Carlos Delgado. The Doors of Uaset I. Madrid.
Carlos Delgado. The Doors of Uaset I. Tabacalera. Art promotion, Madrid.
Texto catálogo “Las puertas de Uaset”. Tabacalera, Promoción del Arte. Madrid, Diciembre 2014
LAS PUERTAS DE UASET
Carlos Delgado Mayordomo
TERRITORIOS
Estas páginas proponen un acercamiento al lenguaje plástico de José Manuel Ciria, artista cuya trayectoria se ha desarrollado en torno a una indagación de la imagen pictórica como un territorio cuya cartografía aun es posible reescribir. Para ello, siempre ha tomado como punto de partida los logros y fracasos de los movimientos de vanguardia que estructuraron la evolución del arte moderno y ha destilado esta herencia (ahora envenenada, ahora reveladora) como estructura sobre la que sustentar sus propios fundamentos estéticos y conceptuales. Dichos fundamentos se han desarrollado por experimentación, por lo que su taller es, en esencia, un laboratorio donde lleva a cabo artefactos plásticos que se integran de manera compleja en los cauces del panorama artístico de su tiempo. Lo que intentaremos desenmarañar en todo cuanto sigue es qué tipo de artefactos son estos y de qué manera han elaborado, en su conjunto, una de las poéticas más complejas de la pintura española actual.
La progresiva reconfiguración de la obra de Ciria señala, en primer lugar, un continuo afán por desarrollar de manera coherente una defensa de la permanencia y pertinencia del medio pictórico más allá de modas, descréditos o presagios funerarios. Su actitud ha implicado, en numerosas ocasiones, ir a contracorriente y afirmar la pintura, desdibujada por el peso de una paralizante teoría de la posmodernidad, así como subrayar la potencialidad que esta disciplina posee para atravesar constantemente nuevos espacios teóricos y formales. Pero sobre todo, Ciria ha buscado construir una pintura que se imponga a la trivialización de la imagen en esta era de la digitalización de la mirada y que, por tanto, logre desestabilizar la cada vez más recurrente pasividad del espectador ante el hecho plástico.
Madrid
Nacido en Manchester en 1960, Ciria inicia en el Madrid de los años setenta un proceso de formación donde combina el aprendizaje académico con la exploración personal de los criterios del vanguardismo histórico. Será a principios de la década de los ochenta cuando comience a establecer una condición más severa para su pintura, estructurada ahora en series y, desde un punto de vista formal, en conexión directa con el neoexpresionismo figurativo que se impuso entonces como tendencia internacional privilegiada. Sin embargo, pronto se alejará de un vocabulario formal dirigido por las modas y, ya en los primeros años de la década de los noventa, buscará distintas opciones para empezar a elaborar un discurso propio. La diversidad en la expresión plástica de Ciria en este momento de su producción ha sido analizada como una profunda crisis de sus imágenes en los momentos previos a la definición de una primera resolución orientada hacia lo abstracto.
Algunos de los cuadros que conformaban la serie “Hombres, manos, formas orgánicas y signos” (1989-90) pueden ser considerados como el inicio de un trayecto que pronto se verá complementado por una plataforma teórica que comenzará a desarrollar a modo de cuaderno de notas. A través de la plasmación escrita de su pensamiento tratará de dilucidar los mecanismos de la pintura analizándola como lenguaje, experimento con unos objetivos muy concretos que serán señalados por el artista a lo largo de sus páginas:
Legitimar la práctica pictórica, a través de una actitud experimental investigadora, e intentando establecer significados / Objetivar los acontecimientos que se desarrollen en la práctica pictórica, por medio de una reflexión teórica (teoría unida a experimentación) / Observar los cambios de significación que se produzcan atendiendo a la formulación de una serie de unidades descriptivas / Interesarnos en la comprensión de los mecanismos de expresión específicos de la pintura.
Que Ciria iniciara entonces su enumeración con la intención de legitimar la práctica pictórica no es casual. De hecho, este interés fue el primer motor que animó al artista a desarrollar una profunda investigación teórica, construcción que ratificó pronto la coherencia y la seriedad de su futura producción plástica. El cuaderno se convirtió en aquello que él necesitaba, un basamento que le sostuviera ante la posibilidad de caer en el vacío y, con su elaboración, puso a punto un análisis acertado de los componentes y posibilidades que su nuevo discurso pictórico estaba empezando a estabilizar.
A través de este cuaderno de notas, Ciria reflexionó extensamente sobre las principales cuestiones teórico-experimentales de su investigación, esto es: la compartimentación, las técnicas de azar controlado, los niveles pictóricos y los registros iconográficos. Estos cuatro conceptos, unidos a las múltiples posibilidades de interrelación que entre sí ofrecen (y que el artista denominará “combinatoria”) constituirán la base conceptual que conformará la producción posterior del artista. Ahora bien, recorrer la trayectoria que siguió tras el descubrimiento de un modo propio de entender la imagen abstracta es adentrarnos en un espacio con senderos que se bifurcan y se vuelven a encontrar. Tras la liberación del significante que supuso su llegada a la abstracción, Ciria estructuró en grupos y subgrupos las áreas analíticas de su proceso plástico anticipando de este modo un número elevado de puertas de entrada. También desarrolló exploraciones transversales como la idea de lo efímero (serie “Mnemosyne”, de 1994) y sus consecuencias en la memoria; dialogó de manera directa con la tradición clásica (serie “El tiempo detenido”, de 1996); replanteó códigos visuales del género del paisaje (serie “Monfragüe”, 2000); pero, sobre todo, operó a través de un pulso constante entre la disposición geométrica versus la irrupción accidentada de la mancha.
Hasta la exposición Gesto y Orden (1994) en el Palacio de Velázquez de Madrid, la geometría se superponía a las manchas gestuales. En aquellas nuevas piezas culminaba el artista una primera investigación donde el vaciado simbólico de la imagen fue abriendo el camino hacia una progresiva liberalización del gesto. De este modo, con la serie “Máscaras de la Mirada”, iniciada ese mismo año y sobre la que volveremos de manera recurrente a lo largo del texto, las manchas pasarán a ocupar el primer plano y la retícula lineal se convertirá en fondo, siempre a través de resoluciones planteadas por la lógica de la combinatoria dispositiva.
Si bien esta importante línea de actuación no define la totalidad de intereses de su obra, en esta época las obras mayores, las más innovadoras, son precisamente las que ponen al límite las posibilidades dialécticas de la mancha y la geometría. En este sentido, su serie “Máscaras de la Mirada” se puede definir como una calzada central que aún hoy sigue avanzando con el impulso de la experimentación constante. Es, además, el arranque de una producción que responde a la emergencia de una imaginación desbordante, al flujo constante de ideas seleccionadas y organizadas en torno a los parámetros de A.D.A. (Abstracción Deconstructiva Automática), denominación que, en palabras del propio José Manuel Ciria:
Recurre de forma absolutamente subjetiva y caprichosa a la búsqueda y reformulación de una serie de antecedentes heredados desde el surrealismo bretoniano. ¿Existe la posibilidad de unir en una técnica y con un solo gesto, el método en tres tiempos de Ernst: abandono, toma de conciencia y realización?
El artista asocia el proceso de deconstrucción de la imagen con las posibilidades de automatismo y plantea su base teórica como un interrogante que él mismo va a diseccionar afirmativamente en su producción visual. Esta tensión, regulada a través de la condición inasimilable de los constituyentes de la mancha –aceite, ácido y agua– y las múltiples dicciones que conseguirá imponer a la geometría, trazarán muy diversos niveles de intensidad expresiva en las series “Manifiesto” (1998) o “Carmina Burana” (1998). Y ya, en los primeros años del nuevo siglo, las series “Compartimentaciones” (1999-2000), “Cabezas de Rorschach I” (2000), “Glosa Líquida”(2000-2003), “Dauphing Paintings” (2001), “Venus Geométrica” (2002-2003), “Sueños Construidos” (2000-2006) u “Horda Geométrica” (2005) culminarán esta investigación en toda su amplitud hasta que, de nuevo, vuelva a ser retomada a final de su etapa neoyorquina.
Nueva York
Comentábamos al principio de este escrito que Ciria toma como punto de partida para su poética los logros y fracasos de los movimientos de vanguardia que estructuraron la evolución del arte moderno. Ahora bien, frente a los gestos de la neovanguardia que se convirtieron en una repetición institucionalizada bajo el pretexto de sus innumerables reediciones, Ciria siempre ha buscado instrumentalizar una propuesta capaz de esquivar lo decorativo y lo banal con la intención de ofrecer muy diversos interrogantes sobre las posibilidades actuales de lo pictórico. Esta búsqueda de una madurez no ahogada en una domesticación de su propio estilo es lo que le llevará, a finales del año 2005, a instalarse en Nueva York para repensar las claves de su discurso, estrategia coherente con un artista que siempre ha trabajado dentro de un espacio personal en movimiento y afianzando un discurso que integra de manera sinérgica los distintos contextos que habita.
Frente a la idea del artista migrante, constituido como una otredad que trabaja en un territorio ajeno, o el cliché del viajero global, desligado de la especificidad de territorio, Ciria pertenece a ese grupo de creadores que ha sabido convertirse en un sujeto de acción en el nuevo espacio al que accede. Antes de su traslado a Nueva York, a Ciria le había interesado aquella vanguardia americana que entendió la pintura como lugar para un acontecimiento, tal y como señalara Harold Rosenberg al respecto de los pintores de acción neoyorquinos. Pero ahora, su presencia física en esta ciudad significa desligarse del peso de esta herencia y apostar por el enfriamiento de su pintura, lo que se traducirá en un atemperar los códigos expresionistas de su producción de los años noventa. Pero sobre todo, Nueva York sirve como espacio de reflexión para repensar su pintura y alterar aquellos valores que, con indiscutible éxito, había desarrollado en la década anterior. Este arriesgado gesto fue realizado a través de una conciencia plena: “no quería volver a pintar más obra en la línea de la abstracción gestual previa a Nueva York”.
Los primeros tanteos de Ciria hacia un nuevo lenguaje apuntarán hacia una exploración figurativa traducida en la condensación de la mancha gestual, libre y expansiva, dentro de una estructura visual delimitada por la línea de contorno. Sus primeras experiencias a este respecto conformarán la serie denominada “Post-Supremática” (2005), en la que el artista empezará a elaborar rostros sin identidad, cuerpos sin carne, figuras de gestos congelados y aspecto hierático. La evolución lógica a partir de este punto va a ser tanto de continuidad como de ruptura. Continuidad porque en estas primeras obras encontrará una herramienta excepcional para sus trabajos posteriores: el dibujo como estructura compositiva. Ruptura porque aquellas primeras figuras se irán modulando hasta posibilitar un territorio de libertad iconográfica, con formas que pronto dejarán de estar reguladas por la lógica del cuerpo.
Este tránsito es el origen de la que sin duda es una de las etapas más prolíficas dentro de la trayectoria de Ciria, jalonada por el amplio conjunto de “La Guardia Place” (2006-2008). A partir de la reflexión del artista sobre el dibujo nacerán, dentro de esta misma serie, familias de diversa intensidad referencial; en todos los casos, es posible intuir la presencia de una morfología fragmentada donde se restituyen realidades que siempre se encuentran alejadas de una interpretación descriptiva. El dibujo que estructura las obras de esta nueva serie recoge en su interior una materia palpitante y a la vez petrificada; acaba por concebirse como germen de un signo icónico que, en sus múltiples matices, es devorado como registro legible. Al mismo tiempo, es el único resorte que posee el motivo frente a la amenaza de su desaparición: si el dibujo no existiera, la mancha se expandiría en un proceso azaroso que posiblemente tendría mucho que ver con la producción abstracta anterior de Ciria. Y sin embargo, no debemos entender este dibujo como una mera demarcación para la mancha: la línea se convierte en herramienta estructural y compositiva de la imagen, define nuevas iconografías y abre la posibilidad de la regulación y la repetición modular.
Ya dentro de las exploraciones temáticas y formales que acoge “La Guardia Place”, la máscara había sido directamente enunciada en diversas obras donde la dimensión del disegno se concretaba en una simple estructura ovalada frente a la iconografía proteica, libre y expansiva que predominaba en el conjunto de la serie. Este elemento iconográfico será, junto a un nuevo sentido del color –fluido, plano, accidentado–, lo que determinará la senda a transitar en sus nuevas creaciones pertenecientes a la serie “Schandenmaske” (2008). La raíz experimental modular sufrirá posteriormente diversas alteraciones, desde la descomposición a través de la función activa del vacío en su serie “Desocupaciones” (2008) hasta la expresividad engañosamente naïf de la serie “Doodles” (2008).
Pero tal vez, el giro más imprevisto de todos los llevados a cabo durante su periodo neoyorquino llegará con “Cabezas de Rorschach III”, conjunto iniciado en 2009, donde Ciria apuesta por rostros sobredimensionados en su escala, caras convertidas en campos de combate donde se establecen contrapuntos lumínicos y distorsiones cromáticas, poderosos primeros planos que apelan a un crudo diálogo con el espectador. Pero, en cualquier caso, retratos, sin más derivas conceptuales ni exploraciones formales que las que se generan desde el deseo de convertir a la pintura en un fascinante ejercicio plástico. La ambigüedad que plantea Ciria entre el retorno de la figura y su persistente transformación antinaturalista, elaborada en el marco de problemas formales de la representación, señala un afán de transgredir o incluso negar constantemente la afirmación física y psicológica del género del retrato. Como un maquillaje dramático, estructurado a fogonazos, los colores usurpan la verosimilitud a la piel de los personajes que integran “Cabezas de Rorschach III”. Por eso tal vez parece lógico que esta serie, en su fase final, rechazara incluso la carnalidad de lo pictórico para integrar directamente la construcción a través del collage. Tal vez fuera esta estrategia la única posible para hablar de un ser humano, el actual, que actúa con nuevos apellidos: escindido, vacío, imprevisto, trascendido, donde el concepto de unicidad parece haber desaparecido definitivamente. Nuevas identidades, intersubjetividades, individuos no delimitados que se inscriben en una nueva era ajena al carácter engañosamente esclarecedor de las denominaciones tradicionales.
El itinerario encadenado a través de distintas series que he propuesto a lo largo del texto no presenta exactamente una evolución lineal, sin cesuras ni hiatos; al contrario, las consecuencias creativas de la producción de Ciria durante su estancia en Nueva York responden a un discurso dinámico que en ocasiones se solapa y que resitúa constantemente las claves genéricas de su producción. De este modo, si sus primeras experiencias figurativas durante los años ochenta fueron el impulso hacia su obra abstracta expresionista de la década de los noventa, su investigación acerca del dibujo desarrollada durante su etapa neoyorquina es el germen de un último grupo de trabajo vehiculado nuevamente desde un contundente diálogo entre el gesto y el orden. Me refiero a la serie “Memoria Abstracta” –iniciada en 2009 y, por tanto, realizada de manera paralela a “Cabezas de Roscharch III”– donde el artista acentúa los dos extremos de su poética de los años noventa: la mancha, ahora de una expresividad condensada, como un estallido controlado en su expansión; y la retícula, de un rigor infranqueable, serial como un damero y férrea como una máquina que cataloga y distribuye ordenadamente las formas.
Releyendo mis primeros textos acerca de esta serie, escritos al calor del inmediato proceso de producción de la misma, descubro mi insistencia por separar diametralmente los resultados formales de “Cabezas de Rorschach III” y “Memoria Abstracta”, señalando el carácter extraño de la una respecto a la otra. En mi actual revisión de este momento de la producción de Ciria encuentro, sin embargo, una vinculación simbólica que supera la lectura meramente formalista que en un primer momento realicé de ambas series. De hecho, más allá de su plasticidad, las manchas que operan dentro de la retícula en “Memoria Abstracta” pueden ser entendidas como individualidades anónimas, encarceladas en un doloroso orden que castra la diferencia, sometidas a un poder que no es otra cosa que la inmovilidad y la parálisis a través de un mecanismo artificial. Son, por tanto, aquellas cabezas de Rorschach pero ahora desviadas hacia la negación del rostro y la pérdida del reconocimiento. De este modo, el artista convierte cada mancha en una materia entre la vida y la muerte, un estallido sin aliento, solo un símbolo que en el ámbito de la representación se percibe disyunto.
Berlín
Ubicado dentro de una cartografía global por la idiosincrasia de su trayectoria, el artista ha asumido un fértil posicionamiento diaspórico donde cada espacio vivido funciona como cerradura –de estrategias ya elaboradas en su plenitud– y aldaba –hacia nuevas concepciones plásticas–. Podríamos decir entonces que es en los momentos de tránsito físico, emocional y profesional, cuando el artista establece sus principales laboratorios de ideas y donde predomina un proceso intelectual dialógico que mantiene antiguos imaginarios y nuevas estrategias de posicionamiento.
Ciria ha logrado forjar una trayectoria sólida pero alerta, un discurso en continua tensión y desacomodado que, durante su breve etapa en Berlín, gira en torno a múltiples interrogantes sobre las derivas de su discurso. Como el propio artista me señalaba en conversación:
Habían surgido muchas preguntas a las que necesitaba de una manera u otra dar contestación: ¿Hasta qué punto mi pintura es abstracta? ¿Debo cambiar de códigos y generar nuevas técnicas y lenguajes? ¿Volver a la pureza de la serie “Máscaras de la Mirada”? ¿Qué resultados ofrecería la organización dispositiva de la serie “Memoria Abstracta” liberada del férreo fondo compartimentado y geométrico? ¿Cómo juntar la abstracción gestual con el retorno a la línea y la estructura de series como “La Guardia Place” o “Doodles”?
Las respuestas a estas preguntas las tenía, por supuesto, el propio artista. Y empezaron a aparecer lentamente desde una opción en apariencia sencilla: Utilizar “Máscaras de la Mirada” y “Memoria Abstracta” como puntos de partida y extraer la dinámica de la mancha como lo crudo, es decir, como base sobre la cual empezar a edificar una nueva imagen. De la primera serie, realizada en los años noventa, extrae la mancha como registro icónico protagonista; de la serie neoyorquina recoge la contundencia plástica hacia la que evolucionó esta misma mancha (su planitud, densidad y contraste) así como el orden compositivo, si bien desparece el contundente peso de la estructura geométrica que enmarcaba e individualizaba cada una de las manchas. En resumen, Ciria desmonta el andamiaje y descubre que el edificio se sustenta por sí solo; la mancha ha aprendido la lección, ha interiorizado la lógica de su ubicación, ha dominado el deseo expansivo del gesto y no necesita de otros recursos para configurar una composición que es rigurosa sin ser estricta, ordenada sin ser reiterativa, controlada sin anular la intensidad expresiva.
El resultado será el punto de partida para dos grupos que nacen de la consideración de la mancha –lo crudo– como frontera, sobre o bajo la cual actuar: el primero, “Psicopompos”, establece la pintura como arma de desestabilización de la verosimilitud fotográfica a través de una hibridación donde ambos medios diluyen sus grados de intensidad que poseían en su definición fuerte; el segundo, “Puzzles”, invierte el proceso a través de la disección y disposición sobre la mancha de fragmentos pegados que han sido extraídos de su propia iconografía. En ambos casos, el artista transforma el soporte en un espacio extraño, refractario a cualquier consideración de la obra como un mero mapa de la libre expresividad del artista. Así, calentar una imagen ajena o enfriar la imagen propia son dos estrategias para separarse de la inmediatez de la pintura, un distanciamiento que parece responder al requisito que José Luis Brea planteaba para el ejercicio artístico en el actual momento de banalización de la industria cultural, esto es inscrito en las auras frías, como “halos que rechazan toda relación de culto” y desplazan el concepto de obra de arte al mismo nivel que cualquier artefacto.
Londres
Consciente que el arte actual ha abandonado las direcciones únicas y fuertes de la modernidad para ganar en complejidad y movilidad, Ciria busca en sus trabajos declinar una narración única a favor de un encadenamiento de posibilidades. Una idea verdaderamente fecunda tiene con frecuencia una estructura incompleta, rehúsa la inmediata satisfacción estética y apunta hacia su ulterior desarrollo. Si trazáramos un mapa esquemático de su producción descubriríamos como, de cada punto de partida, surgen rutas alternativas, puntos nodales y finales abiertos a la posibilidad de ser recuperados.
“The London Boxes”, serie iniciada en 2013, es actualmente el último estrato de una línea de investigación concreta, aquella que se inicia en 2005, donde el artista plantea una inflexión en su producción fuertemente escorada hacia la recuperación de la línea y que encontró, tras diversas experimentaciones, un primer hito en la serie “La Guardia Place”. Fue en este grupo donde la composición global empezó a ser entendida por el artista como un conjunto de decisiones conscientes y donde la forma concreta, modulada por el dibujo, era aislada como tema clave. Nacían así piezas figurativas (dentro de los amplios márgenes de iconocidad que permite la figuración contemporánea) junto a piezas totalmente arreferenciales al tiempo que otras composiciones difíciles de delimitar en uno u otro extremo.
En “The London Boxes” el límite entre abstracción y figuración vuelve a posicionarse en un territorio tenso. Desde la consciencia de que ni en las formas más extremas del plasticismo abstracto dejan de cumplirse en algún grado el fundamento simbólico de las artes visuales, Ciria busca en esta serie elaborar formas concretas a través de unos volúmenes improbables que se disponen en diferentes planos, amontonados o en equilibrio inestable, como testimonio de la destrucción y de la metamorfosis de las cosas; si existe lo figurativo, éste nunca promete una identificación fácil y la contextualización del motivo queda en suspenso. No podemos definir esa estructura múltiple que armada a través el dibujo centra la composición si no es con un lenguaje estrictamente plástico, aludiendo a su color y forma, a sus volúmenes, o a puntuales motivos como esa suerte de ojo-canica recurrente que parece un irónico apunte acera de la preeminencia de lo retiniano. Éste parece ser el único camino que nos queda, la única posibilidad de activar la palabra, conscientes de que la experiencia humana está estructurada lingüísticamente.
En este proceso semántico, abstracción y representación se reactivan dialécticamente, mientras una mirada atenta nos lleva a descubrir elementos estructurales iterativos, es decir, matrices que aisladas pueden configurarse como núcleos lingüísticos operativos en distintas obras de la serie. No es la primera vez que Ciria recurre a esta formulación basada en unidades básicas distintivas que adquieren su función por medio de la repetición; su serie “La Guardia Place” contaba con numerosos ejemplos donde el artista recurría una y otra vez a una imagen propia a la que sometía a variaciones (gráficas, de dirección, de color o de estructura interna) que parecían buscar un rendimiento suplementario para una misma imagen.
Como en aquellas piezas, en “The London Boxes” la sintaxis de la matriz responde al ajuste lógico en el ensamblaje compositivo de cada obra. Al artista le interesa, en primer lugar, conseguir la solidez del texto visual para, posteriormente, someterlo a un nuevo estadio. La pertinencia de la matriz radica en que posibilita una reflexión siempre en curso, una sistematización de su investigación sobre una iconografía concreta. Replantear su trabajo denota un cuestionamiento crítico de sus propias estructuras formales de enorme valor. Por otro lado, este cuestionamiento a través de la repetición funciona en un sentido positivo o creativo, noción que deriva de la reflexión que llevará a cabo Deleuze al distinguir entre repetición de la identidad y repetición de la diferencia, repetición de lo mismo y repetición de lo nuevo, repetición activa o repetición pasiva o reactiva. Una nueva matriz, al volver a aparecer de nuevo en otra obra, no conserva lo que niega, sino que afirma lo que cambia, su novedad, que siempre es esencialmente semántica. Y para que esta repetición no se agote, “debe ir acompañada del juego de la creatividad que agregará algo diferente a la repetición”.
Híbrida, fría y extremadamente compleja pese a su aparente sencillez, “The London Boxes” engrana dispositivos retóricos que parecen responder a la propia opacidad de un mundo, el contemporáneo, donde ha desaparecido cualquier posicionamiento fijo, ya sea territorial, ideológico o espiritual. Una inestabilidad analizada desde el irónico hedonismo del placer de pintar, un acto tan estéril como provocador, pero capaz de dislocar la mirada acomodada a través de un pensamiento sólido para tiempos líquidos. Lo sorprendente es que solo es, al fin y al cabo, pintura.
LA CIUDAD DE LAS 100 PUERTAS
Un trabajo de comisariado opera fundamentalmente desde la reflexión, la investigación, el diálogo con el artista o los artistas implicados, la articulación de conceptos y la generación de un discurso que aporte nuevas ideas y produzca conexiones inéditas. En las decisiones del comisario siempre están en juego sistemas de inclusión y exclusión, que deberían ser utilizados no como parámetros de poder bajo los cuales construir un pensamiento desde una lógica de intención universalista, sino desde la conciencia de que lo narrado podría haber sido contado de otro modo. Y todo esto siempre puede resolverse desde la escritura, ámbito que considero central en la actividad del comisario como territorio que posibilita elaborar replanteamientos de posiciones y ajustar los márgenes de incertidumbre que rodean a la producción artística contemporánea.
En esta dirección, pienso que sigue siendo en gran parte vigente la idea del comisario o curador como cartógrafo planteada a principios de los años noventa por Ivo Mesquita y que, a su vez, retomaba el concepto metodológico utilizado por la psicoanalista Suely Rolnick en el estudio de la producción del deseo en la era de la cultura industrial. Para Ivo Mesquita, “el trabajo del curador / cartógrafo resulta una especie de diario de viaje donde quedan registrados los paisajes descubiertos, los caminos recorridos. De esta forma, en una exposición –el objetivo final de la expedición de este curador– se encuentran identificadas las prácticas creadoras, los sistemas de percepción, los elementos que conquistarán un territorio para ejercerse y las direcciones para su inteligibilidad. La exposición se brinda, ella misma, como su propia explicación”.
Es cierto que los mapas, resultado del trabajo del cartógrafo, son una distorsión de la realidad que se lleva a cabo a través de la escala (lo que implica una decisión sobre cuáles son los detalles más significativos), la proyección (que altera formas y distancias) y el símbolo (elemento gráfico que sintetiza las características de lo real). Sin estas señales, sería tan inútil como el mapa de Bellman en la historia de Lewis Carroll, que pretendía representar el mar sin vestigios de tierra y que, en realidad, era una hoja de papel en blanco. Tal vez es necesario tomar conciencia de que la voz del comisario siempre implica mecanismos de distorsión pero también de que, a través del control y conocimiento de esos mismos mecanismos, puede llegar a ser una forma operativa de hacer legible y transitable la compleja orografía del arte contemporáneo.
Todas estas ideas estaban sobre la mesa cuando arrancó el proceso de trabajo para Las puertas de Uaset. Y de manera más simplificada, una pregunta: ¿qué podía o debía ser una exposición que recogiera las claves de un trabajo tan versátil, amplio y estructurado como el de José Manuel Ciria? En un primer momento, la amplitud y complejidad del espacio de Tabacalera me empujó a pensar en una suerte de “manual expositivo” donde se trazaran de manera clara y compartimentada los principales grupos de trabajo desarrollados por el artista tal y como he narrado, de manera somera, en las páginas anteriores. Se trataría, por tanto, de una muestra que analizaría su trayectoria desde la consolidación de un lenguaje abstracto, a mediados de los noventa, para posteriormente mostrar sus distintas derivas hasta la actualidad. Esta narrativa lineal, estructurada a partir de grandes hitos, generaba un guión demasiado cerrado, con pocas posibilidades de interacción, y donde el camino seguro implicaba un final demasiado obvio: cronología lineal, series, etapas, valores autónomos, interrelaciones claramente justificadas, seguridad y generalidad de los resultados.
Otra opción hubiese sido mostrar únicamente sus últimos trabajos, aquellos que actualmente operan en su estudio, en sus próximas exposiciones en galerías y que interesan, por su novedad, a críticos, coleccionistas y seguidores de la obra del artista. Una estrategia que evita el conflicto, propensa a separarse de los análisis globales de los hechos y pensamientos que desencadenaron un presente determinado. Este carácter perentorio, inmediato, sirve para ilustrar una imagen clarificadora de la acción actual del artista, pero oculta los pliegues y repliegues que justifican una continuidad, un cambio de actitud o un simple maquillaje del estilo.
Entre la opción retrospectiva y la estrategia de lo más reciente, se abrían formas muy diferenciadas de abrirse camino en la producción de Ciria. La exposición debía, en cualquier caso, detectar ejes centrales o señalar accidentes; revelar transformaciones o enlazar opciones recurrentes; pero siempre marcando una posible vía de acceso que actuara desde una tensión nueva y que creara un desequilibrio que invitara al espectador a posicionarse. Lo importante no era la novedad del planteamiento con respecto a otras exposiciones acerca del artista, sino la necesidad de ella misma.
Tomemos el arranque de un texto del propio Ciria, publicado en 2002, bajo el título Signo sin orillas:
El pintor puede pretender evidenciar la asociación de ideas, ofreciendo un ambiente o entorno “estético”, pensado y creado con dicho fin. El cuadro, quizás, nunca pueda volver a interpretarse como un elemento aislado y, sin embargo, el mercado marcará siempre la disección y el lógico desmembramiento. Las exposiciones como propuestas configuradas por diferentes obras, elementos u objetos y con una poética global. Por tanto, obras que se circunscriben a un supuesto argumentativo y que al tiempo han de funcionar por sí mismas. Rara “conceptualización” de la pintura, que lucha por generar una plataforma de legitimación, sin encontrar los discursos adecuados y se deja contagiar por la banalidad de las aventuras multimediáticas, que a su vez anhelan el mismo soporte.
La problemática de la articulación de lo expositivo como escenificación de un determinado modo de aproximarse al artista está presente en su reflexión. Más aún desde la unicidad y especificidad de un tipo de pintura, como la que desarrolla Ciria en un alto porcentaje, sometida a un soporte tradicional; la relación entre su especificidad como pieza autónoma y su integración en un discurso más amplio dentro de una exposición genera una fluctuación semántica inevitable. Las mismas formas, los mismos colores, la misma materia, pero distintos significados producidos por la mirada que organiza la experiencia expositiva. La lectura es siempre producida en y por la “subordinación” a un orden, que en las prácticas actuales asume, con muy diversos niveles de interés y efectividad, la figura del comisario.
Toda esta introducción al proceso de comisariado de esta muestra, aunque extensa, es una manera de abordar las variables que se presentaron al trazar aquellos puntos nodales que arquitraban las vías de acceso a la obra de Ciria. A estas alturas los lectores lo habrán intuido o comprendido: el título de la muestra hace referencia a la antigua ciudad de Uaset, conocida por los griegos como Tebas y que hoy reposa bajo Luxor, bautizada por Homero como la ciudad de las 100 puertas. La cifra, no exacta pero descriptiva de un núcleo abierto hacia muchas direcciones, ejemplificaba esa intrincada red de ideas, conceptos y formulaciones desarrolladas en la obra de Ciria y en la que venimos insistiendo.
A modo de narración ficcional, esta nueva y metafórica Uaset, vista desde la perspectiva que hoy nos ofrecería Google Earth, estaría levantada sobre un terreno con numerosas elevaciones y depresiones; su núcleo central quedaría delimitado por una muralla de abrupto reborde atravesada por numerosas alineaciones divergentes; el trazado central estaría definido por una compleja red de senderos que se cruzan y otros que se bifurcan, de callejones ciegos, de recodos inesperados y, sobresaliendo por su anchura, dos principales vías. La primera, denominada “Máscaras de la Mirada”, habría sido construida a partir de 1993 en lo que supuso la consolidación de una identidad propia para la ciudad. En torno a esta vía, adaptada al relieve y por ello sinuosa y serpenteante, surgieron otras calles, avenidas y plazas que terminaron por configurar núcleos que, pese a estar integrados en una cartografía global, empezaban a ser entendidos como micro-espacios con una dinámica de funcionamiento propio. Serán puentes como “El Jardín Perverso”, llevado a cabo con restos de otras edificaciones, los que actúen como principal engranaje a la hora coser el tránsito entre los distintos barrios. En cualquier caso, pronto se hizo evidente la necesidad de establecer un segundo eje capaz de asumir un constante flujo de idas y venidas y se decidió emprender, allá por 1999, “Sueños Construidos”, en cuyo trazado se impuso en un principio el orden regulador de lo ortogonal. A lo largo de los años, ambos caminos fueron avanzando paralelamente, pero en su avance demostraron una inclinación mutua que llevará a que ambas vías, ya en 2009, se encuentren y colisionen en una gran plaza que se denominará “Memoria Abstracta”. Recientemente, inesperados asentamientos en torno a la ciudad han generado una periferia difusa, con vacíos aún por ocupar, donde las funciones específicas y ortodoxas del urbanismo tradicional se han visto sustituidos por un territorio quebrado que algunos llaman “The London Boxes”.
Cuando Jean Baudrillard dice que “el territorio ya no precede al mapa, ni le sobrevive; en lo sucesivo, será el mapa el que preceda al territorio” anticipando la operatividad, legibilidad y democratización de los mapas en el mundo actual. Ya no herramienta exclusiva de expertos sino de cualquier ciudadano que lleve uno en el bolsillo, el mapa nos conduce por la ciudad y nos permite habitar el espacio, aun a sabidas de que ese papel es un ámbito falseando, jerárquico e incompleto. La cartografía imaginaria que planteamos para nuestra Uaset es tan limitada como cualquier mapa, pero nos permitirá adentrarnos con cierta garantía de éxito en un territorio lábil que sigue en proceso de expansión.
“Máscaras de la Mirada” es, efectivamente, la más amplia de todas las series desarrolladas por Ciria; en ella nacen las claves de su lenguaje y de ella derivan numerosos grupos de trabajo. Predominantemente expresionista y gestual, la mancha funciona como actor principal frente a al rotundo sentido geométrico que requerirán los planteamientos plásticos de “Sueños Construidos”. Más adelante, profundizaremos en la complejidad de ambas series, que no solo suponen sendos extremos en torno al gesto y al orden, así como “Memoria Abstracta” es mucho más que una tensa puesta al límite del diálogo entre ambas claves.
Las tres series están reguladas por una misma plataforma teórica, organizada a través de unidades conceptuales, divisibles a su vez en otras unidades, y susceptibles de ser combinadas entre sí. Esta plataforma, consistente en un análisis pormenorizado de los elementos plásticos constitutivos de la imagen pictórica, da como resultado la creación de cuatro grandes apartados o categorías de aproximación discursiva: compartimentación geométrica, técnicas de azar controlado, niveles pictóricos o soportes y registros iconográficos. Este programa teórico de reflexiones tipológicas dio lugar, en los años noventa y con “Máscaras de la Mirada” como ejemplo modélico, a un tipo de pintura que fue adjetivada como “automatismo radical con base sicológica surrealista y modelo deconstructivo de la imagen”. Por su parte, “Sueños Construidos” recupera este mismo campo preconceptual pero el resultado de la combinatoria ha desplazado el automatismo radical a favor de una tipología geométrica sistemática basada en rigurosas compartimentaciones lineales. “Memoria Abstracta”, como resultado o consecuencia de ambos grupos, puede ser vista como una depuración absoluta de su discurso donde se consuma un papel preciso tanto para la geometría como para la mancha. Esta linealidad, basada en predominios, desplazamientos y contrastes, será rebasada en su obra última a través de un cuerpo extraño: la serie “The London Boxes”, caracterizada por la recuperación de la línea como herramienta estructural, el acento en el sustento simbólico, la perseverancia en la repetición y el uso de sintagmas plásticos.
La tesis central de la exposición empezaba a armarse. El punto de partida eran las tres series que han servido, a lo largo de los años, como jácenas del discurso abstracto del artista; la coda final sería la hibridez “The London Boxes”, resumen y síntesis de otras derivas que el artista ha desarrollado fundamentalmente a partir de su etapa neoyorquina. En este sentido, la cartografía no debía mostrarse cerrada, sino abierta a un nuevo proceso híbrido de construcción. También empezaban a ponerse sobre la mesa conceptos transversales que poco a poco determinarían finalmente la compleja selección de las obras: relación entre el discurso teórico y la producción material, uso del lenguaje, reapropiación, módulo, tiempo, memoria y, sobredeterminando todos los demás, pintura. Complejo término este último para un artista que ha afirmado de manera recurrente y sin perder cierto tono sarcástico: “yo no hago pintura”.
¿Una exposición de pintura?
Señalaba Deleuze que un filósofo ya tiene bastante con crear conceptos y constituir el sistema como para poder encargarse de explicitar los problemas que sobrevuelan a su filosofía, siendo esa la labor de la historia de la filosofía:
Los filósofos aportan conceptos nuevos, los exponen, pero no dicen, o no dicen completamente los problemas a los que tales conceptos responden. […] La historia de la filosofía debe no re-decir lo que dijo un filósofo, sino aquello que sub-entiende necesariamente, eso que no decía y que está, sin embargo, presente en lo que decía.
Las puertas de Uaset no busca, parafraseando a Deleuze, re-decir a Ciria sino incorporar aquellas palabras que han determinado, con evidencia o sutilmente, toda la evolución de su pensamiento artístico. Desde el punto de vista teórico, estas líneas quieren ser ejemplo de ello. Desde la formulación expositiva, se ha buscado incardinar estos conceptos a través de una selección de obras que dejan amplios vacíos en la evolución global del artista y que generan relaciones aun por catalogar; y ello porque es aquí, en esta zona difusa, donde podemos construir esta nueva Uaset metafórica cuyos caminos y fronteras se basen en su ductilidad. Frente a una propuesta de intención canónica, que fosilice conceptos y convierta a éstos en meros universales, Las puerta de Uaset quiere plantearse más bien como una caja de herramientas para pensar el trabajo de Ciria sin negar nunca la pertinencia de otras construcciones.
Igual que el filósofo crea conceptos, un ingeniero construye puentes y un cartógrafo levanta mapas. Pero, ¿qué debe construir exactamente un artista? ¿Cómo definimos ese medio de actuación que puede ir desde un soporte tradicional hasta una acción, una apropiación o la alteración de un código HTML? El artista actual trabaja dentro de un marco lo suficientemente amplio como para clasificar su continente de manera ortodoxa y la diversidad de las creaciones queda legitimada no ya por las normas que rige la teoría tradicional de los modos, sino por el hecho de que cada propuesta tiene el poder y el derecho de obedecer a sus propias leyes.
Las artes plásticas tradicionales han tenido que asumir que en el arte contemporáneo el medio se transforma y rompe sus fronteras, límites y convenciones. Así ocurrió con aquel urinario que Duchamp elaboró en 1917 y que metió en la institución arte para que mutara al instante de objeto de uso común a sujeto poético y artefacto artístico. El mismo Duchamp que dijo aquello de “tonto como un pintor”, y que para Ciria no deja de ser “tan sólo un pintor en el más profundo y amplio sentido de la palabra”. De hecho, tal vez ha sido la pintura el medio tradicional más discutido y cuestionado. Las tesis que a partir de los años setenta del pasado siglo pregonaban su muerte terminaron por activar una constante crisis del medio pictórico aún en los momentos de aparente recuperación positiva. Lo predecible de determinadas convenciones de lo pictórico señaladas a través de las pautas otorgadas por la modernidad, así como la acusación de haberse convertido en un “idioma sobreutilizado”, cambiaron radicalmente su posición como medio privilegiado: de caja de resonancias de las diversas opciones que dibujaron la cultura visual occidental, la pintura pasó a ocupar –salvo contadas excepciones– un lugar aparentemente periférico en el desarrollo de las opciones creativas que definirán el territorio lábil de la posmodernidad.
La posible muerte de la pintura funcionó como sinécdoque de una totalidad (el propio concepto de arte) que parecía imponer la urgencia de un final que nunca llegó a acontecer. A este respecto resulta llamativo el gusto de los historiadores por las metáforas de la muerte y el asesinato para hablar de la (dis)continuidad de procesos, pues tales anuncios nunca propusieron una detención literal de los medios creativos tradicionales; como ha señalado Hal Foster a este respecto, “de lo que se trataba era de la innovación formal y de la significación histórica de estos medios”.
En el año 1977, Rosalind Krauss realizó un conocido análisis sobre la escultura contemporánea que ponía en evidencia la aparición en la escena artística occidental de una serie de obras tridimensionales enmarcadas en prácticas hasta entonces inéditas que, por carecer de terminología precisa para nombrarlas, se acababan denominando sencillamente esculturas. De esta manera, se hacía eco de las operaciones críticas que, acompañando al arte americano de posguerra, habían desarrollado a su servicio tal manipulación:
En manos de esa crítica, categorías como la escultura o la pintura han sido amasadas, estiradas y retorcidas en una extraordinaria demostración de elasticidad, revelando la forma en que un término cultural puede expandirse para hacer referencia a cualquier cosa.
Desde la conciencia de que la escultura y la pintura son categorías históricamente delimitadas y no universales, Rosalind Krauss planteaba un nuevo devenir que rompía con la práctica y conceptualización moderna y que, por tanto, no podía ser concebido de modo historicista. Y si bien en el medio pictórico, la transformación de la disciplina como tal no se dio con la misma radicalidad que en el caso de la escultura en aquellos primeros años, sí es cierto que muchas de las posteriores prácticas vinculadas ya directamente a la posmodernidad buscarán ubicar el medio pictórico en un campo artístico expandido y pronto la pintura tendrá que ser adjetivada a partir de su nueva elasticidad; lo hibrido y lo instalativo se convertirán en condiciones aparentemente indispensables para rescatar a la pintura de su letargo.
A lo largo de toda la trayectoria de Ciria existe un pulso emergente por ir más allá del soporte tradicional, lo que le ha llevado a plantear trabajos con otros medios como el graffiti, la fotografía, el video, la instalación o resoluciones híbridas con la pintura. Sin embargo, intuimos una alta precaución en estas propuestas, siempre puntuales y contundentes, como si su aprobación hubiese pasado el filtro de dos preguntas sencillas pero operativas: ¿es necesario este planteamiento técnico-formal? ¿Implica una suma a nivel conceptual? Ciria pertenece, al fin y al cabo, a esa generación que, involucrada en la pertinencia de la pintura, ha tenido que plantearse más de una vez que tal vez el único destino posible para este medio es agregarse a esa otra pintura que “ha abandonado casi todo: el lienzo, el marco, la pared, los géneros…”, y que encarna una nueva modalidad, pintura porvernir, que será aquella que sepa dar “cumplida cuenta de su propia extinción”. Una pintura cuyo resultado sólo puede ser una paradoja irresoluble: pintura que para sobrevivir, debe alejarse de las categorías que la ha definido como tal durante siglos. Una pintura oculta tras el peso que el relato ortodoxo de las vanguardias ha tejido sobre su destino, contemplado como un proceso lineal, progresivo y en permanente cambio para su subsistencia.
Las puertas de Uaset es una exposición, afirmémoslo ya, de pintura. Algunas obras pasan por diferentes núcleos experimentales; otras se aferran con firmeza al soporte tradicional; pero en todos los casos responden a un programa previo de selección reflexiva de materiales y medios expresivos que busca, por un lado, construir los signos que le corresponden (una voz propia proyectada desde su tiempo) y, por otro, evitar una pintura banal y abocada a la inmediata obsolescencia.
Memoria Abstracta
La gran nave de entrada de Tabacalera es, en realidad, un punto de llegada. Mientras recorría las distintas salas del edificio fantaseaba con la posibilidad de voltear su estructura para poder invertir el recorrido y, de este modo, culminar en ese espacio porticado como conclusión de los caminos trazados a lo largo de la exposición. Ese ámbito, inevitable como punto de partida, funcionaba además como trampa: lo mostrado allí tendría un carácter absolutamente diferencial pero, al mismo tiempo, debería dar legilibidad a aquello que viniera a continuación.
La instalación Memoria Abstracta fue ensayada previamente en el Museo Nacional de Arte Contemporáneo de Bucarest; y digo ensayada porque no llegaron a establecerse entonces distintas alturas para los lienzos que la constituyen, lo que implicó una notable reducción de los puntos de vista del espectador y una reducción de la capacidad expresiva de la obra. La nave de entrada de Tabacalera era el espacio idóneo para volver a plantear esta obra en toda su complejidad; aquella era esa pieza diferencial que, por su carácter escenográfico, habitaba plásticamente el espacio y que, sin asociarse a un repentino nomadismo estético-formal, revelaba una parte poco habitual en la formalización del trabajo de Ciria: un modo de pensar basado en la traslación de su poética a un dispositivo tridimensional, si bien la tensión cromática y dispositiva de la obra permite que se siga percibiendo como un reflexión sobre la pintura. Y aquella también era una pieza capaz de dar legibilidad al resto de la muestra por tratarse de una robusta investigación, extrema en su contraste entre la mancha y la geometría, acerca del significado de construir hoy en día una imagen abstracta.
Mancha y geometría, ejes de esta pieza, son el eco de una objetivación histórica inmanente a sendos modos de entender la abstracción que cristaliza con la modernidad. La investigación que emprendió Ciria de este principio genitor de las heroico-vanguardias arranca en su praxis pictórica de los años noventa dentro de una abstracción post-heroica y, aun, post-minimal, que será desplazada en el grueso de su etapa neoyorquina y recuperada, a partir de 2009, dentro de un proceso de contención y profundización. Pero la serie “Memoria Abstracta” no solo busca resoluciones formales de un calado distinto de aquellas que desarrollara en los años noventa, sino la construcción de un nuevo universo regulado, férreo y estricto. Para explicar este conjunto, el artista ha hecho referencia a aquellos “encorsetamientos sociales en los que vivimos, al poco margen de maniobra que tenemos de cambiar nada de lo que nos ocurre a nuestro alrededor, de las barreras y diferencias que imponen y subrayan entre nosotros los políticos o nuestros guías religiosos, de la soledad e incomunicación”. Aunque forma esencial del discurso, el sentido de la serie no se resuelve con una significación social. “Memoria Abstracta” es plena abstracción y la forma pictórica es el propio tema. Como aquel Mondrian que usó la fórmula horizontal-vertical como raíz teosófica de una nueva pintura reveladora y transparente, Ciria busca una monumentalidad que tense el pensamiento dialéctico que existe entre razón y expresividad, figura y fondo, conjunto y unidad, asonancia y disonancia. De este modo, ningún código de su obra es ahora pasivo o aleatorio ni escapa del orden regulador.
La instalación Memoria Abstracta permite que algunas de las manchas –en realidad, lienzos pintados y arrugados– se liberen a través de un juego espacial que incorpora distintas alturas. Sobre el suelo, la red geométrica funciona como mapa que, o bien oprime el pálpito de la mancha, o bien deja que se libere de una proyección horizontal hacia el techo. Si mantenemos la lectura social a la que antes hacíamos referencia, tal vez Ciria esté integrando un sentido optimista al conjunto de la serie. Desde una lectura formal, es una manera de acceder a un nuevo grado de tensión para la objetividad modular –aferrada a lo bidimensional– y la subjetividad del color –volumétrica y en busca de una salida– que caracteriza toda la serie. El cuadro se transforma ahora en mise en espace y la obra ya no es solo lo que se (re)presenta, sino un complejo ámbito de relaciones entre la imagen y el espectador. La singularidad del lugar y la inestabilidad formal de la obra (ya no un lienzo clausurado y con una perspectiva unificada sino una escenografía compleja y variable) crean una instalación concebida como transitividad. De este modo, frente al instante logrado en la modulación estática de la obra clásica, esta obra se convierte en una experiencia visual amplificada. Al habitar y no solo contemplar, el espectador se transforma en un agente que necesita elucidar el espacio, esclarecer su sentido e implicarse en una cadena de decisiones (cómo y desde dónde mirar, introducirse, bordear, centrar la mirada o abarcar el conjunto) que implica un alargamiento perceptivo. No se trata ya de aquella teatralidad que Michael Fried achacó al arte minimal y que tendrá un importante desarrollo posterior, sino de un viaje a las tripas de la imagen plástica de Ciria a través de unos códigos que son ahora sobredimensionados, desencajados y puestos en suspenso. Tiempo, espacio y memoria como núcleos temáticos de la obra.
A lo largo de su evolución, Ciria ha estado dispuesto a cambiar, y con relativa frecuencia, la formulación de obra, si bien ninguna de las fases por las que ha pasado se desliga completamente del resto de su trabajo. El nacimiento de la serie “Memoria Abstracta” tiene su punto de partida en una obra de 2008, Flowers (for MLK) que, como ha explicado el propio artista, surge en un momento de duda y experimentación en torno a lo geométrico:
Estuve trabajando en los fondos geométricos durante tres semanas, no obstante, no tenía claro qué era lo que iba a pintar encima: ¿un monigote, manchas abstractas? Una noche, una vez terminado un fondo, me quede mirando aquella superficie durante horas y me decía a mí mismo: qué pena no ser un pintor geométrico. Pero otros fondos llenos de compartimentaciones geométricas estaban a punto de finalizarse, debía tomar una decisión unitaria para los cinco lienzos en elaboración.(…) La obra Flowers (for MLK) había supuesto una enorme sorpresa y una vuelta a mi propia memoria. Al día siguiente sin más contemplaciones tumbé el lienzo de dos por dos metros sobre el suelo, abrí los cubos preparados de óleo rojo, naranja-amarillo y negro y, empecé a pintar pequeñas manchas con dichos tonos en cada uno de aquellos cuadrados. Tras varias sesiones la obra estaba terminada.
La geometría tiene en la obra de Ciria un carácter aglutinador. En esta serie, se radicaliza y consuma una nueva dirección basada en un orden, un ultra-orden podríamos decir, que niega cualquier lirismo a favor de una ley interiorizada que da una nueva habitabilidad –o estrangulamiento, según composiciones– a la mancha. Si tomamos como ejemplo una de las piezas más contundentes del arranque de la serie, Abrupto (2009), descubrimos que la ortogonalidad es el núcleo de todas las posibilidades: dos cuadrados concéntricos delimitan un interior regulado por el mismo módulo. Queda así enfatizada la presencia del cuadro como objeto físico dentro del cual estallan, ordenadamente, manchas de color que generan su espacio, moduladas cada una por una luz propia, latidos independientes que mantienen la sensación de una masa que respira y que busca sobrevivir. Surge así un espacio multiplicado a través de pequeñas cápsulas espacio-temporales donde lo que sucede es la fuerza expresiva del color. Ciria busca la esencialidad de los recursos plásticos “geometría” y “orden”, pero no obedece, como hicieron las primeras abstracciones, a una proyección intelectual que derive en un elaborado dogmatismo. La esencialidad no es para Ciria una herramienta a través de la que encontrar una idea pura, sino el camino desde donde llegar a un cruce, generar un cortocircuito, alentar una colisión que estalle frente a la mirada del espectador.
Toda la serie “Memoria Abstracta” plantea este conflicto franco y directo. El propio límite del soporte, aquello que Michel Fried llamaba figura literal, es el que actúa como retícula en el políptico Despertar (2009). Experimento extraño dentro del conjunto, artefacto de difícil clasificación, esta obra funciona como un puzzle donde las distintas piezas, 27 en total, están destinadas a no encajar entre sí. La mancha adquiere una morfología variada (redes lineales, fogonazos, estrellas…) y se hunde en el interior de cada uno de los tableros. Su proyección como imagen ya no íntegra, sino inconclusa y esquiva, es desplazada virtualmente más allá del límite del soporte. Veremos más adelante que esta resolución es una vuelta a los códigos compositivos de “Sueños Construidos”, uno de los capítulos más interesantes en conjunto con “Máscaras de la Mirada”, y que tendrá gran presencia en el desarrollo de esta exposición. Son, en definitiva, trayectos de ida y vuelta que dislocan la mirada del crítico de arte o del historiador que quiera clasificar taxativamente cada una de sus etapas.
El uso de la palabra
Las palabras han estado presentes en el plano pictórico a lo largo de la historia del arte, desde las leyendas destinadas a asignar una interpretación iconográfica en el arte medieval hasta su uso recurrente, y con distintas pretensiones, durante el desarrollo de las vanguardias. Es, de hecho, en el siglo XX cuando la relación entre los códigos plásticos y lingüísticos brotará como un empeño “por explorar reinos contiguos y hacerlos cooperar en un maridaje sémico que es, quizá, una de las expresiones más claras de lo que Octavio Paz ha llamado la «nostalgia de significación» propia de nuestro tiempo”.
La necesidad de comunicabilidad con el espectador buscada por Ciria le ha llevado a asumir la representación de la palabra dentro de la imagen en diversos capítulos de su trayectoria. En la temprana Artista atrapado (1989) planteaba un singular autorretrato que parecía extraído de los mitos de Ícaro y Faetón: la figura del artista transformada en una suerte de mano exasperada, cae tras su intento de aproximación al astro luminoso que reverbera en la parte superior de la composición. A ambos lados de este eje central el artista incorporaba palabras que parecían obedecer a sus preocupaciones teóricas en aquel momento. Leídas horizontalmente, a la izquierda se sitúan “Alfabeto”, “Significado”, “Azar”, “Experimento”, “Concreto”, y a la derecha “Conjunto”, “Abstracto”, “Lenguaje”, “Cultura”. Otros conceptos como “Contexto”, “Espacio” o “Aportación” se leerán en posteriores obras del artista, como Actitud o Cruz, ambas de 1991, y elaboradas a partir de composiciones reticulares de cuadrados de diversos colores. Esta presencia de palabras o textos en la obra plástica será retomada con una grafía dramática y con una conciencia provocadora en la serie “Palabras” que Ciria llevará a cabo en el año 2002.
Dentro de la propuesta de análisis que supone Las puertas de Uaset, aquellos ejemplos resultaban demasiado rotundos en su formalización y significado. El uso de la palabra debía estar presente a través de piezas donde se manifestara, además de la presencia del signo lingüístico, el pensamiento de Ciria acerca del significado:
No hay nada semejante a un significado literal, si por significado uno entiende una concepción clara, transparente, sin que importe el contexto ni lo que hay en la mente del artista o del espectador, un significado que pueda servir de límite a la interpretación por ser anterior a ésta, un significado fuera de significación. La interpretación no existe sin la obra y jamás produce frutos, exceptuando los puramente analíticos.
Consciencia, Pintura y Voz son tres obras que el artista empieza a elaborar en 1992 con fondos geométricos sobre los que se dispone letras capitales de color verde, elaboradas con plantillas y conformando las palabras que dan título a cada pieza. Años más tarde, en 2006 –durante sus primeros meses en Nueva York, es decir, antes de dar una orientación nueva a su pintura–, el artista recuperó estos lienzos y aplicó sobre ellos las manchas gestuales, en rojos y blancos, características de la serie “Máscaras de la Mirada” que estaba, por entonces, tratando de cerrar.
Considero que este terreno difuso es sumamente sugestivo por dos razones: por un lado, estas obras se constituyen en una crítica al carácter meramente sensual y retiniano de un tipo de pintura marcada por la ausencia de cualquier legibilidad conceptual. Por otro lado, el gesto pictórico funciona aquí como tachadura que bloquea la falsa transparencia de lo que entendemos por significado. Ciria plantea sutilmente las diferencias que existen entre lo dicho y lo comunicado, consciente de que, como ha señalado Graciela Reyes:
Las palabras significan por sí mismas, y, sin embargo, la comunicación exige mucho más que intercambiar significados preestablecidos. Piénsese en la diferencia entre preguntar “¿Qué quiere decir esa palabra?” y “¿Qué quieres decir con esa palabra?” En el primer caso estamos pidiendo información sobre el lenguaje, que se encuentra, por ejemplo, en el diccionario. En el segundo caso, estamos planteando el problema de interpretación que tiene que ver con la intención del hablante al usar la palabra: estamos preguntando por el significado que debemos interpretar en ese contexto.
La complejidad de la relación paratextual entre la palabra y la imagen que plantea Ciria en sus obras sirve no como mero intercambio de sentidos, sino como herramienta para que palabra e imagen se hagan significar, respectivamente, en un contexto común. Ahora bien, más que el significado, cuya búsqueda valora lícita, a Ciria le interesa el concepto que se une al significante “para constituir un signo lingüístico o a un complejo significativo que se asocia con las diversas combinaciones de significantes lingüísticos”. Dentro de este mismo interés por la ambigüedad semántica, el artista incluye en estas obras palabras llenas, es decir, categorías mayores del habla con un significado independiente –ese, como decíamos antes, que aparece en el diccionario– pero donde el contexto (en este caso plástico) determina gran parte de su posible significado. El artista usa palabras cargadas de un contenido que parecen aludir a una cuestión meta-artística, si bien son al mismo tiempo contenido representacional, iconografía, recurso plástico y compositivo. En definitiva, este trabajo se ubica en línea con la respuesta filosófica que el último Wittgenstein dio a la pregunta de ¿qué es el significado? al señalar que no existe algo como el significado.