Miguel Logroño. Badajoz. 2000
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Miguel Logroño. Badajoz. 2000

Texto catálogo de la exposición en el MEIAC de Badajoz. Marzo de 2000


CON BACHELARD Y CIRIA EN EL BOSQUE DE MONFRAGÜE

Miguel Logroño

 

Soy un devoto lector de la obra del filósofo y ensayista francés Gaston Bachelard (1884-1962), uno de los más luminosos pensadores de la cultura del siglo XX en los campos de la fenomenología y de la epistemología, y, en mi criterio, el más penetrado -lo entendería como un «rompedor», como un creador genuino- en el ámbito discursivo de lo que el propio escritor llama «la imaginación de la materia». Que no significa -anticipo para expertos y cátedros de solapa de libro- que la materia, sea barro, metal o basura -esta última muy apreciada por cierta penosa inteligencia de consumo, la materia basura-, posea la facultad de imaginar y, en consecuencia, imagine, sino que la materia excede a su ser material, científicamente considerado como entidad «impensante» -la materia no piensa, según parece-, y es capaz de estimular la imaginación del contemplador, obteniendo respuestas determinantes para el conocimiento del proceder de las cosas y de los fenómenos, ya en el orden físico o en el poético. Dicho de manera simple -lo que hubiera aliviado este largo devaneo- la imaginación de la materia consistiría en imaginar la materia, como si esta tuviese -vaya usted a saber- el don de lo que imagina.

 

Casi soy tan devoto de Bachelard como, en el plano pictórico, lo soy de José Manuel Ciria, de su ser expresivo, de su hondo y vibrante entendimiento de la representación, desde la consideración formal hasta una muy personal -y, a la vez, universal- cualidad expansiva de la forma, o de la informa, en el compromiso de la representación. De concebir y ver una cosa, una situación según una nueva presencia -de donde la raíz etimológica de representare-, que es como decir otra realidad de la misma realidad a la que el pintor dirige su visión y su sentimiento. De hecho, como el de Gaston Bachelard, así es también el ánimo, racional y sensible, de Ciria, un artista que pudiera estar inserto en la dinámica de la imaginación de la materia, que la imagina, es verdad, pero que da un paso dialéctico no se si decir superior o de otro orden, ya que, además de imaginarla, ha de (re)elaborarla física o manualmente, dado que la imaginación -junto a los múltiples factores que «hacen» un proyecto que ha de expresarse- trascendida en pintura tiene que ser visualizada por el contemplador. La representación que propugna lo pintado no es de carácter especulativo, ni cuánto menos científico -no pertenece al campo de la epistemología-, sino que es de naturaleza visual. La puerta por la que «entra» la pintura, o por la que nosotros «entramos» en ella, está en la mirada. Otra cosa son los lugares, las estancias, la «casa» -dicho a la manera bachelardiana- adonde la pintura llega, y el contemplador con ella, cuando se va trazando un territorio perceptivo precursor del gran encuentro, y es que algo denota allá adentro que la mirada de lo representado se transforma en visión.

 

Titula José Manuel Ciria el gran proyecto pictórico realizado para el M.E.I.A.C. de Badajoz, «Monfragüe. Emblemas abstractos sobre el paisaje». Diré por mi cuenta, en una interpretación personal mía, que el pintor -el pintor maestro que es este absoluto creador-, tras la contemplación directa, demorada del paisaje de Monfragüe «abstrae» una cierta emblemática o evocación esencializada de imágenes, de formas, de ¿símbolos? de tenor pictórico y poético a través de lo que el paisaje que Monfragüe es en la realidad lo es también en el lienzo. Pero no sólo, aun siendo lo nuclear -sigo interpretando por mi cuenta-, el paisaje específico de Monfragüe, sino el paisaje en general, como proyecto de representación ante el que un pintor se sitúa, y trata de verlo, y de pensarlo y de interiorizarlo, y de abstraer, o de extraer, algo como una ponderación sensible de lo que el artista llama emblemas o valores universales del paisaje desplazados -porque no participan de lo esencial- de un sentimiento «realista», naturalista del paisaje. De ahí el orden abierto, expansivo del hermosísimo Monfragüe pintado por Ciria: su razón emblemática en tanto que inmanencia de un concreto paisaje, y las razones, también pictóricas, «emanando» de la contemplación, que se abren y se funden con otras contemplaciones -así, los espacios llamados «Manifiesto» y «Máscaras de la mirada», entre otros- que conforman el paisaje incesante del artista.

 

Cuando hablo de paisaje y Monfragüe me estoy refiriendo, fenomenológicamente, al termino «bosque». Con Bachelard y Ciria en el bosque de Monfragüe, he puesto en el principio de una exploración que, por vías distintas, nos conducirán a una común revelación. José Manuel Ciria -doy fe- ha estado en Monfragüe, lo ha recorrido paso a paso, lo ha asumido en todos sus signos, aspectos y colores, lo ha visto, digamos, a través de la cámara abierta al bosque real y lo ha vuelto a ver, o a «imaginar», por medio de la cámara o caja negra de una noche en Torrejón el Rubio -corazón de Monfragüe-, en la que José Manuel, en estado de catarsis, cierra los ojos de su habitación cerrada a cal y canto a cualquier intromisión luminosa de cuanto le rodea, y como el pintor y fotógrafo alemán Wols -«ver es cerrar los ojos», dijo éste-, José Manuel Ciria ve. El positivo y el negativo de las cosas, es decir, las múltiples apariciones que conforman la realidad paisaje, o bosque, filtradas por aquel estallido de oscuridad o de luz vivido una noche en Torrejón.

 

Entre tanto, no sabría decir -o no me atrevería a hacerlo- si Gaston Bachelard estuvo alguna vez en Monfragüe. Poniéndome en la hipótesis «peor» para mi discurso -que ciertamente no lo hubiera visitado-, tal contrariedad no me afectaría de hecho, porque pienso que se puede conocer un lugar sin haberlo visto. Sencillamente, habiéndolo imaginado -también este puede ser un asunto de la imaginación de la materia-, y no de una manera expresa, sino genérica, difusa, irreal. Imaginar un paisaje es soñarlo, acto que equivale a poseerlo. ¿Quién llegaría a creer que el más preciso y bello canto hecho a Grecia, a través del poema «El archipiélago», se debe a alguien, el poeta Friedrich Hölderlin, que nunca estuvo en ese país? «…Creta se yergue y Salamina verdea; alboreada de laureles, florecida de rayos, levanta Delos a la hora del amanecer, entusiasmada, su cabeza; Tenos y Chios abundan en frutos purpúreos; de las embriagadas colinas mana el vino de Chipre, y en Calauria se precipitan arroyos de plata, como entonces, en las viejas aguas del padre…». Pocas veces se ha expresado -se ha imaginado y soñado- con tanta exactitud y hondura el sentimiento de lo físicamente desconocido que, no obstante, conoce.

El conocimiento del bosque que yo entiendo como el de Monfragüe en el ejercicio imaginante de Bachelard adquiere su manifestación central en el libro «La poética del espacio» -el lector avisado debe de saber que prácticamente toda la obra del filósofo francés está publicada en español, por el Fondo de Cultura Económica-, justamente en el capítulo que desarrolla la percepción de «La inmensidad íntima». Dice Gaston Bachelard: «La inmensidad está en nosotros. Está adherida a una especie de expansión de ser que la vida reprime, que la prudencia detiene, pero que continúa en la soledad. En cuanto estamos inmóviles, estamos en otra parte; soñamos en un mundo inmenso. La inmensidad es el movimiento del hombre inmóvil. La inmensidad es uno de los caracteres dinámicos del ensueño tranquilo».

 

Pero pienso, ya digo, que Bachelard nunca estuvo en Monfragüe. He tenido la curiosidad de anotar la diversidad de árboles que cita el escritor entre los habitantes del bosque: pino, higuera, castaño, laurel, boj, manzano, nogal, cedro, roble, álamo, chopo, palmera, granado, fresno, olmo…, y no encuentro la encina, emblema de Monfragüe, árbol sagrado de Extremadura, que no se le ha podido hurtar a José Manuel Ciria entre sus abstracciones emblemáticas sobre el paisaje, y tampoco se le habría hurtado a Gaston Bachelard, cuando por boca del poeta Pierre-Jean Jouve habla del bosque sagrado. «Así, el bosque de Pierre-Jean Jouve -dice- es inmediatamente sagrado, sagrado por la tradición de su naturaleza, lejos de toda historia de los hombres. Antes que los dioses estuvieran allí, los bosques eran sagrados. Los dioses han venido a habitar los bosques sagrados. No han hecho más que añadir singularidades humanas, demasiado humanas, a la gran ley del ensueño del bosque».

 

Cuenta Bachelard cómo René Menard, en «Le livre des arbres», presenta un admirable álbum de árboles donde cada árbol está asociado a un poeta. Por mi parte, nunca sabré explicar, metido en el campo de la casuística y la analogía, por qué Ciria, cuando sueña y pinta las tres oquedades rocosas de La Fuente del Francés las dedica también a tres poetas: André Breton, Paul Eluard y Max Ernst. ¿Se trata de un José Manuel Ciria surrealista, dada la adscripción estética de los citados? ¿Por qué no? Todo puede suceder cuando el espíritu del pintor cae en trance de ensueño en la inmóvil visión de la inmensidad del bosque, que ya empieza a ser lo que no es en el estricto plano de la fenomenología, y se distiende por otras lasitudes. Y, desde luego, ese improbable pero posible Ciria surrealista que yo empiezo a «ensoñar» como sí dando crédito a mis sueños se me confirma cuando se detiene en el mismo espacio imaginante ya referido y de la cámara oscura, así pues radiante de su ensueño de una noche esencial en Torrejón el Rubio saca y pinta a Benjamín Peret, el gran poeta -junto a René Char- de los surrealistas, y lo ve, no se si en el castillo, frente a la inmensidad del sagrado bosque de Monfragüe.

 

«Con las imágenes del bosque profundo -prosigo la línea reflexiva de Bachelard- acabamos de dar un esquema de este poder de inmensidad que se revela en un valor. Pero podemos seguir el camino inverso y, ante una inmensidad evidente, como la inmensidad de la noche, el poeta puede indicarnos los caminos de la profundidad íntima…». «Y precisamente, Baudelaire -continúa nuestro «guía» fenomenológico de Monfragüe- dice que en tales ocasiones, el sentimiento de la existencia está inmensamente aumentado. Nosotros descubrimos aquí que la inmensidad en el aspecto íntimo, es una intensidad, una intensidad de ser, la intensidad de un ser que se desarrolla en una vasta perspectiva de inmensidad íntima».

 

Y del sentimiento de la inmensidad en el bosque, al sentimiento de lo inmenso en el árbol. «Los poetas -escribe Bachelard- nos ayudarán a descubrir un goce de contemplar tan expansivo, que viviremos a veces, ante un objeto próximo, el engrandecimiento de nuestro espacio íntimo. Escuchemos, por ejemplo, a Rilke, cuando da su existencia de inmensidad al árbol contemplado (Poema de junio, 1924): El espacio fuera de nosotros gana y traduce las cosas: si quieres aceptar la existencia de un árbol, invístelo de espacio interno, ese espacio que tiene su ser en ti. Cíñelo de restricciones. Es sin límites, y sólo es realmente árbol cuando se ordena en el seno de tu renunciamiento».

 

Me dispensará el lector que continúe la cita bachelardiana no para lucirme con voz que no es la mía -y bien se nota por su claridad y elocuencia que no lo es-, sino para completar el itinerario de un pensamiento, para no romperlo abruptamente. «En los dos últimos versos, una oscuridad mallarmeana obliga al lector a meditar. El poeta le plantea un hermoso problema de imaginación. El consejo: «ciñe el árbol de restricciones» sería primero la obligación de dibujarlo, de investirlo de límites en el espacio exterior. Obedeceríamos entonces las reglas simples de la perfección, seríamos «objetivos», ya no imaginaríamos. Pero el árbol está, como todo ser verdadero, captado en su ser «sin límites». Sus límites no son más que accidentes. Contra el accidente de los límites, el árbol necesita que tú le des tus imágenes superabundantes, nutridas por tu espacio íntimo, por ese espacio que tiene su ser en ti. Entonces el árbol y su soñador, juntos, se ordenan, crecen».

 

Como quien dice, he de escribir en voz alta para escucharme a mi mismo -y no releerme- al unísono de lo que escribo, «imaginando» a un incomparable pintor -tan enteramente él, tan poco sometible a esquemas ni dictados ajenos, que no sean los propios puestos siempre en revisión, y en tensión-, ocupando un hipotético lugar en una pintura de la fenomenología. Bien se que el «bosque» pictórico del momento -metáfora sociocultural- es bastante así, fragoroso y confuso. Pero no el árbol de Ciria, la savia, el vigor y el talento que discurren por sus vasos interiores, que, lejos de impedir ver el bosque general de la pintura, le confiere nitidez, mientras el árbol del pintor se engrandece, se destaca y singulariza, en la inmensa medida de su espacio íntimo.

 

José Manuel Ciria, como el soberbio pintor que es, como todo real pintor, dije líneas atrás que tiene que visualizar la realidad: verla él, soñarla, imaginarla si se quiere, pero verla, y procurar que la vean los demás. Tiene que ser directo, «emblemático», conforme al lema que acompaña a la afirmación sustantiva de Monfragüe, decantado, esencial, pero directo en la percepción y en la representación. Tiene que «ir al grano», como coloquialmente se dice de quien es capaz de iluminar el ser fundamental de las cosas y de las situaciones. Y ahí estará también la magia, el misterio de lo representado. En concluyentes palabras -pues no me confundiré, no me negaré a mí mismo con lo apuntado en alguna otra ocasión-, el entero pintor que es Ciria tiene que ser unívoco, súbito como el rayo, y multívoco y pausado y calmo a la vez; como el rayo tiene que poseer la facultad de atravesar los varios pliegues con los que la realidad se «oscurece», se deforma y conforma, y como la luz tenue, persistente y velada, ha de iluminar la misma realidad «plural», y desvelarla, y revelarla como si la realidad tuviese sólo un único pliegue.

 

La visión que persigue el pintor, por irrenunciables dictados de oficio, ha de homologarse con razones, casi esquemáticas, que lleguen más por derecho al sentimiento del espectador. De esta manera -aunque yo, que no soy pintor, sea tan bruto, tan poco sutil que llegue a simplificar peligrosamente-, si dices Monfragüe, bosque, árbol, musgo, hierba, y todo el posible código de lo vegetal, el pintor dice verde, una (in)concreta intensidad -como la medida de lo inmenso, de lo que no tiene medida- del verde. Mientras tanto, el imaginante fenomenológico, como no tiene que «pintar», o como pinta fundamentalmente con el medio de la palabra, es más discursivo, más divagante y «palabreador». Puede ser incluso más brillante, pero con otro sentimiento del brillo que el del pintor. El brillo que expande el pensamiento del fenomenólogo es el brillo unívoco del rayo, el resplandor. El celérico resplandor del rayo. En tanto que el brillo que es capaz de extraer y de inspirar el pintor es el que envuelve y apacigua al rayo, el unívoco y el multívoco. Más que el brillo del fulgor, es lo inmanente y lo dimanante que ilumina, lo permanente: el brillo del pintor es la luz.

 

Así me lo indica -yo, un confidente privilegiado- el propio José Manuel Ciria en algún momento del volcado, febril proceso de ejecución de «Monfragüe»: «mi gran preocupación es la luz». Parece que ha escuchado al mismísimo Gaston Bachelard, que considera al pintor «un productor de luces». El caso es que el filósofo dice eso a propósito de un pintor que tiene muy poco que ver, en cuanto a estilo o manera, con Ciria: Georges Rouault. ¿O sí tiene algo que ver? Cuando se trata de reales pintores aunque las posiciones de «estilo» parezcan alejadas, siempre hay algo común que acerca, o que une, y ese algo se llama alma. A propósito, Bachelard toma prestadas unas palabras de René Huyght en un prefacio escrito para una exposición de Rouault en Albi, en las que dice: «Si hubiera que buscar por dónde hace explotar Rouault las definiciones…, tal vez tuviéramos que evocar una palabra un poco caída en desuso, a saber, alma». Y después de hacer unas hermosas consideraciones sobre el alma, la luz interior y exterior, Bachelard escribe en primera persona: «Pero el que habla aquí es un pintor, un productor de luces. Sabe de qué foco parte la iluminación. Vive el sentido íntimo de la pasión de lo rojo. En el principio de tal pintura hay un alma que lucha. Semejante pintura es, pues, un fenómeno del alma. La obra debe redimir a un alma apasionada». Y como corolario de lo apuntado, trasladando un luminoso pensamiento del poeta Pierre-Jean Jouve, subraya Gaston Bachelard: «La poesía es un alma inaugurando una forma». ¿Podremos decir lo mismo de la pintura, y en tal caso, de la pintura de José Manuel Ciria? Yo creo que sí: «La pintura es un alma inaugurando una forma».

 

Tres espacios imaginantes contemplan, según el proyecto pictórico de Ciria, los «emblemas abstractos» que hacen posible la visión central de Monfragüe, el «alma inaugurando la forma» de su paisaje, y la proyección concéntrica, como la sucesión de anillos y de círculos que origina la piedra que es arrojada al agua, que va alcanzando el perímetro haciéndose del tema «paisaje» en el pintor. Los tres espacios están marcados por la luz: el día, el atardecer y la noche -según escribo, no lo puedo evitar, pienso a la vez en José Manuel y en Bachelard. En los cuadros de día -dicho sea esquemáticamente; nada podrá suplir la percepción sensible y directa de la obra; la palabra, describiendo pintura, es por naturaleza un proyecto fallido-, digo que son cuadros de día los que el blanco se hace más blanco -esto me suena a detergente, qué horror- sobre rojo o sobre verde, por un sencillo tema de puesta en valor cromático o de contraste. Y en ese punto, las circunferencias concéntricas del agua se ensanchan y acogen a proyectos paisajísticos de José Manuel Ciria que siguen abiertos en su biografía de trabajo. Por ejemplo, el proyecto «Manifiesto», que protagonizó su última exposición personal en Madrid, en la galería de Salvador Díaz, o el más antiguo, e inconcluso aún, proyecto paisajístico de «Máscaras de las mirada», si bien estas, las «Mascaras», se podrían ajustar con más propiedad al espacio de los cuadros de atardecer, en tonos rojizos, amarronados y otros. Y, al fín, o en el principio, el espacio «cuadros de noche», que es el azogue que más profundamente refleja la sutil, inmediata -inmediatamente sagrada, como la silenciosa inmensidad del bosque-, evanescente, emanada, descendida, luz como de noche, como de día, de las formas por las que se evidencia Monfragüe. Como estoy convencido de que lo he explicado mal, en suma, de que no lo he sabido explicar, invito al contemplador a que ignore de inmediato cuanto he escrito en esta dudosa orilla en la que el impulsivo y apasionado que soy ha querido ser cartesiano, clasificatorio y racional y, para no caer en la irremediable confusión, se adentre plácidamente en el bosque. La verdad es que la visión -imaginante, real, (im)precisa, colorista, sensitiva, visual, olfativa, gustativa, genial- que ha hecho Ciria de Monfragüe no tiene pérdida. Monfragüe es un verde, como la encina, es un negro, como la pizarra, es un blanco, o el parpadeo de unos blancos sobre el negro y el verde, como Extremadura, bosque sagrado de Extremadura, Monfragüe, como una bandera, como un emblema, como la visión -real- más sincrética de un país.

 

Y un azul es por igual Monfragüe. El tono, la intensidad y el tiempo -y el espacio- de ese azul tratará de describírnoslos Gaston Bachelard en otro libro capital para la comprensión de la imaginación de la materia, el que lleva por título «El aire y los sueños». Prosigue la colosal, levísima interpretación de su paisaje Bachelard, y en una recapitulación dedicada a «El cielo azul», pareciendo soñar Monfragüe, escribe: «…El azul del cielo es tan irreal, tan impalpable, tan cargado de sueño como el azul de una mirada. Creemos mirar al cielo azul. Y es de súbito el cielo azul lo que nos mira. Tomamos este documento, de una pureza extraordinaria, en el libro de Paul Eluard «Dar a ver»: «Muy joven, abrí mis brazos a la pureza. No fue más que un batir de alas en el cielo de mi eternidad… Ya no podía caer». La vida de lo que vive sin ningún esfuerzo, la ligereza de lo que no corre ningún peligro de caer, la sustancia que posee la unidad de color, la unidad de calidad, son dados en su certidumbre al soñador aéreo. El poeta capta, pues, aquí la pureza como un dato inmediato de la conciencia poética. Para otras imaginaciones, la pureza es discursiva, no es intuitiva ni inmediata. Entonces es preciso formarla en una lenta depuración. Al contrario, el poeta aéreo conoce una especie de absoluto matutino, está llamado a la pureza aérea «por un misterio donde las formas no desempeñan ningún papel. Curioso de un cielo decolorado del que se desterraron los pájaros y las nubes. Me volví esclavo de mis ojos irreales y vírgenes, ignorantes del mundo y de ellos mismos…».

 

«En resumen -continúa Gaston Bachelard-, la ensoñación ante el cielo azul -únicamente azul- plantea en cierto modo una fenomenalidad sin fenómenos. Es decir, el ser meditador se encuentra así ante una fenomenalidad mínima, que puede todavía decolorar, atenuar, que puede borrar…». Y más adelante, algo como un giro o un retorno fenomenológico: «Ese momento tenue -tiempo admirable de la movilidad íntima- la ensoñación aérea sabe revivirlo, empezarlo de nuevo, restituirlo. Incluso ante el cielo azul más fuertemente constituido, el ensueño aéreo, el más ocioso de los ensueños, vuelve a encontrar la alteración de lo oscuro y de lo diáfano viviendo un ritmo de sopor y despertar. El cielo azul es una aurora permanente. Basta contemplarlo con los ojos semi-cerrados para encontrar de nuevo ese momento en que, mucho antes de los resplandores áureos del sol, el universo nocturno se va a hacer aéreo. Viviendo sin cesar este valor de aurora, este valor de despertar, se comprende el movimiento de un cielo inmóvil. Como dice Claudel: No hay color inmóvil. El cielo azul tiene el movimiento de un despertar».

 

Un cielo azul, profunda, intensamente azul, así pues, una fenomenalidad sin fenómenos. O la representación de un cielo inmóvil, como señala Claudel. Pero el cielo azul de Monfragüe es un cielo en movimiento, lisa y llanamente expresado, sin adjetivaciones ni añadidos metafóricos en lo inmóvil. Y el pintor mira el cielo y pone en movilidad, por ejemplo, sus ensoñaciones de nubes. O de pájaros. «Todo en el aire es pájaro»: ¿quién lo dijo? O de rocas. En el libro «La tierra y los ensueños de la voluntad», reflexiona Bachelard: «Muy a menudo, el soñador de nubes ve rocas aglomeradas en el cielo con nubes. He aquí lo recíproco. He aquí la vida imaginaria intercambiada. Un gran soñador ve el cielo en la tierra, ve un cielo lívido, un cielo derruido. El montón de rocas en todas las amenazas de un cielo tempestuoso. En el mundo más estable, el soñador se pregunta entonces: ¿Qué irá a ocurrir?».

 

«Solo la imaginación literaria de la roca tolera el juego de estas semejanzas. Sería extraño que un pintor diera a una roca forma humana. Sólo el escritor puede limitarse, con pluma fácil, a sugerir una semejanza». Y avanza Gaston Bachelard a algo como un epílogo: «De tal suerte parecería que, en una especie de diálogo de las rocas y de las nubes, el cielo viniera a imitar a la tierra. La roca y la nube se acaban una a otra. El abismo rocoso es una avalancha inmóvil. La nube amenazante es movimiento en desorden». Epílogo aliterado con unos versos de André Frenaud que «cuadran» con precisión en el sueño aéreo de Ciria en Monfragüe: «Inexorable pared, las rocas negras, las nubes colmaron toda sima de la Noche».

 

Claro que la imaginación, quiero decir, la representación de Monfragüe en el emblemático proyecto de José Manuel Ciria no contempla sólo imágenes o elementos matéricos de aire y de tierra, sino también de agua. El río, la fuente, la fluencia, en suma, del agua, constituye un elemento movilizador de la inmensidad inmóvil del paisaje de Monfragüe, y en proyección, del «Monfragüe» específicamente enmarcado por el espacio de pinturas acogidas a este nombre. En casi todos ellas existe una franja, un borde, un (i)límite de incertidumbre entre la «realidad real» del paisaje, la realidad táctil, cabría decir, y la «realidad irreal», o realidad reflejada, factores imaginantes para una concertación tierra y agua del paisaje, o para un ¿enfrentamiento? cuando hayamos de optar -si fuera necesario hacerlo- por una única razón paisajística de lo representado entre verdad e ilusión.

 

Siguiendo el discurso en torno a la imaginación de la materia, entiende Gaston Bachelard -en su obra «El agua y los sueños»- que «si la mirada de las cosas es ligeramente dulce, ligeramente grave, ligeramente pensativa, es una mirada del agua. El examen de la imaginación nos lleva a esa paradoja: en la imaginación de la visión generalizada, el agua juega un papel inesperado. El ojo verdadero de la tierra es el agua. En los nuestros, el agua sueña…». Y yendo de nuevo en busca de la roca en «La tierra y los ensueños de la voluntad», encontraremos un luminoso pensamiento del escritor del agua y lo que se refleja, digamos la realidad y su reflejo, tema que acaba de apuntarse y que es capital al tratar de penetrar en la realidad a través del espejo de Monfragüe pintado por José Manuel Ciria.

 

«En una meditación de Thoreau -observa por su parte Bachelard-, es sensible una extraña inversión de la imagen que vincula la frente pensativa y la roca. La inversión va muy lejos. Thoreau busca la significación con frecuencia legendaria de la profundidad de los estanques. No siempre es necesario que el agua sea profunda. Si la margen es montañosa, con picos y peñones que se reflejan en el agua, basta para que soñemos una profundidad. El soñador no puede soñar ante un espejo que no sea profundo… En nuestro libro La tierra y los sueños del reposo, tendremos otras oportunidades de demostrar la isomorfia de las imágenes de la profundidad. Esa isomorfia funciona entre el peñón que domina las aguas y la ceja que domina los ojos. Irguiéndose por encima del estanque, la roca excava un abismo bajo las aguas. Los geógrafos explicarán las cosas de otro modo. Pero perdonarán a un filósofo soñador que busque en el mundo todas las imágenes de la profundidad de reflexión».

 

Me resisto a poner punto y final -sea, en todo caso, punto y seguido- a una meditación compartida, o repartida, entre un soñador de imágenes de la materia a través de la palabra y otro soñador por medio de la pintura. No diré que por caminos divergentes -sería absurdo-, ni siquiera paralelos: diré que por caminos personales, cada imaginante a su manera ha venido a dar, a converger en un horizonte común. El proyecto de Bachelard, para revelar Monfragüe, ha precisado de palabras, que son imágenes motoras, imágenes que articulan imágenes, y cuya capacidad de representación no conlleva una literalidad concreta en el plano de la «apariencia» -las palabras no hay que pintarlas-, sino una expansividad intangible en el ámbito del pensamiento. El proyecto de Ciria, para mí mucho más comprometido ante la prueba tangible del paisaje real de Monfragüe, no ha podido ser especulativo, no ha podido recrearse en la jugada. Ha sido; perdón, he de escribir en presente: es pintura y sobre todas las cosas pintura. Es, por medio de un inconcreto número concreto de obras, imaginar una materia, Monfragüe, que se materializa en la inmateria. Es tocar la tercera dimensión -la hondura, lo profundo- de un proceso representativo que únicamente necesita, en lo técnico, de dos dimensiones, y conformar un paradigma, el genuino ser de la pintura. Hay una obra en el conjunto de este proyecto que José Manuel Ciria titula, me parece, entre interrogaciones: «¿Algo que hacer después de Malevitch y Pollock?». Si -respondo yo en nombre de Ciria-, haber pintado Monfragüe.