Héctor López. Zaragoza. 2001
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Héctor López. Zaragoza. 2001

Catálogo exposición en el Museo Pablo Serrano, Mayo 2001. Zaragoza


DE RECUERDOS Y AÑORANZAS DE PASADOS ACTUALES

Héctor López González

 

En las profundidades de nuestro inconsciente hay una
obsesiva necesidad de un universo lógico y coherente. Pero
el universo real se halla siempre un paso más allá de la lógica.

(Frank Herbert, en «Dune»)

 

La idea de Dios es tan necesaria para el hombre que,
si Dios no existiese, habría que inventárselo.

 

A nadie se le escapa que la vida se articula en ciclos. Esto resulta sencillo de ver cuando los parámetros que se toman son lo suficientemente amplios. Hablamos con facilidad del ciclos vitales, astronómicos o de que la historia tiende a repetirse. Incluso se postuló, por lo que al arte se refiere, un esquema periódico que describe «las edades» o etapas por las que debían transcurrir todos los estilos. Mayores problemas se nos presentan cuando el marco de referencia se acorta. Y, sobre todo, si el hecho subjetivo inherente a formar parte de la sociedad que genera los datos que se evalúan se suma a los condicionantes y supone una nueva variable. Por ello es tan diferente realizar comentarios dentro de la Historia del Arte de ejercer la crítica de arte. Porque lo concluso y lo ajeno se analizan con la frialdad que impone la perspectiva temporal, al tiempo que sobre la base de los datos existentes se formulan tesis cerradas. Podemos decir que es más mensurable. Mientras lo actual, aquello en lo que estamos involucrados y que, además, se halla sujeto al ritmo frenético del cambio, en lo que nosotros mismos podemos influir y que muta al expresarnos, aquello que ya es otra cosa incluso mientras lo analizamos, exige una inmediatez que inhibe lo documental.

 

Antes de entrar definitivamente en materia, quisiera explicar algo de mi relación con José Manuel Ciria, tanto porque aportará, supongo, cierta lucidez sobre el texto que ahora leen, como porque justifica la presencia de estas letras en el presente catálogo. Nos conocimos por casualidad hace aproximadamente diez años, y en 1992 me encargo un reto crítico-literario que ha dado su juego. De ahí nació una amistad de esas que apenas tienen motivo, pero que se cimientan solas. Ni el distanciamiento físico real que sufrimos durante un largo lapso de tiempo minó esta empatía que nos une. Y que para aquellos que sean dados a creer en el destino se refuerza en una serie de coincidencias vitales. Con él he hablado mucho de pintura, de arte en general, y mantenido largas conversaciones. Hemos discrepado y nos hemos enriquecido, hemos abierto caminos y cerrado puertas. Hemos (al menos yo) aprendido a opinar y a escuchar, a valorar lo que uno habla de sí mismo y el otro dice de lo que no es -aunque lo haga- suyo.

 

Siempre recuerdo de aquellas disquisiciones la postura aguerrida del joven que comienza a ver claro el futuro. Decía que en cuanto le compraban más de ocho piezas se planteaba cambiar de estilo, pues perdía ese aire de ruptura que debe mantener el artista frente a la sociedad, creo que como medida preventiva contra el aburguesamiento y la comodidad, contra el estancamiento. Por ello se me hizo especialmente grato, al hablar de «Sueños construidos» su infrecuente preclaridad en el autoanálisis. Defiende un regreso a la pintura tras una etapa centrada en el concepto. El final del camino pictórico recorrido lleva al autor de nuevo a la pintura, sin más elementos de juicio que la propia plasticidad de lo que hace. No obstante, lo que José Manuel Ciria nos ofrece no es un retorno al mismo punto, sino más bien un regreso en espiral, una vuelta atrás que, a su vez, supone un ascenso en otro plano. Y lo hace con una reiteración en lo onírico, como aquel «Cry nude Europe» que me llevó a tomar una cita de Lowecraft que hablaba de uno de los soñadores expertos.

 

Ya allí descubríamos, como ahora, las preocupaciones esenciales en el trabajo de este pintor. La comunicación de un rico mundo que sólo puede establecerse de forma unívoca con el espectador si el vehículo es el cuadro. Dentro de ese regreso a lo pictórico se descubren elementos comunes: un azar controlado y una necesidad expresiva que libera miedos y certezas, demonios y dioses interiores que se desea compartir. También temas progresivos, como esa implícita preocupación lingüística que hoy desarrolla de manera sintáctica, en tanto que el icono se transforma en un elemento de significado integrado en una estructura superior. Y un nuevo valor de lo figurativo que no veremos únicamente en la inclusión de referentes legibles, sino también en el modo en que José Manuel Ciria se enfrenta físicamente a la pieza. Los originales se construyen -entiéndase el término de forma literal- y se cuidan con esmero en todos los detalles. Desde la elección y ensamblaje de los soportes hasta el proceso casual -no del todo sujeto al control humano- en que los pigmentos discurren sobre la tela y crean esos escurridos de raigambre expresionista y, en cierta medida, orientalizante.

 

Tras un juego con lo efímero, con la sutil aura de lo racional sobre todas las cosas, el autor retorna por caminos plenos de potencia. Si bien las lonas militares y los remaches suponen una componente material con un tono de nítida dureza, el enriquecimiento de la paleta, la suma de zonas de factura libre y la adenda de alusiones reconocibles que se iteran, nos conducen por las veredas de lo interpretativo. Pero hay algo en los títulos de las series que nos permite suponer pautas. «Después de la lluvia», junto a la denotación visual directa en los manchurrones verticales, casi como la huella del agua sobre una superficie blanda, nos habla también de lo que queda tras el purificador paso del agua, como si de la regeneración que se asocia a la noche de San Juan se tratara, como si el trabajo de José Manuel Ciria recibiese un nuevo bautismo y, con ello, recuperase una inocencia primigenia que retrotrae a un estado limpio, inocente y directo. Después, «Sueños construidos». Una paradoja en sí misma, pues reúne la irracionalidad inherente a los sueños con la racionalidad necesaria ante la acción de construir. El hombre aparece entonces en plenitud, con sus dos facetas bien representadas. También nos recuerda la teoría de la dualidad, por la que también el ser humano está dividido en dos partes y, si bien Platón la utilizaba para justificar la existencia de dos géneros, aquí nos acerca al día y a la noche, al ser consciente y al inconsciente, al control y a la liberarización de los sentimientos.

 

Rica en significados, esta muestra mantiene un amplio tono de apertura. Permite tantas interpretaciones como se desee; pero sólo se me ocurre una necesaria. Y no está en él, ni en la obra misma, ni en el ojo-mente del espectador. No queramos utilizar los postulados de Eco y su «obra abierta» para absolutamente todo. Porque aquí hay mensaje, existe un contenido que debemos encontrar para entender aquello que se nos propone. Y es que José Manuel Ciria ejerce de teórico con el pincel. En la visita a su estudio me hablaba de que la pintura había muerto y que, precisamente por eso, había retornado a ella. Y no se trata de un tema baladí. Me descubro a mi mismo afirmando que las piezas deben defenderse por ellas mismas, sin que los aportes documentales la eximan de esa obligación. Bien está que se oriente al visitante, que se le proporcionen cuantas pautas sean posibles. Pero, en el fondo, este retorno, esta renovación se comprende desde posiciones plásticas, desde valores estéticos.

De nuevo, en el trabajo de José Manuel Ciria, la pintura habla fundamentalmente de pintura. Podremos adornarla como queramos; encontrarle connotaciones varias, ya sean personales o genéricas, sociales, antropológicas o culturales; interiores o externas. Pero, sobre todo, existe un proceso que consigue un exquisito deleite espiritual, un valor estético -nada decorativista por otra parte- hábil en sí mismo, que suple a la frase que subyace como elemento latente.

 

Los cuadros, en definitiva, se articulan por planos, tanto en lo que a la construcción como al significado se refiere. Podemos ahondar en el mecanismo tangible así como en la idea que sabemos compromete cada una de las telas. Pero, en cualquier caso, podemos disfrutar de una frescura y una inmediatez propias más de los conductos de la revelación que de la deducción. Creo que lo mejor es dejarse llevar, fluir entre las capas que componen los diferentes niveles, tangibles y abstractos, para saborear de nuevo un viejo placer, para encontrarnos con un pasado que goza de plena actualidad y se proyecta hacia el futuro.