Juan Manuel Bonet. Valencia. 1994
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Juan Manuel Bonet. Valencia. 1994

Catálogo exposición “El Uso de la Palabra” Galería El diente del tiempo, Valencia. Enero 1994


LIRISMO Y CONSTRUCCIÓN

Juan Manuel Bonet

 

Aunque buena parte de la atención crítica ha estado focalizada, durante los últimos años ochenta y primeros noventa, en el fenómeno neo-conceptual, y aunque haya quienes consideren que la pintura es un arte fenecido, o cuando menos en vías de extinción, lo cierto es que en la escena española actual siguen surgiendo por ventura, pintores, pintores figurativos y pintores abstractos, pintores que creen todavía en las posibilidades del medio de expresión por ellos elegido, pintores cuyo trabajo merece la pena.

José Manuel Ciria, por ejemplo. Sus individuales más recientes, celebradas en Madrid, en provincias (Valladolid, San Sebastián, ahora Valencia) y Alemania (Munich, Colonia), han convertido sus tentativas anteriores en eso, en tentativas. Si comparamos lo que hacía hace tan sólo dos o tres años, con lo que hace ahora mismo, comprobamos que el salto ha sido enorme. Su aspiración a cada vez mayor pureza, a cada vez mayor esencialidad, le ha permitido desembarazarse de muchos efectos laterales, para concentrarse en un proyecto despojado, descarnadamente pictórico. En los últimos certámenes en los que ha participado, han llamado poderosamente la atención sus envíos. De ser una voz emergente que se buscaba, es evidente que ha pasado a convertirse, y así lo han subrayado en prólogos recientes de catálogos suyos Fernando Huici –que le encuentra a su pintura algo cristalino–, Javier Maderuelo y el francés Michel Hubert Lépicouché, en uno de los nombres que cuentan en la escena de nuestra nueva pintura, de lo que queda de ella en el complicado fin de siglo que nos ha tocado vivir.

El espacio donde mora Ciria, donde eleva su canto –uno de sus catálogos del año pasado se abría con una cita poundiana–, es el de una pintura lírica, y en la que, sin embargo, el factor constructivo juega un papel determinante. Él es uno de los protagonistas destacados de la vuelta al lirismo que caracteriza a todo un sector de la nueva pintura, sector que se reconoce en la reflexión sobre el bagaje de los cincuenta, y también sobre el de la generación de Broto, pero que introduce elementos de mayor distanciamiento.

La reflexión poética de Ciria ha encontrado su máxima expresión hasta el momento en un hermoso título, Piel de Agua, y en una meditación sobre el elemento acuático. Fluir del instante, entrega al juego de la memoria, y también acción, en algunos casos, de negación, de borrado, de aniquilamiento. En cuanto al segundo aspecto de la disyuntiva, el del papel cada vez mayor que en sus cuadros juega la geometría, podríamos hablar por momentos, ante algunos de esos cuadros, y pienso en algunos de los expuestos en 1992 en Almirante –por ejemplo, en Adage, que daba título a la muestra, o en Meeting–, de un inscribirse en la problemática post-constructivista y post-minimalista, sin el lado programático ni helado de las vanguardias históricas, ni del minimal puro y duro, del minimal propiamente dicho.

Lirismo y construcción, en definitiva, se equilibran en esta obra; el uno contrarresta a la otra, y viceversa, que desde Braque sabemos que si la emoción corrige la regla, también vale la frase inversa.

El estudio de Ciria está junto a la M-30, es decir, en pleno corazón de un Madrid moderno, ajetreado, ruidoso, imposible. Él logra aislarse entre cuatro paredes, rodeado de bastantes libros por cierto, y sin apenas imágenes que lo distraigan, y practicar un arte sobrio, severo, meditabundo, sutil, trascendente, silencioso. En sus cuadros más recientes conviven una gestualidad azarosa, y toda una teoría de líneas, de barras ortogonales –algo que por momentos trae a nuestra memoria resonancias arquitectónicas, como nos sucede ante ciertas obras del Mondrian neo-yorquino, o ante las de Peter Halley–, líneas y barras que por momentos parece que pudieran extenderse hasta el infinito. Desde el punto de vista cromático hay una deliberada reducción de la paleta a los ocres, los pardos, los negros, los grises de ceniza, los amarillos, más algún rojo profundo y algún azul, colores que fluyen, que en ocasiones se desparraman y en otras se diría que se desvanecen, que se evaporan, y a veces se condensan en núcleos o en archipiélagos, sobre el blanco crudo de la lona plástica, del hule que le sirve de soporte. El efecto distanciador de esas superficies, y del barniz que fija lo acontecido sobre ella, termina de convertirlos en objetos que ejercen, sobre el espectador que los contempla, una muy especial fascinación, parecida a la que emana de los paisajes más desérticos, de las músicas más quietas, o de los versos más cercanos a la pura nada.