llega hasta el hombre”.

La obra de Ciria es, a mis ojos, reflejo de este momento inaugural del final de la modernidad, de tránsito hacia un lugar todavía sólo atisbado pero distinto. Ciria ha lanzado un importante reto contra el lado alienante de esa nueva ciudad desde la atalaya de su franca y desmedida entrega al “menester de pintura”, al viejo oficio de pintar. Por eso sus lienzos y lonas están plagados de monstruos y de sentimientos; están vestidos de técnica depurada y prodigiosa pero también manchados con el barro que se quedó en las manos de un alfarero; y lo mismo nos conducen a una galería de sueños como nos despeñan hacia abismos insondables. Ciria no acepta la tiranía de las formas. Su libertad induce libertad y, de este modo, invita a múltiples lecturas, que se debaten entre el orden y el azar; la música y el silencio; la plenitud y el vacío. Esta esencial ambivalencia enmarca la singularidad de su personal y original lenguaje pictórico.

La pintura es en Ciria coraje vital y también intensa necesidad de comunicación. Esas fuerzas le conducen a trascender lo objetual y matérico para asentar su trabajo en el reino de la imaginación, el tiempo, la distancia y el recuerdo. La profunda sinceridad de la propuesta de Ciria reside en la pluralidad de interrogantes sobre la propia vida que, rectamente y sin tapujos, dirige al espectador para provocarle una crisis de conciencia. No se trata de perseguir “lo eternamente bello” porque a Ciria le importa más el camino que la posada; no le atrae la calma sino la tormenta; y no le interesa tanto la quieta inmovilidad como la sucesión de los instantes. Esta propuesta subjetivista –anclada en la distancia y alimentada por una voluntad de eliminar lo superfluo (el engañoso ropaje de las cosas)– no puede, prescindir del espectador que la recrea, no podría ser concebida sin la presencia de otra mirada, que quizá recale en la “poesía envolvente”9 de sus lienzos o tal vez quede definitivamente atrapada por el “resultado de usar la pintura de forma orgánica, visceral, incluso con una intensidad descarnada”10 .

La mirada interior de Ciria llora a voces en sus cuadros para avivar en nosotros el coraje necesario para seguir siendo libres. Entre tantos otros, hay cuatro cuadros (The French Model (Mnemosyne), Seducir la noche (Máscaras de la mirada), Verbo Odiar (El uso de la palabra) y el sueño de Manchester (New Works 1997), pertenecientes a series distintas, cuya fuerza expresiva alcanza límites de intenso vitalismo y afortunadamente nos alejan de la cultura de la satisfacción, el ruido y la equivocación que cotidianamente nos envuelve. La contemplación de esas obras siempre me trae a la memoria unos duros versos de Dámaso Alonso11. Esos versos dicen así:

“¿De qué sima te yergues, sombra negra?/¿Qué buscas?/ (…)/ Llegas,/ oquedad devorante de siglos y de mundos,/ como una inmensa tumba,/ empujada por furias que ahíncan sus testuces,/ duros chivos erectos, sin oídos, sin ojos,/ que la terneza ignoran./ (…)/ Hiere, hiere, sembradora del odio:/ no ha de saltar el odio, como llama de azufre, de/ mi herida./ Heme aquí:/ soy hombre, como un dios,/ soy hombre, dulce niebla, centro cálido,/ pasajero bullir de un metal misterioso que irradia/ la ternura (…)”

El ímpetu creativo de Ciria no se opone al cambio, ni pretende ingenuamente congelar un contradictorio presente. Pero en esta hora del fin de la modernidad tiende un puente para llevar al futuro afanes de libertad y también de distancia de las engañosas y superfluas apariencias. Su sello: la mirada remota, el vértigo y el silencio. El resultado: la revelación de la palabra indecible y con ello la definitiva incorporación de la pintura a la forma de vida de cualquier nueva era.

Juan Manuel Bonet. Galería Salvador Díaz. Madrid

Catálogo exposición “Manifiesto/Carmina Burana” Galería Salvador Díaz, Madrid.
Octubre 1998.

PINTURA, EN SINGULAR

Juan Manuel Bonet

Pronto hará veinte años de los ochenta madrileños, de sus grandes esperanzas, de su euforia pictoricista, de la pasión con que entonces se vivieron en la capital española la visita de Robert Motherwell o la de Marcelin Playnet, la exposición de Matisse en la Fundación Juan March o la del cincuentenario del MOMA neoyorquino en el MEAC, la retrospectiva ministerial de José Guerrero en el Palacio de las Alhajas, las primeras individuales importantes de Broto, Campano, Albacete o Sicilia, las colectivas 1980 y Madrid D.F…. Una época auroral, hermosa, irrepetible, de especial intensidad en muchos órdenes de nuestra cultura, y cuya topografía uno ha intentado ya reconstruir en más de una ocasión.

Un poco antes de los ochenta, cuando en la mayoría de los estudios “jovenes” y “al día” de Madrid y Barcelona todavía dominaban los programas, los dogmas, las certidumbres, estuvo muy en boa un término redundante, tautológico como se decía entonces: pintura-pintura.

Ante los cuadros de José Manuel Ciria, pintor que emergió ya en la segunda mitad de los ochenta, y que a sus treinta y ocho años se ha convertido en uno de nuestros mejores abstractos de los noventa, ante estos cuadros a menudo he pensado en aquel término redundante, tautológico, de finales de los sesenta. Hoy la verdad es que basta con decir “pintura”, en singular. Pintura. “Posibilidades de la pintura”: el programa de Juan Gris. La pintura, siempre recomenzaba, como él mas de Paul Valéry. Pintura pura. “La pintura y sus enemigos”, también: hoy como ayer, gente alérgica a la pintura. Sin embargo, la intención, si quitamos la antigua tendencia al dogma, al programa, sigue siendo bastante parecida a la que animaba a aquellos protagonistas de la renovación de los setenta. Un hilo invisible une con ellos, a la postre, a sus herederos, los “Líricos del fin de siglo” agrupados por Santos Amestoy y glosados por Enrique Andrés Ruiz –dos criticos-poetas–, como antes otro hilo había unidos a esos adelantados, con sus predecesores de los cincuenta, o con una figura de transición como Jordi Teixidor. Pintura, pues, en singular. Singular, sí, y personal, e intransferible: pintura, sin adjetivos.

Ciria, y esto sólo aparentemente es contradictorio con lo anterior, recurre a menudo a puntos de apoyo culturales. Pintura en singular y sin adjetivos, pero por eso mismo abierta a otras experiencias del mundo, y sobre todo a otros modos de decir el misterio de este. Citas ajenas, no necesariamente pictóricas. Aperturas, twomblyanas.

Esa fructífera tensión Roma-New York o –Venecia-New York, como proponía Philippe Sollers en uno de sus libros de los ochenta– es clave para quienes entendemos, frente a los dogmáticos, a los extremistas de una y otra borda, que tradición y vanguardia no son términos antagónicos, sino complementarios.

La geometría, la ortogonalidad que a cada nueva vez nos sobrecogen y maravillan, como la primera, en Manhattan, hace unos años, hubo un momento en que uno creyó que en la pintura de Ciria iban a dominar sobre cualquier otro de sus “ingredientes”. Geometría experimental se tituló una serie de 1992. Algo después, sus retículas o cuadriculas, entre minimalistas y mondrianescas –Mondrian, neoyorquino de adopción al final de su vida–, parecían destinadas a convertirse en protagonistas principales de un arte cada vez más despojado, cada vez más “japonés”. Con el tiempo, sin embargo, pudo comprobarse que no era así, que la geometría y el minimal no constituían, en este caso, sino una música de fondo, un telón sobre el cual seguir desarrollando un proyecto complejo, y que asume creativamente las contradicciones. Retícula y mancha: con esta breve y acertada fórmula resumen el asunto Antonio García-Berrio y Mercedes Replinger, en la ejemplar y definitiva monografía que acaban de dedicarle al pintor. Este, por lo demás, parece aludir a lo mismo, cuando titula Poema sobre un campo geométrico blando uno de sus cuadros de 1997.

La geometría, y una de las formas o espacios fundamentales de nuestras vidas: la ventana. Ventana habitada se titula muy explícitamente uno de los cuadros recientes de Ciria, y no sólo en él, sino en varios de sus vecinos vuelve a repetirse, entre manchas rojiblancas que lo amenazan, el perfil vertical y rectangular de esos espacios de dimensiones generalmente reducidas a través de los cuales nos asomamos, cada mañana, al mundo, y que han sido interrogados tantas veces, a lo largo de la historia del arte, por pintores de las más diversas escuelas, y dueños de las más diversas poéticas.

La materia. No cabe la menor duda de que ha sido uno de los ejes en torno a los que, con Tàpies como referencia principal, ha girado, casi hasta la obsesión, una cierta pintura española de los cincuenta. Su memoria vuelve a aflorar una y otra vez, en nuestro arte más reciente. En la obra de Ciria siempre ha estado presente, en mayor o menor medida según las épocas. Se toma deliberadamente más visible en ésta, gracias al procedimiento modernamente canónico donde los haya, del collage, a la incorporación de maderas, cartones, papeles pintados como el que en su día sirvió de soporte para El cortador de patatas (1996), patrones de moda como mapas de un cielo doméstico, un cartel de María Vivió en Carmen, alambres –paradójicamente acompañados de sus propias sombras dibujadas y, nuevamente, las clásicas lonas de camión, a las que tanto partido sacó, como soporte de algunos de sus cuadros más afortunados.

El gris, color de la melancolía y de la ceniza, color por excelencia de los poetas simbolistas, color adoptado como seudónimo (“Juan Gris”) por José Victoriano González, el gris, digo, un gris luminoso, ha sido, más todavía que el ocre, el amarillo, el negro, el pardo o el rojo, el color por excelencia de Ciria. Poema gris se titula uno de sus más impactantes cuadros de gran formato, de 1995, perteneciente a la serie Máscaras de la mirada.

In memory of my feelings, un hermoso título del siempre motherwelliano Frank O´Hara, el mejor poeta de la Escuela de Nueva York, el mejor amigo y cómplice de los pintores de la misma. En algunos de sus últimos cuadros, y dentro de una preciosa serie titulada en base a tres emes, Memoria, momento y muro –el muro: Tàpies evidentemente, pero también Brassal, uno de los guías del catalán, y más atrás en el tiempo, los muros quevedescos de la patria–, Ciria, que en 1994 compuso una serie titulada genéricamente Mnemosyne, se traza, con dibujo tembloroso y balbuciente, la silueta de un triciclo, vehículo emblemático, según me cuenta, de su infancia inglesa con niñera. Se embarca así, a partir de ese momento, de ese instante rescatado que se entrevera con el devenir de la propia pintura, en un viaje a las raíces, a los orígenes de su existencia, de su vida de español nacido lejos, en la industriosa Manchester. Ese dibujo de reminiscencias infantiles –la memoria primera del pintor, pero ahora también, me imagino, la de su hijo, que empieza su propio camino por la vida–, como melodía. Ese dibujo, como talismán de la memoria de los propios sentimientos, que encuentran su hueco en este proyecto integrador, donde la ortogonalidad no está reñida con esa Memoria del sueño que en 1994 le servía para titular uno de sus cuadros, cerca del cual había otro titulado, dentro de un propósito vecino. El espíritu de la memoria.

Entre todos estos cuadros nuevos de Ciria que ahora se verán en Madrid, en la Galería Salvador Díaz, y que acabo de contemplar en el austero y abarrotado estudio que él ocupa en el Madrid de la autopista de Barcelona –anónimos pasillos de oficinas de variado cometido, techos más altos de lo esperable en vista de esos pasillos, patio con chatarra que parece estar esperando a su César o a su John Chamberlain de turno, y en el propio estudio, a todo volumen, María Callas–, entre todos estos cuadros me ha impresionado muy especialmente uno: el titulado Espectador de guerras, una monumental cascada de pintura en blancos, negro y grises. “De la sombra, lumbre”. Pintura heroica, en el sentido que le daban a esta palabra algunos de nuestros héroes norteamericanos preferidos: el mondrianesco Rothko, el áspero Clifford Still y sobre todo Barnett Newman, el autor de Vir Heroicus Sublimis, de Achiles, de Ulysses. Pintura que se desarrolla, de nuevo, sobre el telón de fondo de la geometría, de una arquitectura. El gesto genera una cascada, sí, un espectacular derramamiento de líquido. Hay precedentes: Piel de agua se tituló una muy notable serie de cuadros, y la individual de 1993 en la Galería Altxerri de San Sebastián, y dentro de la producción reciente otro cuadro monumental, designado como Espejo de agua. Ramajes, también, una vegetación arborescente, proliferante, frondosa. La gestualidad, el automatismo, son compatibles con un orden, dialogan con una cuadrícula, que una vez más al pintor le sirve, por así decirlo, de papel pautado. Se entiende muy bien, en ese sentido, que Ciria estuviera presente, en 1994, en una colectiva a tres bandas que se celebró en el Palacio de Velázquez , y que estuvo puesta bajo una doble advocación: Gesto y orden. Este cuadro en principio se supone que habla de –en contra de– la guerra, y hay que recordar que ya en 1993 encontramos un tríptico titulado Guerreros. Pero la auténtica batalla, a la postre, batalla campal, a la vista está, es aquí la “batalla del cuadro”, por decirlo con un término recurrente en el discurso sauresco desde mediados de los años cincuenta. Batalla apasionada, y cuyo resultado, por lo demás, puede ser, paradójicamente, y como sucede en este caso, también salta a la vista, una gran sensación de acabamiento, de calma, de quietud, sensación que a uno inevitablemente le trae a la memoria aquella frase memorable de Manuel Azaña: “Paz, piedad, perdón”…

Espectador de guerras. Un cuadro que se impone por su sola presencia, y sobre el cual uno estaría tentado de componer, más que un texto crítico, un poema de acción y también de meditación, un equivalente textual y cómplice, a lo Frank O´Hara, sí, de su presencia soberana. Un cuadro que constituye un nuevo hito en la trayectoria de este pintor de los noventa. Un cuadro ya emblemático, central, y al que me sospecho que habrá que volver más de una vez, en la memoria.

Marc Holthof. Athena Art Gallery. Kortrijk

Catálogo exposición “Masks of the Glance” Galería Athena Art, Kortrijk y Galería Wind, Soest. Septiembre 1998

CIRIA

Marc Holthof

Nacido en 1960, José Manuel Ciria comenzó a alcanzar fama en España a principios de los años noventa, haciéndose posteriormente conocido también en otros países. Se han organizado diversas exposiciones de su obra en Alemania y Francia, y recientemente una selección amplia de sus trabajos ha sido exhibida en Nueva York. Ahora, sus cuadros se exponen simultáneamente en Bélgica y Holanda. En Ciria reconocemos hoy a uno de los principales artistas españoles de su generación; su obra ha sido adquirida para las colecciones de diferentes museos e instituciones en España y en el extranjero.

La obra de Ciria se caracteriza por su tangibilidad, por su poderosa presencia, que al ser observada desde la perspectiva de los Países Bajos, produce en la mirada un efecto inequívocamente “español”, terrestre, incluso erótico. Ciria utiliza óleos y grafito sobre unos fondos de lienzo plastificado, extraído en ocasiones de reutilizadas lonas y toldos de camiones o trailers; los soportes seleccionados no son vírgenes: están manchados, desteñidos, marcados por los anclajes, el roce, las barras de sujeción. La estructura de los fondos elegidos por Ciria es verdaderamente magnífica, el artista la emplea como si fuera una piel de serpiente sobre la que se desarrollan las diferentes escenas.

En los últimos años, Ciria nos ha presentado diversas series de cuadros en mediano y gran formato, en los que de forma ocasional ha reducido su paleta de colores únicamente al blanco y negro, manteniendo los trazos de grafito y unos fondos grisáceos, marrones y ocres. El blanco y el negro parecen luchar por ocupar y llenar la superficie, transformándola en un pergamino o palimpsesto escrito, tallado, trabajado con dureza. Una evocación a un campo de batalla, donde el color es aplicado virtuosamente, consiguiendo una pintura intensa y orgánica que se convierte en pétrea o en un ácido corrosivo que hiere al lienzo o cicatriza su piel amada y torturada.

Algunas veces, el artista escoge fondos negros para sustituir los grises/ocres habituales, y aplica sobre ellos manchas abstractas y místicas en tonos rojizos, blancos y grises. Asimismo, en una de sus ultimas series predominan los matices azulados que determinan la superficie y los aparentes relieves de las telas abstractas. Ciria también ha realizado infinidad de cuadros mediterráneos, de especial intensidad, con tonos marrones y rojizos que pueden sugerirnos marcas realizadas con sangre sobre lonas de fuerte tono amarillo.

Se ha comentado, que la pintura de Ciria puede equipararse a los líquidos corporales: sangre, semen, pus, eyaculados con gran violencia sobre el fondo del lienzo, para después ser lavados, rascados, heridos. Esta comparación puede describir, a su vez, los viscerales efectos que estos trabajos producen ante el público. El ingenio con el que la pintura de forma natural y orgánica es aplicada resulta absolutamente impresionante. La obra exhibe tal evidencia que parece no poder ser ocasionada sino por el paso del tiempo. Las manchas, las cicatrices y marcas, procuran una desigualdad en sus estratos que cada una parece relatar su propia historia.

Marcos Barnatán. Galería Salvador Díaz. Madrid

Catálogo exposición “Manifiesto/Carmina Burana” Galería Salvador Díaz, Madrid. Octubre 1998.

JOSÉ MANUEL CIRIA – ANTE UNA EMERGENCIA DE LA IMAGINACIÓN

Marcos-Ricardo Barnatán

Heard melodies are sweet, but those unheard Are sweeter; therefore, ye soft pipes, play on; Not to the sensual ear, but more endeared, Pipe to the spirit ditties of no tone…

John Keats

I

Los versos de Keats, entresacados de su celebre “Oda a una urna griega”, han sido traducidos al castellano más de una vez, y por escritores y poetas tan admirables como Julio Cortázar, José Angel Valente o José María Valverde1. En todas las versiones del poema que he consultado, un poema considerado como “una parábola acerca de la naturaleza de la poesía y del arte en general”2, permanece vigente la idea acerca de la mayor intensidad de la música inaudible, de aquella que John Keats oía en las suaves flautas, y que adivinaba destinada no para “el oído carnal” –traduce Valente– sino para el espíritu que puede percibirla, aunque en apariencia esté desprovista de tonos.

Como la melodía sin notas que podía seducir, pese a estar inmersa en la audible música de las zampoñas, la buena pintura tiene siempre que ofrecernos más de un registro: el que asume la evidencia y los otros, los que estarán escondidos, latentes, en el interior de la imagen que nos llega al primer golpe de vista. En un cuadro, como en un poema, como en una melodía, cuando son verdaderos –y aquí debemos sujetar con una cuerda gruesa la palabra verdad con la palabra imaginación3– debe haber, necesariamente, una insinuante invitación a una pluralidad de lecturas.

Yo he sentido en el estudio madrileño de José Manuel Ciria el canto insonoro de sus grandes telas, junto a las melodías mucho más plausibles que destellaban en los encharcados colores estaba allí la música sorda que nos sacude, que nos conmueve y hace que la contemplación de la orgía nos traslade a otra realidad, siempre superior, aún mucho más potente que la que creemos ver. Tiene mucha razón Gaston Bachelard cuando nos exigía que no nos entreguemos nunca a las imágenes de improviso, que no nos empeñemos en comprenderlas de golpe, y que dejemos que se nos revelen poco a poco en “un verdadero devenir de imaginación y en un enriquecimiento de los significados”4. Cuando observamos estas nuevas obras de Ciria no podemos sustraernos a esa reflexión, que va más allá de lo racional, y a la que un espectador curioso se entrega también por placer. No se trata de desentrañar enigmas ni de resolver acertijos, su pintura tiene una evidente espontaneidad que no permite especulaciones de la razón pero sí esa emergencia de la imaginación que la hace un hermoso hervidero de un dinamismo asombroso.

Pero cuidado, cuando digo espontaneidad, no me refiero para nada a un mero gesto automático ni a un trazo azaroso. La espontaneidad que Ciria consigue transmitirnos es siempre el fruto esforzado de una idea previa, en la que juega un papel importantísimo la memoria y las asociaciones libres que de ella se desprenden, y una elaboración técnica muy meticulosa para la que recurre asiduamente a materiales nuevos o poco frecuentes, y a procesos químicos que muchas veces requieren el asesoramiento científico de especialistas. También la “cocina” del pintor ha evolucionado en este fin de siglo, y el éxito exige un conocimiento cada vez mayor de las materias con las que el artista trabaja.

Si creemos que el arte no expresa nunca nada que le sea extraño, debemos aceptar también que en una pintura de calidad “el tiempo se pone a esperar”, y el cuadro despierta en la mirada un deseo invencible de ser reinterpretado. Algo que Ciria no sólo sospecha, sino que en cada nueva lectura la obra nos dirá más y más, y que la primera impresión será superada pese a la eficacia, al poder de su sorpresa. Quizá pase como con la literatura, y esa música inaudible que vendrá después, mientras el tiempo espera, será además de más intensa mucho más lenta. En el silencio de nuestro sofá, mientras fumamos muy despacio un buen habano, entre el humo azul moviéndose en el aire y a la luz natural que penetra desde nuestra ventana, seguimos soñando el cuadro lentamente, Y cada tarde el sueño es distinto, porque no se acaba nunca de soñar una pintura verdadera.

II

Ahora José Manuel Ciria acepta el desafío de los formatos cada vez más grandes. Un espacio gigantesco como el que sirve de escenario a esta gran exposición le reclama una especial vehemencia. Una vehemencia de la que hace tiempo le sabíamos capaz, y que hoy tiene la oportunidad de que se libere ya a todo volumen. Como esos potentes equipos de música, o esos poderosos automóviles, que por fin encuentran el momento de poder desarrollar todos sus decibelios, toda su latente velocidad.

Por eso se decide a mostrarnos hasta que punto pueden crecer sus imágenes, sin perder por la magnitud de la escala ni su rotundidad, ni su potestad fascinadora.

Se enfrentan dos series muy distintas, las piezas que forman Carmina Burana –una cantata que Ciria identifica con la alegría, con la felicidad, con la fiesta, después de su experiencia como becado en la Academia de Roma en 1996– y las de Manifiesto, en la que concentra sus propuestas de cara a un futuro que le impacienta. Instaladas las dos series de manera que el espectador puede verlas también de dos formas; por separado, y sin interferencias, si sabe elegir estratégicamente el punto de visión; y dejando también abierta la posibilidad del diálogo y de la confrontación de las obras disímiles. Algo que parece más que un simple ardid.

En las fuentes de la memoria se alimenta la vida del creador, y su creación es siempre un monumento de vida, una explosión de vida alzada contra la idea de muerte, contra el hondo silencio de la nada. El resplandor de una Madona de Tiziano entrevisto en el rostro de una mujer vista en el metro, y evocado en el verso de Eugenio Montejo5, puede servirnos de ejemplo del tipo de metamorfosis que opera en un artista cuando salva una imagen de su pasado y la hace perdurar en una obra que retrocede en el tiempo para “cazar” una memoria perdida, pero que a su vez avanza hacia el futuro –ese ir y venir–, y con la ayuda de la imaginación, su fiel aliada, consigue tatuar en la tela sólo lo que es imprescindible, lo que realmente le ha impresionado al artista de esa memoria.

Ciria no tiene más remedio que arrancar de la mata la flor viva, la desmemoriada flor viva, y hacer de ella parte activa de una música nueva. Es entonces cuando la flor asume su trozo de memoria cósmica, cuando se integra en un proyecto pictórico que la supera y la contiene.

Técnicamente su pintura se ha complicado, y en la complicación ha dado un gran salto hacia delante. No sólo ha buscado nuevos soportes en las enormes lonas verdes de los camiones militares, que a veces, sólo a veces dejan asomar un vestigio de su naturaleza original, sino que se siente compelido al uso de otros materiales, novedosos para él, como los papeles pintados manipulados, los cartones, las maderas o los alambres, que se asocian a la pintura, a las gomas, y a los barnices para conformar las piezas magnas de ese Manifiesto. Que no es otra cosa que el tipo de pintura total a la que Ciria aspira, y que constituye su valiente y personalísima aportación al arte del fin de siglo.