Fernando Castro. Bilbao. 2001
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Fernando Castro. Bilbao. 2001

Texto catálogo de la exposición en la Sala Rekalde. Bilbao, Diciembre 2001


RETRATO DEL ARTISTA COMO BRICOLEUR. ODDS AND END EN LA PINTURA DE JOSÉ MANUEL CIRIA

Fernando Castro Flórez

 

“Toda escritura es basura”

Antonin Artaud

 

La declaración autoflagelante sobre esa tarea obsesiva que lleva a garrapatear signos sobre una superficie, tensados por una alteridad que raramente se manifiesta no tiene, en principio, ninguna finalidad estratégica o cínica, antes al contrario, nombra algo sobradamente conocido: el texto es, con mucha frecuencia, estricto desperdicio. No salgo de la perogrullada si constato que la crítica y lo que grandilocuentemente se califica como “teoría” tampoco escapa de un destino absurdo, aquel que convierte a lo escrito en protocolo de legitimación, materiales que nadie está dispuesto a leer, acaso porque la sospecha confirmada es la de que tratan habitualmente de lo mismo: mezclan el elogio exagerado con las salmodias más patéticas. Mallarmé, por citar una autoridad literaria y, por tanto, en el terreno de la pintura un tanto heterodoxa, subrayaba que el sentido de la prosa que interviene como comentario estético era intentar emular el lujo de lo visto, aunque la distancia entre ambas “experiencias” fuera insalvable o, mejor, incomparable. Aunque he escrito numerosos textos sobre la obra de José Manuel Ciria, el primero de los cuales recurrió a la forma extravagante de “interrogatorio” a mi hijo que apenas había aprendido a hablar, creo que casi nunca he estado cerca de los aspectos vertebrales de su obsesión pictórica, entregado a merodeos en los únicamente testimoniaba mi más sincera admiración. Me ha costado muchísimo dar cuenta de la sorprendente mezcla de gravedad y levedad que caracteriza a esta obra impar1 y tampoco he encontrado palabras propias adecuadas que sirvieran para reelaborar la idea de John Berger, que fácilmente puede ejemplificarse en Ciria, de que la pintura es una afirmación de lo visible que nos rodea y que está continuamente apareciendo y desapareciendo: “Posiblemente, sin la desaparición no existiría el impulso de pintar; pues entonces lo visible poseería la seguridad (la permanencia) que la pintura lucha por encontrar. La pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad”2. Pero con todo no he quedado paralizado, sin duda, en esa satisfacción de ver, ni he puesto rienda a la urgencia y la invitación para interpretar, esto es, el indicio3 ha sido recubierto, vertiginosamente, por una escritura que ha oscilado entre la retorización, el citacionismo inevitable y, en gran medida, el testimonio de complicidad con alguien que entiende su arte como una épica intempestiva.

 

Sin duda, una de las “fuentes” de la pintura moderna es ese automatismo que Breton defendía en el primero de los manifiestos surrealistas como “una nueva y pura forma de expresión” destinada a desnudar los mecanismos inconscientes de la creación y provocar el flujo profundo sin el control de la racionalidad. Un proceso plástico vinculado a obsesiones en el que las potencias del azar y las sugerencias sexuales funcionan juntas4. José Manuel Ciria ha mostrado un interés por los planteamientos diversos del automatismo, sin por ello dejar de insistir en una necesaria clarificación de ese tipo de estrategia plástica: “Si observamos –escribe Ciria– la nueva abstracción que se está produciendo en esta década y tenemos un mínimo interés teorizante, necesitamos una revisión profunda del concepto automático. ¿Cuántos de nosotros estamos instalados en la metáfora de la fragilidad, de lo inestable, del tránsito, el residuo, el proceso, la obra inacabable, el tiempo detenido?”5. Es importante subrayar la interrogación que introduce el “residuo”, porque acaso en lo más abandonado, precisamente en lo marginal pueda encontrarse alguna clave de un trabajo que, por su presencia monumental, sofoca fácilmente a la interpretación. No es necesario, ciertamente, realizar la arqueología de lo residual en el arte moderno, teniendo en cuenta que desde la identificación baudeleriana entre el poeta, el trapero y el niño han sido muchos los momentos en los que volvía a plantearse la vindicación de la mirada que recoge aquello que ha sido lanzado a los vertederos, ya sea en las ensoñaciones de Dalí en las que imagina a Duchamp convertido en el custodio de los excrementos acumulados en el ombligo de Luis XVI6, en esos “herederos” fluxus con su vagabundeo intermedial o, en el ámbito literario, en la sedimentación nihilista de Beckett. Es sabido que en las últimas décadas se ha realizado una recuperación de la noción de lo informe, apuntada por Bataille, como aquello que desubica7; ésta es una noción que desplaza el paradigma estético de la sublimidad, de la misma forma que cobra mucha importancia lo perverso, frente al discurso de la seducción característico del postmodernismo hegemónico. En el espacio perverso nada es fijo, todo es móvil, no hay una finalidad particular, de la misma forma que sobre las lonas Ciria despliega una actividad cotidiana o, en ocasiones, festiva, que mancha y, al mismo tiempo, crea las condiciones para dinamizar, automáticamente, el espacio pictórico.

 

La retórica del arte se abisma en una realidad escatológica: la civilización, según Lacan, es el desperdicio, la cloaca máxima. Y, sin embargo, ese dominio repugnante no es tan desazonante como parece, incluso ha llegado a convertirse en una cómoda gramática. “Lo informe, el riesgo de la existencia ya no genera angustia, por tanto, si es acogido como material lingüístico, como en los amontonamientos matéricos de Rauschenberg o como en el Homenaje a Nueva York de Tinguely (1960), o en las cáusticas manipulaciones de sonido de Cage. Y a la inversa, el lenguaje puede hablar de lo indeterminado, de lo causal, de lo transeúnte, ya que en ello saluda al Todo”8. Es indudable que buena parte de las celebraciones de lo informe se ponen bajo el signo de la utopía tecnológica, aunque también forman parte de una dinámica interpretativa que da cuenta de diversos desarrollos del arte contemporáneo. Recordemos la lectura que Rosalind E. Krauss realizó de la decodificación que Twombly hacía de la horizontalidad de Pollock al poner, en primer término, la salvaje marca que no cede, aquello que no puede sublimarse, pero donde antes había curda violencia o manifestación del sinsentido, ahora encontramos un lugar en el que se formulan obsesivamente partes del cuerpo. El hecho de estar sobre el lienzo no es suficiente, porque podría ser la mera constatación de una superioridad velada al poner el lienzo en vertical, el deseo metafísico se reduce acaso al gesto crudo de mear sobre el lienzo o, en una clave lacaniana, una rivalidad del sujeto consigo mismo que conduce al tipo de violencia primaria. Desde Pollock se plantea el problema de cómo asumir la transformación de la pintura en charcos en el cuadro, cómo mantenerse en el terreno de lo informe, allí donde el registro del trazo y del indicio son los acontecimientos fundamentales: la agresión que marca. “Llegado a un punto se hizo patente que el acercamiento a esta figura sólo podría acometerse por medio de la bassesse, agachándose, descendiendo por debajo de la figura hasta el terreno de lo informe. Y también se hizo claro que el mismo acto de agacharse sólo podía registrarse por medio de un trazo o indicio, es decir, a través de la mancha que atravesaría el acontecimiento desde dentro, transformándolo en un acto de agresión y marca, indicio o clave”9. En la pintura hay un radical deseo vandálico de dejar un signo personal; Bataille señaló, en su ensayo sobre L´Art primitif de Luquet, que tanto el niño como el adulto necesitan imponerse a las cosas alterándolas y el proceso de alteración es inicialmente una actividad destructiva: únicamente después del vandalismo de las marcas destructivas existía el reconocimiento por la semejanza y la creación de signos10. En el momento del origen, Bataille encontró no solamente la franqueza del azar al mismo tiempo que invocaba la imagen del niño o mejor de los niños destrozones que mantienen su energía desbocada en algunos pintores como Ciria que unen la pasión por la materia con la urgencia de imponer la urgencia de sus gestos.

 

Aludiendo, en muchas ocasiones, al deseo del código, incluso a una fijación del azar, también este creador ha dado muestras de poseer la pasión apropiacionista del bricoleur11. En series de cuadros anteriores utilizó, más allá de su fascinación por las lonas, superficies “enrarecidas”, principalmente papeles pintados, apropiándose de lo que Schnabel llamó calidad etnográfica del material utilizado para pintar12. Antes de comenzar a realizar ningún gesto, el espacio ya está pintado, la superficie que se ha dispuesto ya está pintada. Pero ha sido en sus últimos trabajos, desde la exposición en la galería Salvador Díaz en el 2000, cuando ha derivado, en cierta medida, hacia el patchwork o, en otros términos, hacia un collage en el que subraya la objetualidad de la realidad fijada en el lienzo. Uno de esos elementos, fijados al lienzo por bandas metálicas, que causó mayor estupefacción fue un oso de peluche (Naturaleza muerta con flor, 2000), colocado cabeza abajo, como si los blandos compañeros de la infancia fueran torturados en un tiempo donde sufrimos (Ketama dixit) “la epidemia de la tontería”. El arte contemporáneo reinventa la nulidad, la insignificancia, el disparate, pretende la nulidad cuando, acaso, ya es nulo: “Ahora bien, la nulidad es una cualidad que no puede ser reivindicada por cualquiera. La insignificancia –la verdadera, el desafío victorioso del sentido, el despojarse de sentido, el arte de la desaparición del sentido– es una cualidad excepcional de unas cuantas obras raras y que nunca aspiran a ella”13. Y sin embargo, el arte consiste, en un sentido radical en dejar siempre abierta o acaso un poco indecisa la vía del sentido, escapando del dogmatismo tanto como de la insignificancia. Ciria revela, en bastantes de sus textos y, por supuesto, en la conversación, su malestar ante la situación contemporánea del curatorismo en la que la pintura es sistemáticamente excluida y, sobre todo, se da carta de naturaleza a las mayores banalidades14. He hablado, en algunas ocasiones, de peluchismo, comentando obras en las que aparecen juguetes y referencias a la infancia traumática, a la que puede añadirse una singular fascinación por lo sucio y abyecto, esos restos de la resaca que forman parte del denominado slack art15. Con los peluches, Ciria nombra la banalidad, al mismo tiempo que da cuenta de la imposibilidad de la mirada inocente, manteniendo una singular predilección por las imágenes y objetos asociados con la infancia, ese territorio insondable que a veces aparece cargado por el aura de la melancolía y también retorna como algo reprimido o terriblemente distante.

 

José Manuel considera la incorporación de objetos como un simple gesto, “como un mero gesto expresionista de corte cuasi automático”16, algo que, como he indicado, tiene que ver con la sabiduría del bricoleur. Claude Lévy-Strauss recuerda cómo, en un sentido antiguo, bricoleur se aplica al juego de pelota y de billar, a la caza y a la equitación, pero siempre para evocar un movimiento incidente: “el de la pelota que rebota, el del perro que divaga, el del caballo que se aparta de la línea recta para evitar un obstáculo. Y, en nuestros días, el bricoleur es el que trabaja con sus manos, utilizando medios desviados por comparación con los del hombre de arte”17. Estoy refiriéndome a una actividad pictórica que implica un arreglárselas uno con lo que tenga, la necesidad de trabajar con un conjunto finito de instrumentos y de materiales heteróclitos. “La pintura de Ciria da a veces la impresión de ser caótica y azarosa, y sin embargo está cuidadosamente planificada”18, siendo la composición el resultado contingente de todas las ocasiones que se le ofrecen de renovar o de enriquecer sus existencias, “o de conservarlas con los residuos de construcciones y de destrucciones anteriores”19. En el bricolage se interviene con un sentido extremo de instrumentalidad, pero al mismo tiempo que el sujeto rehace el inventario de las cosas que va a utilizar, trata ese material como si fuera un tesoro. Conviene tener presente que esos elementos coleccionados están preconstreñidos; el bricoleur, ciertamente, se dirige a una colección de residuos de obras humanas, es decir, a un subconjunto de la cultura, operando no con los conceptos, sino por medio de signos: se produce un desmantelamiento en el que los significados se transforman en significantes20. A esa dislocación entre la estructura instrumental y el proyecto se añade lo que los surrealistas llamaron azar objetivo.

 

El sujeto, desprendido de sus apegos, debe descubrir el significado donde pueda, sin renunciar al placer inmediato de la contemplación de lo que son, estrictamente, arreglos artificiales. El juego irónico de similitud y diferencia, lo familiar y lo extraño, el aquí y el ahora (explícitos en el bricolage) son el proceso característico de la modernidad global. Ahora bien, lo propio del pensamiento mítico, como del bricolage en el plano práctico, consiste en elaborar conjuntos estructurados, “no directamente con otros conjuntos estructurados, sino utilizando residuos y restos de acontecimientos; odds and ends, diría un inglés, o, en español, sobras y trozos, testimonios fósiles de la historia de un individuo o de una sociedad”21. Me parece que esta descripción del bricoleur como aquel que elabora estructuras disponiendo acontecimientos o, mejor, residuos de acontecimientos, es eficaz también para dar cuenta de las obras últimas de José Manuel Ciria, un artista que ha subrayado, constantemente, la importancia de la ocasión y que, por supuesto, trabaja con despojos, spolia, con una lógica fluctuamente semejante a la del inconsciente22. “Separando, fragmentando, compartimentando el espacio, ‘desmigajando el Todo’ –usando las palabras de Nietzsche– consigue transmitirnos distintas versiones con un mismo acento, personalísimo, que asume el riesgo de no estar ‘garantizado por la unidad’”23.

 

Claude Lévy-Strauss señaló, en El pensamiento salvaje, que la moda intermitente de los collages, nacida en el momento en que el artesanado expiraba, podría no ser más que una transposición del bricolage al terreno de los fines contemplativos24. La introducción del collage en las vanguardias supuso una ruptura con el ilusionismo, la presentación de una nueva fuente original de interrelación entre expresiones artísticas y la experiencia del mundo cotidiano. Ese comportamiento tiene mucho de despedazamiento y violencia25, una aproximación de realidades distintas que intensifica, según Max Ernst, las facultades visionarias26. “¿Existe –se pregunta Ciria– la posibilidad de unir en una técnica y con un solo gesto, el método en tres tiempos de Ernst: abandono, toma de conciencia y realización?”27. En la abstracción redefinida contemporáneamente se emplea, con mucha frecuencia, la composición mediante yuxtaposición28, algo evidente en las permutaciones desarrolladas por Ciria a partir de la monumental pieza Magari ora lucidus ego (2000). “La intención del collage era romper los ‘cuerpos’ convencionales (objetos e identidades) que se combinan para producir lo que Barthes llamaría después ‘el efecto de lo real’”29. Si, en un sentido, los collages de Ciria tienen que ver con esa corporalidad fragmentada, en una aproximación diferente, tal como Juan Manuel Bonet ha indicado, son como páginas en las que fija toda clase de acontecimientos vitales30. “Los collages de sus cuadros son como páginas de un diario donde van quedando cosas de las más variadas procedencias. Objetos que nos recuerdan la infancia, diversos hábitos o que son parte de la vida de Ciria como los dibujos de su hijo, el primer juguete, el recorte del diario, la tela de la decoración. Objetos y/o gestos automáticos y surgidos al azar, pero también calculados, son dispuestos sobre la superficie ‘dibujada’ por rastros de agua o de la lluvia, con una estrategia que el pintor acerca a la deconstrucción”31. La clausura de la representación, según ha señalado Ciria, no implica la negación de la composición clásica, y permite además una deconstrucción analítica en pintura de aquello que se nos antoje32. Efectivamente, las construcciones (pictóricas) transtocadas de Ciria tienen una mezcla de presencia y, al mismo tiempo, una manifestación de una procesualidad que la socava. Derrida sostiene que sólo porque no hay esa presencia plena es posible la experiencia, entre otras cosas, de la obra de arte33. Hablando de la incorporación del collage en la serie Sueños Construidos, señala Ciria que tiene tres grandes parcelas o divisiones a la hora de incorporar la iconografía en el plano pictórico: “lo propiamente pictórico, la utilización de imágenes preexistentes (fotografías o soportes emulsionados) o la incorporación directa de objetos (a principios de los noventa los objetos incorporados a las superficies eran habitualmente planos: llaves, disquetes de ordenador, monedas, dibujos realizados con alambre, etc.)”34. Señalaba que le interesaba una obra construida capaz de unir soportes diversos, generando de forma automática espacios compartimentados: el cuadro se termina por sí mismo, solucionando el contraste de materiales en apariencia incompatibles. Podemos recordar, en relación con los planteamientos de este pintor, tanto la forma híbrida de impresión de Rauschenberg35 o lo que Ullmer ha llamado poscrítica36: combinación de collage y montaje.

 

En una época que ha convertido el juego y su dimensión agonística en terreno para la violencia de los clanes y el vómito colectivo, mientras el bricolage ha sido convertido en patético pasatiempo37, Ciria se dedica a pintar sobre enormes vallas publicitarias, donde consigue imponerse a la imagen de Jack Daniels, Four Roses o un plato de salchichón, pero también ha dado una vuelta de tuerca más a su poética del exceso para integrar fotográficamente a sujetos desnudos sobre composiciones abstractas. En unas notas de proyectos, publicadas en el catálogo de la exposición Quis custodiet ipsos custodes (Galería Salvador Díaz, 2000) comparaba un cuadro de 200×200 cm abstracto con una fotografía del mismo formato en la que las lonas colocadas en estructuras ovoidales eran sustituidas por bañeras dentro de las que estarían negras desnudas. Cuando se contempla ahora a esa mujer gorda que tiene en torno a su cuerpo cinta de balizamiento resurge la idea de Bataille de la desnudez como un estado de comunicación, donde se supera un miedo primordial: esos sujetos han soportado la cruda intemperie de la pintura, se han manchado en un suelo enrarecido.

 

Bataille dedicó un ensayo al dedo gordo del pie, ilustrado por unas poderosas fotografías de Boiffard, en el que indica que lo que consideramos aberrante de esa parte del cuerpo es su contacto con el barro, una especie de vinculo con lo animal que tendría que segregarse. Las palpitaciones sangrientas del cuerpo deben permanecer ocultas, en el pie quedan restos de una existencia caída, allí se mezclan el sexo y la muerte, el barro pegado a nuestra urgencia de huir: “el aspecto desagradablemente cadavérico y al mismo tiempo vocinglero y orgulloso del dedo gordo corresponde a esta derrisión y otorga una expresión sobreaguda al desorden del cuerpo humano, obra de una discordia violenta de los órganos”38. Tras la radicalidad de la danza pictórica de Pollock los artistas asumen que sus huellas comenzarán a forma parte de la obra de una forma literal. El cuerpo, como una cultura semióticamente imaginada, no es una totalidad continua sino un montaje de símbolos y códigos convencionales. Los trabajos de Ciria son muy orgánicos, “plenos de erotismo, que se nos aparecen como surgiendo de la tierra, evocando sensualmente a la sensibilidad táctil, corpórea, objetual”39. Recuerdo una ocasión en la que Ciria me hablaba de que dispuso una lona en el suelo para realizar una fiesta en ese lugar y luego tomar todas las huellas de los pies como cuerpo de la obra sublimada verticalmente. Con el índice fotográfico de la desnudez este creador explicita esa carnalidad que es constante en su proceder plástico, incluso podría decirse que se adentra en un literalismo “figurativo”. Por otro lado es apropiado retomar aquella consideración de Bleckner de que tras cada abstracción hay una figuración, “y esa figuración es un elemento de vulnerabilidad en el interior de la abstracción. El placer se rompe constantemente por la quiebra del lenguaje y el cuadro intenta siempre reconciliar ambas cosas”40. Ramón Gómez de la Serna advirtió, con una lucidez extrema, que la imagen de una sola cosa ya no quiere decir apenas nada. Es necesario complicarla, injertarla con otras, “herirla en el pecho”.

 

Griaule, en unas consideraciones sobre la cultura del África Occidental, señala que “el salivazo actúa como el alma: bálsamo o basura”, algo semejante a lo que podría decirse del gesto que arroja pintura sobre una superficie extraña. Por otro lado, sabemos que la constitución del objeto, freudianamente, se agota en la pérdida: el acceso al gozo supone la abolición de la objetividad, una situación de destrucción simbólica41. Ciria cuelga del techo trozos de pintura y otros “desperdicios” entre gruesas láminas de plástico, en una disposición que llega al territorio de lo instalativo. En esos depósitos ha geometrizado lo accidental, la suciedad y el fragmento han perdido su tonalidad desazonante para llegar a producir un placer visual extraordinario. “Uno de estos días –escribe Bataille–, es cierto, el polvo, debido a que persiste, comenzará a triunfar sobre las sirvientas, invadiendo con inmensos escombros las construcciones abandonadas, los docks desiertos: en esa lejana época no subsistirá nada que salve de los terrores nocturnos, por cuya falta nos hemos transformado en tan buenos contadores”42. La reacción vomitiva en el arte contemporáneo puede ser consecuencia de la clausura de la representación. Kristeva sostiene que, en el límite de la represión primaria, la conciencia no cesa de extraviarse al intentar transformar en significantes las demarcaciones fluidas de los territorios inestables por los que se desplaza; los sentimientos comunes que surgen en estos traspiés en los límites son el asco y la abyección. Lo sublime bordea a lo abyecto, siendo ambos extremos de la no-posesión y la carencia de objeto, en un caso por la memoria sin fondo en un resplandor que es pérdida para el ser y en el otro ser síntoma de un lenguaje que al retirarse estructura el cuerpo como algo anómalo, extranjero o monstruoso. “Lo abyecto nos confronta con nuestra propia arqueología personal”43, puede ser una precondición del narcisismo o una fisura cuando se distiende la represión. En la discusión sobre el seminario lacaniano titulado “¿Qué es un cuadro?”, respondiendo a la cuestión sobre la relación entre el gesto y el instante de ver, de repente se ofrece un argumento que tiene algo de interpolación: “la autenticidad de lo que sale a la luz en la pintura está menoscabada para nosotros, los seres humanos, por el hecho de que sólo podemos ir a buscar nuestros colores donde están, o sea, en la mierda”44. Penoso consuelo el de este descubrimiento de que la creación es una sucesión de pequeñas deposiciones sucias, con independencia de que aparezca el paradigma de la frialdad o la reinstauración del fascinum que asociamos al “mal de ojo”, de la misma forma que puede ser desconcertante descubrir que lo que une, socialmente, es el asco45.

Es digno de señalarse que algunas de las últimas obras de Ciria, por ejemplo la serie Sueños Construidos donde hace guiños a Rauschenberg y Hofmann, son desarrollos personales del género de la naturaleza muerta y, más concretamente, con la vanitas. Ha explicitado, como referencia de sus cuadros con la tira metálica que sujeta igual una bolsa de El Corte Inglés que un peluche, la obra de Samuel van Hoogstraten46. Una de las piezas más poderosas de ese ciclo es Vanitas. (Levántate y anda) (2001): “En primer lugar destaca entre los objetos incorporados, por su trascendencia en el mundo del arte, la imagen inquietante, del urinario de Marcel Duchamp, punto de partida del arte conceptual y, según algunos autores, de la crisis de lo pictórico, reconvertido en la calavera definitiva de la muerte y punto central de toda vanitas”47.

 

Esa obra es un complejo ejercicio de revisionismo en el que, por emplear la terminología de Harold Bloom, Ciria menciona las principales angustias de las influencias, esto es, ese terreno amplísimo en el que se desliza el arte desde la banalidad a la pseudo-erudición, en un fetichismo ramplón de la retórica conceptualista que, en conocidas palabras de Duchamp, superaría lo retiniano, aquella “tontería” propia de los pintores48. Es evidente que el ready made ha generado muchas enfermedades y, especialmente, una paralización del talento, una narcolepsia acelerada frente a los objetos, a la que se une la penosa coartada, vuelta universal, de la “ironía”. Duchamp es para Ciria, al margen del prototipo del vago, fundamentalmente un pintor49, un creador sobre el que se ha edificado un rascacielos de monotonía y, por supuesto, de malentendidos. Traeré a colación una obra de Ben Vautier, titulada El museo de Ben, en la que presentaba, entre otras cosas, una concha, algo de madera y un montón de porquería. Al lado de estas cosas había un cartel que decía lo siguiente: “Si desde Duchamp es arte todo, ¿significa eso que esto es también arte? Si la respuesta es sí, ¿por qué ir a los museos y no simplemente bajar a los sótanos?”. Sin embargo, lo típico es el gesto contrario: llevar lo escatológico a ámbito de la higienización de la mirada. Ciria hace unas consideraciones apasionadas contra la tendencia a aceptar cualquier cosa desde la garantía (post)duchampiana de que el gesto del artista es super-legitimador: “Estamos acostumbrados –escribe Ciria– al todo vale, y no quisiera parecer retrógrado o sectario en mis planteamientos, pero hemos de darnos cuenta que en ocasiones esto puede ser así y en otras, las más, no; con independencia de que los límites de lo que denominamos arte no paran de ensancharse. Dependerá del artista y de la “verdad” de su trabajo, de su verdadera capacidad e intenciones, de la honestidad y la facilidad para manifestar lo lírico o lo expresivo, de incorporar atinadamente una clara carga o resolución conceptual. Muchos artistas consiguen dar en la diana y brindarnos una obra sobrecogedora y fascinante, mientras que otros nos ofrecen abiertamente basura de forma repetitiva y descarada”50. También en Vanitas (Levántate y anda) está fijada, en esa línea horizontal el espejo y las frases que remiten a la definición del diccionario, ya “académica”, de Kosuth: las especulaciones y el conceptualismo son, sin duda, parte de la diarrea mental (y visual) contemporánea. El todo vale ha causado también bajas en el terreno discursivo, causando la deriva hacia la “interpretosis” o, frecuentemente, la inconsistencia convertida en camuflaje de la impotencia.

 

En los últimos catálogos, Ciria ha incluido proyectos de extrañas instalaciones (llenar un muro con sillas para que la gente se suba a algunas, construir un trono orgásmico que tiene mucho de instrumento de tortura, colgar a un bebe real, por medio de un arnés, en el centro de una pared vacía, introducir un gato vivo dentro de una altísima caja llena de ratas hambrientas, etc.) que no son tanto comportamientos miméticos con la ortodoxia del postperformance o con ese neorrealismo conflictivo (tan semejante a la codificación del reality show), cuanto sarcasmos, que enuncian violentamente, posibilidades extremas. No es tan difícil participar, valga la redundancia, en el circo del más difícil todavía. Indudablemente, Ciria desarrolla su obra como una especie de resurrección de la pintura51; Héctor López González señala que “en la visita a su estudio me hablaba de que la pintura había muerto y que, precisamente por eso, había retornado a ella”52. Con más propiedad habría que decir que Ciria no ha necesitado retornar a la pintura porque jamás se apartó de ella. “Se ha podido observar que extender la pintura fuera de su territorio trae consigo el peligro evidente de perder los límites y, por tanto, perder la sustancia de la propia acción pictórica. Por ello Ciria acepta el soporte tradicional de la pintura, como el único espacio posible en el que merece la pena, por una parte, romper los márgenes y, por otra, al mismo tiempo, alterar su sentido convencional”53. Este creador consigue, con un magisterio evidente, extender la pintura sin salir de su territorio, utilizar todos los trozos imaginables, con una heterodoxia digna de elogio, para componer sus obras: transformar en resto lo más necesario. “Vindicación y reivindicación de lo excluido; de lo expulsado. De los residuos; del resto; de lo que falta… ‘Es en los residuos’, ha dicho Ernst Jünger, ‘donde hoy en día se encuentran las cosas más provechosas’. Allí, seguramente, encontraremos lo que falta: el resto, que por serlo, es parte maldita, parte excluida. A los críticos les toca buscar entre las basuras; los residuos, los restos. Lo que nadie quiere, ni siquiera para construirse una dudosa reputación de maldito…”54. De hecho los que buscan más en los basureros y, especialmente, en los containers son los artistas, hechizados por toda esa realidad rota que a ellos les está abriendo caminos que para los demás son inconcebibles. Ciria, “retratado” como bricoleur, tiene la extraña sensación de que él no hace pintura55, pero su actividad es siempre la de concentrar pasiones en las manchas, calcinar, dejar huellas, dejar que la ceniza domine, casi alquímicamente, la superficie56. La afirmación de que “dentro de lo abstracto, todo será abandono, residuo, ceniza”57 no supone la aceptación de una tonalidad apocalíptica, más bien, remite a una voluntad de dejar rastros: un trayecto en el que las manchas que no resulta fácil explicar58 generan un imponente lujo visual. Esas poderosas coagulaciones del rojo, que pueden llevar a la mente hasta la memoria de la herida, o la fluidez del negro controlado de una forma increíble, todas esas combinaciones de gestos y superficies heteróclitas, no se hacen precisamente desde la facilidad ni con una complacencia manierista. “Pintar, por si nadie se había dado cuenta, es bastante jodido. No se trata de conseguir resolver con ingenio algunas piezas, sino de estar en la pintura, de permanecer diciendo cosas que tengan cierto interés y mantenerlo durante años, sujetos como es lógico, a los diferentes vaivenes y a las etapas de mayor o menor inspiración”59. Y, sin duda, Ciria es un artista al que no le falta energía, ni convicción ni sentido del territorio pictórico; más allá de la sublimación de los residuos ha conseguido encarnar su imaginario en nuevas modulaciones: el referente corporal fotografiado sobre la pintura, el gesto cromático sobre la publicidad, los fragmentos localizados dentro de la transparencia del plástico, el revés de los sueños y el testimonio de la lucidez.