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1993

Fernando Huici. Galería Almirante. Madrid

Catálogo exposición “Adage” Galería Almirante, Madrid. Enero 1993.

BAJO LA PIEL

Fernando Huici

En ocasiones, la primera, fugaz, impresión que nos provoca un encuentro nos revela, de golpe, lo esencial de aquello que enfrentamos; y no sabemos por qué. Desde el instante mismo del encuentro amamos o aborrecemos un lugar, o una persona, o una cosa; sin poder remediarlo, sin otras razones, sin razón alguna. Es lo que llamamos una intuición. Y, con frecuencia, cuando las razones llegan, cuando conocemos con detenimiento aquello que encontramos, aprendemos muchas otras claves… mas ninguna que desmienta, en lo esencial, la meridiana claridad abierta, brutalmente, por la intuición primera.

La sensación, casi automática, que me produjeron las piezas de esta serie reciente, que ahora nos muestra José Manuel Ciria, fue la extraña e imposible certeza –desmentida por la misma mirada– de que eran como de cristal. Algo las asociaba en una absurda sospecha, a esa materia dura, brillante y fría, pero extremadamente frágil también; esa substancia sin secretos, a la par que misteriosa, transparente y reflectante a un tiempo, que al enfrentarla parece devolvernos lo que tiene a ambos lados, como si atrapara o congelara, fundiéndolos en uno solo, el mundo exterior y el interior.

Toda intuición tiene, como los cuchillos, dos extremos opuestos: uno, al igual que el mango que agarramos como si nos afianzara al mundo, es accidental, epidérmico, tallado por los detalles, aparentemente inermes, que sirvieron de detonante; el otro, como la hoja, es incisivo, centelleante, aquel que nos permita rasgar la piel de lo real.

En este caso, el accidente se despierta, ante todo, desde un aspecto del proceso de trabajo y, en concreto, desde sus materiales: con el barniz, que concluye, cerrándolos, la obra y el proceso; y, aún de modo más intenso, con el soporte mismo, esas lonas plásticas que Ciria ha elegido como base del ciclo.

Ambos actúan como elementos de congelación, esencialmente distanciadores, y ello dentro de un proceso de ejecución que es, por el contrario, básicamente cálido, emocional, puro matiz y temblor. Ese proceso tiene su motor primero –y principal– en el azar. Azar que, a veces, actúa ya incluso desde la misma elección de un soporte particular, con esas lonas que incorporan accidentes específicos, al modo de un objet trouvé.

De hecho, la propia decisión de adoptar como soporte general de la serie la lona plástica nace precisamente, en primer lugar, de su óptimo potencial de respuesta frente a los factores aleatorios que determinan una parte sustancial del método de trabajo desarrollado por Ciria en este caso. Por su impermeabilidad y el carácter deslizante de su superficie, permite fluir con entera y continuada libertad el flujo de materia pictórica que el pintor despliega sobre la lona extendida horizontalmente. Por otro lado, el duro perfil de los pliegues generados por la relativa elasticidad del material, dejará su huella a modo de una trama dibujística accidental y discontinua.

Pero desde esas mismas propiedades físicas, la lona se convierte a su vez en cómplice decisivo para la vertiente más subjetiva del proceso o, al menos, la de esa técnica singular con la que Ciria establece un peculiar diálogo entre azar y control, un método que cabría definir como de rectificación.

Pintar entendido como quitar, como eliminación parcial de lo preexistente, antes que como incorporación de materia; un lenguaje que predica en base a silencios y negaciones. Inevitablemente nos viene aquí a la memoria un ejemplo mítico de la vanguardia americana, el del célebre dibujo de Willem de Kooning, borrado por Rauschenberg. La acción de Ciria establece, de hecho, una cadencia conceptual de pasos muy similares, sólo que, en este caso, provocan una resonancia de matices distintos. No borra aquí gestos –y, con ellos, un paradigma basado en la idealización de la subjetividad–, sino, por el contrario, el resultado de un proceso aleatorio, en el que introduce precisamente, mediante algo parecido a pequeños gestos negativos, una intervención de carácter subjetivo.

Óleo, cenizas…, materias suntuosas y residuales, estables o evanescentes, sustancias para una alquimia sobre la que actúan dos fuerzas antitéticas, secretamente aliadas, las del azar y el corrector. A un accidente forzado le sigue así, en esas extraña simbiosis, una inercia decreciente que es reconducida hacia un punto de reposo inestable.

¿Cómo concluye, entonces, ese diálogo en el tiempo, teóricamente infinito? Con una apuesta estratégica, en la que el pintor suspende su tarea de rectificación. La elección de ese instante actúa al modo de una tirada de dados que fatalmente –pues la suerte está echada– abolirá el azar. Y otro tanto ocurre con el formato definitivo de la obra, seccionado a partir de una territorio mucho más extenso. Ciria define los límites que transformarán el proceso en objeto, cortándole así, literalmente, el viaje al cuadro.

En ese instante, todo parece ya concluido: las apuestas hechas, la memoria del diálogo, en suspenso, sobre la superficie tendida. Mas queda aún un paso fundamental. La obra sigue siendo, en ese punto, altamente inestable. Sobre esa inestabilidad que ha permitido, de hecho, el proceso entero de creación, se asienta a su vez la poética esencial de todo el ciclo, esa dimensión mental que contagia, por igual, el sentido de la acción y la lectura de la pieza.

La fragilidad, como metáfora impecable de la irreductible condición de la experiencia creativa, concebida a modo de desigual combate entre razón y naturaleza, en la inalcanzable estela del deseo, e inabarcable al fin, sino como sombra, por el objeto artístico. Eso nos da el clima de la pieza, de su aliento interior. Sólo entonces, desde esa conciencia, el barniz interviene para cerrar el círculo. Al consolidar definitiva e irreversiblemente la pieza, abolirá paralelamente la temporalidad esencial, amorfa e inestable, del proceso creativo. No altera, con el filtro que erige ante nuestra mirada, la identidad de lo que hay bajo su piel, su temblor inefable; pero nos separa irremisiblemente de su aliento, congelando, en la visión, la memoria de aquel vértigo.

Javier Mederuelo. Galería Delpasaje. Valladolid

Catálogo exposiciones Galería Delpasaje, Valladolid y Galería Ad Hoc, Vigo. Enero 1993.

AFIRMACIÓN DE OTRA COHERENCIA EN LA PINTURA

Javier Maderuelo

Al contrario de lo que sucedía en el arte clásico, donde existían unas reglas prefijadas, más o menos explícitas, a las que se debían someter artistas y obras, toda manifestación de arte contemporáneo necesita definir de antemano las propias reglas por las que se debe regir. Estas reglas, lógicamente, no están escritas al borde de la obra, por eso cada espectador tiene que hacer el esfuerzo de intentar descubrirlas y corroborarlas sobre aquello que está contemplando. La interpretación de cada obra se convierte así en una tarea particularmente difícil, sobre todo porque los artistas contemporáneos, al pretender alejarse de los tópicos encasillamientos, niegan el recurso referencial a géneros y estilos.

Siempre hay una serie de rasgos físicos o de guiños conceptuales que pueden orientar sobre la vía por la que acceder al conocimiento de aquello que pretendemos juzgar. He de confesar, sin embargo, que cuando empecé a conocer la obra de José Manuel Ciria y leí lo que sobre ella se había publicado, estos rasgos y guiños se me escapaban y quedé desconcertado, todo conducía, en mí primera aproximación a su pintura, a configurar una sensación de incoherencia. Esa posición de desconcierto provocó en mí la pretensión de acceder a conocer los resortes que mueven a su autor a pintar estos cuadros, con el secreto ánimo de desvelarlos, pero, aunque creo poder aventurar desde este texto algunas claves posibles para la interpretación de su pintura, me da la impresión de que José Manuel Ciria se está sonriendo ahora quedamente al comprobar que, una vez más, ha logrado burlar la pretensión de los hermeneutas.

Lo que tal vez más diferencia la actitud de José Manuel Ciria de las del resto de los artistas es su afán antiestilístico. Cualquier artista intenta forzar la redundancia entre los elementos que cree que mejor caracterizan su trabajo, acotar un terreno formal y configurar un lenguaje propio para que su obra sea inconfundiblemente reconocida como suya sin necesidad de atender a la lectura de la firma, ya que todo artista necesita autoafirmarse a través de su obra. José Manuel Ciria por el contrario es más sutil, ofrece en sus cuadros un repertorio muy amplio de posibilidades plásticas que, en una primera aproximación, pueden desconcertar al espectador pero él secretamente confía en que de sus obras, con independencia de las diferentes formas y técnicas empleadas, emane una especie de aura que las caracterice. Lo asombroso del caso es que esto es así.

Si nos fijamos en estos cuadros podemos observar que grandes manchas informales sin contorno definido comparten el espacio con tramas y figuras geométricas, que los gestos de la pincelada se combinan con el “collage” de papeles pegados sobre el lienzo, que estructuras de composición basadas en el rigor de la simetría cohabitan con procedimientos de azar cuyo control ha quedado minimizado, que amplios campos de color sin referencias son simultaneados con otros cuadros en los que la relación fondo-figura es perfectamente nítida. Efectivamente, todo esto sucede en un conjunto de obras pintadas en el intervalo de pocos meses, lo que sucede es que José Manuel Ciria no está interesado en transmitir una sensación de coherencia a través de los elementos formales más convencionales. Muy por el contrario, el pintor huye conscientemente de cualquier elemento que, una vez experimentado y conocido, amenace con convertirse en un recurso formal, intuye que la complacencia de la repetición convierte al artista en epígono de sí mismo, y se decanta por abrazar la diferencia.

Este es uno de los rasgos que sitúan a sus obras más allá de la modernidad al evidenciar el fenómeno deconstructivo de la “diseminación” de un discurso que en la mente del artista se idea como monolíticamente coherente pero que va cobrando apariencias físicas diversificadas en los cuadros.

Sin embargo, no me interesa a mí tanto discursar sobre la obviedad de la diferencia de su obra cuanto afianzar la idea de coherencia que subyace en los desconexos elementos de su pintura. Toda obra artística se genera sobre un juego de tensiones entre elementos que se presentan como antagónicos. Podríamos decir que el tema general de la pintura de José Manuel Ciria, y en particular el de estos cuadros, es precisamente ese “juego de tensiones”. Los elementos antagónicos, los jugadores, en su pintura empezaron siendo los signos y las texturas que fueron sometidos a un análisis, ni sistemático ni riguroso, en el que José Manuel Ciria distinguía entre tres niveles pictóricos diferentes y tres registros iconográficos.

Como en todo juego, en éste cualquiera de los jugadores –elementos plásticos– tiene parecidas posibilidades de ganar, así en unos cuadros primaba alguno de los niveles pictóricos, mientras que en otros se resolvía a favor de un determinado registro iconográfico. El resultado de cada uno de estos enfrentamientos no está forzado por las preferencias del pintor, por lo que el conjunto tiende a convertirse en una desconcertante colección de obras, tanto más desconcertante cuanto más extenso es el número de cuadros pintados.

En el momento actual la experimentación se ha limitado a un número menor de elementos, parece que José Manuel Ciria ha renunciado a ciertos registros iconográficos, ha consolidado una gama cromática muy sutil sobre grises, ocres, cobrizos y amarillos, y ha limitado momentáneamente el juego de tensiones a los antagonismos entre lo informal y lo geométrico, que son reflejos plásticos de otras tensiones intelectuales entre orden y azar.

Esta dicotomía se establece, en muchos de estos cuadros, alrededor de un procedimiento compositivo clásico: la simetría, que es utilizada aquí de diferentes maneras como un recurso para fingir una situación de orden que permite el libre desarrollo de las técnicas de azar, basadas en un automatismo liberado de connotaciones psíquicas, que configuran las imágenes de los cuadros.

Emerge así una pintura que no pretende fuertes impactos visuales sino que, basándose en la pulcritud y sutileza de los recursos utilizados, aparece colmada de suaves matices. Se trata de unos cuadros que hablan de la pintura, que dejan entender la manera en que han sido pintados presentando sin trampas la textura de la materia, los procedimientos sutiles de ser aplicada: las pinceladas, el goteo, las veladuras, las superficies escurridas. No resulta extraña, por lo tanto, la voluntad del artista de afirmarse como pintor sin adjetivos, negando cualquier concomitancia con las nuevas posturas de aquellos artistas que justifican su trabajo pictórico desde la ambigüedad de la relación con la espacialidad escultórica, la instalación o el arte conceptual. Se trata simplemente de un elogio de los procedimientos propios de la pintura.