Julio César Abad. Varsovia. 2004
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Julio César Abad. Varsovia. 2004

Texto catálogo “Ciria. Squares from 79 Richmond Grove”. Museo Nacional de Varsovia.

Programa Arte Español para el exterior. SEACEX y Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación. Madrid, Mayo 2004.


DE LAS PINTURAS CUADRADAS DE CIRIA COMO LOS ESFUERZOS DEL PRISIONERO CONTRA LAS REJAS

Julio César Abad Vidal

 

La forma es el traje que nos ponemos para cubrir nuestra vergonzosa desnudez Witold Gombrowicz

El espacio cuadrangular es, de entre el conjunto de las formas geométricas bidimensionales, tanto racional como simbólicamente, la más sencilla. Así es por disponer, precisamente, de sus cuatro lados iguales. El cuadrado es, por decirlo de algún modo, un espacio mínimo, cerrado a las categorías de elevación o pesadez que el rectángulo acoge. Cuanto más horizontal es un rectángulo, mayor sensación de masa ofrece, cuanto más vertical y delgado, por el contrario, más ascendente se brinda a la interpretación de nuestro código visual. El cuadrado se obstina en no arrojar ninguna de estas hipótesis. Parece orgulloso de su impenetrabilidad. En su equilibrio entre peso e ingravidez permanece estático. Los cuadrados son así, espacios en sí armónicos, equilibrados, autoconscientes y detenidos.

El formato cuadrado se convirtió en el soporte formal geométrico privilegiado para la reflexión e investigaciones de algunas de las prácticas de las vanguardias del pasado siglo. La especificidad del cuadrado fue ya vindicada por Kasimir Malevich, hacia quien, como veremos, ha dirigido Ciria su atención crítica en varias ocasiones . En torno a 1910, realizaba Malevich una pintura en la que dividía el soporte cuadrado en cuatro partes iguales, cuatro nuevos cuadrados, siendo los del ángulo superior izquierdo e inferior derecho negros, y, los restantes, blancos, en una composición fuertemente geométrica, simétrica, equilibrada y en la que se abandonaban de todo punto referencias a un espacio natural. Una pintura que se constituyó en manifiesto de la voluntad sintética y ajena a la representación mimética tradicional, una pintura que habría de erigirse en el manifiesto de un arte nuevo. Su título, Cuatro cuadrados (Saratov, Rusia, Museo Estatal Radischev), abunda en su endorreferencialidad (en su no hacer referencia a algo más que a sí mismo), en su propia lógica racional interna, para exhibir su deseo de no ser confundido con cualquier producto natural o ningún otro artefacto producido por el hombre. Malevich es, asimismo, autor de una serie de pinturas, habitualmente conocidas como Cuadrado negro sobre cuadrado blanco. En estas obras introducía un cuadrado menor negro en el interior de un cuadrado mayor blanco, el del propio soporte del cuadro, pero en todo paralelo a él. Unas pinturas que fueron presentadas en la Exposición 0.10, en Petrogrado, en diciembre de 1915 . Como en anteriores ocasiones en las que emplea cuadrados, los colores blanco y negro de los que se sirve Malevich en sus composiciones no son puros, sino que en ellos cabe percibir una plenitud de matices, de irregularidades ausentes, por su propia naturaleza, en los productos de diseño industrial, a los que, salvo por este detalle y por el hecho de ser obras manuales, se asemejan. Y, asimismo, en la Exposición 0.10 presentó una pintura en la que su superficie se dividía en nueve cuadrados iguales; pintados de negro los centrales y de blanco los restantes, en esta obra se lograba así una representación sintética, nítida y desornamentada de una cruz de lados iguales, o cruz griega, igual que el signo matemático universal codificado para simbolizar la operación de la suma. Unos años más tarde, en 1919, Malevich eliminaría el contraste cromático del negro sobre el blanco de su serie de los dos cuadrados concéntricos negro sobre blanco para introducir un cuadrado blanco en el interior de uno mayor, asimismo blanco. Sin embargo, son perceptibles aún las fronteras del cuadrado interior, precisamente por la aplicación manual e irregular de color, de incidencia diferente de la luz sobre la superficie. Malevich quiere hacer de su producción una obra estrictamente mental, económica, que se aparte de cualquier vinculación con el exterior, en la que la realidad se niega para exaltar, por contra, la posibilidad. Una abstracción que se pretende perfección utilitaria, como el artista escribía en su manifiesto de 1920, El Suprematismo. Lo artístico se quiere, así, desvanecer en lo artesanal. Lo propio de una individualidad genuina, en materia de una colectividad creadora y en una sociedad que encuentra el trabajo como una suerte de actividad fructífera, lúdica y feliz, integral y no estática y sólidamente dividida y jerarquizada tal y como Marx consideraba sería el trabajo en el estado comunista. Pero el sueño constructivista y productivista de los artistas de la vanguardia soviética queda irrealizado. La oficialidad revolucionaria (¿una contradicción en sus mismos términos?), que había protegido y fomentado en sus primeros años a la vanguardia, impone el Realismo Socialista. Una vuelta académica a la figuración subsumida en la proliferación de consignas de propaganda patriótica. Paralelamente, las condiciones laborales del trabajador soviético no dejan de estar alienadas. Malevich regresa en la década de los veinte a la figuración, el arte continúa siendo algo vedado a las masas; pero como en una manifestación aún de fe, o un énfasis en el desastre, uno de sus cuadrados negros sobre blanco presidía como un icono el féretro del artista cuando su cadáver, en mayo de 1935, yacía ante sus camaradas en la Casa de los Artistas de Leningrado.

Los cuadrados son lugares de una retórica mínima, fría, detenida. Acaso no resulte por ello apresurado señalar que el formato cuadrado fue privilegiado por Josef Albers en su actividad pictórica. Para sus pinturas al óleo, Albers se sirve de la geometría para dedicarse exclusivamente a la investigación de problemas cromáticos y lumínicos en su serie Homage to the Square (Homenaje al cuadrado), que desempeña entre 1949 y 1976, año de su muerte. Albers, procedente de la Bauhaus, se establece en Estados Unidos, y desde su cátedra en el Black Mountain College, una institución educativa experimental e interdisciplinar fundada en 1933 que guardaba una relación estrecha con la propia Bauhaus (muchos de sus miembros visitaron el centro norteamericano), será una figura muy relevante en el mundo del arte estadounidense. El formato cuadrado fue, asimismo, el predilecto de los artistas minimalistas -como Frank Stella, que se sirvió de él desde el comienzo mismo de su actividad, y de modo extremo en su serie Concentric Squares (Cuadrados concéntricos)- y, curiosamente, también de aquellos creadores de pinturas monocromas, como Ad Reinhardt. Parece que todos ellos entendieron el cuadrado como un soporte neutro que les permitía una dedicación más exclusiva a los problemas concretos de sus investigaciones, o como la afirmación de una retórica mínima respecto a la obra de arte, de literalidad.

El cuadrado del soporte y los cuadrados del tema habían sido vindicados por Malevich como espacios de emoción pura. De otro modo, la geometría como invitación a la asepsia y la neutralidad es llevada al extremo por el arte minimalista. Ya ni tan siquiera se producen irregularidades o tonos, surcos artesanos de pincelada, como en el caso de Malevich, sino que se apela directamente a la producción industrial, a una asepsia formalista, ausente de cualesquiera otras consideraciones personales, sociales, etc. El cuadrado supone así la afirmación más nítida de una pureza ininterpretable, y acerca la producción artística a la producción en cadena, a la producción maquinal. La pretendida naturaleza artística de estas estrategias minimalistas reduce el objeto, aún denominado “artístico”, apenas a otra cosa que a un puro objeto, un nuevo ítem en la historia de la sucesión de estilos y tendencias del arte contemporáneo, una mercancía de elevado precio dirigida a un sector social muy limitado, cuyo prestigio se avala por la adquisición de unos bienes económicos muy costosos, que les sirven para identificarse sobre la mayoría de los ciudadanos .

El cuadrado podría representar el paradigma de la categoría “forma” que se encuentra en el universo poético y teórico del escritor Witold Gombrowicz. Con el concepto de “forma”, Gombrowicz se refiere a un artificio impostor con el que el hombre quiere acercarse a una realidad que, de suyo, es incapaz de contener. Las pinturas de formato cuadrado de Ciria evocan la paradoja del encuentro de la estructura y de lo incontenible, de la rigidez y la inmadurez, los términos sobre los que Gombrowicz no cejó nunca de escribir. A un orden geométrico, simétrico, regular (el del formato cuadrado tal y como lo hemos considerado anteriormente) se impone una elaboración indócil, gestual, orgánica (la de sus pigmentos). A la forma como pura forma se enfrenta la realidad. A la pretensión de orden y estabilidad le contesta la vida con la indeterminabilidad. A la razón, el instinto. A lo detenido, el fluido. A la mentira, la paradoja o el sarcasmo.

La geometría es uno de los puntales de la reflexión estética de José Manuel Ciria. De un modo u otro, ya sea por la presencia de registros geométricos pintados, o bien por la compartimentación formal que se dilucida en sus obras a través del ensamblaje de diversos soportes heterogéneos nítidamente distinguibles, o por las marcas geométricas encontradas en los materiales que emplea en sus pinturas, materiales apropiados de la realidad, en la práctica integridad de las obras de este artista la geometría se manifiesta como una red, una trama compositiva y visual. Asimismo, y como veremos, esta trama es un instrumento conceptual muy poderoso dentro de su producción. A lo largo de sus años de trabajo pictórico, resulta evidente el estudio que ha realizado Ciria del constructivismo y del suprematismo. Las obras señeras de Malevich han sido reconstruidas por nuestro artista en un número abundante de sus trabajos. Dos pequeñas pinturas de 1991, de formato cuadrado y significativamente tituladas ambas Sin título, remiten a la obra de Malevich en la que se representa una cruz griega negra sobre un fondo blanco. La diferencia tonal es más evidente que en el original de Malevich donde, como decíamos, los colores blanco y negro no son aplicados uniformemente. Sobre los pigmentos que emplea Ciria en estas obras ha aplicado agua, introduciendo así una diferenciación cromática notable en cada uno de los campos de color. Una de estas pinturas (de 20 x 20 cm) repite la de Malevich cambiando el blanco del fondo y el negro de la cruz malevichiana por sus contrarios, como ocurre con las fotografías en blanco y negro cuando se confronta el modelo en positivo con su negativo. La otra (de 24 x 24 cm), consiste en una delimitación oscura y torpe (es decir, en modo alguno lineal, sino producto de una mano descuidada, adulterada o esforzada) de la cruz que deja ver un fondo estructurado por una retícula regular de treinta y seis puntos blancos, que forman, a su vez, nueve cuadrados de cuatro puntos cada uno. El tema malevichiano de la cruz griega le ocuparía asimismo en 1991, en una obra de formato cuadrado, Cruz (200 x 200 cm, óleo sobre lienzo), en la que cada uno de los nueve cuadrados de su estructura se presenta enteramente cubierto de un color plano y sobre el que leemos de arriba a abajo los términos “cultura”, “lenguaje”, “espacio” y “contexto”. En otra pintura, del mismo año y formato, Plástico (óleo sobre lienzo), la obra de Malevich que reutiliza es la del cuadrado en el interior de otro cuadrado paralelo enteramente al mayor que forma el soporte. El sustantivo “plástico” (en su acepción artística, y no industrial, que ambas se dan en la lengua española) se dispone en grandes letras en el centro de la composición. La escritura o la irrupción de la palabra legible ha estado presente en un buen número de las pinturas de Ciria de finales de los ochenta y principios de los noventa. Una presencia que se caracterizaba por ser el contenido de las palabras que disponía sobre la superficie pictórica mediante plantillas, conceptos y categorías estéticas sobre las que el artista reflexiona e investiga plásticamente no sin notable inquietud, ansiosamente. De hecho, en la obra Artista atrapado (1989, técnica mixta sobre lienzo, 200 x 200 cm), la palabra pintada tiene un protagonismo acaso mayor que la del propio hombre convulsionado y derribado que se representa en ella, y que es posible considerar un autorretrato. Asimismo, ha recurrido Ciria a la palabra recientemente, en una serie pintada en el verano de 2002. En esta ocasión, frente al empleo anterior de plantillas, las palabras adquieren una categoría pictórica muy expresiva, desaforada, acorde con el propio contenido doloroso de las palabras. Palabras que, pintadas vigorosamente con óleo rojo, remitían a los males que nos asolan: la miseria, el hambre, la enfermedad o la impotencia política, o se constituían en sí mismas en insultos en absoluto eufemísticos .

Una de las preocupaciones fundamentales de la trayectoria de Ciria parece ser la de que toda forma y convención visual pueden ser constreñidas, violadas, forzadas, interpretadas. Esto es especialmente notorio en las obras de formato cuadrado y en aquellas, casi omnipresentes, en las que una trama geométrica rígida, aún perceptible, es ocultada, agredida por una manifestación libérrima y gestual de pintura. La apariencia de los pigmentos recuerda a menudo fluidos humanos, desde la sangre hasta el semen. La invocación sexual es palmaria en los títulos de algunas de sus obras. Entre 2002 y 2003, ha realizado Ciria una serie, Venus geométrica, cuyas pinturas ha titulado Rozarte, Tocarte, Abrazarte, Besarte, Morderte, Lamerte, Comerte, Devorarte, Penetrarte, Sodomizarte y Salpicarte. En cada una de ellas, una gran mancha, mayoritariamente roja, se relaciona con otra blanca hasta sugerir los movimientos sexuales de sus títulos, sobre una trama geométrica; manchas que reemplazarían la representación figurativa de los amantes en sus encuentros. Existe una carnalidad sexual explícita en muchas de sus obras. Por analogía podríamos referirnos a la presencia de la trama geométrica como una clausura, como un espacio cerrado y prohibido, de sometimiento, de castración, y la pintura como un ejercicio irredento, delincuente, irrefrenable, de violación. La referencia del título de la serie es explícita al reunir la apelación de Venus, diosa del amor sensual, con el adjetivo calificativo “geométrica”, que implica el sometimiento a un orden. La perversión que supone la geometría por la imposición de restricciones es pervertida a su vez por el comportamiento irredento y rebelde que impone el deseo. Energía y forma, deseo y rigidez –acaso las categorías privilegiadas de la estética de Ciria– comulgan así de modo manifiesto en Venus geométrica desde el propio nombre de esta familia de pinturas al óleo sobre lona plástica.

José Manuel Ciria ha recurrido al formato cuadrado en un amplio número de sus propuestas. Parece evidente su gusto temprano por la preocupación geométrica; por la presencia ubicua, aunque en modo alguno homogéneo, de la retícula. Es como si procediese a la elaboración de unos límites que dan cuenta de la magnitud de su profanación. No hay ruptura donde no había un sistema. Norma y subversión son los elementos centrales del imaginario de Ciria, pervertidor de la geometría y penetrador de una abstracción biomorfa, orgánica. Con sus pinturas de formato cuadrado, Ciria realiza una subversión del estatismo frígido minimalista. Pervierte la geometría, corrompe la forma, abraza de un modo fáustico la inmadurez.

Ciria nació en la ciudad inglesa de Manchester en 1960. Hijo de padres españoles, es uno de tantos hombres nacidos en un país extranjero, en la promesa de una realidad mejor que movió y mueve a muchos hombres y mujeres a abandonar sus países de origen. Siendo jóvenes, los padres de Ciria dejaron España, que sufría desde 1939, al término de la guerra civil, una dictadura militar que se prolongó treinta y seis años e hizo que el país se subdesarrollara y empobreciera, material, técnica e intelectualmente. En 1968, cuando España vive un periodo creciente de ambigua, problemática, apertura a Europa, la familia Ciria decide regresar. José Manuel Ciria contaba entonces ocho años de edad y se dirige a una tierra de la que probablemente no habría dejado de escuchar relatos entre el dolor y la nostalgia en su casa de Manchester . Un cambio semejante de país, de cultura, de lengua, afecta a quien lo sufre, y más aún si se produce en la infancia, de modo perentorio. En el caso de Ciria, la transformación que supone el viaje podría acaso explicar el sentimiento de desarraigo que invade su personalidad. En una entrevista concedida en 2000, recordaba así su infancia: “de pequeño, yo he tenido una infancia con poca relación con niños, una infancia ensimismada y solitaria […]. En Inglaterra, donde nací, era el españolito, y aquí, cuando vine, era el inglesito” .

Ciria es un artista autodidacta. Recuerda a menudo el descubrimiento de su vocación de pintor con el regalo paternal de una primera caja de óleos siendo un niño. Ciria ha seguido siempre la disposición del instinto, de modo que sus conocimientos, por amplios y profundos que sean, en algunos aspectos son siempre asistemáticos. Formado un poco al albur de las experiencias de otros, no forma nunca parte integrante de modo estable de ningún grupo de artistas. Lee cuanto puede y visita regularmente los museos y galerías de Madrid, ciudad en la que vive. Decíamos que uno de los rasgos que sentimos con mayor fuerza en la personalidad de Ciria es su sentido de desarraigo. Vindicador de instrumentos de reflexión y conceptuales que se han desarrollado de modo privilegiado en otros medios de expresión, Ciria ha manifestado encontrarse en una situación paradójica y atípica dentro de los pintores de su generación. Ciria cree en la necesidad de un análisis conceptual, meta-artístico (i.e., el dirigido a cuestionar la producción artística desde dentro) y, finalmente, social. Ciria ha afirmado que la pintura que se produce en la actualidad “no puede ya existir como la conjugación acertada, en el mejor de los casos, del lenguaje, la dicción y el verbo, y necesita del nuevo marco o encuadre que proporciona la usurpación mental de los creadores contemporáneos que se han movido en otras disciplinas” . José Manuel Ciria ha afirmado entre orgulloso y sarcástico, en una declaración desafiante, en virtud de la complejidad de sus estrategias, argumentos y violaciones al espacio tradicional de la obra pictórica, que se obstina en desarrollar desde sus primeros pasos en el arte, “yo no hago pintura”.

Como corresponde a un joven con vocación de pintor y una formación apartada de directrices comunes, sus primeros pasos son inciertos. A mediados de la década de los ochenta practica una figuración de adscripción metafísica en la que la presencia de estructuras espaciales geométricas es asimismo relevante. A finales de esa misma década se dedica a una figuración de sentido expresionista en la que la inseguridad y la rabia de un joven insatisfecho se manifiestan sin distancia. Las manos tienen un protagonismo evidente en sus representaciones, manos que tapan la cara de un joven en un gesto de horror o dolor extremo, como en More (1986, óleo sobre lienzo, 100 x 81 cm), una composición que recuerda las construcciones anatómicas robustas de Miguel Ángel, o manos que abrazan una boca abierta haciéndose eco de un alarido semejante al de la pintura El grito, de Eduard Munch, en su pintura Atormentado (1987, óleo sobre lienzo, 81 x 65 cm). En una obra muy representativa del momento y que ya habíamos mencionado anteriormente, Artista atrapado, la figura de un hombre caído, herido, tendido sobre el suelo y retorcido, cuyas extremidades se ofrecen formalmente hasta corporeizarse en lo que podría ser interpretado como una mano agarrotada, inútil, como punzada, y familiar a las representaciones de la mano de los crucificados de la iconografía de la pintura religiosa occidental. Se diría que el pintor ha procedido a representar un fingido autorretrato. Sobre el cuerpo-mano (es la mano aquí la sinécdoque de la integridad del pintor, oficio que se sirve en su actividad meramente física de lo manual, tomando la parte por el todo) se aprecia un astro o foco lumínico que al tiempo puede interpretarse como la salida o boca del túnel en el que se inscribe la atmósfera íntegra de la escena. Las palabras “alfabeto”, “significado”, “azar”, “experimento”, “concreto”, “conjunto”, “abstracto”, “lenguaje” y “cultura” se leen horizontalmente en los registros laterales de la composición. Están estarcidas con una pintura áurea. En la tradición simbólica de las más variadas tradiciones, el oro significa la luz y, por ende, la verdad. Artista atrapado puede considerarse plenamente como el manifiesto de la búsqueda de un contenido conceptual que, de modo creciente, ha ocupado al pintor. Pero, con la llegada de esta vocación, Ciria abandona la figuración. Un abandono que le ocupa una década y que ahora, de un modo personal, ha violado.

En 1990 Ciria apura las páginas blancas de un cuaderno para llevar a cabo una investigación y puesta al desnudo de los temas que le preocupan en el momento. Las anotaciones abundan en el establecimiento de tramas que dividen el soporte y distintas posibilidades de estructurar composiciones que pretenden huir de los planteamientos figurativos inmediatamente anteriores y conducir hacia una abstracción que por el momento apenas no se libera de un evidente rigor geométrico que, tal y como habíamos señalado, debe en última instancia a investigaciones de Kasimir Malevich .

Con el inicio de la década de los noventa, Ciria reduce extraordinariamente los motivos de sus composiciones, que se limitan entonces a una trama geométrica abundantemente simétrica, ya sea mediante la representación de puntos, de segmentos o de estructuras más complejas, como cuadrados y rectángulos. En ocasiones, las retículas que forman el entramado de la superficie se imponen al espectador como las rejas de las ventanas y los accesos de las celdas de las prisiones. Así ocurre, por ejemplo, en Ventana habitada (1991, óleo y collage sobre lienzo, 146 x 114 cm), obra en la que la presencia de una estructura reticular que divide el conjunto en treinta y cinco espacios similares es férrea, notable. Como asimismo ocurre en la trama regular y oscura pintada en Ventana día gris (1991, óleo sobre lienzo, 100 x 81 cm), que parece ser una trama metálica que divide, carcelaria, en veinte sectores un primer plano de una nube tormentosa. Pero acaso donde más nítida es la sugerencia de la estructura geométrica como los barrotes de una prisión es Sin título (1992, óleo, resina y alambre sobre lienzo, 146 x 114 cm), una pintura en la que la trama geométrica que estructura la composición en ciento ochenta espacios cuadrangulares no ha sido pintada, sino construida con alambre. La imagen fingida pictóricamente de una reja es sustituida aquí por una malla metálica real que aparta al espectador del fondo, de la representación. En las obras de principios de los noventa, tampoco el cromatismo es rico, lo que supone una simplicación o depuración de los aspectos de luz y color. Ciria dirige entonces su atención a otros aspectos. Abundan en las pinturas de entonces las tonalidades cenicientas y otras poco atractivas a la vista, tales como verdes fangosos, pigmentos oleaginosos que adquieren el color del aceite industrial, etc. Son años en los que la investigación fundamental de Ciria se dirige a los propios materiales. De entonces proceden sus primeras experiencias con el agua, con la que mezcla sus pigmentos sobre la propia superficie del cuadro. Con la introducción de esta experimentación formal, Ciria se topa con la penetración del azar en su producción. El resultado final de combinar pigmentos oleaginosos con agua no es enteramente controlable.

En 1992 alcanza el instrumento privilegiado de su obra: el empleo como superficie de su pintura de la lona plástica. Lonas que descubre azarosamente cuando se encuentra un día ante un montón de lonas desechadas, que habían sido utilizadas para cubrir vehículos de mercancías y que habían sido sustituidas por otras nuevas. Las lonas viejas presentan una tonalidad no uniforme en su integridad. El transcurso del tiempo ha causado desgarros o roces en algunas partes. El color original se ha desvanecido, pero de modo multiforme. Las cimbras, los listones o estructuras de metal contra las que se apoyaban las lonas y a las que se ataban para proteger las mercancías transportadas, han dejado sobre éstas restos de óxido sobre su superficie de un modo reticular. Aunque el empleo de lonas industriales no puede ser considerado como una originalidad de Ciria, pocos como él podrían haber comprendido la belleza del desecho. Ciria había encontrado hecho lo que estaba realizando en su pintura: el establecimiento de una trama geométrica. Por ello, hay que considerar la reutilización de las lonas viejas como un empleo de un ready-made u objet trouvé (la práctica del objeto apropiado de la realidad para su reutilización en una obra de arte) motivado por sus propios contenidos temáticos precedentes. Con el advenimiento del objeto encontrado, Ciria ya no se limita al diseño de estructuras reticulares, sino que se dirige entonces al establecimiento de nuevos temas e investigaciones. En 1992 expone sus primeras obras con este elemento, obras marcadas fundamentalmente por el empleo del collage y un tratamiento cromático de superficie más luminoso y cálido, en ocasiones cercano al dorado y a unos ocres muy representativos de su pintura, que no abandonará nunca de modo definitivo. La estructura reticular es aún protagonista de la composición. Sus obras semejan aún ventanas enrejadas, pero definidas por los accidentes de la materia y el transcurso del tiempo de las lonas rescatadas. Una de las más representativas de estas pinturas es Adage (1992, óleo sobre lona plástica, 200 x 200 cm), en la que la estructura geométrica se desnuda sin eufemismos.

Con el progreso de sus investigaciones plásticas, Ciria no se limita a ensalzar el accidente, sino que lo provoca. Comienza así el desarrollo de su estilo plástico, en el que una pintura al óleo diluida en agua y en una solución ácida se expande a medio camino entre el gesto expresivo y la deriva azarosa. El espectro cromático se amplía, se hace más luminoso, en ocasiones iridiscente. Abundarán ahora en las lonas ocres, amarillos, blancos. Los pigmentos manipulados por Ciria, por obra de su naturaleza química (que adultera con agua y diversos ácidos), elaboran así una composición fluida en la que, y a esto colabora la tonalidad cálida de sus pinturas, se presentan imágenes de miembros y fluidos humanos. En una carnalidad excesiva, lírica, lujuriosa, iluminada por el sueño, el deseo y la pesadilla. El automatismo y el erotismo irredento que exhiben las pinturas de esta nueva etapa de la obra aproximan a Ciria a las poéticas surrealistas menos figurativas, tales como las formas en descomposición de Yves Tanguy. Sus atmósferas semejan a las de Roberto Matta o André Masson, en las que se confunden el deseo y el castigo. Los volúmenes de las figuras que se recortan sobre el fondo son más nítidos, casi podrían inscribirse en formas geométricas en una primera fase y formando organismos extraños a medio camino entre las vísceras u organismos pluricelulares vistos a través del microscopio, como ocurre, por ejemplo, en Poema gris y Máscara de esperanza, ambas de 1995 y de idénticas características técnicas (óleo y grafito sobre lona plástica, 200 x 200 cm) .

De modo creciente, los rastros de la pintura no se hacen menos nítidos, sino que devienen incontrolables. Ya no permiten ser inscritos en volúmenes geométricos o ser apreciados de un solo golpe de vista. Las obras se desarrollan ahora como una deriva de múltiples tonos en los que el interior se comunica con mayor libertad con el exterior, la forma con el fondo. El impacto de las obras es casi inconsciente, presentan una belleza anómala, destructora, corrompida. Excitan la imaginación y los sentidos. Los colores se entrecruzan en laberintos sin centro. Despiertan un gozo extraño que se torna en ocasiones melancólico. Son unos años, los de la segunda mitad de la década de los noventa, de actividad gloriosa. Ciria expone entonces con una profusión incontrolable y es invitado a trabajar en París y Roma en sendas estancias de un año. En la efusión desbordante de nuevas pinturas en las que es difícil sustraerse a un rapto mezclado entre el pavor y la atracción, en una sensibilidad mórbida, se aprecian rasgos que podrían considerarse fruto del delirio, o de un ansia fáustica. Las masas pictóricas de tan variada naturaleza se imponen sobre los fondos evanescentes, furtivas en ocasiones como nubes sulfurosas. De un modo en ocasiones explícito Ciria se apropia del cromatismo de las representaciones tradicionales del Infierno en la iconografía del Juicio Final. Las tonalidades cenicientas hacen pensar en los restos de un incendio depredador y ciego, como en Rebelión contra Dios y Verbo odiar (ambas: 1995, óleo sobre lona plástica, 200 x 200 cm), de tan significativos títulos. En otras pinturas, la presencia de los colores rojos y amarillos, que asimismo protagonizan estos años de producción magnífica, evoca el proceso de la combustión y el desastre. Los títulos sugieren en algunas obras que efectivamente el del Juicio Final es un motivo de reflexión plástica para el artista, tema que había despertado su interés durante su año de estancia en Italia. Así ocurre en Gabriel y Mefistófeles (1999, óleo sobre lona plástica, 58 x 61 cm). En él hallamos la duplicación de una misma forma superpuesta en altura pero con diferentes pigmentos: ceniciento y blanco en la superior, encarnado y dorado en el inferior, auxiliados en ambos casos por la categoría constructora del negro. Los personajes del Arcángel y del Maligno se confunden entonces, como si Bien y Mal se encontraran tan inextricablemente vinculados que el intento de su discernimiento nos condujera a la perdición o a la enajenación. Como si las diferencias de valor absoluto entre los extremos del Bien y del Mal no fueran estables ni gratuitos, sino que, como popularmente se dice de lo que es falaz o mentiroso, tuviera una doble cara, como cabe considerar a la luz de una obra reciente, muy similar formalmente a Gabriel y Mefistófeles, y que Ciria ha titulado Jano (óleo sobre lona plástica, 200 x 200 cm), nombre del dios romano que tiene dos caras y que comunica dos mundos.

La segunda mitad de la década de los noventa constituye, en nuestra opinión, el momento en el que el artista alcanza su madurez creativa, caracterizada por la práctica azarosa y automática de la pintura sobre lona plástica. La abundancia cromática, su brillantez, intensidad y contraste, es abandonada durante 2000, año en que comienza una serie que de modo intermitente le ha ocupado a lo largo de estos cuatro últimos años y que parece despedir ahora acaso definitivamente. La serie ha sido bautizada por el pintor con el nombre de Glosa líquida. El cromatismo de los pigmentos empleados se reduce únicamente al negro y al rojo, mientras que el blanco, síntesis detenida del espectro, acosa eventualmente la sobriedad y la ensuciada oscuridad del conjunto. Para la realización de estas pinturas Ciria dispone sobre la lona plástica unos pigmentos diluidos en agua, que les confiere cierta transparencia, y una disolución de ácidos que permiten fijar la pintura al soporte plástico. Sin esta incorporación del ácido los pigmentos se quebrarían o se caerían de la superficie. Esta manipulación del óleo permite al artista incorporar el azar al trabajo. Los pigmentos son precipitados sobre la superficie, habitualmente sobre el suelo. Ciria distribuye los pigmentos con violencia, con cepillos y otros utensilios, y levanta irregularmente, inclinándola, la lona extendida. El pigmento, muy diluido, es decir, líquido, se derrama en direcciones e intensidades no enteramente controladas. Al tiempo que el pigmento no se seca enteramente, deja a su paso un rastro pictórico, precisamente el que construye visualmente la trama del producto final. Este procedimiento supone una irrupción del accidente y en su consecución establece unas imágenes que no imitan las formas de la naturaleza, sino que muestran las huellas del movimiento del pintor y detienen, de algún modo delincuente, el azar. Las obras pueden interpretarse visualmente como tejidos observados a través de un microscopio.

El número de los recursos con los que Ciria ha reducido las posibilidades de las obras de su serie Glosa líquida es extremadamente limitado. Parecería que Ciria precisaba, luego de sus años de explosión desbordante de esa pintura inquietante que desarrolla en la segunda mitad de la década de los noventa, una reducción sintética extrema para poder comenzar a librar escaramuzas que se dirigen a un doble objetivo: el particular juicio de las vanguardias y la posibilidad de abordar hoy desde la pintura una posición social reflexiva.

Consciente de ello, Ciria persigue ahora con inusitada intensidad otros planteamientos que, no ausentes con anterioridad, nunca había desarrollado, no obstante, con tanta profusión. Un de éstos es su particular juicio de las vanguardias históricas. No me refiero a los homenajes o alusiones que a lo largo de su trayectoria ha realizado a Kasimir Malevich (como hemos visto), o a Max Ernst, Morris Louis o Joseph Beuys , sino a introducir reflexiones en ocasiones explícitas, en otras más crípticas, en torno a la labor de Picasso y Marcel Duchamp, probablemente los más influyentes artistas del siglo pasado.

De su posición crítica respecto a Picasso y Duchamp y, en general, respecto al arte de las vanguardias, la inquietud mayor de Ciria es la del objeto: con Picasso desde 1912 se enaltece el procedimiento del collage, un mecanismo popular que nunca antes de Picasso se había pretendido noble, del objeto encontrado (un objeto apropiado de la realidad) en el caso de Duchamp desde 1913. Aunque desde los primeros noventa Ciria había practicado el collage, el desarrollo más prolijo de la práctica del collage y de la del ensamblaje se manifiesta desde los años finales de los noventa. Estas nuevas pinturas adquieren ahora una materialidad volumétrica. Se componen de diversas capas y se introducen elementos de la realidad, como osos y otros animales de peluche (que habían sido juguetes de su hijo mayor, Álex), una bolsa de plástico de unos grandes almacenes o un clavel . La profusión pictórica se traduce en diferentes estadios de acuerdo a investigaciones formales y espaciales de diversos lenguajes. Últimamente se ha dirigido de nuevo al constructivismo soviético en composiciones de una marcada geometría, en ocasiones agresivas, al modo del cartel de El Lissitzky: Golpead a los blancos con la cuña roja, 1919. Una obra capital por cuanto representa un ejemplo de cómo se pueden manifestar contenidos, en este caso conativos o exhortatorios (el título está escrito en modo imperativo), a través de lenguajes geométricos. En la composición de El Lissitzky, la cuña en diagonal es activa, viril, cortante, agresiva, su color rojo implica alerta, peligro, y es el de la sangre; la masa blanca es redonda, blanda, indefensa, el color blanco puro es frío, pasivo. La acción roja atacará al virus. Por su parte, la terminología popular denominaba blancos a los conservadores, partidarios del zar, y rojos a los revolucionarios; una terminología que aún se conserva .

Un tema de investigación frecuente en los últimos años para Ciria es el de la configuración de sus obras, su propia materialización. Así es posible percibir la experimentación de diferentes procedimientos. Uno de ellos le llevó a la realización de cinco obras bifrontes (es decir, concebidas para ser apreciadas por sus dos caras) que se disponían colgando del techo de la galería, pintura y ensamblaje que cobijó en unas grandes bolsas de PVC, lo que recordaba al método de los “encapsulados” que presentó en la Bienal de Venecia de 1970, el artista español Darío Villalba, en las que, asimismo, se ofrecían imágenes envueltas en plástico. Las obras de Ciria se titulaban Visiones inmanentes. Fueron realizadas en el verano de 2001 y se constituían en una yuxtaposición de varias pinturas sobre soportes diversos (desde lonas plásticas a telas estampadas), algunas recortadas de pinturas anteriores en varios años, mutiladas, expropiadas de su territorio original. Ciria, que ha destruido muchas de sus obras, rescata los fragmentos del desastre en ocasiones para servirse de ellos en obras posteriores marcadas por la pérdida de la centralidad, de una integridad compositiva en la que las partes se relacionan de modo armonioso. Son estas pinturas, yuxtaposiciones violentas de ruinas heterogéneas, sin orden, sin centro, explosivas, como el reflejo de un espejo hecho añicos.

Asimismo, dentro de las recientes investigaciones materiales del artista, un grupo de obras evita la presencia de un soporte ceñido a un bastidor y se disponen directamente sobre la pared, tachonadas y comprimidas por listones metálicos que abrazan la yuxtaposición de superficies sobre la pared, como Visión crucificada (2002, óleo sobre soportes diversos, listones de hierro y plancha de PVC, 200 x 200 cm) y Distorsión semántica (2002, óleo sobre soportes diversos, aluminio, vinilo y planchas de PVC). Otras obras presentan una categoría próxima a la instalación, es decir, que se disponen espacialmente de modo complejo y reglado. Como el conjunto de collages reticulares todos ellos de formato cuadrado y medidas variables (de 200, 230 y 250 cm de lado) que constituían la obra que el artista tituló El sol en el estómago, y que como en Visiones inmanentes son abrazados por listones metálicos en su parte superior y se colgaban del techo mediante unos cables . Acaso la obra más representativa de estas características sea Eyes & Tears, realizada durante su segunda estancia en Israel. Una obra que se dispone sobre un gran soporte fotográfico que reproduce un collage de primeros planos de ojos muy ampliados y en blanco y negro. Sobre la fotografía de trece metros de largo por dos y medio de ancho se superponen tres pinturas de dos por dos metros, una de las cuales sobresale de la fotografía un metro a la izquierda. Las pinturas, reconocibles como glosas líquidas por sus características plásticas, se convierten en virtud del título (tears), en lágrimas. Variando de acuerdo a los distintos espacios expositivos, se dispone colgada del techo una plancha de metacrilato (de 320 x 400 cm), en la que destacan tres ojos muy sintéticos y superpuestos en altura que llenan completamente la superficie.

Al tiempo que por investigaciones en torno a la naturaleza material de sus obras, los últimos años de producción de Ciria se han caracterizado, asimismo, por la obstinación con la que el artista ha perseguido la investigación del argumento de la cabeza humana. Cabezas que, ya apropiadas de imágenes de prensa y de publicidad, ya pintadas, constituyen un núcleo temático en el que se puede apreciar una sensibilidad un tanto mórbida, ambigua, en ocasiones epatante, pero que en general transmite un sentimiento pesimista. Ya sea tachando con una pintura desgarrada la forma encontrada en la fotografía, ya sea construyendo pictóricamente cabezas anónimas, una y otra estrategias abundan en el particular pesimismo del artista, para quien, de un modo u otro, todos somos víctimas y culpables de un orden deshumanizado, cosificador y en el que la supervivencia parece hacer precisa la desconfianza, cuando no el nihilismo del descreimiento.

Hay que distinguir las obras en las que se basa en fotografías de aquéllas en las que ha vuelto a la figuración pintando las siluetas de diferentes cabezas. Cronológicamente es anterior la manipulación fotográfica. La primera de todas ellas parece ser Pobre niña china (1999, óleo sobre papel, 38 x 26,5 cm). La mujer que toma en sus brazos a la niña del título presenta en su cabeza una mancha de óleo característica de Ciria, en la que se mezclan azarosamente en una miríada de semitonos óleo negro, rojo y blanco hasta hacer de su rostro ya ausente, del que por obra de la “tachadura” pictórica no pueden apreciarse sus facciones, un rostro de enfermedad y muerte. De 2000 es una obra que reproduce el retrato fotográfico del escritor español Manuel Vázquez Montalbán ampliado hasta los 250 x 200 cm, en el que una mancha encarnada parece esculpir el perfil izquierdo del novelista . El procedimiento de aplicar pintura (siempre en la que predominan las tonalidades encarnadas) a fotografías tomadas de la prensa, a su tamaño natural, o bien ampliadas hasta formatos muy grandes, ha sido retomado por Ciria con irregular frecuencia durante los últimos años. Es un procedimiento similar al que ha ensayado con la manipulación de los carteles publicitarios que empezó a realizar en 2001. En estas obras se ha apropiado de los anuncios que pueblan las ciudades y las carreteras en obras grandes, y aun monumentales, las primeras de 225 x 170 cm; de 300 x 400 cm, las segundas.

Algunas de las más interesantes manipulaciones de fotografías ajenas mediante la incorporación posterior de pintura son recientes. Parte para ellas Ciria, como en los primeros casos, de fotografías publicadas en la prensa que hace ampliar, y no de carteles publicitarios, en esta ocasión relacionadas con los conflictos bélicos activos en Israel, realidad que conoce de primera mano. Las obras forman una serie que ha titulado Daños colaterales. Acaso la más interesante de estas obras sea, Mr. War (2003, óleo sobre fotografía, 70 x 56 cm). Se trata de una reproducción ampliada de una fotografía en blanco y negro aparecida en la prensa en la que se representa a un hombre adulto elegantemente vestido con una bandera norteamericana a sus espaldas. El rostro ha sido salpicado por un óleo encarnado hasta el punto de crear una máscara que impide vislumbrar sus facciones. La disposición de gruesos trazos con pintura negra hace resaltar sus formas respecto del fondo. De algún modo la máscara se convierte en una simiesca calavera, tanto más aterradora. El color rojo y la configuración disforme (se aprecian chorretones no enteramente controlados) hace pensar en la sangre. La obra se titula Mr. War (Señor Guerra o Señor de la Guerra) y fue realizada a mediados de 2003. Para muchos el título puede evocar la figura de uno de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, convirtiendo de este modo una persona real en un elemento simbólico. Muchos serán los que vean hoy en ella, en un mundo crecientemente remilitarizado, una referencia meridiana a George Bush hijo, y supondrán que el retratado es Bush. Y, en fin, no es así. No se trata de Bush, ¿cómo podríamos saberlo si ninguno de los rasgos de su fisonomía se conserva? Lo que importa es constatar que lo que sabemos (sentimos, conocemos, amamos u odiamos) se interfiere en lo que podemos conocer, ejemplo que ilustra nuestra consideración en torno a la creencia de Ciria de que nuestra prisión primera es la que impone la mirada, provocadoramente el registro primero por el que conocemos la “forma”.

El segundo grupo de obras en los que se ha aproximado a la figuración es paralelo al de la manipulación fotográfica. En 2000, Ciria comenzó a representar cabezas humanas reconocibles, frente a la abstracción de sus motivos anteriores, una vez abandonada la figuración a comienzos de los noventa. Estas obras se caracterizan por presentar la silueta de hombres esbozada con rápidos e insistentes trazos de carboncillo. El dibujo siempre se reduce al busto: la cabeza, el cuello y los hombros. De este modo es difícil señalar identidad, ocupación, naturaleza de los retratados. El dibujo se limita a la configuración exterior de la cabeza, y a ningún otro rasgo, ni marcas de bocas, de narices, de ojos. Otorga, de este modo, abstracción a sus personajes. Y rellena sus rostros con su particular emisión pictórica, en la que los óleos se reducen, del mismo modo, a los colores negro, rojo y blanco. Una pintura que viola los rígidos límites de la silueta de sus rostros, lo que abunda en la mayor expresión de sus rostros. Acaso por la ausencia de los elementos propios del género del retrato que diferencian a unos rostros de otros, Ciria ha titulado a estas obras sobre papel como Cabezas de Rorschach, como si fueran elementos en los que la interpretación del retratado (¿sufre?, ¿llora?, ¿está excitado?, ¿está muerto?) permitiera arrojar alguna luz sobre la personalidad del espectador. Al modo del psicólogo suizo Rorschach que da título a la serie, quien afirmaba poder diagnosticar las manías de sus pacientes por la diferente interpretación de unas manchas abstractas que les presentaba para que fueran comentadas.

Los elementos característicos de las Cabezas de Rorschach se han desarrollado con una penetración y una expresión muy sugestiva en la serie de seis pinturas al óleo sobre lona militar (de formato homogéneo, 200 x 200 cm) que, con el título de Víctimas, realizó durante su primera estancia en Israel en el otoño de 2001. Como en las Cabezas, las víctimas, asimismo masculinas, carecen de más forma que la de la silueta de sus bustos. La ausencia de cualesquiera otras facciones que contribuirían a la individualización de los personajes sume a las víctimas en el anonimato, convierte el crimen en impune, hasta hacer de estas obras imágenes poderosas de la infamia.

La evolución de la obra de Ciria no puede reducirse a unas características, o patrones unívocos. Una y otra vez, las distintas series de Ciria retoman los mismos temas y preocupaciones estéticas. Temas e instrumentos se combinan de modo diferente a lo largo de sus años de actividad. Pese a la extrema diferencia formal de sus obras, todas presentan un rasgo de autor identificable, coherente. Ciria es un investigador de nuevas fórmulas, pero todas sus obras se reducen a un mismo principio: el de la reconciliación imposible entre forma e inmadurez. No ha abandonado nunca la investigación geométrica; la cita de Malevich del cuadrado en el interior de un cuadrado que había realizado en 1991 reaparece recientemente, entre otras, en Horda geométrica II (2003, óleo sobre lona plástica, 200 x 200 cm). El fondo como estructura reticular regular de esas ventanas que nos parecían carcelarias regresa, por ejemplo, en Nueve ventanas, obra en la que una delineación negra muy pulcra y rectilínea divide la lona en veinticinco cuadrados iguales, siendo los nueve centrales (de nuevo un gran cuadrado incluye en su interior a otro menor y paralelo a él) rellenados por sendas manchas de color impuro, de nuevo, predominantemente, negro, rojo y blanco.

Intentar ofrecer una síntesis de la evolución plástica y conceptual de la obra de Ciria es una tarea ardua. Si bien los motivos estéticos reflexivos de su obra se mantienen inalterados desde sus primeras obras, la heterogeneidad de las investigaciones formales que ha desarrollado le han llevado a abandonar un terreno en el que se sabía ya un maestro, el de unas pinturas de una sensibilidad extrema ante las que arreciaba una cierta incomodidad culpable, para avanzar por caminos menos arrobadores, más ácidos y fragmentados.

La inteligencia de este artista puede hacerle correr el riesgo de abandonar toda grandeza plástica. El prisionero podría dejar de dañarse en su lucha contra los barrotes de su prisión, para emitir un discurso retórico que legitime su encarcelamiento. Uno se pregunta si además de estar desnudos no carecemos de pudor.