Jesús Remón. Badajoz. 2000
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Jesús Remón. Badajoz. 2000

Texto catálogo exposición en el MEIAC de Badajoz. Madrid, Marzo de 2000


CIRIA: ARTE NUEVO PARA UN MUSEO

Jesús Remón Peñalver

 

«También me dijo canciones a la moderna, en puro estilo castellano, pero yo preferí las otras, las en que nuestro idioma ha sido traceado por una raza que, hallándose entre Castilla y la Bética, participa de ambas modalidades étnicas y dice lo que siente con energía poderosa y siente lo que ha dicho con violencia amenazadora».

 

Ortega Munilla, J., en el Prólogo a El Miajón de los Castúos.

 

«Habituada a predominar en todo, la masa se siente ofendida en sus «derechos del hombre» por el arte nuevo, que es un arte de privilegio, de nobleza de nervios, de aristocracia instintiva».

Ortega y Gasset, J., La deshumanización del arte e ideas sobre la novela, 1925.

 

Paisajes abstractos. ¿Es esto Pintura?

 

Pintura y paisaje componen una asociación clásica. Los pintores se han parado muchas veces a pintar paisajes. Acaso me baste ahora el recuerdo de Vermeer, el gran pintor de Delft. Pintor de paisajes bellos y oscuros, escanciador de ángulos y escenas cargadas de misteriosos acentos y ocultos significados. Entonces, el pintor, el buen pintor de paisajes, era algo que más que un competente fotógrafo, porque -dicen- llegaba a mejorar, a idealizar el modelo. A ese buen pintor se refería, sin dudarlo, Quevedo cuando escribió: «viose más de una vez naturaleza/ de animar lo pintado cudiciosa;/ confesóse invidiosa/ de ti, docto pincel, que la enseñaste,/ en sutil lino estrecho/ cómo hiciera mejor lo que había hecho». Y mal pintor era, por contra, Orbaneja. Lo dice Cervantes: era malo porque cuando le preguntaban qué pintaba, respondía «lo que saliere, y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: este es gallo, porque no pensasen que era zorra». Y ahora nos viene Ciria con paisajes, paisajes abstractos. Nos cuenta, además, que son paisajes extremeños; y que son Pintura y Arte para un museo. Y se supone que tenemos que aplaudirlo. Más aún: estoy seguro de que merecen nuestro aplauso.

 

¿Son paisajes? Aceptémoslo. Pero, ¿dónde están los árboles, los caminos, los lagos y las nubes? ¿Dónde el Sol o las estrellas? ¿Dónde la lluvia y el viento? Aquí sólo hay manchas, borrones. ¡Y es pintura! ¿Es esto Pintura?

 

Debe haber alguna explicación que sirva para descubrir ante todos la riqueza de este trabajo. A lo mejor la clave se encuentra en que un paisaje no es sólo un trozo del mundo. Es, más que eso, un estado de ánimo. Tal vez sea ésta la llave para comprender el misterio y lo que Ciria ha querido es reflejar (representar) sus estados de ánimo ante el campo extremeño de Monfragüe. ¿Será esto? Podría ser. No lo sé. Mas no me parece suficiente. Para mí, que soy extremeño con permanente nostalgia de mi tierra, los cuadros de Ciria no me servirán nunca para recordar Extremadura cuando esté lejos. Mi mirada no puede tener la libertad creadora del artista: está necesariamente sujeta a los recuerdos. Yo no veo tanto en verde oscuro esos espacios, ni los recuerdo en el negro de la noche; y no los siento con manchas ni escondrijos. He vivido siempre Extremadura con el rojo de su fuerza franca y noble; sobre el pardo de su campo abierto y de su tolerante aliento; y en la límpida inmensidad de su ternura sin horizonte. Como en castúo cantó Chamizo: » porque semos asina, semos pardos,/ del coló de la tierra, / los nietos de los machos que otros días/ trunfaron en América».

 

En el paisaje extremeño no se da la verticalidad ascensional del chopo castellano o el campanario. No. En la geometría sentimental del extremeño, a mis ojos, domina siempre la horizontalidad de la energía y la autenticidad, de su sincera delicadeza y de su siempre sobria dignidad. Las pardas y extensas dehesas de Extremadura están salpicadas de encinas y alcornoques, hijos robustos, sabios y sin dobleces de un campo tristemente acostumbrado al dolor de un vivir lleno de miserias. ¿Será ese el verde y el negro de las telas de Ciria? Todas estas impresiones no me las evocan, no podrían nunca evocarlas, al completo, las magníficas piezas de Ciria ni ningún otro cuadro o exposición. Entonces, ¿qué ocurre? ¿Se ha equivocado esta vez Ciria?

 

El genio crea, el talento conserva. Y yo he escrito y dicho muchas veces que Ciria me parece un pintor genial y, por tanto, nada conservador. Ha tenido, pues, que crear algo. Ha creado algo que, además, lo adelanto ya, es, sin duda, artísticamente valioso. Lo que puede ocurrir es que el camino que hasta ahora he seguido para procurar un diálogo con los lienzos colgados en esta simpar exposición y con el lector de estas líneas no es seguramente el correcto. De otro modo: que para analizar y disfrutar de estas piezas, rotundas, casi definitivas, no basta con tener alguna dosis de mero talento para configurar un modelo racional que sirva para sacarle la sustancia y entenderlas. Hace falta, sin duda, algo más.

 

Me parece que esto de la insuficiencia de los tradicionales modelos de razonamiento y análisis, anclados en perspectivas funcionales o de escuela, para acercarse a la pintura de Ciria puede aplicarse a cualquier intento de aproximación al Arte nuevo, al mejor Arte de nuestro tiempo. En la evolución del Arte se ha querido ver que se comenzó por lo necesario: el arte funcional, al servicio de un afán religioso o político. Para continuar persiguiendo lo bello: la rosa es «sin porqué», escribirá Goethe; y Unamuno, diferente, clamará contra el Arte por el Arte, repudiará a los esteticistas porque la belleza «cuya contemplación no nos hace mejores, no es tal belleza». Sobre blancos o negros, la verdad es que el debate podía servirse de unas ciertas reglas fijas, estables, aceptadas.

 

Durante mucho tiempo, la misión de representar la realidad o una visión metafísica, onírica, áspera o melancólica de la realidad, suministraba una pauta para entender o comprender la Pintura. Con esa pauta podía erigirse un canon que, con pretensiones de objetividad, daba y quitaba palmas y capirotes. Esta forma de aproximarse a la Pintura dejó de servir, creo, hace tiempo. Y esta añadida dificultad o desconcierto de este tiempo, nacida del cambio de posición de la Pintura en nuestro mundo, es lo que vengo intentando poner de manifiesto en este texto. Nada nuevo, claro está.

 

La Pintura no va ya en busca del mundo real. No persigue la realidad. Más bien se podría decir que la ignora. La Pintura no sirve a fines políticos ni religiosos. No quiere cargar ya con responsabilidades eternas ni legitimadoras. Al contrario, tiende a alejarse del «establishment». De la misma forma que alguien vio al ciprés como el espectro de una llama muerta, la Pintura sólo puede ser hoy el rescoldo de Velázquez. Para conseguir frustrarse siguiendo al pintor sevillano basta con tener talento. Pero el genio no puede limitarse a conservar con talento las glorias del pasado. Tiene que ser un creador radical y esta pretensión, en la Pintura, exige, necesita matar a Velázquez. En esto consiste para mí el incalculable valor del Arte nuevo y ahí encuentra, precisamente, su destino esencial.

 

Lejos de servir para algo, distanciada de las figuras y pasiones humanas (deshumanización del arte), la Pintura, la Pintura de Ciria, es un escenario de libertad y un espacio agitador de conciencias tranquilas y mentes satisfechas de sí mismas. ¿Qué más da entonces que represente o no alguna cosa? Su grandeza está alejada de lo cotidianamente real porque recrea otra realidad distinta, vinculada a sueños y esperanzas, que regala el ímpetu necesario para mirar e imaginar viajes infinitos sobre las movedizas corrientes de la historia. Y Ciria ha sabido, además, alejarse del único enemigo que acecha al arte pictórico: el mercado. Olvidada esta cadena, como ocurre en esta genial exposición, las telas que hoy acogen las paredes del M.E.I.A.C. son Pintura, Arte para un museo; confianza en la libertad del individuo que merece ser transportada al futuro.