Fernando Castro. Madrid. 1998
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Fernando Castro. Madrid. 1998

Catálogo exposición “Manifiesto/Carmina Burana”. Galería Salvador Díaz, Madrid. Octubre 1998


ESTUANS INTERIUS. COMENTARIOS SUPERPUESTOS A LA PINTURA DE CIRIA

Fernando Castro Flórez

 

La pintura de José Manuel Ciria tiene una poderosa presencia que, en determinados momentos, puede ocultar la noción de subjetividad procesual, característica de la plástica de fin de siglo1, de la que es resultado. Protagonista, para algunos, de la vuelta al lirismo2 o de un planteamiento postminimalista, en propiedad habría que situarle en el campo teórico de la abstracción impura o contaminada3. Si la modernidad trata de expulsar del dominio del arte todo aquello que le es impropio, la postmodernidad sería la intensificación deconstructiva de esa lógica moderna que apunta allí donde ambos extremos se incluyen e implican: «estamos tentados de afirmar que la pintura ha llegado a su verdad, se ha apropiado de su propio terreno o problemática, excepto que esta problemática consiste precisamente en la impropiedad esencial de la pintura, su posibilidad esencial -y de gran dificultad- de perderse a sí misma»4. Algunos teóricos, como Fried, han suscitado la discusión sobre el miedo a que el arte sucumba a la amenaza de teatralidad, el entretenimiento, el kitsch o la cultura de masas. Aunque también pueden detectarse serios problemas cuando la estética está ensimismada o tan sólo intenta expurgar toda impureza. Parece como si la pintura se hubiera convencido a sí misma de que ha llegado al límite de sus posibilidades, hasta llegar a renegar de sí misma, negándose a continuar siendo una ilusión más poderosa que lo real: «resulta difícil hablar hoy de pintura porque resulta muy difícil verla. Por lo general, la pintura no desea exactamente ser mirada, sino ser absorbida visualmente, y circular sin dejar rastro. Sería en cierto sentido la forma estética simplificada del intercambio posible. Sin embargo, el discurso que mejor la definiría sería un discurso en el que no hubiera nada que ver. El equivalente de un objeto que no es tal»5. Con todo, el discurso sobre la «muerte de la pintura» se ha convertido en una patética letanía, cuando no en una posición ideológicamente interesada, aunque incapaz de clarificar honestamente aquello que intenta poner en primer término. Es evidente, que la situación del arte actual ha conducido al agotamiento, precisamente, de la estrategia de la novedad o la provocación, mientras el discurso pretendidamente crítico o político ha manifestado su voluntad institucional; la pintura no es, sin embargo, algo que tenga que defenderse «numantinamente» o como si fuera una totalidad sin fisuras, mucho menos predicando, como se hiciera a mediados de la década de los ochenta una «vuelta al orden».

 

Conviene tener presente que la determinación pictórica de Ciria está atravesada constantemente por la confianza en esa actividad tanto como por el interés teórico que le ha llevado a incluir en algunos catálogos, como en el de la muestra en la galería El Diente del Tiempo, verdaderas taxonomías de las formas de la pintura abstracta. En medio de una activación del comportamiento pictórico que de forma genérica podemos denominar abstracto, este artista se ha preocupado por deslindar su territorio, apartado de las atmósferas románticas, tanto como de un tibio paisajismo: «Ciria va a realizar una difícil tarea sobre el significado de la abstracción, que se quiere lenguaje y emotividad, rigor e impetuosidad, orden y trazo involuntario. En definitiva, retícula y mancha en un mismo espacio para poder mirar de nuevo a la pintura»6. En una deriva entre el gesto y el orden7, el azar y la construcción, Ciria llega a lo que denominaré una pintura antitética8. Una de las tareas del arte, indicaba Adorno, consiste en expresar lo inarticulado e incipiente, lo disparatado y arbitrario desde la perspectiva de lo articulado y formado, sin racionalizarlo; reinventar lo amorfo, deformar, descomponer aunque se siga manteniendo la apariencia de unidad. Defensor de la pintura como tránsito, proceso y desarrollo experimental, José Manuel Ciria ha indicado que siempre trabajo sobre los mismos temas: el tiempo y la memoria9, buscando lo que, en su meditación plástica en torno a Uccello y Giotto (El tiempo detenido, Roma 1996), ha llamado la desaceleración de la lectura visual.

 

Hay un intento de clausurar de forma definitiva la representación, «pero la clausura de la representación no implica la negación de la composición clásica, y permite además una deconstrucción analítica en pintura de aquello que se nos antoje»10. En ese proyecto, tal y como Derrida estableciera en su acercamiento al teatro de la crueldad de Antonin Artaud, se renuncia a una escena que está gobernada a distancia para poner en obra una situación que no es teológica: la vida en lo que esta tiene de irrepresentable, la violencia del signo como aquello que no ha sido aún escrito sino como tachadura o huella11. En la deconstrucción se plantea una exploración de los límites de la metafísica tanto como de la noción de presencia12. Ciria asocia el proceso deconstructivo con el automatismo, tal vez teniendo en consideración que aquel es un acontecimiento neutro (un se deconstruye más que una deliberación o una actitud crítica): algo que supone un desplazamiento con respecto al expresionismo o al informalismo, en una deriva que no tiene que entregarse al gestualismo delirante. «Pintura -escribe Ciria- directa, en donde el signo sea validado como lugar de cruce de presencias, como cima de un abismo en cuyo fondo quizás esté la inmediata evidencia de las cosas; siendo esta suerte de meliorismo plástico el resultado de paralizar en un instante un proceso potencialmente infinito, nunca la concreción de un deber ser esencial impuesto de antemano. Es, por tanto, necesaria la detención azarosa, automática, de unas formas sorprendidas en pleno proceso de encubrimiento y despojamiento»13. Este artista ha caracterizado, como puede concluirse de la cita precedente, su obra como Abstracción Deconstructiva Automática14: «La adjetivación adecuada de la pintura de Ciria, su emplazamiento exacto dentro de las corrientes de las nuevas abstracciones (…) se corresponde con la modalidad de automatismo radical con base psicológica surrealista y modelo deconstructivo de la imagen»15.

 

Se ha hablado de la coherencia arreferencial de la abstracción pura de Ciria, como una prolongación de la idea de la pintura acontecimiento; en La tradición de lo nuevo sostiene Harold Rosenberg que, en cierto momento, el lienzo comenzó a aparecer para los pintores americanos como una arena donde actuar más que como un espacio donde reproducir, redibujar, analizar o «expresar» un objeto real o imaginario. Lo que ocurría en el lienzo no era una imagen, sino un acontecimiento. La materialidad estricta y efectiva de las obras de Ciria remite tanto al desvanecimiento del referente, abierto por la abstracción, cuanto a una cierta tactilidad del espacio. Hay una germinación de la superficie, que sin embargo no produce un efecto estriado, de acuerdo con las consideraciones sobre la desterritorialización de Deleuze y Guattari16.

 

Pensemos en los cuadros en lenta descomposición de Ciria, la serie Mnemosyne, sus ejercicios o gestos más radicales se comprometen con el arco de babelización de la memoria que es constitutivo de la modernidad. La pérdida del lenguaje se completa con la disolución de la imagen, paradoja que se acrecienta cuando se comprende que es una decisión aceptada, lo que podría denominarse «amor fati»: abrazarse al destino que no es otra cosa que la espuma en la que nos balanceamos, el borde de una ola. Como un desafío a la «botánica del asfalto» del final de siglo, Ciria dispuso en París en espacios callejeros destinados a la publicidad algunas de sus piezas del proyecto Mnemosyne17, por ejemplo, en la Rue de Ponthieu; extraña situación. Los paseantes miraban algo desconcertante, el flujo comunicativo se había cortado, la información estaba sumida en un abismo pictórico. Pero también la luz deterioraba irremediablemente las marcas que se encontraban a la intemperie: el tiempo de nuevo es la edad de las cosas, más que un gran escultor, por emplear la fórmula de Yourcenar, un rumor, una salmodia que pocos comprenden. En su ensayo «The End of Painting» encuentra formuladas Douglas Crimp en la obra de Daniel Buren una serie de cuestiones que suponen una crítica institucional del arte, especialmente desde el momento en que se desestabiliza la idea de «cuadro» como algo evidente en sí mismo, más allá de cualquier tipo de condición epistemológica o fuera de estrategias de enunciación y dispositivos de visibilidad18. La pintura puede llegar a la situación de vaciamiento, dirigirse a un grado cero19. Ante los cuadros de Ciria podría surgir ese sentimiento que Kant llamaba sublime, esto es, la repentina sensación de que lo que está enfrentado a los ojos es una magnitud ingobernable, algo desmesurado20; no hay concepto que recoja el espectáculo de pérdida, pero, a pesar de esa insuficiencia, la razón sutura la herida, recoge el dolor, permite que el sujeto se localice en un territorio, por acosado que esté en el temporal.

 

No puede apartarse la idea de que la contundencia de la pintura de Ciria es un testimonio; Michel Hubert Lépicouché señalaba con respecto a las pinturas que agrupó bajo el significativo título de Piel de agua, que este creador atestigua la experiencia que sus gestos y resultados sufren después de numerosas agresiones, «tan fuertes como las padecidas por nuestra memoria por culpa de ese otro potente fluido que es el tiempo»21. La relación entre Letheo y Mnemosyne es, ya en su forma arcaica, constitutiva de lo que llamamos aletheia, pero también del arte. Derrida ha señalado que si el arte, en sentido hegeliano, es cosa del pasado, esto tiene su enlace, a través de la escritura, el signo, con la techné, con esa memoria pensante, esa memoria sin memoria, con ese poder del Gedächtnis sin Erinnerung. En cierto sentido la memoria es una promesa, una trama de consejos, densidad temporal que nada encarna. «Hay sólo promesa y memoria, memoria como promesa, sin ninguna congregación posible en la forma del presente. Esta disyunción es la ley, el texto de la ley y la ley del texto. La promesa prohibe la congregación del Ser en la presencia, siendo incluso su condición. La condición de la posibilidad e imposibilidad de la escatología, la alegoría irónica del mesianismo»22. La pérdida del lenguaje en un sitio extranjero hölderliniano es un rasgo de la deconstrucción. Desde la demolición hasta el trabajo del duelo. La mirada micrológica, ese placer de los detalles que es constante en la obra de Ciria y en las revisiones que propone en sus catálogos, comprende que la estética del fracaso no es, en su caso, una forma patética de consuelo sino el resultado de la necesaria rendición del traductor y el artista a su tarea. El original está desde siempre desequilibrado, no hay un «aquí y ahora» de la obra, aunque si se puede instituir un culto, gracias significativamente a la disolución de la imagen.

 

El signo característico de nuestra época es la imposibilidad de la transparencia; los cuadros de Ciria son de una sutileza grave: el bastidor al descubierto, el papel sujeto por plástico, marcado por una fecha de muerte. No hay soporte ni superficie, el nihilismo de esta memoria es una puesta en escena de la metamorfosis. Comenzar desde el principio: una suerte de grado cero de la experiencia. El nihilismo se entiende como la deconstrucción del sentido incluso de esa misma enunciación del «todo es nada». Lo que de verdad tendría que responder un pensador a la pregunta de si es nihilista es: «demasiado poco; y quizá por frialdad, porque no tiene suficiente simpatía con lo que sufre»23. En la hermosa serie Mnemosyne de Ciria lo que padece es la pintura, pero de su desintegración anticipada, esto es, de la memoria que sabe del latido del desastre, queda un resplandor, una instancia inmemorial: como la mirada piadosa, que comprende que el mundo es clinamen y turbulencia. Juan Manuel Bonet ha subrayado el reduccionismo cromático de Ciria, que es también una fidelidad a determinados tonos (los ocres, los amarillos, el rojo más intenso) dispuestos en una mezcla de condensación y situación dispersa. La superficie de la pintura produce un distanciamiento así como una especial fascinación «parecida a la que emana de los paisajes más desérticos, de las músicas más quietas, o de los versos más cercanos a la pura nada»24. El recuerdo de Ciria es un acontecimiento diferente: pasión de lo que ya no será más. Continua su exploración «en los límites de la pintura», tal y como apuntó Alicia Murría25, solo que ahora llega hasta un lugar que es un precipicio. En casi todos sus catálogos incluye José Manuel Ciria fotografías que sirven como claves interpretativas o son «referencias gráficas» para la activación de la memoria que se condensa como pintura: el reflejo de la luz en un suelo de piedra cubierto de agua, la espuma del oleaje en la playa, el mismo artista caminando en un almacén de cabezudos que crean una atmósfera inquietante, un árbol reflejado en un charco, la pintura manchando una tela caída en tierra o en Journey to the past. Experience and memory (1998), la ocasión en la que la fotografía tiene protagonismo explícito, imágenes del retorno a la ciudad natal, Manchester: niños en la escuela, fachadas, calles vacías, una esquina, las ventanas cerradas. Las fotografías tienen que ver con la conciencia de la desaparición (memento mori: testimonio despiadado del paso del tiempo). Freud caracteriza a la fotografía como captura de la experiencia fugitiva, el deseo de conservar algo ajeno al fluir temporal, una práctica afín con la memoria escrita: una prótesis con la que soportar lo innombrable o su implacable llegada26.

 

La memoria fluye entre dibujos, cuadros y fotografías que parecen arrastradas por la tempestad del pasado. El agua es una especie de seno materno27, pero también hay que tener en cuenta que el ser consagrado al agua está marcado por el vértigo (recordemos la etimología griega de vértigo: ilingos, remolino de agua) y por la melancolía. Si en las fuentes está localizado el narcisismo idealizante, también en lo acuático surgen los complejos de Ofelia o Caronte: ahogada por amor y despecho, atravesando el territorio del olvido hacia la morada de los muertos. «Contemplar el agua es derramarse, disolverse o morir»28, pintar lo acuático es dar cuerpo vertical a las profundidades de la ensoñación. Jung señaló que el deseo del hombre es que las aguas sombrías de la muerte se conviertan en agua de la vida, que la muerte y su frío abrazo sean el regazo materno, así como el mar, aunque sumerge al sol, lo vuelve a hacer nacer de sus profundidades. Es necesario romper esa inercia que lleva a escribir o imaginar sólo sobre los sólidos29 y enfrentarse a esa materia escurridiza que es el agua donde puede surgir la analogía con el espejo, como en aquella apariencia cristalina de algunos cuadros de Ciria. Lo que se refleja es tanto la identidad cuanto la nostalgia de la infancia. El texto de José Manuel Ciria «79 Richmond Grove y algunos saltos (in)apropiados» comienza con una especie de invocación de la infancia. «Para José Manuel Ciria, la evocación del agua le trae recuerdos de su infancia, de sus vacaciones pasadas en las playas de San Sebastián: Getaria, Itzurun, Zarautz. Así pudo desarrollarse en él la imagen tan poética de una piel del agua a partir de sus numerosos recuerdos estivales, imagen de un agua cuya lenta y progresiva retirada de la arena le arrulla, ondula, tatúa, orna de múltiples desechos traídos por la marea alta, la dota de una especie de epidermis brillante»30. En una obra como Máscara de esperanza (1995) aparece dibujada una cuna, mientras en algunos cuadros de la serie Manifiesto aparecen referencias a un triciclo31, la infancia no es sólo la propia es, en los últimos años, la pasión de Ciria por su hijo, la proyección sobre otra mirada que también es suya.

 

La Piel de agua a la que remite esta estética es una visión múltiple del fluir del instante, que no es algo en calma, sino una especie de tormenta, un derramarse32. Bachelard pensaba que en el tiempo vertical de un instante inmovilizado encuentra la poesía su dinamismo específico: un desplazamiento puro; el presente pasa, la conciencia lo es del instante y de su inevitable disolución. Una vez presa en una meditación solitaria, la conciencia posee la inmovilidad del instante aislado. No es un bloque único, una sensación plena, antes bien, la belleza del instante está surcada por grietas, se trata de un tiempo discontinuo, una vibración que preludia el silencio33. El tiempo cae sobre el lienzo por medio de la poética de la mancha. Ciria advierte que cada vez que un pintor produce la evidencia de una mancha en la tela, «le es imposible contar y predecir las asociaciones personales, sentimentales y estéticas que ese gesto es capaz de suscitar en un espectador determinado»34. El mismo artista señaló que, por ejemplo, Apropiaciones (1996) eran pinturas sobre papel realizadas como copias de un viejo cuaderno de notas: «no sé si algunas realmente son inventadas o soñadas, ni quiénes pueden ser sus posibles autores, o si son simplemente el recuerdo de la forma de un charco de agua o de un grumo en la pared. Lo que he intentado ha sido capturar dentro de mi memoria aquellas «manchas ajenas» para traducirlas en una propuesta concreta»35. Guillermo Solana ha señalado como Ciria resuelve el dilema de la pintura del siglo XX entre la mancha original de la invención (que provoca el pintor) y la mancha final de la ejecución (que incita al espectador), al no cancelar ninguno de los extremos, «sino que tiende a salvarlos»36. En la construcción de la pintura intervienen la suciedad y la accidentalidad37, la memoria como huella; aquel cuaderno que era una especie de «trazo ajeno» se convierte en la lona pintada en wunderblock, esa maravillosa superficie en la que todos los signos permanecen como en un palimpsesto. Las series que componen la exposición en la galería Salvador Díaz funcionan como culminación del proyecto estético de Ciria en esta década. En Carmina Burana los cuadros están partidos por la mitad, en una síntesis espléndida de azar y proporcionalidad simétrica38. El gesto de pintar es un movimiento cargado de significación, desplazamiento libre que tiene algo de enigma, flecha, camino, indicación, trayecto que coincide con el destino de la mirada. Flusser apunta que el gesto de pintar es un momento de autoanálisis, es decir, de conciencia de sí mismo, en el que se entrelazan el tener significado con el dar significado, la posibilidad de cambiar el mundo y el estar ahí para el otro: «el cuadro que ha de pintarse se anticipa en el gesto, y el cuadro pintado viene a ser el gesto fijado y solidificado»39. Las marcas de esta serie musical están determinadas por la reducción brutal del color, ese imperio del blanco en el que este pintor ha demostrado una maestría incuestionable. Ciria remite en estos cuadros a la conocida composición de Carl Orff, aquellas canciones profanas para solistas y coros «con acompañamientos de instrumentos e imágenes mágicas». Carmina burana es una cantata escénica de una riqueza rítmica extraordinaria en la que se comienza con un himno a la fortuna que gobierna el mundo para realizar más tarde una descripción poética de la llegada de la primavera como invitación al amor. En la segunda parte de la obra de Orff aparece el vehemente canto de un vagabundo que reivindica su libertad, mientras en la tercera sección se produce el lamento del amante abandonado así como la canción del enamorado feliz y la visión o mejor epifanía de la doncella con una túnica roja. Donde en la composición musical domina lo espectacular y la composición coral, Ciria introduce el silencio y la quietud, una serenidad visual que evoca un espacio diferente, en el que ciertamente esa fortuna que se vuelve esquiva al enamorado no impide que la pasión deje su rastro. Frente a la pureza de Carmina burana, la serie Manifiesto es pura turbulencia y efectismo; cuadros realizados con lonas militares en las que interviene lo que Schnabel llamó calidad etnográfica40 del material sobre el que se pinta. En estas obras se acentúa el principio del collage, con la utilización de papel pintado, cartones u otros elementos. La introducción del collage en las vanguardias supuso una ruptura con el ilusionismo, con la presentación de una nueva y original fuente de interrelación entre las expresiones artísticas y la experiencia del mundo cotidiano. Se podría hablar más que de collage de bricolage, tal y como lo entendiera Lévi-Strauss: corte, mensajes o materiales formados previamente o existentes, montaje, discontinuidad o heterogeneidad. Ciria participa, en su utilización de materiales que ya son pintura, de lo que Ullmer ha llamado estrategia poscrítica41. No es tanto una asunción de las aguas turbulentas del ready-made cuanto una especie de barroquismo del patchwork: «Si la idea tranquilizadora por sus resonancias bíblicas, de una explosión inicial, metáfora brutal del génesis, pudo durante años mitigar el sentimiento de inestabilidad a que conducía la cosmología del siglo XX, las últimas hipótesis o constataciones de su discurso, no logran sino agravar el vértigo; el universo que nos propone es un verdadero patchwork en que las galaxias tejen un maravilloso tapiz de motivos complejos en medio de gigantescos espacios vacíos»42. Tenemos que enfrentarnos a los cartones manchados, a la pintura y al soporte corroído por el ácido o a esa obra en la que aparece un patrón de costura como si fuera un mapa político o a la radicalidad con la que convierte unos alambres en líneas del dibujo.

 

En el gran cuadro titulado Ventana habitada, aparece, en un centro imposible una trama que remite a la retícula, emblema y mito de la modernidad, que es menos rígida de lo que parece, en ella hay también algo etéreo, una levedad inexplicable. En esa escena sometida al imperio de la línea y del ángulo, aparece aquella «alegoría del olvido» que Duchamp denominara lo inframince (la geometría sin grosor) o bien la súbita transición de lo familiar a lo inhóspito (das unheimlich). La expansión del espacio en todas direcciones se produce en la reticulación, siendo la obra un fragmento cortado de un tejido mayor; esa transgresión lleva «más allá del marco», desmaterializándose la superficie de lo pictórico, mientras el material se dispersa «en un parpadeo o movimiento tácito»43. Pero esa trama está lejos de la fenomenología minimalista, en el lienzo están las huellas del suelo. Ciria insiste en que su obra no tiene que ver con Pollock, aunque su danzar sobre la pintura se mantiene como una «influencia poética». En verdad es Jackson Pollock el artista que establece con más radicalidad el cauce materialista de la pintura, aunque en torno a él se haya producido una condensación ideológica que, desde cierta perspectiva, se funda en la sublimación. Rosalind Krauss ha indagado en el «misterio Pollock», su aparente retractación en 1951, evitando seguir sus intenciones, atendiendo mejor a las influencias que traza, por ejemplo, Twombly que responde al goteo utilizando lápices de colores para surcar las cremosas superficies de los lienzos, hasta llegar, por otros medios, a la experiencia de la huella como violencia. Profanación de un terreno que en su origen estaba consagrado a otro fin, «y que ahora se ve perturbado al ser ensuciado, manchado, cortado, estigmatizado»44. Las operaciones que lleva a cabo son aquellas por las que se marca un acontecimiento, al construirlo en función de sus restos, de aquello que se precipita, y precisamente al marcarlo se sustrae del tiempo en el que fue ejecutado. La marca se convierte en pista, la huella se escinde de su propia presencia. Twombly decodifica la horizontalidad de Pollock al poner, en primer término, la salvaje marca que no cede, aquello que no puede sublimarse, pero donde antes había cruda violencia o simple manifestación del sinsentido, ahora encontramos un lugar en el que se formulan obsesivamente partes del cuerpo. El hecho de estar sobre el lienzo no es suficiente, porque podría ser la mera constatación de una superioridad velada al poner el lienzo en vertical, el deseo metafísico se reduce acaso al crudo gesto de mear sobre el lienzo o, en una clave lacaniana, una rivalidad del sujeto consigo mismo que conduce al tipo de violencia primaria. Desde Pollock se plantea el problema de cómo asumir la transformación de la pintura a partir de los charcos, cómo mantenerse en el terreno de lo informe, allí donde el registro del trazo y el indicio son los acontecimientos fundamentales: una agresión que marca.

 

La pintura expresionista es, habitualmente, una crisis que encubre una fisura45, aunque Ciria ponga a sus cuadros títulos que tienen, en alguna ocasión, un componente humorístico como en el juego de traducción directa de Motherwell: Madrebien atropellado por un coche en Roma. Lo que siempre existe en esta obra es una enorme tensión o nervio, como de suyo acentuará el montaje confrontado de la serie Carmina burana con Manifiesto. Los cartones de Nexo sirven de enlace de las dos series, al emplear recursos de ambas. Ciria mantiene una química de materiales, colores y gestos rotos que son el resultado de usar la pintura de forma orgánica, «visceral, incluso con una intensidad descarnada»46. Si el artista habla de «color jugoso», tendríamos también que añadir que las precipitaciones son insinuaciones de cosas que apenas aparecen, demanda de un tacto que sea capaz de asumir lo arrugado y lo informe. Bataille introduce el término informe como algo opuesto a la exigencia de localización, la urgencia filosófica para que se encuentre su parecido con algo47. Lo informe, así como la abyecto han adquirido un lugar determinante en la configuración del espíritu creativo finisecular, como si fuera necesario un exorcismo masivo48; en Ciria esa noción funciona estructuralmente, sin ese literalismo que ha vuelto panfletaria a tantas posiciones plásticas. Al violentar a la pintura aparecen imágenes que tienen algo doble, «pues si bien necesitamos pensar que lo informe tiene contorno, extensión y medida, también imaginamos que lo sólido no tiene consistencia, que su materia se desparrama incontenible»49. El carácter específico de las emociones crueles e impersonales que denotaban los símbolos, subraya Bataille en su ensayo sobre el espíritu moderno y el juego de las transposiciones, ha sido desconocido con una inconsecuencia enorme, hasta llegarse a una situación en la que resultaría que nadie tiene el menor deseo. Parece que se sustrae, para siempre, la posibilidad de enfrentarse con la imagen grandiosa de una descomposición, la potencia horrenda de los residuos. No es preciso deletrear los elementos, basta con mencionar el terror provocado por la muerte, la sangre que mana, «los esqueletos, los insectos que nos corroen»50, puesto que hasta eso innombrable se ha convertido en fetiche o disposición retórica. En el cuadro Espectador de guerras y en otras piezas hay una especie de manifestación del conflicto, del lugar donde la muerte se administra, «una evocación de un campo de batalla, donde el color es aplicado virtuosamente, consiguiendo una pintura intensa y orgánica que se convierte en pétrea o en un ácido corrosivo que hiere al lienzo o cicatriza su piel amada y torturada»51.

 

El dibujo surge en la obra de José Manuel Ciria como una forma de conocimiento, un proceso en el que la mirada tropieza con algo que ya está dibujado en el mundo, las huellas que establecen una pauta: «Piénsese en el dibujo, en esa nervatura interior/exterior de las formas -en ese fondo- que procura el dibujo, en la materia que mancha, en la materia o cuestión del color»52. Por medio de los cuadros se hacen tangibles los sueños o bien se comprende que en las visiones hay siempre algo que se desvanece53, aunque finalmente permanezca la poética de los sentimientos54. Dos inmensas pinturas sobre lonas negras ostentan el significativo título de Máscara de la mirada (¿Es esto pintura?) (1995), son obras que imponen unos gestos y un ascetismo cromático de gran dramatismo: la erosión, las huellas de muchas cosas que sólo se revelan para el que contempla pacientemente. La máscara posee al que la mira, atrapa y descoyunta, en su rigidez alude a una dimensión diferente, esto es, a otro espacio. Canetti subrayó que tras la máscara comienza el misterio, la rigidez de la forma deviene también dureza de la distancia: que el «rostro» no cambie es lo verdaderamente fascinante, lo humano se adentra en el territorio de los muertos55. La máscara evoca -hace volver- un ausente o más bien sostiene el proceso corruptivo que conduce a la ausencia: «la huella misma de la ausencia es la que traza la muerte»56. Revelación y ocultamiento57 forman parte del enmascaramiento: hay algo en esa piel sin gestos que nos negamos a mirar58. Ciria estable la metáfora del cuadro como máscara, objeto que se interpone a la mirada dinámica, produciendo una «detención ilusoria»59. Sucede como si el pintor hubiera arrancado algo que impedía ver la realidad del imaginario y lo que tenemos ya no es ni piel ni máscara, sino vísceras al aire, superficies con el color de la sangre o de los líquidos corporales60: la pintura es herida y cicatriz.

 

Si efectivamente la intención de José Manuel Ciria es retener la imagen también implica, como señala Mercedes Replinger, retratar la desaparición y el olvido. «El problema no es -sólo- si la pintura es secreta, si es argumentable particularmente hacia adentro, hermetismo del discurso; el problema es si la pintura se cierra -se niega- a la facultad de mirar y, por lo tanto, a la expansividad del ver; si la pintura no mira, si no ve, si no nos incita a ver, empujándonos al vértigo «invisible» que alienta el fondo del misterio»61. Las combinaciones de materiales, aquel bricolage compulsivo han llevado a este pintor hacia un territorio de múltiples posibilidades en el que encuentra el tono para hacer un manifiesto que es una especie de línea de resistencia contra el camuflaje estético actual. «El astillado y el reciclado paradójico constituido en valor expresivo dentro del material de tantas propuestas expresionistas actuales para la imagen futura, desde el «patchwork» americano a sus intérpretes europeos, han sido sutilmente asimilados -intensionalizados- por Ciria en la compleja geología pictórica de sus obras deslumbrantes»62. Este pintor consigue una textura que es, para Guillermo Solana, un movimiento intersticial, una deriva a través de lo real en la que un cartón, una lona o un palé pueden ser superficie y motivo plástico. «Dentro de lo abstracto -señala Ciria-, todo será abandono, residuo, ceniza»63. Como aquella visión de Celan de la ceniza convertida en raíz de lo cantable64, terreno del pensamiento en llamas, la pintura se recobra en una suerte de posición alquímica65. La pintura es una expansión irregular, cuyo principio o clave hermeneútica se ha perdido, siendo su ley informulable. No me refiero tanto a una representación de la expansión, tal y como puede encontrarse en la obra de Pollock, sino a un estallido cromático en el que se acentúa el soporte: un desplazamiento hacia los límites del pensamiento, «imagen de un universo que estalla hasta quedar extenuado, hasta las cenizas. Y que quizás vuelva a cerrarse sobre sí mismo»66. El cuadro es el testimonio de la descomposición, la señal de la caducidad, esa cifra moderna de la belleza, en la que emerge una naturaleza que es lo incontrolado67.

La estética de Ciria tiene mucho de monumentalidad, aunque produzca en el espectador el efecto del desasosiego; a propósito de la serie de Carmina Burana Antonio García Berrio y Mercedes Replinger han hablado de «conmovedora perfección y belleza sublime». El cuadro obliga a tomar conciencia del lugar68, enfrentándonos, por ejemplo en Cuaderno de memoria (1998), con detalles tan sorprendentes como el cuaderno de dibujo infantil detrás de la ventana de plástico de un land-rover. Tenemos que tener presente la mediatez de la imagen abstracta, así como el juego de escala corporal que tienen esas epifanías: «Desde el centro maltratado de una pintura que supura, muestra las heridas y no renuncia al fragmento pero tampoco al deseo de ver cumplida su originaria unidad, unas formas nos contemplan y repliegan nuestra mirada en su interior»69. En el catálogo de esta exposición aparece el último cuadro de la serie Máscaras de la mirada, (La última máscara), una especie de joya, un último momento del lujo de las apariciones, una despedida a un ciclo de una intensidad soberbia. Esta pintura es tan abstracta como concreta, si recuperamos el sentido de lo concreto como una esencia o una reacción química70. Sin buscar la ornamentalidad, aparece una inexplicable sensación de belleza, como si del precipicio del imaginario surgiera una alegoría de la serenidad, aquel abandonarse más allá de la voluntad. Lacan señaló que el espacio que separa la belleza de la fealdad es el mismo que separa la realidad de lo real: «el meollo de la realidad es el horror, horror de lo real, y lo que constituye la realidad es el mínimo de idealización que el sujeto necesita para estar en condiciones de sostener lo real»71. La materia de la pintura se derrama, el sujeto confía en sus impulsos, en una tensa dialéctica entre lo concreto y lo infinitamente abstracto, cuando somos capaces de asumir la verdad como expresión de un trauma más que como adecuación representativa72. El pintor rompe sus gestos y derrama sus visiones sobre el lienzo a la espera de alguna revelación, celebrando su estar corporalmente en el mundo, siendo el constructor de una libertad sin medida; recordemos el vehemente canto del vagabundo, poco importa que el destino disponga sombras en nuestro camino, puesto que la pasión dibuja su tempestad más allá de todo lo que somos capaces de imaginar.