Fernando Huici. 2005
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Fernando Huici. 2005

Libro monográfico “Las Formas del Silencio. Antología crítica (los años noventa). Enero 2005.


BAJO LA PIEL

Fernando Huici

 

En ocasiones, la primera, fugaz, impresión que nos provoca un encuentro nos revela, de golpe, lo esencial de aquello que enfrentamos; y no sabemos por qué. Desde el instante mismo del encuentro amamos o aborrecemos un lugar, o una persona, o una cosa; sin poder remediarlo, sin otras razones, sin razón alguna. Es lo que llamamos una intuición. Y, con frecuencia, cuando las razones llegan, cuando conocemos con detenimiento aquello que encontramos, aprendemos muchas otras claves… mas ninguna que desmienta, en lo esencial, la meridiana claridad abierta, brutalmente, por la intuición primera.

La sensación, casi automática, que me produjeron las piezas de esta serie reciente, que ahora nos muestra José Manuel Ciria, fue la extraña e imposible certeza –desmentida por la misma mirada– de que eran como de cristal. Algo las asociaba en una absurda sospecha, a esa materia dura, brillante y fría, pero extremadamente frágil también; esa substancia sin secretos, a la par que misteriosa, transparente y reflectante a un tiempo, que al enfrentarla parece devolvernos lo que tiene a ambos lados, como si atrapara o congelara, fundiéndolos en uno solo, el mundo exterior y el interior.

Toda intuición tiene, como los cuchillos, dos extremos opuestos: uno, al igual que el mango que agarramos como si nos afianzara al mundo, es accidental, epidérmico, tallado por los detalles, aparentemente inermes, que sirvieron de detonante; el otro, como la hoja, es incisivo, centelleante, aquel que nos permita rasgar la piel de lo real.

En este caso, el accidente se despierta, ante todo, desde un aspecto del proceso de trabajo y, en concreto, desde sus materiales: con el barniz, que concluye, cerrándolos, la obra y el proceso; y, aún de modo más intenso, con el soporte mismo, esas lonas plásticas que Ciria ha elegido como base del ciclo.

BAJO LA PIEL

Ambos actúan como elementos de congelación, esencialmente distanciadores, y ello dentro de un proceso de ejecución que es, por el contrario, básicamente cálido, emocional, puro matiz y temblor. Ese proceso tiene su motor primero –y principal– en el azar. Azar que, a veces, actúa ya incluso desde la misma elección de un soporte particular, con esas lonas que incorporan accidentes específicos, al modo de un objet trouvé.

De hecho, la propia decisión de adoptar como soporte general de la serie la lona plástica nace precisamente, en primer lugar, de su óptimo potencial de respuesta frente a los factores aleatorios que determinan una parte sustancial del método de trabajo desarrollado por Ciria en este caso. Por su impermeabilidad y el carácter deslizante de su superficie, permite fluir con entera y continuada libertad el flujo de materia pictórica que el pintor despliega sobre la lona extendida horizontalmente. Por otro lado, el duro perfil de los pliegues generados por la relativa elasticidad del material, dejará su huella a modo de una trama dibujística accidental y discontinua.

Pero desde esas mismas propiedades físicas, la lona se convierte a su vez en cómplice decisivo para la vertiente más subjetiva del proceso o, al menos, la de esa técnica singular con la que Ciria establece un peculiar diálogo entre azar y control, un método que cabría definir como de rectificación.

Pintar entendido como quitar, como eliminación parcial de lo preexistente, antes que como incorporación de materia; un lenguaje que predica en base a silencios y negaciones. Inevitablemente nos viene aquí a la memoria un ejemplo mítico de la vanguardia americana, el del célebre dibujo de Willem de Kooning, borrado por Rauschenberg. La acción de Ciria establece, de hecho, una cadencia conceptual de pasos muy similares, sólo que, en este caso, provocan una resonancia de matices distintos. No borra aquí gestos –y, con ellos, un paradigma basado en la idealización de la subjetividad–, sino, por el contrario, el resultado de un proceso aleatorio, en el que introduce precisamente, mediante algo parecido a pequeños gestos negativos, una intervención de carácter subjetivo.

Óleo, cenizas…, materias suntuosas y residuales, estables o evanescentes, sustancias para una alquimia sobre la que actúan dos fuerzas antitéticas, secretamente aliadas, las del azar y el corrector. A un accidente forzado le sigue así, en esas extraña simbiosis, una inercia decreciente que es reconducida hacia un punto de reposo inestable.

¿Cómo concluye, entonces, ese diálogo en el tiempo, teóricamente infinito? Con una apuesta estratégica, en la que el pintor suspende su tarea de rectificación. La elección de ese instante actúa al modo de una tirada de dados que fatalmente –pues la suerte está echada– abolirá el azar. Y otro tanto ocurre con el formato definitivo de la obra, seccionado a partir de una territorio mucho más extenso. Ciria define los límites que transformarán el proceso en objeto, cortándole así, literalmente, el viaje al cuadro.

En ese instante, todo parece ya concluido: las apuestas hechas, la memoria del diálogo, en suspenso, sobre la superficie tendida. Mas queda aún un paso fundamental. La obra sigue siendo, en ese punto, altamente inestable. Sobre esa inestabilidad que ha permitido, de hecho, el proceso entero de creación, se asienta a su vez la poética esencial de todo el ciclo, esa dimensión mental que contagia, por igual, el sentido de la acción y la lectura de la pieza.

La fragilidad, como metáfora impecable de la irreductible condición de la experiencia creativa, concebida a modo de desigual combate entre razón y naturaleza, en la inalcanzable estela del deseo, e inabarcable al fin, sino como sombra, por el objeto artístico. Eso nos da el clima de la pieza, de su aliento interior. Sólo entonces, desde esa conciencia, el barniz interviene para cerrar el círculo. Al consolidar definitiva e irreversiblemente la pieza, abolirá paralelamente la temporalidad esencial, amorfa e inestable, del proceso creativo. No altera, con el filtro que erige ante nuestra mirada, la identidad de lo que hay bajo su piel, su temblor inefable; pero nos separa irremisiblemente de su aliento, congelando, en la visión, la memoria de aquel vértigo.