Mercedes Replinger. Badajoz. 2000
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Mercedes Replinger. Badajoz. 2000

Texto catálogo exposición en el MEIAC de Badajoz. Marzo de 2000


EL PAISAJE EN LA CÁMARA OSCURA

Mercedes Replinger

 

“Ahora llega un soplo y agita la copa de la floresta,
¡Mira! y la fiel imagen de nuestra tierra, la luna
llega también en secreto, la apasionada, la noche llega,
llena de estrellas, y desde luego poco preocupada por nosotros
brilla allí la sorprendente, la forastera entre los hombres
ascendiendo triste y fastuosamente sobre las cimas de los montes”

Friedrich Hölderlin: La noche.

 

Algunos exquisitos caballeros del siglo XVIII gustaban, en sus salidas al campo; en los paseos entre los parterres de melancólicos jardines llevar un peculiar instrumento que se denominaba cristal de Claude; láminas acarameladas de vidrio, con el que miraban el paisaje con el tono dorado y la atmósfera velada y calida de las composiciones del famoso paisajista Claudio Lorena. Sin duda, los artistas amplían y modifican la percepción de la naturaleza hasta el punto de que es su forma de estar frente a ella, creando esquemas de visión, la que nos permite realmente a nosotros mirar. Siempre ha sido así, pues no existe la visión ingenua; nuestra percepción es el resultado de muchas miradas anteriores que nos ayudan a comprender el mundo que nos rodea. El arte se sitúa precisamente en la frontera que permite el tránsito entre el marco de nuestro ojo y el espacio sin límites de la naturaleza.

Desde esta perspectiva se comprende, en toda su dimensión, la enigmática obra con la que José Manuel Ciria inaugura, en la portada del catálogo, esta excepcional serie sobre el paisaje extremeño: una fotografía en blanco y negro de la entrada a Monfragüe a la que el pintor ha superpuesto un repertorio de matrices de cristales, de las que usaban los ópticos hasta no hace mucho tiempo, en su trabajo habitual para la elaboración de lentes correctoras de la visión. Este extraño collage señala, precisamente, que se trata de una forma de ver muy concreta lo que la mirada del artista propone sobre el paisaje. La representación del sentimiento de la naturaleza en la pintura siempre ha sido una cuestión de encuadre, de recorte de la visión, a través de la cual es posible mirar y entender el paisaje. Sin embargo, entre el cristal de Claude y los moldes que el artista propone para nuestro uso, a modo de catálogo, enganchados en clavos que podemos coger, según el gusto de cada cual, se ha perdido la transparencia del material. Las matrices son opacas, moldes de plástico de diversos colores, cuya impenetrabilidad demuestra que la relación moderna con la naturaleza ya no es aquella gozosa y confiada del siglo XVIII, final de una época donde todavía se mantenía la creencia en una relación pacífica con el entorno.

Entre la imagen clásica del mundo, que se basaba en el orden de un ideal de belleza eterno, y nuestra mirada, se ha interpuesto la conciencia de un desgarro insuperable, una quemadura, dice un hermoso poema de Aníbal Nuñez dedicado al cristal de Claude, que el conocimiento ha abierto en el interior de la visión: “lo que deslumbra hiere y sin embargo/ es la herida quien presta su sangre y su dolor a la visión más alta… Pero se va formando,/óxido de la vida, otoño de la idea,/ a modo de un barniz traslúcido, dorado,/ un cristal ambarino que amortigua la desazón del ámbito que no llegó a la altura/ y el excesivo resplandor de lo que la mirada no merece”1. Definición que despierta en mi memoria el resplandor hiriente que caracteriza las pinturas de la serie Monfragüe. No existe un cristal dorado, hecho de convenciones y costumbre, que haga más llevadera la visión de la naturaleza; nuestra mirada debe atreverse con los parajes más elevados, con los espectáculos más deslumbrantes sin protección alguna. Aun a riesgo de quemarnos, es inevitable mirar.

Sin embargo, la referencia a Claudio Lorena en el contexto de esta exposición no es una casualidad, la pintura de este artista supuso uno de los primeros ejemplos de la captación de la luz como protagonista absoluto de la pintura de paisaje. Las hermosas panorámicas de Claudio fundamentadas en una visión idealizante y clasicista, sin embargo, revelan un primer acercamiento a la visión subjetiva de la naturaleza que después desarrollarían los pintores románticos. Es más, adelantándose a la coloración iluminada de los impresionistas, en algunas ocasiones su pintura muestra como los elementos del paisaje se metamorfosean, definiendo las formas cambiantes del mundo, al contacto con la luz. En definitiva, una concepción moderna del paisaje y, en este sentido, el primer paso que atraviesa José Manuel Ciria en la construcción de la serie Monfragüe, pues toda ella es un trabajo de síntesis, un recorrido apasionado sobre el sentimiento estético del paisaje desde el Romanticismo hasta nuestro días, pasando por los acercamientos impresionistas y surrealistas al tema. Al mismo tiempo, estos cuadros presentan una reflexión sobre todo su trabajo, redefiniendo series anteriores como Manifiesto, Encuentros naturales o Máscaras de la mirada.

En un proceso de apropiación que abarca su propia obra, Ciria reelabora toda una tradición que le obsesiona sobre las formas de la representación del paisaje, por eso en Manifiesto Monfragüe sobre posible fondo Lasker modificado, el artista juega en un damero, con cuadrados blancos, negros y recortes de telas con flores, una partida que intuye fundamental para la pintura en su deseo de incorporar el modelo, el referente exterior en la propia superficie del cuadro. Toda la serie, quizá, deba ser comprendida desde la pregunta de una de estas pinturas: Reducción, ¿algo que hacer después de Malevitch y Pollock? (1999), que es lo mismo que decir: ¿algo que pintar después del despojamiento absoluto de la pintura monocromática; después del gesto expresivo, como prolongación del cuerpo del artista, elevado a la única materialidad de la pintura? Definitivamente, conviene que, como los antiguos caballeros del dieciocho, tomemos esas lentes opacas que nos ofrece el artista y, volviendo nuestra mirada hacia el interior, contemplemos estos paisajes nocturnos y exaltados, realmente pintados en una cámara oscura.

Luz y sombra en el sentimiento estético de la naturaleza

A pesar del título de mons fragorum, monte fragoso, con el que lo bautizaron los romanos, el paisaje de estas tierras tiende a la uniformidad, a una visión monótona y áspera donde los farallones y las tierras de cuarcitas imponen al conjunto un majestuoso aspecto de roquedal. Desde lejos, incluso la vegetación tupida de los bosques se confunde, solapada, con las abruptas sierras, creando una vista continua de todo el entorno, de una claridad cegadora que el artista percibe como una herida en un vacio insoportable, un desgarro en la oscuridad de estos paisajes extremeños: “intento hacer una estética áspera y Monfragüe se identifica con esta visión abrupta, un paisaje continuo, lineal y sin sobresaltos, donde destaca esa luz inquietante donde cielo y nubes se confunden en un mismo tono blanquecino”2. La imagen más precisa sería reconocer que Monfragüe parece un desierto marino, en cierta forma, una aproximación al origen de este paisaje, pues fue un océano donde el tiempo depositó todo tipo de materiales erosionados.

Monfragüe como océano o mar es la visión que propone Ciria en El pintor y la tormenta, una pintura que remite a otra anterior El monje y la tormenta (1997) en alusión directa al artista romántico Caspar David Friedrich y su célebre Monje junto al mar (1808-1810). La asociación es pertinente pues, según declara el artista, admiró en esta pintura la inexistencia de una línea del horizonte que separara el mar de las dunas de la playa; un límite que protegiera la mirada del monje sobre una naturaleza solitaria y totalmente despojada. Que José Manuel Ciria transforme el espacio infinito de mar y arena en tormenta y torbellino se encuentra dentro de la lógica del propio paisaje romántico; en realidad, frente a la pupila del monje, el artista está describiendo el vértigo, el remolino furioso que la visión de un paisaje desierto y definitivamente no humano produce en el pintor. El artista romántico, como apunta Rafael Argullol, asume la inarmonía del mundo: «la imagen del hombre en el seno de un universo congelado mediante un supremo hieratismo, que pone de manifiesto la violencia del sentimiento de escisión»3; el antagonismo terrible que se abrió en la experiencia de una naturaleza sin vínculos, propia del hombre racionalista que intenta abarcar y dominar el inabarcable espacio vacío, sin márgenes ni límites. El horizonte ha desaparecido y el pintor, dice Argullol, debe asumir su condición solitaria, su angustia infinita.

Heinrich von Kleist, precisamente asociaba esta pintura con la visión del Apocalipsis: «pero la extensión que debía contemplar, el mar, faltaba por completo. Nada en el mundo puede ser más triste y más molesto que esa situación: un único destello de vida en el extenso reino de la muerte, un centro solitario en el círculo solitario»4. En el interior de este círculo solitario, José Manuel Ciria contempla un remolino hecho de círculos negros donde la luz amarillenta posa su fulgor como en El pintor y la tormenta y, también, en Tormenta sobre Monfragüe, auténticos destellos de vida en el extenso reino de la muerte, ejemplificando la nueva relación con la naturaleza que inauguró el Romanticismo y de la que somos herederos: aquella que sitúa al hombre en un universo ilimitado y desconocido, carente de apoyos para su angustia; anhelo y terror entremezclados, sin una tierra firme en la que asentarse. Pero la sensibilidad romántica que reconoció la escisión del hombre con la naturaleza, también intentó encontrar imágenes que anunciaran su reconciliación mediante un viaje de exploración al inconsciente, renunciando a la visión superficial de las cosas para, en el interior del artista, recoger la imagen que anida en su interior. Luego, la tarea consiste en devolver esa forma próxima al corazón de lo originario a la expresión diurna del arte.

La pintura de paisaje se convirtió entonces en un lugar privilegiado donde experimentar la totalidad del universo, utilizando la fuerza del misterio de la naturaleza como puente sobre lo desconocido. Procedimiento que también percibimos en la obra de José Manuel Ciria, por ejemplo, en las pinturas aparentemente enigmáticas de Paisaje de Monfragüe con hydra crucificada I y II. Allí, en las paredes del Salto del Gitano, la luz dibuja sobre la roca sombras de formas extrañas que recuerdan las hidras, esas negras culebras del Pacífico con tonalidades blanco amarillentas, que zigzageantes se mueven vibrantes sobre la ladera del monte. Hidras de musgo similares al terrible monstruo de siete cabezas que se enfrentó a Hércules. Hidra, por último, como una constelación brillante que resalta en la noche del firmamento entre las constelaciones del León y la Virgen por el norte, y las del Navío y el Centauro por el sur. En sus tres acepciones la visión de la hidra subraya siempre un contraste entre el amarillo y el verde-noche, entre la oscuridad y el destello; elementos esenciales, luz y sombra, que definen ahora una pintura liberada del contorno de las apariencias.

José Manuel Ciria volverá a utilizar la imagen de la hidra en otras composiciones como en Hydra del sol musgo y Roca I y II, pero, en este caso, la aproximación a la naturaleza la realizará desde la estética del Impresionismo. El subtítulo de estas pinturas, Luz de Amanecer, indica precisamente un nuevo tipo de preocupaciones en relación con el paisaje: los juegos de luz que ondulan entre las laderas de los montes según la hora del día. Un acercamiento a la óptica fisiológica del Impresionismo donde la visión se ha vuelto compleja y problematizada: un ojo reducido ahora a la retina. El paisaje será entrevisto ahora desde la subjetividad de la percepción que pretende en un afán desmedido e imposible, retener la impresión fugaz, la velocidad que las primeras sensaciones del mundo dejan en nuestra alma: “la retina, advirtiendo que actúan sobre ella distintos haces luminosos, percibe, por alternancias muy rápidas, tanto los elementos coloreados disociados como su resultante”5. Pretensión desmedida, pues si hemos de creer a Octave Mirbeau cuando contempla los cuadros de Monet, en realidad se trata de percibir los fugitivos efectos de la luz incluso hasta en lo inexpresable, es decir, en “el movimiento de las cosas inertes o invisibles, como la vida de los meteoros”6. En definitiva, invisibilidad provocada por la luz que, a diferencia de los románticos, ya no se encuentra en el interior tenebroso del alma, sino en la superficie de la naturaleza, en la marcha regular de los fenómenos terrestres o celestes; en la hora exacta que el tiempo marca sobre las cosas.

En la pintura de Ciria, Formas de Monfragüe I y II (Luz del atardecer), pertenecen a esta tradición que pretende describir la gloria purpúrea de las tardes en el preciso momento en que acontece. En estas pinturas dominan los rojos encendidos por la luz de la caída de la tarde que el espectador, como pretendían los impresionistas, compone en la retina. La fortaleza de las formas se desmorona frente al puro suceder del tiempo, descompuesto en mil haces de vibraciones imperceptibles que un “ojo natural” sin los condicionantes de la memoria y la historia está capacitado para recibir. Paradójicamente, como apunta Guillermo Solana, el programa impresionista al fundamentar su teoría en las puras sensaciones visuales termina por desfondarse “en el abismo de lo invisible”7. Para Edmond Duranty el descubrimiento de los artistas impresionistas se encuentra en haber reconocido “que la plena luz decolora los tonos, que el sol reflejado por los objetos tiende, a fuerza de claridad, a reducirlos a esa unidad luminosa que funde sus siete rayos prismáticos en un solo resplandor incoloro, que es la luz”8. En definitiva opacidad de la naturaleza que de nuevo se vuelve invisible, pues los ojos, radicalmente cegados, solo pueden asimilar la velocidad de la pura luz resplandeciente.

José Manuel Ciria entrecierra la mirada y transforma el rayo de luz filtrado a través de las rendijas de los árboles en impenetrable oscuridad. De nuevo la memoria aportará las imágenes del sentimiento estético de la naturaleza, ahora aproximándose a los surrealistas. En el paisaje extremeño y rodeado de una naturaleza casi incontaminada, Ciria recuerda el sueño del campesino y convoca a Breton, Eluard y Max Ernst en Monfragüe, reunión que puede parecer extravagante si no tuviéramos en cuenta el paseo nocturno de André Breton, Marcel Noll y Louis Aragon por el parque de Buttes-Chaumont, buscando el sentimiento moderno de la naturaleza que ya solo puede cobijarse en los jardines y parques públicos como una rareza o, como señala Franco Rella, como una pieza de coleccionismo. Lugares realmente extraños donde el hombre de las ciudades intenta compensar con un racimo de flores y prados perfectamente diseñados su nostalgia de un paisaje que sabe definitivamente perdido. En la composición de José Manuel Ciria, las tres figuras de Breton, Eluard y Max Ernst brillan como garabatos iluminados en la oscuridad. Sin embargo, la noche en las ciudades modernas no se parece a las sombrías tinieblas del mundo antiguo, ahora la noche es tan sólo: “un monstruo inmenso de chapa, horadado mil veces por cuchillos. La sangre de la noche moderna es una luz cantante. Tatuajes, ella lleva tatuajes móviles sobre sus senos, la noche”9. Los surrealistas sólo pueden contemplar la naturaleza desde la inhumanidad de las ciudades, como tenebroso espejo que le devuelve su cara convertida en máscara grotesca.

La composición Breton, Eluard y Max Ernst en Monfragüe es, por tanto, una ironía, pues al hombre moderno le está negada la contemplación de la naturaleza, ahora reducida a una evocación caricaturizada de los bosques, una lejana memoria de la tierra original convertida en parcela fragmentaria de un sueño definitivamente perdido. El sentimiento surrealista de la naturaleza se encuentra en y desde la ciudad, por eso José Manuel Ciria asocia sus Nocturnos con algunos cuadros de Magritte, artista al que ha dedicado varios homenajes en series anteriores como Encuentros naturales. En esta ocasión, José Manuel Ciria ha tenido en cuenta aquellas obras del artista belga donde juega con la fluctuación entre la apariencia del día y de la noche, la simultaneidad de lo nocturno y lo diurno que había plasmado en toda la serie del El imperio de las luces (1953-1961), donde, según André Breton, se recoge lo que simultáneamente la sombra tiene de luz y lo que la luz tiene de sombra”10. En definitiva, una subversión enigmática y contradictoria del efecto romántico de la luz nocturna en el espacio de la ciudad que se ha vuelto tan misterioso como la impenetrable naturaleza.

Fusión misteriosa y ambivalente de la noche y el día que encontramos en la obra de José Manuel Ciria, por ejemplo, en La Fuente del francés (1999), un paraje situado en las estribaciones de la sierra de las Corchuelas, que desde el lado de la fuente presenta al viajero la umbría. Un misterioso cuadro que juega con la fusión ambigua del día y la noche, convirtiendo las sombras de cuarcita y pizarra de la oscura montaña en superficie luminosa atravesada por tres desgarraduras de luz negra. Un panorama nocturno para una visión diurna que juega con la extrañeza que la conjunción de dos tiempos antagónicos produce en el espectador. La evocación de la noche en el día está dotada con el poder de sorprender y encantarnos, un poder que, según Magritte, sólo puede denominarse como Poesía11. Sin duda, Ciria investiga en esa necesidad, mediante la paradoja, de indagar en el misterio que se oculta en el interior de las visiones diurnas, en absoluto, búsqueda del misterio falso o la visión artificial de lo profundo e inconsciente; se trata, por el contrario de hallar la extrañeza, la suspensión de nuestra conciencia porque asistimos al espectáculo de algo que se encuentra más allá de la percepción sensorial común.

Imágenes nocturnas

La noche proyecta formas sorprendentes que no pertenecen, en realidad, ni al artista ni a la naturaleza; imágenes de hombres o animales camuflados entre los pliegues de la tierra y el cielo que parecen creadas por una imaginación desconocida, en el límite entre el sueño y la realidad. Así, la serie Formas sobre la noche, contiene cinco cuadros cuyos títulos remiten, precisamente, al poder evocador de la noche para proponer figuras reconocibles: Como corona seca, Sueño con las ninfas, La mujer desprejuiciada, Silueta de la mirada.,… Visión antropomórfica del paisaje que ya había desarrollado, en pleno romanticismo, Carl Gustav Carus, para el que las montañas como las personas tienen rostro, presentan una fisonomía propia. La naturaleza, dice Carus, tiene anatomía, con diferentes órganos internos y una piel; las rocas representan el colosal esqueleto de la tierra. El arte del paisaje no es otra cosa para este pintor que descubrir las analogías, los diferentes estados de la totalidad orgánica del Universo. Captar la forma interna y externa de las rocas, captarla no con la mirada artística sino mediante un verdadero paisaje geognóstico12, una impresión de conjunto que sabe diferenciar las formas y los detalles que cada uno de los materiales, arenisca, basalto o granito aportan a la fisonomía de la montaña. Los roquedos y las sierras de Monfragüe de roca curtida, de abruptos y rotos perfiles tienen en la noche un rostro, muestran al visitante una fisonomía como Alucinación de hombre roca (1999) donde Ciria, huyendo de una vista pintoresca, identifica el aspecto exterior e interior de la montaña con los rasgos fantasmagóricos de una persona; la apariencia de un rostro convertido en roca, cumpliendo con el sentimiento romántico del paisaje que concebía la naturaleza penetrada de un alma, habitada por un espíritu. Por esta razón, François-René de Chateaubriand recomendaba a los paisajistas el estudio, no sólo de ciencias auxiliares como botánica y geología que ayudaran a la comprensión matérica de la tierra, sino también, el estudio de las pasiones, pues si no se conoce el corazón de los hombres, se conocerá mal su rostro y el paisaje tiene también su parte moral e intelectual como el retrato: «a través de la ejecución material el (el artista) intenta los sueños o los sentimientos que hacen nacer los diferentes sitios»13. La imaginación de lo material recoge las formas caprichosas de la piedra y la roca para dotarlas de vida activa, de rostro que, a su vez, nos observa desde la petrificación más absoluta. Como dice Bachelard, la realidad está hecha para fijar nuestros sueños.

En otras ocasiones, esta animación de lo inanimado, que la noche y sus misterios propicia, hace surgir la aparición espontánea de determinados animales como en Agualuz y la Montaña de los pájaros, un collage de lona verde gris con formas amarillas que inevitablemente trae a la memoria la montaña-aguila de la pintura de Magritte, El dominio de Arnheim (1962), una extraordinaria visión nocturna de la montaña transformada en pájaro cuyo título se fundamenta en un extraño relato de Poe sobre un constructor de paisajes. No es una casualidad que en el título de la pintura de José Manuel Ciria, la montaña de los pájaros esté asociada al agualuz pues, dice Bachelard, «en un charco está contenido el universo». En la tierra convertida en espejo acuático de formas reconocibles, las imágenes se cruzan y el artista que se complace en la contemplación de los reflejos del agua “imagina más porque todos esos reflejos y todos esos objetos de la profundidad lo ponen en el camino de las imágenes, dado que de ese matrimonio del cielo y del agua profunda nacen metáforas a la vez infinitas y precisas”14. La tierra, en un efecto de reversibilidad sorprendente, se convierte en agua, duplicando el mundo que habita en el interior de la materia.

El agua imita la realidad, inmoviliza en su profundidad el universo como Agua mimética (Zurbarán en la ermita) donde las formas superiores se repiten en las inferiores, separadas por un corte riguroso que cruza el espacio en dos mitades. Pero, el dualismo que el espejismo propone en esta obra no es simétrico, la imagen reflejada en esta composición no coincide con su reflejo, ligeramente desplazada para que la forma y su sombra no se encuentren jamas. Se trata, dice José Manuel Ciria, de un elogio de la diferencia dentro de la repetición, una grieta instaurada en la semejanza que actúa como una incisión insuperable entre el modelo y su representación como doble. La dirección de la mirada ya no es directa, ella está obligada a desviarse y, en este acto se libera de la imposición de mirar de frente para, anuladas las distancias, perderse en un misterioso extravío.

El paisaje en la cámara oscura

Mirada extraviada la que José Manuel Ciria propone cuyo fin último es, precisamente, no ver el paisaje. Toda la serie Monfragüe está realizada distorsionando el plano medio de la perspectiva tradicional . El punto de vista adoptado por el artista se encuentra siempre o muy lejos o muy cerca del objeto representado: en la lejanía que confunde la tierra y el cielo, o en la proximidad extrema que rompe los contornos de las formas. Ambas visiones, tienen el mismo objetivo: quebrar el marco del cuadro, absorber los límites del espacio. En el interior del parque de Monfragüe, entre los bosques de madroños y bajo la espesura de robles quejigos y fresnos, la mirada del artista no puede despegarse del suelo donde la luz que rebota en la tierra produce esa tonalidad amarillo Nápoles que vemos en estas composiciones; el pintor, cobijado por las copas de los árboles como cúpulas, observa el fascinante mundo que se despliega bajo nuestros ojos: los hongos dispersos y casi ocultos, las hojas caídas formando un mullido manto, el musgo húmedo de algunas rocas, todo un silencioso universo cuya extrañeza aumenta con los sonidos apagados que se perciben, entonces, con mayor intensidad en el silencio.

En la presencia cerrada de lo vegetativo, dice Grassi, sentimos la totalidad de una vida que se expresa en una armoniosa interpenetración. Fuerza vital omnipotente que “asusta al mismo tiempo que revela la insuficiencia de nuestro intento de construir un mundo propio que repose por completo en sí mismo y la temeridad de querer forjarnos un camino en este universo impenetrable”15. El interior sombrío de un bosque es uno de los lugares donde todavía el hombre, como cuando contempla el mar, siente como una herida la nostalgia de una unidad perdida en algún momento de su historia, de ahí la necesidad de volver al origen. Como apunta Fernando Castro, la pintura de José Manuel Ciria es siempre un comenzar desde el principio. Así, el orden compositivo de estas obras es un fragmento de la noche, un universo primero que escenifica el viaje interior del artista: “la noche es el tiempo en el que el color genera una verdadera fantasmagoría, un teatro que algunos poetas han contemplado como el ideal extremo de la escritura; la noche es una frontera para el pensamiento y también para esas imágenes que arrastran numerosos desgarramientos íntimos”16. No es de extrañar que toda la serie de estos paisajes se realice de noche, en el contraste y la relación entre la luz y la sombra, pero es esta una nocturnidad mental y no sólo física. El crepúsculo, la penumbra donde la luz y las sombras perfilan dibujos inquietantes, es el lugar adecuado para que el destello luminoso de una imagen tome cuerpo y se revele como el negativo de una placa fotográfica.

Volviendo hacia la población interior de Monfrague, Torrejón el Rubio, José Manuel Ciria retorna igualmente los ojos hacia sí mismo. Allí encerrado en una habitación oscura de la casa del amigo que le ha servido de guía, utiliza el techo como pantalla imaginaria donde reproducirá el destello del paisaje extremeño que ha entrevisto durante el paseo por esos parajes. En la más completa oscuridad debe olvidar todo aquello que ha visto, pues como señalaba Friedrich, el artista no debe representar la naturaleza sino tan sólo recordarla: «conduce a la luz del día lo que has visto en tu noche, con el fin de que su acción se ejerza a su vez sobre otros seres, del exterior hacia el interior»17. La visión de todo aquello que está vivo y en movimiento, dice María Zambrano, debe hacerse desde la ceguera, es necesario haber visto antes o después pero nunca en el instante, de ahí el ocultamiento inherente al acto de ver: «La luz en su propia fuente que mira todo atravesando en desiguales puntos, luminosos ojos de su faz, que descubierta abrasaría todos los seres y su vida. La luz misma que ha de pasar por las tinieblas para darse a los que bajo las tinieblas vivos y a ciegas se mueven y buscan la visión que los incluya»18. De esa oscuridad nacen los Nocturnos, seis cuadros de dimensiones notables y algunos trabajos más pequeños, que tejen con el verde noche y el amarillo luminoso un paisaje recordado desde el fondo oscuro de la invisibilidad una vez que ha terminado el viaje de exploración.

El ejercicio de representar la naturaleza imaginada y recordada después del viaje, en la soledad de un lugar cerrado y sin luz nos remite, por ejemplo, a otros celebres viajes para la contemplación de un paisaje que han necesitado de la noche para su expresión. La famosa ascensión de Petrarca al monte Ventoux, el 26 de abril de 1335, fue escrito inmediatamente después de la subida, en una cabaña rústica, porque según se expresa el poeta todos aquellos que quieren tocar la belleza, aproximarse a los lugares misteriosos donde el hombre se pone en contacto con lo desconocido, necesitan de la noche para reflejarla, “los movimientos del cuerpo tienen lugar durante el día, mientras que aquellos del espíritu son invisibles y ocultos”19. Oscuridad necesaria para la interpretación de la naturaleza que es más construcción mental que visión directa. En definitiva, hacer de la noche una morada, construir la madriguera, y construir la madriguera, dice Blanchot, es abrir la noche a otra noche 20, hacia la intimidad más profunda, hacia lo esencial que es indeterminado y, paradójicamente sostenerse, en esa proximidad que implica un no decir, un dejar transcurrir las imágenes en silencio.

En la noche el campo visual se amplía indefinidamente pues es la memoria la que crea un cerco, un lugar para habitar y recogerse. Noche en Torrejón el Rubio recoge a la perfección esta peculiar situación del artista frente a la naturaleza, donde un cuadrado de trazos luminosos encierra un espacio oscuro desde el cual se aprecia, el recuerdo de un fogonazo. El procedimiento recuerda, en todos los sentidos, la actitud de Le Corbusier en su taller de pintor; donde se hace construir una habitación, un cubo perfecto de 2,26 en todos sus lados, donde recluirse para trabajar, sin luz ni ventanas, y acercarse a lo que llama la eterna verdad. El artista suizo la denominaba la boîte à miracle, caja mágica, porque allí es posible materializar todos los deseos, construir todas las imágenes: “el cubo en el interior está vacío pero vuestro espíritu inventivo lo llenará con todos vuestros sueños”21. Necesidad de encontrar un lugar seguro, cerrado, desde el cual imaginar un mundo creado por la luz de una imaginación que recuerda.

De esta manera llegamos al final del trayecto, de la travesía estética propuesta por José Manuel Ciria cuya pintura del paisaje, sólo se puede representar desde la memoria; en el interior de una cámara oscura que es lo mismo que decir, en el taller, en el lugar habitual del trabajo del pintor que una tradición muy antigua sitúa de noche, bajo la luz inquietante de una vela como en el celebre grabado de Agostino Veneziano, La Academia de Baccio Bandinelli (1531), o la pintura de Adam Elsheimer, El Imperio de Minerva (1607-1608), entre otros muchos. Son los prestigios de la Idea, asociada a la luz artificial de la creación artística, lo que estas representaciones celebran, pero son también un homenaje al relato fundacional de la pintura, según lo ha transmitido Plinio en su Historia Natural. El autor latino relata en una famosa fábula, el origen de la pintura cuando la hija del alfarero Butades, ante la inminente marcha de su amado, dibujó el contorno de su figura, en la pared a la luz de una vela. La representación es un sustituto, un lazo que retiene en forma de sombra la presencia del amante, un recuerdo de ese estar ahí. No es otra cosa la pintura: pasión y memoria; un destello que ilumina la más profunda oscuridad.